El señor vestido de lino, con mocasines y calcetines cortos, mira el reloj; faltan dos minutos para las ocho. Está en casa, sentado, ligeramente incómodo, en el borde de una silla severa y rígida. Está solo. Dentro de dos minutos —ahora ya sólo son noventa segundos— tendrá que comenzar. Se ha levantado un poco antes, para estar realmente preparado. Se ha lavado con cuidado, ha orinado con atención, ha evacuado con paciencia, se ha afeitado meticulosamente. Toda su ropa interior es nueva, jamás usada anteriormente, y su vestido ha sido confeccionado hace más de un año para esta mañana. Durante todo un año, no se ha atrevido; en más de una ocasión se ha levantado muy pronto —por otra parte, es madrugador— pero en el momento en que, cumplimentados todos los preparativos, se instala en la silla, le falta valor. Pero ahora está a punto de comenzar: faltan cincuenta segundos para las ocho. Para ser exactos, no debe comenzar nada en absoluto. Desde cierto punto de vista, debe comenzar absolutamente todo. En cualquier caso, no tiene que «hacer» nada. Debe simplemente pasar de las ocho a las nueve. Nada más: recorrer el espacio de una hora, un espacio que ha recorrido innumerables veces, pero que debe recorrer sólo en tanto que tiempo, sólo eso, nada más. Hace poco más de un minuto que han pasado las ocho. Está tranquilo, pero percibe cómo un ligero temblor se prepara en su cuerpo. En el minuto séptimo, el corazón comienza lentamente a acelerarse. En el minuto décimo, la garganta comienza a contraerse, mientras el corazón late al borde del pánico. En el minuto decimoquinto, todo el cuerpo se baña de sudor, casi instantáneamente; tres minutos después, comienza a secársele la boca; los labios empalidecen. En el minuto veintiuno comienzan a castañetearle los dientes, como si se estuviera riendo, y los ojos se dilatan, los párpados dejan de parpadear. Siente dilatarse el esfínter, y en todo el cuerpo todos los pelos se le ponen de punta, rígidos, como sumergidos en el hielo. De golpe, el corazón se detiene, la mirada se nubla. En el veinticinco, un escalofrío furioso le sacude por completo durante veinte segundos; cuando cesa, el diafragma comienza a moverse; ahora el diafragma le oprime el corazón. Derrama lágrimas, aunque no llore. Le ensordece un sonido de tromba. El señor vestido de lino quisiera explicar, pero el minuto veintiocho le golpea en la sien, y cae de la silla y, golpeándose sin el menor ruido contra el suelo, se desmigaja.