TRECE

Aquel señor que cruza la plaza de la Independencia y lleva entre las manos la cabeza recién cortada, es un Mártir de la Fe. El señor va vestido de manera descuidada, sin chaqueta, y muestra la camisa sucia de sangre. La cabeza que lleva entre las manos le molesta, jamás hubiera supuesto que fuera tan incómoda y pesada. Si se pudiera, y son muchos los que lo intentan, echar una mirada a la expresión de esa cabeza cortada, se descubrirían las señales de una viva perplejidad. En realidad, el señor, que verosímilmente se está dirigiendo a la parada del 36 barrado, se siente extremadamente confuso, no tanto por el trauma de la decapitación, sino porque no le parece que le corresponda el título de Mártir de la Fe.

En su infancia predominaba una religión, en la cual había sido educado, que creía en un Dios, en otros dioses menores especializados, y en unos seres invisibles, buenos y malos. Existían pecados: no matar, no insultar a los gatos, no engañar a los huérfanos, no pegar los sellos al revés, no agitar la mano derecha, nada de canibalismo. Era una religión antigua, que había conocido días mejores, pero que con el tiempo se había hecho tolerante. Todo era perdonable. El Mártir había crecido distraídamente en aquella religión, pensando en otras cosas, y cuando los otros habían surgido de las catacumbas, había experimentado un limitado malestar. Pero para los Otros era fundamental precisar que Dios era amarillo, que los dioses menores eran hermafroditas, que las criaturas sólo resultaban invisibles para los malvados, los predestinados a la condena. Después, pecados, digamos, extravagantes: no acariciar a los perros, no acuñar moneda falsa, no mentir respecto a nada salvo respecto al sexo, respecto al cual era obligatorio mentir. ¿Acaso se había ocupado del sexo? No, en absoluto. ¿Había acariciado perros? En aquel momento, el señor que había llegado a la parada del autobús se dio cuenta de que sabía que era un Mártir de la Fe, pero no estaba seguro de qué fe; en efecto, desde que habían sido relegados a las catacumbas, también los viejos fieles habían empeorado de carácter. Por un instante permaneció dudoso: después comprendió que su incertidumbre constituía su prestigio, su tibieza su fuerza; y estaba iniciando una nueva carrera cuando, en el momento en que subía al autobús, su cabeza cortada se le escapó de las manos.