En detrimento

Cunde entre las gentes del balón una polémica de hondo calado «filosófico». Sostienen unos que debe mantenerse intacto el elenco de los jugadores jornada tras jornada, de tal modo que hasta los aficionados más amnésicos puedan repetir de carrerilla la alineación. Frente a estos clásicos, los modernos proclaman la conveniencia de que ningún jugador se sienta titular, porque el equipo debe formarse en función de la táctica aplicable a cada encuentro; y también porque, al menor desfallecimiento, debe dejarse posar al desmadejado en la madera o el cemento. «Todos en mi equipo son titulares», afirma con resolución el «míster» progre. Frente al cual, el conservador mantiene el sistema de juego, sean el Ajax o el Numancia los adversarios, y perdona los fallos cometidos hoy por un muchacho, para que se recobre mañana sin perder la moral. El banquillo no constituye desdoro para el balompedista sometido a esta «filosofía»: se sabe suplente y aguarda, impaciente o no, su oportunidad. Desdora, en cambio, a los pupilos del entrenador que profesa la contraria.

A consecuencia de ello, abundan los píndaros del estadio que se expresan así: «Hoy juega Gregoriev en detrimento de Paulovich» (nuestros equipos son hoy campamentos de eslavos). Y puede que tengan razón, que Paulovich sufra en su ánimo por la sustitución: detrimento significa «daño moral». Sin embargo, si se ha estatuido como norma el cambio de jugadores en función del planteamiento que exige cada partido, la alineación de Gregoriev no debería producirse con menoscabo de Paulovich, y los cronistas podrían conformarse con informar de que hoy juega Gregoriev. Pero todo el mundo sabe que sí hay detrimento y que si Paulovich no juega es porque no gusta al entrenador y hasta le revienta. No digamos Paulovich, que siente la exclusión como una patada subecuatorial. De ahí que no esté mal, aunque hastía oírlo siempre, el detrimento; no jugar daña su prestigio.

Lo malo es que ya he oído —aún no leído— cómo Gregoriev jugará el próximo partido «en detrimento de Paulovich, que está lesionado». ¡Creen algunos radiohabladores que en detrimento significa «en sustitución de» o «en vez de»! Permanezcamos alerta en los restaurantes: será posible oír a alguno de ellos que diga tal vez al camarero, corrigiendo prudentemente su irreflexivo pedido (comanda en los comedores de lujo) anterior: «Tráigame consomé en detrimento de las ostras».

Lleva muchos años extrañándome el empleo del verbo exigir. Lo oíamos en las peticiones políticas o sindicales disidentes de la dictadura, y se sentía un hondo vacío estomacal entre la exigencia y las posibilidades de obtener aquello que se exigía. Pero el verbo sigue empleándose con la misma discordancia: se exige, por ejemplo, a ETA que libere a sus secuestrados, con el éxito a todos notorio. Y ¡qué duda cabe de la propiedad de ese uso, dado que el vocablo significa, según el Diccionario: «Pedir imperiosamente algo a lo que se tiene derecho»! Pero debería precisar que sólo puede exigir quien posee alguna fuerza para alcanzar su demanda. La razón no basta para convencer a quienes arrebatan tan conscientemente el derecho a la libertad: haría falta una correlación más ceñida entre la potencia significativa del vocablo exigir y la disponible para obtener lo exigido. Lo cual produce cierto desánimo, por muy grandes que sean la razón, la vehemencia y la emoción que dictan la elección de tal vocablo. Instar («urgir la pronta ejecución de una cosa») convendría más, visto que no se puede intimar, esto es, «exigir el cumplimiento de algo, especialmente con autoridad o fuerza para obligar a hacerlo». Pero mantengamos la exigencia, a sabiendas de que nos estamos limitando a instar.

Cunde en extremo el verbo recepcionar, feo como Picio. Más de tres lectores me han escrito lanzándole justos anatemas, y considerándolo inútil existiendo recibir. Lo cual no es seguro porque no se trata sólo de recibir algo, sino también de mostrar conformidad con lo recibido, sea esto un reloj comprado en la televenta, sea un chalé adosado que entrega el constructor: es entonces cuando se produce la recepción o acto de recibir aceptando explícitamente lo recibido. De ese nombre se ha sacado recepcionar. Su sentido está muy claro en un catálogo de librería que alguien me ha enviado con su protesta: «Los pagos se efectuarán por transferencia bancaria, salvo indicación en contrario, una vez que usted haya recepcionado el pedido y consecuentemente muestre su conformidad al mismo». (Omito comentar el nauseabundo y sobrante al mismo, donde además se hace mal uso de la preposición: se está conforme con el pedido, no al pedido). Pero el librero hace notar a los posibles clientes el sentido en que deben entender recepcionar: una vez recibidos los libros, deberán decir amén, y, si no, a devolverlos.

Juzgo innecesario ese verbo. Tenemos otro de la misma familia, mucho más presentable, si bien provoca alguna sospecha. Es receptar, que el Diccionario define como simple sinónimo de «recibir, acoger». Lo malo es que también significa «ocultar o encubrir delincuentes o cosas que son materia de delito», pero estas coincidencias de dos significados —y más— en una misma palabra son muy frecuentes en el idioma, y receptar tiene bien poca vida fuera del ámbito policiaco y penal. Lo prueba este titular de un gran diario madrileño: «El arcipreste condenado por refugiar a etarras pide la libertad de Aldaya y Ortega». No está mal usado refugiar («acoger o amparar a uno, sirviéndole de resguardo y asilo») pero, en ese contexto, receptar hubiera sido más propio, ya que no siempre se condena por el hecho de refugiar. A no ser, cosa improbable, que el titular connote asepsia, su autor no conocía el verbo receptar o desconfiaba de que lo conocieran sus lectores.

Aún menos complacencia merece otro verbo de vitalidad nauseabunda, aperturar, primero en el lenguaje bancario, y ya en el administrativo y oficial. Empezó por el aperturar una cuenta corriente, formando ese verbo sobre el sustantivo apertura, que funciona perfectamente en la apertura de una cuenta. Pero no se entiende por qué ha parecido necesario a banqueros y bancarios sustituir el limpio verbo abrir por ese horrorcillo. «Aperturado» el camino, nada impide que lecturar sustituya a leer, baraturar a abaratar y licenciaturarse a licenciarse, pongamos, en Derecho.

Interceptar

Si algún lector lo vio, es difícil que lo haya olvidado; me refiero a la noticia presentada hace poco por televisión acerca de una especie de coso canino instalado en una ciudad española (nombrarla a este propósito volvería a ofenderla), donde se ofrecían luchas de perros para que unos desalmados gozasen contemplando cómo se destrozaban unos chuchos enfurecidos, mientras cruzaban apuestas. Sólo las matanzas de humanos me han inspirado mayor estremecimiento. Y aun así, esta de irracionales tiene algo que la hace supremamente cruel, porque no se les mata, sino que se les obliga a matarse. El vídeo en que alguien grabó una de esas espantosas carnicerías mostraba la saña con que dos animales se revolcaban agarrados entre sí, lanzándose dentelladas, ciegos de ira, sangrando, desollándose, asesinándose, muriéndose. Fue difícil arrancar el vencido al vencedor, que seguía arrastrando de la pata aquel guiñapo; su propia cabeza, mostrada en un primer plano, había sido acribillada monstruosamente por cien mordiscos. Un angustioso sobrealiento anunciaba la muerte que le sobrevino también poco después.

Los medios dieron cuenta de tal horror, y un diario de la ciudad de mis atascos lo hizo diciendo en un titular que la policía había interceptado una pelea de perros. A la violencia de las imágenes, se sumaba ésta hecha al idioma, otra más, sin importancia se dirá, pero, en definitiva, también violencia, reveladora de la insensibilidad con que muchos profesionales de la noticia echan a combatir las palabras en un circo inclemente. Porque cualquier hablante bien avenido con el idioma que ha mamado, sabe que interceptar significa una de estas tres cosas: «apoderarse de una cosa antes de que llegue a su destino», «detener una cosa en su camino», o «interrumpir, obstruir una vía de comunicación». Siendo así que nada de eso puede hacerse a una pelea de perros, está claro que ese verbo está allí tan fuera de lugar como si los tales hubieran estado en misa. Además, la policía hizo algo más que interrumpir una pelea: no es su misión impedir que los perros propiamente dichos se enzarcen; lo que hizo fue descubrir una salvaje ilegalidad.

En este sarao de las palabras que organizan prensa, radio y televisión unidas —juntas, jamás serán vencidas—, todos practican el baile; he aquí un solvente y austero periódico madrileño, dando cuenta fervorosa de un acto electoral: «El silencio se rompió a las cinco de la tarde, cuando miles de simpatizantes del PSOE irrumpieron en aplausos ante la llegada de Felipe González y su esposa Carmen Romero». Como irrumpir significa «entrar violentamente en un lugar», deberíamos entender que, al llegar los mencionados políticos, una turba enardecida entró a empellones, atropellándose, pisándose, dándose codazos, en un sitio misteriosamente denominado «aplausos». Pero el redactor quería decir que el gentío prorrumpió en aplausos, ya que este verbo equivale a manifestar sonoramente —con lamentos, sollozos, insultos, vítores, etc.— una pasión irreprimible; es lo que hicieron los simpatizantes del PSOE para liberar su emoción: prorrumpir en aplausos. La policía intercepta peleas, los aplaudidores irrumpen: es el neoespañol de los medios.

Y sigue la danza léxica, que, muchas veces, consiste en un fino y elegante minué (como los de aquel pueblo que llamaban antílopes a las cabras, y al alcalde en aumentativo). Véase, si no, esta exquisita y grácil manera de contar otro periódico cómo eran las heridas que un toro intolerante infligió a un mozo en un encierro: «La primera residía en la región torácica derecha con fractura de la sexta a la décima costillas». Ahorro las definiciones que de residir ofrece el Diccionario; en cualquier caso, las heridas no residen en parte alguna, sino que están o se localizan, palabras que se le ocurrieron, sin duda, al redactor, pero las desechó pensando tal vez que aquello expresado así, quedaba…, no sé, como menos galano y donairoso.

Junto a estos desajustes, surgen en el idioma palabras nuevas. Hay una que ha salido al encuentro de los ojos lectores hace muy poco. Pertenece al lenguaje del comercio, está bien formada, fundada en razón latina, pero, como nueva, chocantísima. Es fidelización, aneja a un verbo fidelizar, que, por lo colegible, se refiere al hecho de procurarse un negocio clientes fieles, que repitan una y otra vez sin que se los arrebate otra empresa competidora. Antes, era el buen trato del tendero, cuya preocupación por nuestra salud, las noticias picantes de los vecinos, los caramelos para los niños de casa, el redondeo de la cuenta por lo bajo, la chorrada, los gramos o centímetros de más y otras delicadezas semejantes subyugaban la voluntad del parroquiano, que volvía y volvía. Ahora, los hiper y los super, por ejemplo, con dependientes y dependientas cuando no inencontrables raramente atentos, de conversación imposible, todo envasado y a precio fijo, están vedados a la conversación cordial; a lo más que llegan para cautivar es a dar puntos en la caja según la cuantía de lo comprado, con la pretensión de que el comprador no quiera desperdiciarlos. Pues, por lo visto, se acabó: ahora las grandes empresas cuentan con directores de fidelización —así se llaman— velando porque no huyamos, imbuyéndonos un fervor integrista por sus productos, haciéndonos regresar a sus firmas como torna a la mano el yoyó.

Por fin, algunas notas sobre el inextinguible lenguaje del fútbol. Sigue admirándome que los jugadores salten al campo, en lugar de salir a él. Los ves aparecer subiendo de los vestuarios con paso cansino, y dicen los locutores que ya están saltando al terreno de juego, y la verdad es que no, que no saltan en absoluto. Pero no es eso lo que maravilla, sino la constancia con que los locutores del estadio coinciden en su jerga profesional. Un equipo potente ha sido humillado por el Numancia, pongamos por ejemplo, y los radiofonistas de todo el dial dirán que el gigante prepara en el partido de vuelta su vendeta, pronunciando de ese modo, con la sola t de teta o regordeta. Se hacen admirar como bastante políglotas, y evitan hablar de venganza, que es acción fea. ¿Y si probaran con el castizo desquite? Pero ya comprendo que resultaría pobre.

Ese loable afán de distinción es causante de otra graciosidad que pulula por el espacio radioeléctrico. Puesto que el verbo colocar funciona a menudo como sinónimo de poner («pon o coloca estos libros en su sitio»), anuncian sagaces: «El Mérida coloca la pelota en juego». No dudarán, imagino, en decir que el equipo está colocándose nervioso y que la gallina ha colocado un huevo.

Sociedad mediática

La palabra es aún niña en Francia, tiernamente adolescente como mucho: sólo han pasado doce o trece años desde su invención allí. Médiatique se emplea para calificar lo concerniente a los medios de comunicación, o a lo transmitido por ellos. Y con tan escasa edad, ya se pasea con disfraz hispano y pisando fuerte por nuestras prosas habladas y escritas, confiriéndoles un alto grado de distinción. Así, se dice, se oye que vivimos en una sociedad mediática, queriendo significar con centelleante concentración la importancia, constitutiva casi, que en la sociedad contemporánea poseen los media o medios por antonomasia. Es evidente que ciertas corrupciones hubieran permanecido ignoradas sin la acción mediática, y fuentes mediáticas de toda solvencia aseguran que el Gobierno está resuelto a aplicar el programa de su partido si gana las próximas elecciones. El vocablo se ha puesto de moda y nadie que se precie en ese mundo, y en el político, hermano suyo en echarle rumbo al lenguaje, perderá la ocasión de usarlo y de abrillantarse con él. Se ha formado, resulta obvio, partiendo del segundo componente del inglés mass media, un latinismo crudo (plural de medium) al que se le ha pegado el fecundo sufijo del mismo origen -ático. Los italianos, que también gozan metiéndole espuela a su fastuosa lengua, han creado massmediatico, que tiene más cuerpo y aún menos alma, pero está aún sin descubrir por nuestros oteadores; ojalá se les escape: ya nos basta con este nuevo inmigrado, tan patéticamente pedante. Sin poder remediarlo, se me asocia con el otro médium, el de los espíritus; y tiene una faz tan redicha que parece inventado para albergar un concepto esotérico en compañía de voces tan arcanas para los profanos como iniciático, melismático, entimemático… Pues no: sirve sólo para darse postín.

Y para evitarse rodeos, según una tendencia que lleva algunos años actuando, y que ha producido, por ejemplo, el desvío semántico de partidario para significar «perteneciente o relativo a un partido político» (intereses partidarios, en vez de intereses de o del partido), con la violencia que representa construirlo sin el complemento con de que acompaña normalmente a ese adjetivo (partidario de nuevas elecciones). Arrastrado por esa corriente que poco a poco va cobrando vigor, nada extraña que un periódico andaluz, dando noticia de un posible convenio entre dos organismos, haya escrito que «el PSOE defendió en Pleno, la necesidad de conveniar con Diputación la financiación…». Figura este esperpento debajo de una fotografía; el texto fue, pues, del pie productor al pie difusor.

Se observará también en tal texto la omisión del artículo (ante Pleno y Diputación), práctica muy estimada por una gran parte de la profesión mediática, según hemos señalado varias veces. Cúmpleme ahora dar cuenta de otro rasgo de esta jerga, que observo desde hace poco —tal vez por falta de atención, pero no lo creo—, constitutiva ya de una verdadera pandemia que tunde a fondo el cuerpo del idioma. Me refiero a formular así las noticias: «El Parlamento se reunirá hoy a partir de las diez de la mañana»; «El encuentro Valencia-Extremadura podrá verse por esta cadena a partir de las ocho de la tarde». Hasta hace poco el español de siempre o paleoespañol empleaba la simple preposición a: el Parlamento se reunía a las diez, y el encuentro se televisaba a las ocho. Es cierto que esta precisión horaria marca el comienzo de un proceso (la sesión parlamentaria o el encuentro deportivo) que se desarrollará durante un cierto tiempo, pero no es imprescindible marcarlo porque lo importante del mensaje está en señalar el momento del comienzo. No ocurriría lo mismo si se dijera que la exposición podrá ser visitada a partir de las cinco de la tarde, donde esa formulación resulta necesaria para dejar claro que los posibles visitantes disponen del tiempo hábil que sigue a las cinco; por supuesto, nadie que practica ese henchimiento dirá a la amiga o al amigo que los espera en la puerta del cine a partir de las siete menos diez; pero metido a comunicador ha de expresarse como tal, es decir, rarillo.

Obedece, en efecto, tal novedad a la tendencia a dar mayor cuerpo a los elementos de relación, las preposiciones de manera especial, que apunta claramente en la evolución de nuestra lengua (se abre por medio de una llave, y no con ella, entraron a través de una ventana, preferido a por una ventana, etc.). Tendencia que, en este caso, se refuerza con las frecuentes extravagancias en la indicación del tiempo horario (cima de todas ellas: son diez minutos sobre las doce), entre las que cuenta, ya plenaria y triunfal, el uso de en con el valor de «dentro de»: «Estará en cinco minutos», nos dice el operario que cambia el aceite al coche; «Volvemos en unos instantes», asegura el presentador televisivo llamando, por cierto, «instantes» a esa temporada de anuncios que irrumpe en su programa.

Ante quien corresponda, clamo otra vez desde este recoleto desierto para que, de una vez, empiecen a tomarse medidas ante el aspecto menesteroso que, desde el punto de vista idiomático, pero no sólo, presentan abundantes pobladores del universo mediático. Las cosas andan bastante mejor en otros aspectos; en general, se informa con rapidez y bastante precisión, hay columnistas, articulistas y comentaristas excepcionales, secciones y emisiones que se buscan con interés. Pero las pifias idiomáticas emborronan demasiadas páginas, numerosos programas, cosa que no ocurre tanto en nuestro vivir cotidiano: de vez en cuando, se distrae un camionero y vuelca la mercancía, pero los mercados suelen estar bien abastecidos; no faltan las denuncias de errores médicos, aunque es normal que los hospitales sean sanatorio más que tanatorio; y así en casi todo. Pero en los medios no sorprenden sólo las faltas idiomáticas sino los yerros, dislates, fiascos y demás planchas que hieren los sentidos.

Así, por ejemplo, el informador que, comentando el sorteo de equipos europeos clasificados para la Liga de campeones (el que se precie, dirá a su modo Champions League, porque eso y Bundesliga aromatiza culturalmente el mensaje), aseguró de un once chipriota que era «el más débil del Continente». Gran escándalo produciría, si fue oído, en la isla de Arosa, cuyos vecinos distinguen tan claramente la insularidad, que llaman «o continente» a la tierra firme de ahí al lado, distante de ella poco más de un tiro de piedra. Precisión no les falta; ya la querría para sí el evaluador de equipos.

Como el equinotécnico que, narrando una boda descomunal acaecida en abril, después de describir en un diario de tronío el atuendo de la novia, color de lentillas incluido, aseguró que ésta «llegó a la ermita en una calesa tirada por cuatro alazanes blancos». O se equivocaba a fondo, o quien está errado es el Diccionario, según el cual alazán «dícese del color más o menos rojo, o muy parecido al de la canela. Hay variedades de este color, como alazán pálido o lavado, claro, dorado o anaranjado, vinoso, tostado, etc.». Es disculpable el error del cronista nupcial, porque no se puede entender de todo, pero conviene consultar de vez en cuando el infolio, el cual, si se desea, sale a la ventana del ordenador con un simple golpe de tecla.

Puede disculparse, insisto, no saber mucho de caballos, pero no es perdonable ignorar los rasgos de la propia especie, como le ocurre al corresponsal vigués del mismo periódico de la Corte, en trance de notificar un suceso acaecido en aquel puerto. Ocurrió, como plásticamente describe, que una pareja, poseída en el interior de un coche «por un irreprimible estallido de amor», se desentendió del vehículo; éste se deslizó y cayó al mar. Los amantes, tras salir a nado, tuvieron que marcharse con el atuendo propio del caso: «en traje de Adán» puntualiza el informador. De uno dice que era varón; ¿y el otro?

No te escucho bien

La confusión es antigua pero ya constituye plaga en los audiovisuales, que es donde suenan la frase o el verbo. Y en casa, en la calle, en los ateneos, en las aulas, en las novenas y, sobre todo, en las discotecas con sus pavorosos estruendos. «Apague el transistor, que se está acoplando y no se le escucha bien», dice la gentil animadora de un programa radiofónico nocturno al oyente que ha llamado para explicar que, siendo novio simultáneo de dos hermanas, se ha enamorado ahora del hermano. O al que, habiéndole arañado un gato en la espalda durante el acto amoroso, ya es incapaz de afrontarlo sin las uñas del gato. O a la casada que está de cuatro meses, la cual, habiendo yacido con un negro, no sabe si ésa es la causa de la preñez, y teme que extrañe al marido el color del nasciturus. Son cosas de que me entero por la radio, auténticas tragedias a veces, durante los feroces insomnios de la madrugada. Aliviadas con frecuencia por la dulcísima e impasible voz de la locutora: «Aléjese de su aparato de radio, porque se acopla y no podemos escucharle».

Un querido colega causó el estupor de un conferenciante que preguntó al público si se le escuchaba bien desde el fondo del salón: «Por aquí lo estamos escuchando, pero no lo oímos», fue su respuesta. No cabe más sucinta y didáctica explicación de lo que impide la sinonimia entre los verbos oír y escuchar: éste añade al primero la nota de deliberación y de atención que se pone al oír. La Academia definía así escuchar en 1732: «Oír con atención y cuidado», y en 1992: «1. Aplicar el oído para oír - 2. Prestar atención a lo que se oye». Son las acepciones que corresponden respectivamente a usos como Creo que Rosendo intenta escucharnos y Nunca me escuchas cuando te hablo. Parece que el Cesid sabe mucho de la primera, y el Gobierno —los Gobiernos—, muy poco de la segunda. Esa distinción significativa, que proviene del latín (audire y auscultare), se ha mantenido hasta ahora en todas las lenguas románicas (ouïr, entendre-écouter; udir-ascoltare; ouvir-escutar; oir, sentir-escoltar, etc.). Pero en la nuestra sufre un violento ataque confundidor.

Con mucha frecuencia, la significación de escuchar se refuerza con un complemento como con atención o atentamente. Y su oposición a oír queda abolida cuando este verbo se construye con uno de tales complementos. Entre lo oyeron atentamente y lo escucharon con atención, sería difícil hallar diferencias, pero sin ellos son claras, y su frecuente maraña se debe a la acongojante sordera que está asolando los tímpanos hispanos. Y también las retinas. Si a estas alturas del siglo hiciera falta alguna prueba concluyente, he aquí la peripecia de un joven cuyo coche quedó atrapado por la nieve en febrero, y fue rescatado, según el parte médico que copia el periódico, con un cuadro de fracaso renal agudo, deshidratación y signos clínicos de congelación. Pero el informador resume a renglón seguido que el susodicho «fue hallado sano y salvo a las 12,15 horas». Dado que sano y salvo significa «sin lesión, enfermedad o peligro», el tal escribano parece muy capaz de vérselas con saludables cadáveres y vigorosos agonizantes.

La pereza auditiva se ha manifestado con pujanza tras las elecciones, con la necesidad sentida por los medios de dar título a quien, habiendo ganado su partido, llegaría a presidente si obtuviera la investidura. Ya hablé de esto a propósito de Chirac. Ahora, ¿qué más a mano que llamar al señor Aznar presidente in pectore? ¡Queda tan culto, tan latino! Pero presidente en el pecho… ¿de quién? Porque in pectore se dice de los eclesiásticos elevados al cardenalato, «pero cuya proclamación o institución se reserva hasta el momento oportuno el Papa», es decir, que son cardenales en el pecho o en el corazón del Papa. Queriendo entender el desatino, he llegado a pensar que, en este caso, el pecho del pectore era el del señor Pujol, pero no creo que los analistas y politólogos, como se llaman, penetren tanto; así que he desechado la explicación para atribuir el dislate a simple gansada (recuérdese que los gansos echan por la boca lo que oyen o escuchan, sin cogitación propia, los pobres).

Y esta falta de cogitación o de reflexión, como también puede decirse —incluso meditación— resulta patente en un par de tics o «movimientos convulsivos, que se repiten con frecuencia», difundidos por los parloteadores públicos en los últimos meses. A troche y moche se oye contestar cuando alguien inquiere algo que el interrogado juzga de difícil respuesta: «Esa es la pregunta del millón». La frasecita alude, claro, a los concursos radiotelevisivos, cuando en una escalada de preguntas se llega a aquella que, de ser contestada, «se retribuirá con un kilo» (término este que, junto con pela por «peseta», ocupa la cima del hablar hortera, en compañía de «me gusta o la quiero un montón»).

La otra sandez que florece en la más reciente habla palmípeda es «la prueba del nueve». Apenas se aduce una razón, una demostración, una evidencia de que algo es verdadero, los neohablantes dicen que aquello es «la prueba del nueve». Parece muy probable que muchos sepan en qué consiste esa operación aritmética con que se verifica la exactitud de una división. Pero es aún más verosímil que, en esta época de las calculadoras, tan rápidas y exactas, sean muchos más los desconocedores del gozo que nos producía a los escolares de antaño la aparición de dos cifras iguales a ambos lados del aspa. Para ellos, lo de «la prueba del nueve» que con tanta modernidad repiten debe de tener el encanto de lo esotérico, la fascinación de lo recóndito: un elegante modo de expresarse «comme il faut».

En modo alguno es disparatado hablar de «la pregunta del millón» o de «la prueba del nueve». Fueron buenos hallazgos en quien inventó ambas cosas. Pero cabe aplicarles aquella reflexión de no recuerdo quién, según la cual el primero en comparar a una mujer con una flor fue un poeta, el segundo un cursi y el tercero un imbécil. (Tampoco estoy seguro de que fuera así la gradación, pero resulta bastante plausible).

Y para dar fe de la atención con que escucho —no sólo oigo— el lenguaje futbolístico, puedo jurar que un radiofonista osó llamar hace poco vicecolista al Mérida, queriendo señalar con ello que ocupa el penúltimo lugar de la clasificación, ante el Salamanca que es el colista. Y puesto que vice- significa «en vez de» o «que hace las veces de», cabe pensar que el aguerrido píndaro contempla la tabla clasificatoria con un cierto amodorramiento etílico.

Rumorología

De pronto, la palabra usuario se ha salido de madre y se ha esparcido con rapidez por campos ajenos, favorecida por el hecho de que la lentitud evolutiva de antaño se ha trocado —hablo del léxico— en atropello y prisa. Con mucha frecuencia, se producen simultáneamente la percepción de una novedad y su difusión: choca, de pronto, algo que se lee u oye, y no pasan quince días sin asombrarse comprobando cómo la usa un gentío con la misma soltura que si la hubiese ingerido vía pezón. Radios, televisiones, tenderos, prensa, catedráticos, entrenadores, magistrados, locutoras de radiotaxi, ministros del Gobierno o del altar, starlettes, y demás géneros de hablantes se encaprichan con ella, y la prodigan a su alrededor, ora profiriendo, ora garabateando. Simultáneamente, montan una conjura de silencio contra otros vocablos que ayer mismo gozaban de excelente salud, y los mandan al sumidero: se escurren los desahuciados apagadamente, dejando tan sólo y de milagro su imagen gráfica en los diccionarios; lo hemos repetido mucho en estos «dardos». Una verdadera desgracia, porque así languidecen y se esfuman voces de suma utilidad que en paleoespañol permitían distinguir matices y expresarse mejor. Lo ejemplifica a la perfección este usuario: acaba de debutar en su nuevo papel, y ya nos tiene a muchos hasta las glándulas.

Leo, por ejemplo, el aviso municipal que anuncia el cierre de una plaza al tráfico; habrán de tenerlo en cuenta sus usuarios para evitarla. El Gobierno, en su ágil carrera hacia el abismo, lanza la sonda emponzoñada de que los usuarios de la Sanidad Pública tendrán que pagar por servicios ahora dispensados gratis total. Los usuarios de una piscina rechazan ciertas presencias, mientras que los de un mercado reclaman medidas higiénicas. Y así, incesantemente: los que antes eran automovilistas o conductores y los enfermos, bañistas o parroquianos son ahora usuarios. Y también quienes tomamos taxis, paseamos por los parques o bebemos agua sin gas; pronto serán eso los clientes de un establecimiento bancario, de un restaurante, de una peluquería, de un otorrino, los lectores de los periódicos, los compradores de amor, los alumnos de un cole, los drogadictos, los fieles de un templo, los aficionados al boxeo o a la boina…: el sinfín enorme de quienes nos servimos de algo, lo utilizamos, frecuentamos o empleamos: todos de uniforme, todos usuarios.

Ejemplifica admirablemente, digo, la mengua deplorable de capacidad para matizar conceptos y diferenciarlos que está experimentando nuestro idioma; se la infligen unos «usuarios» cada vez menos necesitados de precisión, más conformes con lo vago e incoloro con tal de que sea más cómodo y ahorre esfuerzo. Nuestros hablantes, en número estremecedor, progresivamente inclinados a no exigir a cambio de no exigirse sin ser exigidos, renuncian a la exactitud, a la justeza, a la información propia de unos vocablos, si un comodín los libera del esfuerzo de buscar en el gran archivo del idioma y, claro es, de haberse tomado el trabajo previo de ahondar en él. A ello se debe el triunfo analfabeto de tema para designar cualquier cosa, y de iniciar para todas las acciones que significan «dar comienzo», o de finalizar para las contrarias. Sé que es inútil clamar: quienes pueden hacer algo por remediarlo suelen pertenecer a ese censo entre haragán y maula.

Por eso, para no desmayar en mi viejo anhelo de acabar mis días siendo ciudadano español, procuro, entre otras cosas, no leer Boletín Oficial alguno, pero, a veces, hay lectores que me envían recortes o fotocopias de tales papeles como testimonio fehaciente de sus indignadas denuncias, y debo leerlos con agradecida cortesía. Este de hoy, por ejemplo, anuncia cursillos sobre materias arcanas —el CSI; la CIABSI, el EPHOS—, destinados a unos, para mí, enigmáticos destinatarios como son quienes tienen responsabilidades en las TIC, y se señalan fechas, horas y lugares de impartición. Hace años que la pedantería pedagógica precursora de la actual sustituyó lo de dar clases por impartirlas. ¿A qué horas impartes hoy?, nos preguntábamos bromeando los profesores en mi juventud. Parecía una bobada efímera destinada a desaparecer; ignorábamos aún que nada inventado por los pedagogos desde el poder, con un régimen u otro, se extingue per se; sólo es capaz de relegarlo al olvido otra invención aún más necia. Y así, impartir, lejos de esfumarse, ha abortado esa impartición que tanto luce en el texto oficial de marras.

El cual, entre los asombrosos cursillos que convoca, incluye uno dedicado a la «formación para responsables de formación (GO SYSTEM)», es decir, según las apariencias, a alguacilar a alguaciles o, lo que es lo mismo, a dar o impartir clases de chino a chinos. El primer objetivo que se propone esa tanda formativa consiste en «vehiculizar la cultura de la organización, contribuyendo a construir un lenguaje común», lenguaje que lógicamente será el susodicho chino. Debemos de ser muchos quienes no hallando en el Diccionario un verbo capaz de indicar figuradamente que algo sirve de vehículo difusor de algo, de la cultura por ejemplo o de aspectos de ella, hemos tenido que dar un rodeo para evitar una metáfora tan a la mano. Otros, menos respetuosos con el infolio como el convocante de estos cursillos, han optado por vehiculizar, formado como ridiculizar, obstaculizar o escrupulizar, cediendo así a la presión del fecundo sufijo -izar, que a los mal avenidos con el idioma les permite crear palabras largas y, por tanto, de apariencia más culta que las cortas. ¿Por qué no vehicular, de conformidad con cuadricular, matricular o articular, y también con otras lenguas hermanas: francés véhiculer, italiano veicolare, portugués veicular, catalán vehicular? Es palabra, sin duda, que debe hallar acomodo en nuestro léxico: lo enriquece sin expulsar como hace usuario.

Mérito que, sin duda, no posee un vocablo usadísimo entre los hispanohablantes de clase cultural media baja, en la cual milita una buena parte de quienes animan con chismes las revistas llamadas del corazón —a menudo, de pornografía rosa—, las emisiones equivalentes de radio o televisión, y no pocos profesionales de la hablilla deportiva, aunque no sólo ellos. Me refiero a rumorología, uno de los vocablos más cutres y míseros, de cuantos salen de labio o tecla. Según la rumorología, asegura una infinidad de menesterosos verbales, tal famosa (lo es porque se habla de ella) está embarazada a consecuencia de su relación sentimental (sic) con un vaquero de la Finojosa. Mientras, otros colegas dan pábulo (pábilo dice más de uno) a la rumorología según la cual el Dépor va a traerse a otro joven talento (sic) brasileño. El tal hexasílabo no cesa de empellar al bisílabo rumor o al trisílabo rumores porque su gran tamaño seduce a sus mediocres entusiastas, que también podíamos llamar usuarios.

Típico de la rumorología entreverada de simpleza es atribuir al buen tuntún la paternidad de frases célebres: tanto da el citado vaquero como Sócrates. Durante un par de veladas nocturnas, los participantes en una tertulia, con una refinada percepción de las posibilidades poéticas medievales, convinieron en asegurar que pertenecían al Cantar del Cid los versos lorquianos «¡Qué blando con las espigas! / ¡Qué duro con las espuelas!». Mucho más generalizado es atribuir al Guerra la sandez según la cual «lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible», que uno de sus entusiastas usuarios, y en libro, llama «luminosa redundancia». Mucho debió de inventar el famoso torero, pero no esta gracia, que es, sin duda mucho más antigua. Probablemente, Quevedo ya no la forjaba cuando un loco arbitrista dice a Pablos el Buscón, refiriéndose a un proyecto suyo: «¿Quién le dice que no se puede hacer? Hacerse puede, que ser imposible es otra cosa». Ah, si además de hablar y escribir se leyera un poco.

Sensaciones

El último «Tour» ha sido pródigo en sucesos, el principal de los cuales consistió en el abandono de Induráin; lo ocurrido en la Vuelta ha avivado la sospecha de que el tiempo está empezando a minar la juventud del gran campeón, en quien son igualmente admirables la discreción, la capacidad atlética y el talento (aquí sí tiene adecuado lugar este argentinismo que algunos aplican a cualquier deportista de ágil y hábil soma, aunque sea un ceporro). En modo alguno lo creo —otra cosa es que esté harto de pasarse tanto mes a dos ruedas—, pero es cierto que este año no ha estado intratable, como por elogio sumo califican muchos píndaros a los mejores, sino cortésmente humano, lo mismo al vencer con otro en la prueba olímpica que al rendirse en la subida a los lagos astures.

Rodea a estas grandes carreras una inmensa algarabía sonora; lo merecen, por cuanto exaltan a nuestra especie en su más alto grado de esfuerzo físico y sacrificio, pero es raro que el vocerío no depare curiosidades idiomáticas a quien atiende. El Giro ha dejado en la expresión de algún enfático el llamar finamente grupeto (sic) al grupo pequeño de corredores; aún sería más deslumbrante la bobería si se dijera, también a la italiana, gruppetino. Otro lindo vocablo del mismo origen —a la acepción me refiero— les han pegado los radiofonistas de aquel país a bastantes de los nuestros, que llaman unidades a los corredores, tanto si van en grupeto como si se amontonan en un gran paquete (término que en sentido ciclista es francés, como lo es en el significado anatómico: nuestra imaginación actual ya no da de sí ni para esas partes). El lenguaje de tales facundos se tecnifica de este modo y aparenta corresponder a saberes profundos, lo cual les granjea —creen— admiración.

El francés ha seguido contagiando a nuestros narradores del «Tour»: lo hace desde los orígenes mismos del ciclismo. De él nos vino, por ejemplo, con el paquete, la graciosa metáfora chupar rueda (sucer la roue), útil también fuera del velocípedo. Mucho menos brillante es el último legado: sensaciones. En los eventos deportivos veraniegos, y especialmente en entrevistas a ciclistas y a sus entornos, se manifestó con extremada espesura: cada medio minuto, sensaciones que te casco. En frases así: «¿Qué sensaciones tienes de la etapa de mañana?». Se preguntaba, claro es, qué barruntaba el corredor. Del mundo de la rueda ha pasado ya al del balón, y un rudo presidente de club confesaba que el partido a punto de comenzar no le inspiraba buenas sensaciones. «Y ¿a qué se deben tus malas vibraciones?», le preguntó el entrevistador, certificando así con su profundo conocimiento de jerga tan menesterosa la identidad semántica de ambos vocablos, y su coincidencia en el de, aproximadamente, «presagios» o «barruntos». La invención de vibraciones en esa acepción fue graciosa; en cierto modo, la metáfora concebía tal actividad anímica como una especie de temblor o de palpitación que, incluso, podía entrar en armonía o discordancia con el espíritu de otras personas según emitiera o no vibraciones a la recíproca. Modo de concebir que casi evoca la pitagórica concordancia entre los números del alma y Dios que cantó Fray Luis de León.

Sensaciones es, en cambio, un término mostrenco: su empleo ahorra la fatiga de hacer funcionar el cerebro en busca de la palabra precisa. Milita en el bando de tema, usuario o incidir, iniciar y de tantos otros comodines que han ido saliendo en estos artículos a lo largo de los años. Empobrece al ocupar un extenso territorio semántico al que pertenecen voces como presentimiento, corazonada, intuición, sospecha, barrunto, augurio, presagio, sentimiento, simpatía, afinidad…: tantas más, y tantas maneras de expresar matices y de variar los enunciados en función de los contextos. Es una nueva manera de simplificar —hacer más simples— las mentes hispanas.

Continuando en el siempre dudoso lenguaje de los radiadores deportivos, es heroica su abdicación del sentido común cuando una gran multitud de ellos asegura que continúa inalterable el resultado inicial de cero a cero. Tanto si es inalterable como si efectivamente se trata de un resultado, no se entiende que sigan jugando los nigerianos, eslavos, brasileños, holandeses y demás aristocracia internacional del fichaje que hoy trota campo arriba campo abajo partiéndose el pecho por el honor del fútbol español. Porque si al comienzo (ellos dicen inicio) del partido ya se ha producido el resultado, apaga y vámonos.

Tenía la sospecha de que tales juglares, aficionados tantas veces a hablar por hablar sin escuchar (siempre emplean este verbo donde debían usar oír; ya lo dijimos, y hasta hubo un falso arrepentímiento público), confunden continuamente dos términos próximos y diferentes: táctica y estrategia. Un amable capitán de navío me cerciora de que no andaba ofuscado: cuando emplean de manera indistinta ambos términos haciéndolos sinónimos, yerran hasta el corvejón y hasta más arriba. Como señala mi comunicante, el Diccionario académico deja bastante clara la diferencia. De táctica dice que es «el conjunto de reglas a que se ajustan en su ejecución las operaciones militares», y define estrategia como el «arte de dirigir las operaciones militares». Realicemos la simple operación metafórica de sustituir militares por futbolísticas y comprenderemos que quien, por ejemplo, ha planeado dejar sistemáticamente a los contrarios en fuera de juego es un estratega, pero los futbolistas que efectivamente provocan la falta cuando lo permite el juego, están aplicando una táctica. Para el francés, dice resolutivamente el Robert: «Stratégie (opuesta a táctica). Arte de hacer evolucionar un ejército en un campo de operaciones hasta el momento en que entra en contacto con el enemigo». Dicho con palabras de mi comunicante, una vez que el árbitro «da el soplido al silbato, todo es táctica». Conviene, pues, reservar estrategia para los planes que trama el mister con sus pupilos, y dejar el vocablo en el túnel de vestuarios apenas saltan los equipos al rectángulo de juego (así se habla).

De la labilidad de ese idioma, en el que tantas veces so y arre son la misma voz, donde todo es caos y tiberio, ofrecemos todavía otra prueba. Ocurre a menudo que a la puerta llega un balonazo, y que el portero lo ataja devolviéndolo al campo con las manos o mandándolo a córner. Para cualquier desconocedor del dialecto balompédico, será evidente que no ha atrapado el cuero, pues lo que ha hecho es, justamente, no atraparlo: este verbo, significa para él desde la infancia «coger una cosa», y nada se coge (con perdón de millones de americanos), se ase, se agarra, se prende, se apaña, se toma, etc., cuando se hace justamente lo contrario; porque la acción del portero ha consistido en rechazar o repeler la pelota. Pues bien, son bastantes los narradores para quienes atrapar significa «detener», podándole la precisión de que se ha detenido sujetando la pelota con las manos. Esta supresión de matices significativos es lo más preocupante —y no los anglicismos— que le está sucediendo al español actual; abarata las mentes con amenaza de ruina.

Dentro y fuera del estadio, avanza imparable la afición a las palabras corpulentas y rollizas, engordadas por ciertos hablantes a quienes estimula una anemia cerebral que los induce a un consumo patológico de sílabas. Parecen disgustarles las palabras gráciles, y les añaden adiposidad superflua. Y así, quienes prefieren climatológico a climático o analítica a análisis, o credibilidad a crédito, sienten la compulsiva necesidad de decir condicionamiento en vez de condición. Ocurre hasta en textos oficiales donde se lee, por ejemplo, que «quienes cumplan ambos condicionamientos, podrán optar a…». Son cosas que inspiran penosas sensaciones.