«Alante»

Era muy común la sustitución menestral de adelante por alante. Pero, hablando en público, sólo se permitía a los personajes de Arniches, genial notario del habla suburbana. La cual es muy natural en quien, por su desgracia, no ha tenido medios para instruirse más. Esa rudeza, en particular, puede incluso caer bien si es forzoso usarla. Daría grima que un refinado dijera de un varón inarrugable que es «un señor muy echado para adelante». Si hay que manifestar eso, una de dos, o se dice que «es un tipo muy echao p’alante» o se calla uno. Yo mismo, que, sin llegar a hablar con una flor en la boca, miro algo lo que digo, tal vez pidiera a alguien que tirara p’alante. (Ahora que lo veo escrito, rectifico: no me atrevería).

Parece, sin embargo, que los narradores del fútbol, que sí han ido a la escuela y cuyos decires carecen por tanto de la inocencia atribuible a un desheredado, parece, digo, que deberían prescindir del alante, multitudinariamente proferido por muchos de ellos en tele y radiomicros; es una plebeyez que añade a su parla tan in unos delatores mechones de pelo de la dehesa.

Es muy antiguo el alante como evolución de adelante, no difícil de explicar en el habla popular, pero refrenado siempre por la escuela y por la presión de la lengua escrita. Adelante —como todo en el lenguaje— resulta de una convención; es una regla de juego que lo mismo podía haber dado validez a alante. Pero no ha ocurrido así, y parece un deber de decencia social que quienes se valen del idioma para vivir jueguen bien el juego, respetando las reglas de ese delicado pacto que es el lenguaje. Una de las cuales, de las más elementales por cierto, no sólo ha fijado la forma adelante como única reglamentaria, sino que desautoriza alante con la marca de «extremada vulgaridad». De ahí que oír partido tras partido, una y cien veces, «El portero echa el balón alante», «Camarasa debía jugar más alante» (o «Jesulín se saca el toro por alante», pues también es achaque de bastantes taurinos), apesadumbra el hígado hasta la ictericia. (¿O tiricia? Dudarán los del alante). Tales infractores, que suelen exhortar a jugar deportivamente, deberían aplicarse el cuento, vigilando su locuela de arrabal.

Característica de ese suburbio mental es la tenacidad con que se adhieren ciertos vocablos a la lengua o al teclado de sus vecinos. Tal acontece con líder y liderar. El arrogante forasterismo ha expulsado cuanto en nuestro idioma podía hacerle competencia. El término leader posee en inglés gran número de significados, con reflejo más o menos exacto en nuestra lengua, en la cual designó primero a quien, en virtud del prestigio que lo aureola, conduce o dirige la mente y el comportamiento de otros, sobre todo en política. Pasó a aplicarse en otros órdenes de la vida social. Y así, podía —y puede— hablarse con bastante propiedad, de líderes religiosos, culturales y de otros tipos de creencias y actitudes: juveniles, feministas, nacionalistas, abortistas…: siempre se trata de personas (o cosas: la marca líder de la moda) a las que se reconoce fuerte capacidad para guiar a otros.

Pero es este último rasgo el que ha ido desapareciendo en los empleos más recientes de líder. Lamentablemente, porque tal vocablo (y liderazgo) enriquecían originariamente nuestro idioma con ese importante matiz de la «autoridad poseída por méritos propios», que es obedecida y seguida por otros. Pero en las carreras ciclistas, por ejemplo, se dice que «Induráin sigue de líder», cuando, aun reconociendo su supremacía, todos cuantos van detrás, exceptuando tal vez a su equipo, aspiran a desbancarlo. Lo hacen líder los cronistas sólo porque va más alante; los demás lo siguen, sí, pero a la fuerza. Y para decir eso, ya no hacía falta el vocablo inglés: basta con llamarlo primero. Tampoco debería ser nombrado así, y por el mismo motivo, el equipo que encabeza la clasificación (significado que registra ya nuestro Diccionario), o el carrerista de pata, rueda o pie, de aire o de agua, que va primero.

Pero ya es abuso constante y ubicuo llamar líder al portavoz de un grupo parlamentario (quizá porque eso sucede también en francés, aunque el tal, como ocurre a veces, sea un berzas o cuente con mucha hostilidad en su propio grupo), al torero que, bien o mal, ha despachado más toros, y hasta al más votado en unos comicios: leído tengo que «Álvarez del Manzano conservará el liderazgo en las próximas elecciones municipales», en el sentido de que seguirá siendo alcalde de Madrid. Es muy lógico que un elegido pueda ser o llegar a ser un líder; pero no es cierto lo contrario: los líderes, en un uso plausible del vocablo, no resultan serlo por ganar unas elecciones.

O por llegar al mando porque les ha tocado el turno, como al vecino que este año preside la comunidad. Hay cosas de estas que autoriza la enorme polisemia del inglés; otras nos llegan por algún idioma intermediario; por fin, no faltan las de creación ibérica.

Hubiera sido útil líder de haber contenido su desarrollo. Ahora es ya un grisáceo comodín, con el cual, ya lo veremos, los soldados del pelotón llamarán líder al sargento, los fieles a su párroco y los músicos de la banda al director. Produciría una enorme tristeza que los subalternos de la cuadrilla dieran ese nombre a su torero. Pero, insisto, todo se andará; y los nenes y nenas que ya suelen referirse a su papá llamándolo «el jefe» (tropa estolidísima, gente imbecilísima, tribu miseranda), acabará llamándolo sin tardar «el líder».

Quienes hablan improvisando tienen licencia para marrar setenta veces siete. No así algunos que escriben en semanarios, con tiempo para cuidar la prosa. Se me acaba de caer de las manos —lo cuento urgido— uno que dice: «El mismo día que Lluch [en que debería decir] se sumaba jubiloso y nada gratuitamente a la confabulación [quería decir que Ernest Lluch creía en la existencia de una confabulación contra el Rey, condenándola por cierto; tal como ahí se dice, el ex ministro sería un confabulado], José María Aznar en Buenos Aires, exultante por el recibimiento propinado por el presidente Menem…». Imposible seguir alante. Porque ese propinado no parece broma ni figura de estilo: cree el autor que Menem propina los recibimientos, es decir, que los asesta, los sacude, los atiza… ¿Tendremos lío con la Argentina? Los deslenguados son tremendos.

Humanitario

Los brutales acontecimientos de Ruanda han sido calificados por bastantes medios de comunicación como catástrofe humanitaria, cuando es precisamente lo humanitario lo menos catastrófico de aquel horror. De nuevo, atropellados comunicadores mal avenidos con el idioma español, han vuelto a incurrir en desidia profesional agrediendo con ella a lectores y oyentes: son bastantes, más que en otras ocasiones, las personas que me han expresado su escándalo o su ira por tal sandez.

Se ha producido en tales agresores el pueril entusiasmo que desencadena en los niños un juguete nuevo. Porque es evidente —pues ignoran su significado— que desconocían aquel adjetivo, y lo han descubierto con motivo del horror ruandés, por la ayuda humanitaria a que ha dado lugar. Les ha gustado mucho, y han interpretado tal expresión como vagamente alusiva a la humanidad: humanitario sería algo así como «que tiene que ver con los humanos», representados en este caso por aquel mísero pueblo de África. Ignoran de ese modo, cuadrupedalmente, que lo humanitario es lo que «mira o se refiere al bien del género humano», y más esencialmente, lo que se siente o se hace por humanidad, es decir, por «sensibilidad o compasión de las desgracias de nuestros semejantes», según define el Diccionario.

En este último sentido, no es otra cosa que la caridad, desprovisto el vocablo de adherencias cristianas. Su invención, puede suponerse, se produjo en fecha no muy lejana, y según puede suponerse también, la invención es francesa. Se trata de un vocablo vecino de fraternité, palabra ésta ya existente desde antiguo, pero que fue lanzada a una significación rigurosamente laica por la francmasonería, significación que luego privilegiaría la Revolución francesa. No tenía por qué extrañar a los cristianos, dado que era vocablo utilizado en el lenguaje de la espiritualidad religiosa. Los revolucionarios adoptaron el término sin ninguna reserva; y no lo habían tomado necesariamente de los francmasones: Michelet, apóstol de tal sentimiento, escribió acerca de él, en 1817, que era tan antiguo como el hombre, que existía en todo el mundo, y que había sido «étendu, approfondi par le Christianisme». (Más escéptico, Flaubert dirá poco después que «la fraternité est une des plus belles inventions de l’hypocrisie sociale»). El español, que ya tenía fraterno y no desconocía fraternidad desde bastante antes, la colocó al lado de hermandad y, frecuentemente, frente a ella: era emblema de la modernidad seglar representada por el país vecino, y señal, si no siempre de librepensamiento, sí siempre de pensamiento libre.

En francés no habían cesado las creaciones léxicas dentro del mismo ámbito significativo (aunque, claro es, con matices diversos), y con el mismo deseo de marcar distancias respecto de la caridad. Surgieron así solidarité, a principios del siglo XVIII, incorporada a nuestro idioma como solidaridad a mediados del XIX; y, por entonces también, humanitaire y humanitarisme, avecindados en España con toda prontitud.

En Ruanda no se ha producido una crisis humanitaria. La cual hubiera acontecido si la humanidad —como, por otra parte, hace de ordinario, ahora mismo sin ir muy lejos con motivo de otras catástrofes—, en vez de acudir en ayuda de los desventurados ruandeses, hubiese mirado a otra parte. Lo que allí ha acontecido y acontece es una catástrofe humana. Pero la tentación de alargar los vocablos, distorsionando su significado, atrae a los malhablados como a las moscas un flan.

Es evidente que, mucho o poco, todos incurrimos en el mal decir. Incluso a un texto presuntamente perfecto, puede aplicarse mutatis mutandis, el axioma médico según el cual, cuando se dice de una persona que está sana, es porque no ha sido bien examinada. Pero no hay que examinar muy a fondo el Boletín Oficial del Estado, donde el idioma español debía fulgir, para sentir asombro por lo que firman ministros, subsecretarios y demás elite de la gobernación. Me parece exagerado, por eso, que una gentil corresponsal jurista se alarme por ver escrito en tal papel que a un organismo clasificador de los presos a efecto de concederles o negarles el tercer grado, se le denomine instituto clasificatorio por clasificador (otra vez un vocablo más largo), y que a la situación de quien delinque por primera vez, se le llame primariedad delictiva.

Me tienta, a veces, explorar el dichoso Boletín, pero temo perder la sindéresis. Me divierte más el lenguaje de los reporteros deportivos, y como prueba de que no les quito ojo (hasta el punto de extrañar a mis amigos más estrechos o estrictos, adjetivos que son etimológicamente lo mismo), deseo elogiar un rasgo de discreción de dos relatores de fútbol que no he visto loar, y es justo que se airee.

Sucedió este verano, en un partido televisado. El equipo que había venido a tornear con el adversario español era portugués, y uno de sus ases más activos durante el partido, poseedor de un gran talento, dotado con una portentosa claridad de ideas, deslumbrante a veces, y cuyas jugadas pueden prestarse a diversidad de lecturas, como el Quijote o Esperando a Godot —obsérvese cómo aprendo el estilo de los actuales rhétoriqueurs del balompié—, auténtico lujo de su delantera, se llama Polha.

De sobra sabían los dos retransmisores que -Ih-, en portugués, suena elle, de tal modo que, por ejemplo, coelho, el conejo y Claudio, suenan aproximadamente cuello (escrito coelho), y palha es palla, tanto para nombrar la paja como la ganadería brava. Lo sabían muy bien, pero no ignoraban que una dicción demasiado correcta podía herir la sensibilidad común. De ahí que, acertadamente, optaran por pronunciar pola. En algún momento, con idéntico acierto, introducían una leve aspiración tras pol-, como indicando a los entendidos que allí había una hache, y que la velaban «pudoris causa».

Pensemos, en efecto, cuán mal hubiera sonado el relato cuando tal jugador quería, por ejemplo, ganar la espalda del defensa o que, siéndole imposible penetrar por el centro, atacaba ora por un flanco, ora por otro.

De ahí la gratitud que merecen quienes, tal vez protestando así por las marranadas que se dicen en los medios sonoros, disimularon el nombre del notable jugador luso. Porque es evidente que lo hicieron adrede (¿o no?).

¿Ons, culpable?

Ons parece un conjunto de siglas, pero es, como nadie ignora, el nombre de una isla pontevedresa, no lejos de las Cíes. Su apariencia resulta atractiva, pero me inspira algún recelo desde este verano, en que unos fraternales amigos concibieron la idea de conducirnos a mi mujer y a mí a conocerla en su barco.

Monté en él con alguna aprensión por el destino: acababa de leer en un importante diario de la ría vecina un informe sobre la isla, escrito por alguien que acababa de visitarla; era extraordinariamente inquietante. Decía el anónimo escribidor que la tradición adveraba la existencia de enormes reptiles; exponía cómo allí se abre el «buraco do Inferno» (debe de tener varias bocas, pues yo conozco algunas, todas temerosas, en España y Portugal), devorador de cuanto semoviente asoma la cabeza. Y certificaba que por sus trochas y veredas vagabundea la Santa Compaña, avisando de una muerte próxima a quien la ve. Aunque navegábamos a medio día, siempre queda la inquietud de si aquellas almas noctívagas (o hijos de puta, según razonable duda de don Juan Manuel Montenegro) se habrían quedado rezagadas, sin respetar la salida del sol.

Todo eso me inquietaba y algo que enseguida diré. Se confirmó pronto que mi inquietud no era infundada: a muy pocas millas del lugar, el marinero que nos preparaba el almuerzo subió a cubierta con el anuncio terrible de que el marisco, pan nuestro de aquel día, estaba vacío. Era a todas luces un efecto gafante de Ons a distancia: ¿qué podía ocurrir si, no respetando el aviso, nos atrevíamos a hollar su orilla? Por fortuna, nuestra anfitriona dio orden de regresar a puerto a toda máquina, en busca de crustáceos densos. Se encontraron con toda facilidad, y pudo conjurarse la alevosa asechanza.

Fue mientras fondeados en un abrigo de la costa serenábamos la pitanza, cuando me atreví a expresar a mis comensales el alivio por haber escapado a los riesgos que nos aguardaban de haber llegado a Ons. Gracias a aquel temprano maleficio, eso no había ocurrido. La procesión de los espíritus, el buraco y todas las amenazas isleñas, meigas incluidas, me preocupaban menos que otra sobrenaturalidad por mí descubierta. Y es que allí habita el súcubo que impide, o perturba si se tienen, las facultades gramaticales y ortográficas. Para probarlo, extendí ante sus ojos el diario antedicho, con la crónica acerca de Ons. Entre otras cosas, decía: «La Santa Compaña también se paseaba de noche por allí, como dice la tradicción gallega. Comenzaba su andadura desde la playa de Melide para llevarse consigo algún pobre alma. Muchos isleños ponen ramos de hierbas secas en las puertas de su casa para expantarla». ¿Caben más horrores en dos centímetros de prosa? No seguí leyendo, ni antes a solas, ni ahora en compañía. Aquello lo había escrito alguien que, casi seguro, contaba con titulación académica, pero que había sido maleficiado por Ons. Es decir, que había sido trocado en puro analfabeto.

No aceptaron mis amigos ni mi mujer tal hipótesis, tildándola de endeble y hasta de infundiosa. Y dos días después me mostraron la contraprueba: en un periódico de la Corte, nada menos, un renombrado clínico y profesor universitario, nada menos, escribía de María Antonieta, la pobre, que fue «exhuberante de belleza y vitalidad». ¿Culpa de él o de quien tecleó el escrito? En cualquier caso, Ons quedaba exonerado.

Fue mi refutación tan fácil, que casi avergüenza: ¿y si el autor o el teclista habían visitado Ons? A lo que saltaron con que los periódicos de todas partes estaban llenos de disparates ortográficos y de infamias léxicas y sintácticas, y que era absurdo atribuir una plaga tan extendida a miasmas isleños. Callé, considerando descortesía insistir, pero, si yo fuera responsable de un periódico, exigiría a todos los redactores un certificado de no haber pisado Ons ni haberse aproximado a la ínsula menos de cinco millas. ¡En algún lugar tiene que habitar ese súcubo, y la pista del escribidor que he dicho parece evidente!

Pero mis amigos tienen razón: es sonrojante el número de faltas ortográficas que hormiguean por los medios escritos. Contribuyen a fortalecer la desagradable impresión que tantas veces produce el lenguaje impreso, cuyos errores no pueden atribuirse a la instantaneidad improvisadora del oral. Ya he escrito algunas veces que esto aterra, no sólo por razones estéticas, sino sobre todo, éticas y cívicas. George Orwell acertó al proclamar que «la mayoría de las corrupciones sociales comienzan con la de la lengua». Los responsables de la instrucción nacional durante los últimos decenios, deberían tener en ello un motivo para no dormir. Aseguraría que la mayor parte de los corruptos comete faltas de ortografía. Y que los faltones tienen mucho camino andado para ser corruptos.

Esa infracción del diario madrileño es una de las más comunes. Exhuberante puede leerse en muchos anuncios por palabras que ofrecen carne femenina en gran parte de la prensa. La exuberancia constituye un atractivo infalible para el varón bien orientado, y la industria picara lo sabe. Pero ella y tantos ignoran que tal palabra tiene que ver con uber, «ubre», órgano que funda la verdadera exuberancia.

Que tal falta fuera la única en el largo escrito del médico renombrado, denota un simple lapsus, una fuga del alma al limbo. No precisa ser atribuida a influjo de la isla gallega, a diferencia de lo que ocurre cuando los errores se acumulan en poco espacio. O si las faltas son esporádicas pero estrepitosas.

Sospecho, sin embargo, que Ons no influye fatalmente en todo el mundo. Hará falta, imagino, cierta predisposición, porque conozco a algún habitual suyo que escribe como los ángeles; y es muy posible que los habitantes de la ría se hallen inmunizados. Víctimas son sólo aquellos forasteros como yo, que ven oronda la isla allá a lo lejos, y piensan qué bonita, y quieren retratarse allí, y urden maneras para ir, y se hacen o se dejan llevar, y entonces la Compaña, las fauces infernales y el súcubo antigramatical se encrespan, y ocurre lo que ocurre. Pero es de esperar que, portando un buen amuleto, lo que ocurra sea nada. Me limito a prevenir.

En cualquier caso, si pueden ir a Ons, no se contengan. Con precauciones, pero vayan. Ah, y a las Cíes. Galicia es el lugar del mundo donde tierra, mar y aire se conjugan con mayor perfección.

«Stage»

Me desveló acongojado en lugar de adormecerme, hace algunas noches, oír en una de las emisiones deportivas nocturnas que me sirven de hipnótico, cómo un muchachote —o, mejor, muchacheto— brasileño se excusaba por retrasar su vuelta al club coruñés. «Estoy cansado, muy cansado», decía, abriendo y cerrando las vocales españolas, y meciendo las palabras en la dulce marea tonal de su idioma. «Estoy muy cansado», repetía. Y en su voz gemía el cansancio de los esclavos que alzaron las pirámides, de todos los segadores que abatieron las míeses castellanas, de cuantos marineros doblaron a vela el cabo de las Tormentas… ¡Pobre muchacheto! ¿Más cansado que los jornaleros del tajo al sol de agosto? Mucho más; incluso más que yo: bastaba oír su quejumbre, su lamentación luctuosa, su gimiente plañido.

Apeló, después, al amor a su pueblo, para no volver. Y ahora el que profesa a los coruñeses para quedarse. Muchos amores. (¿Y al dinero?) Según el Diccionario, los antiguos castellanos llamaban sebosos a los portugueses por sus derretidos enamoramientos. ¿No merecerá este joveneto (Góngora inventó tal preciosidad), con apellidos tan lusos, ese calificativo por derretido de amores? Aún no se ha ido. De todos modos, buen viaje.

Ignoro si el equipo coruñés hizo el stage; por supuesto, no el extenuado. Muchos clubes han celebrado esa cosa, y bien sonada ha sido la semihiga que otro coterraño también molido le hizo al Barcelona. Noche a noche, aguardando el advenimiento del sueño, he ido averiguando qué es eso del stage. Se trata de un veraneo que fortifica a los frágiles chicarrones del estadio en un lugar bien oreado, donde se les mima con masajes, duchas, pediluvios, vitaminas, flexiones, estiramientos, correteos con o sin balón y dietética ad hoc, mientras su tutor les enseña jugadas: tuya, mía, suya, de él, y a puerta. (Cuando juegan de verdad, un contrario les estropea el invento).

El lugar donde acontece el stage jerarquiza económicamente a los equipos. Así, el campeón liguero de este año ha hecho su stage en Holanda, mientras que el campeón copero, mi venerado Zaragoza, se ha ido con toda su grandeza a Biescas, Huesca. No es que Biescas tenga nada que envidiar a Holanda —hay, sí, menos quesos de Holanda que en Holanda—, pero es que está a un rato de autobús de La Romareda, y eso sólo abusando puede llamarse stage. Porque esa cosa requiere más lejanía y más de todo, aunque a Biescas no le falte nada.

Tal forasterismo nos ha llegado del francés, donde el vocablo sirve para nombrar el período de estudios prácticos exigidos para desempeñar ciertas profesiones, y la realización de cursos breves de formación para ejercer una actividad. El fútbol, en este caso.

Se trata de un derivado del latín stare, con el cual soslayaron nuestros vecinos el legado de la lengua madre, que era, nada menos, tirocinium. Se llamaba así en el mundo romano al aprendizaje para hacer algo, la guerra pongamos por caso; nuestra lengua adoptó tirocinio con ese significado y con el de «noviciado». Tal vocablo, y se explica, ha sido usado sin frenesí. En italiano, obtuvo más éxito, y se ha recomendado por algunos para evitar stage. No me atrevería yo a tanto en nuestro idioma, por temor a caer en un precipicio de carcajadas. ¿Qué pensarían las novias y esposas de los futbolistas si éstos les anunciaran que se iban de tirocinio? Pero harían bien quienes usan y abusan de stage, si avecindaran ese significado en algún derivado de estar, como estadía, estada o, simplemente, estancia preparatoria. ¡Esto sí que puede hacerse, y maravillosamente, en Biescas!

Por lo demás, el campeonato del mundo y los partidos de pretemporada han deparado un verano placentero para cuantos practicamos la telecontemplación del balompié. Mucho nos ha ayudado a sobrellevar un estío de sed, sangre y fuego. Para empezar, los teóricos de la pelota nos han descubierto los entresijos estructurales de las jugadas, basadas, y no lo veíamos, en triángulos, rombos, circularidades, densidades del juego y otros conceptos así de sorprendentes para quienes creíamos que el balón va por donde quiere más que por donde se quiere. Será preciso observar a estos nueos rhétoriqueurs del cuero, sobre todo platenses, grandes conmovedores de la parla deportiva.

Novedades léxicas no las ha habido. Pero se han consolidado usos y costumbres recientes. Así, los modernos oficios del equipo, el de carrilero, por ejemplo (que no debe especular), y el de punta (cuyo deber es definir o codefinir). Se ha hablado tesoneramente de la señalización de faltas. Y como el árbitro no va sembrando el campo de señales a medida que se producen los plantillazos, zancadillas e insultos, que eso sería señalizar, convendría ponerse a hablar de señalamiento de las faltas, lo cual es propiamente la acción de señalarlas. Esa acepción, supongo, iría derecha al Diccionario.

Impenitentemente, un grupeto (ya consigné este diminutivo de origen neciofónico) de cronistas sigue omitiendo el artículo, como prestigioso distintivo técnico de su jerga; Corre por banda, recibe un golpe en rodilla izquierda, no aciertan a puerta, etc., etc. En la fugaz Otumba (para el Madrid) gaditana, el teleperorante aseguró varias veces que el jugador había tirado el pelotón hacia el palo corto. Como sospecho que los verticales son igual de cortos, me produce zozobra no entender a cuál de los dos apuntó el jugador que lo disparó desde un punto (fatídico lo llaman siempre los entendidos) equidistante de ambos. Y es que yo vivía con la certeza plena de que, en el lenguaje de los expertos, palo corto designaba el más próximo al jugador cuando da el llamado zapatazo. ¿Cómo creer en nada, si se hunden así las más sólidas certidumbres?

Que el deporte de competición, el fútbol sobre todo, asume la función social desempeñada antaño por la épica, se ha dicho, y lo he dicho, muchas veces. No en balde se juegan en torneos las copas de los veranos. El lenguaje acusa el electrizamiento que antes producían Troya o Lepanto, y por tal causa, dos nuevos verbos han venido a aumentar la bivalencia que está sobreviniendo a tal clase de palabras (obsérvese cómo, paralelamente, crece la bisexualidad humana). Son pelear y luchar, antes sólo intransitivos, y hoy también transitivos: Martínez pelea o lucha un balón a Rodríguez. Y así. ¡Ay, qué juglares estos!

Profesional

Causó mucha sorpresa el apogeo del cheli, y hasta la gente de buenos modales coloreó juvenilmente su expresión con algunos de sus vocablos. Probablemente continúa proliferando esa jerga, pero choca menos, y está donde debe: en el mocerío del barrio y de la discoteca, del sábado de la litrona y, quién sabe, de alguna que otra calada perversa. O más. Pero ese lenguajillo de por acá resulta ser un transparente manantial si se compara con el usado por las bandas de muchachos marginados en México.

De allá me mandan un recorte que narra la visita de Cuauhtémoc Cárdenas a un suburbio pobre de la capital, buscando votos en su última intentona electoral. Deseando conocer a aquellos jóvenes desheredados, oía cómo su portavoz le iba informando: «Al chile, hay bandas a bandas. Hay bandas con dos tres machines con la butibandón. Hay bandas de cábulas y bandas de culebras; pero al tiro, el resto de banda es alivianada y buena onda. Chingo de banda nos ponemos nombres, el buti nel, pero la neta tochos somos banda». El candidato, sumido en la bruma mental más turbadora, tomaba notas asintiendo halagadoramente con la cabeza a su posible elector. Y escribía en su cuadernillo: «A este gobierno no le importa la gente, no repara en sus necesidades de salud, educación, condiciones de trabajo»; y así, cada penumbra que emitía el chavo era convertida por el político en ascua para su sardina, anotando ideas que pudieran servirle en sus discursos, hasta que llegó el momento de prometer a su auditorio desharrapado que, si llegaba a gobernar, respetaría las bandas y las sacaría de la marginación.

Ejemplar decisión la de Cárdenas, dignándose ir al epicentro de la miseria urbana. Cualquiera puede advertir que si he escrito este elogioso epifonema es porque ya somos pocos los que decimos y escribimos dignarse hacer esto o lo otro, pues abundan más quienes prefieren el andrajoso rodeo dignarse a hacerlo. Y así, se oye o lee, por ejemplo, que los políticos no se dignan a ponerse en contacto con la calle (cosa que sí hace en México, acabamos de verlo, el señor Cárdenas). Se trata, claro, de un viejo vulgarismo, anómalamente extendido entre gentes que tienen el idioma adherido al cerebro con un clip. Como lo es la casi omnímoda formulación en relación a tal cual asunto, que ha ocupado el lugar de las bien acreditadas en relación con (puesto que una cosa se relaciona con otra, y no a otra) o con relación a. ¿Tan difícil es construir En relación con ese asunto o con relación a ese asunto?

Pero, lógicamente, es en los usos verbales donde la arbitrariedad ejerce su mayor despotismo. Estas crónicas vienen señalando mes tras mes las dislocaciones que se producen en la transitividad o intransitividad, cambiándoles el juego constantemente. Entre mis notas, hay una que he recuadrado, subrayado y enfatizado con todos los signos del regocijo, oída por televisión cuando el noticiario, sin manifestar sorpresa alguna por el hecho, daba cuenta del entusiasmo con que había sido recibida en su pueblo la vecina encarcelada en un país asiático por tráfico de drogas, la cual acababa de ser puesta en libertad. Pero no es el entusiasmo —que, augura por cierto, el cordial arrebato con que serán recibidos por sus paisanos, si alguna vez son capturados, ciertos famosos pájaros fugitivos— lo que me produjo estupor, sino el modo televisivo de explicar cómo «el encuentro de la excarcelada ha estado reinado por la emoción». ¿No es extraordinario?

Y es que algunos locutores y locutoras sienten como exigencia hablar sin detenerse, sin rectificar cuando yerran, y seguir adelante, atropellando la razón si es preciso, pisoteando los convenios gramaticales, deshaciendo a manotazos el sistema léxico, conculcando leyes, hollando el sentido común; y, en caso de extrema necesidad, subvirtiendo el orden del universo. Pero ocurre que una corrección oportuna sería signo de su solvencia profesional.

Término éste, por cierto, cuyo significado ha experimentado un curioso ennoblecimiento. No tanto, quizá, como rutinario que, de calificar lo que se hace por mera práctica y sin que intervenga en exceso la razón, ha ascendido casi al Gotha del idioma en frases como la que califica de rutinarios los registros que hacen en la aduana los carabineros, o los reconocimientos médicos semanales a que se somete un potentado. Queriendo decir con ello que se hacen con asiduidad y atención.

No ha ascendido tanto profesional pero, también por influjo inglés, se ha ahidalgado y es ahora emitido y recibido con respeto. Pertenecía hasta anteayer al común, y servía para distinguir a quien ejercía una actividad como profesión, de quien lo hacía por gusto, como afición o —dicho en buen castellano— como hobby. Y así, los practicantes de muchos deportes podían ser aficionados o profesionales, caracterizados estos últimos porque vivían, o lo intentaban, del rédito de sus músculos. Muy neta era la raya que separaba en los servicios del amor a las simplemente altruistas y desinteresadamente consoladoras, de aquellas otras que se alquilaban, y eran denominadas profesionales.

Pero como en inglés se califica así a quien, Webster lo dice, «posee mucha experiencia y pericia en una determinada función», aquí hacemos igual, y no cabe mejor loa a quien curra en cualquier curre, si se practica bien (hasta de las más altas personas se ha dicho exaltando rudamente su buen estar y su buen hacer), que elogiarle la «profesionalidad». Se trata de una gracia perfectamente innecesaria. Nos conformábamos antes con decir de alguien que era un buen cirujano, un buen taxista, un buen juez o lo que fuera; o que ese quien sea era muy buen cumplidor. No hacía falta poner en peligro la útil oposición «profesional/aficionado», ya que con ella nos iba tan ricamente. Pero eso son tiquismiquis para quienes, por parecer algo, tienen que hablar raro.

Ya de salida, tengo que rectificar algo afirmado en un «dardo» anterior, refiriéndome a un futbolista portugués de quien creí que se llamaba Polha (es decir, Polla), porque así me parecía oírlo a los locutores deportivos. Elogiaba a éstos por pronunciar castamente Pola. Me han advertido que el jugador no se llama así, sino Folha (esto es, Folla). Por fortuna, mi error acústico me impidió ir más lejos en la procacidad del comentario.

«Air bag»

Es fantástica invención: vas conduciendo, chocas de frente, y en lugar de romper con el cráneo el parabrisas, o el volante con las costillas, eres acogido por un piadoso cuadrante o almohadoncillo que ha surgido súbitamente ante ti, y se ha inflado en menos que dura un ¡zas!

El milagro fue llamado airbag por sus inventores, es decir, «saco o bolsa de aire». Sabiendo eso o no, todos empleamos ya el vocablo con la misma soltura que un neoyorquino. La bombardeante publicidad de la automoción ha difundido el objeto y su nombre, y pocas marcas de semovientes mecánicos dejan de ofrecer entre sus ventajas el colchoncillo. Mejor dicho, los colchoncillos, porque tales dispositivos suelen colocarse ante ambos asientos delanteros: dos por el precio de uno. Y así, llevar o no airbag posee intenso valor distintivo para los gourmets del motor: decide el aprecio o la desestima que merecemos los cochehabientes.

Ignoro cuánta es la eficacia del ingenioso arbitrio. En cualquier caso, me abstengo de él por temor a que se me dispare cuando, al entrar en mi plaza de garaje, me topo todos los días con la pared como último freno: no estoy psicológicamente preparado para afrontar semejantes inflamientos a diario.

Tal vez siga empleándose en el futuro esa cosa; tal vez la sustituya otro artificio aún más sutil. Pero el nombre airbag habita por ahora entre nosotros, sin que el ramo automovilístico haya intentado hispanizarlo. Menos aún el publicitario, donde se sabe que una cosa nueva con nombre inglés resulta irresistible. Airbag (que muchos pronuncian algo así como ahí va, inducidos quizá por lo instantáneo y asombroso de su engorde) ha gustado una barbaridad, y, sin mirarle el caletre, lleva camino de quedarse como término necesario para nombrar algo antes desconocido.

¿No convendría, sin embargo, fijar un cierto límite, cuando se puede, a la ávida capacidad hispana para absorber lo ajeno? No se trata de oponer un purismo estéril al torrente de novedades, procedentes en su mayoría del área anglosajona. Pero sí de actuar con una cierta inventiva en el nombre que damos a ciertas cosas, ya que no las inventamos. Así se piensa, sin ir más lejos, en Cataluña, donde por el organismo lingüístico competente se ha propuesto sustituir airbag por coixí (es decir, cojín) de seguretat, que calca casi exactamente el término inglés y hace buen juego idiomático con el cinturón de seguridad (cinyell de seguretat). Se trata de una buena solución, fácilmente adoptable por el castellano: es, en efecto, un cojín de aire lo que acoge al sobrevenir el morrazo. Y sería bueno que, en la adopción de tecnicismos y, en general, de neologismos, todas las lenguas de España anduvieran acordadas: las ayudaría mucho a convivir. ¡Cuánto convendría que de esa coincidencia participara el español de Ultramar!

Si en ello tuviera yo voz, no me opondría al cojín, pero pensando que el destino del airbag es el pecho, y que poseemos el peto, antiguo protector de tal parte del cuerpo, es ése el nombre que me atrevería a proponer en la hipotética mesa de los acuerdos: peto de seguridad. Designaba esa palabra, todos lo sabemos, la parte o pieza de la armadura destinada a evitarle al tórax lanzadas de moro o de cristiano. ¿Qué otra cosa hace el airbag? Sin embargo, considerando la cosa así, otro término podría servir también: escudo de aire, quizá más descriptivo aún que el anterior.

Permítaseme que me gusten tales invenciones. Cojín parece muy bien, más que en castellano en catalán, donde no existe la paronomasia (o parecido fónico de dos palabras) capaz de producirme sonrojo al contar en casa que, otra vez, al chocar en el garaje, se me han hinchado esas cosas.

Pero de un modo u otro el idioma sigue creciendo, lo cual importa como señal de que los hablantes tenemos más necesidades comunicativas. No sé si satisface alguna el desarrollo de la posibilidad que yacía en las viejas locuciones locativas registradas por el Diccionario como a pie de fábrica (para precisar lo que vale una cosa en el sitio donde se produce), o al pie de la obra —juraría haber oído más a menudo a pie de obra— para señalar lo que cuestan los materiales puestos ya en el sitio donde algo se está construyendo.

Pues bien, la fuerza procreadora de tan vetustas locuciones empezó a manifestarse, creo, en cierto locutor deportivo intensamente prevaricador. Esa afición a agredir al idioma le hizo y le hace establecer comunicación con un colaborador suyo que está a pie de hierba (o de césped, o de campo, porque dispara con balas diversas), es decir, en una banda junto al terreno de juego, para entrevistar a los jugadores o al árbitro si se dejan. En principio parecía una sandez. Lo es. Pero la construcción empieza a cobrar incremento (¿poligénesis?), porque ya leo que tales o cuales personajes esperaban a Sus Majestades a pie de coche, y que unos huelguistas seguirán a pie de negociación mientras haya alguna esperanza de mantener los puestos de trabajo. Lo de a pie de coche parece bastante bien, puesto que evita un rodeo para decir lo mismo. Pero lo de a pie de hierba o de negociación o de cosas así, que no tienen al lado una parte más baja o pie donde sea posible situarse, ustedes dirán. El caso es que avanza.

Por cierto que lo relativo al pie anda algo revuelto en el mundo del fútbol, según leo u oigo. Son múltiples las glosas que ha merecido el gol inaudito de Hagi en Vigo. Todos recordamos el prodigio: llega un balón al talentoso rumano, y, desde cincuenta y dos metros, conecta un zapatazo, como dicen, hacia donde sospecha que está la portería celtista —no se veía a causa de una niebla densa y blanca como una vichyssoise—, y el balón, horadando vapores y perforando dorondones, atravesándolos con obstinación de misil, se cuela por el marco y burla al portero vigués. Portento del siglo. Y ¿qué es lo que, según un periódico madrileño, comenta el entrenador del Barcelona, orgulloso de la gesta? «Yo no tenía ni tengo fuerza para meter un castañazo como este. Ni con las manos llegaba tan lejos». Pues si casi pueden lograrse castañazos así con las manos, ¿a qué se aguarda para agrandar las canchas de baloncesto? Ah, y escuchen durante la fiebre del domingo tarde en las radios, cómo en tal o cual partido, tal o cual jugador ha fallado un gol que tenía en las manos.

Grafólogo

Las consecuencias derivadas del asunto GAL han desbordado lo imaginable. Ni siquiera el idioma ha quedado exento de su mefítico influjo. Sucedió, en efecto, al pedir el juez Garzón un peritaje sobre ciertos manuscritos, con el fin de poder atribuirlos o no a los inculpados. Dichos papeles fueron sometidos al examen de cinco entendidos, los cuales coincidieron en señalar con el dedo a los mismos autores. Se dijo —cuando escribo, no sé si se ha hecho—, que otros expertos serían llamados a opinar también, requeridos por la defensa en busca de divergencias.

De tal trajín no cesaron de dar cuenta los medios de comunicación; y una parte notable de ellos se hartó de llamar grafólogos a los peritos en escrituras. Tan panchos se quedaron, confundiendo la grafología con la caligrafía. Porque aquélla es, como define el Diccionario, el «arte que pretende averiguar, por las particularidades de la letra, cualidades psicológicas del que la escribe». ¿Era eso lo que interesaba averiguar al juez? ¿Quería saber si los acusados eran introvertidos, soberbios, crueles, sentimentales, enamoradizos, iracundos o avarientos? Obviamente, no; pero el oficio de comunicador, en un número alarmante de casos, permite tocar el instrumento idiomático ignorando el do, re, mi; se puede confundir la grafología con la caligrafía, y seguir adelante sacando pecho.

Sin embargo, cualquier hispanohablante medianamente escolarizado sabe de sobra que tales voces sólo tienen en común lo que dice el formante graf(o), esto es, «letra». Y que, mientras la primera se remonta al logos, tan sublime, la segunda se aneja a la belleza, que en griego era kállos, porque el oficio primero de los calígrafos fue escribir documentos con hermosa letra; a los cuales se les denomina también pendolistas por haberlo hecho antiguamente con plumas de ave o péndolas (del latín pínnula, plumita). Después, el término se aplicó a las personas capacitadas para dictaminar acerca de la autenticidad o falsedad material de un texto manuscrito, cotejando el problemático con otro verdadero. Es en lo que se ocupan los participantes en el ruidoso proceso susodicho: calígrafos, que no grafólogos.

Más propia de ortógrafos y ortófonos sería la caritativa acción de explicar a algunos activistas del micro y de la tecla cómo se escribe y pronuncia cohesión, dada cierta tendencia a escribirla como coexión o cohexión, con tan espuria x, y, sobre todo, a hacer que ésta suene en los altavoces. Lo cual resulta de un simple cruce de cables entre vocablos de significado diverso, y hasta muy diverso. Porque —también lo sabían los chiquillos de la escuela, cuando las aulas eran menos lúdicas—, la cohesión es una fuerza por la cual cosas, materias, moléculas se juntan entre sí. Mientras que la conexión es lo que hacemos al conectar, concatenar o enlazar una cosa con otra para que entre ellas se establezca comunicación o circule algún tipo de flujo. Exige que alguien la establezca; la cohesión, por el contrario, actúa por impulsos internos. Sólo a quien se desliza distraídamente por la piel del idioma como por una pista de nieve, le es posible confundirse, pero ¡hay tantos patinadores con voz y letra públicas!

Por ejemplo, aquellos que, en número creciente, añadiendo un adoquín más a nuestro idioma, llaman panfleto al prospecto o al folleto. Es anglicismo puro; adapta pamphlet, forma derivada en inglés del título de la célebre comedia latina del siglo XII Pamphilus sive De Amore, cuya adaptación en el Libro de Buen Amor conocía cualquier bachiller nuestro de los de antes. Se hizo popularísima en toda Europa durante la Edad Media; en alguna partes, se la denominaba familiarmente Pamphilet, y dado que su texto cabía en muy pocas páginas, el inglés pamphlet significó primero eso: folleto.

Sin embargo, dado el malicioso contenido de la pieza —el engaño amoroso que inflige un Don Melón de entonces a una Doña Endrina—, el vocablo se tiñó con el color de «burla» hasta adquirir el más subido de «libelo difamatorio» y de «opúsculo de carácter agresivo», significados que nuestro idioma importó del francés anejados a la palabra misma. Son los únicos que con razón acoge el Diccionario, ya que el español no ha conocido nunca el de «folleto» hasta ahora, cuando hablantes y escribientes distraídos se lo están endilgando.

Aumentan vertiginosamente las pruebas de que el lenguaje seudoculto, si cabe opción y aunque no quepa, tiende a preferir las palabras más largas. Obsérvese cómo, en el lenguaje del fútbol, ya no se dice que el árbitro ha pasado por alto el tortazo a la remanguillé que, al saltar, ha dado Pérez a Gómez, porque no ha apreciado intencionalidad. Ni por prescripción médica dirán tales empecinados que no ha estimado intención. En cambio, otro juez, éste de juzgado, sí ha apreciado culpabilidad en el vip de turno, en vez de culpa. Y, metidos en pleitos, singular diversión en que los españoles nos entretuvimos mientras pasábamos del año último a éste, es bien notorio cómo hay banqueros, testigos, policías, políticos y demás protagonistas del triste espectáculo, que merecen credibilidad mientras otros carecen de ella. Ahora es crédito la palabra que los malhablados han desterrado de su léxico. Muy raro será que un detenido haya recibido buen o mal trato en comisaría; lo corriente será oír que se le ha dado un tratamiento bueno o malo, como si aquel lugar fuese un ambulatorio o le hubieran tuteado sin atender al hecho, ahora nada anormal, de que es o ha sido un usía o un vuecencia. Por supuesto, dando noticia de un suicidio, por ejemplo, será rarísimo glosar la determinación del suicida diciendo que se ignoran los motivos que lo indujeron a ella; el coro de los comunes dirá que sus motivaciones son desconocidas.

Estos incansables alargadores de palabras suelen constituir la aguerrida tropa que confunde a los grafólogos con los calígrafos, la cohesión con la conexión y los panfletos con los folletos.

Copias

Son innumerables las ocasiones de satisfacción que proporcionan los audiovisuales a quienes desean para su idioma un futuro de esplendor. Ahí están innovaciones tan importantes como la tendente a borrar de nuestro uso el sonido g,j, ya tenido por algunos prohombres dieciochescos como afrenta infligida al castellano por los moros. No tenían razón al asignarle tal origen, pero su disgusto con ese rasguño en la garganta que hay que hacerse para pronunciar Jauja o Gijón, es compartido hoy por cualificados conductores (se dice ahora así) de programas informativos, como la bella locutora que, habiendo expulsado de su boca la uvular de cónyuge, lucha ahora por erradicarla de ambages; hasta dos veces leyó hace pocos días en una sola emisión sin ambagues. ¡Cuánto mejor sonarán, si triunfa en su empeño, cónyugue y ambagues, tan apacibles, tan suaves!

Barrida ha quedado también la g de Gerona, al haber decidido el Parlamento soberano que, en castellano, sea Girona el nombre de tal ciudad. Con lo cual, y dado lo incumplible de esa norma, que, caso único en la historia de las lenguas, introduce un fonema nuevo por mera voluntad de los legisladores, ocurre ahora que la letra g representa tres sonidos distintos: el de goma, el de gente y el de Yirona, que es como se pronuncia en el ancho mundo hispanohablante. Los locutores, como personas corrientes que son, están sometidos a las leyes fonológicas, mucho más severas que las dictadas por el Parlamento; éstas, por otra parte, no valen apenas se cruza el Atlántico. Y así, el rebautizo en español ha dejado a la heroica ciudad sin su nombre castellano y sin su nombre catalán: Yirona no es lo uno ni lo otro. A cambio, el Congreso ha ayudado a la aludida aniquilación de la g, y al enriquecimiento teórico del español con un fonema que, oficialmente, existe en sólo una palabra. Gran lujo.

En cuanto a la entonación audiovisual, se han establecido con firmeza algunas variedades distintivas de ciertos especialistas. Así, para desempeñar una corresponsalía en el extranjero, debe lograrse que la línea tonal descienda a breves trechos regulares, coincidan o no con la sintaxis, y que en cada fragmento se reitere el mismo trazado cansino; algo así como el Bolero de Ravel sonando en un disco rayado, o como el canto de la pedrea que hacen los chicos de la lotería. Apenas la entonación ha avanzado un poquito, cae y vuelve al punto de partida, igual que en el ora pro nobis. Es muy hermosa simplificación de nuestra innecesaria variedad tonal.

De especialistas archiexpertos es la dicción que transmisores suramericanos de fútbol han implantado en los españoles como distintivo de alta cualificación radiofónica. Unos y otros ponen su voz en vilo, la agudizan y la hincan en el oyente a modo de rejón. La sostienen así a lo largo del partido, y, hecha berbiquí, taladra el oído, electriza poco a poco los sesos, encabrita las neuronas, y les provoca un frenesí exasperado cuando Laudrup corre por la banda, se dispone a centrar, y centra y ¡goooooooool!… ¡gol, gol, gol de Romario! Es el momento en que, a mí me pasa, brota un punto de dolor terebrante sobre una ceja, y hay que aventar el transistor. Lo cual no impide que me alegre por ese nuevo toque de operatividad que ha recibido nuestra lengua, al hacerse apta para provocar espasmos, calambres, tembleques y hasta baile de San Vito.

Sin embargo, donde más riqueza aportan muchos comunicadores es en el vocabulario. Y no sólo cuando improvisan, sino cuando leen, es decir, cuando tal vez ellos o el redactor de turno han escrito antes el texto, meditándolo. Al improvisar, todos cometemos fallos, y no choca que, por ejemplo, con la emoción de una primicia, diga un informador: «En la rueda de prensa que acaba de terminar en el estadio Bernabéu, Benito Floro se ha puesto hecho un obelisco al preguntarle» no sé qué. Repito: eso le pasa a cualquiera, sobre todo si asiste a una de tales ruedas.

Por esos tropezones esporádicos no sobreviene mejora alguna a nuestro idioma, sino por las noticias previamente escritas, reveladoras de una consciente voluntad de hacerlo más souple, más light, más divertido y moderno, aunque a algunos parezca simplemente idiota. Y el método transformador es simple: basta con usar las palabras con significados que no tenían, como obelisco por basilisco. Otro ejemplo: el verbo propiciar, ¿no quería decir «favorecer, procurar a algo condiciones favorables»? Pues dígase, como ha ocurrido en una emisión noticiosa, que un sujeto ha ingresado en el hospital a causa de «una paliza propiciada por los cabezas rapadas». Así se habrá roto, al menos, en un punto, el antipático rigor con que el idioma antiguo obligaba a quien quería ganarse el pan con él.

Pero es que, por fortuna, son muchos los puntos en que nuestra lengua va adquiriendo un aspecto más jovial. Vean si no; un futbolista ha sido víctima de muchas faltas, hasta que se le sitúa la indignación entre las ingles, y repele. Comenta el narrador (que esta vez sí improvisa): «López lo ha castigado mucho, pero eso no es óbice para cometer esa falta». La frase hubiera quedado mejor con excusa, pero funciona también con óbice y hasta con oboe. No cabe mayor agilidad en un idioma.

En esa carrera deshuesadora de los significados, llevan mucho adelantado los pinchadiscos de las radios, de dicción yanqui tan rigurosa que parecen hispanos nacidos en Fifth Avenue. No hay nasalidad que omitan, ni gangosidad que ahorren al trufar su parla con nombres de canciones, de músicos, de orquestas, de cantantes. Si muchos pusieran tanto cuidado al emplear las escasas palabras españolas que utilizan, contribuirían poco al interesante cambio de look que comento. Por fortuna, no es así: tanto lo mudan que, al recorrer el dial de la FM, cuesta muchas veces trabajo saber si es española la emisora sintonizada. ¡Qué aspecto formidable posee nuestro idioma pareciendo inglés! Así, me hace particularmente feliz oír, por ejemplo, que tal o cual cantante ha vendido millón y medio de copias de su última canción, es decir, de discos. Lo cual imitan ya quienes, hablando de libros, aseguran que de una novela se han despachado no sé cuántos millares de copias, es decir, de ejemplares.

Es un triunfo más del inglés, que, con la ayuda de tantos profesionales del micro (y del teclado), está poniendo centenares de huevos en nuestros nidos. Copio, copias, copia…: ¿para cuándo un arranque?