Insalud

¿Qué extraño temor al acento agudo ha impuesto en el uso general la pronunciación Insálud que se oye a todas horas? Porque en todas surgen ocasiones para referirse a ese ingente organismo que tiene a su cargo reparar el de los españoles. Nada hacen médicos, jefes, enfermeras, fisioterapeutas, camilleros y demás para impedir que permanezca así de grave tan sobado nombre, cuya dolencia se ha instalado en todos los audiovisuales sin que ninguno la note; faltaría más. Así que se ha hecho crónica, y será tenido por extravagante quien pronuncie bien, acentuando la última sílaba en atención a que el núcleo de tal vocablo es el sustantivo salud, añadido a las siglas de algo así como Instituto Nacional. Deja perplejo que palabra tan traída y cotidiana como salud no sea reconocida, y le haya causado tal quebrantamiento una enorme masa de ciudadanos con diversidad de grados de instrucción: a la hora de las tundas idiomáticas, un mismo ideal igualador suele unir a analfabetos y a licenciados y doctores. Se diría que, en muchos hablantes, es más furioso cuanto más grados alcanzaron.

Creo que ya disparé, con el resultado habitual, contra los efectivos militares y policiales que han ocupado prensa y antenas. Como cada vez me topo más a menudo con el invasor, vuelvo a ensayar el tiro, aunque con acrecido escepticismo. El desayuno me ha exigido un antiácido a los tres minutos de leer lo que sigue en un importante diario nacional: «Los cuadros de mando de las FAS se reducirán a 49 728 efectivos». Eso ha escrito un profesional, licenciado en Ciencias de la Información (seguro que pronuncia Insálud), y sin retoque alguno ha ido pasando de ojo en ojo hasta alojarse en un titular.

Los guerrilleros del neoespañol están logrando que algunos pluralia tantum, es decir, vocablos únicamente usados en plural, dejen empleo tan exclusivo y segreguen extraños singulares. Tal le ocurre a condiciones, que sólo así, en plural, era capaz de significar «aptitud o aptitudes». Ahora, los deportivos, gremio al que están alistados tantos remendones de la lengua, han empequeñecido la voz para decir, valga el ejemplo, que «no es buena la condición física de Schuster». Me agoto buscando el origen de tal ablación, y todas mis pesquisas conducen a la necedad. Me recuerdan los tales a aquel personaje de una comedia de Tono, creo, que, ante la extrañeza de los presentes cuando les cuenta que en su boda la gente le había arrojado confetis (así dice), rectifica: «Bueno, un confeti». Según parece, el confeti, la condición física quiero decir, que le flaquea o le flaqueaba al futbolista germano es el tobillo.

Viene el rodeo a cuenta de que también resulta que cada soldado y cada policía es un efectivo. «¿Quién es ese chico?», pregunta la amiga a la amiga, y obtiene como respuesta: «Ahora es efectivo de Artillería, pero al acabar la mili quiere ser efectivo de tráfico». Hasta ayer mismo, un buen periodista hubiese titulado: «En las FAS, los mandos se reducirán a 49 728» (aunque hubiera procurado, tal vez, averiguar el porcentaje de la reducción para llevarlo al titular, en vez de esa cifra tan exacta como opaca para el común ciudadano). En cualquier caso, el periodista bien hablado sabría que el vocablo plural efectivos denomina a la «totalidad de las fuerzas militares o similares que se hallan bajo un solo mando o desempeñan una misma misión». Y, por tanto, que no hay un efectivo, ni dos, ni 49 728, sino que, en los efectivos de las Fuerzas Armadas, los mandos van a ser reducidos a 49 728 jefes y oficiales. Y sabría también que los efectivos de un ejército no los forman sólo personas, sino también el material. Un mortero forma parte de unos efectivos con tanto derecho como un teniente; y, por tanto, constituye ofensa para el teniente meterlo en la misma cuenta que los morteros.

Sigue su progreso en los media el nombre repaso usado así: en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes, «Carmelo Bernaola dio un repaso a la historia de la música occidental». Lo dudo, porque el notable compositor conoce, estoy seguro, tal historia, y no necesita repasarla; esto se hace deprisa para afianzar algo en la memoria, y la suya no lo precisaba, y no es cosa de pasar hojas aprisa y corriendo ante tanta gente. Pero ese cronista, y tantos compañeros suyos, viven del lenguaje sin que nadie les dé un repaso.

Que lo merecen en las costillas, junto con esos dobladores de filmes norteamericanos que, cuando un personaje habla ante una concurrencia, le hacen introducir indefectiblemente su perorata con un Damas y caballeros. Pero ¿es que nunca han asistido a actos así entre nosotros? ¿No han oído jamás cómo la invocación al auditorio indiscriminado se hace con un Señoras y señores?

Indudablemente, muchos con voz pública fueron destetados antes de aprender a decir «ajo», y les faltó el imprescindible fundamento idiomático que aporta la leche materna. Entre los cuales —recaigo invariablemente en ellos— figuran quienes en la televisión autonómica que me ha tocado por empadronamiento, se ocupan de deportes, capaces de decir, pues lo han dicho, que ese nuevo astro bilbaíno de diecinueve años llamado Julen Guerrero ha sido llamado a la selección nacional «a pesar de su corta edad». O de denominar jugadores de campo no se sabe si al equipo entero menos el portero, o sólo a los titulares, o también a los reservas del banquillo. Parece que eso de jugadores de campo sugiere en los muchachos no sé qué de palurdo, o, bien mirado, también de mariscal, cosas ambas improcedentes. Como ni una supuesta precisión (nada importa que sean de campo o de ciudad), ni menos, el ringorrango son precisos, valdría más que esa televisión los dejara en simples jugadores.

Es, por cierto, la emisora que se ha sacado lo de friqui en inglés de Tribulete Street, para sustituir golpe franco, adaptación ya firmemente española del nombre de esa sanción. Y he aquí cómo un medio tan influyente, en Madrid al menos, renuncia a contribuir a que el idioma irradiado desde la Corte parezca cuando menos pulro, y se aplica a emporcarlo con cargo al presupuesto.

Son esos mismos muchachos que para decir que Zamorano le ha dado un golpe fortuito al portero del Atlético, dicen que «ha impactado con la pierna izquierda en Abel». Y que llaman pospartido a lo que sucede después del partido, es decir, a los chismes, comentarios y fechorías de los hinchas energúmenos. Modesta tontería, al alcance de mentes sin graduación.

Vis a vis

En un semanario editado en Madrid, la informadora entrevista a un varón, y le indica —él asiente— que «no hay como el vis a vis». Aunque la foto del entrevistado no lo sugiere —muestra a un caballero bien puesto, sentado en un silloncito de diseño—, me lo imagino recluso en una de nuestras cárceles modernas, tan confortables. Y lo supongo de tal condición, porque, entre otras comodidades, los presos y presas —internos e internas se les llama, con dulzón eufemismo colegial— disfrutan del derecho humanísimo de encontrase a solas con sus amistades particulares. Como sabemos todos, se ha dado en llamar vis a vis a ese encuentro recreativo y reparador, y, por ello, me precipito a suponer que el interrogado habla desde el trullo: tal frase tiene que ser de alguien que evoca con fruición tan confortadora amenidad.

Pero dicho señor, lejos de cumplir condena, es el director comercial de una empresa de telecomunicación, al que se le interroga sobre la difusión en España de esos aparatos que advierten al portador, dándole pitidos en el bolsillo, que se le está requiriendo en alguna parte (otra monstruosa invención para dificultar aún más la huida de nuestras obligaciones). Pues bien, tras explicar el director comercial las ventajas del insolente ingenio, la penetrante entrevistadora le sugiere si no será mejor verse las caras que andarse con pitidos. Pero trufa su apostilla con la pólvora de una tremenda falta de ortografía que estalla en el titular: «No hay como el bis a bis». Así, con esas dos bárbaras bes, porque, ella (caso de que sea la responsable, o, si no, quien lo sea) imaginó como asunto de dos eso de verse y hablarse viéndose, y por tanto como un bis.

Pero, si hubiera una pareja de bises, y siendo bis por bis igual a cuatro, ocurriría que eran otros tantos los implicados; lo cual es posible, claro, y creo que ocurre; pero con notable menoscabo de la intimidad. Y es que vis a vis nada tiene que ver con el bis latino, sino con el vis medieval francés, que significó «rostro», derivado del latín visus, participio a su vez del latín videre, «ver». Es la forma que aparece en el vocablo galo visage, modo moderno de designar la cara. Por lo cual, tal locución, flagrante aunque aceptado galicismo en español, significa literalmente «cara a cara» o «frente a frente». Modo, sin duda, más perfecto que el de los pitidos electrónicos de dar avisos, lo cual quería decir la entrevistadora.

No es muy grave, con serlo, ese desliz suyo, por cuanto se produce un cruce de dos palabras homófonas. Pero constituye indicio de algo que, habiéndose generalizado, tiene ya una manifestación constante en la prensa y aun en libros: abundan las faltas ortográficas. Eso que, antes de la malhadada supresión del examen de ingreso en el Bachillerato constituía excepción, es hoy norma. Se trata de una muestra más del laxismo o dejadez ante cualquier convención.

Y no es ésta de rango menor, a juzgar por cómo es zarandeada por la legión de los arbitristas en asuntos idiomáticos. Los más, piden a la Real Academia que determine una simplificación radical en la correspondencia entre fonemas y letras, como si ello entrara dentro de sus competencias: descuidan el hecho de que la lengua española es una copropiedad, y que resultaría extremadamente difícil acordar las voluntades de todas las naciones que la poseen como propia. Porque los cambios tendrían que aceptarse unánimemente para no romper la unidad.

No caen tampoco en la cuenta de que, en el instante mismo en que se impusiera la reforma, y en libros y periódicos empezásemos a leer, por ejemplo, bibo, umiyar («humillar»), uebo, seresa («cereza», no olvidemos que son muchos más en el mundo los seseantes), qerer, cerer o kerer (las tres soluciones se han propuesto), zepiyo, y cosas de ese jaez, se abriría un hiato entre lo escrito así y lo publicado la víspera, que habría quedado vetusto en sólo veinticuatro horas.

No resultaría prudente acometer reformas ortográficas de envergadura. Las normas españolas son de tal simplicidad, que cualquier persona bien escolarizada puede asimilarlas antes de la adolescencia. Y sería temerario que nuestra comunidad se lanzase ahora a una posible disgregación, que ya quedó conjurada cuando más posibilidades tenía de haber triunfado: al producirse la emancipación de las nuevas repúblicas americanas y propugnar muchos la ruptura con cuanto uniese con España.

Fue providencial en esto el procer venezolano Andrés Bello, uno de los más activos combatientes por la independencia, que, con su inmensa autoridad intelectual, sostuvo sin embargo que era preciso mantener la unidad idiomática. Manifestando su profundo respeto a la Academia («No sabemos qué es más de alabar, si el espíritu de liberalidad con que ha patrocinado e introducido ella misma las reformas útiles, o la docilidad del público en adoptarlas, tanto en la Península como fuera de ella»), promovió, no obstante, una reforma ortográfica que permitiera conformarla mejor con los sonidos, porque la Corporación no aplicaba resueltamente los supuestos fónicos en que decía querer basar la lengua escrita.

Se justificaba su intento, en la medida en que, tanto en España como en Ultramar, la escritura se hallaba en total anarquía. Las reformas de Bello, que habían sido acogidas en Chile y otros países con fervor, conocían un fuerte retroceso, y todos compartían el caos reinante, al igual que la antigua metrópoli. La Academia, instada por Isabel II, publica la Ortografía de 1844, que, en conflicto con la de Bello, iba a servir como banco de prueba de su autoridad en América. Los resultados están a la vista: nuestro idioma cuenta con una extraordinaria uniformidad en la escritura, sin el cual la unidad en otros niveles resultaría imposible. Y, como escribió el también insigne venezolano Ángel Rosenblat «el triunfo de la ortografía académica es el triunfo del espíritu de unidad hispánica».

Ello debe computarse en el haber del Instituto fundado por Villena, gracias al respeto que hacia él había atraído Bello en los años más conflictivos. Y por su propia política que, en palabras del académico Manuel Cañete, honró siempre al maestro americano, y tendió «los brazos con desinteresado y noble afecto a los que si ya no son españoles según la política, lo son y lo serán siempre por su lengua y por su literatura».

Más valdrá, pues, que quienes yerran en la ortografía, se enfrenten vis a vis con su propia ignorancia y la aprendan.

Espesura

La extensión territorial del español lo hace especialmente poroso para absorber neologismos. Son muchos los países en que a éstos se les ofrece carta de ciudadanía; digo que se les brinda, pues ellos no invaden y nunca acuden si no son llamados. Ojalá nos mostráramos menos activos en tales demandas, y más diligentes para crear lenguaje; pero la creatividad idiomática no acontece aislada: surge y actúa como consecuencia de otros desarrollos inventivos que, en gran medida, nos faltan.

No es desdeñable la actividad de hispanizar cuanto pueda resultarnos útil a todos, si ello ensancha el caudal de conocimientos, o aumenta la posibilidad de entender y nombrar mejor la realidad física y más aspectos del mundo moral, o dilata nuestra capacidad para percibir rasgos y establecer diferencias. A mí me parece admirable cada adquisición de este tipo, tanto si se produce en España como si viene cruzando el Atlántico. Resulta, en cambio, perfectamente ociosa la importación de material cuando se adquiere para sustituir los usos que aquí y en Ultramar reconocemos como propios, y que compartimos tal vez sin excepción.

Cualquier hablante bien avenido con su idioma experimenta el regocijo —que, probablemente, es ira cambiada de signo para conjurar la hipertensión— con que el marqués de Tamarón, que mantiene siempre antenas acechando la memez, me suele enviar argumentos para mi carcaj. Así, esta delicia del corresponsal de un gran rotativo madrileño en París, que, haciendo conjeturas (esto es, especulando, dicho en buen castellano de Arkansas) sobre cuál de los aspirantes al Elíseo, llegado el momento, tiene posibilidades de triunfar, se decide por Chirac frente a Giscard d’Estaing. ¿Por qué? Muy sencillo: «Porque ha conseguido dar espesura a su personaje».

Es decir, la ventaja que el alcalde galo ha tomado a su rival se debe a que se ha puesto más espeso. O sea, Diccionario en mano, porque ha logrado estar más «sucio, desaseado y grasiento»; pero si eso se ha leído en algunos países americanos, como Argentina o Perú o Venezuela, se habrá entendido que el señor Chirac puede ser pronto Presidente de Francia, gracias a que, al fin, ha llegado a hacerse «pesado, impertinente o molesto».

Con estas acepciones en la mente, únicas posibles cuando la espesura se predica de una persona, produce verdadera molestia a los sexagenarios y más —a mí en concreto—, seguir leyendo que «quizá por su edad, 60 años recién cumplidos, Chirac parece más próximo a la gente normal». Es decir que, al alcanzar esa edad, y por haberse hecho más guarro o más pelma, ha conseguido por fin hacerse un ciudadano corriente. Todo eso pensará horrorizado el lector de a pie, si anda inadvertido de que dar espesura traduce a mocosuena el francés donner épaisseur, lo cual significa «dar consistencia, profundidad o solidez, conferir riqueza». Es lo que, sin duda, quería decir el corresponsal, sin intención alguna de ofender al famoso personaje con alusiones a su falta de aseo o de sal.

He aquí, pues, un extranjerismo que podrá medrar a poco que unos cuantos informadores se empeñen. ¿No podría decirse, por ejemplo, que las últimas elecciones han respetado la espesura al Presidente González mientras que le han aumentado la suya al señor Aznar? Cuando es bien visible el adelgazamiento que les ha infligido la campaña, lo pulcramente que visten y la frecuente amenidad de sus comparecencias. Pero consideraciones de este tipo importan poco a quienes están dispuestos a hacerse un nombre dando pellizcos de tornillo al idioma.

Es pronto para barruntar qué puede pasar con esa novedad; en cambio, los avances observables en el anglicismo transar ya permiten presumir que el español le rendirá pronto las pocas trincheras que aún le resisten. Ya puede leerse en un diario de la Corte (que, como el anterior, cuenta con su libro de estilo, revelador de la pulcritud idiomática exigida a los redactores), cómo la reciente visita del Papa a España ha reafirmado, refiriéndose al aborto, la negativa de la Iglesia «a transar con la cultura de la muerte». Tal verbo figura en el Diccionario desde hace bastantes años, aportado por varias Academias americanas, y referido su empleo a sólo aquel continente, con el significado de «transigir, ceder, llegar a una transacción o acuerdo». ¿Hacía falta, existiendo estos últimos verbos, y otros más, que ofrecen la posibilidad de expresar y, sobre todo, de matizar las variedades de tal tipo de acción? Evidentemente no; con ese verbo, alguien quiso calcar el inglés to transact, que permite obviar todo tipo de precisiones acerca de cómo se transige o pacta, achicando el esfuerzo de buscar el término apropiado; de paso, sentó plaza de culto, y su ocurrencia triunfó. En América, ciertos países y círculos lo miraron con recelo; en España, ni se miraba. Pero vemos cómo ya cuenta con alguna cabeza de puente. De que el innecesario neologismo avance, consuela algo el hecho de que, al extenderse, grapa una mínima fisura entre el español de allí y el de aquí. Una de esas fisuras tan temibles, porque, si llegaran a formar sima, múltiples simas, la fuerza real o posible de la comunidad hispanohablante se hubiera extinguido.

Este hubiera extinguido recién escrito me obliga a defenderme de reproches velados o estentóreos que algunos lectores suelen dirigirme por preferir el pluscuamperfecto subjuntivo (hubiera cantado) al condicional perfecto (habría cantado) en la apódosis de las frases condicionales, del tipo: «Si lo hubiese sabido, hubiera ido». Este final es el que me censuran, exhortándome a decir habría ido. Pero no quiero: a la Gramática académica me acojo, que concede igual legalidad a ambas formas verbales con la autoridad, por ejemplo, de Cervantes: «Qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido los despojos de la primera aventura». Interpongo, pues, recurso de casación. Perdería espesura si me callara.

No la pierden, en cambio, los no pocos informadores que escriben cohexión por cohesión, ni los locutores que impulsan la x hacia el micro como si fuera un desecho laríngeo, pero con un tono desdeñoso de competencia ortológica.

Vulgarización

Se ha difundido el rumor, temor más bien, de que van a mitigar a la llamada Radio 2 su actual dedicación exclusiva a la música clásica, y un coro de voces justamente clamantes se ha alzado contra el supuesto proyecto de aligerarla. ¿Cómo van a hacer tal barbaridad, han dicho por ondas y rotativas, con la única radiodifusora dedicada a la vulgarización de la música clásica? Puesto que de ella se trata, convendría mayor afinación, pulsando divulgación, nota próxima pero no idéntica a vulgarización. Esta consiste sobre todo, en traducir el ático al beocio, llamando «ático» a la música clásica —traductor insuperable, entre nosotros, un señor Cobos—, a la literatura, al pensamiento y a cuanto alcanza un alto grado mental. Porque vulgarizar algo es, normalmente, «hacerlo vulgar», «trivializarlo», mientras que divulga quien procura mayor difusión a las cosas, sean noticias, sean saberes o sea música clásica. ¡Qué curiosa incoherencia la de quienes protestan porque se piense introducir vulgaridad en Radio 2, y piden que siga vulgarizando! Pero siempre estimula ver a rudos habladores subyugados por Vivaldi.

Abundan, en cambio, quienes hacen cuanto pueden para huir de lo que juzgan vulgar mediante una educada dicción y refinada prosa. Así, la locutora de TVE que, uno de los aflictivos días pasados por la Familia Real en Pamplona, aseguró que ésta había escuchado misa en la Clínica Universitaria. Es error muy común hacer sinónimos los verbos oír y escuchar, acción esta última que no sólo consiste en oír, sino en hacerlo intencionada y atentamente. En la oposición significativa entre ambos verbos, es oír el término que se denomina no marcado (carece de la marca o nota semántica «con atención deliberada»), y, por eso, puede emplearse siempre en vez de escuchar («Lo oyeron enfervorizados»; «El camarero, aunque disimula, está oyéndonos»), pero no al revés: decir que «No escucho bien con este oído» erizaría el pelo.

Y eso sigue ocurriendo cuando hay cosas que se pueden oír sin oír, como la misa: un sordo que asista a ella, la oye aunque no pueda escuchar nada. Y es que si, en su origen, esa acuñación léxica aludía, efectivamente, al hecho de oír los latines normalmente no entendidos del oficiante, y, por eso, sólo oídos, pasó después a designar, como el Diccionario recoge, la acción de asistir al sacrificio, conforme al mandamiento de la Iglesia cuya acuñación antigua ordenaba «Oír misa entera los domingos y fiestas de guardar». Precepto que no hace excepción de los tenientes, ya que ellos también pueden cumplirlo. Lo oído y escuchado por TVE confirma cómo los débiles de lengua consideran más refinadas las palabras largas que las cortas, y, por tanto, que, para ellos, escuchar misa es algo que conviene al rango de la Familia Real más que oírla.

Ignoro si ese mandamiento se enuncia ahora de otra manera, porque me he quedado en mi catecismo. Tal vez hoy se ordene algo así como asistir a la eucaristía, sublime y elongado vocablo heleno con que se ha desplazado al humildísimo y breve misa. Es ya muy raro oír esta palabra en la parla de clérigos e iniciados: su erradicación, a punto de ser completa, ha sido cosa de pocos años, y casi ha dejado a las puertas del templo a quien se niegue a comulgar con tal pedantería, aunque no ignore que eucaristía es, quizá, voz más apropiada. Pero la lengua española tiene también sus derechos, uno de los cuales, respetado por muy buenos cristianos, prohíbe cambiar por cambiar, si en el trueque no hay ganancia, como ocurre con éste, que hace de eucaristía un vocablo innecesariamente disémico, obligándole a nombrar a la vez el sacramento y la misa. No hará falta decir que, en esto, también se ha obedecido a la lengua inglesa, en la cual se designan con tal palabra, no sólo la misa católica, sino celebraciones litúrgicas de otras iglesias y sectas cristianas. Ah, si se enteraran los padres de Trento.

Pero en nada se advierte más la escasez de sentido común que en las cosas del habla. ¿Podrá alguien considerar amenazador el anuncio de que llueva en la parte de España hoy sahariana? Pues ahí están los meteorólogos repitiendo que en Madrid, por ejemplo, (¡agua, por Dios!) habrá cielos nubosos, con riesgo de alguna precipitación. Ignoro si riesgo es un término convencional en la expresión técnica de quienes vaticinan meteoros, pero resultaría menos sarcástico en los boletines dirigidos a ciudadanos que miran al cielo con boca seca y media ducha, si se hablara, no de riesgo, sino de posibilidad, y hasta, para hacer menos impávidos a augures y sibilas, de venturosa posibilidad o esperanza.

Lo más hilarante, sin duda, que ha podido oírse estos últimos días es que «a José María Aznar se le ha restado una hernia descomunal». No es gracioso este paso del esperanzado político por una mesa de operaciones, cómo va a serlo, sino que le restaran una hernia (calificada, además, de descomunal). Ese verbo, no conforme con haberse zampado faltar y quedar en el lenguaje periodístico, irrumpe ahora en los quirófanos y devora potras. A los herniados ya no los operarán de ellas o se las reducirán, sino que se las restarán. Laus Deo.

No juzgaría concluidas estas columnas si no las asentase sobre un par de pellas encontradas en la cantera deportiva. Sea la primera aquella imagen televisiva de un joven y poco conocido atleta norteamericano, de quien, habiendo realizado proezas en un mitin —que es, todo el mundo anglohispanoparlante lo sabe, una reunión deportiva—, cabe profetizar que pronto merecerá la idolatría. El locutor formuló así el presagio: «Hoy ha iniciado una carrera que será pródiga». ¿En qué? El deslenguado quería decir con este adjetivo lo dicho, que al muchacho yanqui le aguardan innumerables triunfos, pero se le acabó de pronto el fiato.

La otra pella. Se recordará muchos años, si es que llega a olvidarse, el último partido Valencia-Barcelona: ambos equipos parecieron descendidos del cielo de los héroes para enseñar a los mortales el arte del regate y del chut, también llamado ahora zapatazo. Pero como a todo hay quien gana, ganó el equipo catalán, obediente a su destino. Tal triunfo fue glosado así por un Píndaro de la Corte, en crónica de uno de los principales diarios: «Una victoria como la de anoche es de las que te autoconvencen de que puedes ser campeón». Otra vez, y puesto que hoy nos hemos acogido bastante a lo piadoso: Laus Deo.

Detentar

«Andando y a la calle, ciudadanos, que ha brotado la Primavera y el blanco perfume anuncia brisas de incienso y cera virgen por los barrios, que se oyen a lo lejos secos golpes de llamador y alegres revuelos de niños surcan la tarde como golondrinas». ¿Quién osó emparejar lo municipal con lo espeso, cuando calificó así al vulgo? Bien claro está que lo municipal puede ser ligero y hasta etéreo, cuando hay alcaldes finamente sensitivos como éste de una ciudad andaluza, que abría de manera tan elocuente como emotiva su bando de Semana Santa. En él, invitaba a sus paisanos al respeto, a respirar «silencio en el silencio», a emplear las papeleras para deshacerse de «las dichosas latas», contribuyendo así «a la mayor gloria de la Ciudad», y a desplazarse a pie renunciando al coche.

Son exhortos que un alcalde corriente formularía con calloso y juanetudo prosaísmo, pero que, en la pluma de un munícipe con donaire, pueden alcanzar ese grado de cautivadora elevación fácilmente perceptible con sólo leer el citado primer párrafo del bando. Si se lee entero, no sólo subyuga: embriaga de lirismo.

Un ciudadano anónimo y mal intencionado me ha remitido fotocopia del precioso texto, orlándolo de comentarios burlones, y yo salgo en su defensa y loa con entusiasmo, porque va siendo hora de contar con autoridades que arrumben el estilo emético con que se expresan los tres poderes, desde los bandos parietales hasta los Boletines de Provincia, Autonomía o Estado. Yo no pienso votar en el próximo junio a ningún candidato inhábil para escribir, por lo menos, un pareado, y, si es andaluz, una soleá. Ya no respetaré a un Ministro de Hacienda incapaz de arrancarnos olés a los contribuyentes con sus instrucciones para declarar la renta. Y como el élan poético no hay que suponérselo al actual primer magistrado aludido, pues lo ha probado, contribuiría a su reelección con mi voto enardecido, si lo tuviera.

Por cierto que el pérfido remitente dice en una de sus glosas que el por él vituperado alcalde detenta el cargo desde hace… Y eso no: los limpios derechos democráticos que le asisten constan a todos. Pero ese fotocopiómano que esconde la mano, ignora que detentar, el Diccionario lo garantiza, significa «retener y ejercer ilegítimamente algún poder o cargo público». No es único en su nesciencia: la comparten muchos hablantes y escribientes que, cabezones ellos, siguen haciendo un empleo insolvente del dichoso verbo. Ya lo he advertido aquí más de una vez, pero es normal que tal cohorte (me) lea poco.

Otro caso: denuncié el mes pasado la necedad de las predicciones del tiempo que anuncian riesgo de chubascos cuando más de media España padece una sequía somalí. Pues bien, nunca he leído y oído más esa obscenidad que estos días en que, por fin, nos han sobrevolado algunas nubes. Entre los muchos comunicantes partícipes de mi irritación por el uso de tal término, que viene a echar un chorro de sarcasmo en un verdadero drama, figura el meteorólogo don Jaime García-Legaz, el cual, muy gentilmente, me ha enviado el Manual de Estilo publicado por el Instituto Nacional de Meteorología (1992), en el cual se proscribe hablar de riesgo en las predicciones del tiempo, pues tiene connotaciones de «peligrosidad, que no se corresponden con lo que se quiere predecir».

¿Quién es responsable de que tal despropósito se perpetúe? Muy probablemente, aquellos meteorólogos que, arrastrados por el torbellino de la inercia, hacen una higa al Manual, sin olvidar el hecho, mi comunicante me lo advierte, de que muchos medios de comunicación cambian a su antojo los textos que reciben de los técnicos.

La abundancia y densidad de quienes detentan el oficio de informadores, adquirió singular relieve en los días que siguieron al fallecimiento del Conde de Barcelona. ¡Cuánto loable cariño pusieron los medios en honrarlo, dando cuenta de todos los pormenores, en especial, los del sepelio! ¡Y cómo lució la incompetencia de algunos! Mínimo resultó el desliz de quienes precisaron cómo fue de corpore insepulto la misa celebrada en el Palacio Real. Hubieran quedado mejor diciendo que era de cuerpo presente, pero tendrían que haber omitido la preposición de si querían parecer Brocenses. Llegó la caravana fúnebre ante el monasterio de El Escorial, y fue recibida, todos lo vimos, por ciudadanos que, al paso del ataúd, irrumpieron en aplausos. Así lo contaría un gran periódico nacional.

Penetró en el templo el austero e impresionante cortejo de la Familia Real tras el féretro, recibieron éste los frailes, y rezaron un responso. Una televisión, la que vi, explicó que, terminada la breve misa, el cadáver del augusto Señor iba a ser descendido al pudridero del panteón. Días después, una emisora de radio llamó alocución a la oración fúnebre que pronunció el cardenal Suquía en las exequias del monasterio. Pero ¿es que los medios no disponen de personas letradas capaces de hablar o escribir sintonizando con la onda de lo que transmiten, cuando no es la muy corta que emplean en sus trivialidades consuetudinarias? ¿Ni para algo tan excepcional son capaces de averiguar que el público, al aplaudir, no irrumpe, es decir, no entra violentamente en un lugar, sino que prorrumpe en aplausos; que un responso no es una misa corta; y que las alocuciones, propias de un coronel, resultan impensables en un cardenal de la modernidad democrática?

Y para que el espacio no se me vaya en sólo asuntos serios, lo completaré con la habitual visita de cortesía al que sus habitantes llaman mundo del deporte. Antes, un pequeño alto en un coso taurino, donde, según el cronista, un conocido diestro toreó «con mucha templanza», es decir, con la virtud cardinal que modera los apetitos y los excesos de los sentidos, estilo de lidia, nadie lo duda, superior al que sólo emplea temple.

Ya en el insurrecto recinto del deporte, daré cuenta de dos disparos hechos por la incorregible televisión de mi autonomía: «Como ya decían los griegos, mens sana in corpore sano», pues nadie ignora que los helenos hablaban en latín. Al meneo que se está dando a la transitividad o intransividad de los verbos, añade esa emisora su caritativo óbolo: «El balón merodea el portal del Barcelona», en vez de merodear por él. Ay, cuántos detentan.

(In)válidos

De pronto, ha irrumpido en el lenguaje informativo el adjetivo válido aplicado a personas, cuando únicamente se solía adherir a actos o documentos —una votación, un matrimonio o un billete de tren— para indicar que valen legalmente.

Según el Diccionario académico, existe una segunda acepción («robusto, fuerte o esforzado»), que califica de «poco usada». Debe de serlo tan poco, a diferencia de lo que ocurre en francés, italiano o portugués, que jamás la he leído ni oído en español moderno. En latín, sí podían ser válidas, en su acepción de fuertes, las personas: Plauto habla de homines validi, hombres vigorosos. Tal acepción sólo se documenta en español entre autores del pasado que quisieron alatinar la expresión, pero tal propuesta no prendió en el habla común. En ésta, repetimos, sólo cosas con validez amparada por un derecho pueden ser válidas.

Pero ha aumentado la longevidad, y ha surgido la precisión de que los viejos se almacenen o sean almacenados en las llamadas residencias. Algunas acogen a quienes precisan de ayuda para atender al cuidado de su persona; implícitamente se les supone inválidos aunque quizá no se utilice este término.

Por contra, hay alojamientos más selectivos y exigentes, próximos a funcionar como hoteles o pensiones, cuyos huéspedes, para ser admitidos, han de poder bastarse por sí mismos. Y es a estos ciudadanos a quienes se ha empezado a calificar de válidos en tales lugares, que son último paraíso o cárcel final: «Se ha inaugurado una residencia para ancianos válidos» se oye o se lee ahora en el lenguaje informativo o publicitario.

Se trata, casi seguro, de un galicismo, ya que, en francés, valide significa «sano, capaz de trabajar, de hacer ejercicio», sin llegar a ser gallardo, robusto o vigoroso, según puntualiza el Robert. Tengo la impresión de que así sucede también en portugués e italiano. Los viejos, pues, si se valían por sí mismos, ya podían ser válidos en gran parte del mundo románico, antes de serlo aquí.

Pero podría ocurrir que el mote fuera de creación indígena (lo digo sin fe, pues no creo en tanta inventiva), gracias a una elemental operación léxica: buscando un término para caracterizar a tan hábiles viejos, se pudo haber pensado que son lo contrario de los inválidos. Y puesto que, al igual que amputándole el prefijo a lo invisible resplandece lo visible, y que se queda tranquilo quien le saca el tapón negativo a intranquilidad, con hacerle lo mismo a inválidos tendremos modo de designar a los viejos privilegiados.

Poco hubiera importado a los inventores advertirles que no siempre funcionan tales ablaciones. Lo contrario de indefenso no es el inexistente defenso, ni es demne el que no quedó indemne. Se argüirá que, a diferencia de esos nonatos adjetivos, válido ya tenía existencia en el idioma, y sólo se le ha agregado otra acepción: algo muy normal. Es verdad, y habrá que acostumbrarse; de momento, me parece que cae, pegado a ancianos y ancianas, como las consabidas pistolas a un santo. Si me dicen, aludiendo a un nonagenario, que «A sus noventa años, sigue siendo válido», lo primero que entiendo es que el senecto aún no ha prescrito, que sigue vigente su derecho a vivir; no se me ocurre pensar que aún puede ducharse sin ayuda y ponerse él sólito los calcetines. Pero es inútil argüir, porque la chocante acepción no ha debido de forjarse en nuestra lengua: también la han inventado ellos, y triunfará porque es útil. Debe consolarnos que, esta vez, acompañamos a nuestros principales parientes neolatinos.

Extender validez a ese significado no implica que acojamos a huéspedes indeseables. La última chiquillada que he anotado a la cuenta de los habituales e indomables activistas del anglicismo, fue cometida por un médico con mando en plaza de toros al asegurar que «a veces se puede premonizar que el torero va a resultar cogido». Sobrecoge más que coge (utilizo este verbo, huelga decirlo, con el significado que posee en ciertos países de América) ese premonizar, extraído, casi seguro, de alguna revista de Medicina donde se hable, por ejemplo, de to premonish el curso de una dolencia. No le bastaba al quirurgo con presentir si se refería al barrunto, o con predecir si se acogía a lo profético: tenía que aromar su parla taurina con algún anglicismo flatulento: ¿cómo será hablando en profesional? No olvidemos las burlas clásicas de los médicos por chamullar latín a todas horas; ahora, a muchos, les da por el inglés. Parece cosa del oficio.

Esas erosiones al idioma son más graves cuando resultan de ignorar sus recursos que cuando se le incrustan términos extranjeros, a veces muy útiles. He denunciado con frecuencia cómo está dejando de ser sentido el significado reflexivo o medio que poseen muchos verbos pronominales, y se confía la expresión de ese valor gramatical al prefijo auto-, casi siempre sobrante y no pocas veces ridículo. Añado a la fácil cosecha la reciente redundancia de un conocido humorista nada adicto al Partido Popular: «Si gana el del bigote volveré a autoexiliarme»; será que cuando a uno lo echan de su país, lo heteroexilian.

Decididamente hay muchas cosas no válidas que vale la pena denunciar. Insisto, por ejemplo, en que los medios audiovisuales debían contar con locutores mínimamente versados en aquello que han de narrar. No hizo buen papel quien, transmitiendo hace poco un solemne acto de la Universidad de Madrid, llamó gentilicio al topónimo Cómpluto; aseguró que el coro estaba cantando el Veni Creator, mientras sonaba el Gaudeamus igitur; y que la Reina cubría sus hombros con la muceta de Filología (es azul), cuando todos veíamos el color amarillo que distingue a los médicos.

No son errores idiomáticos, pero sí reveladores de cómo se ahonda cada vez más la distancia que media entre información pública y cultura. En otra crónica, señalé algunos casos de errores-horrores leídos u oídos con motivo del fallecimiento y sepelio del Conde de Barcelona; por olvido, me dejé en el teclado que una radio de la Corte atribuyó al finado, como hombre de mar, una gran afición a la Virgen del Carmen.

Incidentes

Oyéndolo por radio o televisión, había empezado a extrañarme hace poco, pero no creía lo que oía; lo achacaba a desperfecto en los oídos y me estaba inquietando. Como ahora lo veo escrito, suspendo la visita al otorrino: con absoluta seguridad, muchos que hablan y escriben para el público confunden el incidente con el accidente. Véase, si no, este titular de letra gorda en un periódico que, desde Madrid, irradia su influencia a toda España: «Un tren conducido por Mercé Sala sufre un incidente». E insiste en el texto de la noticia: «Un tren de cercanías conducido por la presidenta de Renfe, Mercé Sala, tuvo ayer mañana un incidente cuando, al detenerse, los vagones de pasajeros sufrieron una sacudida». Pero es que por micrófonos se ha llamado incidente —ahora puedo certificar que no era error mío— al mal aterrizaje de un avión, a la muerte de unos soldados en Somalia, y al disparo de un policía que mata a su —«cosiddetta» en neoespañol— compañera sentimental.

Parecen cosas imposibles, pero ocurren; debemos ir acostumbrándonos a convivir en la confusión de Babel, consistente, según algunos exegetas antiguos, en que un descendiente de Noé pedía agua y le daban una sandalia o le vendían una cabra. Siempre me pareció una explicación pueril, pero empiezo a encontrarla razonable, ante compatriotas nuestros que viven de hablar y escribir.

Sin embargo, existiendo la posibilidad —remota, lo sé— de que me lea algún infractor, copiaré cómo define incidente el Diccionario: «Disputa, riña, pelea entre dos o más personas». Mientras que accidente tiene, entre varias acepciones, la de «suceso eventual o acción de que involuntariamente resulta daño para las personas o las cosas». Está más clara que el agua destilada la imposibilidad de que a un tren, que no por grande deja de ser cosa, le acaezca un incidente.

Según se me alcanza, la confusión se origina por creer que el incidente es un accidente menor, que sólo son accidentes de veras los que tienen muerto. Lo que causó doña Mercé, a pesar de que fue, según ella, un sacudión inevitable, un zarandeo inopinado, un tumbo sin daño, es un accidente, todo lo diminuto que se quiera, pero un accidente. Como lo es también, aunque más espeluznante, el aterrizaje de un avión arrastrando el morro por la pista. No tiene tal categoría, en cambio, la muerte de unos cascos azules en una emboscada, ni el disparo adrede del airado a su querida. Pero mucho menos puede llamárseles incidentes; sería tanto, por atenerme a un poeta, como llamar arroyo al Amazonas y colina al Himalaya.

En caso de ser oídos, sí que darían lugar a incidentes los calificativos con que millones de hispanohablantes bien avenidos con el idioma distinguen a quienes les provocan a punta de micro o de tecla (no tienen punta, lo sé, pero tampoco las pistolas y, sin embargo, es sandez que se lleva mucho). Asegura la televisión, y es de creer, que millares de ex yugoslavos contemplan con pavor cómo se acercan los fríos, porque, dice la locutora, con la falta de alimentos, temen un invierno muy cruento. Lo será, claro, si además se tirotean y cañonean y corre la sangre; sin ésta, lo sabe casi todo el mundo —algunos comunicadores, no—, su invierno será cruel, pero nada cruento.

Junto a señalizar (poner señales) por señalar (indicar), se está desarrollando otra confusión paralela: la de planificar por planear. «Planifico vivir parte del año en Miami», dice una de esas guapas deficientemente escolarizadas y convertidas en celebridades por las revistas del corazón. (Usan mucho, por cierto, lo del compañero sentimental, pero eso no viene ahora a cuento). Se verifica, una vez más, que los inseguros con su lengua, y las inseguras con la suya, prefieren las formas largas a las cortas.

Entre las palabras que forman una abigarrada ensalada en la mente de muchos, están las referentes a acciones y cosas que tienen que ver con hablar u oír. He aludido en ocasiones a algunas, como aquello de que los Reyes escucharon misa en Pamplona; o de la arenga del Papa a los fieles; y de la alocución del ministro exponiendo un plan de viviendas… Las posibilidades del caos aumentan con esta noticia reciente: «Aquí tienen ustedes el cambio del cambio, exhortó Julio Anguita ante la Cámara». Sería, si lo fuera, una rara manera de exhortar. Pero es la primera palabra que extrajo de su bandullo cerebral el informador, en el juego del todo vale.

Juego tan divertido y tan extendido hoy, que proporciona combinaciones pasmosas; como la lograda por quien redacta la noticia de que el alcalde de Marbella, proverbialmente gentil, felicitó el pasado día de los Santos Arcángeles «a la policía local por su onomástica». Puesto que ese nombre designa el «día en que una persona celebra su santo», la noticia comete la infracción de atribuir a la policía la condición de persona; no la tiene aunque la compongan personas: es algo que enseñan a los bebés en las guarderías. Además, no se felicita a nadie por llamarse como se llama, Geofredo verbigracia, sino que parientes y amigos, entre los que puede haber algún alcalde, le desean venturas al llegar el 8 de noviembre, día de su onomástica; se le felicita en tal fecha y no por llamarse así.

Comprendo que son sutilezas, pero ocurre, considerada la cosa con alguna seriedad, que el periodismo constituye desde hace años una carrera universitaria; una carrera que, esencialmente, faculta para la comunicación pública mediante el empleo del idioma; y que da resultados como los aquí inútilmente comentados. Los cuales bien poco justifican el sacrificio fiscal de los ciudadanos. Sucede, además, que no sólo es escasa en extremo la formación idiomática de demasiados, sino que, para colmo, obtienen su título haciendo higas al instrumento básico de su trabajo, y creyendo que el buen profesional debe tocarlo como Bartolo la flauta.

Arte en que exceden muchos instrumentistas deportivos. Uno de los que más descollan —así conjuga él—, dice habitualmente en sus retransmisiones que un futbolista se intercepta entre dos contrarios y se lleva el balón, haciendo pronominal el transitivo interceptar («detener algo en su camino, impedir que llegue a su destino»); el futbolista intercepta el balón, no se intercepta él. Pero en el juego del todo vale, se pueden ganar millones, como se asegura de este famoso esforzado de la glotis.

La chupa del dómine

Quienes prevarican gravemente contra el idioma ignoran las iras que suscitan. Casi a diario recibo cartas de lectores que han hallado una barbaridad en el diario de su mañana, o han oído una inepcia en un punto concreto del dial o en el programa televisivo que menos les cansa. No omiten casi nunca el nombre del infractor o infractora, y son muchos quienes me incitan a no callármelos. Ganas, claro es, no me faltan, pero siempre acude a conjurar mi tentación la caridad, que prescribe odiar el pecado y compadecer al pecador. O es quizá la prudencia, pues aspiro a seguir saliendo sin escolta a la calle.

Una de las dos cosas, no sé cuál, me impide apuntar aquí la gracia del crítico de arquitectura de un periódico dotado de libro de estilo, que, denominando una institución escurialense en un gran titular el nuevo ágora, da a este sustantivo la inconveniente compañía de un artículo y un adjetivo masculinos. Celebraría igualmente poder airear el origen familiar de quien escribe que el Papa ha dicho una misa en honor de Pablo VI. Y hacer lo propio con la escribidora que anunciaba la luego frustrada fenomenología celeste de la noche de San Lorenzo[15]. Y con el cronista taurino, de quien los astados merecieron elogio por no hacer rehuso alguno a los caballos.

Respeto, en cambio, con gusto el anonimato (la verdad es que no sé cómo se llama) del inculpable portero de una casa, que me comunicó la necesidad de encaramarme a pie al cuarto piso, porque el ascensor no estaba operativo; sólo le sucedía que no funcionaba. Pero impondría multas con foto de inserción obligada en estaciones y aeropuertos, a los responsables del lenguaje bancario, que han sido capaces de inventar lo de aperturar una cuenta, por abrirla.

No se equivocan los tales al emplear los términos balance y saldo, masivamente confundidos, en cambio, por los medios de comunicación cuando dan cuenta de la acostumbrada carnicería de las carreteras: «Veintidós muertos y dieciocho heridos es el balance de víctimas del último fin de semana». Eso no es el balance, sino el saldo; el balance tendría que precisar también cuántas personas salieron indemnes de la aventura finisemanal. Emplear el vocablo exacto debería ser un consejo de la Jefatura de Tráfico; de esos consejos que, si no los cumples, te cae sanción.

Aunque pocos ciudadanos hay más reacios al consejo que estos prevaricadores. Por ejemplo, muchos previsores de meteoros.

Aunque provoca un clamor airado en la más de media España seca —y en el propio Instituto Nacional de Meteorología— leerles u oírles que, en tal o cual lugar, existe riesgo de lluvia, siguen tan pertinaces en ello como la sequía. (¿No tienen algún amigo entrañable que se atreva a recomendarles los sustantivos posibilidad o probabilidad?)

Un agudo lector me hace notar el escalofriante empleo de cobrar (se), en textos, como éste: «ETA se cobró una quinta víctima». Pero es verbo del lenguaje de montería, que el Diccionario explica así: «Recoger las reses y piezas que se han herido o muerto». Estremece imaginar a un asesinado como res o pieza (que, por cierto, no recoge quien lo asesina). Por respeto a las víctimas, debería evitarse cobrar(se), aunque sea bastante exacto suponer a los terroristas planeando sus asesinatos como siniestras partidas de caza. Lo cual no es moderno: ya los malhechores sevillanos con quienes se juntó Pablos el Buscón, salían «a montería de corchetes». Pero Quevedo hacía humor de azabache, y la realidad actual está teñida de rojo sangre.

Alguien me envía, en son de protesta, el titular: «Los publicistas norteamericanos no saben cómo enganchar a las nuevas generaciones». Se refiere, claro es, a los profesionales de la publicidad, a quienes, en el cuerpo de la noticia, se les llama, sin embargo, publicitarios; es el término que prefiere mi corresponsal. En efecto, sería el adecuado si en ello coincidiera la comunidad hispana, pero el Diccionario reseña publicista como muy generalizado por América, alternando con publicitario en la acepción de «persona que ejerce la publicidad».

Parece claro que, al crearse tal profesión, se apeló al derivado publicitario con el fin de soslayar el molesto equívoco a que daría lugar publicista, ya existente para designar a quien «escribe para el público, generalmente de varias materias». La solución léxica fue perfecta: publicitario refería a publicidad, y publicista a publicación. Pero dos circunstancias han alterado la situación en América (y, como vemos, también aquí): el mayor número de profesiones con nombres terminados en -ista; y, sobre todo, el empleo escasísimo de publicista en su acepción anterior. El vocablo había quedado prácticamente vacío; fue hasta hace unos cuarenta años el honroso título de plumíferos indefinidos, capaces de escribir lo mismo de fauna que de flora. Nadie, imagino, aceptaría hoy con gusto ser llamado así, aunque sea igual de polivalente: todo escribidor aspira a ser tenido por escritor. Recuérdese cómo también el padre de Pablos —puesto que hemos aludido al hijo—, se avergonzaba de ser llamado barbero, «diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas».

Por fin, mi perla Peregrina de hoy, luciente carbonato crecido en la ostrera inagotable de las crónicas deportivas. Al olor de nuestra peseta, atractivo él aunque devaluada ella, ha regresado para jugar esta temporada un conocido goleador, contra el cual se ha despachado el no menos conocido presidente de un club al que antes sirvió el maduro as con sus mercenarias botas. Pues bien, según un radiofonista, el tal presidente lo puso de chúpate dómine. Exactamente así: lo juro. ¿Cómo funcionarán los sesos del locuaz? ¿Qué, según él, tendría que chuparse el dómine?

Y es que, dentro del cráneo, se le entró el chúpate esa como lo más cercano que podía relacionar con la por él ignorada locución poner como chupa de dómine, y del cruce le salió poner de chúpate dómine, con un de, por cierto, arrebatado a de vuelta y media. Todo este desbarajuste se le organizó al infeliz por ignorar que había dómines (como Cabra, sin salir de Quevedo) tan sucios y desastrados que llevaban chupas de asco. Pues el tal sujeto —sigo mortificándome sin declarar su nombre— vive de ensuciar la chupa del idioma castellano sin que a su empresa le avergüence pagarle.

Derby

O derbi, que también con esta grafía más castiza se halla en las crónicas deportivas el ecuestre sustantivo inglés. El cual se emplea ordinariamente para denominar los partidos de insufrible rivalidad que se juegan entre equipos de la misma población o de dos vecinas. Aquí, los entendidos empezaron a llamarlos de ese modo porque así lo hacían los franceses; pues es notorio cómo, también en léxico, que inventen ellos. Ocurrió como sigue.

Duodécimo titular del condado británico de Derby fue Edward Stanley, célebre no por armas ni por letras, sino por la razón piafante de haber organizado en 1780 la carrera de caballos, universalmente famosa, a la que dio nombre y lustre con su título. Pero nuestros vecinos del Norte, hace poco menos de cuarenta años, bautizaron también con el aristocrático término los encuentros deportivos, en especial futbolísticos, del tipo antedicho, es decir, con rasgos casi fratricidas, como pueden ser el Oviedo enfrentado al Sporting de Gijón o el Sevilla al Betis. Y así, desde no hace mucho, como derby o derbi son conocidas entre nosotros tan pungentes refriegas.

El anglogalicismo empezó a usarse como en Francia, pues de allí venía. Pero, siendo extrema la exaltación que producen los derbys o derbis (tal vez los llamen derbies quienes dicen y escriben penalties), la voz inglesa se ha empapado de sugerencias excitantes, y el rasgo semántico «tremenda emoción» se ha ido inflando hasta invadir y ocupar el cuerpo entero del vocablo: muchos inquietos cronistas ya no se exigen para soltarlo que los equipos contendientes sean geográfica o urbanamente vecinos: basta con que figuren en la espuma de la tabla clasificatoria. Y así, suelen ser derbis los Madrid-Barcelona o viceversa. Excepcionalmente, de ese modo ha sido aludido las pasadas semanas el Madrid-Deportivo de La Coruña, ya que este animoso David se está hombreando con aquellos dos prepotentes. Quede consignada la nueva acepción como muestra del agitado tejemaneje idiomático que se traen los voceros del deporte.

Entre los cuales militan quienes engordan el verbo señalar, en ocasiones en que, por ejemplo, el juez de línea señaliza un fuera de juego, o tarda demasiado el árbitro en señalizar el final del partido. Ya se sabe que la obesidad no indica fortaleza, y ese verbo es mentalmente débil cuando se saca de su significado («colocar señales») y se emplea en vez de señalar. Tal elongación, indicio evidente de ignorancia lingüística o, lo que es igual, de ignorancia monda, obedece a la suposición de que las palabras largas son más distinguidas, más guays (dicho con propiedad adolescente) que las cortas. Lo cual se extiende fuera de lo deportivo, pues leo hoy mismo en la sección de internacional de un gran diario, que la atención informativa lleva varios meses centralizada en la antigua Yugoslavia. Leí igualmente hace días que los vaivenes dados a la ley de huelga, están tensionando las relaciones del Gobierno con los sindicatos. En el caso de antes, cualquier seso despierto hubiera segregado centrar, pues centralizar consiste en hacer depender de un mismo centro o someter a él cosas que andaban dispersas; y tensionar circula borde y sin partida de nacimiento que le autorice a competir con tensar.

Pero volviendo un momento a los estadios, ahí está el nuevo modo de mencionar el fuerte golpe que al balón da un jugador con el pie. Aludo al chut o chu de antaño, y a otros términos pedológicamente adyacentes, como disparo, zambombazo, cañonazo, etc., extraídos de la panoplia guerrera. Esto, aunque los dotaba de una sugestiva aura épica, no los hace particularmente recomendables ahora que se intenta erradicar la violencia de los campos, y cuando los organismos deportivos recomiendan eutimia y sofrosine, esto es, «los pajaritos cantan», como dice sarcásticamente el exaltado apologeta de los atributos viriles y cerebral entrenador argentino Bilardo. Por eso tal vez, dos vocablos menos belicosos, sólo propios de altercado de barrio, se están abriendo paso para nombrar la violenta impulsión que da el pie a la bola: patear, que indica la acción («Nando patea con fuerza la pelota…»); y zapatazo como nombre del resultado («…pero su zapatazo lo detiene el portero»). De modo tan trivial son designados incluso los remates, casi siempre sublimes, de Bebeto.

Definitivamente por hoy, salimos de las gradas para otear otra pieza menos graciosa, repugnante casi. Revolotea desde hace años por entre la compleja enramada lingüístico-política del país, y sus aletazos son de este tenor: «Desde allí, la heroína se distribuía por todo el Estado español». Siendo que Estado es el «conjunto de los órganos de gobierno de un país soberano», los imbéciles que sienten aprensión ante el nombre de España están afirmando que la droga circula por los ministerios, gobiernos autonómicos, subsecretarías y concejos con facilidades de suministro vedadas a los consumidores sin mando. Es muy curiosa la permanencia de términos acuñados por el régimen anterior; éste, por ejemplo, pero ahora como airón de progresismo o de «retrogresismo» medievalizante.

Ya parece imposible devolver a los verbos faltar y quedar los bien delimitados territorios que les ha arrebatado restar, lo cual permite decir en los medios de comunicación que «restan dos días para que se cumpla el plazo» (por faltan), o que «en algunos pantanos, ya sólo resta agua hasta junio» (por queda). No satisfechos aún sus fanáticos, le entregan permanecer o quedarse, como hace un notable columnista: «Sería conveniente que Arzallus tuviera la gallardía de visitar y restar más de un día en Sarajevo» (aparte de que no pueden enlazarse así esos dos verbos por su distinto régimen). Cuando tantos comunicadores afirman que el lenguaje periodístico es el más próximo al de la calle, cabe preguntarles si, al llegar tarde a la cita en la cafetería, se excusan diciendo: «Perdona, pero he tenido que restar unos minutos más en la emisora»; y obtienen como respuesta: «Ya me iba porque dudaba si era aquí donde habíamos restado». Asombro del impuntual: «¡Me resto de piedra! Pero ¡si restamos siempre en este sitio!».

Para quien recuerde la infección, ya denunciada aquí alguna vez, que afecta a verbos intransitivos mutándolos en transitivos y al revés, he aquí otro caso: en Colombia, según un rotativo nacional, hay una organización antidroga decidida «a desaparecer a Pablo Escobar de la faz de la Tierra». Asombroso.

Aladdin

Digamos adiós a nuestro viejo amigo; al nombre, quiero decir, con que se acogió en la lengua española al personaje de Las mil y una noches, desde que vino a morar en ella con su lámpara y su obediente Genio. Hemos de despedirnos de él, ahora que los sucesores de Disney han instalado a Aladino en el centro de la popularidad universal con su película Aladdin. Así, con el nombre inglés, se anuncia en España, sin que a nadie, parece, eso le haya suscitado duda, ni le haya merecido respeto alguno el hecho de que, en la gran familia hispanohablante, llamáramos Aladino desde siempre al famoso personaje.

Quizá no haya ejemplo más contundente del poder que, sobre el idioma, ejercen prensa y audiovisuales, ni de la celeridad con que, a impulso de ellos, prenden los cambios en la masa hablante. Dentro de muy poco, probablemente en muy escasas semanas, los libros de cuentos donde figure el de Aladino escrito así, habrán adquirido un tinte rancio y arcaico, propio del lenguaje de papá o de la abuela. Y eso, repito, habrá acontecido en muy pocos días. Confiemos en que a los estudios Disney no les dé por hacer una película sobre las Cruzadas, y podamos seguir llamando Saladino al enérgico sarraceno.

No sólo de aquella forma extravagante se escribe Aladino, sino que, además, en algunas partes, se le pone un acento, Aladdín, que sólo si fuera vocablo español poseería. Y de ese modo, el atentado lesiona las dos lenguas. Por supuesto, ya están Aladdin escrito y Aladín sonoro en las televisiones. De esta manera, el estreno del filme va a crear un tajante corte generacional: a un lado, quienes, durante un tiempo al menos, continuarán diciendo Aladino, pues así figuraba en el cuento que leyeron; de otro, niños, adolescentes y mentes sin graduación, que lo llamarán Aladín, porque tal es el título de la película que han visto. Algún pedantito bien leído puede llegar, incluso, a pronunciar Alad-dín.

La rapidez que imprimen a los cambios los medios, más potentes en eso que la lámpara, esplende de modo espectacular, lo he señalado algunas veces, en el travestismo de verbos que, siendo intransitivos, se disfrazan de transitivos, y al revés. Fue cesar uno de los primeros en la danza, cuando, por evitar la dureza —tan higiénica en ocasiones— de destituir, el régimen anterior decía de vez en cuando que cesaba a un jerarca, y que el tal había sido cesado. Si se hubiese empleado destituir, la cosa habría parecido más despótica y autoritaria, cuando ocurre lo contrario: el presunto eufemismo no sólo privaba al jerarca de su bicoca, sino también del derecho gramatical de cesar. Podían quitarle el cargo, destituirlo, ponerlo en la calle, echarlo a puntapiés; pero cesar, sólo él podía hacerlo. Desde hace ocho o nueve lustros, año más año menos, ya puede decretarlo quien manda; para nada ha influido la transición.

Pero debatir ha seguido el camino contrario: de transitivo que era —«El Congreso debate hoy el proyecto de ley de arrendamientos», «Próximamente se debatirá (o será debatida) esa cuestión en el Parlamento»—, se está haciendo por instantes intransitivo: «Los socios debatieron cuatro horas sin ponerse de acuerdo»; «Juristas, médicos y teólogos debaten sobre el aborto». Los diccionarios son, sin embargo, tajantes al atribuirle carácter transitivo, desde el cual, ejemplos como los últimos resultan por completo extravagantes.

La rapidez y fruición con que al uso transitivo de debatir se ha añadido el intransitivo, hace sospechar que un nuevo anglicismo ha acampado entre nosotros. Porque to debate on es normal en inglés; y ese empleo foráneo está relegando en español a discutir, verbo que sí admite desde siempre la doble construcción: «Algunos directivos discuten la validez de los acuerdos» o «Se pasan el día discutiendo». Sucede con estas palabras aureoladas por un tinte más culto y fino (parece más tenue debatir que discutir), suelen gustar una barbaridad entre quienes tienen aversión a lo llano, que, en esta ocasión, sería el segundo de tales verbos.

El caso es que debatir fue también intransitivo durante la Edad Media. En verso y en prosa, los poetas debatían asuntos o, simplemente, debatían, sobre cuestiones de amor con frecuencia. Un género poético de la época fueron los debates, aptos para el arte de ingenio. Pero es muy probable que, desde mediados o finales del siglo XVI, ya no existan muchos restos del empleo intransitivo. A partir de entonces, lo normal ha sido debatir alguna cosa, generalmente de interés público. Lo de debatir a secas o debatir sobre algo es la novedad que señalo. Pero no sería preciso volver a las andadas medievales (que no es vuelta, sino contagio por promiscuidad con el inglés), si se respetara a debatir su empleo transitivo y se acudiera a discutir para los usos intransitivos. ¿Que no? Pues qué le vamos a hacer: un palmo más de lenguaje gibraltarizado.

Tales mudanzas obedecen al afán de novedades, lógico cuando se gana con ellas. Pero es dudoso que produzca ganancia alguna al idioma el placer de innovar, de distinguirse, de salirse del montón. Es, de seguro, la satisfacción de ese gusto lo que excita a muchos redactores de partes meteorológicos. No contentos con haberse cargado clima y climático a expensas de climatología y climatológico, y de continuar anunciando riesgo de lluvias cuando éstas se están acogiendo con delirante entusiasmo en muchas partes, les ha dado ahora por anunciarnos tiempo soleado. Lo cual se decía hasta ayer de las viviendas con zonas que reciben sol durante algunas horas del día, siempre que ello se considerara apetecible. Esta última nota es fundamental. Si el sol enoja, no solea; asóla más bien.

Sin embargo, ahí está en las predicciones modernas: las mesetas, las costas, las ciudades, el país entero, el continente pueden pasarse el día soleados. Busco en el Libro de Estilo del Instituto Nacional de Meteorología: no existe tal término. Hallo sólo despejado para calificar el cielo sin nubes. Si no las hay, parece obvio que lucirá el sol. Pero lo obvio y lo evidente repugnan harto a quienes prefieren adornarse con revoleras y faroles. A ser posible made in USA. Aunque, esta vez, parece mero galicismo: en francés, si no me engaño, un jour soleilleux o ensoleillé es un día durante el cual brilla el sol. Ese sol que no brilla en tantos caletres hispanos, porque prefieren la luz de la lámpara de Aladdin. Y si no, cualquier otra.

Enfrentar, confrontar, afrontar

Son tres verbos cuyo uso indiscriminado proporciona un aspecto herpético al estilo de muchos informadores. Y eso que sus empleos comunes no pueden ser más simples. Una opinión contraria enfrenta a unos con o contra otros; o bien hace que dos personas o facciones se enfrenten. Es la acepción de «poner o ponerse frente a frente» que el Diccionario define. Acepción que éste atribuye también a confrontar, por lo cual puede decirse que Fulano y Mengano se han enfrentado o confrontado, y que el proyecto de ley de huelga enfrenta o confronta a sindicatos y a empresarios. Pero los significados fundamentales de confrontar son los definidos como «carear una persona con otra» y, sobre todo, «cotejar una cosa con otra», es decir compararlas teniéndolas a la vista para verificar su grado de coincidencia o parecido: la copia de un documento, por ejemplo, se confronta con el original para ver si lo reproduce con exactitud.

Está, por fin, afrontar, con su acepción fuerte de «hacer frente a algo o a alguien», y que suele ser el gran desconocido de los medios, porque éstos acostumbran a decir que el nuevo gobierno tiene que enfrentar una difícil situación económica, o que, en el reparto de los fondos de cohesión, España ha tenido que enfrentar la oposición de Irlanda. Cuando tan simplemente normal sería asegurar que el Gobierno afronta imponentes dificultades dinerarias, y que el ministro español hubo de afrontar la terca renuencia de Irlanda.

Pero, en el embrollado reparto de los ecus comunitarios, un periódico madrileño ha complicado a otro verbo, pelear, que bien ajeno vivía a tal maraña. Entre cronistas deportivos, era frecuente atribuirle el sentido de disputar («El Barcelona está peleando muy bien el balón»), y lo creía habitante exclusivo de ese tantas veces frívolo barrio de la lengua. Donde resulta posible volver transitivo al intransitivo más huraño, y darle por compañía complementos imposibles. Pero ahora ha saltado ya a zonas menos joviales del idioma, y el aludido diario ha sido capaz de escribir, sin que se le cayera la página de vergüenza: «España peleó a Irlanda el dinero de los fondos de cohesión». O sea, el balón de oxígeno.

La versalidad o indiferencia con que los verbos cambian de intransitivos a transitivos, y al revés, en el lenguaje de los medios, ha llegado también al taurino, tan solvente en los maestros del periodismo oral anterior (ahí sigue probándolo Matías Prats), y que está siendo reducido a papilla por algunos de sus actuales oficiantes. Así, el que en reciente transmisión informó de los subalternos a quienes tocaba bregar al toro que acababa de salir a la plaza. Piensa, pues, el tal locuaz que, en lugar de bregar alguien con el toro, lo brega. El buen lenguaje empleado para relatar el festival nacional de la muerte era una de las pocas cosas que hacían a éste respetable; ¿ni eso va a quedar?

No hace mucho que llamé la atención sobre el perverso empleo, ya tan extendido, del sustantivo efectivos (totalidad heterogénea de medios de combate, es decir, de combatientes y de material con que cuenta una fuerza militar o policial), haciéndole significar, simplemente, «soldados» o «agentes»: «Doscientos nuevos efectivos saldrán mañana para Bosnia». Pues, bien, por si semejante tontería —sólo a la nominal me refiero— fuese escasa, pare la abuela en un noticiario televisivo, y dice que los recientes choques armados en Somalia se han saldado con la muerte de nueve tropas italianas. De veras, pienso a veces que la lengua española ha experimentado un cambio genético, y que es distinta la que están mamoneando las nuevas generaciones.

No deportivo, sino bien docto quiere ser el priorizar que, sobre el galicismo prioritario, han engendrado gobernantes y políticos de uno y otro color del arco parlamentario, dicho con brillante metáfora actual. Y así, un ministro recién nombrado se ha apresurado a dejar constancia de su familiaridad con el lenguaje de las cumbres: «A la vista del presupuesto, ya veré qué priorizo». Decir «a qué concedo o doy preferencia» hubiera sido indicio de bisoñez.

Continúe el lector confrontando, si le place, el estilo de diarios, telediarios y radiodiarios con el sentido común idiomático, y se verá impelido a respingos casi continuos. Cuidado que es simple aprender que la forma masculina del artículo sólo precede inmediatamente a sustantivos (¡sólo a sustantivos!) que empiezan por a- o ha- tónicas: el agua, el aura, el hacha; (sin embargo, la hache), en cambio, debe aparecer la forma femenina cuando no existe contacto directo con el sustantivo: la escasa agua, la difusa aura, la afilada hacha. Y, claro, ante inicial átona, la alameda, la aurora, la hacienda. Pero algunos locutores y redactores de magín inope siguen concordando a la funerala el nuevo área de descanso en una carretera, y el fuerte alza del dólar registrado esta semana. También he podido oír, en una transmisión de la vuelta ciclista a Francia, que «nadie ha querido agitar los aguas tranquilas de la etapa»; le faltó al hablador la perfección última de haber dicho los aguas tranquilos. Otro locutor —éste de madrugada: ¡a qué martirios de auricular obliga el insomnio!—, profirió anoche mismo que íbamos a escuchar melodías que aún anidan en algún repliegue de nuestro alma. Y es que la confusión de muchos no se limita al artículo singular: lo extienden al plural y a otros determinantes. Entre profesores, de Filología incluso, no es raro oír ese aula.

No hace mucho me referí al triunfo de otro tropo mentecato: el a punta de pistola con que ahora se atraca, habiéndose jubilado por viejo pistola en mano. Y ya va dejando descendencia a su paso: un lector me asegura haber sorprendido al narrador televisivo del primer encierro de Pamplona afirmando que los mozos provocan a los toros a punta de periódico; no lo creería de no ser tan digno de fe mi comunicante. Lo cual implica, según el inventor, que para sacar punta a un periódico, se arrolla.

Son tan flagrantes y múltiples las pruebas de que algo muy importante está fallando en la enseñanza del español en España, que hace falta poner urgente remedio: son graves los problemas económicos, y es lógico el actual intento enérgico de paliarlos. Pero nadie parece darse cuenta de que el déficit idiomático de los españoles, índice inexorable de su estatura mental, está dando señales de enanismo.