CUATRO

Alrededor de las diez de la mañana, un señor con buenos estudios y humor moderadamente melancólico, había descubierto la prueba irrefutable de la existencia de Dios. Era una prueba compleja, pero no tanto que no pudiera ser asimilada por una mente medianamente filosófica. El señor con buenos estudios no se inmutó, examinó otra vez la prueba de la existencia de Dios de cabo a rabo, de lado, de rabo a cabo, y decidió que había realizado un buen trabajo. Cerró el cuaderno con las notas relativas a la prueba definitiva de la existencia de Dios, y salió para no ocuparse de nada —en suma, para vivir—. Alrededor de las cuatro de la tarde, al regresar a casa, descubrió que había olvidado la formulación exacta de algunos pasajes de la demostración; y todos los pasajes, naturalmente, eran esenciales.

Y eso le hizo sentirse nervioso. Entró en un local para beber una cerveza, y le pareció, por un instante, que estaba más tranquilo. Recordó un pasaje, pero inmediatamente después descubrió que había olvidado otros dos. Confiaba en los apuntes, pero sabía que sus apuntes eran parciales, y así los había dejado, ya que no quería que ninguna persona, ni la criada, estuviera segura de la existencia de Dios antes de que él hubiese desarrollado con diligencia toda la demostración. A los dos tercios del camino de su casa, se dio cuenta de que la prueba de la existencia de Dios estaba perdiendo sus firmes y admirables connotaciones, derivaba en argumentaciones que ya no sabía si pertenecían a su argumentación originaria. ¿Existía un pasaje referente al Limbo? No, no existía, y no existían las Almas Durmientes, pero tal vez existía el Juicio Universal. No estaba seguro. ¿El Infierno? No le parecía probable, y, sin embargo, tenía la impresión de haber debatido prolongadamente respecto al Infierno, y de haber situado la existencia del Infierno en un punto culminante de su investigación. Llegado ante la puerta de su casa, le asaltó un sudor frío. Ya que algo resultaba indiscutiblemente cierto, irrefutable, y, sin embargo, imposible de ser fijado en una fórmula inolvidable. Sólo entonces se dio cuenta de que estrechaba entre las manos la llave de casa, y con un gesto de tardía desesperación la arrojó en medio de la calle desierta.