Ataviado

Narrando la toma de posesión del Gobierno Vasco el 4 de enero, leo en un diario madrileño muy responsable que los consejeros iban «ataviados con trajes oscuros». No es la primera vez que percibo tan dudoso empleo del verbo ataviar, definido por Covarrubias en 1611 como «componer, asear, adornar», sin que lo haya desmentido o corregido la lexicografía posterior. El Diccionario académico se limita a reproducir tan insuficiente definición; por su parte, María Moliner precisa sólo que tal acción consiste en «vestir y adornar a alguien», y ejemplifica tal significado con la frase: «La ataviaron con el traje de novia». Este añadido de que se atavía sólo a personas, resulta cierta, al menos en los usos modernos, pero en mi sentimiento del idioma, ataviar o ataviarse implica además vestir a alguien o vestirse de modo bastante inusual o chocante (lo que no ocurre con las novias en su boda). Y no siempre hacen falta adornos: el atavío puede consistir en un disfraz. Por Carnaval, verbigracia, se hace perfectamente el oso con atavíos de moro o de Sherlock Holmes. Si unos atuendos no se apartan de lo que requiere la ocasión, no constituyen un atavío: no lo son, por ejemplo, los uniformes de gala militares en la Pascua; ni la toga y la muceta de los profesores en la apertura de curso: constituyen sus respectivas vestimentas ordinarias en tales actos. El atavío hace excepcional; los aragoneses que antaño iban vestidos de cachirulo y faja no iban ataviados. Y, sí, en cambio, quienes ahora se ponen tales prendas y otras anejas el día del Pilar. Se atavían de majos y majas los que así se disfrazan para una corrida goyesca. Y los maceros a quienes ciertas corporaciones visten cruelmente «a la antigua usanza».

Esa nota de ropa o arreglo no usuales, o incluso de disfraz, presente desde la Edad Media, subsiste hoy en la conciencia mayoritaria de los hablantes, y sólo la comprensible necesidad de abreviar movió seguramente a la señora Moliner a definir el participio ataviado como «vestido y arreglado», justificando esa acepción con «Estaba ataviado como para salir a la calle». No me parecería muy normal que alguien se expresara así, a no ser que se vistiese de un modo raro para salir de casa. Los ciudadanos del montón no nos ataviamos para acudir al trabajo con esa chaqueta y ese pantalón o esa falda de todos los días: nos limitamos a vestirnos con ellos. Ni los consejeros vascos se ataviaron al ir de marengo o de azul marino a su toma de posesión, porque, dentro de nuestras costumbres, vestirse de esa manera es lo normal en trances tales.

Si el olfato idiomático no me falla, con el atavío se produce, pues, una rareza. En tal sentido, también hay prosas extrañamente ataviadas. Tal ocurre en el periódico aludido, donde leo el mismo día —aparte un vaído, de donde ha sido expulsada la h entrometida— cómo, en 1993, dejaron de cumplirse más de treinta mil jornadas laborables, «gracias a la indisposición» real o táctica de los trabajadores. Los redactores de la noticia creen sin duda que no acudir al trabajo por alifafe convicto o presunto, es beneficioso para las empresas, En efecto, Diccionario en mano, la locución gracias a significa: «Por causa de alguien o algo que produce un bien o evita un mal». El absentismo laboral, por tanto, según tan ocurrentes informadores, funcionaría como impulsor de los negocios, o, al menos, como eficaz protector. De triunfar ese atavío verbal, pronto se dirá que tal o cual prócer ha sido encarcelado gracias a sus sucios negocios, o que ha muerto gracias a que le ha llegado su infarto.

Que los aludidos redactores consideran las pupas de los trabajadores como una bendición, viene a confirmarlo lo que dicen a renglón seguido: «El 80% de las indisposiciones disfrutadas por los trabajadores se produjeron en fechas concretas», siempre empalmando con días de fiesta o en puentes. Probablemente querrán decir que usaron o disfrutaron de los días de inasistencia al trabajo por enfermedad a que tienen derecho, pero eso de disfrutar una indisposición constituye un ornato de mucha fantasía. Aunque así se diga en medios laborales, entre lo hablado y lo escrito media un trecho que debe recorrerse traduciendo de uno a otro.

Modo muy prestigioso de añadir guindas a la tarta informativa es, lo decíamos en un «dardo» anterior, sustituir con palabras largas las que, siendo más cortas, significan con mayor propiedad, como credibilidad por crédito. Pero si a esa inflamación verbal, presuntamente culta, se añade un desplazamiento de significación, lo dicho o escrito se convierte en suntuosa cola de pavón. Véase, si no cuán lujosamente atavió su relato el locutor deportivo que, desde Santiago, recordaba cómo el admirable Zaragoza seguía perdiendo momentáneamente. En efecto, quedaban aún muchos minutos de partido, y el comentarista expresaba con tal adverbio su convicción, desmentida por el resultado final (¡ay, estos árbitros!), de que la derrota de mi equipo era transitoria y accidental. Quería decir que, de momento, por el momento o, simplemente, por ahora, perdía el Zaragoza. Pero, conforme a una primitiva álgebra, igualó tales locuciones adverbiales con el longísimo adverbio momentáneamente, que significa: «inmediatamente, sin detención alguna», y «que se ejecuta prontamente y sin dilación». Lo cual, dicho de lo que sucedía en el estadio compostelano, deja la frase en mero sinsentido. Y es que su autor se atenía al designio de preferir las palabras largas, y más si son esdrújulas o, aún mejor, esdrujulísimas, en cuyo empleo sitúan muchos profesionales del lenguaje la cima del atavío, aunque ello produzca frases de orate.

Es deslumbrante el porvenir que aguarda al español con ese ir y venir de significados que se escapan de su antiguo habitáculo para entrometerse en otro. Hasta en los más corrientes vocablos opera tal trajín: moliente más que corriente es el sustantivo palo, pero no queda libre de que otro periódico lo emplee para aseverar que unos vecinos de Alcorcón «le dieron una paliza a un drogadicto con palos de hierro». Serían de golf, si es que en ellos se emplea tal metal. O, incluso, báculos, dado que no hace mucho se han esgrimido para apalear cristianamente. Pero no creo que ni estos ni los otros abunden en Alcorcón, y supongo que el redactor se ha limitado a ejercer su libertad tropológica llamando palos a las barras (e, implícitamente, hierro a la madera).

Moción de censura

Los políticos y sus glosadores tienen gran culpa de lo que antes se llamaba corrupción (del idioma), término a todas luces excesivo, vistos sus contundentes usos actuales. No es corrupción, sino mero moho lo que muchos de los tales le pegan a la lengua que mamaron, eliminable con sólo un toquecillo de cultura. Entre las cotidianas higas que hacen a su parla, entra la de referirse a la moción de confianza invitando al Gobierno a que la presente, o declinando éste con cortesía la invitación. Convidadores y convidados suelen ignorar que eso, en la jerga de su oficio, se denomina cuestión de confianza; la cual se define en el Diccionario como la planteada por el Gobierno en el Parlamento para comprobar el respaldo con que cuenta, haciendo depender de la votación de la Cámara su continuación en el poder. No moción, por lo tanto, sino cuestión es lo que el Gobierno puede suscitar ante el hemiciclo en la Casa de las Leyes, donde tantas veces se vulneran las más respetables de todas, las lingüísticas (por haberlas elaborado el pueblo en un dilatado consenso; y porque nos obligan internacionalmente). No hace falta decir que esa espuria moción resulta del contagio con otra posibilidad diferente en los usos parlamentarios, la moción de censura que sólo la oposición puede presentar, si es malcriada.

Se trata de un cruce de cables en molleras inertes: de circular corriente por ellos, los confundidos hubiesen sufrido calambrazos. Constituyen muchedumbre las gentes que hablan o escriben para el público con los conductos mentales obturados. Aquel cronista deportivo, por ejemplo, que, censurando recientemente el mal juego de quien fue un as del balón, aseguró que hacía aguas por su banda. No es infrecuente tal desmayo mental: hay muchos a quienes también parecen lo mismo hacer aguas, es decir, «orinar», y hacer agua, que, referido a una embarcación, consiste en aprovisionarla de agua potable; o, también, entrarle el líquido por una grieta u otro destrozo, con riesgo de que se vaya a pique. Por lo cual, metafóricamente, puede significar, como el verbo naufragar, que alguien o algo han puesto rumbo al pozo. Así, pues, el susodicho futbolista, si se interpreta su hacer aguas «a pie de Diccionario» (depósito del sentido idiomático común), no es que estuviera hundiéndose en el fracaso, sino que estaba dedicando una cochinería a la forofada, enojado tal vez con sus silbidos. Y menos mal que era por la banda y no en medio del campo. Lo que el cronista quería decir y no supo es que el juego del ex astro hacía agua.

Puestos a hablar de interferencias, ¿cuándo será conjurada la confusión entre especie y especia? Por televisión se está emitiendo el anuncio de unas especies, según asegura el altavoz, riquísimas. Pero debería decir especias, que eso son el clavo, la nuez moscada o el azafrán. No sólo la televisión: muchos dicen especie porque les parece más fino que especia. En realidad, ambos vocablos son el mismo; proceden del latín species, voz que tenía muy variadas acepciones en esa lengua. Entre ellas la de «mercancía»; y figurando entre las más preciadas los condimentos antedichos, acabaron siendo las species por antonomasia. Nuestra lengua recibió ese vocablo muy tempranamente, hacia el siglo XII, para nombrar aquellas delicias del gusto, adoptándola como especias. Sólo dos centurias más tarde, nuestros antepasados sintieron la necesidad mental de nombrar al resto de las cosas no culinarias que los latinos denominaban species, y como especie fue recibida cada una de ellas, dejando las especias como estaban, para el uso exclusivo de las cocinas.

Se oye hablar más cada vez de los autores intelectuales de tal o cual fechoría. A juzgar por el mío, imagino el frío que, al oírlo o leerlo, pondrá tieso el espinazo a las personas idiomáticamente sensibles. Designar el planeamiento de un atraco, de una estafa, de un atentado o de una matanza como un acto intelectual coloca al intelecto bajo sospecha y remite a aquellos años en que se abría ficha a quienes lo hacían funcionar (¡con qué santo horror se hablaba de «los intelectuales»!). Pruébese, por Dios, a decir inductor, y si no basta, utilícese planeador. No tiene por qué servir este término tan sólo para nombrar a la aeronave que vuela sin motor, sino a todo aquel que piensa el plan para realizar algo, lo mismo una peregrinación a Fátima que un bombazo en una guardería. Tampoco estarían mal urdidor o maquinador, si es un crimen lo que se planea. Todo antes que llamarlo autor intelectual.

Cosas hay, sin embargo, que suceden sin tramarlas nadie. En el lenguaje, me refiero. Hace pocas semanas, hice notar la súbita vitalidad sobrevenida al viejo y mortecino sintagma a pie de obra, cuya estructura se estaba copiando en a pie de hierba (lo dicen los radiofonistas del fútbol cuando hablan pegados al terreno de juego), o a pie de coche (cortés modo de recibir al personaje muy importante que llega en automóvil). Valdrá igual, imagino, a pie de piragua si ése es el vehículo. Debe suponerse que aquel fraile de antaño, a quien un conocidísimo escritor actual ponía en viaje a bordo de un burro para ir a cumplir el encargo de su reina, sería recibido a pie de burro al llegar a su destino. Otros muchos usos se están prodigando en las últimas semanas. Los Bancos hacen préstamos a pie de ventanilla, se atiende a los accidentados a pie de accidente, vuelan por Andalucía las saetas cantadas a pie de procesión… Lo menos siete casos así tengo anotados. Parece milagrosa tal superfetación de pies, acaecida, repito, en poquísimo tiempo y en olor de multitud.

El viaje del fraile en el asno resolvió un importante asunto al reino: fue justamente histórico. Como lo fue el partido versus (horror) el Limoges en la Final Four (más horror) de baloncesto, acontecimiento memorable que procuró nuevo verdor a los gloriosos laureles del Real Madrid, Escaseaban antes las posibilidades de entrar en la historia: Recaredo, las Navas de Tolosa, los sitios de Zaragoza, Daoiz y Velarde, cosas y sujetos de tamaña entidad. Ahora todo puede ser histórico, desde una canasta hasta una minifalda de Dior. Lo cual, si bien se mira, resulta justo: ¿por qué iba a quedar la historia al margen de la plebeyización triunfante?

En directo

Inolvidable me resultó el último Domingo de Ramos. Siendo como soy entusiasta aficionado de sofá al fútbol, se me ocurrió acrecentarme lo festivo del día asistiendo al Bernabéu para presenciar, eso esperaba, la victoria del Zaragoza. De paso, quería ver el estadio tras la ampliación, y mostrárselo a un amigo extranjero, ignaro en materia de estadios. Además, la televisión no ofrecía el encuentro. Mientras equipos de chicha y nabo son frecuentemente privilegiados por las cámaras, rara vez tenemos ocasión de admirar desde el cuarto de estar el juego sobrio, creativo y elegante de mi equipo, al que sólo los árbitros son capaces de vencer; sí no, los supuestos grandes, ¿de qué?

No había, pues, más remedio que asistir al partido en directo. Ahora se dice así. Antes de que a nuestra lengua le afectara la posmodernidad, me habría bastado con decir que había asistido. Ahora es preciso aclarar lo claro con ese en directo, empleado en el lenguaje de la televisión para advertir que aquello que se emite está aconteciendo en aquel momento, y no procede de vídeo o frigorífico; es lo contrario, ¿hace falta decirlo?, de en diferido.

Todavía puede justificarse afirmar que tantas o cuantas personas están presenciando en directo un suceso si éste se televisa, diferenciándolas así de quienes contemplan su retransmisión; pero asistir en directo patentiza un síndrome de tontedad adquirida: pocas cosas son más contagiosas que la televisión. Para verla, conviene protegerse los sesos con un casco: póntelo, pónselo.

Tonta de veras resultó mi decisión de Ramos. Suponiendo que mucha ciudadanía estaba ya de vacaciones y que, por tanto, no sería difícil adquirir localidades, acudí tarde a las taquillas, pero había que bracear entre la multitud para acercarse, y me afligí. Vino en mi auxilio un reventa con la noticia de que no había entradas, y le compré las que me brindaba, tribuna casi a ras de la hierba, aseguró. Precio: como de Scala milanesa, y aun de Folies-Bergère a pie de vedette.

El espanto empezó cuando hubimos de entrar por una torre, y llegar a su tremenda cumbre, y descender luego por una fina escaleruela con pendiente del 75%, hasta localizar nuestros asientos en el último voladizo y hallar el mío ocupado por un beodo, al que, reuniendo mis últimas fuerzas y con la ayuda de mi amigo conseguí expulsar.

Con los diez mil —incluido el citado borrachuelo— que, según la prensa, se habían colado minando la decencia de algunos porteros, el estadio estaba orondo, pero pronto se me tornó monstruoso. Si no fuera distinto mi propósito, describiría la odiosa grita con que fue acogido el Zaragoza (¿por qué?), y la digna altivez de este coloso del balón para soportar la vociferación hostil, los cánticos berreados por miles de hinchas, el bramido con que gran parte de las gradas reclamaba faltas que no cometían los educados futbolistas aragoneses; y, por fin, el estruendo espantoso, la escandalera mamífera y el rebumbio retumbante con que eran acogidos los goles locales, uno tras otro hasta tres, injustísimos. El cemento de las gradas se estremecía, y el estadio entero expelía una vaharada fragorosa, un gigantesco bufido zoológico. Si mi propósito no fuese otro, me pondría grave o triste y hasta quizá reclamara más o mejor escuela como un regeneracionista de antaño. Y medios de vigilancia para dificultar que unos picaros estafen a pardillos vendiéndoles entradas de nube a precio de asiento de a pie de campo, como dirían algunos cronistas.

No iba a explayarme en eso, sino en la hipersaturación de público que se produjo aquel día en el estadio madrileño, la cual dio lugar a la noticia ofrecida así en titulares por un gran diario de la Corte: «La policía cerró el Bernabéu por exceso de aforo». Diversos órganos de prensa, radio y televisión, coincidieron extrañamente en informar de que aquella encerrona policial a que fuimos sometidos el domingo de autos, se debió al exceso de aforo del campo. El error de un periodista no hubiera sido sorprendente, ¡pero el de tantos!

Es el mal que tan terca como estérilmente vengo haciendo observar desde hace lustros: muchísimos profesionales del idioma, que viven de usarlo en público, carecen de competencia, curiosidad y sensibilidad lingüísticas, con la justificación e impunidad que proporcionan pertenecer a una sociedad crecientemente incompetente, distraída e insensible en materia de lenguaje, es decir, de mente.

Parece claro que para tales, el aforo es el número de asistentes al partido. ¡Cuánto aforo tenemos hoy!, hubiera exclamado gozoso el gerente del club cuando aún ignoraba lo del tifus intruso, si no estuviera mejor avenido con su idioma, supongo, que esos narradores para quienes el aforo se estira y se encoge como un matasuegras. Cosa no siempre fácil según cuenta el Diccionario, ya que el aforo es la «capacidad total de las localidades de un teatro u otro recinto de espectáculos públicos». No sobraba, pues, aforo ese día; al contrario, faltaba bastante.

Como resumen, me he prometido regresar, para siempre tal vez, a mi sosiego de voyeur doméstico y de oyente de transistor. En éste, aunque las enfáticas erres arrastradas y las eles sostenidas y lelas de algún locutor me pongan convulso, es posible escuchar el neoespañol empleado con toda su pureza. Así, muchas veces lo llevo dicho, las palabras venideras serán más largas y, a ser posible, menos corrientes, de acuerdo con la ley de que a mayor necedad, mayor presunción. Por obedecerla, se tornan en preciosas ridículas algunos informadores. Ejemplo: el de aquel radiofonista que, narrando un partido, precisó el otro día que éste había «penetrado en los últimos cinco minutos».

Pero, a veces, logran acuñaciones idiomáticas definitivas. Los encuentros no terminan ya cuando el llamado trencilla (no otro nombre merecen los árbitros dañinos para el Zaragoza) inyecta el último soplido al pito. Bien al contrario, cada match deja tras sí un triduo, como mínimo, en forma de crónicas, artículos, coloquios, glosas, improperios, loas y otras elucidaciones, entre las que cuentan de modo esencial la rueda de prensa —¡cuánto morbo!— que sobre la derrota ofrece el entrenador, así como la que concede su homólogo triunfante. Pues bien, toda esa parafernalia verbal ha sido bautizada posmodernamente como pospartido, posvocablo que bien merece para su inventor un puntapié en el póstero o una patada en lo prepóstero. Propínese a voluntad.

Españolitos

Temo hartar repitiendo que muchos, puestos a elegir entre una palabra corta y otra más larga cuyo significado les parece igual, se lanzan a ésta teniéndola por más guay. Se afirmará, por ejemplo, que, en Londres, durante la conmemoración de la victoria aliada, hubo momentos de gran emotividad. Decir simplemente que fueron de gran emoción, piensan tales hablantes —si es que piensan—, hubiera supuesto rebajar abusivamente el número de lágrimas vertidas.

Es el neoespañol, en que son especialmente diestros bastantes de quienes informan desde el extranjero. Qué fructífera para ellos fue la tarde del día 7 de mayo, con el triunfo de Chirac. Corresponsales y comentaristas, cumpliendo con su deber, se entregaron a hacer conjeturas (especulaciones, suele decirse) acerca de qué podía pasar el día siguiente (el día después, lo llaman), y sobre cuándo entregaría el poder Mitterrand al tenaz alcalde. Gráficamente lo formulaba por la pantalla un locutor, afirmando que se ignoraba cuándo se produciría la pasación de poderes. Sumido en una sobrecogedora indigencia idiomática, favorecida quizá por la escasa frecuencia con que acontece ese fenómeno en España, desconocía que eso se llama en nuestra lengua transmisión de poderes, y echó mano de la passation que oía y leía en París. Curioso locutor. Es, me aseguran, el mismo que, hará año y pico, dijo aquella luminosa sandez de que un presidente de club de fútbol había puesto de chúpate domine a un jugador, queriendo decir que lo había puesto de chupa de dómine. Lo conté a su debido tiempo.

Este prodigioso hablista deparó a los oyentes/videntes una estupefacción más en la jornada electoral; llamó al Presidente electo —se habían contado ya los votos suficientes— nada menos que Presidente in pectore. Como suena. El simpático malhablado se ganará, seguro, sus buenas divisas por apalear las palabras con que trabaja. Porque in pectore significa «guardado en el pecho, pensado o proyectado sin manifestarlo», aludiendo a la secreta intención de alguien. La locución es particularmente usada cuando se hacen cábalas (especulaciones vuelven a decir los malhablados) acerca de quiénes son cardenales in pectore, significando que seguramente van a ser promovidos a tal dignidad según las intenciones que se adivinan en el Papa. Pero trabucarlo todo, confundir churras con merinas y foie gras con paté es arte en que los creadores del español posmoderno exceden a toda ponderación. Este de quien hablo sobresale en términos imperiales.

El moderno idioma, como vemos, no renuncia a las incrustaciones latinas habituales en las lenguas cultas. Y así dice, por ejemplo, misa de corpore insepulto (donde sobra la preposición), urbi et orbe o urbe et orbi por urbi et orbi, cosas que, ante un improbable regreso al latín en la enseñanza, aconsejan su enérgica prohibición por ley. No en vano advirtió el Brócense que «latine loqui corrumpit ipsam latinitatem». Óbrese, pues, en consecuencia, y dado que el español carece de defensas, protéjase a su madre.

Cualquier página de casi cualquier periódico puede hacer del lector un pasmado. Veamos, si no, lo que dice uno de los dos o tres grandes rotativos nuestros, dando noticia de las escandalosas duchas higiénico-pedagógicas que se atribuyeron, semanas atrás, al arzobispo de Viena. Según la corresponsal, algún diario de aquella ciudad sostenía que la solución más elegante «sería que el Vaticano nombrara un koadjutor»; y lo dejaba así, en alemán, con una ortografía que parece de okupas. Previendo, sin embargo, que los lectores no entendieran el término, lo aclaraba de este modo: «Traducido al castellano quiere decir corregente». Continúa: «El discurso de los clérigos, cada vez más agresivo, ha incluido la exigencia de 36 sacerdotes de la diócesis de Viena para que…». Era voluntad de la escribidora informar de que esos clérigos pedían la urgente investigación de los presuntos abusos; pero prefirió exponerlo de esa manera umbrosa. Formulaba mucho más claramente que el arzobispo había expresado a sus colaboradores el deseo de seguir liderando las liturgias de la Semana Santa. Predije hace tiempo que ese verbo acabaría permitiendo que los guardias urbanos lideraran el tráfico o que el podólogo del segundo liderara a la comunidad de vecinos. No ha hecho falta aguardar más de un año a que el vaticinio se cumpliera: ahí está un cardenal liderando liturgias. Animémonos a que el dentista lidere sus extracciones, el barman sus cócteles y el taxista sus carreras: «Declaró que ha sido atracado ya seis veces por los viajeros del taxi que lidera».

La periodista que también lidera su corresponsalía en Viena, remata la noticia señalando que el cura denunciante del prelado, estaba recibiendo calurosas muestras de adhesión «por la honestidad y valentía de su confesión». Si siempre es vituperable confundir la honestidad con la honradez, parece que aquí valdría la pena respetar la frontera con rotundo rigor. Cualquiera sabe qué pasó hace treinta años debajo de una ducha vienesa.

El desconocimiento de las terminologías a que estamos llegando es ya aflictivo. Acabamos de ver ese presidente in pectore (por electo), y hablaba hace poco de la moción (por cuestión) de confianza. Las elecciones municipales están consagrando el alelamiento de llamar primer edil al alcalde. Son bobaditas usuales que divierten a muchos que hacen política o la glosan. Pero el desconocimiento del léxico religioso o litúrgico es aún más llamativo. Ignoro si se trastrueca por desprecio o por trastorno mental permanente. Hace meses señalé cómo se había escrito que un sacerdote había celebrado una homilía. Pues bien, ahora al contrario, se ha impreso en un diario de difusión nacional que el obispo de Evreux, destituido por Roma, «pronunció su última misa en su antigua diócesis». Majadería, en verdad, digna de palio. Y están cerca de merecerlo por la misma causa quienes hablan de los españolitos de a pie, o simplemente de españolitos. Tristes tópicos. Antonio Machado se refería a niños españoles a quienes su patria les helaría el corazón. Con ese diminutivo, sus usuarios quieren referirse ahora al cittadino qualunque aunque sea nonagenario, lo cual, por lo menos, implica falta de respeto para el nombrado y sesitos muy simples y poco originales en el nombrador. Españolitos de remate.

Memoria histórica

No hemos llegado aún a ver a nuestros parlamentarios intercambiándose lapos y obleas, que son los argumentos más claramente ad hominem que pueden formularse. Eso ocurre en otros parlamentos de democracia menos tímida. Pero ya no estamos lejos de ellos, pues los bayonetazos verbales que se endilgan los diputados desde un medio hemiciclo al otro, permiten suponer que está próxima esa dialéctica brava.

Aplausos, en efecto, y gritas con subrayados pedestres suelen repartirse el espacio sonoro de la Cámara en sus tardes más triunfales y pedagógicas. Así se contó por televisión, una bronca reciente: la sesión, dijo la locutora, «ha estado jaleada por pateos y aplausos». Para descifrar qué quería decir, conviene pasar por alto la primera acepción de jalear —«llamar a los perros a voces para animarlos a seguir la caza»—, y pasar a la segunda: «Animar con palmadas, ademanes y expresiones a los que bailan, cantan, etc.». Esto es, decirles ¡hala!, ¡hala!, con aspiración meridional. Babel sigue en marcha; parece que el castigo de la torre consistió en que, cuando uno pedía un higo le daban una avellana, y al preguntar la hora le respondían amén: se había desestabilizado el significado de las palabras, y, por tanto, al higo se le llamaba de todo menos higo. De esa manera, al menos, lo explicaba el Padre Martín Sarmiento hace dos siglos, y no hay nada más probable.

Pues en ésas estamos: quería decir la señorita del noticiario (eso pondría el papel por ella leído) que la sesión había sido jalonada por palmas y aporreo de pies, pero le salió jaleada. Como si un buen concierto de pies pudiera levantar los ánimos. ¿Lapsus circunstancial? Puede ser: quien tiene boca se equivoca, famoso ripio cierto, pero que sirve de burladero a muchos que no se equivocan, sino que ignoran. Esto cabe sospechar de quienes, al eyacular un error, no sienten un calambre en la lengua capaz de obligarles a rectificar. En el caso que nos ocupa, no hacerlo indica mayor familiaridad con el jaleo (¡anda jaleo, jaleo!) que con la metáfora topográfica del jalón, situada varios grados más alta en la escala idiomática.

A ese estado babélico imperante, obedece la noticia sobre un maratón (una maratón dicen ahora), que leo en un periódico: «La participante más joven fue Silvia Aguirre. Es todavía una (?) bebé. Tan sólo cuenta con cuatro meses de edad. Corrió llevada por su padre. El homónimo de Silvia, el deportista más veterano, tenía 84 años». Por tanto, el vigoroso anciano lleva como nombre Silvia. Agarraría de seguro, un berrinche de oírse llamar así. ¿Tanto cuesta aprender que homónimas son las personas o cosas «que tienen el mismo nombre»?

También oído en televisión: «Previo a estos acontecimientos, el ejército serbio ha bombardeado…». Está sucediendo a menudo: la remoción de los viejos adverbios y empleo de sustitutos pedantes. Antes está pereciendo asfixiado por previamente («¡Yo he llegado previamente que tú!», increpa un automovilista a otro que acaba de birlarle un hueco junto a la acera). Y previamente se encoge en previo que sólo funcionaba como adjetivo hasta hace poco, o como nombre, en la adaptación poco exitosa de trailer. No es raro en español el empleo de adjetivos con función adverbial, pero en condiciones gramaticales muy diferentes (trabajar duro, tirar alto, actuar sucio). Ese previo cumple a la perfección el objetivo de jubilar las piezas más venerables de nuestro idioma.

Más de una vez he señalado aquí el abuso de histórico, que ha pasado a querer decir casi siempre «digno de recordación», perdiendo el más solemne significado de «recordado por la historia», lo cual sólo puede saberse calificando aguas muy pasadas e historiadas. Pero cada día se cuentan seis u ocho sucesos históricos, olvidados horas después. Por ejemplo, la plétora de turistas en San Fermín, la venturosa circunstancia de que Alaejos, es un decir, ya ha dado dos misses a Castilla y León… Fracasa un joven jugador en un partido trascendental, y se comenta que ha desaprovechado una ocasión histórica. Acabo de oír por la radio el final de la vuelta ciclista a Francia: el locutor, enardecido, no se contentaba con gorgoritar la victoria histórica de Miguel Induráin; puntualizaba que el formidable atleta entra «en la Historia con mayúscula». Más aún; si hemos de creer a otro, se incorpora a la Mitología, con un sitio entre los dioses. En sus corazones, ávidos de énfasis, no cabía la posibilidad de limitar a la historia del tour o, si se quiere, del ciclismo, la hazaña magnífica del navarro.

Pues bien, desde hace poco se ha producido la asociación memoria histórica, que no se apea de habladores y escribidores. Esa asociación apareció en contextos sensatos, como al decir que los españoles tenemos memoria histórica y no pondremos en peligro nuestra convivencia (no cause esto alarma; es un simple ejemplo), aludiendo al recuerdo pleno o difuso del pasado nacional. Pero ahora reina ese cliché para todo: no hay memoria histórica de que torero alguno haya cortado tantas orejas en una temporada, ni de que se hayan derretido, como este verano, hasta los leones del Congreso. Ya no basta con afirmar que «no se recuerda», que «nunca ha ocurrido» tal o cual cosa, o, sencillamente, que «no hay memoria»: los locos de hoy han de decir que no existe memoria histórica de ellas. Todo se muestra propicio para que Don Juan Tenorio, en su famosa relación de fechorías, pueda decir, en adelante: «Yo a las cabañas bajé, / yo a los palacios subí, / yo los claustros escalé, / y en todas partes dejé / memoria histórica de mí».

¿Sirven de algo estas reflexiones? Recientemente, según noticia de prensa, un académico criticó a los compañeros «que aparecen en artículos de prensa explicando “hay que decir esto, y esto no”. Así no se adelanta, la lengua va a su aire independientemente de lo que digan los académicos». Estoy, sin duda, entre los aludidos por el citado gramático, pero jamás he intentado hacerle cambiar de aire al idioma, porque sería una necedad. Por mi culpa, tal vez, no se entiende que estos articulillos carecen de afán purista, y que se limitan a criticar aquello que va contra los usos generales, bien por ignorancia, bien por pedantería, y priva a la lengua de matices, o la hace menos creadora consagrando automatismos. Contra todo aquello que, desviándola de su aire, sea cual sea, quiere imponerle un vuelo peor que rasante: de murciélago. Propugnan, simplemente, que el idioma se enseñe mejor, lo cual ningún Ministerio ha permitido hasta ahora, reforma incluida.

Limpia, fija y da esplendor

No habrá muchos ciudadanos ignorantes del lema de la Academia: es raro, al referirse a ella, que no se eche por delante ese octosílabo métrico, según el cual, la Institución creada por el marqués de Villena en 1713, limpia, fija y da esplendor al idioma. Tal mote (que muy bien parece publicidad de un detergente, según gracioso dictamen del académico electo Antonio Muñoz Molina), junto con el crisol al fuego, figura desde entonces en todas las publicaciones académicas.

Fue temprana preocupación de los fundadores la de dotarse de un emblema, como correspondía a una Corporación instituida por el rey, y, por tanto, con alguna ínfula nobiliaria. Era asunto que urgía, y a tal fin, en 1714, se convocó un concursillo interno de ideas: hasta veintiséis fueron los proyectos aportados, y, al fin, mediante votación unánime, triunfó el del crisol. Alguna historia de la Corporación, que las actas no confirman, lo atribuyen a don José de Solís, conde de Montellano, que lo habría presentado con este otro impresionante lema: «Con el ocio, lo lucido desluce. Rompe y luce», inmediatamente sustituido por el aprobado. Y menos mal, porque el otro proyecto finalista, lindo de veras, consistía, según el acta de once de noviembre de 1714, en «una abeja volando sobre un campo de diversas flores», con la leyenda Aprueba y reprueba.

Conocido en París el emblema académico, nada menos que el entonces influyentísimo Journal des savants, leído en toda Europa, incluidos los savants españoles, infligió un varapalo sensacional al instituto madrileño: ¿es que no saben esos señores —venía a decir—, que el crisol tiene la función contraria a la de fijar, porque sirve para licuar sólidos tan compactos como son los metales?

Escoció a los académicos, entregados ya a la impresionante tarea del Diccionario de Autoridades, aquella objeción de los altivos franceses, y se tomó el acuerdo de defender a la Academia de la imputación mediante argumentos expuestos en un discurso impreso que tratara de su historia. El cual no llegó a aparecer hasta 1726, formando parte del proemio que precedía al primer tomo del Diccionario. Allí, de refilón, según el acuerdo académico, se hace notar la evidencia: que el metal representa las palabras, y el crisol, el trabajo de la Academia, «que las limpia, purifica y da esplendor». En cuanto a fijarlas, bien se entiende que se realiza tras sacar el crisol del fuego, y examinarlas. Los savants franceses, pobres, ignoran que sólo haciéndolos pasar por la ardiente vasija o por «el martirio de la copela», puede extraerse de los minerales la escoria. «Y entendidas así empresa y mote, no podrá negarse que, en el todo de uno y otro, está significado con rigurosa propiedad el asunto de la Academia».

Tal era, en efecto, el asunto de la Academia entonces, según pensamiento compartido por los beneméritos ciudadanos que la idearon. Se trataba de una creencia antigua (arranca de los gramáticos alejandrinos, y había dejado huellas en Nebrija), según la cual los idiomas evolucionarían hasta un momento de plenitud, tras el cual, si no se había logrado fijarlos, les sobrevendrían inexorables la ruina y extinción. El español, pretendían aquellos eruditos congregados por Villena en su palacio de la plaza de las Descalzas, ha llegado a su apogeo en los siglos XVI y XVII, y había que consagrarlo en un diccionario comparable a los de Italia y Francia (luego, sería mejor).

¿Y qué idioma había que fijar? Justamente el usado por escritores de tales centurias, calificando de anticuadas las voces ya amortizadas, añadiendo los vocablos «provinciales» arraigados en sus respectivas provincias, y los extranjerismos avecindados en España, aunque fueran recientes; y bien se cuidan de señalarlo en casos como cantarín, danzarín, saltarín, procedentes del italiano; o en el de los de galicismos bayoneta, metralla, gabinete… Les molestan invenciones como inspeccionar por averiguar, y el «barbarismo» pontificar en lugar del sublime giro presidir a la Iglesia universal. Censuras y rechazos de ese tipo pertenecían a la acción de limpiar, que, como vemos, se desempeñaba con la irregularidad impuesta a tal misión por quienes tienen la potestad de hacer y deshacer: los hablantes.

Y estaba la tercera misión que la Corporación se imponía: la de dar esplendor. Resultaba de las dos anteriores: una lengua depurada de vulgarismos y novedades injustificadas, y definitivamente fijada en su momento mejor, luciría como mármol bruñido. Los académicos no pretendían ser ellos quienes dieran lustre al idioma con sus obras: en general, eran modestos humanistas, y de sólo uno, Gabriel Alvarez de Toledo, se sabe que era poeta.

Bien está que el célebre emblema se recuerde tanto; pero sabiendo que obedece a un momento europeo convencido de que todo, incluido algo de libre propiedad colectiva como es el idioma, podía ser sometido a normas rigurosas. Convendría, sin embargo, que la atención se desviase de una vez hacia la misión que asignan a la Corporación los Estatutos aprobados por el Gobierno y sancionados por el Rey, hace dos años. Dice así su artículo primero: «La Real Academia Española tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes, no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico. Debe cuidar igualmente de que tal evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como éste ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor». Puede advertirse de qué modo matizado asume hoy la Corporación su lema: limpiar se resuelve en procurar que los cambios, necesarios y constantes en el idioma, no desdigan de su secular naturaleza. Asume el encargo originario de establecer y hacer conocer —más adelante el Estatuto advierte que junto con las Academias americanas— mediante su Diccionario y su Gramática, los criterios de corrección y propiedad, que, en una lengua cambiante, nunca pueden ser fijos. Y, por fin, se le encomienda contribuir al esplendor del idioma, se entiende que en concurrencia con todos cuantos, hablando y escribiendo, contribuyen a ese esplendor.

Pero a esos fines se antepone otro que los académicos dieciochescos no podían prever, y calificado de principal por los Estatutos: el de velar por que el español pueda seguir siendo mucho tiempo más la lengua con que una parte enorme de la humanidad ha escapado a la maldición de Babel.

Sin paliativos

Suele rayar a altura de Alpe d’Huez el énfasis ditirámbico de quienes hacen oficio y negocio del ocio. Ha podido comprobarse este verano, en el sahumerio de ídolos tipo Iglesias o tipo Rollings o tipo Induráin, estimulando el ansia rebañega de los muchos que, como las ranas, demandan rey, esto es, alguien a quien donar el alma.

No a uno sino a dos de estos alabanceros, por radio, y a otro en letra impresa, he sorprendido in fraganti diciendo que el del ciclista navarro fue un triunfo sin paliativos. Querían decir que fue contundente, neto, sin sombra de duda, indisputable, incontestable, indudable, indiscutible o algo así. Pero les salió eso de sin paliativos que convierte en fallo la victoria. Porque significa «sin nada que atenúe o mitigue» un dolor, una derrota, un delito, un fracaso, un error, una mentira o algo de ese tipo, pero en modo alguno la gloriosa conquista a pedal del quinto maillot. Es otra vez el trueque babélico de una palabra por otra, el más corriente de los trastornos mentales transitorios que sufre la sociedad parlante, a punto ya de hacerse crónico.

El Tour, por cierto, ha proporcionado ocasiones innúmeras para elogiar a tal o cual corredor por su punta de velocidad o, al contrario, para reprocharle la carencia de esa punta. Lo cual no ha nacido entre nosotros, sino que ha sido importado del francés (une pointe de vitesse). Se entiende que tal punta sobreviene —o no— cuando el ciclista, exigiéndose todas sus fuerzas, alcanza un relevante máximo de velocidad, normalmente en los sprints. Nacida la expresión, en efecto, en el ámbito de ese deporte, su uso se ha extendido a otros: los futbolistas, por ejemplo, tienen o no punta de velocidad.

Parece un neologismo útil y expresivo; pero, como siempre, cansan su abuso y mal uso, porque sus consumidores lo emplean como sustituto de velocidad sin más. «No se jugó con la debida punta de velocidad»; «El pelotón ha rodado con buena punta de velocidad». Como vemos, la misma inercia que denunciábamos hace poco a propósito de memoria histórica en vez de memoria a secas. Es la incapacidad de analizar lo que se dice, unida a la tendencia a alargar, característicamente indocta, según tenemos ya muy advertido. Para lo cual, este método de emplear acuñaciones resulta muy práctico. Véase, si no, cuánto se repite lo de fútbol español, cuando no haría falta. No se dirá, por ejemplo, «he aquí los resultados de la primera división», sino «he aquí los resultados de la primera división del fútbol español», para distinguirlos, tal vez, de los del fútbol polaco. Mientras España desaparece como principio activo, español sirve como excipiente inerte de lo trivial.

Volvamos a montar en bicicleta, porque la vuelta francesa proporcionó abundantes ocasiones para que sus narradores siguieran llamando unidades a los corredores («El grupo de cabeza está forado por seis unidades»), tratándolos como a vagones de mercancías. Sólo que, ahora, uno de sus maestros más rerreantes (es decir, más inflaerres) lo perfecciona y da el nombre de unidad no sólo al ciclista, sino también al lugar en que pedalea («Van en cabeza dos unidades ocupadas por Escartín y Jalabert»). Cautivadora gansada. Ya verán cuánto se lleva en la vuelta a España.

Pero, en fin, es el fútbol el manantial perenne de donde fluye el idioma más alucinado. Juro haber oído por televisión que un equipo dotado de extrema fertilidad goleadora durante la pretemporada, había procurado «estirar los guarismos» al máximo en todos los partidos: quería decir, resulta latente, «obtener abultados tanteos», pero le han salido esas cifras-chicle.

Y ese mismo artista, al ser expulsado el portero de un equipo que jugaba con once jugadores mientras el contrario lo estaba haciendo con diez, alcanzó la sublimidad advirtiendo que ambos conjuntos estaban ya «en equidad numérica». Semejante matemático es, seguro, de los que juran hablar el lenguaje de la calle (tan natural, tan sencillo, frente al engolado de los académicos, como suelen decir tales tontainas).

Sírvanos el fútbol como tránsito natural hacia el idioma más mostrenco. Seguí con pasión por radio en la alta noche del 1 al 2 de agosto, cómo Vigo y Sevilla empezaban a reaccionar enérgicamente contra el descenso de sus clubes a los infiernos de la futbolería. (Luego no pasaría nada: no han muerto ni romanos ni cartagineses, antes bien, otros dos equipos, han sido gozosamente añadidos a la cuadrilla privilegiada. Y así, una inmensa alegría estival sucedió al inverecundo acuerdo de los presidentes).

Pero tras la decisión sancionadora, justamente el día después (¡se nos queda, se nos queda en el idioma este horror!), pude leer en uno de los dos grandes diarios de mis mañanas, cómo «los aficionados no daban veracidad a la noticia de que su equipo…». Tristes tiempos en que la credibilidad, el crédito, la verdad y la veracidad andan confundidos. ¿Se puede dar veracidad? ¿No es algo que poseen, sin que nadie se las dé, las personas y las noticias por el hecho de ser veraces, esto es, por ajustarse a la verdad? Lo que todo bicho viviente, incluidos sevillanos y vigueses, ponía en duda era el crédito que merecía la disparatada noticia; es lo único que se le podía «dar». Otro alargamiento babélico, pues, que se ha repetido centenares de veces con este tejemaneje veraniego de acusaciones, declaraciones, retractaciones, infundios, denuncias, calumnias, embrollos, patrañas, dosieres, trolas y demás bascosidades que han convertido el país en charco.

Retornando al léxico, muy raro es en el lenguaje de los medios el fenómeno contrario al de alargar: el de acortar las palabras y despuntarlas, por lo cual, al sorprenderlo en un semanario, me apresuro a comunicarlo. Refiriéndose al presidente de una Sala del Tribunal Supremo, dice que es «de extracto conservador». Extracto por extracción; ¿será convertible el magistrado en sopa instantánea? Paso página y doy con esta afirmación, altamente consoladora para Felipe González: «Lo que el líder socialista nunca podrá recuperar es la hostilidad manifiesta de una porción considerable de los ciudadanos». Eso supone que éstos han desistido de su hostilidad. Y que se niegan inconmoviblemente a recuperarla. Felicitaciones merece, pues, el antes aborrecido. Pero el escribidor quería decir, sin duda, que el Presidente «nunca podrá recuperarse de la hostilidad». Babel, Babel sin paliativos.

El «kamikaze»

Estamos distrayendo demasiadas veces la mirada ante cosas que pasan: se escurren insidiosamente, tal vez entre alarmas o ascos inactivos, y no tardará en producirse el agotamiento de todas las respuestas que pudieran conjurarlas. Como es natural, ni de lejos me refiero sólo al lenguaje, pero en estas crónicas sólo de él me ocupo. Y son ya muchas las veces en que he clamado por una mejor y más extendida enseñanza del idioma, si se quiere evitar que el país acabe en la mudez mental —ya hoy muy avanzada— y que, ante las razones, responda sólo mu antes de embestir.

Como la degradación expresiva de los hablantes se observa mejor que en parte alguna en los medios de comunicación donde escriben y hablan profesionales de la palabra, mi preocupación se aplica a ellos preferentemente, no con una estúpida pretensión censoria, sino con la más estúpida aún —por inocente— de que los gobernantes consideren el grave problema nacional que he dicho. El mal trato dado en los planes de estudio al aprendizaje del español, y las metodologías, muchas de ellas aberrantes, que se imponen al profesorado han conducido a un déficit expresivo cuya contemplación hiela el alma.

Y no se trata del desconocimiento muchas veces disculpable de cosas rarillas, sino de las más triviales. ¿Habrá algún hispanohablante que ignore el significado de la locución boca abajo? Nadie disentirá, imagino, de la definición del Diccionario: «Tendido con la cara hacia el suelo». Y, sin embargo, hace unos cuatro meses, la nación entera experimentó un repeluzno ante la noticia de que, en Pontevedra, un carrusel que gira verticalmente y a cuyos asientos fijos quedan sujetos los ocupantes (por lo cual han de quedar en posición invertida al pasar por lo más alto del ascenso), se había averiado en pleno funcionamiento. Apenas puedo imaginar cómo es el espantable artilugio, bautizado propiamente como «Kamikaze». El caso es que el 8 de agosto, algo se bloqueó en la horrible máquina, y «los veintiocho ocupantes quedaron boca abajo, a una altura de casi veinte metros, durante más de una hora», según decía la noticia.

Quien la había redactado para un diario nacional no ahorraba detalles espeluznantes: a los atrapados en tal posición, se les bajó la sangre a la cabeza, alguno perdió la conciencia, y, desde la altura, se pusieron a arrojar material digestivo hacia la tierra remota. Pero nunca se han visto tan graves alteraciones sobrevenidas por estar boca abajo, es decir, tendido sobre el vientre. Multitudes veraniegas se tuestan así, a lo saurio, al sol de las playas, y no hay noticia de que ello maree u obre como emético.

No importaría tal error si fuera mero despiste eventual, de quien nadie está libre. Pero lo preocupante es que fue cometido por abundantes periódicos y emisoras: yo, en agosto, disponía de tiempo para leer diarios y explorar noticiarios: más de media docena de veces pude comprobar que boca abajo equivalía a cabeza abajo —que era la posición de los rehenes secuestrados por el «Kamikaze»— para otros tantos compatriotas que trabajan con el lenguaje. (Noticias posteriores, dieron cuenta de cómo, a raíz del accidente, la gente formaba largas colas para montar en el carrusel, y se pedía a su gobernante que lo detuviera al llegar arriba. Es otra cuestión).

Mientras decrece el interés por conocer el propio idioma, aumenta multitudinariamente el de aprender el inglés. Se responde así a una necesidad evidente, que no obliga a despreciar el de casa. Pero, a veces, la publicidad exhorta a hacer ambas cosas, a aprender el uno y a desaprender el otro. Como en el anuncio de un colegio, inserto en un importante periódico, donde se lee: «El único colegio español en el que nadie juega a fútbol en el recreo, sino a football». Sutilmente (?) quiere decir que, en tal centro, está excluido el empleo del español. Lo cual parece muy bien, puesto que intenta insuflar el inglés hasta el tuétano. Pero ocurre que, en los colegios españoles, los educandos juegan al fútbol, y no a fútbol. Por lo cual es falsa la parte del reclamo, según la cual, el de marras es «el único colegio español en el que nadie juega a fútbol»; juraría que eso pasa en todos.

Y sigue constituyendo un fracaso publicitario considerable oponer fútbol a football, porque cualquier lector medianamente avisado sabe que ambas formas suenan más o menos igual, y el no avisado puede creer que, en inglés, hay que pronunciar football como se escribe. Con más acierto e indudable elegancia se hubiese procedido afirmando que es el único colegio español donde a las five o’clock se toma el tea. Cosas así, la del «Kamikaze» y las que siguen, hacen dudar de que sea tan imprescindible la imprescindible libertad de expresión.

Especialmente de la que se toman los políticos. Se avecinan elecciones, cuyas campañas previas son peores que un nublado, ya que éstos pueden llegar a ser benéficos. (Por cierto, ¿se ha notado que aún se oye por televisión eso de que hay riesgo de lluvia? Es increíble). Me refiero, entre otras cosas, a cómo se redacta a veces la propaganda electoral. Prometo no votar al partido o a los partidos que escriban sus soflamas en un idioma obtuso. Como el responsable de uno de ellos en mi distrito madrileño, que, en los pasados comicios, tuvo la osadía de dirigirse a los vecinos con una circular en que todas las frases repelían. Empezando por el «Querido/a amigo/a», con la llamada por Francisco Umbral barra estructural, y que me desamiga instantáneamente (aparte de que no era amigo: tanto me desconoce, que ignora mi sexo o me insulta). Me tuteaba, sin haberle dado motivo, y me invitaba a una visita «al distrito de don JSC, presidente de» no sé qué. Intentaba decir que tal señor visitaría el distrito, pero lo que decía es que se iba a visitar el distrito de don JSC, como si fuera el de Moncloa o Chamartín. (¿Tan difícil era escribir que habría una «visita de don JSC al distrito»?)

Seguía: «Para los que les interese el tema, deben apuntarse llamando…». El nefando tema. Y ¿por qué ese intolerable anacoluto «Para los que… deben apuntarse»? Y echaba así la despedida: «Por último, recordarte que la sede está abierta…», donde se usa del más imbécil de los tics modernos: ese infinitivo no dependiente de verbo alguno. Juzgué ofensiva tal circular. Y, claro, no voté al tremendo prevaricador. Debiéramos montar durante una semana en el «Kamikaze» a los candidatos que así se expresan, o correrlos a gorrazos por la calle al grito boxístico de ¡analfabetos, fuera!

Perdonar

En el ámbito futbolístico se ha desarrollado hace poco con virulencia agresiva una metáfora que juzgo incurable. La oímos a diario (esta temporada, literalmente a diario): el equipo se estira, el delantero le gana la espalda (?) a la defensa, está solo ante el portero en uno contra uno, el gol se ruge ya por la multitud, pero el crack chuta y manda la pelota a hacer gambetas al banderín. Y en ese instante, indefectiblemente, el comentarista-filósofo que suele acompañar en las retransmisiones al narrador, emite su solvente excogitación: el Zaragoza (lo nombro porque lo quiero y porque es diestro en esa pifia) «está perdonando mucho». Luego, el exegeta asevera grave: «El equipo que perdona mucho acaba perdiendo». Y enseguida, sentenciará más hondo aún: «El fútbol es así».

Es probable que toda la comunidad hablante adopte pronto el verbo perdonar con ese inusitado significado intransitivo: «En el fútbol, desperdiciar repetidamente un equipo las ocasiones de meter gol», antes se decía simplemente fallar. La nueva acepción, por el momento, sólo pertenece a la jerga balompédica, pero como el fútbol sale hasta por el tubo del dentífrico, el vocablo será muy pronto de conocimiento general. Y de este modo, un tropo inventado como graciosa creación personal por un ignoto artista de la crónica deportiva, ha cundido hasta rebosar por toda la extensión de las ondas y del papel.

Ello constituye buena prueba de que el desenfado de muchos de tales comentaristas, puede convertir en triunfo el dislate. Porque perdonar, significa en el habla común «alzar la pena, eximir o liberar de una obligación» a alguien. Y el arquero no tenía obligación de dejarse meter gol: no había que eximirlo, al contrario. Por otra parte, quien perdona lo hace adrede y cobra fama de misericordioso, pero las gradas embravecidas suelen llamar imbécil al futbolista o al equipo que, queriendo arrasar al contrario —¡todo menos perdonarlo!—, marra el tanto teniéndolo a huevo.

Evidentemente, el idioma del estadio y de sus aledaños periodísticos es el más desenfadado de todos, y en él se produce la mayor creatividad imaginable, en gran parte bastante estólida. Pero hay otro sector de parlantes que no le anda a la zaga: el de los pedagogos oficiales, a cuyo cargo corre algo tan delicado como es la reforma educativa. La están acometiendo a golpe de dicharachos, que han sido puestos en solfa muchas veces; piensan, sin embargo, que eso los engrandece por la ignorancia de sus críticos. Uno de estos disconformes me envía un BOE con el Real Decreto 732/1995, relativo a los derechos y deberes de los alumnos. Aunque no lo dice, supónese que afecta también a las alumnas: es raro que el BOE utilice en esto un lenguaje tan políticamente incorrecto. Porque, en todo lo demás, es más que correcto: relamido. ¿Qué hacer con los estudiantes que dañan las instalaciones de su centro o roban material y cosas así? ¿Aplicarles sanciones? De ninguna manera: son correcciones lo que habrá que administrarles. Pero correcciones, según el Diccionario, son las reprensiones: ¿habrá, pues, que llamar malos a quienes cometen falta, y en todo caso bribones si han hecho una barrabasada? No: el BOE prevé otras correcciones además de las verbales, que serán graduadas en función de las circunstancias. Y éstas, según los pedagogos legisladores, son de dos tipos: paliativas y acentuantes. ¡Así se habla, sí señor/a, con sal y gracejo políticamente hipercorrectos! Fuera aquello de atenuantes y agravantes, que parecen términos carcelarios, incompatibles con la inocencia de las criaturas. Y adelante con la reforma educativa, aunque tantos pensemos que se funda en buena parte en una tremenda e irresponsable manipulación de la lengua española. De esta lengua que los reformadores evidentemente no aman, y bien que lo prueban al escribir y al planear.

No están solos. Hay muchos prevaricadores en todos los gremios. El de los necrólogos, sin alejarnos demasiado. Actúan en los media escribiendo dos palabras o doscientas sobre el prócer que muere, sobre su difunta esposa, sobre aquel o aquella ilustre o pudiente que fallece. Aquí tenemos a una dama que ha tenido la desgracia de perecer en diciembre. La evoca un gran periódico de la Corte: parece que había sido importante en la política y en las letras. Y explica el necrólogo: «Sus restos fueron inhumados el día 28 y, por su voluntad expresa, serán esparcidos en el mar». Me envía esta joyuela un anónimo lector —se la agradezco—, que comenta lacónico: «¿Pensará el autor que los restos fueron ahumados?». Tiene razón: inhumar es, simplemente, enterrar, porque humus era «tierra» en latín, y para esparcir un cadáver inhumado habría que exhumarlo previamente, trocearlo y hacerlo picadillo. Sólo así se le podría dispersar y aventar y desparramar sobre las olas. Si se tira al agua un muerto entero, es evidente que no se le dispersa: simplemente se le chapuza. ¿Ocurrirá que el informador piensa que inhumar equivale a incinerar? Es de temer, confirmando cómo una porción enorme de personas que viven del lenguaje lo guardan en la cholla hecho un popurrí. Este escribidor vio en inhumar (del latín humus, «tierra») el humo (del latín fumus), por la humareda que soltamos cuando nos meten en el horno. «Se hizo humo», decían nuestros antepasados de alguien achicharrado por la Inquisición. Pero aquí no es el humo fugitivo, lo que importa, sino el montoncito de ceniza, el polvo enamorado o no que queda tras arder. Eso es lo que puede esparcirse.

Por fin, los publicistas: otro gremio de agresores. Uno de los principales Bancos anuncia en folleto elegantísimo que ha entrado «en el segmento de banca al retail doméstico». Quedo perplejo ante ese retail doméstico, me voy derecho al Webster, y entre nieblas colijo que debe de ser que se dispone a trabajar al por menor, en las pequeñas cosas en que también operan los Bancos, y vuelve a sumergirse mi mente en la fosca. Se enturbia aún más al continuar: las oficinas de éste ostentan en su fachada «el color amarillo en degradé», palabra la última que no sé en qué diccionario buscar, porque, si fuera francesa, llevaría acento en la primera sílaba.

Cronistas de fútbol, pedagogos, necrólogos, publicistas…: nadie perdona a nuestro idioma desventurado.

Sensible

La necesidad es inductora normal de las novedades idiomáticas. Esa necesidad constituye simple necedad cuando los hablantes sólo quieren parecer modernos o, por mejor decir, modelnos. Otras veces, las innovaciones responden a la intención de disimular o de evitar la palabra propia, por temor, melindre o piedad: son las causas habituales del llamado tabú lingüístico (bicha por culebra, pipí por orina, invidente por ciego). Ocurre, sin embargo, con frecuencia que tales innovaciones sólo tienen la pretensión de engañar. Ejemplo bien inmediato: el Gobierno está calificando de sensibles los papeles que niega a un juez (aunque ya aburren por demasiado conocidos). Pacato eufemismo para evitar llamarlos documentos comprometedores, que es como siempre han sido conocidos los escritos que ponen en apuros al Estado, al Gobierno o al vecino del tercero. Comprometer es, en efecto, Diccionario en mano (o en pantalla, puesto que se consulta ya en el ordenador) «exponer o poner a riesgo a alguna persona o cosa». ¿Por qué sensibles? ¿Es que sienten, que son capaces de sentimientos, que pueden ser percibidos por los sentidos («sensible al tacto»)? Todas estas cosas y más, pero no «comprometedor», significa el atildado adjetivo.

Y bien contrariamente a la última acepción, lo que se pretende ocultando el botín Perote es hacerlo «insensible», que no se cate ni se toque. Puede ocurrir, sin embargo, que con documentos sensibles se quiera decir que causan tristeza, como en la «sensible pérdida» de los tópicos mortuorios.

Pero sucede a menudo que los términos nuevos se introducen porque se necesitan verdaderamente. Hasta donde llega mi reconocida erudición futbolística, hace aproximadamente mucho tiempo que dos equipos no compartían durante varias tensas jornadas la cabeza de la clasificación. Ha sucedido esta temporada, que día a día, y no semana a semana, se está haciendo ya muy madura, y con dos conjuntos impensables. No había, pues, un líder sino dos. Grave conflicto para los cronistas: ¿cómo llamar a ese par de fenómenos? A uno de los píndaros, tal vez al más rerreante, se le encendió la bombillita que en los tebeos se pone sobre la cabeza de quien alumbra una idea: cada uno de esos dos conjuntos punteros sería colíder.

He aquí, pues, un caso preclaro de neologismo inducido por la necesidad. Premio al inventor. Sobre líder ya señalé la impropiedad de llamar así a quien va primero en una competición (nadie va detrás de un líder por fuerza, sino por convicción y admiración); lo de colíder es aún más beocio, porque líderes, como las madres, sólo hay uno. Pero, en fin, el uso consagra, y si ya se emplea líder con normalidad, colíder será pronto diccionariable. (¿No puede calificarse así a lo que es digno de registrarse en el diccionario, siguiendo la tendencia a evitar rodeos usando un solo término? Un sólido ex dirigente sindical ha pedido hace poco al Partido Socialista que se recentre, esto es, que se deje de bobadas liberales y se vuelva al centro (?) socialdemócrata. ¿No es recentrarse una escueta y bella palabra?)

Pero, otras veces, un neologismo o una acepción neológica surge por ostensible desnutrición mental. Ahí tenemos ya muy firme cancerígeno con la acepción de «canceroso»: un tumor maligno no produce o engendra cáncer, pues eso significa cancerígeno, sino que es canceroso. Y, sin embargo, en un gran periódico se lee este titular: «El Insalud pagará veinte millones de pesetas por no detectar un tumor cancerígeno a tiempo». El prestigio de los esdrújulos es inmenso entre el personal lingüísticamente malcomido.

Acepción neologista muy traída y llevada estos meses, debida igualmente a inanición cerebral, es la de tampón. Ha circulado estas semanas que el muy oficial CESID fabricó para una organización homicida un sello con las siglas de ésta. Pues bien, ese sello (imputado) ha aparecido con el nombre de tampón en multitud de medios escritos o sonoros. Se trata de un increíble tropo fundado en la contigüidad de las cosas nombradas (como llamar trompeta al instrumento y a quien lo toca, o título a un marqués), en este caso, el sello y la almohadilla entintada para untarlo, que, como préstamo del francés (tampon encreur) es el tampón. Pero la metonimia sólo parece aceptable cuando se crea adrede y no por colapso del sentido común. Tan agreste es llamar tampón a la estampilla como lo sería denominar churro a la taza en que se moja.

Tales desarreglos sí que son verdaderamente sensibles. Y es que llegar a sentir profundamente un idioma no está, a veces, ni al alcance de sus más voluntariosos exegetas. Un lector me envía páginas de un libro publicado por el Insalud hace ya algunos años, que aireo por su valor ilustrativo. Se reproduce en él un decreto del Ministerio de Trabajo, en uno de cuyos artículos se lee: «En todo caso, se aplicará el grado máximo a las faltas cometidas en convivencia con otras personas». Pero al editor de dicho texto le debió de resultar raro eso de que las personas se dedicaran a convivir para cometer faltas, y anotó a pie de página la siguiente advertencia: «Debe querer decir conveniencia». ¿No es fantástico? Ningún escrito, ni siquiera los muy venerandos del Gobierno, están libres de erratas. Pero el compilador del decreto, ignorante tal vez del vocablo connivencia, que es lo que diría el documento emitido por las altas covachas ministeriales, fue incapaz de imaginar que era un error del teclista, y lo «aclaró» del susodicho modo.

No menos sensible es el empleo de la preposición en para desempeñar la función que corresponde a dentro de («Vuelvo en dos minutos», significa que tardo dos minutos en irme y volver; «vuelvo dentro de dos minutos» precisa que hasta dentro de dos minutos no volveré; ya hablé de ello en antiquísimo «dardo», con inoperancia manifiesta). Véase cómo titula el mismo gran periódico de antes, y en portada nada menos: «Solbes anuncia que en quince años los españoles no podrán cobrar sus pensiones». No es melonada intrascendente: me alteró el pulso, pensando que iba a quedarme sin mi PAR de viejo durante quince años; lo cual no hubiera sucedido de haber escrito inequívocamente el dichoso titular que el cierre de la espita acontecería dentro de quince años, lo cual me da un plazo muy razonable para perfeccionar la calvicie.

Cosechar

¿No han oído o leído ustedes que tal película cosechó al estrenarse un rotundo fracaso? ¿O que el Zaragoza —el gran equipo, mi antiguo dolor— cosechó el domingo otra derrota? Desconcertante, ¿no? Cosechar se asocia con la recogida de los frutos del campo en su sazón, con los carros, en mi tiempo, rebosantes de mies rumbo a las eras, y, hoy, con los tractores tirando de remolques henchidos de remolacha y seguidos de veinte turismos desesperados. Eso es la cosecha, una masa de uva, aceituna u otra criatura vegetal que se recoge en el campo al llegar su tiempo. Vocablo tan sugerente ha producido un uso figurado que define el Diccionario como «conjunto de lo que uno obtiene como resultado de sus cualidades o de actos, o por coincidencia de acaecimientos: cosecha de aplausos, cosecha de disgustos». Por tanto, puede haber una cosecha de fracasos o de derrotas, pero nunca de un solo fracaso o de una sola derrota.

Sin salir de esta gama semántica, he aquí una noticia que leo en un gran periódico, a propósito de una serie televisiva retirada no hace mucho de pantalla: «Los malos resultados conseguidos durante los primeros capítulos han sido el detonante de esta decisión». Pero dice de conseguir el diccionario: «Alcanzar, obtener, lograr lo que se pretende o desea». Así pues, según el redactor, la cadena en cuestión estaba deseando que la serie fracasara.

Unas veces porque no se usan apropiadamente las palabras existentes, y otras porque se forjan vocablos o acepciones inexistentes, el idioma está hecho un revoltillo de mucho cuidado. Cualquier pedagogo inventa lo de circunstancias paliativas y acentuantes en la apreciación de las faltas escolares, según veíamos en crónica anterior, y tal sandez va al BOE. Cualquier aturdido puede escribir, en un pie de foto, cómo se espera de una diputada que aclare si ha sido ella o no quien ha filtrado manipuladamente determinada noticia. Es claro que el sistema español admite formaciones de ese tipo, y que, si equivocadamente significa «con equivocación», nada impide que manipuladamente equivalga a «con manipulación». Pero no parece que formar palabras por decisión meramente glandular sea un comportamiento responsable; en este caso, son palpables, o la prisa del redactor para meterle enseguida el pie —¿o la pata?— a la foto, o su incapacidad para expresarse mejor.

Esta falta de educación que a título de libertad se comete, es causante de que un alto cargo con responsabilidades económicas pueda escribir acerca «de las diferencias radicales de los mercados internacionales de los diferentes productos estocados…». Lleva mucho tiempo trayéndonos a mal traer el término inglés stock, de plena difusión internacional. Tiene que ver con lo almacenado, pero no es igual. En el Diccionario no aparece ninguna hispanización de esa palabra; podría ser, aunque horrible, estoc (trece vocablos tenemos en el Diccionario con una -c final); los portugueses han hecho estoque y, en Brasil, estocagem. Pero en otras lenguas europeas —francés, italiano, alemán—, parece normal el empleo de stock, y así figura en sus principales diccionarios. Es la solución que personalmente prefiero: hoy, los extranjerismos entran por los ojos tanto como por los oídos, y una adaptación aproximadamente fónica puede parecer en muchos casos ruda o risible. Pero el alto cargo en cuestión, pasa por alto el problema del sustantivo, y se va derecho al verbo, españolizándolo como estocar. No sé si éste es normal en la jerga del comercio; por lo pronto, ese verbo significa en nuestro idioma «herir con el estoque», al igual que el hoy preferido estoquear. Menos descortés con su lengua, podría haber escrito: «…los diferentes productos existentes en stock», o algo así.

Palabra nueva traída a nuestro idioma por la Real Academia sin que aún sea normal en el uso, pero sí necesaria, es millardo. Algunos no lo creyeron: la noticia de tal decisión salió en la prensa el día de Inocentes. Al leerla en su noticiario la locutora de la televisión madrileña, ilustró con un gentil mohín su comentario: «¡Qué lío!». Y el lío consiste en que los norteamericanos (como en francés antiguo) llaman billion a los mil millones, esto es, a la unidad seguida de nueve ceros. Y ocurre que, muchas veces, billion se identifica por inexpertos trujamanes nuestros con nuestro billón, es decir, con un millón de millones (unidad seguida de doce ceros) lo cual produce cantidades literalmente astronómicas. Y no es para tanto: un billion, la experiencia lo demuestra, es cifra bien alcanzable por cualquier corrupto. Pero se hacía preciso acabar con el equívoco, tal como advirtió el Presidente de Venezuela, don Rafael Caldera, a la Academia de aquel país, de la cual es miembro muy eminente. Sugirió que millardo era una buena solución para traducir billion. La Venezolana hizo suya esta sugerencia, la trasladó a la Española, y ésta coincidió con tal dictamen.

No ha sido preciso un gran esfuerzo inventivo: el francés tiene desde el siglo XVIII el término milliard (y, desde el xvi, miliart y milliart), para nombrar los mil millones. A él acudieron el italiano y el alemán para formar millardo y Milliarde, respectivamente; en algunos diccionarios del inglés británico, figura milliard, pero acogen también billion en el sentido norteamericano. Una prudente medida anti-Babel obligaba a adoptar, como los demás, la solución francesa. Y no existe el lío sonreído por la linda locutora: traduzcamos el billion anglosajón por millardo, y ya está.

Aunque no todo está. Por lo pronto, los yanquis llaman trillion al billón europeo, con lo cual nuestro trillón (un millón de billones, es decir, la unidad seguida de dieciocho ceros) se queda nuevamente a la intemperie. Por otra parte, los franceses tienen milliardaire, los italianos miliardario, los alemanes Milliardar… ¿Llamaremos millardarlos en español a los desventurados, corruptos o no, que pasan de los mil millones?

Sufrir mejoras

Me asegura el embajador Alfonso de la Serna, tan atento y juicioso observador del lenguaje, que eso del título decía un periódico de su hermosa tierra montañesa: cierta marca de automóviles estaba «sufriendo constantes mejoras». Tan tierna memez está en línea con lo de conseguir malos resultados un equipo de fútbol o un partido político a que me refería en crónica anterior. Es la negación del sentido común, que progresa insidiosamente al amparo de una instrucción idiomática bajo mínimos. Habiendo sido desterrado casi todo humanismo de los planes de estudio, no es imposible que un joven ciudadano pueda llegar a admitir como normales esos absurdos lógicos. Petrarca, en un verso hermoso y desolado, vio a la Filosofía pobre y desnuda; Julián Marías lo glosaba agudamente no hace mucho. ¡Pues anda, que la Filología, el amor al lenguaje, a la palabra! Como si éste fuera lascivia, se procura ahuyentarlo de la mente de los españoles, y los españoles se lo dejan espantar gustosamente. Va mísera y en puritita pelota.

La penuria filosófica no necesita demostración. Con que sólo un hilillo de discernimiento regase nuestros predios, no nos hubiésemos dejado clavar el rejón yanqui que un entrenador de fútbol le mete al idioma hablando de otro entrenador: «Tengo las diferencias con Clemente que todos conocemos en el terreno conceptual o filosófico». No se refería a cuestiones de Metafísica, sino al hecho de preferir el juego vistoso a la sórdida eficacia sin salero. Es un entrenador encumbrado ayer, y hoy en desgracia madridista, de quien se hace befa porque es culto y habla «demasiado bien». Es cierto que, a veces, revienta las costuras del idioma angloparlando con eso de la filosofía; o introduciendo en la jerga del fútbol el llamar sociedad a la pareja de jugadores o de líneas que combinan particularmente bien su juego. Sus detractores lo acusan de tener demasiada labia, incluso de ser cursi, asombrados de que un personaje del balompié se exprese con cordura, incluso con belleza, y no con la barbarie a veces silvestre de muchos merodeadores del balón. Ignoro si sus tácticas son menos eficaces que su verbo, y además no me importa para estimarlo. De él procede, si no me engaño, como reflejo de su defensa del juego alegre, el calificar de descarado, atrevido, desenvuelto, resuelto y adjetivos de esta gama, empleada como elogio, al futbolista o al equipo que arriesgan sin sentirse inhibidos por el temor al fallo o el respeto. Audaces fortuna juvat. Son múltiples los rasgos —giros, metáforas— con que Jorge Valdano ha enriquecido el idioma del fútbol, muchos probablemente de cepa argentina; con ellos e, incluso con sus lamentables anglicismos, ha aireado el recinto enrarecido del vernáculo deportivo. Rindo homenaje a este bienhablado (con reparos) caballero.

Calificación, por cierto, que no merecen muchos habladores o escribidores profesionales. He aquí a alguien que profetiza el tiempo en un diario importante de la capital, y lo hace así: «Lo que va a suceder a lo largo del mes de febrero —tradicionalmente casi tan pluviométrico como enero— no lo podemos saber aún, pero desde luego antes de que finalice la presente treintena no parece que la atmósfera se vaya a estabilizar totalmente». La rendición de este ignaro a la jerga periodística es de enamorado. Ahí está la locución a lo largo de, que, sin más mérito que su longitud, sustituye a durante. O finalice, porque es de reglamento en la prensa. Jugando a la elegancia, llama treintena a enero a pesar de que este mes se sale del tropo por un día. Y sobre todo, en casi tan pluviométrico, evita la ordinariez del adjetivo lluvioso remontándose a ese pluviométrico que tumba de estupor. Porque el tal adjetivo hace referencia al pluviómetro, aparato que mide la cantidad de lluvia caída. Es tanto como decir que un calenturiento está termométrico o que han multado a un curda por ir alcoholimétrico. ¿Pedante Valdano? Pedante ese informador, y, además, lego en el idioma de los meteoros. Por si fuera poco, continúa: «Durante lo que resta de semana y los inicios de la próxima». ¡Con qué desdén miraría, desde su bien sabida jerga periodística, a quien se atreviese a escribir: «Durante lo que queda de semana y al principio de la próxima…»! Povera e nuda

No recuerdo haberme ocupado nunca del orden de palabras, de las ambigüedades que produce, y que parecen importar a muy pocos. Procuraré fijarme en ello de aquí en adelante, vistos los galimatías a que da lugar. Por hoy, una sola muestra. Dice el antetítulo de una entrevista, citando lo que supuestamente ha dicho el entrevistado: «Los políticos conservadores quieren utilizar sólo la figura de Azaña». Pero no se sabe si a tales políticos solamente les interesa Azaña para utilizar su figura, o si es Azaña la única figura que quieren utilizar. Evidentemente, es frase necesitada de sufrir mejoras.

Y ¿qué decir de tópicos y marbetes que se ponen a tantas personas, artistas sobre todo, cuando dan lugar a una noticia? Hace poco, una enfermedad embistió a Rafael Alberti, de la cual se libró el gran poeta con una larga cambiada («…cógeme, torito fiero»). La prensa dio la noticia de la arremetida y de su conjuro posterior con el martilleo unánime de que el gaditano pertenecía a la «generación del 27», como si ésta tuviera una existencia tan evidente como la tienen los cuadrúpedos o las criptógamas. Aparte de que muchos negamos la realidad literaria de tal generación (empezando por algunos de sus supuestos miembros: ¡qué cosas escribía Jorge Guillén a Gerardo Diego, abominando de ese encuadramiento!), es irritante ese modo de disolver en una entidad colectiva y elementalmente pedagógica la individualidad de genios como Alberti. O Azorín o Unamuno o Baroja, cuyos nombres raramente salen al público sin airear la divisa que los remite al 98.

Terminemos con una nota risueña. Recibo la hoja publicitaria de una empresa instaladora de puertas automáticas. La cual empieza así: «La firma DOSAS tiene la gentileza de ofrecerles sus productos para comunidades, chalet privado, fincas, fábricas, etc.». Es encantador el singular chalet, revelador de cuán difícil es formarle el plural, pero fascina más el hecho de que una empresa atraiga clientes con la gentileza de quererles vender algo. ¿Cómo no corresponder con la cortesía de comprárselo? El resto del impreso reza así: «Con tal motivo, al dorso le ofrecemos una pequeña orientación, invitándoles a que nos llamen por teléfono en caso de una mayor información». Olé: viva la libertad de expresión.