El señor del impermeable, que todas las mañanas toma el autobús número 36 —un autobús siempre excesivamente lleno—, y que en el autobús lee atenta y abstraídamente una gramática alemana, ha estado enamorado tres veces en toda su vida.
La primera, ya hace varios años de ello, le sucedió que descubrió en la acera una hoja suelta de una revista dedicada a los juegos sexuales, de los que no sabía nada; quiso el azar que la hoja no contuviera en sí nada de lascivo sino que exhibiera el cuerpo desnudo y pese a ello austero de una mujer que trabajaba en aquel periódico. El señor —que también en aquella ocasión vestía un impermeable, aunque mucho más oscuro— recogió la hoja, y al darle la vuelta sus ojos se tropezaron con una imagen extremadamente impúdica. La examinó con indiferencia y volvió a contemplar la mujer desnuda y tranquila. Quedó instantáneamente enamorado de ella, aunque se dio cuenta de cuán tonto era enamorarse de una fotografía totalmente abstracta. El nombre de la mujer aparecía en el título, pero él jamás intentó ponerse en contacto con ella. Por el contrario, durante algunas semanas tuvo el problema de separar las dos caras de la hoja, de saber que la fotografía impúdica y la mujer que amaba eran distintas, y que, pese a aparecer en las dos caras de una misma hoja, no guardaban ninguna relación. Nunca se desenamoró de aquella mujer, símbolo de incorruptible castidad, pero, un año después, se permitió enamorarse de nuevo, de una mujer a la que conoció, sin llegar nunca a dirigirle la palabra. No era timidez: no quería ninguna respuesta de ella. Respecto a la fotografía, era imprevisible, inconstante, ruidosa. Era excepcional. Él amaba sus formas, no la corporeidad, sino el hecho de que, detrás, no hubiese ninguna otra fotografía de la cual debía distinguirla. Fue un amor bellísimo, y volvió a acercarle a la religión de sus padres; comenzó también a ir al cementerio con grandes ramos de flores y a reír ruidosamente delante de la tumba de sus padres. La tercera vez fue más simple; vio a una mujer en la parada del autobús. Ésta no sólo estaba viva, sino que también era capaz de subir a un medio de transporte. Era el punto inicial, el ínfimo y el necesario. Presa de una desesperada felicidad, le dirigió la palabra, declaró su amor y obtuvo un atónito pero cortés rechazo. Dio las gracias, y se alejó, con su felicidad intacta. Había tenido una vida riquísima: y fue entonces cuando comenzó a tomar el autobús 36, y a estudiar la misma vieja gramática alemana que tiene en la mano en este momento.