Primer edil

De pronto, no se sabe por qué, los medios de difusión se encaprichan con una palabra, y dan con ella verdaderas palizas a lectores u oyentes. Exactamente igual que los nenes cuando les regalan un tambor o una trompeta. No puede afirmarse que el vocablo edil estuviera olvidado, ni mucho menos; pero sí que estaba borrándose de la memoria de los recién llegados al idioma. Los veteranos sabíamos que significa «concejal» a secas. Los doctos podían añadir que fue una manera semihumorístíca y semipedante de llamar a los concejales en el siglo XIX, y de la cual había afirmado el Diccionario de Autoridades, en 1732, que era «voz latina y sin uso». No estaba mal traída al idioma, por semejanza del cargo con el de los ediles romanos, los cuales tenían bajo su cuidado, según su nombre indica —es derivado de aedes «edificio, casa, templo»—, tales cosas de la ciudad.

Pues bien, alguien agudísimo descubrió el vocablo por los desvanes del Ayuntamiento, le gustó, pensó que era un modo muy refinado de decir «alcalde» y, en las últimas elecciones municipales, contagió a otros habladores, y todos juntos se pusieron a llamar ediles a los máximos jerarcas municipales y a rubricarlo por escrito. Su estilo ganó, sin duda, en elevación, pero a costa de la dignidad aneja al más preclaro magistrado urbano, disminuido de grado con tal designación.

Como la inventiva idiomática, gracias a Dios, nunca falta, otro ingenio cayó en la cuenta —se lo advirtieron, tal vez— del error terminológico, y se sacó del caletre ese melindre que convierte al alcalde en el primer edil. No he oído ni leído que se le denomine «primer concejal», por la simple razón de que se tiene claro el significado sobrio y más bien rancio de esta última palabra, y a nadie se le ocurriría jugar con ella y forjar semejante sandez; pero edil es más volátil y vagaroso, lo cual facilita el trabajo a los sandios, que son incansables.

Y puesto que nos hemos metido en los agrestes predios municipales, bueno será recordar la gran lección idiomática que el duque de Alba ha propinado al alcalde de Sevilla. Según la noticia de prensa, el premier hispalense se enfadó muchísimo con el duque porque éste puso en duda la plenitud de sus facultades culturales. Y lo castigó despojándolo de un cargo —sin sueldo— del Ayuntamiento, diciendo a los periodistas que lo «había cesado» por el desacato. A lo que Jesús Aguirre, que corta un pelo en el aire con el filo de su humor, hubo de rectificarle advirtiendo que lo «había destituido», porque cesar es verbo intransitivo y no se puede cesar a nadie. Con lo cual, volvió a darle al alcalde en la matadura de la cultura. Gloriosa victoria para la lengua castellana la que habría obtenido el duque de Alba con esta pica puesta en el Flandes del lenguaje municipal, tan rebelde, si políticos, escribidores y habladores se enteraran de que uno puede cesar, es decir, dejar de desempeñar un cargo, pero no puede ser cesado, sino destituido.

Y es que cada vez estremece más el lenguaje que se gastan las gentes con poder. No sé quién lo tiene en la «Línea de alta velocidad Madrid-Sevilla», que se permitió insertar en la prensa, hace algunas semanas, el siguiente aviso: «A partir de las cero horas un minuto del día 1 del mes de Agosto, deberán considerarse en tensión los conductores pertenecientes a la citada línea de contacto, dispuesta para la tracción eléctrica. Cualquier contacto de las personas con los citados conductores, bien sea directamente o por medio de hierros, alambres u otras piezas metálicas, puede provocar la muerte por electrocución». Cuando un gentil lector me envió este recorte, pasé un minuto de fastuosa fantasía imaginándome a los desventurados conductores de trenes de esa línea avisando a familiares y amistades: «¡Consideradme en tensión!», y echando chispas y repartiendo calambrazos. Me costó caer en la cuenta de que esa empresa sólo anunciaba que ya había venido la luz. Con esta muestra pública de solvencia que ofrece, habrá que pensárselo dos veces antes de montar en su tren: la gramática lóbrega que gasta mueve a profunda desconfianza.

Desde Rubén Darío, lo municipal se asocia con lo espeso, de tal modo que ambas cualidades son poéticamente una misma. No salgo, pues, de un ámbito consistorial, si introduzco en esta crónica unos pocos tropezones hallados en el estilo de gachas que hoy es propio de tantos comunicadores.

La transitividad e intransitividad, responsables de líos como el de cesar que hemos visto, hacen que muchos comunicadores segreguen municipalidades como ésta: «Los jueces han deliberado la sentencia». El verbo intransitivo deliberar (que exige «Los jueces han deliberado sobre la sentencia»), es interpretado como vago sinónimo de algo así como «discutir», y se hace grácilmente transitivo.

A la inversa, al verbo debatir, que es transitivo («El Consejo de Ministros ha debatido los presupuestos generales para 1992»), se le lleva al otro bando, y escribe el escribidor sin alma: «El Consejo de Ministros ha debatido de los presupuestos generales para 1992». El proceso mental que ha conducido a este error es el mismo que antes: la absoluta incapacidad para diferenciar matices. El escribidor, que conoce los verbos deliberar y debatir, no sólo les atribuye idéntico significado que a discutir o a tratar de —claramente más vulgares y obvios—, sino que los fuerza a las mismas construcciones. Es incapaz de percibir que los contextos en que deben funcionar tales vocablos son diferentes.

No abundan mucho en el lenguaje los fenómenos de cruce o contaminación, que dan origen a una palabra por mezcla de dos que poseen sentido próximo. Resultan siempre de la fritura lingüística que bulle en el caletre de los hablantes, como el de este informador que, días pasados, cruzando respaldo y espaldarazo, ha alumbrado este prodigio en un gran diario nacional: «El informe Abril Martorell tal vez no reciba el respaldarazo del Ministerio de Sanidad».

Claramente, los últimos casos constituyen perversiones que no parecen destinadas a generalizarse, y que revelan sólo el desparpajo con que se gana el pan bastante gente, sin el menor sudor de su lengua. En cambio, lo de cesar por destituir parece que ya no tiene arreglo. Y lo de edil lleva el mismo rumbo con el favor probable de muchos alcaldes, a quienes agradará ser motejados de primer edil. Al oído, es de una delicadeza superior.

Honestidad

Si uno de nuestros antepasados, aunque fuese reciente, sintiera curiosidad por averiguar cómo anda el mundo que abandonó —cosa improbable, según las estadísticas—, se llevaría una sorpresa al enterarse de que, entre las cualidades que se elogian en quienes administran, figura, muy en primer término, la honestidad. Si completaba su observación con la noticia de las medidas disuasorias del acoso sexual en el trabajo, con las loas que reciben la pareja estable, e incluso la abstinencia total, pensaría que un ramalazo de ascetismo había sacudido a los hispanos, hasta el punto de que, para ser ministro o presidente de un banco, por ejemplo, se prefería a los castos. Incluso para cualquier otro menester. Leería, sin ir más lejos, que un entrenador de fútbol ha dado pruebas de ser muy honesto en todos los clubes que lo han contratado.

Se extrañaría, sin embargo, de la campaña del «póntelo/pónselo», y de muchas facilidades actuales, contradictorias con el prestigio que parecen poseer la represión o el buen orden de la libido. Hasta que descubriera cómo se llama ahora honestos a quienes en vida suya se calificaba de honrados. Hoy, un gerente puede dar gusto a los instintos hasta extenuarse, sin perder un átomo de honestidad. ¡Tenía tan claro que, en su tiempo (incluido anteayer), la honradez habitaba al norte y la honestidad al sur del ecuador corporal! He aquí, con cuánta precisión definían los académicos dieciochescos el primer concepto: «Aquel género de pundonor que obliga al hombre de bien a obrar siempre conforme a sus obligaciones, y cumplir la palabra en todo». Y el segundo: «Moderación y pureza contraria al pecado de la lujuria».

Se acabó la distinción, y la honradez ha sido prácticamente jubilada: la otra ha invadido casi por completo su territorio semántico, conquistado en un lento proceso de conflictos que requeriría larga explicación tras ellos, tales vocablos llegaron al deslinde definido por el Diccionario de Autoridades, que ahora se desvanece con la omnímoda vigencia de la honestidad. Los conflictos se refieren, claro es, al hecho de que lo honrado se ha sentido secularmente anejo a lo honesto de la mujer: no podía ser honrada si no aniquilaba hasta la más pequeña concupiscencia. Como decía Villegas, «los pasos, Cleobulina, / de una mujer honrada, / son, de su casa al templo, / son, del templo a su casa». Sobre tales pasos fundaban su honra el marido y demás parientes varones. Los cuales, no precisaban de la castidad rigurosa para poseerla.

La honestidad era una virtud casi terminantemente femenina en toda Europa. Así en Francia, donde, junto al significado de «probo o íntegro», que posee honnête, igual para hombres que para mujeres, se desarrolló una acepción desde el siglo XV sólo aplicable a la castidad de estas últimas: «Una mujer honesta es un tesoro escondido», sentencia una máxima de La Rochefoucauld. Pero, aclara Le Robert, con la evolución de las costumbres sexuales la palabra tiende a envejecer, y se ha aplicado a mujeres que, teniendo relaciones extraconyugales, salvan las apariencias. Por antífrasis irónica, les honnêtes filles pueden ser las prostitutas.

El caso es que ni el francés ni el italiano establecieron tan enérgica diferencia entre honrado y honesto como nuestra lengua, quizá por el prurito de la honra que caracterizó a los españoles antiguos, tan quisquillosos e inciviles. De hecho, la situación en tales idiomas, y en portugués, es más o menos la misma que ahora se impone entre nosotros: en honestidad confluyen las acepciones de «castidad» e «integridad», con claro predominio de ésta por devaluación social de aquélla. Y como el inglés registra idéntico fenómeno, en el plenario influjo de éste hay que buscar la causa de la confusión ya triunfante entre conceptos que, hasta hace no mucho, se distinguían bien. De hecho, cuando yo oigo elogiar la honestidad de alguien, hombre o mujer, mi primer impulso me lleva a imaginar con cuánto recato y pudor procede en pensamiento, palabra y obra. Me cuesta caer en que, simplemente, no roba, no prevarica, no miente y otras cosas así.

¿Gana algo la lengua con la indistinción? Los idiomas no se enriquecen sólo incorporando palabras para nombrar conceptos nuevos, sino también, y muy especialmente, afinando en la nitidez inequívoca de su léxico, trabajándolo para que permita diferenciar lo que, siendo próximo, no es idéntico. Fue lento quehacer de los siglos distinguir con exactitud la integridad en general de la integridad sexual. La pérdida de estima que ésta sufre, no impide que siga habiendo personas a las cuales sigue conviniendo la calificación de honestas.

La confusión es una consecuencia más de la laxitud, del déjame estar de las mentes dominantes. Leo en una información periodística que «Leopoldo Torres se ha manifestado a favor de que el Código Penal incluya penalizaciones contra el racismo». No es creíble que jurista tan distinguido afirmara eso, cuando es bien sabido cómo el Código Penal sólo se ocupa de las penas, y no de los castigos que se imponen en el deporte; porque eso son las penalizaciones.

A propósito de éstas, sobresale esa pléyade de locutores para quienes es lo mismo «debe ir solo» que «debe de ir solo». O ese comentarista político que reprocha a Gorbachov el haber mantenido su adherencia a la ideología comunista, y no su adhesión. U otro congénere a quien no tiembla el bolígrafo al diagnosticar: «La antigua URSS confronta una situación dramática», cuando lo que hace es afrontarla.

Esa misma plaga de reducción de matices y de anulación de útiles diferencias significativas, se observa al confundir lapso con lapsus; o al hablar de erigir un muro, evitando construirlo o levantarlo. Eso, y no los neologismos necesarios, son lo preocupante en la hora actual del idioma; no tanto por este, al fin simple instrumento, cuanto por el caos que delata en la sesera colectiva. La guerra a honradez da aún más que pensar.

Inmerso

Señalaba en otro «dardo» cómo muchos hablantes y escribientes se enamoran súbitamente de un vocablo, y apedrean con él sin tregua a los consumidores de sus noticias o comentarios. Al auge de primer edil, supera tal vez el de inmerso. Lacónicamente define esta palabra el Diccionario como «sumergido, abismado». En la primera acepción, era sólo empleado en labia muy culta; ni siquiera oí nunca, ni leí, que el principio de Arquímedes se enunciara diciendo: «Todo cuerpo inmerso en un líquido…». En cuanto al segundo significado, solía aplicarse a quien tenía enajenadas todas sus potencias en una actividad.

Pero no es ésta la significación que ha dado origen a la actual inflación de inmerso, sino la de físicamente «sumergido» (como heredero que es del verbo latino immergere, «meter en el agua»). De la cual, por metáfora nauseabunda, salen sus empleos cuando se dice que tal o cual equipo está inmerso en los últimos lugares de la clasificación, que un procesado está inmerso en al artículo 12 del Código Penal, que un magnate anda inmerso en deudas, o que un futbolista estaba inmerso en fuera de juego.

Cualquier hallazgo así fluye por el teclado de los escritorios con la insistencia de una mosca. Ocurre que los llamados patriarcas gitanos han resuelto impedir la venta de droga en sus poblados (son, por lo visto, lugares de jurisdicción exenta). Un informador denominó ley seca a esa medida, dándole el nombre de aquella veda total de alcohol que, en Norteamérica, alumbró la edad de oro del gangsterismo. La invención —tal vez graciosa en el caso del inventor, siempre que no se repitiera—, fue acogida con el fervor que cualquiera puede apreciar abriendo un periódico u oyendo un diario hablado. Es decir, que hasta para nombrar una situación característicamente hispana, resulta preciso el auxilio foráneo. Ni siquiera lo grotesco del invento frena a los deslenguados.

El cese de nuestra antigua capacidad metafórica se advierte igualmente en la coincidencia de dos periódicos que llaman cadáver exquisito al Parlamento, por el ejercicio sistemático de la inclemente y sorda mayoría gubernamental. Aquí, ni siquiera sospechan que ese cadáver no es ningún muerto, sino un ingenioso juego surrealista consistente en que varias personas escriben sucesivamente palabras, sin ver lo que han escrito quienes les preceden, dando lugar a frases disparatadas, cómicas y hasta poéticas. El nombre del juego se formó precisamente así: escribiendo alguien cadavre, y añadiendo otro al ignorado sustantivo el adjetivo exquis. ¿Tiene algo que ver eso con la apisonadora parlamentaria? El Congreso tiene algo de cadáver, pero de exquisitez, óigase a algunos diputados.

Si ya no excedemos en la creación de metáforas, tampoco se aprecia en muchos el empleo adecuado de las ya convertidas en léxico común, o de los modismos. No resulta fácil encajarlas a quien no las ha mamado; como aquel concienzudo hispanista holandés que se preciaba de hablar puro Cervantes, y que, al llegar a Barajas, adonde yo había ido a esperarlo, me disparó: «Ya estoy aquí, de golpe y porrazo». Algo parecido ha hecho ese informador enviado a Yugoslavia, que ha escrito: «La caída de Vukovar, convertido en símbolo de la resistencia croata, sigue levantando ampollas en las autoridades croatas». Otra reportera informa desde Moscú, para que lo comprendamos bien, que «los presidentes de Rusia y la URSS dieron ayer la vuelta a la tortilla en sus misiones clásicas». Nunca empleado con más propiedad ese tropo de cocina.

Aunque, a veces, el estro se les remonta a los forzados del idioma; así, cuando uno asegura que Ghali, el inminente secretario de la ONU, «fue el arquitecto del entendimiento entre egipcios e israelíes». Y ese otro, que atribuye a un ex ministro —no me lo puedo creer— la declaración de que «conviene restar traumatismo a los cambios de líderes en los partidos» creyendo que traumatismo es sinónimo riguroso de trauma, y sólo lo es cuando resulta de un garrotazo, trompazo o similar. Pero, a lo mejor, el declarante quería decir eso precisamente, que no deben dilucidarse los liderazgos a mamporros: el panorama admite esa posibilidad. Y ya metidos en énfasis, poco cuesta proponer, como un diario atribuye al PNV entre comillas, el deseo de «profundizar el aislamiento de HB». Pretende, sin duda, dejarlo inmerso.

Otra metáfora está abriéndose camino en el idioma con pujante fertilidad; la veo usada dos veces en lugares distintos del mismo periódico. Explicando cómo atracaban unos forajidos, puntualiza que tenían siempre la precaución de «calzarse un gorro o media en la cabeza para no ser reconocidos». Por su parte, aquella cronista de la tortilla, incluía el revelador detalle de que Gorbachov, ayer, «se calzó la shapka, una chaqueta de punto, y la sonrisa para conversar con el pueblo». He aquí, pues, cosas que ahora pueden calzarse: un gorro, una media, una chaqueta y una sonrisa. Antes era sólo lo que cubría pies o manos: ¿quién puede dudar de cuánto amplía la prensa la angosta extensión del lenguaje? Nada impide ya calzarse una camiseta, unas gafas o una peineta. Lo cual convence sólo si son prendas de cabeza, ya que muchos deberían someterla a un podólogo, pero deja perplejo en otros casos.

Parece muy grave la zafiedad que, con aceleración imparable, se está imponiendo en el empleo del idioma por quienes viven de él. Hay que referirla a la grosería que reina como norma en nuestras relaciones, y al caos mental anejo, tal como resplandece en la siguiente noticia acerca de unas investigaciones sobre las radiaciones ionizantes: «Estos trabajos demostraron que con las dosis actuales de radiactividad el riesgo de contraer cáncer o leucemia es de tres o cuatro veces superior al establecido como correcto». Hay, pues, una dosis establecida para arriesgarse correctamente a la enfermedad maldita; si aquella es mayor, se incurre en incorrección. Por supuesto, no pongo comas ni preposición. Todo gran texto debe respetarse.

Efectivos en el Oriente Medio

Ya tenemos guerra para distraernos los ratos de ocio. Encallecidos los tímpanos de escuchar atrocidades, sin defensas mentales para pensar que cada ráfaga perfora vidas y que cada bomba avienta entrañas. Nuestro tiempo ha realizado el viejo ideal de contemplar los horrores, que los viejos juglares satisfacían con exhortos dirigidos a los ojos de su público:

Veríades tantas lanzas premer e alzar […]

tantos pendones blancos salir bermejos en sangre,

tantos buenos caballos sin sos dueños andar.

Pues ya los vemos, con los subrayados espeluznantes de las crónicas. Su lenguaje nos acerca al conflicto o nos sitúa a más prudente distancia, según se refiera al Oriente Próximo o al Oriente Medio. Ambas cosas vemos escritas y oímos sin cesar, para aludir al mismo pedazo del globo. Y además, Medio Oriente, con extraño desorden de palabras que calca el inglés Middle East.

No se introduce con ello confusión alguna: se llame como se llame, todo el mundo sabe que esos términos diversos apuntan al mismo escenario. Pero quizá conviniera respetar el uso español, mucho más preciso que el anglofrancés. En efecto, en nuestros hábitos terminológicos, el Oriente Próximo o Cercano Oriente comprende Israel, Líbano, Jordania, Irak, Siria, Turquía, Arabia y Egipto. El Oriente Medio incluye Irán, Pakistán, la India y sus países limítrofes. Más allá queda el Extremo o Lejano Oriente, con China, Japón, Corea y países del Pacífico.

Ocurre, sin embargo, que ni franceses ni anglohablantes distinguen entre los que llamamos Oriente Próximo y Oriente Medio, y que con esta última designación engloban a todos los países que nosotros diferenciamos como hemos dicho. En francés, se emplea Proche Orient, Oriente Próximo, para aludir a las naciones de la Europa sudoriental: Albania, Yugoslavia, Bulgaria y Rumania. Pero una reacción purista en que participa la prensa, tiende a rechazar Moyen-Orient, como calco del inglés Middle East, y lo sustituye por Proche-Orient. Idiomáticamente, no hay, por tanto, en francés, más que un Oriente Medio o Próximo y otro Extremo o Lejano. Los italianos proceden igual, y hacen sinónimos Vicino y Medio Oriente, aunque, a veces agrupan de este último modo Irán y el subcontinente hindú. La habitual distribución de países que establece nuestra terminología, parece más acorde con la geografía y, sobre todo, con el conflicto: el Oriente Próximo o Cercano engloba a todos los países metidos ahora en la danza de la muerte. Por una vez, parecemos más precisos, y estaría bien que los medios de comunicación se atuvieran a tal precisión.

A causa de la guerra, el lenguaje épico ha penetrado en los informativos con su brillante vigor. Vivía, pero refugiado en las crónicas deportivas, con sus disparos, ataques, vanguardias y demás metáforas aplicadas al fútbol, donde son cañonazos los chutazos, aunque éstos sean menos respetables que los vomitados por una buena batería. Sin embargo, no todo es ficción, pues también tienen sus muertos los estadios y aledaños. A pesar de ello, son meros remedos: la guerra ha restituido su valor pleno a las palabras.

Junto con la propiedad léxica, ha vuelto el énfasis, no ausente del idioma deportivo, pero menos justificado que en el relato de una animalada bélica. Hoy, 21 de enero, titula un diario nacional: «Lluvia de misiles sobre Arabia Saudí», y la imaginación del lector se excita figurándose un denso y vertiginoso descendimiento de incontables ingenios asesinos, tantos como las gotas de un aguacero. Pero se sigue leyendo, y ocurre que fueron sólo —o nada menos— seis seguros y tres probables. Ya en el desarrollo de la noticia, se engalla otra vez el estilo del redactor, y habla de «la oleada de misiles». Más agua; pero ahora compacta y embistiendo.

Otro diario de la misma fecha, cuenta la salvajada de este otro modo: «El Ejército iraquí lanzó varias andanadas de misiles Scud contra Arabia Saudí». Parece un poco más propio, pero no demasiado, si se tiene en cuenta que la andanada es la descarga simultánea de una andana, esto es, de un conjunto de piezas artilleras puestas en línea.

Vamos a acostumbrarnos a muchos perros inflados como ésos, que son la sal de la expresión guerrera. Otro ejemplo al azar. Narrando el tejemaneje que se traen americanos y turcos en la base de Incirlik, dice el mismo diario: «Varios testigos presenciaron el aterrizaje de cazabombarderos F-III, sin los correspondientes arsenales de bombas y misiles», que, lógicamente, habían lanzado sobre Irak; pero lo curioso es que un avión vuele con un arsenal a bordo, aunque sea mucha su capacidad. Visto el aterrizaje con ojos menos arrebatados, lo que faltaba en los F-III era simplemente su carga destructiva.

Pero lo más seductor en la jerga noticiosa de estos días es el empleo que prensa y radio están haciendo de los efectivos. Se lee, se oye, por ejemplo, que «las tropas iraquíes en Kuwait alcanzan los 430 000 efectivos». Habíamos localizado ya esta gracia en varios locutores deportivos: «El Atlético avanza con tres efectivos», es decir, con tres jugadores; pero ya conocemos las piruetas de tales reporteros. Creíamos más serios a quienes trajinan con asuntos bélicos, pero no: les han quitado el juguete a sus colegas del balón.

Y así, un recluta, un marine o una rata del desierto son un efectivo. Pero efectivos son las fuerzas militares, estimadas cuantitativamente, que se hallan en disposición de combatir. Y es normal que el vocablo se emplee en plural, porque, si no me engaño, se consideran también efectivos, junto con las personas, las armas y los demás medios de acción con que cuentan. Llamar efectivo a un solo combatiente, es tanto como denominar orquesta al pianista o tripulación a una azafata. Nada constituye obstáculo, sin embargo, para la intrepidez con que se está edificando el neoespañol. Si la guerra se prolonga mucho, esa sandez acabará calando, y oiremos cómo una madre justifica su llanto diciendo: «Tengo a mi hijo de efectivo en el Golfo».

Ah, el pasodoble de Las corsarias atacado por una frívola posmoderna clamará: «Efectivo español, / efectivo valiente…».

Kuwait City

Cuando escribo, acaba de empezar «la madre de todas las batallas». Confieso no entender tal expresión. ¿Es alguna referencia coránica? ¿Se trata de un superlativo semítico, para ponderar la magnitud del enfrentamiento? Mejor, pues, traducirlo por «la batalla padre», que resulta más castizo y comprensible. El caso es que los medios de difusión repiten psitácicamente (esto es, como loros) el misterioso decir de Hussein, sin que nadie lo aclare, y, lo que es peor, sin que nadie pregunte, tal vez por miedo a mostrar pocas entendederas. Corro el riesgo de manifestarlas suplicando una elucidación.

El caso es que arde el Cercano Oriente u Oriente Próximo, ese trozo del planeta que el español nombra así, más precisamente que las lenguas que lo aluden como Oriente Medio. Una gentil lectora me advierte que, en inglés, existe Near East, equivalente a nuestra designación. Pero no; ese término, según lo que he podido averiguar, remite a comarcas muy distintas, que pueden ser el Norte de África, Marruecos incluido, parte del Sur de Europa y, en ocasiones, Afganistán y la India.

Arde, en efecto, el Oriente Cercano, según claman hoy radios, televisiones y periódicos, con propiedad unas veces —porque están incendiados, en efecto, muchos pozos petrolíferos—, y otras, con metáfora tan sobada, que debería avergonzar usarla. Y con arenas y ciudades ardiendo, el lenguaje crepita, y huele a churrasco. Por supuesto, el ataque se inició —solamente: no empezó o comenzó para nadie—, apenas finalizó —y no terminó o concluyó— el plazo concedido por la coalición. De nada sirvieron las gestiones pacificadoras previas. Lo explica muy bien el informador de un gran diario nacional, dotado de amplias aptitudes épicas. Como tales gestiones se desarrollaron, dice, contra el reloj, a su pluma acudió, como el halcón al puño del cetrero, la siguiente belleza retórica: «A la bicicleta que compartieron la Unión Soviética e Irak, se subieron en marcha muchos dirigentes», pero éstos, los de Italia y Alemania, entre otros, «se caían del tándem en pocas horas». Es lógico, ya que no existe bicicleta capaz de brindar asiento a tantos rodadores.

Otro cronista, en distinto medio capitalino, informaba desde Amán que «el énfasis de las “emisiones” de la emisora» de Hussein (se observará el poliptoton embellecedor), «estuvo dirigido» (se trataba pues, de un énfasis direccionable, como ahora se dice) a las tropas iraquíes. La destreza verbal del escribidor llega a este punto de elocuencia (transcribo como él, sin comas): «Las marchas militares que separaron unas comunicaciones de otras tuvieron ayer una especial incandescencia y corearon cánticos contra la traición y aleluyas por la victoria». Esas marchas incandescentes que corean cánticos y aleluyas debieron de ser dignas de escucharse.

La autorización de Bush para emprender la gran balumba, se ha convertido unánimemente en luz verde, metáfora semafórica que destelló el día 24 en prensa y ondas, de tal modo que Schwarzkopf, «con la luz verde en el bolsillo», dio la orden de avance.

Este, según muchos de nuestros escribanos y locutores, inflingió graves daños al enemigo. Ganándose el pan con el sudor de la lengua, todavía no distinguen entre infligir e infringir, y sueltan aquel burdégano que, cabe suponer, seguirá coceando mientras dure la guerra. Como tampoco cesará lo de países coaligados, porque ya casi nadie parece enterado de que son coligados, esto es, ligados entre sí y no aligados (palabra ésta que sí existe, pero que nadie usa). La «coalición» ha metido ahí su hiato.

¿Cómo se ha vivido la espera del gran momento en las líneas de vanguardia? Con inquietud, sin duda, según narra sectariamente un periódico, aminorando la sublimidad del trance con la precisión de que los soldados norteamericanos han hecho acopio de «pastelitos de hojaldre, goma de mascar y papel higiénico», juzgando que éste les resulta más necesario «a medida que se aproxima el ataque». La larga mano de Bagdad ha llegado a algunas redacciones.

El nerviosismo, sin embargo, estaba más que justificado, y la esperanza en la solución negociada de que informaban los medios. Por lo cual, «muchos de los combatientes han estado conectados, en los últimos días, a las emisoras de onda corta». No se describe en el complicado uniforme de los aliados el enchufe para tales conexiones, pero, sin duda, allí está, oculto como preciado secreto militar. «Voy a conectarme —decía el marine— a una emisora de onda corta». Y al momento, Washington al aparato con rezos ad hoc (si es que no interfería Bagdad, con sus aleluyas).

Pero donde el idioma ha alcanzado un grado mayor de molimiento, trituración o linchamiento, es en el modo de nombrar la capital del Estado invadido. Muchos mapas, titulares y noticias coinciden en llamarla Kuwait City. Ni el menor asomo de sentido común ha hecho discurrir que esa es la denominación anglosajona para distinguir la ciudad («Al-Kuwait») del país («Dawla al-Kuwait»). Añadiendo City al nombre árabe, se alude a la capital; con sólo el nombre, al Estado.

Para nosotros, era sencillísimo neutralizar la ambigüedad del término, por el simple y normal expediente de mencionar «la ciudad de Kuwait» (o incluso empleando la aposición «Kuwait, capital»), cuando quiere hacerse referencia a ella; y reservar Kuwait para la nación. Pero el mimetismo acrítico que aqueja a los medios informativos ha preferido quedarse con el topónimo americano.

Introducido el sistema, ya nada impedirá hablar de «Madrid City», para mencionar la Cibeles y los autos que la rodean, con vistas a identificarlo frente a la provincia. «¿Cuál es la capital de España (o, más probablemente, del Estado español)?», se preguntará a los participantes en los concursos televisivos. Y los más lúcidos responderán con un fulgor de sabiduría en los ojos: «¡Madrid City!». Lo cual será glosado por la presentadora con grititos de ¡formidable!, ¡fantástico!, y ¡maravilloso! Lo mismo vale para Murcia. Y menos mal que Santander se ha puesto a salvo por Cantabria.

Debe desearse que la guerra acabe pronto; no hace falta decir por qué. Pero, a lo que cabe decir, debe añadirse la espantosa devastación de nuestro idioma que puede ocasionar.

Nota: Visto y no visto. La guerra ha acabado mientras copiaba a máquina este escrito. No ha pasado de ser una escaramuza para el idioma. Por ello y por todo, loado sea Dios.

La madre de todas las batallas

No entendía el anuncio huseinita de que su enfrentamiento en tierra con el ejército aliado sería «la madre de todas las batallas». Ha acudido en mi ayuda el marqués de Tamarón, con un recorte de The International Herald Tribune del 25 de febrero, que reproduce un servicio del New York Times sobre lenguaje, y esclarece el enigma. Por lo visto, tan misterioso decir, que aquí se repitió a lo loro, inquietaba también a muchos norteamericanos: el buen amigo que me ha sacado de dudas y yo no estábamos solos. El sueño, evadido desde que habló Sadam, aunque escaso, ha regresado a mis noches.

Según lo que dice allí, en la literatura árabiga se alude con «la madre de todas las batallas», a la de Qadisiwa, que se libró el año 636, en la cual, unidos por vez primera los árabes para combatir al ejército persa sasánida, alcanzaron una gran victoria, ocuparon la capital, Ctesifonte, y conquistaron los territorios situados al oeste del río Tigris. El infame bocazas ya había utilizado varias veces, durante la guerra que sostuvo con Irán, tan enfática frase. Pero, como tal contienda estuvo sumida en un espeso silencio, nadie se fijó en ella. Fue la reciente guerra, hecha ante cámaras y micrófonos, la que hizo popular el dicho. Está claro, pues, su significado: Qadisiwa, por ser la primera batalla que ganaron los árabes unidos, fue madre de todas las que siguieron. Y algo hace pensar en los oscuros designios de la Historia el hecho de que los grandes monumentos de Bagdad fueran construidos con materiales procedentes de Ctesifonte: ¿habrán acabado los bombardeos extranjeros con todo vestigio de aquella recordada victoria?

En fin, casi acabada la pesadilla bélica, y aun antes de la rendición iraquí, los media españoles se pusieron a discurrir como orates acerca de lo que pasaría el día después. Fueron muchos los titulares de prensa que se imprimieron con esa gracia; ante los ojos, tengo el de un gran rotativo madrileño que reza así: «Oreja: Es obligado pensar en el día después». ¿Aseguró eso el señor Oreja, o le han vertido su declaración, hecha en ático, al beocio? Esto es, al inglés, donde «el día siguiente» o «el día de después» se dice the day after. Traduciendo a mocosuena, sale ese el día después, tan acongojante, al que, en neoespañol, hará obligada compañía el día antes. Bravo.

Pero esa construcción, en que día (o año, o semana o mes…) funciona como núcleo de un sintagma nominal, requiere en nuestro idioma un complemento, normalmente un adverbio, con de (el día de después o de antes, o de hoy o, con acepción más vaga, de mañana). Otra cosa observamos en las locuciones adverbiales del tipo: «Ocurrió un día después o antes»; se trata de acuñaciones fijas, de idiomatismos, que escapan a la norma (como calle adelante, río abajo, tiempo atrás).

Otro término que ha pululado —parece que ya menos— por las secciones de internacional en los media, para aludir a qué sobrevendría tras la crisis, ha sido poscrisis. ¡Con qué fruición se ha escrito y se ha pronunciado tan redicho vocablo! Como si la crisis hubiera terminado, y una riente primavera hubiera estallado en el Cercano Oriente. Casi ni de posguerra se puede hablar con rigor, ¡conque para hacerlo de poscrisis! Pero, desde aquel sublime autosuicidio de las Cortes franquistas, se ha instaurado en la parla española un desenfrenado amor a los prefijos. Hemos de ver cómo acaba llamándose «posdomingo» al lunes.

Donde parece que la crisis no se resuelve es en la Justicia nuestra de cada día. Una sentencia que un alarmado lector ha puesto en mis manos, me cerciora con horror de que, en algunos sectores de ella, tiene nuestro idioma la madre de todas las derrotas. Cuando yo creía que éstas se estaban produciendo en los media, he aquí que algo horrible se trama contra él en ciertos Tribunales. El escrito a que me refiero, emanado de un Juzgado madrileño, es rigurosamente ininteligible. Sus dos folios consisten en una sopa de letras.

Me limito a reproducir el fallo: «Que estimando como estimo la demanda promovía por el Procurador Sr… en representación e.… contra…, debo declarara resuelto el contrato de a rrendamiento de local de negocio que les ligaba… Asi por esta mis sentencia, que pronucio mando y firmao, haciendo saber a las partes que la misam no es firme y que contra ella podran interpomer apelación ante este Juzgado para la anterllma. Audiencia…». Pero, en el resto del documento, se lee rperse ntación, exponeer, qu, resuleto, pertienen-tes, prubas, semencia, propiet ria, trasnformó, denomiación, otro-gada, deco ntrato, apoedrados, trqspasar, publicaidad, respos bilidad, Tribunal Supreimo, dipsuento… Hago sólo una breve selección de monstruos.

Se queja el Consejo del Poder Judicial de los escasos medios con que cuentan los Tribunales. Compruebo ahora su gran razón: por no poder pagar dignamente al personal de sus despachos, contratan, sin duda, a niños sin escolarizar o a perturbados, para que les pasen a máquina sus sentencias. Y así, no es raro que en documentos como el presente se lea también «vajo el apercibimiento» o «feacientemente» o «Ley Expecial». Pero cabe preguntar si son responsables el mecanógrafo o la mecanógrafa. Porque esos folios vienen firmados por un juez. Quien firma, responde. A todos los efectos, es el juez quien ha escrito esas atrocidades. Después de haberse tomado seis años para resolver el pleito, ni de tiempo dispuso para echar una ojeada a lo escrito. ¿O sí la echó?

Otra pregunta más: ¿obligan una sentencia, o, incluso, una ley, cuando no se expresan decorosamente? Quien perdió en ese litigio, debiera haber apelado hasta la ultimísima instancia. ¿No convendría que el Consejo del Poder Judicial exhortase a todos los togados a respetar las leyes, incluidas las que el pueblo se ha dado para hablar y escribir?

Al leer esto que un juez de Madrid ha firmado, he sentido un enorme bochorno. Y hondo temor, por si el destino me depara caer bajo su firma.

Pro y contra los neologismos

Una lengua que nunca cambiara sólo podría hablarse en un cementerio. La renovación de los idiomas es aneja al hecho de vivir sus hablantes, al anhelo natural de apropiarse de las novedades que el progreso material o espiritual va añadiendo a lo que ya se posee, y de arrumbar, por consiguiente, la parte inservible de lo poseído. Novedades, claro, que es preciso nombrar, manteniendo como solución frecuente los términos de origen. Muchas veces, no sólo atraen los objetos materiales o espirituales nuevos, sino también palabras o formas de hablar ajenas, que se juzgan preferibles a las propias, por razones no siempre discernibles.

Pero ese movimiento, normal en todos los idiomas, no se produce sin resistencias que surgen entre los hablantes mismos, y que no son menos necesarias en el acontecer idiomático que los impulsos innovadores. Son fuerzas centrífugas, que tendrían efectos dispersadores si no actuaran otras de acción centrípeta que combaten la disolución.

Normalmente, el flujo de las novedades se produce desde una lengua a otra u otras cuyos hablantes le conceden explícita o implícitamente la condición de líder. Y han sido, históricamente, los más alertados, los más interesados en el progreso quienes han promovido y defendido la innovación. En Roma, fue Horacio quien sostuvo la licitud de emplear términos, sobre todo de origen griego, para poner al día las ideas: «Es lícito y siempre lo fue poner en circulación vocablos recién acuñados». Y añadía: «Del mismo modo que los bosques renuevan su follaje con la sucesión rápida de los años, así caen las viejas palabras y se ve, según sucede con los jóvenes, cómo florecen y adquieren fuerza las últimas que han nacido».

El castellano fue haciéndose lengua útil durante la Edad Media añadiendo al legado latino miles de arabismos que incorporó para nombrar cosas procedentes de aquella civilización entonces superior. Y acogiendo germanismos y galicismos que resultaron de los avatares sufridos por los reinos cristianos en los aspectos militares, administrativos, religiosos y políticos. No hay testimonio de que a este verdadero alud que caía sobre el retoño neolatino se opusiera resistencia alguna; las condiciones culturales no conocían ese tipo de reacción, y el idioma recibió esas palabras como parte de su crecimiento natural.

La aceptación acrítica prosiguió en el Renacimiento; Juan de Valdés, por ejemplo, comentando la abundancia de arabismos, asegura que «el uso nos ha hecho tener por mejores los (vocablos) arábigos que los latinos; y de aquí es que decimos antes alhombra que tapete, y tenemos por mejor vocablo alcrevite que piedra sufre (azufre), y azeite que olio». He aquí, pues, reconocida por Valdés, una causa fundamental del neologismo: el tenerlo por mejor, sin causa clara, que el término propio. No olvida, como era de esperar, la otra causa, más evidente: la necesidad de servirse del término árabe para «aquellas cosas que hemos tomado de los moros».

Más adelante, declara su posición ante las voces nuevas, las cuales, para él y en aquel momento, sólo podían ser italianas. Valdés, que interviene con su nombre en su Diálogo de la lengua, enumera algunas que el castellano debería adoptar (como facilitar, fantasía, aspirar a algo, entretener o manejar), por lo que sufre el reproche de otro de los coloquiantes, Coriolano, precoz purista: «No me place que seáis tan liberal en acrecentar vocablos en vuestra lengua, mayormente si os podéis pasar sin ellos, como se han pasado vuestros antepasados hasta ahora». Otro tertuliano, Torres, interviene con decisión: cuando unos vocablos ilustran y enriquecen la lengua, aunque se le hagan «durillos», dará su voto favorable, y «usándolos mucho», dice, «los ablandaré». Un cuarto personaje, Marcio, toma la palabra: «el negocio está en saber si querríades introduzir éstos por ornamento de la lengua o por necesidad que tenga de ellos». A lo que Juan de Valdés contesta resolutivamente: «Por lo uno y por lo otro».

He aquí, pues, planteado el problema del neologismo a la altura de 1535, bien manifiestas ya las actitudes fundamentales en torno a él que habrán de ser constantes con el correr de los siglos. El Diálogo de la lengua ofrece, además, testimonio muy importante acerca de otro fenómeno que induce la mutación en los idiomas: la sensación de vetustez que rodea a ciertas palabras, y la necesidad que sienten las generaciones jóvenes de sustituirlas por otras de faz más moderna: la que había llevado, por ejemplo, a cambiar ayuso por abaxo, cocho por cozido, ca por porque o dende por de ahí.

En cuanto a la actitud ante vocablos foráneos, aparte los latinos, apenas hay testimonios del siglo XVII. He aquí lo que pensaba Fray Jerónimo de San José, en su Genio de la Historia, de 1651; aunque la decadencia de nuestra patria era ya patente, todavía permanecía el orgullo imperial. «En España, más que en otra nación, parece que andan a la par el traje y el lenguaje: tan inconstante y mudable el uno como el otro. Lo cual, si con moderación y elección se introdujese, no calumnia, sino loa podría conciliar. Porque el brío español no sólo quiere mostrar su imperio en conquistar y avasallar reinos extraños, sino también ostentar su dominio en servirse de los trajes y lenguajes de todo el mundo, tomando libremente […] lo que más le agrada y de que tiene más necesidad para enriquecer y engalanar su traje y lengua, sin embarazarse en oír al italiano o francés: este vocablo es mío; y al flamenco o alemán: mío es este traje. De todos con libertad y señorío toma, como de cosa suya […] y así, mejorando lo que roba, lo hace con excelencia propio». Lejos de causar aprensión, los neologismos constituían un honroso botín.

Viene, pues, de lejos la preocupación por los vocablos nuevos en la lengua común (en la artística, las fuerzas se manifestaron de otro modo). Muchas y muy preclaras mentes los defendieron en los Siglos de Oro; pero, en general, con una condición: que tales vocablos enriquecieran nuestro idioma o lo ornasen. Lo que ahora no consideran muchos innovadores, que tantas veces obran por incultura y mera inconsciencia mimética.

Casticismo y purismo

El idioma francés, según es bien sabido, impone su yugo a los demás durante el siglo XVIII, en coincidencia con la instalación de la dinastía borbónica en Madrid y con una aflictiva depauperación cultural de España; cualquiera que sea la importancia de los ilustrados y de los «novatores» como testigos de que existía una conciencia más lúcida que la dominante, no podían contrarrestar la infecundidad de ésta.

Los franceses marcan la pauta de la modernidad, y nuestros hombres más reflexivos señalan el camino que deben seguir los españoles para instalarse en ella. Como paso previo, hay que asimilar el saber de nuestros vecinos, estudiándolo; y, para ello, hay que conocer su lengua. El siempre benemérito Padre Feijoo lanzará una proposición escandalosa: que los jóvenes no sean obligados a estudiar latín y griego, pues las obras maestras que en tales lenguas se escribieron, ya están traducidas a los idiomas modernos. Que aprendan, en su lugar, lenguas vivas, y, en primer término, francés, en el cual, afirma, «hablan y escriben todas las ciencias y artes sutiles». Esa Carta erudita de 1756 produjo un enorme revuelo: caía en medio de un fuerte afrancesamiento de las costumbres y parla diarias, y de la polémica consiguiente. Es por entonces cuando el problema del neologismo sale de los círculos minoritarios, para convertirse en un verdadero debate público.

Cobran cuerpo, en efecto, aquellas actitudes que, en mi crónica anterior, veíamos apuntar en el Diálogo de la lengua; las posturas resistentes se agrupan por entonces bajo dos banderas que deben distinguirse: casticismo y purismo. El casticismo había surgido en la primera mitad del siglo XVIII, apoyado por la Academia, que, al determinar en su Diccionario cuáles eran las palabras legítimamente castellanas, patrocinaba su empleo y, en su caso, la resurrección de las que eran de casta. La Academia no se fundó, en realidad, para combatir los galicismos, que aún no constituían problema a la altura de 1713, sino para «fijar» la lengua, que, según ella, había alcanzado su perfección en los Siglos de Oro. Será más tarde, ya en la octava década, cuando abandone aquella actitud, en cierto modo neutral, hostigada por una opinión muy extendida que la juzgaba inoperante, y por algunos intelectuales encabezados por Tomás de Iriarte, el cual la acusó ante Floridablanca de sólo «meterse a reimpresora de libros». Al convocar en 1781 el concurso para premiar una sátira contra los vicios introducidos en la poesía española, la Institución se incorpora al otro movimiento, gemelo, pero no coincidente.

Porque si el casticismo limita su aspiración a mantener activo el caudal léxico castizo, el purismo es una fuerza que combate directamente los galicismos. José Cadalso encarna la actitud casticista cuando asegura que, si ha de traducir algún texto extranjero, se pregunta: «Si yo hubiese de poner en castellano la idea que he leído, ¿cómo lo haría?». Intenta recordar si algún clásico nuestro ha dicho algo parecido, y, si lo encuentra, reviste con sus frases inmaculadas el texto traducido. Representa, en cambio, la obstinación purista un «Jorge Pitillas», por ejemplo. Como es natural, nada impedía a un purista ser a la vez casticista: en realidad, se trataba de posturas necesariamente complementarias.

Los más inquietos espíritus del siglo intentaron romper tan estrechos corsés. Feijoo había emitido opiniones tajantes: «¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad»; los puristas «hacen lo que los pobres soberbios, que quieren más hambrear que pedir»; para introducir un neologismo, no es preciso que nos falte un sinónimo: «basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más hermosura, o más energía». Jovellanos desdeña a quienes se han alarmado por la impureza idiomática de su tragedia Pelayo. El primer Capmany asegura que «todos los puristas son fríos, secos y descarnados». José Reinoso, en la Academia de Letras Humanas de Sevilla, en 1798, reconoce el derecho que tiene toda persona instruida a innovar con tiento. Alvarez Cienfuegos, un año después, hablando con el lenguaje de la Revolución en sesión solemne de la Academia Española, expone que lo humanitario, lo fraternal, anula todas las diferencias de castas, pueblos y lenguas, y se pregunta: «¿Por qué no ha de ser lícito a los presentes introducir en la lengua nuevas riquezas traídas de otras naciones? […] ¿No es una preocupación bárbara el querer que cada lengua se limite a sí sola, sin que reciba de las otras los auxilios que pueden darle y que tan indispensables son para los adelantamientos científicos?».

El problema más grave, entonces como hoy, lo planteaba la introducción de términos técnicos. En las antiguas artesanías existía un léxico ignorado que urgía rescatar para no admitir innecesarias novedades. La Academia quiso realizar esa labor, pero hubo de aplazarla para no retrasar la publicación del Diccionario de Autoridades. El Padre Terreros hizo el trabajo; pero su Diccionario constituía más bien un gigantesco panteón de formas escasamente rentables para la modernización de la ciencia y la técnica españolas. Era lo nuevo lo que había que nombrar, y aquella obra no dejaba de obedecer a un impulso casticista. Se precisaba orientar el trabajo por otro camino, el que emprendió Antonio de Capmany, en 1776, con su Arte de traducir el idioma francés al castellano, en cuyo prólogo reconoce que «el geómetra, el astrónomo, el físico, el crítico, el filósofo, no hablan ya el lenguaje del vulgo, con el cual se explicaban todos cien años atrás. Tienen otro vocabulario tan distante del usual como el de Newton lo es del de Ptolomeo». Está por estudiar lo que representó en la historia de nuestra lengua ese libro de Capmany, así como su posterior Diccionario francés-español (1801). Una enorme valentía, que contrasta con el apocamiento general ante la superioridad técnica del idioma galo, informa toda su acción; por vez primera, un español se impone la misión seria y científica de comparar ambas lenguas, intentando hallar una justa correspondencia, cuando se trata de palabras patrimoniales, o fijando una forma que corresponda al tecnicismo francés. Quizá sea muy prematura esta afirmación, pero creo que la entrada o consagración de muchas docenas de palabras, hoy de uso general, hay que referirla al Diccionario de Antonio de Capmany.

Cauces del neologismo

Es patente que la precisión de nombrar realidades nuevas constituye la primera causa para prohijar neologismos. Pugnan para ello dos soluciones: la hispanización o el simple empleo del extranjerismo. La primera se ve favorecida cuando el término ajeno admite un fácil acomodo fónico. O cuando se presta a calco, como fue el caso de cuarto de estar, fin de semana o vestidor. Cosas, todas ellas, que nuestra sociedad ha reclamado como suyas por necesitarlas como mejoras de su vivir. No digamos nada de la luna de miel.

Se conserva, en cambio, el vocablo de origen cuando no es fácil su sumisión a la fonología y fonética propias. Ahí están rondando desde hace muchos decenios, sin que reciban la bienvenida oficial, vocablos como sandwich o croissant, porque no se sabría cómo transcribir la pronunciación que les damos sin que ofendiera a los ojos. Y, sin embargo, son del todo necesarios, y no menos legítimos que jardín o botón, antiguos galicismos.

Pero el idioma no se detiene ante esas cuestiones cuando precisa un vocablo. Si la Academia no las admite, ello obedece a criterios que tendrá que revisar más pronto o más tarde; ya que si, por una parte, se decidió a hispanizar, con e— protética, palabras como estándar, eslogan o esprín, no ha hecho lo mismo con stop, spot o slip, porque se resiste a que tales consonantes finales rematen palabras españolas. Sin embargo, los hablantes, incluidos los académicos, no les hacemos ascos, porque son indispensables. Hispanizó clip como clipe, adelantándose esta vez en exceso, porque es probable que ningún hispanohablante haya escrito o dicho jamás clipe o clipes. Parece que ese camino no lleva muy lejos.

Contra la nacionalización oficial de los extranjerismos, ha surgido un obstáculo importante: es la entrada simultánea del neologismo por vía oral y por vía escrita. Hoy se oyen, pero también se leen, en prensa, carteles y televisión, centenares de palabras extranjeras, angloamericanas sobre todo. En épocas anteriores, y aún no lejanas, pudieron hispanizarse fácilmente términos como parqué, tiqué, champú, muaré, ponche, budín, bisté, yate, vagón, porque se escuchaban más que se veían. En cambio, cuando la Academia hizo el tímido ensayo de castellanizar güisqui, se produjo un alboroto regocijado; los hablantes tenían «in mente» la imagen picuda del original británico. Se plantea así en español, al igual que en otras lenguas, un grave conflicto que, indudablemente, está cambiando su estructura: la necesidad de neologismos, por una u otra razón, no sólo está modificando el sistema fonológico, sino también el morfológico, con formaciones del tipo camping gas, cineclub, auto-stop o cash-flow, que invierten el orden castellano de los vocablos componentes.

Pero existe aún otra causa que ensancha el cauce abierto a muchos extranjerismos, hasta el punto de hacerlos necesarios: en grandes masas de población, se ha desarrollado una conciencia del matiz, que antes sólo poseían las elites. Ello les permite valorar en el objeto rasgos diferenciales que va creando continuamente la moda, y que la publicidad difunde hasta el punto de hacerlos intensamente apetecibles. Un short, un slip, un body, unos bermudas, un panty o unos leotardos jamás serán confundidos con otras prendas anteriores de similar factura o función. Cuando se extendió el consumo de gin tonic, que tiene como componente el agua tónica, y la propaganda de su fabricante principal prestigió tal bebida por los años sesenta, dejó progresivamente de pedirse el ginfizz de las dos décadas anteriores: la tónica era lo que importaba. Los tradicionales huevos con tocino o torreznos, casi desechados por la dieta urbana moderna, reaparecieron transformados en huevos con bacon, que se diferencia por el tipo de corte y las vetas de magro. Se inventó como alojamiento de los altavoces una caja estudiada para mejorar el sonido, llamada baffle; con ello, el altavoz con baffle se hizo más prestigioso que el carente de tal caja; y ésta, que aporta el matiz diferencial, cedió por metonimia su nombre inglés al altavoz, aunque el nuevo objeto se distinga poco del anterior. Existía el vaporizador o pulverizador para proyectar el líquido de un frasco en gotas muy menudas, apretando una perilla de goma; la cual fue sustituida por otro sistema de dispersión que funciona oprimiendo el tapón; la diferencia se marcó llamando atomizador al nuevo frasco, aunque siga vaporizando o pulverizando o, incluso, nebulizando igual que el de pera. Un libro de gran venta será best-seller si el marketing lo ha preparado para serlo; al verlo anunciado así, se abstendrán de adquirirlo, por principio, los lectores buenos —que no siempre coinciden con los buenos lectores—, al menos en Europa. Sin embargo el término inglés posee mucho prestigio entre las gentes de poco discernimiento literario, que comprarán un best-seller, seguros de que con ello cumplen con la cultura. Un poster se parece a un cartel como una gota de agua a otra gota, pero un rasgo los separa: el poster no anuncia nada (en todo caso, anunció); y no se fija a una pared con propósito publicitario, sino sólo ornamental y, tal vez, ideológico.

Sin embargo, muchas veces, ni siquiera existe diferencia en el objeto que justifique la adopción de otro nombre. De muy pocos años a esta parte, el remolque que se engancha a los automóviles como casa móvil, y que había cedido su nombre al francés roulotte, ha pasado a denominarse caravana, conforme al inglés; nada ha importado que tal nombre contradiga tanto los sentidos que caravana ha tenido en castellano, al menos desde el siglo XIV. Sencillamente, gusta más. Todas las Universidades que aspiraron antes a poseer un terreno acotado para reunir sus edificios, llamándolo Ciudad Universitaria según el modelo francés, lo denominan hoy campus, aunque en nada se parezca a las cuidadas y respetadas praderas de las Universidades norteamericanas, y carezca de los perfectos servicios académicos y no académicos que éstas suelen ofrecer en tales recintos. No cabe desdeñar, como causa de algunas innovaciones léxicas, este deseo mágico de poseer una cosa apropiándose de su nombre. Con ese método, nuestras autoridades educativas creen haber hecho una importante reforma, imponiendo a la inglesa los departamentos, las áreas de conocimiento, los créditos, los masters, los diseños curriculares, etc. También el orinal se ha ennoblecido considerablemente al anglobautizarlo como sanitario.