Generalmente los señores que acuden a esta parada a esperar el tren, mueren en la espera. No es una muerte desgarradora, más bien tranquila y, a su manera, elegante; algunos llevan consigo a la familia, especialmente los hijos, que visten largos calcetines negros y pantalones cortos, para que aprendan cómo se puede morir con dignidad. A medida que mueren, los señores son depositados en una capilla adornada con los rostros de numerosos santos, diversamente milagrosos. Por mera cortesía, un funcionario de los ferrocarriles pregunta, con el sombrero en la mano, si alguno de sus señores santos quiero resucitar al muerto. Aguarda cinco minutos en silencio, dirige una genérica mirada interrogativa a los santos, se inclina, sale y se pone de nuevo el sombrero, porque la estación es increíblemente ventosa. El viento surge de una resquebrajadura en la roca, y no se sabe dónde adquiere aquel frío seco y extraño que, según dicen, hace de la estación un lugar extremadamente salubre y reposante. Podría afirmarse que las muertes de los señores —y en ocasiones mueren familias enteras— desmienten esta ponderada salubridad del aire. En realidad, todos coinciden en que, de no haber venido aquí, hubieran muerto mucho, muchísimo antes. Algunos no habrían llegado a nacer. En general, la espera de la muerte no es larga ni penosa; hay mucha gente, se charla, hay juegos para niños y para adultos. El jefe de estación, un hombre vigoroso y amable, acaricia a los niños y saluda a sus clientes. Los trenes que paran en esta estación son tres: cada uno de ellos procede de un lugar diferente y va a otro lugar. Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho de que cada línea está servida por diferentes tipos de trenes, alguno de los cuales para, o debería parar, si lo ordena el jefe de estación. Otros, los más importantes, no paran en absoluto, y bajo ningún ruego. Se ven rostros de perfil recortados en la madera, gente que debe ir muy lejos. En ocasiones, un tren que podría pararse aminora la marcha, y desde la cabina se asoma el conductor, escrutando con recelo interrogativo al jefe de estación, el cual dirige una muda pregunta al público. Estos gesticulan con las manos, como si dijeran: «¡Por favor!» o «¿A usted qué le parece?» o contemplan el tren como si fuera transparente. El tren acelera y, cuando ha desaparecido, acuden a llevarse a los señores muertos, todos ellos vestidos de negro.