Un expansivo y joven actor cubano ha declarado a un periodista nuestro: «Ustedes hablan un idioma plano; cuando digo que algo es lindo o hermoso me miran como si fuera de otro planeta».
No parece rigurosamente cierta la lisura actual de nuestro idioma. En efecto, es poco común el empleo de hermoso, pero no hasta el punto de que obligue a mirar como extraterrestre a quien lo emplea. Resulta justa, en cambio, la observación referida a lindo. No aparece casi nunca en labios o plumas comunes, y, si se atreviera a asomar, provocaría la sonrisa que suscita lo cursi. Aunque pertenezca a nuestro patrimonio idiomático desde hace siete siglos. Procedente del latín legitimas, calificaba lo ajustado a ley. De ahí, que pronto pudiera significar «puro» y «bueno, cabal o perfecto», (el primero de estos sentidos aún perdura en buena parte de América), y se aplica también a «toda cosa que contiene en sí su proporción natural con hermosura y belleza», según definía Covarrubias a principios del XVII.
Pero lindo tiene en su cuerpo fónico algo de lindo, evoca finura no poco finústica. Los creyentes en el lenguaje natural han atribuido siempre al sonido l la expresión de lo blando, lo leve y lo grácil; y al de i, la propiedad de significar lo diminuto, cariñoso e íntimo. Ello fue culpable, tal vez, de que el sentido definido por el gran lexicógrafo áureo se desviara hacia lo fililí. Evidentemente, en su tiempo, ya era vocablo más propio de mujeres que de hombres; pero éstos no lo rehuían por sistema, y lo empleaban, por ejemplo, para ponderar la belleza de las damas. Aplicado el adjetivo al varón, lo tildaba de serlo poco, de tender a fémina. Una heroína lopesca dice de un pretendiente que es «un lindo todo alfeñique, / hecho mujer con bigotes».
Con esta falta de unanimidad en el uso, la palabra estaba sujeta a empleos veleidosos. Podía calificar sin malicia alguna: un zapato o un ingenio lindos lo eran; pero podía añadir ironía a una excusa o a una mentira lindas. La gitanilla Preciosa «se holgaba viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón». Con ¡Oh qué lindo o qué lindico!, se expresaba burlonamente la sorpresa o extrañeza.
Venía, pues, a ocupar toda la gama semántica en que hoy reina de modo exclusivo bonito, voz que alternó primero con lindo, y acabó desplazándolo en España. Podía generalizarse porque su empleo no era sólo propio del habla femenil, como no llegó a serlo lindo en América, donde, tal vez a causa de ello, perduró. Es hecho curioso que, al igual que ese adjetivo, bonito haya llegado a su significado estético en conexión con la bondad (se trata, huelga decirlo, de un diminutivo de bueno).
Maravillosamente se atribuía también lindeza a quienes empedraban su lenguaje con palabras entonces sorprendentes y pedantescas. El Don Diego de Agustín Moreto es lindo, entre otras cosas, porque habla un lenguaje inusitado. También en una comedia de Lope se habla de «un lindísimo mancebo / de estos que dicen acción, / en sustancia, reducción / y todo vocablo nuevo». Porque, entonces, esos vocablos hoy comunes sonaban a extravagancia, al igual que muchos de los que ahora chocan serán de curso legal muy pronto tal vez.
Pero, entre tanto, no renunciemos a llamar guays a los que otrora lindísimos (porque no perdamos de vista ese guay juvenil, que incluye, aunque desbordándolo, lo bonito): son los que hinchan de viento el idioma, o inflalenguas. He aquí una muestra breve de cómo actúan.
Si alguien carece de prestigio, o, simplemente, no es conocido en un determinado ámbito, se dice que «le falta incidencia» en él, según se ha sentenciado del nuevo ministro de Trabajo respecto del mundo laboral. Este verbo incidir puede ser emblemático —ahora se llama así lo representativo— del modernísimo guay; no sólo sustituye a influir («El precio de la carne ha incidido poco en el IPC de este mes»), sino a coincidir («Las autonomías inciden todas en la misma demanda»), ocuparse de algo («El orador incidió en el problema de la vivienda»), afectar («La contaminación incide especialmente en los asmáticos»)…
Axial es también el empleo de contexto. Leo que la actuación de un juez de Valencia no fue correcta, dado «el contexto en que se desarrollaron las declaraciones de los implicados»; o que, «en otros contextos, lo imputado no sería reprobable». Era, hasta no hace mucho, un vocablo que empleábamos en Lingüística para designar el contorno que rodea a una determinada unidad, dentro del cual adquiere su valor (permite diferenciar, por ejemplo, los significados de regla en oraciones como «Le dio con la regla en la cabeza» y «Ya está todo en regla»); y la situación cultural o social que el hablante y el oyente deben compartir para que su mutuo entendimiento sea posible (se engañaría mucho un conservador dando un cordial abrazo correligionario a un conservador soviético). Pero los lindos actuales se han apropiado del tecnicismo para designar con él las circunstancias; pruébese a poner tal palabra en lugar de contexto, y se verá qué exactamente coinciden. Sin embargo, ¡resulta ésta tan exasperadamente bonita!
Como farolillos multicolores alegran también el aire de ese lenguaje nocturno los verbos que, sobre modelos ingleses o franceses, adoptan un -izar como cola suntuosa: concretizar por concretar, objetivizar por objetivar, culpabilizar por culpar; optimizar por optimar; ilegitimizar por ilegitimar; priorizar por dar prioridad, liderizar por liderar, depauperizar por depauperar, y tantos otros.
Fundamental para sentar plaza de guay avanzado es emplear los vocablos en sentidos corridos poco o mucho de significación. En vista de que la señora Thatcher puso menos objeciones en Dublín a la unidad europea, se ha escrito que «se mostró menos beligerante»; con menos lindeza se hubiera dicho intransigente. Se atribuye a nuestro Presidente haber afirmado (aparece entre comillas) que dicha señora «ha llevado a cabo un paso sustancial»; de haberlo dado, no sería nada guay. Aún más arcaico hubiera resultado el señor García Damborenea si, en lugar de estar inmerso en un expediente disciplinario, se hubiera limitado a estar sometido a tal formalidad.
Como verá el mencionado actor caribeño, no es tan plano el lenguaje de la Madre Patria; simplemente, preferimos lo guay a lo lindo. Aunque hay informadores que participan de ambas escuelas; así, quien transmitió el último partido Atlético-Madrid, mientras se alindaba como un ángel (con el «restan seis minutos para el final», por ejemplo), no vaciló en afirmar ancestralmente que un delantero remataba «de una manera muy feble». En todo hay eclécticos.
Curiosamente, TVE parece satisfecha del idioma que emplea. Uno de sus portavoces, en un debate sobre el lenguaje en los medios de comunicación a que asistí recientemente, arguyó, ante objeciones mías, que la expresión de la emisora responde al uso actual, y no a antiguallas; que gran parte de los dislates no son atribuibles a sus profesionales, sino a la multitud de los entrevistados o invitados a hablar ante las cámaras; y que otros son resultado de la prisa.
Así, pues, el más potente de nuestros medios no ejerce una autocrítica que permita sospechar propósito de enmienda, a diferencia de otros menos poderosos, hablados y, sobre todo, escritos, que manifestaron su preocupación por la elocución clara, sencilla y compartida. La poderosa, como es normal, desdeña.
Obviamente, hay deslices idiomáticos absolutamente disculpables, sobre todo ante el micro. Contando la respuesta de la ministra portavoz del Gobierno a la pregunta de un periodista sobre la imaginaria dimisión del ministro de Cultura, una locutora (no de TVE) dijo que el rumor se había comentado con «jugosidad» en el Consejo, en vez de la «jocosidad» de que habló la señora Conde; cometía un lapsus accidental, achacable quizá al desconcierto que le produjo leer cómo asunto tan grave (la demora en cambiar el Gobierno, que una gran parte de los ciudadanos juzga excesiva), fuera celebrado en la Moncloa con risotadas.
Ya es menos justificable que, ahora sí en TVE, se siga hablando constantemente de la crisis petrolífera, cuando resulta obvio que debe decirse petrolera, ya que petrolífero es «lo que contiene o produce petróleo». Como también sorprende que, en un noticiario reciente, se afirmara que «Bush ha perdido varias gobernaturas» (por los gobiernos de varios estados). Y causan cefalea sus anglicismos superfluos, como el extravagantemente empleado al informar de que una fábrica incendiada «no volverá a ser operativa hasta la primavera». ¿Contaría eso así el común de los hispanos, o diría más bien que esa fábrica «no volverá a funcionar hasta la primavera»? Es demasiada la presunción de TVE si se cree incorregible.
Son las tonterías constantes o las novedades gratuitas lo que suele ocuparme en estas crónicas. La sandez reiterada acaba instalándose en el idioma, anulando matices normalmente correspondientes a diferencias conceptuales que el español posee y, tal vez, comparte con otras lenguas de cultura. Muchos medios de comunicación no reproducen lo que es natural en la lengua moderna, sino que fuerzan a hacer natural lo que es contra natura, y a perder o a sustituir modos expresivos de superior precisión.
Confieso mi simpatía por la televisión de la Comunidad madrileña; trajo frente al monopolio de la estatal una frescura nueva en sus noticiarios, y trató asuntos que la otra evitaba. Poco más veo de ella —ni de ninguna—, salvo tales noticiarios, y las sabatinas futbolísticas, cuyo pertinaz aburrimiento alivia el sillón. No son muchas las, prevaricaciones idiomáticas en lo leído por sus locutores; estremece, en cambio, lo que dice el habitual narrador de partidos.
Con todo, el principal locutor de los informativos nocturnos practica tenazmente lo del «punto y final», con ese absceso de y que pica en el oído. Y acostumbra a interrumpir la lectura de noticias con advertencias como ésta: «En un minuto, les contamos lo que sucede en el Golfo». Quiere decir que aguardemos un minuto, sin escapar de la emisora con el mando a distancia; y que, vaciada una alforja de anuncios, será saciada nuestra impaciencia por saber qué ocurre allí.
Pero no es eso lo que sugiere normalmente la preposición en seguida de una precisión temporal. Asegurar que un trabajo se hará en dos meses, significa que se emplearán dos meses en realizarlo, no que se empezará cuando hayan pasado dos meses. Por tanto, lo que TVM avisa a sus adictos es que se dispone a informarles de qué ocurre con tanto tanque y tanta fragata, tardando sólo un minuto en hacerlo. En un santiamén, como quien dice. «Pasado un minuto», o más simplemente, «dentro de un minuto», lo diría inequívocamente, y mejoraría el trabajo de tan discreto informador, y el buen hacer general de la emisora.
Del cual disiente el aludido locutor de los sábados balompédicos: cumple bien con la misión de barrenar el idioma, asumida por muchos informadores deportivos. De poder oírlo Don Quijote, creería que era aragonés porque, mucho más tenazmente que Avellaneda, omite los artículos (cosa que, en modo alguno, es rasgo de Aragón): se evaporan en su dicción, y no comparecen cuando se aguardan. Así, confirmando lo que vemos, afirma: «Villarroya corre por banda derecha», «Soler gana línea de fondo», «Butragueño dispara con pierna izquierda». Esa succión del artículo causa un vacío en el vientre, que llega a producir angustia, pues no da tiempo a reponerse: más de cuatro extracciones de el o de la llega a hacer en un minuto.
A cambio, proporciona sobresaltos con artículos inesperados, ya que, sistemáticamente, da en la flor de convertir los enunciados del tipo «despeja Juanito» o «despeje de Juanito», por «el despeje de Juanito». Y así, la visión de las jugadas va acompañada de una letanía de atributos: «La entrada de Nando», «El salto de Tomás», «El saque de Zubizarreta», «El despeje de Sanchis», «La carrera de Laudrup», etc., etc. Parece claro que intenta compensar con estas construcciones la poda en las otras. Pero eso, lejos de calmar la aflicción abdominal, la redobla.
Otras varias invenciones se deben al singular comentarista, pero el espacio sólo permite transcribir algunas; lo hago en un minuto: «El ambiente está a flor de piel», «Futre está fuera de toda perpendicular», «Gordillo se marcha en velocidad», «Nos informa nuestro compañero, que está a pie de césped», «La jugada ha sido no falta». Y, por supuesto, el omnímodo empleo de sobre («El agobio sobre la portería del Barcelona»), y la permanente confusión de la envergadura, o longitud de los brazos extendidos, con la estatura: «Parece mentira que, con su escasa envergadura, Baquero salte tanto». ¡Qué haría si tuviera los brazos más largos!
En la barra de la cafetería oigo que un vecino de taza dice a su acompañante: «Antiguamente, hoy era fiesta en toda España». Hoy es el 25 de julio. Y antiguamente, sólo muy pocos años, cuya cifra, de un dígito, no me molesto en comprobar. Claro que quien hablaba era ofensivamente joven, y cuatro o cinco años atrás lo remitían a una profunda antigüedad.
Lo envidio, porque sólo sentimientos melancólicos me ha inspirado este soso día de Santiago, que ha pasado inadvertido, cada ciudadano en nuestro trajín, mar o monte, y todos con su calor insoportable a cuestas. Salvo en Galicia, en Compostela, claro, donde se ha celebrado la quema anual de la bandera mientras el Príncipe pedía al apóstol que mantenga las raíces del ser profundo de España.
Habrán celebrado su santo los innumerables Santiagos, Diegos y Jaimes o Jaumes, como testimonio de que alguna raíz sí comparten, pero con menos conciencia cada vez de que es la misma. Y el día siguiente, compruebo en un periódico nacional que tampoco están muy claras las circunstancias de esa raíz, que hicieron del hijo de Zebedeo patrono de toda la nación. Porque asegura: «El viejo grito de las batallas de la Reconquista, en que los guerreros cristianos pedían la ayuda del apóstol para cerrar España, no era, en definitiva, sino la manifestación ritual, mágica incluso, de llevar adelante ese proyecto». ¿Qué proyecto? ¿El de completar la Reconquista y rematar los muros de la nación, taponando las brechas sarracenas? Parece que sí, pues el articulista añade: «La toma de Granada en 1492, lo hizo realidad después de ocho siglos».
No menos sorpresa me produjo escuchar en un solemne acto público a un celebrado escritor y orador, su deseo de que el viejo grito Santiago, y cierra España, se sustituyera por el de pedir que la abra, para que se acabe el oscurantismo que tanto nos ha dañado secularmente. Cuando, al concluir, le advertí que cerrar no significaba lo que él creía, me aseguró que no lo ignoraba, pero que daba mejor sentido para su intención interpretar tal verbo como echar llave y cerrojo. Piadosamente no creí que lo supiera, pues la ignorancia se absuelve mejor que la tergiversación o el engaño adrede.
Pero ya Sancho Panza manifestaba el mismo desconocimiento cuando pregunta al Caballero: «Querría que vuesa merced me dijese qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel san Diego Matamoros, Santiago, y cierra España. ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester cerrarla?». Don Quijote le contesta: «Simplicísimo eres, Sancho» (11, 58), pero no se lo aclara. Deja que la pregunta quede como mera necedad de Sancho, porque no juzgaba necesario explicar algo tan obvio.
Por los testimonios anteriores, parece que ahora sí es necesario aclarar qué significa aquel exhorto guerrero. He aquí cómo lo explicaba el Padre Mariana: en la batalla de Clavijo (a. 844), dice: «Los nuestros, con gran denuedo acometen a los enemigos y cierran, apellidando a grandes voces el nombre de Santiago, principio de la costumbre que hasta hoy tienen los soldados españoles, de invocar su ayuda al tiempo que quiere acometer» (vu, 13). Que tal invocación se producía lo prueba el Cantar de Mió Cid: en el fragor de la batalla, «los moros llaman Mafómat y los cristianos santi Yague» (v. 731).
En cuanto al sentido de cerrar, es neto: equivale a atacar. J. Corominas explica bien cómo tal acepción derivó del cerramiento o agrupamiento de fuerzas antes de entrar en la lucha. Y se mantiene aún en la frase cerrar con uno, es decir, atacarle.
Eso es, pues, lo que significa la hoy enigmática expresión: era una invocación de los combatientes al apóstol para que ayudara, y una exhortación a sí mismos, que son España, para acometer con fiereza. Una especie de sacudida al propio ánimo para que se fundiera, con el de todos, en un ímpetu incontenible. Muchos equipos deportivos practican hoy esta misma forma de sugestión.
Suele escribirse ahora la espoleante frase sin vírgula ante el vocablo final: Santiago, y cierra España. Pero va a hacer cien años que Rufino José Cuervo, aquel gigante colombiano de nuestra filología, dejó claro que España es un vocativo, y que, por tanto, debe precederle coma. En cuanto al verbo cierra, va en imperativo; sirva de testimonio este verso de Ercilla en La Araucana: «Gritando: ¡Cierra, cierra, España, España!». O estos otros de Quevedo: «Con Santiago en la boca solía España / salir a la campaña / diciendo en todo estrago: ¡España, cierra! ¡A ellos, Santiago!».
La última pieza supuestamente enigmática del exhorto es la conjunción: «y cierra…». El propio Cuervo explicó cómo es la misma que aparece en frases como «¡Ánimo, muchachos, y a ellos!»; «¡Un trago, y a correr!». Rodríguez Marín, por su parte, anotando el Quijote, añade otros usos coloquiales, y abundantes textos escritos antiguos, como la maldición que Lázaro de Tormes echaba al segundo de sus amos, el avariento cura de Maqueda: «San Juan, y ciégale». O esta otra petición, en el Don Clarisel, de Urrea: «¡Ay, Dios, y ayuda a tan buen caballero!». Se trata, pues, de una conjunción sin función copulativa; no une, sino que refuerza emocionalmente una estimulación vehemente, y vive plenamente en el lenguaje actual.
Todo esto es lo que Don Quijote no aclaró a Panza, porque entonces, y menos para un caballero, no precisaba aclaración. Hoy abundan los Sanchos, que, ante aquel grito legendario, se desconciertan buscando algo que cerrar. Ni siquiera consultan el Diccionario académico, donde leerían en la acepción 30, que cerrar significa «trabar batalla, embestir, acometer».
El desuso, por fortuna, de tan belicoso grito, ha hecho que se olvide ese significado de tal verbo. Y aunque no es cosa de rehabilitarlo para que resuene en los estadios cuando desfallecen, como suelen nuestras selecciones nacionales, sí parece propio que se le deje en paz, o, si se menciona, que no sea para hacerle decir lo que no dice.
Hace pocos meses se publicó el «libro de estilo» del gran rotativo norteamericano The Washington Post: algunos periódicos españoles dieron cuenta del riguroso código deontológico que en él se establece para garantizar la pulcritud de las informaciones, pero nada se dice —yo no lo vi— acerca de sus exigencias en el empleo del lenguaje. Tal omisión indicó que desde aquí esa cuestión no se juzgaba noticiable e interesante. Y, sin embargo, las consideraciones idiomáticas ocupan bastante más de la mitad del libro.
Éste, del que ha sido responsable Thomas W. Lippman, se abre con una elemental observación: «Las palabras son la materia prima de la información». El diario se destina a lectores de muy variados intereses y diverso nivel cultural, lo cual impone la precisión de exactitud y claridad. Es necesario comunicar la información, advierte, sin que distraiga o perturbe la forma de hacerlo. Sin olvidar tampoco que el periódico pasa por los ojos de muchas personas cultas, las cuales aguardan, dice Lippman: «que nos mantengamos en un alto nivel de uso del inglés. El rigor del estilo constituye una parte de la calidad excelente que los lectores tienen derecho a esperar».
No faltan en los medios de comunicación españoles los libros de estilo; alguno he contribuido a componer. Suelen hacer recomendaciones sensatas, que serían más eficaces si se consultaran más. No se escribiría tanto, por ejemplo, que un acusado «fue absuelto por falta de evidencias», en vez de «por falta de pruebas». Tampoco se repetiría que «se escucharon disparos por la noche», haciendo sinónimos escuchar y oír. Ni se diría «en relación a estos hechos», cuando la relación se establece con ellos.
Pero, claro, los libros de estilo no pueden preverlo todo; parten del supuesto de que los redactores cuentan con un dominio básico de su idioma, en el que no dudan. No sospechan que se pueda escribir (en un gran diario nacional): «En el pavimento de la calle Libertad del onubense pueblo de Cala, su alcalde ha decidido colocar cinco losetas con anagramas del PSOE». Hasta cinco veces se repite anagramas en la noticia para nombrar el símbolo o emblema del puño y la rosa. Es imposible adivinar que un redactor ignora que eso designa la palabra constituida por las mismas letras que otra, en orden diferente; no sólo invirtiéndolo (Roma-amor), según dice el Diccionario ateniéndose a la etimología, sino alterándolo de cualquier otro modo: recuérdese el feo y célebre Avida dollars que André Breton asestó al pintor de Cadaqués.
Un lector me envía, con todos los requisitos que garantizan su veracidad, esta breve relación de noticias espectaculares escuchadas por radio o televisión: «El ministro afirmó que sólo con la coordinación internacional se podrán asentar duros golpes al terrorismo internacional»; «Las cantidades (de divisas) que se pueden sacar por el procedimiento del maletín son efímeras»; «El señor Gil-Robles ha manifestado que debe defender al pueblo de las inclemencias de la Administración»; «Un frente frío que afecta tácitamente a todo el Norte de España»; «A Butragueño no le gusta hablar de su vida intrínseca»; en un pueblo vasco, a causa de la pertinaz sequía, el párroco ha decidido sacar en prerrogativa la imagen de su santo Patrono. Y, narrando una carrera ciclista: «Al final, el fugado sucumbió absorto por el pelotón».
Pero yo leo en periódicos cortesanos de este mismo mes: «El candidato a alcalde de Talavera se dedicó a hacer trapichonerías»; «Un concejal ha hecho un pacto subterráneo con el PSOE»; «La policía da escolta a la puerta de la clínica por temor a un atentado»; «El SED (un partido alemán) acelera su cambio de rostro; para ello va a cambiar de nombre». Un desventurado, a quien se había dictaminado un infarto, murió por falta de atención en un hospital de la Seguridad Social; quizá se hubiera salvado si, en vez de dictaminárselo, se lo hubieran diagnosticado. Y la metáfora según la cual se llama flecos a las cuestiones menores que quedan pendientes en una negociación, ha determinado, hace pocos días, que, en la Ley de Ordenación del Sistema Educativo, es decir, la LOSE, «queden aún algunos flequillos»; resultará más mona si se los rizan.
Repito: nada de esto es previsible en un libro de estilo. Procede de ignorancia, las más veces; y otras de lo que llaman los lingüistas laxismo o, en castellano mondo, dejadez. Multitud de profesionales de la palabra parecen usarla tumbados bajo un cocotero, adormilados con un feliz sopor satisfecho. Es decir, haciendo relax.
Oí por primera vez este vocablo en el jardín de un hotel puertorriqueño; hace muchos años, mientras, sentado ante un velador, me tomaba una piña colada. Cierta dama que reposaba en una tumbona, me invitó amablemente a ocupar otra próxima a la suya, porque tendría —eso me dijo— «mejor relax». Lo hice y, en efecto, me sentí cerca del éxtasis. No sospechaba que ese término inglés, de estirpe latina, cruzaría tan impetuosamente el Atlántico, y que su sentido contagiaría a nuestros relajar(se), relajación y relajamiento. No era difícil, pues del latín habían recibido en español estas palabras el contenido genérico de distender; y desde siglos se usaron para significar aflojamiento (incluso de vientre), alivio en el trabajo y esparcimiento del ánimo. Pero también corromper (se) las costumbres, enviciar (se). Esta última acepción, tenaz en el lenguaje de los moralistas, era dominante. La usaban también los médicos, al pedir al paciente de carnes tensas por el miedo que se relajara.
Pero la anterior prevalecía; decir de alguien que se relaja, suponía acusarlo de flojera moral. Y si tenía costumbres relajadas, lo mejor era desaconsejarlo como amigo a los hijos. De ahí provino el relajo. Pero he aquí que todo eso ha quedado redimido y hasta ennoblecido por el influjo benevolente del inglés relax; esta lengua, de manga tan ancha, ha prestigiado ya otros vocablos castellanos torvos, como rutinario o agresivo.
Y así, relajarse se ha constituido en el ideal psicohigiénico de nuestro tiempo. Todo el mundo cifra su ilusión en estar relajado. Hasta lo recomiendan, y cuánto, los entrenadores deportivos a sus muchachos, en lugar de la furia de antaño. Y, claro, lo practican con esmero quienes, al hablar o escribir, debieran tensar las neuronas. En lugar de eso, les entra a muchos la apatía, haronean, y se abandonan al laxismo desenfrenado que culmina en el ronquido. Pero ¿sólo sestea en eso nuestra vida nacional?
Muchas veces he hecho ya la necrología de vocablos que gozaron de sólido arraigo, y que han pasado a mejor vida en el neoespañol; ninguna tan justificada como la de verde, que, en su acepción de «obsceno», ha sido barrido del lenguaje más joven. Lo he verificado ante un grupo de muchachos y muchachas; algunos sabían qué era un chiste verde, aunque aseguraban que eso no pertenecía a su hablar; pero ya se despistaban ante el sentido de «viejo verde» o de «película verde». Si tal acepción no da encefalograma plano, está muy cerca de darlo.
Se extingue así aceleradamente la existencia de un uso muy español de tal adjetivo, que empezó a manifestarse en el siglo XVII. Se desprendió del tronco general latino que oponía la verde juventud, con sus atributos de fuerza, alegría y vigor, a la madurez y a la senectud, épocas de sazón y sensatez. Al viejo o vieja hostigados por el tiempo, pero que aún conservan un residuo juvenil, se les llamó en las lenguas románicas viejo o vieja verde, y se habló del verdor de su vejez, sin que ello connotase malicia: era sana su ancianidad.
Pero como es señal de lozanía la manifestación o afectación de actividad erótica, verde se cargó de ironía a finales del quinientos, para calificar a personas que, por sus comportamientos extemporáneos, resultaban escandalosas o risibles. De un individuo dice Castillo Solórazno que «era viudo y algo verde de condición, muy servidor de damas»; y Salas Barbadillo se refiere a «dos tías viejas verdes, que, en vez de refrenar sus inquietudes, aumentaban alas a su desenvoltura y ardores a su fuego».
Ese camino hacia el significado pleno de «lascivo» se abrió más a lo largo del XVIII, y el Diccionario de Autoridades definía en 1739: «Viejo verde llaman al que mantiene o ejecuta algunos modales y acciones de joven, impropios de su edad». Esa definición subsistirá en todas las ediciones hasta la de 1817, que cambia así: «Viejo verde. El viejo que tiene las acciones y modales de mozo, especialmente en materias alegres». Ello daba fe un poco menos pudorosa —aún mucho— de que la acepción estaba plenamente instalada en la lengua.
Pero, insistimos, sólo para calificar a personas. En los Siglos de Oro, se llamaba libro verde al que daba cuenta de las historias familiares, descubriendo no pocas veces pasados deshonrosos; célebre había sido el Libro Verde de Aragón (1507) donde un judío aireó manchas ocultas en abundantes linajes de aquel reino. El mismo nombre recibían los autores de tales libelos. Gracián, hablando de las diversas transformaciones que el mundo conoce, afirma que «la prostituta se hace celestina, el matón para en maestro de esgrima y el infame en libro verde», es decir, en infamador. Los chistes, cuentos, libros obscenos no eran verdes, sino colorados. Lo atestiguan desde Gonzalo Correas, en el seiscientos, hasta los Diccionarios académicos. El de 1803, por ejemplo, aseguraba que era colorado «lo impuro y deshonesto que, por vía de chanza, se suele mezclar en las conversaciones de gentes de poca crianza». Y así continuó hasta que, en 1939, se suprimió tal definición, y se remitió para ese significado a verde.
De adjetivar a personas, había pasado, pues, durante el siglo XIX, a aplicarse a todo lo libidinoso, desplazando al otro color. Gallardo, por ejemplo, asegura de un poema que es «sátira libre y verde, digna del Aretino»; Selgas dice de un personaje que «posee un repertorio escogido de cuentos sumamente verdes». Tan triunfante fue ese sentido que los académicos lo antepusieron en 1852 al aplicable a personas, parafraseándolo de esta manera: «Libre, inmodesto, obsceno; se aplica —añaden— a cuentos, escritos, poesías, etc.».
Estos empleos, tan vivos hasta ayer mismo, son los que se están extinguiendo, como puede comprobar cualquier vigía del idioma. Naturalmente, no se trata de un mero accidente léxico, porque esas acepciones desaparecen sin dejar sustituto. Se desvanecen, simplemente; y ello es síntoma de que se están quedando sin función. Sería tarea de sociólogo más que de lingüista averiguar las causas; la más elemental, y tal vez verdadera, puede ser que lo lascivo ha dejado de merecer calificación especial, para fundirse con lo normal que a nadie sobresalta. Tras anunciar que van a contar un chiste, muchos esperan hoy que sea acogido igual un inocente juego de palabras que una tremenda lubricidad: se estima que ningún oyente va a sufrir en su pudor (sería descalificado) por lo que oiga.
Insistí, sin embargo, con los mozos y mozas que me informaban: de algún modo tenían que calificar al hombre o a la mujer maduros que se insinúan con ellos, o los persigue o solicita lúbricamente. La respuesta fue unánime: son viejos guarros, tíos guarros, guarrones o guarronas, guarrindongos y guarrindongas. A nadie escapa el formidable desprecio que alienta en esos términos. El viejo y la vieja verdes eran vistos con ironía no enteramente descalificadora: se les miraba con sólo malicia e irrisión. A los nuevos españoles les merecen asco: tales individuos son sólo guarros.
¿Manifiesta esta palabra una actitud moral superior? Lo inmediato es contestar que sí, que son más sanos estos muchachos tan despectivos con los viejos aquejados de inmoderación sexual. Creo, con todo, que tal impresión debe matizarse. Más bien cabe pensar que, tras ese desdén, late la repulsa hacia quienes anhelan fuera de edad lo que a ellos sólo pertenece como normal, lo que ellos dicen y hacen sin considerar que cometen transgresión culpable. El senecto que merodea en torno a una joven con pretensiones de muchacho, la senecta que se insinúa con un adolescente, el viudo y la viuda que procuran ventajosa sustitución para lo que se comió la tierra, practican, sencillamente, la guarrería.
Es, sin duda, una actitud moral, pero de otra moral. Que acentúa, por cierto, la distancia impiadosa con que el juvenilismo de nuestros días considera a los mayores. Lo que a ellos no causa sobresalto alguno, constituye infamia cuando lo intentan carrocillas, carrozas y retablos. Tienen, sin duda, razón, pero es otra razón también. Se acabaron, pues, las personas y las cosas verdes; aquéllas, o son despreciablemente guarras o se han hecho notablemente ecologistas.
Es estupenda la variedad de acepciones que ha recibido esta palabra de ignorado origen. El Diccionario académico lo remite a la onomatopeya tac, y a ello se inclina también Corominas, sugiriendo que expresa el ruido del tarugo al ser golpeado.
Entre esos muchos significados tal vez fue primero el de «tarugo para apretar o sujetar algo» (el taco ahora afianza también en el estómago el trago extemporáneo); más tarde designó el «bodo-quillo» —según dice Autoridades— o pequeño bolo de esparto, cáñamo o papel que se ponía sobre la carga de la escopeta, y que recibía el empuje de la baqueta. De entre otras varias acepciones (por ejemplo, la de «martillo o mazo para golpear las bolas» en algunos juegos, que permitió llamar también así la vara pulimentada del billar), la de «bodoquillo» es, sin duda, la que ha motivado el empleo de taco con la significación de «palabrota»: ésta es expelida por el malhablado, cuando se le disparan los humores, como el pequeño burujo impulsado por el proyectil. En la lengua delincuente del siglo XVII, servía para nombrar el regüeldo. Y no poco de eructo tiene el ajo oral.
Por supuesto, el taco nada tiene que ver con las palabras rudas que designan cosas, acciones y personas con muy directo señalamiento. Éstas poseen sinónimos finos o menos hirientes. El «sudor de sobacos» puede ser mencionado en sociedad como «transpiración de axilas», mutando su naturaleza bárbara en delicado accidente. Sobaco no es taco, sino rudeza. Como tampoco lo son los múltiples verbos que designan el acoplamiento sexual, hoy sustituidos en gran medida por el atildado galicismo hacer el amor, que ha perdido su viejo significado de «cortejar». El taco es fundamentalmente interjectivo. Sufre también atenuaciones del tipo «cáspita», «caramba», «demontre», «mecachis», y cosas así.
Cela acuñó el certero término de piadosismo para este fenómeno de enmascaramiento, pero la piadosidad o la ñoñez no sólo afecta a los tacos. ¡Caracoles! es un taco piadoso; hacer pis, en cambio, que no es una interjección, no pasa de sinónimo fofo de un verbo tan educado como orinar.
He asistido recientemente a dos coloquios sobre el lenguaje actual, en sendas ciudades. En ambos salió pronto a relucir, como característica de nuestro tiempo, la abundancia enorme de tacos en la conversación. Han invadido, en efecto, dos territorios que les estaban hasta hace poco vedados; el idioma de las mujeres y el de los niños. En el de aquéllas, se evitaban enérgicamente como signos de feminidad; han sido conquistados ahora por muchas en nombre del feminismo. En cuanto a los infantes, cualquier osadía les dejaba huella en los carrillos. Veo y oigo ahora, a veces, en radio y televisión, programas con niños que apenas balbucean, y no los prodigan menos que en una jornada de remonta.
Imitan, claro es, lo que oyen, incluso en aquellos mismos medios, donde no pocos entrevistados aprovechan el micrófono para vomitar en él; y donde se les ofrecen bullendo en películas y series, españolas en particular, que los concentran para parecer realistas.
Se me preguntó en aquellos coloquios por mi opinión sobre este rasgo de la conversación moderna. Parece inútil descalificarlo en nombre de la urbanidad, concepto ya arcaico. Me acogí a mi propio sistema de valores, forjado en otra época. Habiendo sentido siempre el taco o el palabro como ajenos a la expresión femenina e infantil, no puedo, literalmente no puedo escucharlos en una mujer o en una criatura sin sentir repeluzno. Es como si las viera alteradas y trocadas contra natura. Eso no ocurrirá, supongo, a quienes hayan vivido tal situación sin haber conocido otra.
Pero no es esta cuestión, en que estética y ética andan entremezcladas, la que me suscita más preocupación. En el taco se coagula un mensaje irreprimible que no admite espera. La emoción que suele producirlo no concede tiempo para formularla con mayor elaboración. Todos experimentamos ese impulso, aunque sean muchos quienes pueden refrenarlo. Un amigo mío se conforma con llamar imprudente al conductor que casi lo atropella. Confieso que no hago mucho por contenerme, y que han fallado siempre mis propósitos de enmienda.
Sin embargo, veo con enorme alarma su generalización como hábito, como forma de normal expresión, vaciado muchas veces de emotividad, vehículo simple de lo que no se sabría expresar de otro modo. Testimonio probable de una sociedad con pensamiento tan elemental que no precisa lenguaje alguno para comunicarlo: le basta el eructo oral, tan próximo al regüeldo de los jaques de antaño.
Ya lo escuché el último sábado de junio, expelido por una linda locutora de televisión, que contaba cómo miles de ciudadanos se ausentaban esos días a gozar de sus bien merecidas vacaciones. Acuñación que se repetirá mil veces hasta septiembre. Todo el mundo se las ha ganado, según los medios de difusión, culpables de ese nauseabundo lugar común. Ni un solo pigre que no las mereciera se ha colado entre tanto extenuado. Cuantos escapemos más tarde, las habremos merecido también. Todos, sin descontar uno solo.
Asombrosa absolución la que ese tópico repugnante administra a la infinidad de cosas que hemos dejado de hacer o hemos hecho mal. Esa destilación de la estupidez que recidiva cada verano, y ya empezó a circular aquel sábado, alivió, sin duda, el malhumor de quienes, con el coche a tope de enseres y familia, rodaban como quelonios por los caminos que van a dar a la mar: «¡Lo tenemos bien merecido!». Nos consolará también.
Y qué placer llegar con la conciencia limpia. Qué maravilla hollar esa playa recién maquillada por el Ayuntamiento para que oculte su ajadura del año anterior. O ya marchita, qué más da, si la mente no siente culpa ante estas semanas que a nada obligan sino a alagartarse y a aletargarse.
Sólo aquella nubecilla velará tal placidez: la brevedad del asueto. ¡Cuán corto el placer, cuán largo el currar! Habrá que volver a la brega dura del otoño, del invierno, de la primavera; a la angustia de esos ridículos veinte minutos de abandono del tajo para desayunar, de esos fines de semana que no empiezan hasta el viernes; de esos puentes tan escasos; de esas festividades de las Pascuas que pasan de vuelo.
Pero tantas fatigas nos serán reconocidas por la prensa, radio y televisión cuando el año próximo repitan eso de las vacaciones que tanto nos merecemos, y obren como benéfico detergente sobre nuestros remordimientos.
Absolverán, por ejemplo, a quienes han dado en la flor de llamar las antípodas a Nueva Zelanda. El viaje, tan provechoso, parece, del príncipe don Felipe, ha sido devastador para el idioma, porque ha acabado de consagrar este femenino que se inventaron los deslenguados cuando nuestros Reyes recorrieron aquellas tierras.
Ya llamé entonces la atención sobre lo impropio de tal feminización gramatical de antípodas, en contra del uso secular del masculino los antípodas, y del puro sentido común, pues ese vocablo designa etimológicamente, como dice el Diccionario de Autoridades a «los moradores del globo de la Tierra diametralmente opuestos los unos a los otros. Es voz griega que vale tanto como pies contra pies».
Los antípodas son, pues, personas, pero los okupas de redacciones y emisoras han pensado que se trata de luengas tierras, de remotas quimbambas, y, más concretamente, de Nueva Zelanda. No estarán dispuestos a creerse que nosotros somos las antípodas de los neozelandeses, y que los peruanos, por ejemplo, tienen otras antípodas. Pero, si ya han impuesto el femenino a maratón, ¿cabe pensar que razonen y se arrepientan?
Como un vocablo es más sugestivo cuanto más raro, éste se ha instalado en el anémico vocabulario de cientos de informadores que fardan con él en instrucciones espeluznantes. Un diario explicaba que «el Príncipe Felipe no ha podido escapar al exotismo de Nueva Zelanda, las antípodas españolas». Dios sabe si cree que aquel archipiélago perteneció alguna vez a la corona de Castilla.
Y ya en pleno vértigo por el tobogán dé la necedad, la televisión madrileña explicó el 19 de junio que «Ruiz Gallardón es la antípoda ideológica de Leguina». Imagino a éste saludando gentil al joven y veterano pepista por los pasillos de la Asamblea: «¿Cómo te va, querida antípoda?». Y no sería imposible que, en la campaña electoral autonómica, alegres carteles pendieran de las farolas de la Corte con la consigna: «Votad a la antípoda».
¿Les será imposible aprender a nuestros compatriotas de boli y micro que una persona es el o la antípoda de la que apoya sus pies (podos) en el otro extremo (anti) del mismo eje de la tierra? ¿Que el conjunto de personas que viven en una punta de un eje son los antípodas de los que viven en la otra punta? ¿Que el heredero del trono viaja a los antípodas, lo cual, por metonimia, designa también el territorio donde éstos habitan sin necesidad de cambiarle el género? ¿Y que antípoda, en el sentido metafórico de antagonista o persona contraria a otra, será vocablo masculino (el antípoda, si es el señor Ruiz Gallardón), o femenino (la antípoda, si fuera la señora Tocino)? El señor Leguina es también, por supuesto, el antípoda de uno y otra.
¿Cabe mayor miseria intelectual, si estas cosas, antes precisas para ingresar en el Bachillerato, no impiden graduarse en la Universidad? Pues sí, ya lo creo que cabe. Leo hoy, por ejemplo, en un diario nacional: «La posibilidad de cambios en el Gabinete no ha gustado a ministros que no están en la égira de Alfonso Guerra». Me he lanzado al diccionario para confirmar que égira o hégira o héjira es la «era de los mahometanos, compuesta de dos años lunares de 354 días…, etc., etc.». Y que empezó a contarse a partir de la huida de Mahoma a Medina el jueves 15 de julio del año 622. ¿Adónde ha huido el señor Guerra, con trascendencia para fundar una era? ¿Qué ministros le acompañaron a su égira?
Tal vez el informador quiera sugerir una sutil relación entre Mahoma y don Alfonso. O quizá, simplemente, haya confundido la égira con la égida, pero lo dudo; si así fuera, se habría referido a los ministros que están bajo su égida, esto es, bajo su protección. Si están en su égira es que se han fugado con él. Misterios.
Y como no hay drama incapaz de suscitar una sonrisa, he aquí cómo relataba el mismo diario el reciente suceso de la desventurada que murió al ir a sufrir una operación de tobillo: «Falleció cuando estaba anestesiada para practicarle una intervención en el tobillo, producto de una caída». ¿Era el producto la intervención? ¿Lo era el tobillo? Y sigue: «Los médicos de guardia consideraron necesario intervenirla quirúrgicamente, pero no lo consiguieron, ya que la paciente reaccionó negativamente a la anestesia. Ello obligó a intervenir al médico traumatólogo». Ahora está claro: el médico era el producto.
Tal vez, a estas horas, tales azorines y valleinclanes estarán sorbiendo sol y papando moscas en la playa, disfrutando de sus bien ganadas vacaciones. Que las merezcan y las gocen deseo a mis lectores en este tórrido julio.
Antes de emprender el viaje de vacaciones, suelo poner orden en mis papeles; de lo contrario, el fantasma de mi mesa montañosa me perseguiría e impediría dormir. Contesto cartas del último trimestre, clasifico separatas, abro paquetes, devuelvo libros a sus estantes, y tiro bombillas fundidas, impresos, bolígrafos secos, catálogos, ofertas, convocatorias; doy por no recibidas invitaciones que olvidé, encuestas y notificaciones. Encuentro gemelos, llaves, gafas de sol, plegaderas que tenía en olvido; hasta una preciosa corbata china pintada a mano, preciado obsequio de una alumna. Y no paro en mi impaciente actividad hasta que aparece, por fin, el tablero de la mesa, el cual me sorprende siempre con un color inesperado.
Entre las cosas recuperadas, pocas estimo más que los recortes enviados por gentilísimos lectores de esta serie, con las estupendas barbaridades que detectan en periódicos y revistas. Suman centenares. Leyéndolos seguidos, se diría que sólo escriben orates. No: son los inevitables locos que nunca faltan en cualquier comunidad.
Tal vez no esté mal aliviar los rigores del verano sacando a la intemperie un tipo especial de alucinados: el de los adanes o inventores de idioma. Con aquellos que se sienten dispensados de emplear el código común, y remedan a Adán, invitado por Dios, recordémoslo, a poner nombre —¡esto es nominar!— a las cosas recién creadas. Sólo que estos adánidas los forjan sin necesidad, porque las cosas estaban ya bautizadas y registradas.
Se trata de una actitud bastante nueva ante la lengua; la cual era antes un sistema notablemente estable, y los vocablos poseían perfiles netos que se solía respetar. Al hablar o al escribir, se procuraba hallar la palabra justa, y cualquier error al localizarla se juzgaba reprensible atentado contra la propiedad. Dicho de otro modo: se confería el grado de analfabeto a quien lo cometía. Ahora, los adanes se sientes dispensados de tal cortesía, y acuñan el primer esperpento que se les viene a pluma o boca, con formidable orgullo.
Entre los recortes recobrados en mi actividad ordenadora, extraigo, pues, sólo algunos, reveladores del adanismo periodístico (de paso, recuérdese que adán se define en el Diccionario como «hombre desaliñado, sucio o haraposo»).
Fanático de la exactitud fue el cronista que, hace una semana precisaba cómo, en su ciudad, el termómetro había marcado treinta y seis grados con seis centígrados, trayéndonos la preciosa novedad de convertir el centígrado en unidad de medida. De la misma vesania matemática participaba otro corresponsal yacente en los Estados Unidos, el cual puntualizó en su diario que, en una de las preliminares, el candidato favorito sólo había obtenido el tercio por ciento de los votos. Ya no es sólo el lenguaje lo que renuevan estos adanes, sino la ciencia misma de los números.
Supimos por otro delirante que una esplendorosa actriz, esquivando el acoso de los fotógrafos que le aguardaban en el vestíbulo del hotel, «se sumió en la claustrofobia del ascensor». Así pues, aquella desventurada, por escapar del flash, contrajo la torturante enfermedad que, según es sabido, contagian los ascensores.
Mayor es el número de alucinados que ha decidido hacer el vacío a cohesión, y escriben (o pronuncian) coexión tal vez porque así la juzgan más explícitamente significativa. En efecto, lo que se cohesiona es porque coexiste; y si la coexistencia es íntima, aún le da mayor fuerza esa x de la coexión.
Fue un político, antiguo ministro y tal vez futuro, según van las cosas, quien, con el generoso propósito de tranquilizar a la opinión ante un acuerdo del Parlamento Europeo, tal vez avieso para la economía española, escribió, en pleno síncope de la razón: «No hay que dar a la cosa carácter detrimental. Quería decir que aquello no ocasionaba detrimento alguno a la economía, y abortó aquel fenómeno digno de ponerle carpa en la feria.
La actividad frenética de lengua y cheque desarrollada por el presidente de un club madrileño de fútbol, trae de cabeza a muchos informadores deportivos, que se hacen eco de cuanto vocea el locuaz prohombre, precursor de la perestroika. Y así, uno de ellos dio cuenta de «la aseguración» hecha por él, a propósito de no sé qué. El vocablo existió en castellano; ya nadie lo recuerda, y este lunático del boli lo ha reinventado porque se le vino a la lengua por inducción de afirmación, aseveración o algo parecido.
La droga: he aquí otro gran tema, comparable informativamente con el anterior. La policía busca esos polvos que viajan en suelas de zapatos, vaginas, maletas de doble fondo o suntuosos Cadillacs. Y persigue como puede a los agentes de la plaga. Días pasados, «como resultancia de sus pesquisas», desarticuló una red de traficantes. El Diccionario acoge ese vocablo como sinónimo de resultado. Su usuario no era, pues, un adán; pero sí un tanto avenado, porque ya es gana de incordiar esa de lanzarse a la resultancia.
Tal vez sea el juego la segunda calamidad pública, tras los estupefacientes. Se ha dicho, con verdad casi evangélica, que nuestra nación es una inmensa timba. En la cafetería, el tragaperras canta su musiquilla para recordarnos que está allí; por la calle, se vocea la suerte que nos perdemos si no la tentamos; el jeroglífico 1-X-2 alegra las fachadas de urbes y pueblos. Las radios sortean mercancías, pesetas o viajes entre las legiones de ávidos que telefonean para manifestar su inquebrantable adhesión a un producto. Y la televisión promueve bascas a todas horas, y la náusea desaforada e incontenible con algo que llaman «el precio justo». ¡Cuántos millones de ciudadanos viviendo al higuí! Un escribidor de chaveta estropeada calculaba, días ha, que «la población jugativa» puede alcanzar hasta el setenta por ciento (casi el tres cuartos por ciento, como diría el otro) de los españoles.
El verano se acerca y nos echa a la intemperie: sol y sal marina pueden destrozarnos la piel. Una especialista en cutis ha recomendado diversos conjuros contra aquel atroz peligro: hay que aplicarse varios zumos y menjunjes, y «proceder a su secaje» después de varios minutos.
Por fin —el espacio no da para más—, están los críticos de las diversas artes. Ha habido un concierto en algún lugar navarro, en el cual se interpretaron piezas del Padre Soler; pero los minués «resultaron un poco pesantes». No tuvo culpa alguna el intérprete, que se mostró «cómodo en cualquier literatura (?), sabio de registration y holgado de recursos».
Confío en que mis lectores sigan aumentándome estos tesoros; con el calor agosteño, los sesos hierven y se agrava la esquizofrenia idiomática. Pero ¿por qué se prestan rotativas y micrófonos a tales alunados?
Los cronistas de sociedad solían emperifollarse antaño con un estilo, más que refinado, relamido. No en vano la sociedad de que se ocupaban era la buena sociedad, de exquisito gusto y ejemplares costumbres públicas. Escribir sobre ella requería que el lenguaje se vistiera de esmoquin y destilara galanuras de léxico y sintaxis. Pasaron, por fortuna, aquellos tiempos del muaré gramatical, y entraron los de la tela vaquera para nuestros informadores de fastos de fuste.
El Príncipe don Felipe está acercándose a la edad de convertirse en novio oficial, y, como siempre ocurre cuando esto pasa en una familia reinante, se han desatado ¿cábalas?, ¿conjeturas? No: especulaciones. Un periódico reciente, recogiendo tan urgente actualidad, aludía a dos revistas que «no han perdido el tiempo en especular quién conquistará el corazón de la Familia Real española».
A la horterada de emplear el verbo especular en esa acepción de «hacer suposiciones», la cronista, porque es mujer, añade la de forzarlo a ser transitivo, ahorrándose el sobre o el acerca de que ahí demanda el sentido común: especular sobre o acerca de quién. Con lo cual se podrá decir, volviéndolo por pasiva, que tal o cual agraciada «es especulada» como futura esposa del Príncipe. Se escribirá, habremos de verlo.
Pero la preocupada periodista añade este andrajo de dril: «Los rumores parecen indicar que la reina Sofía se ha decantado por la princesa noruega (Marta Luisa), una joven sencilla y deportista, educada a la vieja “ultranza real”». Se echa en falta la explicación de cuál sea esa ultranza, que ha resultado del concubinato cerebral de usanza con la locución a ultranza, tal vez porque aquella usanza es tenaz y las Casas Reales suelen mantenerla a ultranza, esto es, pase lo que pase.
Asombra que tantos cuyo trabajo consiste en contar claro puedan figurar en una nómina expectorando tales secreciones. Como aquel que habló de la égira (por égida) de Alfonso Guerra. O este otro que atribuye a la coalición IU el haber achacado su derrota en las urnas andaluzas «al absentismo de la población media urbana y de los jóvenes». Aparte el enigma de qué sea la población «media», otro cortocircuito mental le hace confundir absentismo (ausencia habitual del lugar donde deben desarrollarse actividades de trabajo) con la abstención. Pero, pluma en mano, da igual ocho que cuarenta a estos temerarios.
Los cuales han cursado normalmente una carrera, en la que han aprobado exámenes donde se les habían propuesto temas. Pero eso no impide a uno de tales universitarios escribir que tal Gobierno vasco va a exigir responsabilidades penales a HB por la filtración «de unos exámenes de oposiciones». Aparte de que no se suelen llamar «exámenes» a los «ejercicios» de una oposición, no serían exámenes los que se filtraran, sino temas de examen. Cuando tema abunda hasta la náusea, he aquí una oportunidad decente de aparecer que se le birla.
Nueva sublimidad: la linde de Rosal de la Frontera (Huelva) con Portugal va a poderse cruzar sin documento alguno. Un periódico acaba de hacer, sin embargo, la siguiente salvedad: «Para disuadir del posible fraude, se realizarán controles episódicos en caso de sospecha». El lector ha de adivinar que esos controles serán esporádicos, pero el informador ha hecho todo lo posible para despistarlo. Otro caletre más donde el idioma malvive en promiscuidad.
Muchas veces he señalado meandros expresivos, rodeos que soslayan la precisión, no porque deseen evitarla, sino porque el escribidor no acierta con el camino recto. Y entonces, el lenguaje rueda por todas las circunvoluciones cerebrales de tales perplejos, y sale así de mareado y retorcido: «Entre los informes favorables (sobre un joven murciano a quien no se indultó) se encuentra el de las propias personas a las que cometió el robo». Es decir, «las personas a quienes robó». Pero esto de «cometerle un robo» a alguien es un churro churrigueresco más bello que robarle. «Y usted, ¿qué quiere?», preguntará ya pronto el policía en el impasible mostrador de las denuncias. «Pues que me han cometido un robo», dirá la víctima mostrándole en el brazo el cardenal del tirón.
¿Y las tundas que tales vareadores del idioma propinan al régimen preposicional? Las muestras que siguen son ora de escribidores, ora de habladores de televisión. «Una nueva construcción se integrará a la red de instituciones culturales gallegas»; obviamente, nadie ni nada se integra a, sino en. «Anguita insiste que un acercamiento al PSOE es perder el tiempo»; vuelve a ser en la víctima del atentado, ya que debe aparecer tras insistir como su sombra, si se explicita aquello sobre lo cual se insiste. «Lo han decidido los ministros que han participado a la conferencia de Londres». No, no es galicista ese a por en, sino escuetamente analfabeto. «IU no es complementaria al PSOE». Mucho mejor le iría, gramaticalmente quiero decir, si fuese «complementaria de» él.
Producen verdadero asombro la insensibilidad, la desenvoltura, el atrevimiento, la contumelia, la impudicia de tantos y tantos profesionales del idioma, que, metidos en el oficio, jamás cuestionan sus ocurrencias. Ni se les pasa por el magín exigirse un poco de esmero, una pizca de pulcritud. Si amistosamente se les advierte, muchos de ellos reaccionan con la mirada de helado desprecio que les merece lo que llaman «académico». La ortografía, sin ir más lejos, porque hay que ver los transehúntes, los expléndidos que sus manitas espolvorean por el papel. No hace mucho afirmaba un comentarista de espectáculos que unas rumberas cubanas cubrían sus exhuberantes nalgas con brillantes taparrabos. Exactamente así; pero el dios de la cordura, que duerme siempre, no le lanzó una flecha con cicuta.
Es la manera de escribir a la moderna ultranza, como diría aquella cronista de las cosas de palacio que admirábamos antes. El nuevo estilo que sustituye al de la vieja usanza. El de episódico por esporádico, égira por égida, absentismo por abstención, y tantas otras cosas que, bien en vano, ensartan mes tras mes estos dardos, tan inútiles, tan inocentes, porque pretenden frenar el Amazonas, contener el diluvio, limpiar de marranadas esta playa donde ha tantos años asesino mi agosto.
Un amable lector ha recortado una página de un escrito mío, y me la ha enviado encarcelando en un círculo la palabra control, que empleo en uno de los párrafos. Al lado de la celdilla, esta sucinta glosa: «¡Por Dios! ¡Usted no!». Mi conmoción, al ver eso, sólo fue menor que la de Bruto cuando, puñal en mano, escuchó el Tu quoque de César.
Pero ¿por qué yo no? En el Diccionario académico está control, palabra tan española como jardín o jamón, que vinieron también de Francia. El hecho de que sean más viejas no les borra el origen; control es voz hermana de ellas, y no se ve por qué habríamos de evitarla, cuando se ha revelado tan útil en todos los idiomas cultos. Ahí están control en inglés, Kontrolle en alemán, controllo en italiano… Todos ellos han sentido la conveniencia o necesidad de abrir la puerta a un término que expresa mejor lo que otros, del tipo comprobación, verificación, inspección, fiscalización o intervención, no acaban de decir, por exceso o defecto.
La presión del francés en ese ámbito conceptual es ya antigua. En el siglo XVI ocurrió su primer triunfo, al adoptar Carlos I en la corte castellana el cargo borgoñón de controlador (francés contrôleur, es decir, encargado de controle o contre-rôle, registro doble para verificar con más seguridad los datos), que intervenía las cuentas de la casa real y del ejército. Y ahí sí había claro desplazamiento de un término propio: veedor.
Pero control ha contado siempre con una ojeriza que no se ha aplicado a galicismos igualmente flagrantes y, tal vez, menos precisos. Se trata de una lucha inútil, pues, como dice J. Corominas, el vocablo ha echado raíces en todos los países de lengua española. Y no es sólo pugna vana, sino inconveniente. Si algo carece de sentido en los comportamientos idiomáticos, es el purismo; pretender que una lengua permanezca inmóvil supone tanto como propugnar la parálisis de sus hablantes. Cada palabra que se universaliza, sea cual sea su origen, constituye una victoria sobre la maldición bíblica de Babel. No es, ni de lejos, una actitud purista la que mantengo en estos «dardos», aunque el lector del «¡Usted no!» parece creerlo. Si algún extranjerismo fustigo es sólo el que obedece a pura sandez, por ejemplo, llamar mitin a una competición atlética, como ahora se hace a diario por las televisiones; pero jamás se me hubiera ocurrido combatir la introducción de mitin cuando prendieron en España las antes inexistentes congregaciones de público para extasiarse con fervorines políticos.
No he sido alguacilado, en cambio, por una formidable contradicción que alguien me ha advertido con suma piedad. Ya varias veces me he referido al femenino que la «moderna ultranza» idiomática ha impuesto al sustantivo antípodas, contrariando su género tradicional: desde el siglo XV, pasando por Cervantes, Quevedo o Lope, los hispanos hemos dicho y escrito los antípodas. Pero he aquí lo que, a propósito de tal palabra, escribe mi querido compañero de Academia don Manuel Seco en su imprescindible Diccionario de dudas: «Se usa frecuentemente como nombre masculino… También como nombre, generalmente en plural, significa “lugar de la Tierra diametralmente opuesto (al lugar en cuestión)” o, figuradamente, “posición o actitud radicalmente opuesta (a la de la persona en cuestión)”. En estos dos últimos sentidos, el género es también masculino… sin embargo, en el nivel coloquial se oye con frecuencia el uso femenino (Vivo en las antípodas), que pasa a veces a la lengua escrita». Y aquí se producía el desconcierto de quien me lo ha advertido; el ejemplo que allí se aporta es éste: «Bally se sitúa en las antípodas de otro lingüista no menos eminente»; y lo firmo yo, en 1982.
No es que Manuel Seco me achaque nada falso: de ese modo figura donde dice; no necesita comprobarse nada que él afirme. Pero aunque así esté escrito, yo no lo he escrito. Ni siquiera inadvertidamente, porque me hubiera dado perlesía en la mano. Y de nuevo debo apelar a la explicación sencilla, aunque convenza menos que si fuera enrevesada; quien preparó para la imprenta aquel texto, me corrigió pensando que yo andaba demasiado inseguro con los géneros, quién sabe si por la edad.
(Que no alcanza, por cierto, la deducible por cierta noticia inserta en un querido periódico, donde aparezco retratado ante una lápida con que en mi pueblo, derrochando generosidad, han querido honrarme. Se lee en ella claramente que empieza así: «El Ayuntamiento de Magallón a F.L.C.». Pero inmediatamente debajo, el diario transcribe: donde fue descubierta una placa «A la memoria de F.L.C…». Acudí con un sudor frío al Diccionario, por si podía ser atenuada mi asociación del in memoriam con ultratumba. Imposible el alivio: de memoria se dice que es «recuerdo que se hace o aviso que se da de una cosa pasada», o algo «que queda a la posteridad para recuerdo o gloria de una cosa». Ni siquiera persona: sólo cosa, polvo, ceniza, nada).
Pero no, no es flaqueza de la edad eso de las antípodas sino trágala que alguien me impuso con muy buena intención. Hace poco, escribía un conocido político: «Nunca se puede decir: de este agua no beberé». ¿Cómo que no, si él lo estaba diciendo? Tendría que haber escrito: «Nunca se debe decir…»; porque, claro, lo que debe decirse es «de esta agua no beberé»; pues bien, afirmo con tozudez que nunca he dicho ni diré las antípodas (ni la maratón): es agua que pienso dejar correr.
Releo lo escrito, y observo que no es dardo, sino adarga contra lanzadas justas o injustas, que me pusieran en trance de merecer la lápida. Y hasta de que se me oficie una homilía, como dijo un gran diario en julio, al dar cuenta del entierro de Miguel Muñoz, seleccionador que fue del equipo nacional de fútbol. ¿Qué idea tendrá el sagaz relator de lo que es una homilía? O de qué significa oficiar.
Adardear de cosas así no supone purismo, sino liberar cólera o pesadumbre: depende del momento; por una degradación colectiva del sentido común idiomático, cuya expresión más conspicua se advierte en muchos medios de comunicación.
El neoespañol, ese idioma aún feto pero en prodigioso estado de maduración, va a dar facilidades con que no contaron sus hablantes primitivos, a cuyo tramo final pertenecemos usted, lector, y yo. Una, por ejemplo, es la total libertad para formar palabras partiendo de una cualquiera. Quien lleve el castellano en los genes, juraría que, por ejemplo, del adjetivo permanente, derivado de permanecer, no puede salir nada, que es vocablo infecundo. ¿Sí? Pues ya hay champús para cabellos permanentados, y es palabra frecuente, me dicen, en las peluquerías (supongo que no sólo de señoras, dadas las ondas presuntas que penden de cueros varoniles). Ya que el participio llama al verbo como la sombra a Hamlet, cabe sospechar que los disidentes del pelo lacio dan la orden de rizarse así: «Permanéntame».
El castellano contó desde el siglo XV con dos nombres para significar la actividad de tutor: uno, derivado de esta voz, tutoría; y otro, directamente del latín: tutela. Pues bien, los incansables proveedores de nuestras televisiones han inventando, sin acepción diferente, tutorazgo, que abre el camino a directorazgo, jefarazgo, arbitrazgo…: un horizonte léxico de anchura infinita.
Hay también un producto envasado que posee un tapón direccionable. En un Jurado que tenía que comparar méritos de concursantes —me lo contaba un colega—, alguien sugirió que convenía baremar; y a ello se entregaron sin demora. La reciente huelga de transportes puso varias ciudades a punto de hambre, entre ellas Pamplona, en donde, según dijo nuestra TV-1, quizá fuera preciso racionalizar algunos alimentos. Por el mismo conducto, un dirigente del CDS aseguró que explicar al pueblo el programa de su partido tenía prioricidad absoluta; pues si no corren y aun vuelan… Pero hoy he oído en una sacra predicación que los fieles cristianos no debemos idolatrizar el dinero. Son, como vemos, formaciones que enriquecen la lengua a muy poca costa; sencillas, además, al alcance de mentes embrionarias.
Tal posibilidad de construir palabras no es la única ventaja que ofrece el idioma nuevo; está también la vaguedad que permite usar vocablos en contextos no tolerados por la intransigencia antigua. Que sólo permitía «contraer» deudas, enfermedades, obligaciones y otros enojos. Pero, según el testimonio inextinguible de TVE, son muy grandes los méritos contraídos este año por el Barcelona para ser campeón. Otorgar consistía en conceder algo solicitado; no solía ser, por tanto, una tunda; pero, leyendo la noticia de una carrera, el locutor aseguró que a un participante se le había otorgado la salida nula. Aseguró otro noticiario que cierto actor «corrió a cargo de ese papel»; antes era el papel el que corría a cargo de un intérprete: éste se encargaba de él, pero el papel se limitaba, a veces, a cargarse al intérprete.
Ese idioma no ha salido aún del útero social, pero se notan sus enérgicas patadas, anunciadoras de una vitalidad jayanesca. Y no sólo en los medios orales. Leo en un periódico nacional la estupenda noticia de que los miembros de la misión trinitaria no gubernamental que logró tan sonados rescates en Irak, con el fin de anunciarlos, «se subieron a una mesa para pronunciar una rueda de prensa». Si, como decíamos el mes pasado, se ofician homilías, ¿por qué no pronunciar ruedas? Y más cuando se celebran con los misioneros encaramados en mesas, trampolines o trapecios.
No sólo se otorga el derecho de las palabras al amor libre y a su perfecta promiscuidad; también se crean bellas figuras retóricas. La antedicha cronista de Bagdad refería también aquel momento terrible en que unas declaraciones de nuestro ministro de Asuntos Exteriores pusieron en peligro la operación del intrépido comando; por ellas, aseguró, «los negociadores vieron temblar sus gestiones». Esas gestiones temblorosas sólo pueden ser imaginadas por una cinceladora genial del idioma.
Como es igualmente hermosa la variante brindada por ese mismo periódico (donde resplandece diariamente el neoespañol) de la llamada «figura etimológica», artificio consistente en adscribir a un verbo un complemento interno, esto es, un sustantivo de su misma raíz o de significación estrechamente relacionada con la suya propia, según acontece en «vivir una vida disipada» o «dormir un sueño inquieto». Calcando estas acreditadas construcciones, el redactor las lleva al osado extremo de escribir, refiriendo los preliminares de una competición ciclista: «Entre los que piensan culminar la cumbre del monte…»; y remacha: «La culminación de la cima es un deseo y un reto». Si el latín culmen significa «cumbre o cima», culminar una cumbre o una cima constituye una refinada proeza.
Las recientes elecciones vascas han aumentado el volumen del nonato lenguaje con aportaciones interesantes, siempre liberadoras. Así, un partido «ha recurrido a los Tribunales los resultados electorales» en cierta localidad. Era recurrir un verbo intransitivo, que significaba «interponer recurso», o «acudir a un juez con una demanda»; y se recurría contra una sentencia, un fallo o cualquier cosa que no se juzgaba ajustada a derecho. Ya se pueden recurrir los resultados electorales.
Esas elecciones han dado lugar a interesantes reformas de la Gramática misma. He aquí que un periódico distinto del anterior refería: «El líder socialista fue requerido para que le pusiera un adjetivo a su opinión de lo que ha pasado en estos comicios, y usó esta palabra: estabilidad». No cabe desdeñar lo difícil que es calificar una opinión antes de expresarla. Aun así, la Gramática hubiera objetado la inclusión de estabilidad entre los adjetivos. Pero como ello no importó mucho ni al señor Jáuregui ni a su cronista (si éste transcribió con fidelidad el requerimiento y la respuesta), es lícito suponer que se están dando patadas a la oración en sus partes.
El desdén que la pulcritud merece a quienes pululan por el lenguaje, se corresponde exactamente con las demás suciedades observables en nuestra vida social. Y ese desdén no cesa: se está culminando la cumbre de la miseria mental colectiva.
La locución en olor de multitud era aún reciente en 1975, año en que le dediqué uno de mis primeros dardos en el inolvidable Informaciones de Jesús de la Serna. Ignoro quién la inventó, pero es evidente que estaba sugerida por el clásico en olor de santidad. Narrando, en efecto, Teresa de Jesús la muerte de su monja Beatriz de la Encarnación, recoge el testimonio del capellán: «Y así lo dijo a muchas personas que al tiempo de echar el cuerpo en la sepultura sintió en él grandísimo y muy suave olor». También lo exhaló su propio cadáver, y en el convento carmelitano de Alba de Tormes se venera la mesa de piedra en que reposaron los restos de la santa, y en cuyo tablero perciben aún los olfatos piadosos el vaho aromático de la beatitud.
Es señal coadyuvante de predilección divina la del cuerpo incorrupto y glorificado con celestial perfume. De ahí el olor de santidad en que real o figuradamente mueren los bienaventurados. (A la inversa, almas también pías comentaron, al morir Unamuno, cómo el fuego del brasero que prendió en sus zapatillas y el olor a bayeta y goma chamuscadas fueron inequívocas señales de su destino). Fallecer en aquel olor significa, por tanto, recibir, apenas se abandona el mundo terrenal, la bienvenida del eterno.
Todo lo que merece respeto y admiración deja percibir una deliciosa fragancia. Desde la de virtud, que Cervantes adscribe a la Virgen, a la sórdida y atractiva del dinero. Pero, entre todas, por su carácter no metafórico, está la de santidad, consagrada por la locución que nos ocupa.
La cual se prestó a acuñaciones paralelas; desde Fray Juan de los Ángeles a Quevedo, se ha orado para que el Altísimo reciba las plegarias en olor de suavidad. Doña Emilia Pardo Bazán habla de alguien que vivía en olor de honradez. Pero permite también quiebros burlones, y Larra declaraba que moriría en olor de malicioso.
Invenciones perfectamente posibles, éstas y más, ya que, como el Diccionario de Autoridades define, olor «se entiende de las cosas morales, por fama, opinión y reputación». Pero de las cosas morales se ha pasado a las otras con ese en olor de multitud, de éxito tan fulminante, con que se acoge a los populares. Si un suavísimo perfume acompañaba a los muertos como nuncio de su triunfo en el cielo, el hircus (nombre latino del macho cabrío y de su olor, que Nebrija identificaba con el de la sobaquina) otorga a los vivos gloria terrenal.
Ése es el olor, aunque atenuado sin duda por la distancia, que Vicente Aleixandre, solitario, aislado, percibe:
«Han pasado los años. Está de pie. Allí abajo, la plaza grande. Y oye…
Olor de multitud. Hombres, mujeres, niños, pasan…».
Pregunté un día al gran poeta qué opinión le merecía la nueva locución como loa y la rechazó riendo. Y es que el énfasis que en ella se pone y que pretende ser tan favorable a quien lo recibe se ve perturbado por esa sugerencia maloliente aneja al rebaño humano. Hace falta mucha asepsia metafórica para alejarla de la mente. Hace poco un lector en carta al director de un periódico impugnaba la expresión alegando «que las multitudes no huelen» (!), «a no ser que éstas se encuentren en el metro o en el autobús en hora punta y en pleno mes de agosto».
Por ello entiende dicho comunicante que en olor de multitud procede de haberse tergiversado la locución correcta en loor de multitud. De hecho, algunos ya dicen o escriben esto último. Pero el loor no ha precedido al olor, sino que es invención posterior. Ha resultado del fenómeno llamado etimología popular, por el cual se modifica un vocablo incomprensible en todo o en parte, aproximándolo a otro parecido, con el que no tiene parentesco genético.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con la difundidísima forma curasán para designar al croissant («luna creciente»), nombre con que los franceses designaron el centro vital de su desayuno, calcando el alemán Hórnchen («media luna»), nombre de un pastel al que habían dado esa forma los pasteleros vieneses, tras una victoria sobre los turcos en 1689. Como el cruasán, así pronunciado, no dice nada a un hispano, se ha establecido popularmente su vínculo con curar, y hasta con sanar y sano. Es una manera de darle sentido, pensando en las virtudes reparadoras del sublime hojaldre. Otra etimología popular hace que muchos catalanes lo llamen cruixant, asociándolo con cruixir, «crujir».
Parecido cruce de cables ha ocurrido en el caso de olor y loor, aunque, en este caso, no porque el primero fuera ininteligible, sino porque se entendía demasiado bien, y parecía contradictorio con lo que pretende significar. La locución fue creada sobre el modelo en olor de santidad, como ocurrencia de un inventor sin olfato, y aceptada por una legión de acatarrados incurables. Ahora se intenta corregir las sugerencias molestas mediante el loor, que hace mucho más fino. Tendría mayor acierto quien introdujera nombres abstractos, que son inodoros, en la hiperbólica construcción. Esta admitiría, incluso, gradación. Porque se podría recibir al famoso, o acogerlo, en olor de repulsión, de frialdad, de indiferencia, de entusiasmo, de frenesí…
No resulta imposible que la exquisitez del loor acabe imponiéndose, pero no como restitución de algo que jamás existió, sino como puro invento. Es correcta su formación, pero tiene en contra lo inusual de ese sustantivo, marginal siempre en el idioma por sus resabios cultos. Del verbo loar (pero igual podría decirse del nombre) asegura, con razón, Corominas: «Nunca fue palabra muy corriente, aunque pertenecía al lenguaje noble, y aun podía salir en algún proverbio de estilo elevado». En efecto, Juan de Valdés afirmaba en su famoso Diálogo (1535): «Loar por alabar es vocablo tolerable, y así decimos “cierra tu puerta y loa tus vecinos”». Puede tolerarse hoy también, pero no en toda ocasión. Sólo un miembro de esa familia léxica, loable, goza de vitalidad.
Se trata, pues, de una etimología popular sui generis, porque al revés de lo que suele suceder, aproxima un vocablo tan corriente como olor, al periférico loor. Tal acercamiento no lo ha maquinado, por tanto, la imaginación colectiva, que suele trivializar (ahí está el curasán de nuestras cafeterías), sino más bien la pedantesca que rebusca. Es una etimología seudoculta o petulante. Digna de un natural de aquel pueblo bienhablado del chiste, que llamaba antilopón a su alcalde.
Refería en el artículo anterior que era reciente en 1975 la locución modal [recibido] en olor de multitud prodigada en el lenguaje informativo. Y conjeturaba que, tras inventarla alguien sin olfato, se apresuró a acogerla una legión de acatarrados incurables. Un amable lector me advierte que aquella fecha debe adelantarse treinta años por lo menos, puesto que usó la locución Eugenio Montes en escritos del cuarto decenio. Nada impide que, acuñada tal vez por él, fuese repetida por periodistas adictos a su magisterio, pero que tardara en espesarse su uso los tres o cuatro lustros transcurridos hasta que me llamó la atención. Mi corresponsal hace, pues, una valiosa precisión cronológica, digna de gratitud; pero, a la vez, parece sentirse cómodo con aquel modismo, porque disiente del mal olfato que atribuyo a su probable inventor y a algún otro escritor eminente que cita. No cabe discutir sobre esa cuestión: pero ¿quién, por excelsa que sea su pluma, está libre del virus catarral?
Si tantas veces he alzado mi queja por las tundas que se propinan al idioma, si he llorado a menudo apoyado en el hombro del sentido común idiomático, hora es de cantar la excelencia de otros momentos estelares que alcanza la lengua informativa, especialmente en algunas secciones de la prensa. Por ejemplo, en las llamadas culturales. He aquí fragmentos de la reseña publicada por un diario madrileño, de un concierto en que la Orquesta y Coro Nacionales interpretaron La pasión según san Juan, de Bach: «Pueden señalarse diversidades de tratamientos vocales e instrumentales, de enfoques expresivos y subrayadores; y aun de concepto macroexpositivo»; «Destacaron la versatilidad intencional y la proteicidad del discurso»; «La globalización de esos principios y la preocupación por la permanente calidad lógica de las secuencias imbuyeron propiedad espiritual y adecuación estilística, sin caer en tentaciones animadoras».
Es muy propio expresarse así, y, al leerlo, se recibe impresión tan viva, que parece estar oyendo el memorable concierto. Se trata de una cumbre de la función mediadora entre los hechos y el lector que corresponde al crítico de periódicos. Esa magnificencia verbal puede hallarse en otros muchos lugares de los medios escritos, cuyo mérito es justo resaltar. Hasta en las secciones deportivas, donde ya empieza a emplearse un lenguaje rigurosamente humanístico. Rivalizando con la crónica musical antedicha, y aun coincidiendo conceptualmente en mucho, ha podido leerse, por ejemplo, en otro diario, el relato de un partido de fútbol en que el equipo blanco, se dice, mostró su juego luminoso, por el sistema de que cada jugada superase a la anterior. Y ello porque «esta ambición estilística no está peleada con el sentido del equilibrio, que impide a los jugadores caer en un fútbol retórico». No podría decirse más y mejor de la prosa de Fray Luis de Granada. Sólo falta empezar a llamar perífrasis el rodeo que da un jugador con el balón, sin avanzar derecho a meta. Puede denominarse también quiasma a lo que vulgarmente llaman pared; oxímoron al hecho de que se junten dos contrarios en espera del balón; y anáfora a los ataques o contraataques que siempre arrancan del mismo jugador. El equipo puede ser considerado como un endecasílabo, ora enfático, si el juego se escora por el lado derecho, con apoyo en las camisetas 6 y 10; ora melódico, cuando zigzaguea el balón entre los puntales 3, 6 y 10; o, decididamente, de gaita gallega cuando es el número 4 quien asume el mando. Son inmensas las posibilidades que ofrece el fútbol al ser contemplado a través de considerandos estilísticos. No menos, según acabamos de ver, que los conciertos del Auditorio. Es menester que a los acontecimientos deslumbrantes corresponda un lenguaje de arco voltaico.
Por doquier pueden observarse parecidos esfuerzos para dignificar el idioma de la prensa. Hasta en lugar tan poco relevante como suele ser la sección que, con breves resúmenes de sus contenidos o argumentos, informa de los programas de televisión. Mi admirado amigo José María Stampa, penalista peritísimo, me llamó la atención, hace algún tiempo, sobre este texto referido a un «videoartista neoyorquino dedicado a la experimentación en videopoema». He aquí cómo se enriquece nuestro léxico con dos neologismos imprescindibles. La última creación de este videoartista se titula «Sombra a sombra». Es, según el periódico, «una grabación elegía de remembranza y meditación sobre la arquitectura del abandono, como evocación en la poesía de César Vallejo», uno de cuyos poemas «es visualizado con puntillosa precisión generando una integrada imagen poética global».
No cabe mejor modo de meditar sobre el abandono que escrutar su arquitectura; ni mejor manera de visualizar los poemas que hacerlo con exagerado pundonor, ya que en eso consiste ser puntilloso, según el Diccionario. Quienes se inician en la videopoetización habrán aprendido que sólo mediante la precisión puntillosa alcanzarán eso a que aspiran: «una integrada imagen poética global».
Frente a este nobilísimo esfuerzo de la Prensa para elevar la dignidad del lenguaje informativo, acercándolo a lo que se llamó estilo asiático, radio y televisión prosiguen ternes en su indiferencia. Nadie puede discutir la palma del manfutismo a muchos comentaristas deportivos. En su parla, se oyen cosas así: «De poco le sirve al Rayo la victoria cosechada el domingo»; como si pudiera cosecharse una sola cosa, un pepino por ejemplo. Siguen confundiendo señalar con señalizar (que es poner señales), afirmando que «el árbitro ha acertado señalizando ese penalti». Y hay que declarar la formidable impericia metafórica demostrada por un comentarista de la televisión madrileña (el cual sigue llamando Baltazar, con zeta de zurra, al jugador brasileño, sin enterarse aún de cómo se pronuncia tal nombre), al denunciar la ineficacia del Barcelona en su último encuentro con el Atlético, porque, así lo dijo y lo copié, estaba «manoseando excesivamente el cuero». No es que los barceloneses tocaran el balón con las manos, cometiendo faltas innúmeras, sino que se entretenían mucho con él en sus botas, sin pasarlo a tiempo. Metáforas se han inventado muchas, y algunas de extraordinaria audacia; pero ninguna, puede jurarse, ha ganado en osadía a esa de manosear con los pies.
¿Somos capaces de calcular cuánto ha costado a la humanidad elaborar el código de conducta civilizado que ahora se desmorona? ¿Qué cantidad de doma tuvo que experimentar la especie para que, por ejemplo, sus crías cedieran su asiento en el autobús a los adultos desgastados o a las hembras visiblemente encintas? Nada más simple, en cambio, que ese tirón con que me derribó mi perro al acudir a un olor sexual irresistible; ventajoso, sin embargo, para mi perro, que, al verme en el suelo, vino a lengüetearme el rostro. Lo he recordado hoy cuando, en el Metro, yendo a ocupar un sitio libre, se me ha adelantado de un empujón una niña de siete u ocho años, azuzada por su madre. Al mirarme no era triunfal el destello de sus ojos, sino desdeñoso. No exento, ciertamente, de belleza: la de un animalillo joven contemplando altanero al macho torpe. Todos esos siglos de doma están abocando a un fracaso final. La descarnada lucha, más que por la vida, por la posesión deprisa y a ultranza, aliada con el prestigio de lo natural y de lo espontáneo, entendiendo por tal el empellón y la zancadilla y el todos iguales, pero a ver quién puede más, han supuesto una crisis para las normas que regulaban el trato en la vida social. Normas ciertamente convencionales, incómodas muchas veces, a contrapelo de lo que pide el cuerpo, pero con el mérito de haber sido pensadas en favor del otro. No me refiero, claro es, a las que significaban sumisión a diferencias injustamente impuestas, sino a las que expresaban una voluntad de autocontrol, y a la vez, de respeto a los demás y a sí.
El tuteo, pavorosamente extendido, es una de las manifestaciones más visibles de esa crisis. Al terminar una de mis últimas clases, se me acercó una alumna de fino aspecto; no quiso ofenderme con su pregunta: «¿Has publicado algo sobre esto que nos has dicho?». Ya era incapaz de entender la diferencia entre nuestros respectivos papeles sociales. No hace mucho, la televisión transmitió en directo la jornada de un servicio hospitalario de urgencia. Llegaban ambulancias con heridos, taxis con enfermos graves, y acudían a recibirlos enfermeras y enfermeros, con palabras solícitas: «Pero ¿qué te pasa, hombre?». «No te apures, mujer, que aquí te pondremos buena». Desde mi norma, era afrenta, y esperé en vano que alguno de aquellos afligidos parara los pies al agresor verbal imitando a Don Quijote, cuando un cuadrillero, hallándose maltrecho en la venta, osó llamarlo «buen hombre»: «¿Úsase en este hospital hablar de esa suerte a los heridos, majadero?». Me contaba una dama amiga su estupor cuando, en una clínica de lujo, al disponerse el enfermero a afeitar el pubis a su esposo, preparándolo para una operación, le decía jovial y estimulante: «Hala, que te voy a dejar pelado como un niño». Su esposo es uno de los más respetables varones de nuestro país; pero no merecía el usted del respeto más que el más pobrecillo paciente, en trance de tanta humillación.
Si en lugares tan serios se tutea a mansalva, cuánto más en el imperio de la trivialidad. Allá van entrevistadores y entrevistadoras de los audiovisuales expeliendo tús como flatos de campechanía, lanzados a diálogo con desconocidos visibles o invisibles, pero fugazmente entrañables, que les corresponden de igual modo, felices por llamar Isabel o Luis a tan famosos durante un minuto. Y si Isabel o Luis entablan coloquio con un importante, pongamos un Nobel, ¡cuánto de su prestigio les alcanzará si lo tratan con ese tú gorrón de famas!
Tal allanamiento empezó entre comunistas y fascistas. La distinción en el trato basada en la distinción entre personas era injusta, liberal y elitista. Los camaradas quedaban igualados mediante esa ficción verbal; por supuesto, sólo mediante ella, pero satisfacían el resentimiento contra lo superior que nutre tales ideologías. Poco a poco, el igualitarismo de trato ha empapado la sociedad entera, ya sin significado político, pero sí psicosocial. No entra en mis competencias analizarlo, aunque percibo que desempeña diversas funciones. Una muy visible es la de forzar connivencias beneficiosas. El profesor, por ejemplo, que acepta o fomenta el tuteo de sus alumnos puede sentir protegida su posible incompetencia por la camaradería que reina en el aula. El tuteo indiscriminado: anulación de diferencias naturales, trivialización de las relaciones humanas, falso desmantelamiento de la intimidad, destrucción de señales imprescindibles para un funcionamiento social civilizado.
No sólo cabe desear que se apruebe cuanto antes la LOGSE (al publicarse esto, ya estará, supongo, recorriendo sus últimos tramos parlamentarios), sino que pasen como un soplo los años imprescindibles para que se note su terapéutico efecto. Porque en ella se prevé que la etapa secundaria habrá contribuido a desarrollar en los alumnos la capacidad para «comprender y expresar correctamente en castellano y, en su caso, en la lengua propia de la Comunidad autónoma, textos y mensajes complejos orales y escritos». Y a quienes lo cursen, el Bachillerato les proporcionará «una madurez intelectual y humana», que, entre otras cosas, consiste en «dominar la lengua castellana y, en su caso, la de la Comunidad autónoma».
«Correctamente», «mensajes complejos», «dominar»: altas palabras para admirables previsiones. Aunque alguna inquietud suscita el hecho de que ahora las leyes contemplan, y ya no disponen o mandan u ordenan; sin embargo, para todas esas cosas fueron inventadas las leyes, y no para papar moscas. Debe confiarse ciegamente en que la LOGSE no sea meramente contemplativa y que, con adecuados desarrollos, faculte a los próximos bachilleres para que se manejen en la lengua común mejor que quienes ahora redactan las leyes. Porque ésta, que debiera ser idiomáticamente inobjetable, empieza por ignorar los ordinales (decimoprimera, decimosegunda, por undécima y duodécima), introduce un considerable caos ortográfico, acentuando ora décimocuarta, ora décimoquinta, e inventa la doble tilde: décimoséptima.
Pero son cuestiones insignificantes al lado del desmaño léxico y gramatical que impregna el texto. Es de suponer que, a su paso por la Comisión y por el Pleno, saldrá con el rostro lavado. Desaparecerá, tal vez, el propósito expresado en la exposición de motivos de que la formación básica de los escolares sea «más versátil»; y el ideal de que la educación del futuro posea un «carácter versátil». Leída con ojos castellanos, la ley propugna, expresándose así, que los chicos y chicas se pasen sus estudios cambiando de opinión, dejando que las ideas vagabundeen por sus mentes, diciendo sí donde antes no, yendo del júbilo al llanto, de la vocación de dentista a la de juez, de Pepe a Manolo, y de Vanesa a Lidia…, o a Oscarito. Porque versátil, que, conforme a su etimología, se aplicaba antaño —aunque raramente— a lo que podía volverse con facilidad, como una espada de doble filo, quedó durante siglos en español para calificar a la persona «de genio o de carácter inconstante». Los grupos mixtos de Cámaras y Ayuntamientos cuentan con ejemplos abundantes de versátiles. Y todos los partidos, claro.
Es de suponer que no quieran tal cosa los legisladores; que, por el contrario, deseen firmeza de carácter en los jóvenes ciudadanos; y que sólo aspiren a que su formación básica les abra amplias posibilidades de futuro. Pero esto no lo logra la versatilidad, sino la apertura del sistema escolar, su aptitud, su capacidad para afrontar exigencias nuevas o cambios de rumbo en las vocaciones.
Ocurre, sin embargo, que se ha cedido a un falso hermano introducido por la publicidad, la cual bombardea ofreciendo objetos versátiles, como divanes que se transforman en paragüeros, en reloj de pared y hasta en piano de media cola. Y es que, en italiano, ese adjetivo sirve para calificar a personas que poseen aptitudes diversas, acepción que pasó al inglés, donde amplió sus sentidos para referirse también a lo fluctuante, lo variado, lo susceptible de ser empleado para usos diversos. Como, angloparlando, quiere el proyecto de ley que sea la educación de los españoles.
Repito mi seguridad de que, antes de asestarla en el BOE, a esta ley que va a nacer balbuceando el español, le arreglarán un poco los pelos idiomáticos. Lo merece más que ninguna. Porque, a este paso, va a ayudar a que incauten la lengua los malhablados. ¿No es así como lo dicen ellos? Las recientes acciones judiciales y policiacas contra el tráfico de drogas han ocupado los titulares de muchos periódicos y han poblado las laringes de muchos locutores con el sorprendente verbo incautar. Sorprendente sólo, claro, para quienes llevan el idioma en las células, los cuales no abundan obviamente en las salas de redacción. «La Guardia Civil incauta doscientos kilos de cocaína», o de heroína o de otro veneno. A los criminales de las rías (presuntos, por supuesto), hasta las cuentas corrientes les han incautado. Hoy se dice así, pero hasta ayer se decía incautarse (de), única forma que figura en el Diccionario, porque jamás a nadie se le ocurrió dejarla rabona. Verbo pronominal que significa «tomar posesión un tribunal u otra autoridad competente de alguna cosa». Lo cual es idiomáticamente legal sólo si se incauta de esa cosa, no si la incauta. Pero cualquiera va a exigir legalidades lingüísticas que ni siquiera se respetan en el horno de las leyes.
Henos, pues, ante otro verbo secuestrado por la corriente supresora del pronombre anejo, como entrenar(se), calentar(se), alinear (se) y tantos otros, que altera profundamente la sintaxis al establecer relaciones distintas entre el sujeto y la acción. Empobrecedoras, por cierto, de la información que el pronombre aportaba. Pero no parece que el neoespañol avance por el camino de la sutileza mental, sino por el de la elementalidad.
En esta tendencia reductora y pueril, incautar es la gran moda: y, como siempre, a costa de eliminar otros vocablos posibles. ¿Se cae en la cuenta de lo apropiado que, en sus actuales contextos, resultaría el empleo de decomisar? Se trata de un derivado del sustantivo «comiso», definido así por el Diccionario de Autoridades: «Pena de perdimiento de alguna cosa que se trafica, vende o comercia contra las leyes». Por supuesto, en el caso de la cocaína la autoridad se incauta de ella, pero la incautación puede recaer también sobre cosas que no se emplean para traficar con ellas, como puede ser el arma arrebatada a un atracador. Tal acción no sería, en cambio, un comiso o decomiso.
Pero sí lo es la que priva de la droga a los traficantes: es el primer castigo que sufren, dejándolos sin materia para comerciar. En latín, commissum significó, precisamente, «delito cometido», y también «aquello que se quita al delincuente». No procedería, en cambio, el verbo confiscar que concurre con los anteriores, puesto que significa «privar a uno de sus bienes y aplicarlos al fisco». Podría jurarse que la Hacienda no saca nada del esnife.
El aún reciente Congreso del PSOE (1990), con sus prolegómenos y escolios, ha difundido ese refinado vocablo para nombrar las disidencias de algunos de sus miembros frente al llamado aparato, o la abierta oposición a él. Oí hablar, por primera vez, de sensibilidades, en tal sentido, al secretario general, y nada extrañaría que fuera el autor del neologismo, dada su innegable habilidad verbal. Después, se ha repetido incansablemente por políticos y comentaristas: «En el partido conviven diversas sensibilidades», «las distintas sensibilidades existentes en el partido deben estar representadas en sus órganos de gobierno», etcétera.
Se trata, obviamente, de un eufemismo, de un quiebro esquivo a los nombres verdaderos que poseen las diferencias, desde la simple disconformidad a la pura hostilidad. Se tiende con él un velo púdico a las fracturas que, en toda corporación, igual en los cenobios que en los clubes recreativos, y, por supuesto, con lógica mayor, en los partidos políticos, causan la facultad personal de pensar, el juego de las afinidades o antipatías y, en los arrabales del mando, la ambición.
Pero si, como ocurre en este caso, los hechos no pueden negarse, se atenúa con el eufemismo su importancia, y se sugiere que las voces disonantes forman parte de un mismo orfeón, intérprete de la misma cantata. Incluso cuando más acordes eran, se habló de «contraste de pareceres». Las dictaduras prodigan las delicadezas verbales, con que maquillan tanto sus actos como sus conflictos internos. De paso, suavizan también su omnipotencia.
No es propio de una democracia el miedo a las palabras, porque a éstas deben sustentarlas siempre la verdad y la razón. Denominar sensibilidades a lo que, en casos bien públicos, mediando micrófonos, han sido y son notorios desacuerdos, y hasta diferencias polares de concepción política, es melindre que nada favorece a quien lo hace. El eufemismo delata siempre temor a la realidad, deseo vergonzante de ocultarla, antifaz de lenguaje impuesto a su rostro verdadero, y, en definitiva, afán de aniquilarla.
Pero lo que existe no se borra con palabras; ojalá fuera posible en el caso de existencias abominables, el terrorismo, por ejemplo, disfrazado por los asesinos y sus voceros como lucha armada; y también el caso de realidades aflictivas, como la ceguera, tontamente disimulada con invidencia; ha hecho bien la ONCE en llamarse así, en conservar esa c de los ciegos que mantiene descubiertos sus ojos.
El desvío significativo sufrido por sensibilidad en tal papel encubridor, resulta demasiado violento. Son muchas sus acepciones, pero ninguna sirve para ese fin. Ni la capacidad de sentir estímulos sensoriales, ni la de reaccionar con viveza al dolor, ni siquiera la de ser fácilmente afectado por determinadas emociones, tienen algo que ver con las pugnas internas de un partido ni con sus combatientes. Las emociones normalmente asociadas a la sensibilidad suelen ser nobles y delicadas, y se compadecen mal con los empujones, asechanzas y zancadillas, incluso, con el ansia legítima de ocupar puestos, mandar más e influir con ideas o actitudes propias en la trayectoria de una organización y de un país. El concepto de sensibilidad chirría en contacto con la lidia política, cuyo estímulo, no siempre ilícito, es la pasión de mandar.
Hay, sin embargo, un sentido de tal vocablo que justifica, tal vez, su traslación eufemística, aunque no se aplica a personas: el que tiene cuando decimos de un aparato que es muy o poco sensible, es decir, que posee mucha o escasa aptitud para captar estímulos y señales. ¿Consistirá la sensibilidad política en la mayor o menor capacidad de los militantes para detectar la voluntad de los jefes, y sintonizar ardientemente con ella? Como es natural, urge desechar y sustituir los cacharros insensibles.
Sólo un tipo de eufemismo es tolerable: el que encubre lo chocarrero, lo que hiere a eso tan indefinible que se llama el «buen gusto». Y, aun así, hay circunstancias particulares, en que sobra. No, por supuesto, cuando consagra públicamente una zafiedad. Contrasta con la invención del mohín político que comentamos, la del eslogan «¿Sin preservativo? ¡No jodas!», revelador, sin duda, de que, en los medios oficiales, sí que existen diversas sensibilidades. Los autores de ese insulto a la inteligencia poseen una agudeza caprina o de cualquier otra bestia montaraz. Justificarlo diciendo que así lo entienden mejor los jóvenes, porque hablan de ese modo, es lo mismo que recomendar la vacuna contra la peste equina relinchando.
Insistimos: la democracia, en un sentido elemental, pero básico, impone la necesidad de respetar a las cosas sus nombres; los criterios diferentes, las divergencias, las rivalidades, las discrepancias, no son sensibilidades. Pero, a la vez, asume la obligación de darles el nombre mejor, el establecido por el consenso más civilizado; la misión pedagógica del poder es irrenunciable. La generalización de la grosería no puede constituir un ideal democrático, a no ser que la igualdad se interprete como nivelación de la sociedad apretando el rasero hacia el sótano. Así la entienden, claramente, quienes han forjado ese bronco y cerril eslogan.