La adopción de tecnicismos extranjeros

Ni los más recalcitrantes puristas se han negado nunca a la introducción de neologismos necesarios, concediendo que deben admitirse aquellas palabras que carezcan de equivalente castellano, y cuyo uso sea imprescindible en virtud de nuevas necesidades.

Pero esto que, formulado así, parece claro y razonable, tropieza enseguida con la dificultad de definir qué es lo necesario. Habrá acuerdo fácil, por ejemplo, en que los nuevos objetos deben ser nominados con vocablos antes inexistentes, o dotando de acepciones nuevas a voces anteriores. La incorporación del tren en el siglo XIX, creó el problema de llamarlo; el vocablo tren existía desde el siglo XVII, como galicismo, aunque, claro, con otras acepciones, una de ellas, la que ha sobrevivido en la frase vivir a todo tren. Recibido ahora como anglicismo, se aplicó al nuevo vehículo, pero era preciso dar nombre al moderno sistema de comunicaciones; el inglés ofrecía railroad o railway «camino de barras». El alemán (Eisenbahn), el francés (chemin de fer) y el italiano, que calcó del alemán su ferrovia, introdujeron en la denominación el concepto de «camino o vía de hierro». Los nominadores españoles imaginaron que las largas barras paralelas venían a ser como los carriles o rodadas dejadas por los carros, y juntaron esa metáfora con el hierro de estas últimas lenguas, para formar ferrocarril. Se combinaron así dos posibilidades para innovar: la de revitalizar una vieja voz del idioma con una nueva acepción, tren, y la de crear una palabra antes inexistente, por cierto con bastante originalidad: ferrocarril. A la vez, se adoptó como adjetivo el italiano ferroviario; ello contribuyó al cambio semántico en el sustantivo vía, el cual sirvió también para nombrar el nuevo carril.

¿Era necesario el cambio de significado en vía? Objetivamente, no: con carril bastaba; pero cada uno de los dos carriles fue visto como un caminito para el tren, como una vía. Aunque también es muy posible que causa de necesidad fuera, esta vez, la presión del idioma mismo, que, al haber adoptado el italianismo ferroviario en competencia con ferrocarrilero, igualaba los dos componentes finales, y, por tanto, vía con carril. Esa causa de necesidad que constituyen las presiones internas dentro del lenguaje, no tiene menor fuerza que las demás para inducir cambios neológicos. Quienes trabajaban en el nuevo invento, consideraron también preciso el anglicismo raíl que los ingenieros ingleses utilizaban; o de riel, que en catalán nombraba desde antiguo la «barra estrecha de metal fundido» (Corominas).

Entraron, además, con toda facilidad anglicismos crudos como vagón, balasto, túnel, ténder, locomotora (con que se adoptó locomotive), compartimiento… Eran realidades nuevas que se hacía preciso llamar, y los casticistas hubieran buscado en vano términos sustitutorios en la vieja arca castellana. Alguno, sin embargo, se halló, como estación o andén, pero, claro, injiriéndoles un significado inglés.

De entonces acá, ¡cuántas novedades hemos tenido que importar, normalmente con sus nombres, para poder vivir a la altura de los tiempos! En primer lugar, en ciencia y técnica. Ya en 1936, decía el ilustre Blas Cabrera, al ingresar en la Academia Española, que, en los albores del siglo XX, los físicos se vieron «forzados a descuidar la lengua materna en términos tales» que casi llegaron a desconocerla. Ahora, en los finales del siglo, se ven aún más obligados a pensar y hasta casi a hablar y escribir sólo en otra, con los físicos, quienes cultivan las ciencias de la Naturaleza, la Economía, la Informática y tantas otras actividades que tienen su principal foco de desarrollo en los Estados Unidos.

Es claro que los términos científicos y técnicos son neologismos necesarios, ante los cuales se han desarrollado dos actitudes principales. Una, apropiárselos sin más, y decir by-pass, leasing o hardware, escuetamente, lo cual se corresponde con una actitud pasiva y diríase que acríticamente rendida ante el superior modelo norteamericano; es posición dominante entre nosotros. Y otra, la de presentar cara a tan evidente superioridad con una cierta arrogancia, como no cediendo en la pugna de la investigación, y tratando de nacionalizar los tecnicismos extranjeros; es la postura patrocinada por el Estado francés, con las listas de vocablos que publica el Journal officiel, y que son de uso obligado por cuantos investigadores reciben ayuda estatal para su trabajo. Por ello, en 1976, dispuso que by-pass fuera sustituido por dérivation; leasing ha cedido su puesto desde 1966 a crédit-bail, y hardware es oficialmente logiciel, desde 1974.

La primera actitud, la de acoger extranjerismos técnicos sin adaptar, marca claramente la dependencia del extranjero; la segunda, la de nacionalizar, ayuda a disimularla; pero el hecho de llamar ordinateur obligatoriamente, desde el 12 de agosto de 1976, para denominar al computer, o utilizar dérivation, crédit-bail o logiciel, encubre apenas el hecho de que no nombran invenciones francesas. Ventaja de recibir sin disfraz: facilita internacionalmente la biunivocidad que conviene a la terminología científica. A cambio, introduce miles de palabras con catadura foránea en la lengua propia; sin embargo, ¿no les parecerían muy raras a los castellanos medievales que trajinaban con el agua, palabras como atarjea, azud o almatriche, cuando tuvieron que incorporarlas a su lengua, aunque no tuvieran conciencia histórica ni estética de ella? La segunda posición, la de sustituir con tecnicismos autóctonos los extranjeros, multiplica el castigo de Babel dificultando la comunicación de los científicos, aunque el idioma común obtiene el beneficio de no alojar a individuos de aspecto tan enojoso.

Pero, aun contando con la legitimidad de los extranjerismos crudos en ese limitado aunque importantísimo sector, cuando su uso se limita a círculos restringidos, resulta evidente que el estado de necesidad no puede, no debe justificar infinidad de términos que se han introducido por falsa afectación de cientificismo y por distanciamiento del habla vulgar. Nada puede excusar que, en el lenguaje clínico, se denomine, porque así se hace en inglés, generalista al médico no especialista (bastaba hasta hace poco con llamarlo médico, sin más), analítica al o a los análisis, patología a la enfermedad, y terapia o terapéutica al tratamiento. Esto obedece mucho más a necedad que a necesidad. Pero la expresión de la necedad es de necesidad en el caso de los necios.

Extranjerismos solapados

Ante todo, un acto de contrición. Dije en el «dardo» del mes pasado que el término inglés hardware es oficialmente en francés logiciel, y me han llovido las denuncias de mi error. En efecto, el término sancionado por el journal officiel en 1974 es matériel. El logiciel corresponde al inglés software; y esto es lo que yo había escrito, cuando la necesidad de abreviar la crónica para que cupiera en los espacios que le concede el periódico, me hizo mover equivocadamente el ratón borrador de la pantalla, y salió aquel aberrante emparejamiento. Fue, pues, un fallo al manejar mi hardware, para cuya enmienda no tenía instrucciones el software. Lamentable descuido.

Como lo es que aún no hayamos adoptado definitivamente programa para sustituir ese último término, que siguen empleando con impavidez nuestros informáticos. Vimos en artículos anteriores cómo es una causa inductora de la introducción de neologismos la consecución de prestigio para quien lo usa o para el objeto que nombra. Son constantes las sátiras literarias contra tal actitud, desde las molierescas preciosas ridículas hasta la carta marrueca contra los afrancesados, o la novela del puertorriqueño Emilio Díaz Valcárcel Mi mamá me ama (1981), burla estupenda del habla que, en su isla, emplea la gente filoyanqui.

Porque es lo cierto que, en el proceso neológico, interviene de modo determinante la actitud de los hablantes ante su propia lengua, que es muy diferente según la época histórica y según el nivel de cultura o de instrucción. Las actitudes puristas y casticistas suelen identificarse grosso modo con fervores nacionalistas o de reclusión defensiva en lo que se considera autóctono. Los movimientos antigalicistas del siglo XVIII coinciden con una actitud recelosa ante Francia, que ha desplazado a España de su papel europeo. Chris Pratt notó agudamente cómo el desastre del 98 indujo la inmediata publicación de un gran número de libros de cariz purista. La llamada «conjura internacional» contra el régimen de Franco determinó la prohibición legal de poner nombres extranjeros a los locales públicos.

Y porque esa actitud parece visiblemente reaccionaria, se suele tener por progresista la contraria, despreocupada ante tal cuestión. Nada, sin embargo, menos justo, en la medida en que, al menos en la época contemporánea, no han sido ni son precisamente reaccionarios los mejores escritores, los cuales han solido mostrar sumo tacto en el empleo del idioma. Porque la posición ante el neologismo, cuando se produce con seriedad, no está determinada por circunstancias políticas, sino culturales. Nace de un sentido profundo de los recursos de la propia lengua, que sólo se logra con la lectura abundante de quienes antes la han empleado, combinada con un sentimiento claro de sus deficiencias y necesidades; y también con algo tan indefinible como es el buen gusto idiomático, la capacidad para discernir si la novedad casa bien con lo llamado antiguamente «genio de la lengua».

Esa actitud responsable cuenta igualmente con los supuestos de que innovar es bueno, y de que, aunque sea sólo un pequeño matiz lo que aporta el neologismo, vale la pena no combatirlo si ese matiz permite una distinción útil. Creo haber censurado alguna vez el anglicismo (e)sponsor, presuntamente extendido en perjuicio de patrocinador; aunque es probable que no use nunca tal vocablo, hoy no lo rechazaría, porque el patrocinio es desinteresado, frente a la (e)sponsorización que es normalmente una forma de publicidad. Ese crudo anglicismo ofrece, además, la ventaja de no restar nobleza a los patrocinios; siempre, claro, que se sepa distinguir entre éstos y la mera publicidad disfrazada de altruismo.

Hoy, hablantes cuidadosos plantan cara a muchos extranjerismos por el hecho de mostrarse a faz descubierta, y, en general, oponen menor resistencia a otros que entran de matute, revestidos de cáscara —sólo de cáscara— española. He aquí una breve relación de anglicismos que han penetrado en los últimos cincuenta años, muchos por mediación del francés, sin suscitar sospecha: poner el acento sobre una cuestión, ajustable, área cultural, de descanso etc.; alternativa, «cosa por la que se opta»; audiencia de radio o televisión, banco de sangre, de órganos, de datos, etc.; inglés, francés, español básico; cámara fotográfica, columnista, comando, conceder córner, penalti, etc.; control de natalidad, arma convencional, desodorante, departamento universitario o ministerial, diseño industrial, detectar algo no físico; un producto comercial diferente, para indicar que es mejor; fuerzas de disuasión, dúplex, escalada de precios, ejecutivo, factual, dar luz verde, posgraduado, gratificante, guerra fría, operativo; oportunidad, «cosa adquirida en condiciones favorables»; optimizar, opcional… Podría prolongarse esta enumeración indefinidamente; son, insisto, términos con menos de cincuenta años de residencia española. Si alargamos este plazo un poco más, nos topamos con el Ministerio de Educación, así llamado en Burgos, con anglicismo flagrante, desde el 30 de enero de 1938, para diferenciarse del que, a la francesa, se denominaba de Instrucción Pública en el gobierno republicano.

Son, repito, anglicismos de apariencia inobjetable, que cuentan con el privilegio de no chocar a muchos suspicaces. Algunos gozan de oportunidad mayor, puesto que eran moribundas palabras españolas, reanimadas de pronto al llegarnos del mundo anglosajón. Ahí tenemos, por ejemplo, el adjetivo obsoleto, que la Academia tildó hasta 1970 de «anticuado», y al cual, catorce años después, tuvo que quitar esa calificación. Más sutil es el caso del verbo finalizar, que el castellano posee desde el siglo XVIII, y que no tenían ni el francés ni el inglés. Alternaba, siempre algo pedantesco, con los verbos concluir, acabar, terminar, etc. De pronto, en los medios de comunicación, ha desplazado a estos compañeros semánticos, para hacerse con todo su campo significativo. ¿Qué ha ocurrido? En el inglés de Australia, se formó hacia 1922 el verbo to finalize; de allí, saltó a los Estados Unidos, donde alcanzó un éxito instantáneo; a su imitación, en francés canadiense se forjó enseguida finaliser. Éste llegó por fin a Francia, y el Dictionnaire Robert de anglicismos le auguraba, hace tres años, un triunfo rápido. Aquí lo teníamos medio olvidado desde hacía doscientos años; y ha sucedido que, por anglización del habla, ocupa en los media toda la escena léxica de «acabar».

Cónyuges y oficios nuevos

Avanzaba hecho flecha el AVE hacia Sevilla el día de la inauguración de la Expo. Había atravesado paisajes ferroviariamente inéditos, sin vibrar, sin remolonear, conduciéndonos a los invitados: algún ministro, presidentes de Comunidades, embajadores, alcaldes, y otros afortunados de menor cuantía. Los más, con sus esposas. A medida que el prodigio rodante se acercaba a su destino, un bullicio jubiloso recorría los vagones: sólo dos horas y veinticinco. De pronto, una voz megafónica se hizo oír: daba instrucciones para la llegada. Los embajadores tendrían que acomodarse en los autobuses señalados con distintivos de un determinado color, a los españoles se nos fijaba otro destino cromático; por fin, los y las cónyugues tendrían que acomodarse en un tercero. Los hispanos callamos sobrecogidos. Aún no repuestos, la locutora repitió el mensaje: los cónyugues, a los autobuses azules. Parece sino nuestro: cuando todo ha sido dispuesto para la victoria, y está la meta a la vista, sobreviene la pifia, el pinchazo, el trompicón. En el tren se había atendido a los más pequeños detalles, menos a que el micrófono debía ser confiado a una persona escolarizada, no resistente a la consonante uvular cuando hace falta, como en el caso de cónyuges.

Llegaron los autobuses al lugar donde el acto inaugural iba a celebrarse. Pregunté a una muchacha uniformada por mi lugar, y me remitió a un azafato que había un poco más adelante. Así me lo dijo: azafato. Nuevo estrangulamiento de la corriente respiratoria; nunca había oído tan peregrina masculinización, en cierto modo paralela a la que llevó a llamar ridículamente modistos a los modistas.

Es bien sabido que azafate significaba en el siglo xv, «bandeja», voz heredera del árabe safat, «cestillo donde las mujeres colocan objetos variados, entre ellos, los de tocador». En el siglo XVI, se formó el nombre femenino azafata, cuyo significado define el Diccionario de Autoridades con precisión: «Oficio de la Casa Real que sirve una viuda noble, la cual guarda y tiene en su poder las alhajas y vestidos de la Reina, y entra a despertarla con la camarera mayor, y una señora de honor, llevando en un azafate el vestido y demás cosas que se ha de poner la Reina, las cuales va dando a la camarera mayor, que es quien las sirve. Llámase azafata por el azafate que lleva y tiene en las manos mientras se viste la Reina».

Ignoro si tal oficio perduró en las costumbres palaciegas, pero es lo cierto que ya era voz anticuada al aparecer la aviación comercial. La cual requería que, entre la tripulación, hubiera personas encargadas de atender y servir a los pasajeros durante el viaje. Era un nuevo oficio, especialmente para mujeres jóvenes, que venía de Norteamérica con el nombre de air hostess. No se esforzaron mucho los franceses para inventar hôtesse de l’air; y nada los italianos, que aún se paran menos en barras a la hora de acoger voces inglesas, y que se limitaron a mantener hostess. Entre nosotros, empezó a hablarse de aeromoza, con poca aceptación: lo de moza, no agradaba a las muchachas normalmente distinguidas que empezaron ejerciendo profesión tan políglota. Tampoco camarera, por muy aeronáutica que fuera, convenía a tanto riesgo —al principio—, privilegio y elegancia. Por lo cual, alguien recordó el nombre de aquellas viudas aristocráticas que servían en la cámara regia, y azafata obtuvo un éxito inmediato; era cáscara vacía pero prestigiosa. Después, todos lo sabemos, ha servido para designar a las mujeres, casi siempre jóvenes, que desempeñan funciones análogas en otros vehículos o que acogen a visitantes o asistentes a determinadas reuniones.

No existe nombre para el equivalente varón que, conforme a una igualación profesional de los sexos, ha accedido a tal oficio. Y muy en serio, aunque parezca broma, ha empezado a llamarse azafatos a los hombres. Lo oí primero en Sevilla, pero ya lo he visto escrito en varios sitios. Se trata de una masculinización estéticamente aberrante, aunque fuera posible desde el punto de vista morfológico: si sobre el nombre del objeto azafate, se formó el nombre de persona azafata, bien pudo haberse formado azafato si el rey hubiera contado con un conde viudo, por ejemplo, que le ofreciera la vestimenta en bandeja. Pero ahora rechina tal formación. De no hallarse término mejor, ¿no cabría llamar azafates a los varones que desempeñan los mismos oficios que las azafatas? Son numerosos los nombres españoles de profesionales formados por metonimia a partir del nombre de una cosa: el espada, el trompeta, el paleta («albañil», sobre todo en Cataluña) y tantos más. Y tenemos dos sustantivos masculinos de profesión, de origen árabe, acabados en -ate: alfayate, «sastre» y calafate; junto a los cuales azafate tal vez no haría mal papel.

Eso de los oficios que antes estaban asignados a un sexo, y ahora son compartidos por el otro, está creando problemas. Y no sólo en casos especialmente difíciles, como el que acabamos de ver, o fiscala o jueza, de tan fea catadura, sino en otros que parecerían más sencillos. Una aguda corresponsal me envía la transcripción de un programa televisivo titulado Grand National, sobre una carrera de caballos, donde se dijeron cosas divinas, de las que extraigo ésta atingente al caso. Mostraba la cámara a unas muchachas trabajando en una caballeriza, y fueron presentadas así: «Estas señoritas son los mozos de cuadra». ¿Travestidos o señoritas efectivas? Y si lo segundo, ¿por qué no «mozas de cuadra»? Ignoro si esos puestos de trabajo serán fruto de una reivindicación profesional recientemente satisfecha: de ser así, también habrá que inventarles designación, porque es explicable la perplejidad del locutor, que seguramente compartimos muchos a quienes resulta poco grato asignar quehacer tan estercolado a unas señoritas. Pero aun así, nos resistimos más a llamarlas mozos. No milita entre nosotros el informador de la tele.

Lo malo sobreviene cuando no es el género gramatical lo que causa quebradero de cabeza, sino cuando no se sabe en qué consisten determinadas actividades. El hablador mencionado aludía a los mentores de un caballo, para designar a sus propietarios, y aseguraba que muchos eruditos lo daban por ganador. Tal vez quería significar expertos. No es que los eruditos desdeñen por principio asistir a los hipódromos, pero no creo que lo hagan en número bastante para crear opinión.

Épica y deporte

Nos disponíamos a apagar los audiovisuales, extenuados tras la Liga, la Copa y las ilustres hazañas del pedalista Induráin, cuando sobrevinieron las gestas olímpicas a modo de puntilla. Y no tanto por el desgaste que causa ver saltar o correr o pelotear a la elite multirracial del músculo, cuanto por el de que nos trepanen quienes cuentan sus proezas por el transistor. Tensan las cuerdas vocales como el jabalinista su bíceps, y lanzan, perforadora, la voz. Es tremendo. Cuando el Madrid metió el gol que abrió su histórica derrota en Tenerife, me contó un amigo que le saltó hecho añicos el vaso del whisky que se disponía a tomar. En la última contrarreloj de Francia, mi perro, de valor probado en cien rifirrafes callejeros, huyó espantado. Algo le ocurrió en el tímpano, porque ha perdido bastante oído.

Esa sostenida elevación del tono elocutivo, mucho más agudo que el empleado en las demás funciones orales del lenguaje, revela la naturaleza de registro especial que posee el idioma empleado para comentar los espectáculos deportivos. Por sí solo, es signo del carácter anormal que lo caracteriza. Da cuenta de sucesos y de fenómenos no prácticos, ajenos a la experiencia del común de las gentes, para las que aquello es una afición improductiva —salvo que ganen en las quinielas—; lo cual no impide que sea muy vehemente la adicción.

También cambian de voz los recitadores de versos; ocurre que cuanto dicen, al igual que sucede con los locutores, es para la inmensa mayoría sólo cuestión de devoción, pero no de necesidad (salvo si se es poeta). Sus peculiaridades fónicas delatan a unos y a otros como habitantes de sendas islas idiomáticas.

No tan diferentes, sin embargo, que resulte imposible hallarles alguna afinidad. Es ya tópico postular que las pugnas deportivas, y sus relatos, constituyen la manifestación actual de la épica. La cual, al par que los otros géneros literarios, respondería a necesidades naturales de los hombres, manifiestas hoy de modos bien peculiares: la épica tiene su escenario en los estadios, la lírica en los conciertos multitudinarios de pop, rock y demás desmesuras cantables, y el género dramático en el cine y en los telefilmes.

El género heroico implica la necesidad de ver en acción a los guerreros. Para satisfacer la vocación y la curiosidad épicas, se idearon los palenques, los torneos y los juegos de cañas, las naumaquias, que permitían a los caballeros ejercitarse, y, al público, presenciar una versión estilizada de las escenas de batalla. Pero aun así, tales acontecimientos eran reservados a muy pocos. La literatura acudió a satisfacer la demanda de lo heroico, y los rapsodas y aedos antiguos, así como los juglares medievales tradujeron en palabras las contiendas de los paladines reales o legendarios. La intención de sus versos era hacer ver con la imaginación, bien clara en versos como estos del venerable Cantar del Cid: «Veríades tantas lanzas premer e alzar, / tanta adáraga foradar e passar, / tanta loriga falssar e desmanchar / tantos pendones blancos salir bermejos en sangre, / tantos buenos caballos sin sos dueños andar». Dígase si momentos tan vibrantes podía declamarlos el juglar sin aguzar la voz, sin alzarla al modo como los radiofonistas la encrespan y engallan hoy.

Los juegos deportivos modernos han venido a satisfacer el ansia de presenciar hazañas. Sólo que los adalides son hoy nadadores y demás portentos, y los ejércitos se han trocado en equipos de disciplinados muchachos que atacan y contraatacan, y tienen banderas propias, himnos y capitanes, y proceden con estrategias muy meditadas. Movidas por el furor épico, las multitudes se amontonan para ver descender a sus ídolos del autobús, igual que se asomaban los vecinos de Burgos para ver pasar por las calles a Rodrigo con los suyos. Después, asisten a sus gestas, no limitándose a presenciarlas, sino participando activamente con broncas e, incluso, tundas. Para quienes se quedan en casa, está el sucedáneo de las transmisiones audiovisuales, como antaño estaba la recitación en la plaza del pueblo o en el atrio de la iglesia. Los locutores de turno ejercen de juglares. «¡Qué bien detiene el balón Abel!», clama uno, como su predecesor medieval prorrumpía en igual grito exaltado: «¡Quál lidia bien sobre exorado arzón / mió Cid Ruy Díaz el buen lidiador!».

En la relativa soledad de su cabina, el locutor de radio —el de televisión procede a veces igual, explicando, con menos pormenor, pero siempre pleonásticamente, lo que estamos viendo—, se enfrenta con la dificultad enorme de verbalizar imágenes, para lo cual le bastaría un llano aunque tenso lenguaje representativo (más atento a la propiedad que al grito: ¡maestro Matías Prats!). Pero se cree en el deber profesional de aherrojar la atención de los oyentes chillando, emocionándose él mismo, aburriéndose, indignándose, alegrándose, si quiere contagiar emoción, tedio, cólera o júbilo a quienes lo escuchan. Esto es, acentuando lo que denominamos expresividad lingüística, consistente, como el nombre indica, en expresar o excarcelar las emociones presas en el espíritu. La competencia entre emisoras hace que ese elemento expresivo haya ido adquiriendo una importancia creciente en sus transmisiones, dando lugar a tan irritante exasperación de la tensión tonal, que degrada la condición humana de muchos locutores.

Pero la expresión reina omnímodamente en todas las manifestaciones idiomáticas del deporte, con un pugilato de invenciones entre los diversos informadores, que, unas veces, constituyen verdaderos aciertos, y otras, increíbles dislates. Y es que, en ese trance de relatar un partido o una carrera, el código lingüístico deja de ser respetable, pierden vigencia las normas y prevalece la creación personal. Es así como se logra el extrañamiento, fenómeno bien conocido en literatura, e imprescindible en los usos no prácticos del lenguaje, como son el de la poesía y el del juego.

Y mientras la transgresión fónica es de norma en las crónicas deportivas orales, la profusión de figuras retóricas caracteriza a las escritas. Es lógico: el redactor, tiene también la necesidad de extrañar, para lo cual, fuerza y violenta la prosa ordinaria de la noticia. No disponiendo de los recursos vocales del locutor, ha de compensarlos con un despliegue ostentoso de ornamentos. Algunos causan asombro.

Desmesuras deportivas

La transgresión idiomática, con chillido incluido, es de norma en las crónicas deportivas orales, mientras que la profusión de figuras retóricas caracteriza a las escritas. Y es que el redactor, para mantener la atención del lector, ha de «extrañarlo» mediante usos no habituales en la prosa ordinaria de la noticia. Careciendo de los recursos fónicos del locutor, los compensa con un despliegue ostentoso de ornamentos.

Toda la variedad de figuras retóricas que han sido codificadas desde Aristóteles, hallan acomodo en esta lujosa prosa. La metonimia se da en viejas acuñaciones como llamar cuero al balón, trencilla o colegiado al árbitro y meta al portero. Especialmente brillante es la que hallamos en El gol de Kodro adormeció las piernas realistas, ya que, probablemente, no les entró sueño sólo a esa parte del cuerpo.

La elusión aludiendo, como cuando Góngora escamotea el nombre de Ganimedes, y lo evoca refiriéndose sólo a su lugar de origen, el garzón de Ida, se emplea profusamente por los cronistas deportivos, unas veces para evitar repeticiones, pero, otras, por mero adorno y caracoleo del estilo. Y así, el desafortunado Marino Lejarreta es el jabato de Bérriz, de igual modo que Bahamontes fue apodado el águila de Toledo. Por este camino, se llega a la antonomasia, que produce resultados bastante constantes. El coronel blanco identifica inequívocamente para los connaisseurs al defensa brasileño Rocha, los de Pucela sólo pueden ser el Valladolid, de igual modo que el sabio de Hortaleza remite como una flecha al entrenador Luis Aragonés. Fue recurso bien acreditado en el lenguaje de los juglares: Ruy Díaz era el de Vivar o el castellano; Martín Antolínez, el burgalés de pro; Galin Garciaz, el bueno de Aragón. Aunque estas identificaciones juglarescas resultan muy primitivas ante hallazgos tan definitivos como el del periodista que, en la última Vuelta a España, llamó al ciclista Robert Millar el perplejo escocés del pendiente en la oreja. Nótese, además, la precisión: el pendiente le colgaba de la oreja y no de otra parte.

Los adalides épicos solían ser muy religiosos, y recibían premios celestiales. Durante su última noche en Castilla, el Campeador recibió en sueños la visita del arcángel San Gabriel. Cuando despertó, dice el juglar, «la cara se santiguó. / Signaba la cara, a Dios se fue a encomendar». También se santiguan muchos artesanos del músculo, y, en ocasiones, los futbolistas, al salir al campo, untan las yemas de los dedos en el césped, como si fuera un sacramental. El Cid ofreció alguna de sus victorias a Santa María de Burgos; los atletas actuales las brindan a las Vírgenes, de la Merced, del Pilar, de los Desamparados, según toque. No es raro que los informadores tiñan de expresiones religiosas sus descripciones.

De un jugador o jugadora a quienes todo sale bien, se asegura que está en estado de gracia (los informadores laicos suelen expresarlo con la grosería de que tiene una flor en el culo); si es el equipo el que acierta, roza el cielo; y ante un paradón inmenso del meta del Madrid, el locutor exclamó arrebatado: ¡Dios ha descendido sobre la portería de Paco Buyo!

La pública religiosidad constituye el testimonio de lo afectivos que suelen ser atletas y deportistas. Incluso lloran, cuando una adversidad o gloria les sobreviene: los hemos visto en los Juegos Olímpicos mientras el juglar-locutor hacía notar que el semideo o la semidiosa «no puede contener las lágrimas». Ello es anejo al carácter épico del deporte. De Homero a Ariosto, pasando por las gestas medievales, todos los grandes héroes derramaron llanto. Qué hacen los capitanes de Carlomagno sino plorer des oilz, de igual modo que los del Cid lloran de los ojos.

Este lenguaje constituye el reino natural del énfasis y de la hipérbole. La emoción aumenta con la desmesura. En los toros ocurre igual, pero admite finos elementos líricos que raras veces se observan en el lenguaje deportivo. Sí, en la delicada vaselina balompédica, esa lenta jugada del balón pasando grácilmente por encima del portero, y aterrizando en la red. O en esta ocasional hipérbole de suaves imágenes: Conchita se fue empequeñeciendo tanto, que a veces, parecía del tamaño de un cañamón. O en el remoto aroma lopesco, que se percibe al leer que Schuster se sacudió a un rival con cierto donaire; no puede decirse con más melindre que le dio un empujón alevoso. No de Lope, sino de algún inspirado letrista para tonadilleras, es el elogio de quien compara a los que llama chavales de la cantera con esas mozas —dice—, que florecen en primavera, es decir —aclara—, como un clavel reventón. Pero estas joyas líricas son más bien raras en tan rudo lenguaje.

Porque, en general, las hipérboles deportivas suelen ser enérgicas, dinámicas, ardorosas, al igual que las de los viejos juglares épicos: Los jugadores corrieron a morir, extraño complemento moderno este a morir o a muerte, que convierte a los jugadores en kamikazes. La crueldad en los juegos puede ser extremada; según declaró Michel: El Madrid ha padecido una presión criminal. Era verdad: según un cronista testigo, la Real, con una garra de acero, casi lo estrangula. Y como ser vencido es menos honroso que morir, Arantxa, que lo estaba pasando muy mal, pero es, dice el narrador, valiente y guerrera, se mostró más dispuesta a encontrar la muerte que a sufrir de agonía. Nadie se anda con chiquitas: Manolo apuntilló a los bilbaínos. En el baloncesto ocurre lo mismo: El Estudiantes recibió ayer un mortal mazazo. Menos letal resulta que un corredor o jugador o nadador o jinete se muestre intratable, estúpido anglicismo que no lo califica de mal educado, sino de invencible.

Pero las hipérboles más frecuentes, como era de esperar, son las que extraen la exageración del ámbito épico-guerrero. Se trata de desmantelar a los rivales, y, para ello, son necesarios el arrojo, los explosivos, las armas, los ingenios bélicos: Valdano sacó la trompeta para el toque de carga; El equipo de la ONCE se lanzó a un ataque enardecido; El drive de Arantxa fue una bomba cargada de pólvora; Mónica Seles jugó con una precisión de caza norteamericano; La delantera del Barcelona se convirtió, a partir de entonces, en una batería artillera.

Mientras, los burócratas del llamado «movimiento olímpico» siguen diciendo que el deporte pacifica.

A punta de pistola

En el lenguaje se producen, a veces, coyundas de las que nacen híbridos peregrinos. Alguna vez me he referido al curasán con que miles de personas inyectan significado al francés croissant. Pronunciado algo así como «cruasán», no revela que es el nombre galo de la luna en cuarto creciente, pero con la introducción epentética de la —u— de curar se llena de sentido: cura y sana. Es la palabra mágica con que, mientras se pasa la mano por el tolondrón de la caída, se lograba en mi infancia que los niños dejaráramos de llorar; no sé ahora. Evidentemente, el delicioso comistrajo alivia, si no la cura, esa pesadumbre matutina que precede al trabajo.

Con ocasión de actitudes que los gays estiman atentatorias contra sus derechos, ha empezado a difundirse por los medios orales y escritos el término homofobia, con el significado de «aversión a los homosexuales». Se ha creado recientemente, frente a homofilia, palabra ésta bien constituida con los elementos griegos hornos, «parecido, el mismo», y philía, «amor, atracción por»; se trata, pues, de un sinónimo aceptable de «homosexualidad». Pero los formantes de homofobia han dado lugar a un significado distinto del que resulta de su suma, por cuanto phobia, en griego, significa «odio, aversión»: la homofobia es, por tanto, el «rechazo de lo que es igual»; deberían ser calificadas de homófobas, en rigor, las personas que no sienten atracción por las del mismo sexo, es decir, las heterosexuales. El sentido aberrante que está triunfando, se ha acuñado, como era de esperar, en la ceca norteamericana. El slang de aquel país acortó el adjetivo homosexual en homo, y así pasó al francés hace unos veinte años. Por tanto, ya acumulada esa acepción a sólo el primer formante, nada tiene de extraño que ambas lenguas hayan adoptado homofobia para designar el rechazo social a los «homos». Y que aquí se haya acogido el extraño —aunque, reconozcámoslo, útil— mixto con mansedumbre.

Sigo sobresaltándome, y ya tendría que haberme acostumbrado, cuando oigo o leo que un malhechor realizó su fechoría, un atraco por ejemplo, a punta de pistola. Me pregunto siempre dónde tendrá la punta esa arma, dado que, donde podría estar, existe sólo el extremo del cañón bien redondo y romo. Carece, pues, del «extremo agudo» que el Diccionario define como acepción de punta. Claro que también se habla de la punta del pie, pero sin grave distorsión, ya que un dedo suele adelantarse a los otros del manojo, y, además, el puntapié, para ser eficaz, ha de darse con la del zapato. En cualquier caso, siempre se ha aludido a la punta de un arma cuando la tiene y hiere con ella; eso dan a entender las locuciones a punta de lanza y a punta de navaja.

Pero esa precisión acerca de cómo se ejecuta esa acción, amenazando o pinchando con un acero agudo, ha dejado de ser sentida por miles de hispanohablantes forasteros en su idioma. ¿Hace falta decir que la pistola, aunque te la metan en los ríñones, no está destinada a pinchar, entre otras cosas, porque no puede? Cualquier taxista, sobre todo si es nocturno, puede explicar con exactitud la diferencia que hay entre sentir una navaja y una pistola en el cuello.

La convivencia de las armas blancas con las posteriores de fuego, determinó que ciertas formaciones lingüísticas anejas a aquellas pasaran a éstas. No se ha acuñado, que yo sepa, en español el modismo a punta de espada. Se dice, en cambio, que alguien amenazó o atacó espada en mano. Y es esta locución la que indujo el calco analógico pistola en mano. Así se dijo siempre, hasta que la reciente parla informativa ha impuesto la innoble sandez de a punta de pistola, tan seductora para muchos, quizá por sentirla más dramática. Pero es infinitamente más tonta, como resultado de un desdichado concúbito de una pareja incompatible.

Y hablando de espadas, ¿no se están prodigando cada vez más expresiones como: «Ante el decretazo, el Gobierno y los sindicatos están con las espadas en todo lo alto»? Con ellas así estuvieron por radios, teles y páginas el Barcelona y el Madrid, hasta lo de Tenerife, inolvidable Aljubarrota blanca. Multitud de insensibles, incapaces de diferenciar las ortigas de los pétalos, han mezclado cosas tan diferentes como (estar) con las espadas en alto, que es como se quedaron Don Quijote y el vizcaíno cuando al narrador se le acabó el primer manuscrito; y (celebrar algo) por todo lo alto. Y aun, si no me engaño, los taurinos hablan de clavar una crueldad, no sé si el estoque o las banderillas, en todo lo alto, pero es también otra cosa. Ah, los celestineos del énfasis, que a tanta lujuria provocan.

¿Ignora alguien que vis a vis significa «cara a cara»? (Algo más, en los encuentros carcelarios así llamados). «¡A ver si me dice eso vis a vis!», exclama un colérico. Pero cosa tan simple resulta ajena a tantos balbuceantes, que sólo conocen de lejos su idioma, y escriben: «¿Podrá España medirse de vis a vis con la economía europea?». Otra vez un ligue cutre entre vis a vis y de frente o de cara, produce como fruto un burdégano.

Pero ningún apareamiento más contra natura que el oído por mí una de las últimas noches. No he hallado somnífero más inocuo que las emisiones deportivas nocturnas. Habiendo renunciado al que tomaba cuando se dijo en la prensa que vuelve homicida o lelo, y comprobado el fracaso de las hierbas silvestres, reconozco mucha virtud dormitiva a las noticias sobre fichajes, traspasos, árbitros, velocistas y demás circunstancias. Deseo el comienzo de los juegos olímpicos, que van a depararme reposo seguro durante muchas noches. Pero en el discurso hipnótico salta a veces algún hallazgo de idioma deslumbrante, y entonces falla el tratamiento, porque reírse desvela. Casi en blanco pasé esa malhadada noche, tras oír al hablador que un determinado asunto le había puesto los pelos de gallina. Si alguno de mis lectores tiene dificultades para dormir, olvídelo.

No parecía hablar el susoaludido en broma: su acento era de varón verdaderamente horripilado. Hay muchos para quienes, hablando o escribiendo, las gallinas crían pelo. Y también las ranas.

Recopilación

Lejos de circular con fluidez el idioma por los caletres más ordinarios, entre los que figuran muchos que viven de la pluma o del micro, forma trombos y zurrapas en número creciente, de tal modo que los infartos son normales en la prosa que se lee o se escucha cotidianamente.

Uno que se reproduce con rasgos de epidemia consiste en dar a saga insólitos sentidos. Designa, cualquier bachiller lo sabía antes, un tipo de relato histórico o mitológico de la literatura medieval escandinava. Dado que algunas de estas narraciones se referían a héroes o reyes y a sus descendientes, el término pudo hacerse significar, en su ámbito de origen, pero también en el anglosajón, «relato novelesco que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia», tal como anuncia el título famoso de J. Galsworthy La saga de los Forsyte. Viene a ser término sinónimo de novela río, en la que fluye la historia de unos personajes y de sus descendientes.

Lo cual autoriza a hablar figuradamente, pero sin abusar, de la saga de los Primo de Rivera, por ejemplo, o de los Osborne o de los Bienvenida, es decir, de personas no míticas ni literarias, sino realmente existentes y emparentadas, que se han sucedido a lo largo de una época no inferior a dos generaciones. Viene a ser un equivalente plebeyo de lo que, en las familias coronadas, es la dinastía.

Esos dos rasgos son esenciales para referirse con propiedad a una saga: el parentesco de sus miembros, y su consideración en tiempos sucesivos. De ahí la estupenda tontería de aquel comentarista de TVE (¿por qué tal emisora, que tiene la obligación de ofrecer una imagen solvente de España, cuenta con tantos redactores y locutores de muy precaria instrucción?), al decir de un jugador de fútbol «que sigue la saga de su padre». Como si una saga pudiera «seguirse» (el referido analfabeto evitaba decir algo tan corriente como «afición» o «profesión»), y bastaran un padre y su retoño para formar una saga. No menos nerviosismo produce, en ese y en otros medios, oír o leer que «el PP cuenta con una numerosa saga de concejales en todo el país». O que el Real Madrid carece de jugadores «como los de aquella saga que fueron Gento, Di Stéfano, Puskas, Molowny o Juanito». Hasta del parentesco prescinden ya tamaños nescientes.

Otra agilísima estupidez se está columpiando por las ondas con acelerado vaivén. Aparece en noticias referentes a Somalia o a los fragmentos de Yugoslavia, con motivo de la ayuda humanitaria que reciben. Los noticiarios y los noticieros dan cuenta, en efecto, de que «se están recopilando alimentos» para tales países. Extraña recopilación, puesto que, a estas alturas del idioma, lo único que puede recopilarse son escritos sobre un asunto o de un autor, con vistas a formar un conjunto o compendio más o menos homogéneo. Recientemente se han recopilado, por ejemplo, las cartas dirigidas a Rosa Chacel. Pero recopilar macarrones, bacalao y leche en polvo, es hazaña sólo al alcance de mentes rasas. Y es que muchos huyen como del diablo de lo normal y mostrenco, y lo cambian por cualquier cosa que supuestamente deslumbre, desdeñando las risotadas que puedan provocar (o la indignación).

La gramática infantil nos familiarizó con el pronombre se cuando se une al verbo para indicar que la acción es recibida por el agente, como peinarse, o se realiza en él, como arrepentirse. Cuantos vivimos en paz con el idioma que al nacer mamamos, sabemos que el prefijo auto- funciona bien en autocontrol, es decir, «control de sí mismo», pero que sería ocioso dislate afirmar que alguien se autoarrepintió o que se autopeina. Pero hay camorristas que andan a leñazo limpio con el sentido común, como el radiofonista de la medía noche que dijo: «¿Cuánto tardará Mendoza en autoconvencerse de que se equivocó?» (por distracción, no dijo «se autoequivocó»). Se trata de un solo ejemplo entre mil posibles que cualquier lector de prensa o radioyente puede aducir.

Otro formante de sentido bien claro, -geno, que aparece en vocablos como lacrimógeno, «que produce lágrimas», o patógeno, «que produce o causa enfermedad», es obligado a significar lo que no puede en frase como «Le extirparon ganglios cancerígenos». No es que éstos causasen la enfermedad, sino que ya sentían su efecto; pero como ese adjetivo es más esdrújulo y largo que canceroso, mola más y se luce un montón quien lo emplea, aunque sea tan a tontas.

Innumerables son ya los dardos que he disparado a especular, usado por «conjeturar o hacer conjeturas o cábalas», pero cada disparo tonifica al arrogante verbo, que ya no se conforma con su empleo intransitivo («Se especula acerca de una nueva devaluación de la peseta»), sino que ha podido leerse en un diario madrileño: «En el PSOE, se especula el momento más indicado para las elecciones». No se especula, pues, «acerca de» o «sobre» el momento más favorable para ir a las urnas, sino que es especulado (!) el momento mismo.

Este fenómeno consistente en saltar la frontera entre transitividad e intransitividad establecida por la norma, parece uno de los más pujantes del neoespañol, pues va alcanzando a mayor número de verbos cada vez, y cambiando con ello la faz del idioma. Hemos oído por ejemplo, que, en la cumbre europea, «se reflexionaron algunas soluciones posibles» al problema planteado por Dinamarca. Y con motivo del centenario del nacimiento de Franco, nuevamente TVE, pero esta vez la 2, aseguró que «fue un dictador que perduró a Hitler». Quería decir que le «sobrevivió» o que «duró más», pero empleó un verbo que significa «durar mucho»; pariente próximo de «durar más», aunque con rostro propio que sólo un cegato mental puede confundir.

Incalculable fuente de regocijo o de cólera, según los talantes, es la parla de los cronistas deportivos, a los que presto no inmerecida atención, ya que buen número de ellos va delineando el porvenir que aguarda al idioma cuando nuestra comunidad haya completado la idiocia presagiada por muchos concursos televisivos. Ya hemos hablado del de la saga de padre e hijo, pero nada tiene que envidiarle otro relator, éste de pantalla autonómica, que explicaba días atrás cómo, antes de comenzar un partido, el entrenador local había ordenado «el regadío del campo». También se le quedó corto el riego, y evitó que el rectángulo de juego —así dicen— fuera triste secano como su meollo, para —también lo dicen invariablemente así— la práctica del fútbol.

La «maglia rosa»

Recientemente, y convocado por el Gobierno de La Rioja y la Agencia Efe, un grupo de filólogos y de periodistas hemos dedicado en Logroño una semana al estudio del lenguaje deportivo: estamos, al fin y al cabo, en año olímpico. Y hemos coincidido en que es dentro de ese ámbito donde el idioma muestra mayor excitación. No me refiero sólo a los tecnicismos, sino al lenguaje empleado en su mera función descriptiva de jugadas, esfuerzos, hazañas y fallos, y también como vehículo de las emociones que cronistas e informadores pretenden comunicar a lectores y oyentes.

Una de las cosas más chocantes de estos parlantes es su absoluta sordera. Ahí están, por ejemplo, docenas de informadores siguiendo la vuelta ciclista a Italia (inevitablemente llamada el Giro), y escuchando a todas horas a sus colegas de allí nombrar «malla rosa» a la camiseta o jersey que viste el primer clasificado. Pero como, en el idioma local, el nombre del precioso atuendo se escribe maglia, así lo pronuncian, con la gli de ganglio, haciendo una higa al hecho de que tales letras representan en italiano el fonema que, en español, transcribimos con ll. Y no fiándose de la pronunciación de los nativos, por parecerles tal vez ignorantes, se niegan a oírlos.

La maglia es exactamente la malla española, voces ambas derivadas del francés maille, la cual procede de macula, «mancha», nombre con que los latinos designaron también la «red», tal vez por ver en ésta un conjunto de manchas. Es, al menos, la explicación poco convincente de Zingarelli. El caso es que en las lenguas romances donde la evolución del latín produjo ll, esta consonante se representó por ll en español, gli en italiano, ill en francés, Ih en portugués… Y de maille salió el maillot del «Tour», bien adaptado en catalán como mallot, sin la i que no suena.

Pero la pronunciación aglicerinada parece conferir alto prestigio, y a ella se acogen quienes considerarían desdoro ver en esa prenda una vulgar camiseta. Otros, sin embargo, con loable pulcritud, sustituyen ambos términos por casaca: y así, se reprueba en crónica reciente que dos ciclistas se dieran un paseo por una ciudad antes de empezar la etapa, «sin otro ánimo que el de lucir la casaca de la firma comercial que les paga». Ventajoso cambio; seguro que al cronista le quedan varias posibilidades de repuesto en su mochila idiomática: sayo, peplo, dalmática, levita, jubón, y muchas más.

El ciclismo es singularmente productivo, con aciertos indudables como el de chupar rueda, que ya ha pasado a la lengua general. Pero también estimula excesos. Sabido es que los corredores presentan tres variedades principales: escaladores, contrarrelojistas y velocistas. Con sus prestigios respectivos, son capaces de desencadenar las más audaces metáforas. Y así, los informadores transforman a los primeros en escarabajos; en los grandes aliados de las manecillas del reloj a quienes, como el tropo indica, fundan su triunfo en el segundero; por fin, a esos elásticos que, de pronto, emergen del pelotón, ¿qué elogio les conviene más que purasangres? En efecto, ninguna más exacta: salvo en el relincho, proceden como los corceles del hipódromo.

Paralímpico

Un tanto sonrojante ha sido que a los Juegos celebrados últimamente en Barcelona se los haya llamado paralímpicos en toda la prosa oficial y en gran parte de los medios de comunicación que la engullen sin crítica. Salió muy a tiempo don Valentín García Yebra, helenista de pro, advirtiendo que ese término constituía un grosero error y que la formación correcta en español era parolímpico. Apoyó esa evidencia don Francisco Rodríguez Adrados, de máxima autoridad en el mismo gremio. Supuse, claro es, que quienes estaban empleando aquel adjetivo, una vez advertidos, rectificarían enseguida, y que el legítimo se impondría a partir de entonces. Infundada esperanza, sólo propia de quien aún cree con ingenuidad en la fuerza de la evidencia, en que se respetará el criterio de los que saben, y en que, cuando ocurren casos así, la lengua misma da gritos de protesta en el alma de quienes la han mamado: siguió, y aún colea, el paralímpico quizá para siempre.

Se trata de una invención muy moderna, hecha no sé dónde por alguien que conocía el formante griego para-, muy empleado en las lenguas modernas con su significado de «junto a, al lado de, que se parece a algo sin serlo». Está presente en abundantes vocablos españoles (paratiroides, paramilitar, paratifoidea…), y no deja de producir, sobre todo, términos científicos. Tal formante, en cuantas lenguas lo emplean, se presenta con su última vocal perdida cuando precede a un vocablo que empieza por vocal (paroxítona, parótida, parodia, que son para- más oxítona, «sílaba tónica final», y derivados de otos, «oído», y ode, «oda», respectivamente); por ello, en algunos diccionarios extranjeros tal formante se registra como para-, ante consonante, y par- ante vocal; los nuestros tendrían que señalarlo así.

Se imponía, por tanto, parolímpico, pero una analfabeta y desdichada ocurrencia de funcionarios que presencian tales acontecimientos en el palco, produjo paralímpico. Aunque tal vez les guiaba el propósito ofensivo de crear un icono, es decir, un término que, por su forma misma, sugiriera el significado. La ocurrencia pareció perfecta a los organizadores hispanos, y aquella demostración emocionante de a cuánto llega la voluntad humana, fue constantemente mancillada por el lenguaje público. No cabe la excusa de que es un término internacionalmente reconocido: obligaba menos que Maastricht. Pero nuestra mansedumbre ovina nos impulsa a dejarnos llevar haciendo el sueco.

Por ejemplo, ante hipotizar, que lleva tiempo buscando alojamiento en nuestro idioma, y que aparece en noticias como ésta «Una agencia de información llegó a hipotizar que Italia iba a cerrar hoy el mercado de cambio». Esa referencia geográfica apunta hacia la fuente del disparate, que debe de ser el italiano ippotizare, «admitir como hipótesis». No existe equivalente español; sí en inglés, que posee hypothesize, mucho mejor formado, puesto que mantiene la base del derivado (hypothesis). En nuestro idioma, hipotetizar sería una formación aceptable, si se estimase preciso acuñar léxicamente tal acción (?), ya que así entraría en la familia de hipótesis aliado con hipotético. La solución italiana destruye el núcleo significativo del vocablo, que es tesis.

La amarga madrugada del día 17, con el hundimiento del muro económico europeo, tan trascendente en la amistosísima guerra actual como lo fue en la fría el berlinés, produjo también sacudidas idiomáticas que aún es prematuro evaluar. De momento, recojo titulares tan sincopados como estos: «Gran Bretaña no puede sostener su divisa, pese subir los tipos hasta el 15%»,y «La moneda española se sitúa, con lira y libra, entre las más débiles del SME». Constituyen un síntoma de que la súbita contracción de nuestra reciente riqueza está afectando al lenguaje: por lo pronto, la locución conjuntiva pese a pierde su preposición, y con lira y libra sufre también una devaluación que ha aventado los artículos, alineándose así tal jerga con la de los locutores deportivos, donde «corre por banda» y «dispara con pierna derecha» constituyen una expectoración habitual. Seguiremos observando cómo evoluciona la crisis.

La cual produce inflación (¡aún hay quienes siguen diciendo y escribiendo inflación!) como efecto abominable, reflejada en lo de «estar con las espadas en todo lo alto», y vemos ahora en «de todas estas noticias les daremos buena cuenta dentro de breves minutos», muletilla que prodigan los habladores de una conocida antena, tras haber enumerado las noticias del día en un sumario, para dar entrada a la publicidad. Dar cuenta, es decir, «contar, informar», no les basta: el énfasis inflacionario les empuja a ese dar buena cuenta, como si estuvieran hambrientos ante una fuente de gambas.

Todo esto hace destornillarse de risa, según dijo ayer uno de esos rostros iletrados que saca la televisión, y que estarían mejor currando, no con micrófonos, sino con tornillos. Igual que otra colega, guapa eso sí, al revelarnos cómo un incómodo político pide «un referéndum para abogar en favor o en contra del tratado de Maastricht». Raro sería interceder en contra. Y que un referéndum sirviera para abogar.

Y dado que muchos profesionales de los medios parecen hablar sólo entre sí y sólo en su jerga profesional, contó uno de ellos en la última jornada europea de nuestro fútbol que cientos de aficionados napolitanos se habían desplazado a Valencia «para presenciar el encuentro en directo». Como si para presenciarlo en inverso, hubiera sido necesario cruzar el Mediterráneo. Otro síntoma de inflación. Que afecta con más intensidad a organismo tan débil y maltratado como es el lenguaje futbolístico, creador de un léxico superfetatorio que ha aclimatado golpear en la acepción de «dar al balón con el pie», zapatazo, para designar el puntapié dado, cómo no, con la bota, y la delicada perífrasis de preciosa ridícula perder la verticalidad, con el simple significado de «caer o caerse», que ya son ganas de oficiar de pedante. Lógicamente, cuando un jugador se ponga en pie, lo hará renunciando a la horizontalidad.

No hay duda de que, junto al lenguaje límpido y, por eso, olímpico, se está desarrollando otro resueltamente «paralímpico».

Macedonia de yerros

Oído en una televisión: «El Gobierno aprovechará los faustos del 92 para convocar elecciones». He aquí lo que, mes tras mes, vengo machacando: comparado con la macedonia idiomática que muchos trabajadores de la palabra tienen en la testa, los neologismos innecesarios son un gozo. Faustos o fastos, ¿qué más da? Igual que otro alelado, según el cual, determinado silencio de la ministra Portavoz daría «pábilo a rumores»; es decir, a una torcida esdrújula de vela.

Ese trueque de vocablos está dando señales cada vez más alarmantes de una falta de salud mental colectiva que, de veras, debería preocupar a quienes tienen el deber político o simplemente cívico de cuidarla. Personas absolutamente impreparadas para su función se asoman a pantallas y usurpan micrófonos o columnas de prensa, expresándose muchas veces de modo ajeno al que emplean en el trato personal, porque piensan que coram populo deben hilar más fino. Y yerran al hacerlo.

Así, refiriéndose a la última convención del Partido Popular, se dijo que Manuel Fraga profesó su apoyo a José María Aznar. En vista de que, engolándose, «profesar amistad» a alguien es más remontado que ser su amigo, también volará más alto profesarle apoyo que dárselo o manifestárselo. Últimamente se nos ha impuesto cautela ante cierto fármaco hipnótico. Otros productos lo han acompañado en el recelo, lo cual constituye una noticia formulada así por un diario: «Los medicamentos retirados no revisten alarma». De las dolencias que sí pueden (o no) revestir gravedad, el alucinado mensajero trasladó el verbo a esa frasecita, y lo rodeó de un contexto tan imposible como los naranjos en la Antártida. Según otro, un artefacto explosivo que explotó propició heridas de diversa consideración a quienes pasaban cerca. Y lo mismo he leído aludiendo a un torero empitonado. Quienes escribieron eso harían un corte de mangas al Diccionario si leyeran en él que propiciar significa «mostrarse favorable».

Se lamentaba hace poco un articulista de que, al trazar el TAV, esa exhalación ferroviaria que nos permitirá volver de Sevilla sin perder la silla, no se hubiera procedido con criterios «más economicistas». Y es que otro formidable barreno metido en el idioma lo constituye el prurito de injertar sufijos a los vocablos, para darles apariencia más sublime. Así se han producido abortillos como la problemática por los problemas, la analítica de los médicos, que ha sustituido en su jerga al o a los análisis; la climatología, inocente ciencia de los climas a la que se hace culpable de nevadas, huracanes o diluvios; y eso de los criterios economicistas, por evitar la vulgaridad de preferirlos simplemente económicos; pero resulta que economicismo es la doctrina que asigna a la economía un puesto preponderante en el conjunto de las actividades humanas, y no se mete en lo que cuesta un tren o un peine.

Es continuada la demostración de que, con pavorosa frecuencia, se emplean las palabras ignorando qué significan. Con motivo de un plante o algarada reciente del Ballet Nacional (ya no recuerdo si Lírico o Clásico) contra su director, algún periódico informó de que algunos de sus miembros «repartieron pasquines» a la puerta del teatro de la Zarzuela. ¿Para qué? ¿Para que los pegaran en las paredes los transeúntes? Imagino que distribuirían panfletos, hojas informativas, libelos…, un algo de ese tipo que, por su tamaño, se pudiera tomar. Porque el pasquín, según sabe quien no sea un neonato idiomático, es un escrito satírico o de protesta que se fija en un lugar público. Es decir, no está destinado al reparto. Como no lo estuvo desde su origen, el italiano pasquino, según se llamó a toda sátira que, en Roma, entre los siglos XVI y XIX se adhería a la estatua de Pasquino (nombre, por cierto, de un zapatero remendón que tenía su taller allí junto, y atribuido por broma al personaje esculpido).

La aflictiva reducción de vocabulario que tantas veces he señalado como propia del lenguaje periodístico más mostrenco —ese achicamiento sobrevenido a sistemas como el que forman hacer, efectuar, construir, verificar y cien verbos más que se esfuman ante el único realizar—, ha determinado que toda clase de subgéneros oratorios dejen su lugar a sólo uno: la alocución. Y así, en eso se han convertido el discurso que un parlamentario pronuncia en las Cortes, la salutación que el Rey dirige al Cuerpo Diplomático, la homilía del oficiante en una misa, la arenga del coronel a los soldados, la disertación de un conferenciante o la soflama de un demagogo. Cuando ocurre que alocución es la pieza oratoria que un superior dirige a sus inferiores en ocasión solemne.

Confusión de vocablos y reducción de sistemas léxicos se alían con otros destrozos. Así, con el que produce la invención de algunas nuevas palabras. Se ha empezado a oír izada para nombrar el acto de izar bandera; no hay, efectivamente, ningún término que lo designe, y se evitaba con rodeos como «se procedió a izar la bandera». Pues no: ahora, más sintéticos que áticos, hemos tenido que forjar izada, cuando bien a la mano estaba izamiento, analógico sin ir más lejos, de levantamiento o alzamiento.

Pero son los comentaristas deportivos quienes manejan un hacha más certera. Pueden llamar sin sonrojo goleador a quien ha marcado el único gol del partido. O el línea, así de escueto, al juez de línea. O defender a un jugador contrario, en baloncesto y, ay, ya en fútbol, a la acción de obstaculizarlo o frenarlo. Y podar el sufijo —porque la poda se alía con el injerto— al ya tradicional marcaje, para asegurar que «el Trueno Rodríguez» somete a estrecha marca al «Chepita Martínez». Porque ahora los locutores de la hermana América que aquí se han impuesto, aponen un motecito al nombre o apellido de los futbolistas, como antes se hacía en el catch.

Si todavía añadimos que tales habladores son muy capaces de negar lo que vemos en la pantalla, asegurando que «los jugadores saltan al terreno de juego», cuando es lo cierto que tantas veces salen lentos, mansos, abatidos por la profunda amargura de tener que currar, y que, más que saltar, se arrastran, llegamos a la conclusión de que se nos está poniendo el idioma hecho una pena. Como poco, una.

Espurio-espúreo

Escribí en mi crónica del mes último que no siempre es espurio lo que no figura en las columnas del Diccionario académico, y así, con ese correctísimo espurio, la envié para su publicación. Pero alguien, dónde y cuándo no lo sé, debió de interpretarlo como errata mía, si no como desfallecimiento mental, y me corrigió, haciendo que apareciera espúreo. Sufro con frecuencia tales correcciones; no hace mucho, enrojecí —no es hipérbole— de vergüenza al ver que a un ay interjectivo me lo habían convertido en hay. Pero ningún lector me alzó la voz escandalizado, quizá porque nadie se dio cuenta o, tal vez, porque nadie me leyó.

Pero esta vez, sí; y ha sido nada menos que Francisco Umbral. Me ha escrito recordándome cómo una vez le comenté que debía decirse y escribirse espurio, y que ahora salía yo por peteneras. Con toda razón, invoca a los testículos para que le diga de una vez cómo se escribe el dichoso vocablo. Es fácil responderle según los libros, el Diccionario académico entre ellos: espurio, por la buena razón de que deriva del latín spurius «bastardo», y de que no escasea la documentación de espurio desde la más remota Edad Media, pasando, claro es, por los clásicos, hasta nuestros días.

Pero Corominas documenta espúreo muy a principios del siglo XVII, en la impresión de una comedia de Lope, aunque sospecha que por despiste del cajista que componía el texto. Hay apariciones posteriores, también hasta hoy; y todas, las antiguas y las modernas, se deben a ultracorrección, es decir, al intento de mejorar la supuestamente vulgar y ruda terminación -urio, y de restituir el vocablo a su imaginaria forma verdadera, alineándolo así con formaciones como sulfúreo o purpúreo. Se piensa que la pronunciación etimológica constituye una infracción semejante a la que se cometería diciendo rectilinio por rectilíneo o venerio por venéreo.

Pero la ultracorreción, que practican justamente los menos «correctos», es una de las fuerzas que secularmente actúan en la evolución de las lenguas. Y estoy completamente seguro de que, sometido el asunto a referendo, el número de hablantes que optan u optarían por la forma espúreo superaría con mucho a quienes prefieren la legítima espurio. ¿Incultos? Sin duda, pero, puesto a mojarme, confesaré, si no escandalizo, mi predilección por aquélla; la empleé una vez, y en algún libro anda registrada mi «falta». Sin embargo, al enviar la aludida crónica, intenté blindarme contra posibles censores, bien en vano como he dicho, utilizando la forma canónica.

No puedo, pues, sacar de dudas a Francisco Umbral, por mucho que refuerce su pregunta con una invocación glandular. Porque él, cuando prevarica idiomáticamente lo hace adrede y no por ignorancia, usando del derecho a salirse de las convenciones comunes reconocido por el Padre Feijoo a quienes llamaba «poetas príncipes». Puede hacer con el vocablo lo que quiera, y muy bien nos vendrá su testimonio cualquiera que sea la variante que haya preferido, si alguien decide sacar a relucir este asunto en la Academia.

Tampoco me aclaro en una cuestión que se ha planteado de golpe y con urgencia: el de cómo llamar a las mujeres admitidas por la Iglesia anglicana, según reciente decisión, al sacramento del orden sacerdotal. ¿Sacerdotisas? Pero en nuestro idioma (no se olvide que en cada lengua se aloja una historia cultural y una visión del mundo distinta), ese vocablo remite a un ámbito no cristiano, grecorromano o decididamente exótico. Y hay que forzarse para nombrar con él a las mujeres que compartan el ministerio con los clérigos servidores de Cristo. Por supuesto, no resultaría imposible: tal vez bastase con vencer un inicial momento de extrañeza, no absolutamente inmune a la ironía.

Pero podría dificultar el acuerdo la posible discrepancia de las así designadas, y no pocas feministas, aunque ya tenemos en el Diccionario diaconisa y hasta el papisa de la legendaria Juana. Es muy probable que reaccionen como las poetisas, muchas de las cuales, abjurando del sufijo, han decidido ser poetas, no importándoles en este caso compartir vocablo con los varones. Si tal fuera la opción de las ordenadas, la solución estaría bien a la mano: el o la sacerdote.

Pero es de temer que no satisficiera a quienes han impuesto jueza y fiscala, es decir, a las partidarias y partidarios de llevar la diferenciación sexual a todas las palabras, y de hacer inequívocamente unisexuales a las genéricamente comunes, lo cual impediría, claro es, que sacerdote desempeñara la doble función genérica. Criterio que, para lograr la debida coherencia, obligaría a acuñar formas masculinas (artista/artisto) o femeninas (piloto/pilota, oyente/oyenta) según los casos, y a jubilar algunas epicenas, es decir, las que, como sus abuelos, designan a la pareja humana, sustituyendo siempre ese sintético plural por su abuelo y su abuela para no hacer a ésta de menos.

Y está la solución sacerdota, que ya he visto impresa en algún periódico, no sé si en broma o en serio, y que es opción al alcance de indocumentados. Por supuesto, como espúreo, sólo que esta voz queda como ennoblecida al ser desvirtuada, y sacerdota no puedo escribirla sin que el ordenador me lance timbrazos de alarma. Es palabra sencillamente horrorosa y la razón estética suele ir aliada con la razón lingüística. Pero es que, además, falta esta última por completo a sacerdota. Alguien podrá defenderla arguyendo que muchas voces acabadas en -ote poseen moción genérica: amigote/amigota, marquesote/marquesota, y tantas más: las voces formadas con el sufijo -ote, que no sólo admite sino que exige tal variación. Sacerdote carece de tal sufijo: deriva de sacerdotem, acusativo de sacerdos.

Y aún he visto sugerir a un eminente lingüista, sin mucha convicción, es cierto, pero acogida con calor la sugerencia por una ilustre colega, la posibilidad de formar sacerdotesa (en italiano existe sacerdotessa equivalente a nuestra sacerdotisa), que entraría en línea con abadesa, prioresa, alcaldesa y cien más que a cualquiera se le ocurren. Es posibilidad para mí menos convincente que, aunque me convenza poco, la sacerdote, pero, en fin, ahí queda.

He reunido aquí dos casos de incertidumbre; pocas cosas tienen en el lenguaje la claridad del dos más dos. Pero tampoco hay muchas dudas tan atractivas para quien vive el idioma como pasión.

Deslegalizar-ilegalizar

Las acciones presuntamente delictivas que se han venido atribuyendo a miembros de cierto partido político vasco durante estas últimas semanas, han provocado discusión acerca de si es oportuno declararlo fuera de la ley. Por ello, los vocablos del título han irrumpido con frecuencia en las prosas habladas y escritas, y la preferencia por uno u otro ha suscitado no pocas discusiones y consultas.

Porque ocurre que ninguno de ellos figura en el Diccionario académico[14], y ambos parecen compartir el mismo significado; pero las discrepancias acerca de su empleo, revelan que en la conciencia idiomática de muchos la igualdad de significaciones no resulta clara.

Tampoco acogen palabras equivalentes los diccionarios franceses e italianos que he consultado. Dentro del nuestro, hallamos, por analogía, ilegitimar, que se define así: «Privar a uno de la legitimidad; hacer que se tenga por ilegítimo al que realmente era ilegítimo o creía serlo». Pero esta definición se refiere sólo a personas; aunque quizá tal limitación sea errónea, y la ilegitimación, según sugiere el sentido común, pueda afectar también a cosas, acciones, instituciones, etc. Si esto último fuera cierto, no harían falta nuevas palabras, dado que legítimo es todo aquello que existe o se produce «conforme a las leyes»; la acción de retirar a algo tal condición, sería ilegitimarlo.

Pero aun así, ese término parece menos terminante que los ahora tan empleados. Y para que cupiera un razonamiento analógico, debería existir deslegitimar, que no figura en el Diccionario. Pero sí en el uso: escritor tan consciente como Antonio Elorza aseguraba en un artículo de hace pocos días que cierta acción posible «deslegitimaría una vez más al Estado». No hay duda de que ese verbo vive algo más que potencialmente en nuestro idioma, y que nada se opone ni a su empleo ni a su inequívoca comprensión. Evidentemente, un Estado deslegitimado ha perdido legitimidad, entendida como derecho a ser considerado como inobjetable cumplidor e impulsor de leyes justas; pero no ha dejado de ser legal.

De hecho, las dos palabras de tan lamentable actualidad parecen irreversiblemente incorporadas al léxico hispano, aunque sean probables anglicismos: existen en inglés, donde to illegalize significa «declarar ilegal», mientras que to delegalize consiste sólo en revocar una situación legal o una autorización.

Parece que esta distinción de significados resulta aplicable a las nuevas voces. El rasgo diferenciador es sutil pero claro: si el aludido partido fuera deslegalizado, se entendería que se le privaba del estatuto que como tal disfruta, sin referencia a consecuencias ulteriores. Pero si se ilegalizara, no sólo se le retirarían sus derechos, sino que pasaría a constituir delito su funcionamiento público o clandestino; él, en cuanto organización, y sus miembros, adquirirían la condición de ilegales.

Además, algo sobre lo que no existía legislación, puede ser ilegalizado, pero no deslegalizado. No son, pues, términos sinónimos, sino sólo semánticamente vecinos; convendrá, por tanto, no confundirlos, y saber qué se dice con uno y con otro.

He aquí un caso patente de innovación útil, tanto si es anglicista, como si ha surgido entre nosotros. Lo último no resulta improbable: en el idioma pululan formaciones posibles acordes con el sistema, que sólo aguardan a que una necesidad expresiva las haga aflorar en el habla. Éstas no figuran en el Diccionario porque son muy recientes, pero su derecho de ciudadanía es incuestionable.

Claro que tampoco aparecen en él muchas voces que sí están oídas y leídas abundantemente. Y ello, por razones múltiples. Una, innegable, por descuido de que ningún diccionario del mundo está libre; sus responsables tienen que aceptar con humildad los reproches que ello suscite. Pero en otras ocasiones, la omisión puede resultar de la prudencia a que obliga el rápido trasiego de innovaciones fugaces, que se desvanecen con la misma rapidez con que aparecen. ¿Había hace pocos años palabra con más apariencia de definitiva que carroza como designación desdeñosa de aquel que se aleja de la juventud? Pero, de pronto, ha perdido vitalidad, y si no está extinguida, anda cerca. Hay que registrarla, pero en el Diccionario histórico, donde todo cuanto haya vivido en el idioma debe estar presente. ¿No resulta atinado aguardar a ver qué depara el tiempo a vocablos de apariencia indecisa o inestable?

Son curiosas las quejas que ausencias de ese tipo suscitan a veces. No es raro que las hagan quienes sólo están interesados en fallos del Diccionario, pero prevarican sin consultarlo contra lo indiscutible que contiene y que es lo más. Ahora mismo, por haberse difundido que la nueva edición incorporará el vocablo gilipollas, se han alzado voces de burla y jarana: ¡al fin se ha enterado la academia! Son ellos, sin embargo, quienes no se han enterado de que ese dicterio figura en el Diccionario manual desde hace varios años. Y tal vez no la Academia, pero estoy seguro de que muchos Académicos han empleado y emplean el ahora aireado palabro con suma propiedad. Por otra parte, resulta raro que sólo ese término haya sido resaltado entre los miles de enmiendas, adiciones y correcciones. Debe comprenderse, sin embargo, que haberse fijado en acromatopsia, por ejemplo, hubiera dado pie a menos ingeniosidades. Aunque nadie acuda al infolio para averiguar el significado de gilipollas, y tal vez acromatopsia precise consulta si alguien se topa con ella.

El Diccionario no delimita el empleo que hacemos del idioma; su función normal consiste en registrar lo que el uso va fijando, cambiando o jubilando. No precede al uso: lo sanciona, aunque a veces tenga que arbitrar en las disparidades, y pueda promover ciertos empleos. Que una palabra no figure en él, no quiere decir que sea «incorrecta» y de imposible utilización; si eso ocurriera, el idioma permanecería inmóvil y moriría. Ahora bien, sirve siempre de referencia para suscitar sospechas acerca de lo que no recoge; pero el hablante o escritor de buen sentido, sabe perfectamente si es él quien tiene razón. Recalco lo de buen sentido: el de quienes, por ejemplo, han lanzado al comercio idiomático deslegalizar e ilegalizar. No el perverso de aquellos que aún siguen empleando reiniciar por «reanudar» o envergadura por «corpulencia».

Ello no excusa al Diccionario de ser más diligente. Lo será apenas tenga los medios para serlo.

Connotaciones

Un cantante de esos que lo son sólo según la clasificación laboral, afirmaba hace poco en una entrevista de radio: «Oh, esa canción tiene para mí muchas connotaciones». Un policía, ahora en la cárcel, responde a la pregunta que le hace un periodista radiofónico acerca de si alguien habrá asumido el papel que él desempeñaba en la lucha antiterrorista: «No creo que haya ningún funcionario que tenga mis connotaciones». Es el nuevo idioma, tan apto para no decir nada sugestivamente, para envolver en fonemas subyugantes un trozo de vacío. ¿Qué diablos le pasará a ese cantante con tal canción? ¿Qué demonios le sucede al policía para ser tan singular? He aquí un vocablo vigorosamente triunfante en la jerga de hoy, según los testimonios que acabo de mencionar: cuando en su empleo coinciden un vip pop y un funcionario del Ministerio del Interior, es que ya la cosa no tiene vuelta de hoja.

Hasta hace poco, eran sólo los lógicos y los lingüistas quienes empleaban el término connotación. Oponiéndola siempre a la denotación, aunque de diferente modo. En la distinción establecida por Stuart Mill, la denotación de un término alude a su extension, es decir, al conjunto de objetos que pueden nombrarse con él. Así, la denotación del término limón es el conjunto de objetos de los que puedo decir: «Esto es un limón». En cambio, la connotación de ese término, su comprensión, son las notas o rasgos de color, tamaño, forma, olor, etc., anejos a él.

Para los lingüistas, a partir de Bloomfield, la denotación de las palabras es el significado en que todos los hablantes coinciden, mientras que su connotación son los valores suplementarios que no pertenecen al núcleo significativo del vocablo, y que puede variar según los hablantes. Términos como obrero, patrono, sindicalista, etc., poseen el significado denotativo que los diccionarios definen, pero connotan de distinto modo según la perspectiva sociopolítica en que está instalado el hablante. En muchas ocasiones, la connotación es compartida por todos los hablantes; sólo una institucionalización de las connotaciones anejas al término perro hace que podamos emplear frases del tipo vivir como un perro, tratar como a un perro, noche de perros, etc. Pero pueden ser completamente individuales; las connotaciones que para mí posee esa voz resultan de mis experiencias con tal mamífero (que, por cierto, han mejorado desde que tengo uno).

El papel que las connotaciones, es decir, que esas notas periféricas que acompañan al significado nuclear del vocablo, desempeñan en el funcionamiento del idioma es enorme. Pueden informar sobre la procedencia geográfica del interlocutor, su cultura, su edad, su medio profesional, su ideología, su situación afectiva, su sinceridad, sobre mil cosas más. Intervienen activamente en los cambios de significación que sufren las palabras y sugieren adjetivos, comparaciones y metáforas a los escritores. Nada hay en el significado de arpillera que tenga que ver con el dolor. Pero cuando Aleixandre habla de la dolorosa arpillera, lo hace inducido por la nota de pobreza que asocia a ese tejido.

Como podrá ver quien me haya seguido en esta simplificación y elementalización del concepto de connotación, es imposible imaginar las relaciones que mantienen con él el cantante y el policía aludidos al principio. Y no sólo ellos, sino el común de los hispanos, que nos hemos puesto a connotar desesperadamente.

Por supuesto, el inglés anda por medio en muchos casos. En tal idioma, connotación es «lo que sugiere una palabra o cualquier otra cosa». Con esta clave americana, ya resulta claro que, al cantor microfonista, aquella canción le despertaba muchas evocaciones, le traía recuerdos, le suscitaba nostalgias, añoranzas… El policía quería decir otra cosa, que ni con el inglés se entiende; porque se refería a que no creía que ningún otro funcionario reuniera sus condiciones o circunstancias. Y no es él, ni mucho menos, quien emplea aquel tecnicismo en esa acepción: he oído decir a un actor que un determinado teatro por lo insalubre de los camerinos y por «otras connotaciones» debía ser clausurado por la autoridad.

El idioma se nos pedantiza, pues, en lo que ahora se llama —ésa es otra— alta velocidad. Importamos términos cultos a través del inglés, como ocurre en este caso; pero, luego, como no se sabe qué quiere decir exactamente aquello, se emplean por aproximación, al buen tuntún y a mocosuena. Y así, de decir anglohablando «¡Qué connotaciones maravillosas guardo de esa noche!», se ha pasado a la posibilidad de anunciar un puesto de trabajo neohispánicamente, con sólo advertir a los solicitantes que hagan constar todas sus connotaciones. La terminología gramatical no ha quedado libre de saqueo en estas incursiones por la pedantería. Ya había aportado semántica, para designar los matices de lenguaje carentes de importancia: «Estamos de acuerdo en todo; nuestras diferencias son sólo semánticas». Y ocurre que la Semántica es la ciencia de las significaciones, de los contenidos; si las diferencias son semánticas, es que son totales. Claro que esto es asunto menudo frente a la actual trivialización de la filosofía, cuando se habla, por ejemplo, de la filosofía municipal de la recogida de basuras, o se afirma que la furia ya no figura en la filosofía de la selección nacional de fútbol.

Los pedantes ignaros, que, para darse mayor lustre, sustituyen la palabra propia por otra que juzgan más docta pero que significa algo muy distinto, son especialmente conmovedores. Así los que creen, y son muchos, que homilía significa «misa» o «funeral» («Todo el pueblo asistió a la homilía»); o quienes confunden veredicto (que ha de emitir un jurado) con «fallo» («Hoy se hará público el veredicto del juez»). O el cronista que se lució al dar cuenta de una charla mía, en la que afirmé que el amor, según Unamuno, es de necesidad ontológica, y él pensó que deontológica quedaba aún mejor. Y sí: queda mejor; bendito sea. Aunque, en este caso, al escribidor, tan misterioso debía de resultarle un adjetivo como el otro.

Argumentos

Es de Chirac la afirmación de que el buen empleo del idioma contribuye a mejorar la calidad de la vida. Lo cual supone que emplearlo mal agudiza las aflicciones que solos o en conjunto padecemos. Las ocasiones de sentir depresión abundan, y a muchos nos afecta a juzgar por la abundante cantidad de recortes con subrayados o con transcripciones de lo recién oído que me envían numerosos corresponsales. Y como yo mismo practico esa cetrería, puedo certificar que es inagotable el pesar de que podremos seguir disfrutando los aficionados a tan inocente deporte.

Y no es que nadie pretenda infligirnos tantas amarguras: el causante, en general, obra tan inadvertidamente como quien hunde el tacón en un pie vecino; se sospecha que menos del cinco por ciento de las veces no querría hacerlo. Es inculpable, pero el doliente suele reaccionar con furor advirtiendo al descuidado que mire dónde pisa. Sin furor, pero con sentimiento, puede observarse que los pisotones al idioma, lejos de decrecer, aumentan. Y parece lícito —mejor: imprescindible— amonestar a los pisadores. No sólo tunden el idioma: en una de las emisiones que, para cumplir con la cuota cultural, dedicaba una importantísima radio a la música clásica, el locutor anunció que íbamos a escuchar un área compuesta por Bach. Pertenecía, prosiguió, a un grupo muy notable de áreas.

Un diario de máxima difusión nacional, dando cuenta de la entrega del Premio Carlomagno a Vaclav Havel, ilustró la noticia recordando que el galardón se denomina así en «memoria del dirigente del siglo VIII». Y otro periódico algo menos ilustre, pero aun así mucho, daba cuenta de que el novelista Graham Greene iba a ser enterrado en un pueblecito suizo «a orillas del lago Genova», con el grosero y viejo error de traducir de ese modo Genève, es decir, Ginebra.

Fantástico fue también escuchar en el noticiario de una emisora de televisión, cómo el Carnaval concluiría con una batalla entre Doña Cuaresma y su secular rival, a quien el locutor travestía de fémina, incluso tal vez, con ablación: Doña Carnal. Así lo reiteró varias veces, para quitarnos toda duda, y dejarnos convencidos de que es posible dar la cara al país en una emisión informativa, no sólo sin haber leído uno de los más tópicos pasajes del Libro de Buen Amor, sino habiendo atravesado el Bachillerato sin sufrir la menor contaminación literaria.

Es de temer que estas cosas tomen incremento (o excremento) con los actuales planes territoriales de estudio, que ponen límites a la Geografía y a la Historia, a la Literatura y la Lengua, de tal modo que esos conocimientos no desborden las fronteras de la Comunidad: ¿para qué han de alzar sus ojos los muchachos, si lo que importa es que aprendan a conocer sus ombligos? Carlomagno fue un dirigente, Ginebra es Genova (sin acento), don Carnal se amujera, y España será pronto algo tan remoto y vago como la Liga Hanseática.

También la memoria del idioma se desvanece, y en lugar de asegurar que el derribo de cierto hotel en Barcelona podría constituir un precedente, ya se escribe que tal derribo, si se produjera, «podría devenir en precedente». Intentó o pensó dimitir el entrenador de un equipo madrileño de fútbol; no lo hizo porque «el presidente lo persuadió de hacerlo». Ambas cosas han aparecido escritas en sendos periódicos de la Corte que se precian de vigilar la expresión, pero abrigo la sospecha, hace tiempo, de que en la prensa, mezclados con los redactores competentes, hay quintacolumnistas empeñados en desprestigiar el medio en que trabajan, y en la voladura definitiva del idioma español. Si no se hace adrede, resulta inexplicable que en lugar de una palabra (disuadir) se emplee su antónima.

Porque este último dislate —utilizar un vocablo con el significado de otro—, no es esporádico, sino constante. Un informador oral llegó a la temeridad de decir: «Hoy habrá huelga de Metro, como todos ustedes tendrán memorizado». Creía el pobre que este verbo significa «tener presente» o «recordar»; y, en efecto, se memoriza recordando, pero cosas más complicadas que esa cotidiana trivialidad de una huelga.

Entre las lindezas mejor arraigadas en el lenguaje televisivo, figura el empleo de argumentos con el significado de «noticias»: «En el paisaje informativo de hoy figuran los siguientes argumentos».

Y se llama así a un incendio, a un asesinato, a una estafa… «¿No te has enterado del argumento?», podremos preguntar muy pronto: «¡Anacleto se divorcia!».

Prosigamos, pues, con los argumentos. Por ejemplo, con el empujón que está dando centralizar al viejo y breve centrar, acción que ya va quedando casi sólo en el fútbol (veremos hasta cuándo).

Y así, por las antenas se emiten cosas como ésta: «La pugna política se ha centralizado en torno a la corrupción». Porque es en el empleo de los verbos donde el neoespañol se está remozando hasta el infantilismo. He aquí construcciones características: «El entrenador osó en dejar fuera del equipo a Butragueño»; «Un grupo de manifestantes increpó a Li Peng con lanzarle huevos»; «El sistema Mitterrand ha degenerado el esquema constitucional francés».

Los desplazamientos semánticos producidos por la inseguridad en el significado de las palabras, producen extrañas alianzas de este tipo: «Los huelguistas esperan obtener más reivindicaciones»; las reivindicaciones no pueden obtenerse ni dejar de obtenerse, sino, a lo sumo, aquello que se reivindica. ¿Lo entenderá el escribidor? Otro caso semejante: «El Juzgado es custodiado por fuertes medidas de seguridad». No explica el informador con qué van armadas las medidas.

Las pérdidas que sufre el idioma con tales erosiones se compensan en parte con intrépidas aportaciones que aumentan su caudal. Poseíamos, por ejemplo, erizamiento para nombrar el resultado de erizar o erizarse el pelo. Pues, según un periódico madrileño, aquella desventurada exorcizada en Granada «experimentó erización de sus largos cabellos». ¿Debíamos conformarnos con el adjetivo inspector (a)? Ese mismo diario (insisto; de los mejor escritos) ha acuñado su doble, refiriéndose a la «función inspeccionadora» de una Comisión. Y no tenemos por qué resignarnos a sólo raciocinio, desde que allí mismo un politólogo ha reprochado a otro su «razocinio carente de imaginación»; es un raciocinio con más dosis de razón. Pero ya no me caben más argumentos en el paisaje de hoy.