El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita, y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y se sentiría alegrado por un «no» dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un «sí» inmediato. Había calculado un trayecto de cuarenta minutos, incluida la compra de un diario, objeto que, por contener crónicas cotidianas llenas de crueldades, consideraba tranquilizador, al persuadirle de su poquedad. Ya que existían tres respuestas posibles, había decidido dedicar un total de treinta minutos al «no» y a la «dilación», ocho al «sí», y dos al diario.
Al octavo minuto de camino, mientras intentaba convencerse de que un «no» no impediría una vida útil y honesta, escuchó la primera y violenta explosión. En realidad, llevaba tiempo discutiéndose en su país la conveniencia de una guerra civil, pero el señor del abrigo, preocupado por su propio futuro, no le había prestado ninguna atención. Incluso entonces, no entendió qué ocurriría. Dos minutos después, al ver hacer explosión el Ministerio de la Instrucción, tuvo algunas sospechas; y los tanques acabaron de persuadirle. Él tenía alguna opinión política, pero algo desvaída. En aquel momento pensaba en su posible esposa con viril inquietud. Las cosas sucedieron rápidamente: a las nueve y siete el Primer Ministro fue físicamente defenestrado, tres minutos después el Presidente entraba en la cámara de gas, y el Rey en el palacio de sus antepasados; era un Rey anciano, y tenía prisa; los fusilamientos comenzaron enseguida. El señor del abrigo fue fusilado a las nueve y treinta y ocho, contra el muro de una iglesia pseudogótica. Le fusilaron porque conservaba en la mano el diario comprado a primera hora de la mañana, cuando el país todavía era republicano. No le disgustó morir; pero le irritaron ligeramente los dos minutos que hubiera podido dedicar al «sí».