NUEVE

El señor vestido de manera algo anticuada, pero no desprovista de elegancia, está recorriendo los últimos metros que le separan de su casa. Su regreso se ha visto demorado por un desagradable chubasco, un pequeño terremoto, y rumores de epidemia. Durante el retorno a casa se ha extraviado varias veces, desviado por enormes abismos, edificios desplomados, montones de muertos entregados a las llamas, tableteo de ametralladoras destinado a impedir el saqueo de los templos de la fe, colmados de increíbles tesoros. Ahora lo recuerda con exactitud: su viaje de vuelta se inició hace al menos varios días; pero mientras esquiva por los pelos una extraña máquina que estalla, descubre que estrecha entre las manos un periódico con una fecha de años atrás, y un titular en el que se habla de una guerra gloriosa, que él sabe que hace tiempo que terminó, aunque ignore quién la ganó. Pese a que se esfuerza en ser razonable, no consigue encontrar explicaciones satisfactorias para los sentimientos de calma, de dignidad, de satisfacción que experimenta. No cabe duda de que su casa puede haber sido por lo menos afectada, o las epidemias, los terremotos, las incursiones de enemigos podrían haber ocasionado algún daño a sus familiares. Incluso en el caso de que, por un capricho del destino, esa zona de la ciudad hubiera quedado al margen de las desgracias que han asolado aquélla que fue su patria, el tiempo no habrá transcurrido en vano: y todos, comenzando por él, habrán envejecido, tal vez alguno —¿quién?— habrá muerto, invocando inútilmente su retorno, acaso imaginándole a su vez muerto o moribundo. Una vaga sonrisa concede una fugaz gracia a un rostro más astuto que inteligente. Aunque sus recuerdos sean confusos, él sabe con certidumbre que ha llevado a cabo algunas tareas que le habían sido confiadas —tareas humildes, ya que con frecuencia le confían encargos sencillos y un poco mortificantes—, ha entregado unos pliegos, y cuando, en lugar de la casa a la que iban dirigidos, ha encontrado un abismo, ha dejado caer en el abismo los paquetes, las cartas, los billetes a ella dirigidos. Cuando debía esperar respuestas, ha esperado un tiempo razonable, se ha alejado cuando ha sospechado que una posterior insistencia podía parecer indiscreta. Unas pocas decenas de metros le separan de su casa, y ya ha anochecido. El señor saborea las historias que podrán contarse y sonríe.