He leído estos días la protesta de un lector ante lo que estima grave atentado galicista: un periódico llamaba restauradores a quienes regentan restaurantes. Lo acusa de arrebatar tal designación a sus legítimos propietarios, que son, según él, quienes tienen como arte y oficio restaurar cuadros, estatuas y cosas así. No me parece despojo tan grave —veremos luego que no lo es comparado con el que ha propugnado el presidente de la Junta de Andalucía, al sostener, para excusarse por su emisión, que el dicterio «me cago en tu puta madre» es propio del habla coloquial andaluza.
Dos inexactitudes agravan la explicación. Una, que el coloquio andaluz prodigue semejante víbora oral, hasta el punto de considerarla característica del español meridional. Yo he hablado y hablo coloquialmente con muchos andaluces, y jamás les he oído eso. Otra, que pertenezca en exclusiva al habla andaluza. Mi tío Tomás, que era genéticamente baturro, mató en Valencia a un truhán de allá que se lo expelió. Es cosa que se le ocurre a todo hispano a quien le pisan un callo incandescente. La diferencia en su empleo no se establece por la geografía, sino por el respeto que se merece el hablante. Dicho con la jerga de los lingüistas, tal diferencia no es diatópica, sino diastrática; el mencionado áspid sólo repta bien por las zonas más suburbiales del último estrato cultural. Y va perdiendo agilidad a medida que el hombre se separa del homínido. Cabe esperar que ya no exista a la altura de los políticos, es decir, de quienes, por definición, deben poseer la palabra persuasiva, ingeniosa o punzante para sustituir la tranca Neanderthal.
Por supuesto, el insulto de marras carece de significado literal: consta muchas veces de honradez luminosa de la madre mentada; o no consta lo contrario. Es un flato de la voz indicador de que el infamador juzga incompatible con él la existencia del infamado. Y si éste la aprecia, según ocurre a menudo, suele responder con un guantazo, más ofensivo que el puño, si no dispone de un cuchillo, como mi tío Tomás.
En pocos días, el vituperio ha resonado públicamente en dos ocasiones; una, sin excremento añadido, y otra con él. Se notan ya los perversos efectos que está produciendo el abandono de los clásicos. Los políticos que atacan con el sieso y no con el seso desconocen la advertencia de Cicerón: el orador, dice, «praestet idem ingenuitatem et ruborem suum uerborum turpitudinem et rerum obscenitate uitanda»; algo así como «es preciso igualmente que pruebe su buena educación y su vivo sentido del rubor, evitando las palabras groseras y las imágenes indecentes».
Pero, sobre todo, ¿cómo no reprender a quien exige para su autonomía un misil tan mostrenco? Harán dejación de derechos las autoridades autonómicas si no acuden a los tribunales para impedir tan egoísta apropiación. Va siendo ya hora de poner coto a tamañas rapiñas entre miembros de una patria común.
Comparado con ese magno intento, el de llamarse restauradores los dueños o gerentes de comedores distinguidos, supone menos que hurtar un piñón. Ni hurto es, siquiera. ¿Galicismo? Pues sí; pero tan amparado en la legitimidad latina como en nuestra propia casta. La segunda acepción de restaurador en el Diccionario («Persona que tiene como oficio restaurar pinturas, estatuas, porcelanas y otros objetos artísticos o valiosos») no debe hacer olvidar la primera, que reza sencillamente: «Que restaura. Úsase también como sustantivo». Y restaurar es, dice, «recuperar, recobrar». Como es natural, son muchas las cosas que se pueden recobrar; por ejemplo, las fuerzas de un ejército. Escribía Ambrosio de Morales, en el siglo XVI, que Fulvio, derrotado, «perdida ya toda la confianza de poderse restaurar, metió toda su gente a invernar dentro de un fuerte». O las energías disminuidas por el cansancio: «Se dividieron y apartaron a buscar algún aparrado y sombrío lugar donde restaurar pudiesen las no dormidas horas de la pasada noche» (Cervantes); «Esperad que llegue la noche para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda» (Cervantes). O la patria ocupada: «Desde que nuestra España, / o Pelayo (o fuese el cielo), / os restauró del bárbaro habitados» (Lope de Vega). Fue restaurada la Monarquía; y pueden restaurarse en español, desde la época clásica —suprimo pruebas sobrantes—, la honra, el patrimonio, la libertad, la fama, la esperanza…: todo cuanto se ha deteriorado o perdido.
Está claro que, potencialmente, el idioma —cualquier idioma neolatino— alberga la posibilidad de restaurarse del hambre. Que el francés se adelantara a aprovecharla no significa que cerrara el camino a las lenguas hermanas, al crear restaurant, en el siglo XVI, como sinónimo de «alimento», y, en el XVIII, para designar el establecimiento (de calidad) que sirve comidas, y restaurateur a quien lo regenta. El italiano calcó el procedimiento —ristorante, ristoratore—, y lo mismo se hizo en nuestro idioma, evitando el mimético restorán, que aún usan algunos, y acudiendo a la palabra materna latina. Restaurador es vocablo perfectamente formado, muy antiguo en los usos que vimos, y sumamente propio para designar a quien tiene por oficio dar de comer, restaurando las fuerzas desfallecientes del hambriento.
Se trata de un nombre común, en todos los sentidos de este adjetivo, por lo cual nadie tiene títulos para sentirse su dueño. ¿Sería lícito que reclamaran los toreros el dictado de matador a los asesinos? ¿Que se sintiera enojado un profesor cuando emplea ese nombre un músico de orquesta, e incluso cualquier ilusionista de circo? ¿O un piloto de barco porque así se llamen los que tripulan —¿otra palabra exclusiva?— aviones o automóviles? El significado último de multitud de palabras no es anejo a ellas: lo reciben de su contorno en la frase. Operador da una pista, que sólo lleva a resultado cuando se habla de quirófanos, de películas o de teléfonos.
No creo, pues, que tenga razón el lector que se quejaba por el galicismo restaurador. Antes que quienes recuperan objetos valiosos, lo fue —Lope lo recuerda en los versos citados— don Pelayo. Y cuantos restauraron la sarta de cosas que dijimos, y muchas más. Nadie tiene, sobre ese vocablo, derechos de copyright, porque es res nullius. Lo mismo que la coz verbal que nos sirvió de aperitivo.
Tres atentos comunicantes me envían copias de sendos avisos públicos, que hacen pensar si no convendría instaurar filtros capaces de evitar la contaminación idiomática ambiental, más peligrosa que la atribuida malévolamente al tabaco. Buena diferencia va. Y ya ven, se nos persigue a los emanadores de un humo espiritual y nada se dice a quienes expelen cosas como las siguientes.
Figura la primera en los autobuses de una gran empresa que enlaza Madrid con gran número de ciudades. Le guardo un enorme afecto: fui su cliente en mi ir y venir, Salamanca-Madrid, los fines de semana (teatro, exposiciones, la tertulia inolvidable del gran Rodríguez-Moñino, la visita a Marqués de Cubas, 6, donde, año tras año, el llorado Enrique Tierno me aseguraba la caída del régimen para el mes siguiente). El autobús ofrecía más velocidad que el tren, pero menos espacio: hacía notar cruelmente la imperfección del esqueleto humano, cuyos fémures —los fémures, al menos— debieran ser telescópicos. Además, la radio resultaba atormentadora. Víctima insigne de ella fue Dámaso Alonso: lo recuerdo, treinta años ya, descendiendo indignado del vehículo que lo traía, y contándome cómo había pedido que se suprimiera el estrépito; sometido a votación su deseo, había sufrido una humillante derrota.
Hace muchos años que no viajo con la acreditada empresa, pero tengo noticia de sus últimas perfecciones: rapidez, comodidad, frecuencia… Sin embargo, mi informante me da noticia de un afrentoso manchón; en lugar visible de sus suntuosos autocares ha colocado esta espeluznante advertencia: «El viajero sin billete o que no corresponda al trayecto efectuado deberá abonar el mismo, sancionándole además con una multa de igual cantidad al importe de dicho billete». ¿Quién habrá segregado semejante asquerosidad? ¿Un lactante, un orate, un esquirol incompetente, metido a redactor de avisos en día de huelga? En cualquier caso, yo no pagaría multa alguna, caso de ser «viajero sin billete o que no corresponda», mientras no enderezaran la sintaxis, sujetasen las palabras en su sitio y desinfectaran el cartel letra por letra, porque ni una está libre de miasmas.
Las otras dos afrentas a la casta lengua común aparecen en circulares enviadas por correo, o dicho con más claridad, mediante mailing (voz que, por cierto, no tiene tal significado en inglés, donde eso se dice direct mail: es uno de los extravagantes seudoamericanismos que se inventan los franceses). Las dos han sido expedidas por Bancos españoles. Dice uno de ellos al cliente que intenta captar: «Hemos elaborado el paquete de productos que adjuntamos y que le ofrecemos a usted». Recibida tal carta por Navidad, cuando tales establecimientos envían a sus clientes privilegiados cestas de turrón y champán, relojes de pared, cafeteras y otros objetos dignos de sumo aprecio, se busca el «paquete de productos» adjuntado, imaginando que contendrá embutidos, conservas, salazones y otras delicadezas sustanciosas. Pero, como no se ve paquete alguno, se sigue leyendo. Resulta que lo ofrecido son préstamos hipotecarios, ventajosas cuentas corrientes y de ahorro, autocheques, seguros… ¡Esto es lo que el Banco llama «paquete de productos»! Gozamos ya de una inmensa paquetería; entre mis notas hallo «paquete de medidas», «paquete de un millón de dólares», «paquete de actuación», «paquete crediticio», «paquete de decisiones»… Se trata, claro, de puro contagio galicista; del francés sólo habíamos recibido el «paquete de acciones». Ahora ya puede hablarse de «un paquete de ayuda militar a los rebeldes sandinistas», o de «separar del paquete de desarme la eliminación de los misiles». Y, por supuesto, de ese escuálido «paquete de productos bancarios». Esa palabra lleva camino de disputar a tema la calidad de signo máximo de indigencia mental.
Me envía la última lindeza un eurodiputado amigo. Ocurre que otro de nuestros Bancos, lanzado a la conquista de Europa, se ha instalado en su estómago, esto es, en Bruselas. Con tal motivo, el director de la nueva sucursal ha enviado a los hispanos de por allá esta adorable misiva: «Distinguido(a) amigo(a): (Este Banco) ha decidido aperturar una sucursal en Bélgica. Es nuestro deseo que la misma se convierta en vehículo idóneo de las relaciones de Bélgica con España, por lo cual pondremos el máximo interés en el desarrollo de las mismas, tanto a nivel comercial (enumera otros niveles)… Confiamos que con la presencia operativa de este Banco en Bruselas atenderemos a nuestros amigos y relacionados».
Produce hipo tal masa de sandeces lingüísticas, en la que emergen como islas de barro el aperturar y los relacionados (¿se olvida a las relacionadas?). Ignoro si los directivos de la majestuosa institución aplicarán medidas disciplinarias a su procónsul en Bruselas.
Pero dejemos el mailing y salgamos a la calle a contemplar los enérgicos avisos, insultos y eslóganes que lucen nuestras ciudades en forma de pintadas. «Miré los muros de la patria mía…» Los edificios añaden así belleza literaria a su arquitectura. (¿Seremos capaces de calibrar la calidad de desalmado que alcanza quien hiere a brochazos una superficie inmaculada?) Tras la huelga general de 14-D, el placer se ha multiplicado. De todos los mensajes, uno abunda en los contados establecimientos que abrieron: «¡Esquiroles!».
Se trata de una novedad terminológica. Como dice el Diccionario, esquirol se llama a quien «se presta a realizar el trabajo abandonado por un huelguista». El término —un derivado de squirus, «ardilla»— es catalán, y se aplicaba, desde el siglo pasado, como ofensa a los obreros que rompían la huelga sustituyendo a otros. Del idioma hermano pasó al español con ese único significado. Pero no eran esquiroles quienes acudían a su puesto de trabajo, sin obedecer las consignas sindicales. Ignoro si existe o ha existido vocablo para nombrar a esta clase de disidentes. ¿Habrán ganado algo nuestras posibilidades expresivas con el ensanchamiento significativo del término? Tal vez ocurre que el esquirol propiamente dicho escasea ahora, y que el vocablo, al quedar vacío de contenido, se ha apresurado a adquirir otro, resistiéndose a morir. ¡Es tan refinadamente injurioso!
Quizá no queden ya otros esquiroles que quienes no vacilan en redactar escritos públicos, suplantando a quienes saben.
Creo haber descubierto el vocablo de nuestro tiempo: es este primaveral adjetivo que ahora se está adhiriendo a los más insólitos compañeros. Hay colores divertidos, relojes, corbatas, pisos, broches, pantalones…: todo, absolutamente todo puede ser divertido. Se califica así lo que no es bonito, antes bien, tira a feúcho sin sobresaltar. No gusta, pero alegra, como el rostro de ciertos perros, de ciertos micos. Sin mover a risa, lo divertido induce a amable y regocijada contemplación. Obra como un colirio refrescante en los ojos. Suele ser menos costoso que lo bonito, y hasta que lo feo: imagino que dama alguna gastará millones en un abrigo de marta divertido. Pero sí más de lo que costaría si no divirtiera, en uno de conejo. Lo divertido permite molar por menos precio, pero no tirado.
Hay, igualmente, maneras de hablar muy divertidas, feas, babiecas, mazorrales, pero que aturden de gozo. Ahora, sobre todo, cuando ya es inminente abril, y salta suelta el alma por flores y prados, entre divertidas mariposas y lagartijas lindas. ¡Cuánto podremos divertirnos con cosas que el rigor invernal nos hacía creer sandeces! Aguardo impaciente la mañana de Pascua, para escuchar al oficiante de la misa —la que oigo— rematarla, como suele, alzando el rostro y diciendo a los fieles: «Sólo advertir que…»; y añadiendo que habrá algún retiro a nivel de matrimonios. Exaltará escuchar a ese castelar del micro deportivo que se ha inventado otra manera de dar la hora, y anuncia que son «diez minutos sobre media noche». Este mágico sobre, de asombrosa fecundidad entre relatores de fútbol («falta sobre Michel», «tiro sobre puerta»), nauseabundo antes, nos sentará ahora, con los primeros calores, como un baño de pies. Y con Saltratos, recibiendo la noticia de que tal jugador está calentando —¿que?— a orillas del césped. Sonreiremos encantados a los locutores meteorológicos de radio y televisión cuando señalen que la espantosamente reseca faz de España corre «riesgo de chubascos». Con todo, este riesgo cosquilleará menos que el que soltó la pantalla el 2 de marzo; era así: «Entre los grupos de riesgo del sida, los homosexuales son los más favorecidos». (Sería terrible que el nuevo director general del Ente prescindiera del notable caricato, tan útil posiblemente en la Nochevieja).
Sonrisas nos correrán de oreja a oreja cuando el informador que lo hizo días pasados repita que el Gobierno se dispone a «restar hierro» a su enfrentamiento con los sindicatos (doblegando tal vez al del metal); o cuando afirme que «el país está tensionado». O explicando a la nación que el ministro del ramo contrarrespondió a un interpelante pelma, dejándolo, como era de presumir, noqueado. Deseando estoy escuchar otra vez sin salir del Ente por antonomasia, la perínclita televisión, que «el Real Madrid tendrá que mantener un duelo a duelo apasionante con el Eindhoven en la Copa de Europa». (Dios mío, ¿qué habrá pasado? Cuando esto se publique, ya se sabrá. ¿Habrán logrado los hábiles muchachos capitalinos un resultado divertido, o se habrán excedido, matando de risa a los holandeses?)
Y sentará a masaje tenue periumbilical oír a la volandera corresponsal (bendígala el cielo) de Prado del Rey en Latinoamérica, vulgo América hispana, explicarnos que se ha detenido a unos asesinos, pero no al «autor intelectual» del crimen. No menos dulce, por zonas anatómicas aún más agradecidas, resultará escuchar a cierto teórico del cine, presentador de películas con mensaje recóndito, cuando diga que Eric Rohmer empieza —inicia, dice él— uno de sus filmes sublimes mostrando la «fisonomía corporal» de la protagonista, esto es, enseñándola en piel viva de tobillo a cogote.
Indescriptible placer pueden causarnos ciertas traducciones locas que proporcionan sosiego satisfecho a la mente. Así, el periódico importantísimo que relata un juicio por pederastia en Inglaterra, en el cual no se inculpó al presunto sodomítico, porque, según los peritos, la dilatación anal que observaron en el niño pudo ser provocada «por un dolor de tripas o por un constipado». ¿Cabe más intenso humor que el de confundir el estreñimiento (inglés «constipation») con un catarro?
Hoy mismo, domingo 12, he recibido solaz infinito leyendo impreso un artículo mío en la revista donde salen. Había escrito yo no sé qué de los antípodas, porque así lo han dicho, desde Cervantes, Lope y Quevedo hasta Unamuno y Ortega, todos los bienhablados de nuestra lengua. Y así fue en mi original a la imprenta. Con la particularidad de que, no hace mucho, uno de estos «dardos» míos disparó contra la actual concordancia femenina. El corrector, que, no hay duda, se los salta, debió de pensar en mi chochez al ver «los antípodas», y le largó el alegre las de la modernidad. El gozo que me ha producido mi prevaricación, mi renuncio, no admite ser descrito: el alma se me ha ido de bureo por el corredor de casa saltando y cantando a lo Madonna. Harán bien los lectores que me escriben para quejarse de que no me hacen caso ni los periódicos que me honran publicándome en alegrar el rostro porque, si lo piensan bien, es muy divertido.
Pero no son los «medios» de ejecución rápida —que a ello apelan como excusa— los que pueden fortalecer este buen humor nuestro de Pascua florida; también los libros, de más sosegada elaboración, contribuyen a su salud. Juro haber leído en una novela de reciente y fulminante éxito que un fraile salió de la ciudad a bordo de un burro. Sin levantar la mano del sagrado texto, doy fe de que un libro político, no menos difundido y elogiado, cuenta que un prohombre «dirigió una carta por escrito» a otro prohombre. Pero no debo destripar este volumen, que es una maravillosa «summa» de cuantos cardos idiomáticos esmaltan de divertidos colores nuestra, antes, enlutada y ceñuda lengua castellana. Me prometo explotar sus ricos filones, donde ya están prefigurados el léxico y la gramática de nuestro idioma para el año 92, en que, según es sabido, España va a mutar.
Nada debe arrugar nuestra frente y amohinarnos el rostro en esta estimulante primavera; todo justifica en ella la sonrisa. Ni siquiera acecha, como suele, la declaración de la renta. Y, para el otoño, las nuevas normas dispondrán que los matrimonios continúen pagando lo mismo, y los solteros, más. (Nuevo motivo de alegría, porque el ideal de igualdad es irrebatible cuando ésta enrasa por arriba).
Nada menos preocupante que la invasión de neologismos; como he escrito varias veces, acuden en ayuda nuestra para subsanar indigencias que sí deben preocupar. Un lector me pide que arremeta contra la emergencia que puebla los avisos de los transportes: «Salida de emergencia», «En caso de emergencia…». Y propone como sustituto alarma. No es lo mismo. Este vocablo asusta mucho más. Una emergencia es cualquier suceso inesperado que altera imprevisiblemente la normalidad, sin duda alarmante, pero que parece controlado desde el lenguaje mismo. Yo, puesto a escoger, prefiero una emergencia a una alarma (palabra que aún evoca en mí refugios y bombas). Ocurre, sin embargo, que, como toda novedad, el vocablo se ha convertido en comodín jugado sin reflexión. Leo en un despacho de agencia que «a la llamada de emergencia» de un barco de pesca, acudió un guardacostas. Pero sin duda, lo que el pesquero emitió fue una llamada de socorro o de auxilio, al haber surgido en él una emergencia que lo requería. Afortunadamente, muchas emergencias no precisan tal llamada: pueden resolverse sin ayuda.
Insisto: los neologismos no son vituperables siempre. La xenofobia no les hace justicia, cuando hacen falta o mejoran lo nuestro. Mucho peor que ellos es el mal uso del idioma propio por ignorancia culpable. Sirva de ejemplo el del verbo ausentarse que leí en dos informaciones sobre las saludables sacudidas —¿despertarán?— que los partidos políticos están sufriendo en los últimos meses. Según una, personas próximas a cierto dirigente habían anunciado cómo éste tenía «decidido ausentarse de la reunión» que iban a celebrar los compañeros de directiva. En otro periódico nacional, también importantísimo, se afirmaba de otro prohombre: «Es muy probable que se ausente de la reunión convocada para mañana en la sede del partido». Los redactores querían decir, en ambos casos, que tales eminencias «no asistirían» o que «estarían ausentes de»; pero sus mentes cautivas, esto es, mentecatas, segregaron ese empleo de ausentarse, cuya acción, los nenes lo saben, sólo es posible cuando se asiste o se está. Ignorarlo es mucho peor que emplear un extranjerismo; significa no haber mamado la lengua de la tribu; tal vez, haber padecido malnutrición cerebral desde el claustro materno.
Este ausentarse del idioma propio, por necio deambular de la parola, es terriblemente grave y produce pavor, no por el porvenir lóbrego que aguarda al español de Cervantes, de Lope y de nuestras vidas —¿importa algo?; ¿no podrán seguir comunicándose con gruñidos quienes nos sucedan?; en cien años, todos desnarigados, y allá se las compongan—, sino el presente mental de escalofrío que viven muchísimos cuyo oficio consiste en comunicarnos. Y esto sí nos afecta de cerca.
Algún juez me escribe confesando que debe hacer esfuerzos de equidad para no fallar contra litigantes cuyos letrados defienden sus causas con lenguaje nauseabundo. Son también comunicadores, como los parlamentarios, y han olvidado que la divina Retórica nació en los foros de justicia y de política. Y si esas ausencias idiomáticas se producen también en las aulas, las de lengua incluidas, ¿qué esperar fuera?
¿Cabe extrañarse de que un diario de la Corte hable de un ataque armenio, cuyo resultado fue que un camión soviético quedara «ligeramente destrozado»? ¿Pueden cosecharse unidades, un higo o un piñón, por ejemplo? Pues eso piensa alguien que recuerda en un periódico madrileño que «Laurence Olivier cosechó un Oscar». Semejantemente, una salva es, entre otras cosas, el colectivo que agrupa muestras de afecto; lo define el Diccionario como «saludo, bienvenida». Y registra la acuñación salva de aplausos. Sólo alguien con genes idiomáticos pervertidos ha podido escribir que «Guerra escuchó una salva de pitos». En ese mismo diario, se leía al pie de una foto con un guardia: «Un policía municipal patrulla por la calle de la Ballesta». Estas patrullas unipersonales no dejan de causar invencible intranquilidad.
Inmerso solía calificar, como el Diccionario especifica, a alguien que andaba «sumergido o abismado» en quehaceres, pensamientos, problemas… Es una bella metáfora, más asfixiante aún que la de estar agua al cuello. Hamlet andaba inmerso en sus dudas, Fausto en su aversión a la vejez, Segismundo en su perplejidad; todos, por Pascua florida, en las cavilaciones de cumplir con Hacienda. Pues bien, el singular participio no se les cae a muchos de pluma o lengua, y, así, leo recientemente que la selección española de fútbol «está inmersa en el sexto grupo, formado por Irlanda del Norte y del Sur, Malta…». Todo antes que decir, recta y sencillamente, que figura en el grupo a que pertenecen también esos países. Se me tira a los ojos también la noticia de que «la ONCE está inmersa en numerosos negocios», evitando el simple enunciado de que participa en ellos.
Un admirable periódico vasco anunciaba, hace pocas semanas, que «cerca de la mitad de todos los casos de sida —¿por qué no quitar las versales a tal horror?— han desencadenado en la muerte». El lector que me envía el recorte, lo comenta con asombro. Yo aún no me he recobrado. Pero iba diciendo que, en todas partes, hacen cocimientos deletéreos de idioma. Me ocuparé algún día de los templos. Ocasiones hay en que, oyendo la proclamación del Verbo, se duda seriamente de que la Santa Madre pueda obligar a tanta penitencia.
Se trata de una sorprendente emigración; los hispanos abandonan su idioma, se ausentan de él. Huyen hacia el balbuceo, hacia el balido, hacia la nada. Tal vez, sea el inglés —un inglés trapacero— su salvación. Sí, quizá acaben mugiendo en inglés, ideal que ya tiene profetas, como el portavoz de un grupo musical que ha lanzado un disco titulado «Camino Soria», con preposición sorbida como un moco, el cual declaraba, días pasados, en mi querido Heraldo de Aragón: «Estamos en contra de los esquemas clásicos del lenguaje: el academicismo es un atraso. Para mí, quitar una preposición es quitar un trasto viejo, que no sirve para nada, y por eso lo hemos hecho. Estamos, por otra parte, ya casi en el siglo XXI, y que la gente siga hablando idiomas de taifas, me parece absurdo. Yo soy partidario de que toda la gente hable inglés. Y en cuanto a lo de Soria (a haber elegido esta ciudad, se refiere), es que nos parece un sitio suficientemente kafkiano como para poder hablar de él». ¿Se ha pensado algo más original y profundo desde que el homínido inició sus progresos?
Qué ataque de risa tuvo que acometer al famoso empresario Silvio Berlusconi si leyó que un gran diario madrileño le atribuía el 5 de abril, en titulares, esta barbaridad entrecomillada: «Si el Madrid nos elimina, seré su mejor tifossi en Barcelona». Lo atribuiría a insania del redactor, porque sólo un apagón de sesos permite endilgar tal cosa a alguien que mamó el italiano, y sabe, por tanto, que, en su lengua, tifosi (y no tifossi) es plural. Nadie puede ser un «tifosos».
Que la buena gente silenciosa tenga la idea de que el italiano es un idioma orquestado en -i, con la -i de Vivaldi, Rossini y Paganini, de Piccolomini y Guicciardini, de Botticelli y Bernini, de Rimini y Assisi, bien está. O que quien escribe para esa buena gente —o habla por los micros— imagine que italianiza con sólo banderillear las palabras con punzantes íes, parece cuando menos necedad. Y que, además, atribuya entre comillas tales rehiletes a un italiano, pica en ofensa. Por supuesto, quita —resta dirá él— respetabilidad a su honorable profesión.
Lo más que podía prometer el señor Berlusconi era ser tifoso del Real Madrid en el Camp Nou. Porque ésa es la forma singular de llamar en Italia al sostenitore o hincha de un equipo deportivo. El tifoso es, simplemente, el enfermo de tifo, esto es, de tifus: un tífico. Alguien aquejado del torpor (esto significa, además de «vapor», typhós en griego) que la fiebre produce. Aunque ésta, en sus manifestaciones deportivas, limita a la mente el estupor, la estupidez más bien, mientras que imprime al cuerpo asombrosa agitación. El infectado despierta al amanecer inquieto por las lesiones o tarjetas rojas de su equipo; desayuna con brevedad, urgido por comprar un diario deportivo; lee ávido alineaciones, «éntrenos» y rumores de traspasos; se reúne en el trabajo con otros enfermos, y discute o se pelea; gruñe en casa, si su once no ganó el domingo; oye las emisiones deportivas de primera hora de la tarde, y se exalta o enfada con las declaraciones de cracks, presidentes y misters. Otras turbulencias experimenta a lo largo del día, que sólo soporta en cuanto escalón que conduce al próximo partido. Ya en él, la fiebre le produce aceleraciones letales en el corazón y terribles convulsiones nerviosas, que le causan un peligroso júbilo o lo hunden en la depresión. Muchos se recuperan transitoriamente al final de la temporada, pero algunos mueren, víctimas de una invencible melancolía.
(Nuestro tifus es incalculablemente más benigno, y sólo ha desarrollado la acepción picara de entrar no pagando en los espectáculos. Sus efectos sólo arruinan a las empresas).
Pero estábamos con tifosi empleado como singular por tantos comunicadores nuestros. No hace mucho, anoté que, en otro importante periódico de la Corte, escribía un reportero: «Este cronista fue conducido por un carabinieri por recovecos de las cocinas del hotel…». Esto es, por «un carabineros». Porque el guardián del orden en la península hermana es un carabiniere. Hace falta estar muy sordo para no enterarse de que el final en -i es el normal signo de pluraridad en los nombres masculinos acabados en -o (lupo-lupi), y de los masculinos y femeninos que terminan en -e (pane-pani).
Y es que por el norte de Italia se partió la Romania en dos porciones. Al este y al sur de la línea de fractura, las palabras latinas perdieron su -s final; la cual se mantuvo en toda la zona occidental, que comprendía las lenguas romances de Galia e Hispania. Éstas pudieron seguir señalando el plural de nombres y adjetivos con la -s del acusativo latino, mientras que las de Italia y Rumanía tuvieron que acudir a la -i o a la -e del nominativo. Es por lo que el latín duos fue en rumano doi y en italiano due, frente al dos castellano y catalán, al antiguo francés deus y al portugués dous; por lo mismo, capras tuvo que hacerse capre en las dos lenguas disidentes, mientras que siguieron siendo cabras las hispanas, y chèvres las vecinas.
La «iítis» que acomete a nuestras voces públicas cuando quieren hablar toscano fino, no deja -o viva en los huesos de ningún vocablo. Mientras el día 5 atravesaba al atardecer la ciudad helada y desierta, puse la radio. Era inútil buscar una emisora que no estuviera retransmitiendo el choque trascendental Madrid-Milan. Y como éste viste a lo anarquista camiseta roja y negra, el locutor que el azar me deparó no cesó de llamarlo «equipo rossoneri»: ¡equipo rojinegros! Era su modo de mostrar ante la audiencia su intimidad con el «calcio» de nuestros vecinos de mar. Sólo que para ellos, claro, el equipo es rossonero.
Hubo un agudo diplomático —¿o fue profesor?— de aquel país al que se atribuye la malicia de que «como los curas españoles no saben latín, creen que saben italiano». Lo ignoro; pero son numerosos quienes, curas o no, ignorando su lengua, se creen peritos en la de Ariosto. Y algo lo son aquellos píndaros que llaman Milan, con acento en la i, al equipo de Berlusconi. Cuando esa pronunciación empezó a oírse, muchos lectores me escribieron indignados. Guardé prudente silencio, porque tal vez existía razón. No he hecho averiguaciones, pero es verdad que tal squadra se denomina Milan y no con el nombre italiano de la ciudad, Milano, ignoro por qué. Aciertan, pues, quienes introducen Milan en su cháchara, pero tal vez debieran sacrificar tanta exactitud a la necesidad de no despistar.
Salvo el inglés —y aun así—, el vapuleo que sufren las lenguas extranjeras en los mass sonoros suelen ser lindos. Anda goleando por las canchas un jugador, creo que brasileño, llamado Baltasar, aunque se escriba su nombre Baltazar. Multitud de locutores lo nombran impenitentemente con esa z de zonzo y zozobra. Pero los hispanos no salen mejor librados. Cortez se escribe el apellido de un cantante de Ultramar, y a pocos se les ocurre llamarlo Cortés, como se debe. La confusión de grafías a consecuencia del seseo es frecuentísima en América; tan normal es allí ver anunciado a un Velasques, como a un Velásquez, como a un Ozorio. Pero, claro, siempre suena la z como s. Son cosas elementales que un locutor debería saber. Y también que el -is valenciano de Sanchis es el -ez de Sánchez, para no llamar brutalmente Sanchis al notable futbolista.
Son muchos los lectores que me comentan o puntualizan estos «dardos». Lo agradezco en el alma. La perplejidad que, el mes pasado, manifestaba ante el Milan con que se nombra al equipo verdugo del esplendor madridista, ha quedado resuelta por un gentil comunicante italiano, que me informa de cómo tal squadra fue fundada por ingleses, los cuales la bautizaron así por ser en su lengua Milan (pronunciado indistinta o aproximadamente Mílan o Milán) el nombre de la gran ciudad lombarda. Un anglicismo, pues, en el uso de la lengua hermana, que muchos de nuestros cronistas deportivos, voraces anglómanos, se han apresurado a endilgarnos.
La televisión sigue siendo la más insidiosa amenaza contra el sentido común idiomático. Ignoro qué patente de corso concede inmunidad a sus profesionales cuando cometen errores analfabetos, como la locutora de informativos que, a las nueve de la noche del pasado 23, soltó un intervalos estremecedor. O la que el Día Mundial del Teatro aseguró que le había sido impuesta una bufanda blanca a la esfinge —por efigie— de Valle-Inclán en el madrileño paseo de Recoletos.
Especialmente grave me parecen las estrafalarias entonaciones a que se somete la lectura de noticias por muchos corresponsales en el extranjero, mimetizando las de aquellos países donde trabajan. Aún es más sorprendente su estúpida elocución, cuando sus croniquillas se intercalan en el admirable hablar de Rosa Mateos, tan bella, sencilla y castellanamente articulado. ¿A cuándo aguarda nuestro medio de difusión más influyente para asumir el papel de modelo de idiomas que le corresponde? Nuestros políticos, tan atentos e inutiles vigilantes de sus contenidos, tendrían que ocuparse de esa cuestión, más importante para el país, en definitiva, que sus «cuotas de pantalla».
Los atropellos contaminantes se suceden, en casos en que, supongo, bastaría una simple advertencia para que fuesen evitados. Así ocurre con algunos anglicismos totalmente superfluos, que desplazan en los usos televisivos —y periodísticos, en general— a vocablos españoles absolutamente sinónimos. Señalaré dos especialmente frecuentes.
Uno es copia, cuando se dice que de un libro o de un disco se han vendido tantas o cuantas copias. ¿Qué gana el idioma sustituyendo con el copy inglés el ejemplar hispano? Con esta palabra se designó, desde el siglo XV, el traslado que se sacaba de un texto original; y ya desde la aparición de la imprenta, cada uno de los volúmenes, iguales entre sí, de una publicación. No se advierte por qué se prefiere copia a este vocablo nuestro, y qué ganan quienes lo emplean, salvo el diagnóstico de mentecatos que cabe atribuirles.
Otro tonto anglicismo es conducir una orquesta, en vez de dirigirla. Durante la noche del polvoriento y decrépito Festival de Eurovisión, los telespectadores sufrieron una tunda de conducciones. La aguanté durante unos minutos, imantado por la estupenda presentadora helvética, que transitaba por los idiomas como Tarzán entre las lianas. Pero me amargaron tan espiritual contemplación los conductores que nos infligieron nuestros crisóstomos.
El empleo de tal extranjerismo puede deberse indistintamente a influjo inglés o francés. En esta lengua, en efecto, el anglicismo conduire un orchestre (de to conduct an orchestra) lleva instalado más de siglo y medio: la Académie lo incluyó en su diccionario de 1835. Sin embargo, Etiemble aún seguía denunciándolo como cuerpo extraño, en su famoso Parlez-vous franglais? (1964). Importantes diccionarios, el Robert por ejemplo, no advierten ya de su origen británico.
Pero, en español, tal empleo es reciente y decididamente innecesario: sólo por distinguirse del común hispano, se prefiere militar en otro rebaño que se estima —¿por qué?— más exquisito. En nada mejora conducir una orquesta a dirigirla; carece de sentido pues, mudar de lengua para decir lo mismo.
Otro es el caso de ese verbo aplicado a los programas de radio o televisión, donde participan invitados o se hace intervenir elementos sometidos al plan, pero no a la dirección estricta de quien los crea. Llamar a éste conductor del programa introduce un matiz que sí justifica la acepción neologista. Los idiomas nunca se detienen —ni debe intentarse frenarlos— ante lo que nombra más o mejor. Cosa que no ocurre con conducir una orquesta, que parece algo así como transportarla al lugar del concierto en autobús.
Y lo que decididamente resulta vituperable es zancadillear el propio idioma, causándole lesiones. El 30 de abril se dijo por televisión que «la actual política social adolece de solidaridad, según el obispo de Bilbao». ¿Dijo esto su ilustrísima o le fue imputado en los servicios informativos? Atentado grave, en un caso o en otro. El mal cunde: hasta en un excelente gramático he leído que un «análisis adolece de rigor por varias razones». Y ya es normal oír y leer en los «media» que tal población adolece de escuelas, servicios sanitarios, vigilancia, etcétera, etcétera. En todos estos usos se quiere decir, pero muy mal, que «se carece o se anda mal» de solidaridad, rigor, escuelas…
Parece haberse cortado el cable de la relación etimológica que une adolecer con doler: ese verbo significó desde el siglo XIII «enfermar»; alguien adolecía del pecho o de los ríñones, es decir, de un mal. Por sencilla metáfora, pasó después a significar «sufrir de cualquier pasión o defecto moral»: adolecer de envidia, o ambición: y si el sujeto no era humano, «sufrir un defecto o una carencia»: un cuchillo adolece de mellas, y un ordenador, de lentitud. Así, nadie ni nada pueden adolecer de cosas o de cualidades positivas, porque éstas no causan mal ni constituyen enfermedad. No es posible adolecer de rigor ni de escuelas, sino de ausencia o escasez. De lo que el prelado bilbaíno se quejaba es de que la política social adolece de falta de solidaridad. Es decir, de que «padece de ese mal». Una empresa puede adolecer de escasos recursos, pero no puede adolecer de recursos como leo en un periódico ahora mismo, porque eso, lejos de producirle dolor, le causaría gozo espasmódico.
Son cosas que los españoles sabían, hasta hace poco, apenas los destetaban. No acaba de entenderse por qué, de pronto, se les ha puesto el idioma viscoso, y les da lo mismo esfinge que efigie, copia que ejemplar, conducir que dirigir, Milan que Milán…: las larvas todas de que adolece el lenguaje, e infectan los sesos de una comunidad que antes distinguía muy bien el arre del so.
Después de mi artículo anterior, en que, gracias a un lector italiano, explicaba el origen del Milan en mí mayor con que nombran a su equipo los forofos —y, a imitación suya, muchos locutores nuestros—, otras muchas cartas me han confirmado aquella explicación; y de viva voz, el propio Silvio Berlusconi, singular e interesante persona a quien desfigura el excesivo viento popular que se arremolina a su paso.
Pero aún han sido más las cartas que me han precisado el origen de esquirol. Me limitaba yo a señalar su procedencia catalana. Varios corresponsales, no menos de siete, me han transcrito un pasaje del libro de Josep Pla Un señor de Barcelona (1944), en que explica cómo nació su denigrante significado. He aquí sus palabras: «Manlleu ha jugado un gran papel en la historia de la lucha social catalana. Una de las primeras huelgas de Cataluña tuvo lugar en el pueblo, en la época de mi padre. Para sustituir a los huelguistas, los patronos hicieron lo posible para que entraran en las fábricas obreros de los pueblos de los alrededores. Uno de los pueblos que dio más contingente fue L’Esquirol, como se llama popularmente Santa María de Coreó. Estos obreros de L’Esquirol fueron llamados esquiroles». Quede aquí el testimonio del gran escritor, junto con mi gratitud a sus fieles lectores.
Siguiendo con lo laboral, recuerdo que otro amable comunicante me consultó alarmado si es cierto lo que un conocido presentador de televisión afirmó el domingo 20 de noviembre en su programa La vida sigue, al hacer derivar la palabra destajo del nombre de aquel poco envidiable minero ruso, Stajanov, que, en 1935, logró extraer 102 toneladas de carbón en menos de seis horas. Cuando la televisión se nos pone culta, aún es peor. Ocurre que destajo se documenta en castellano desde el siglo XV, como derivado del aún más antiguo verbo destajar, «concertar las condiciones de un trabajo», el cual procede del latín vulgar taleare, «cortar»; de la misma familia es tajo (y el atajo por donde se corta o acorta una distancia).
Otro extraño parlante, que retransmitía una procesión la pasada Semana Santa tras afirmar que al Cireneo no lo menciona San Juan de la Cruz ¡en su Evangelio!, se puso a aclarar a la audiencia el porqué de los pasos procesionales. Es, dijo (y esto lo registraron mis asombrados oídos), porque en ellos se representa la pasión de Cristo. No sólo hay traductores a mocosuena, sino también etimólogos. El paso de las procesiones tiene el mismo origen que el paso ambulatorio (del latín passus), en su antigua acepción de «cada trance de una historia o de un sucedido». Tal sentido permite que Cervantes haga decir a un personaje del Persiles: «Es terrible este paso en que me veo». «Nunca tú te vieras en este paso», exclama Claudia en el Quijote. Obviamente, los pasos del Viernes Santo son denominados así porque representan pasos o pasajes (de la historia de Jesús), no porque se refieran a una pasión.
Pero entre las penumbras que emite el terrible aparato, se ha escurrido una vez un destello de luz matutina. Ocurrió el pasado 25 de mayo durante la transmisión del partido de fútbol en que los murcianos dieron dos machetazos a la ilusión liguera del Barcelona. Lo contaba un locutor no habitual para mí, con notoria exactitud de narración y de lenguaje, sólo perturbada por algún «resta tanto o cuanto tiempo». Pero he aquí que, de pronto, ya casi al final del encuentro, dijo algo así como: «Restan ocho minutos de juego… Perdón, quiero decir que quedan ocho minutos». No recuerdo si eran ocho, porque el júbilo que me produjo la corrección causó sobrecarga en mis circuitos mentales, con pérdida de memoria y diplopia. ¡Se había producido, por fin, una corrección en televisión! Y por un cronista deportivo, gremio éste el más resistente a cualquier terapia idiomática. Repuesto de la sorpresa, juzgué que había sido excesiva: el informador de esa tarde —siento ignorar su nombre— había dado ya muestras abundantes de ser digno del micrófono. Pediría al Ente que lo pusiera en cabeza de ese pelotón de cháchara desenfadada al que confía el relato de las gestas deportivas: será perfecto si renuncia a las «faltas sobre Mejías» y los «pases sobre Butragueño» que aún prodiga. ¿No son faltas a y pases a?
Y de ese encuentro, al desencuentro que, hace escasos días, lanzó al mercado idiomático (no sé si de segunda mano), en emisión ampliamente escuchada, el ex diputado don Enrique Curiel. Supongo que el vocablo causó sorpresa, a juzgar por lo que extrañó en mi propia casa. Tuve que recomendar calma a los alborotados. Habían sido reunidos ante la cámara (de televisión) varios tránsfugas en la otra, es decir, evadidos de sus partidos con el acta en el morral. Y fueron justificándose todos de modo plausible, menos uno primitivamente bochornoso. El señor Curiel no tenía que dar explicaciones: había devuelto el acta a la formación política en cuya candidatura cerrada la había obtenido. No era un tránsfuga, sino sólo un fugado, que había usado de su albedrío y había cumplido con el deber de restituir. Explicó el porqué: se debía al desencuentro entre sus ideas y las de su grupo parlamentario.
Era claro el propósito eufemístico del conocido político: deseaba suavizar el desacuerdo. Este vocablo hubiera expresado aproximadamente lo mismo sin causar sobresalto: que se había roto el acuerdo anterior entre él y los ex suyos, sustituido ahora por la imagen de un encuentro que se produjo en concordia, y que ha acabado a farolazos. Pero desencuentro acentúa, tal vez mejor que desacuerdo, esa nota de divergencia y distancia por un proceso evolutivo natural. No es término que reprocha o acusa: con él, la coincidencia parece haberse disuelto como el azúcar en el café: dulcemente. Hubo algo de extravagancia en su uso reiterado, pero fue elegante don Enrique Curiel. Cuando después se ha envilecido el lenguaje mitinesco hasta producir bascas, he agradecido aún más aquel melindre verbal.
Por lo demás, desencuentro, desencontrarse, son palabras de buena estirpe. Forjadas en Argentina, son normales allí para significar que unas personas que se buscaban no se han encontrado, o que no están de acuerdo. Han sido perfectamente formadas (como desenlazar, desembolso, desembarco y tantas más). Ha de constituir motivo de gozo, y no de susto, que se expanda por el ámbito del idioma lo nacido dentro de él, en cualquiera de sus territorios. Y más, si sirve para amortiguar nuestra hispana propensión al vitriolo[13].
Dentro de nada, 1992 va a conectar nuestros gozos conmemorativos de pretéritas glorias con el fabuloso porvenir europeo que, al fin, hemos conquistado —trenes como rayos cruzarán nuestras mesetas, teléfonos diligentísimos permitirán la intercomunicación a distancia sin cable, bastará con echar al buzón una carta para que llegue a su destino… ¡tantas venturas!—. Pues bien: es probable que, entre baile y baile de San Vito, de los muchos que estos fastos motivarán, quede un minuto para recordar a Nebrija, el cual, hará cinco siglos, publicó la primera Gramática de un idioma entonces moderno (cuando no éramos aún Europa: asombroso). Será ocasión, tal vez, para que 1992 sea declarado no sólo olímpico y feriero, sino también Año de la Lengua Madre.
En lo poco que falta, el español habrá completado su evolución hacia ese idioma nuevo que nació de aquel cuyos primeros gestos adultos describió Elio Antonio, y que, cuando ya parecía inserviblemente senecto, se vigoriza y esplende del modo que es posible admirar hoy. La Lengua Madre, lejana y vieja, merecerá tal vez algunos coloquios científicos de gratitud. Con vistas a ellos, me permito allegar nuevos materiales de este idioma, por lo que puedan valer.
Motores esenciales de esa venturosa marcha al siglo XXI son, como tanto he repetido, los medios de comunicación. Gracias a ellos, por ejemplo, la arcaica locución estar o quedarse en vilo, se renueva prestigiosamente en labios de quien transmitió por televisión el partido de baloncesto Madrid-Barcelona (25 de mayo); describiendo la zozobra de un trance, dijo con exactitud: «Se han quedado todos en un vilo». Pudimos comprobarlo: en efecto, sólo había uno.
Idéntica precisión lógica alcanzó el hablista radiofónico que, contando lo que pasaba en la corrida de San Isidro del 1 de junio, expelió: «Espartaco nos ha puesto los vellos de punta». Efectivamente, resultaba de escaso rigor matemático referirse al vello, ya que, no hace falta demostrarlo, todos poseemos varios.
En el día de las elecciones europeas estábamos, cuando la sonriente señorita presentadora del concurso televisivo preprandial, fortaleció nuestro vetusto léxico, corrigiendo al concursante que había osado pronunciar a la antigua usanza auriga y cuadriga. ¡No!, exclamó con solvente energía: ¡áuriga y cuádriga! Y de ese modo, inyectándoles un vigoroso tónico acentual a tales vejestorios, éstos quedaron aptos para servir en el neoespañol. (¿Recuerdan la infantil definición de código? Es el sitio por donde se dobla el brácigo).
A las 20:42 del 24 de junio, en pleno telediario, que es algo así como el San Fermín del Ente, el predicador de turno consagró la pronunciación Méksico con que nuestro novísimo idioma patrio acabará sancionando la obstinación del pueblo hermano, empeñado en escribir con x el nombre de su gran país. Las posibilidades morfológicas que se nos ofrecen son también espléndidas. Ya no son sólo aquellos pares correctos de masculino o femenino que se estudiaban en la escuela (el calor y la calor, el dote y la dote, el puente y la puente…). A esta generosa pero limitada oferta, se han sumado, desde el 19 de junio otro acta y otra acta (esto último era hasta ahora lo único considerado correcto), pues de estas dos maneras alternantes empleó tal sustantivo el popular instigador a calcular precios.
Pero es en la creación neológica o en la ávida adopción de extranjerismos donde la lengua pluscuamnovísima muestra sus ventajas. Cosas importantes que la antigua no permitía comunicar por falta de palabras o giros adecuados, pueden ya circular en el trato hispano. Cabe pensar que, de aquí a 1992, ese vigor que apunta sea ya impresionante catarata. Cantaba, el pasado día 14, Alfredo Kraus, Lucrezia Borgia, en el Liceo barcelonés. Estábamos los teleoyentes literalmente sobrecogidos por su voz. No hubiéramos podido, sin embargo, resumir con un vocablo la intensa emoción estética que nos embargaba de no haber acudido en nuestra ayuda la comentarista, la cual, en el entreacto, acuñó nuestro común sentir, hasta ahora inexpresable: «Hay que elogiar la gran artisticidad de Alfredo Kraus». ¿Cabe más afortunado invento, hallazgo más sutil, memez más delicada?
Otro ejemplo sólo. Lo extraigo del festival atlético celebrado en Sevilla el 20 de junio. Como es lógico, la televisión lo denominó mitin, alineándonos así con lo más selecto de la cultura mundial. La gran movida muscular había sido convocada con el astuto fin de verificar las posibilidades de algunos atletas nuestros ante el magno, el augusto acontecimiento olímpico del 92, haciéndoles competir con eminencias extranjeras. ¿Cómo expresó tal designio el locutor de televisión? Según él, nuestras autoridades deportivas andan buscando nuevos talentos que corran, salten, naden, lancen y breguen. Es gran hallazgo nivelador y democrático: no era justo el privilegio que reservaba el talento para Cajal, Ortega, Picasso o Lorca: ténganlo también esos muchachos de zancada equina o bíceps de hormigón que subyugarán en el estadio barcelonés. Supóngasele también al citado innovador del idioma, que, al mostrarnos la pantalla a un fornido moreno, cuyo rostro no presentaba estigma alguno de alfabetización, lo definió como «joven talento cubano».
Si algún talento importante ha surgido últimamente entre nosotros, es, nadie lo discutirá, Arantxa Sánchez Vicario. En cada raquetazo con que humillaba a su rival en París, iba un latido nuestro ayudando a los suyos. La muchacha no pudo con su rival germana en Wimbledon, pero ya podrá: hemos de verla pronto victoriosa otra vez, imponiendo su talento. La prensa reflejó el rastro de simpatía que dejó a su paso por la pista de hierba; el corresponsal de un gran diario cortesano traducía de este modo un comentario de The Times: «Hace unos meses muchos creían que Graff dominaría durante muchos años el tenis femenino, y que su única rival posible era Gabriela Sabatini. Sánchez ignoraba esa especulación». He aquí resucitado en esta última aserción, un viejo ideal humanístico: el de escribir un castellano que fuera, a la vez, latín. Sólo que ahora es el inglés la lengua que otorga título de nobleza a la nuestra. En nuestro inmaduro lenguaje anterior, era preciso decir que Sánchez no hacía caso a tal conjetura o suposición, que la oía como quien oye llover. Afirmando ahora que ignoraba esa especulación, se logra el perfecto ajuste del idioma neohispano con el del Gran Imperio. La Lengua Madre debe de sentirse orgullosa mirando a qué ha llegado.
El neohispano, la lengua con que vamos a comparecer ante el mundo con un look guay en las jornadas gloriosas de 1992, crece con tal prisa que ni alargando el brazo se pueden medir sus estirones. Aunque más de media España está en letargo estival, la otra media trabaja aplicadamente en todo cuanto afecta al bien común. Pronto estaremos los de siempre en el tajo, y entonces, ni se sabe. ¿Somos capaces de imaginar los progresos que va a hacer nuestro idioma con más canales de televisión y una muchedumbre de nuevas emisoras de radio? Si con lo actual se ha logrado tanto, ¿a cuánto llegaremos con varios millares más de laborantes?
Pensando en ese estimulante porvenir me fortalezco, mirando ansioso la salida del sol en esta playa mediterránea donde, desde hace más de treinta veranos, me desangran los mosquitos nocturnos. Miro el alba, pero no la contemplo, es decir, no me recreo en sus lujos: para mí significa, tosca y utilitariamente, que viene a librarme de violeros unas horas. Medito, sin embargo, en nuestro espléndido futuro, mientras los rayos rojidorados de la aurora avanzan hacia mí conquistando parcelas inmensas de mar.
En reciente «dardo» exhortaba a la satisfacción por la lógica con que se va ordenando la caótica lengua nuestra. Ya no es «el» vello lo que se pone de punta, sino los vellos, según feliz hallazgo de un cronista taurino de televisión. Es, en efecto, muy raro que alguien tenga un solo vello. A su colega del baloncesto se debe otro retoque perfectivo, al narrar una jugada que dejó a todos en un vilo; queda así más preciso. Ayer tarde vi un rato la retransmisión de un mitin atlético cuya simple contemplación, con estos calores, extenuaba. Me pareció, por eso, prudentísimo un saltador de altura que, al llegar corriendo al listón, renunció al brinco y pasó por debajo. Yo hubiera hecho lo mismo. El locutor explicó que el avisado atleta había hecho un número cirquense. Esto no me parece cierto, porque, en el circo, se da el salto o a la calle. Raro lapsus en quien tanta potencia racional había mostrado al acuñar un adjetivo tan bien troquelado: de circo ha de derivarse cirquense, como de Cuenca sale conquense ¿Quién no se alarmaría si oyera llamar concenses a los naturales de la bella ciudad? Siglos hemos estado ajenos al disparate de decir circense; ya no debe ocurrir más.
No es floja tampoco la aportación de la radio. La oigo poco: sólo en el coche o en los largos insomnios. Basta para percatarse del concienzudo esfuerzo renovador que se hace en sus locutorios. Escuché con suma complacencia el relato que una importante emisora hacía de una etapa de la vuelta ciclista a Francia, narrada a puro trémolo por sus hombres en ruta. Espléndido su hallazgo cuando decían: «Va en cabeza un grupo formado por cuatro unidades». Y repetían lo de unidades cada vez que cuantificaban grupos de corredores. Bien venidas sean estas palabras destinadas a simplificar la comunicación. ¿Por qué privilegiar con ese nombre cosas sin alma, como vagones, convoyes y cosas así? Conforme al modelo de la radio en cuestión, aquel vocablo permitirá llamar unidades a los dependientes de unos almacenes, a los alumnos de un colegio, a los hijos («tengo cuatro unidades, y ya viene otra»)… Será posible decir, en el lenguaje militar, que una unidad cuenta con noventa unidades, evitando el fatigado término «soldados». Destino tan brillante como a tema aguarda a tal invención.
También los verbos están experimentando fascinantes dilataciones de empleo. A muchos se les libera de sus anticuados regímenes preposicionales. No se dirá, por ejemplo, en, sino a («desde que España se “ha integrado al” Mercado Común…»). Es cuestión que merecerá detenido examen. Me limito ahora a señalar otros admirables accidentes verbales.
Así, el hecho de que se pueda efectuar una muestra, en vez de «hacer una exposición» (carcomido término, este último, venturosamente arrumbado en favor del vigoroso italianismo muestra).
Otorgar era, lo dice el Diccionario, «conceder una merced, una gracia», esto es, diplomas, distinciones, recompensas, premios… Su carácter clasista y elitista era obvio. La nivelación que la justicia igualatoria impone le ha sacudido fuerte al verbo, y ya se otorgan tarjetas amarillas a los futbolistas díscolos, suspensos a los estudiantes distraídos, y penas de dos meses menos cincuenta y nueve días a quienes extraen la hijuela con navaja.
Otro verbo ensanchado por TVE (el 21 de julio, a las 15:03 exactamente) es recaudar, que era la acción de acopiar caudales ajenos, de grado (en una colecta, o en la taquilla de un cine, por ejemplo) o a la fuerza; pero esto último sólo podía hacerlo legalmente el Fisco en sus diversas modalidades. ¿Obraría a impulsos de su rencor a Hacienda quien entonces dijo que, en un banco de Valencia, los atracadores habían recaudado diez millones de pesetas? ¿Qué pena les otorgarían si los prendieran? Pero la pieza mayor que hoy destaco es el adjetivo intratable, pasmosamente enriquecido con una acepción arrebatada al inglés. Calificó y calificaba hasta hace unos meses a las personas que son o están de humor imposible. A los odiosos perdidos. Y en épocas anteriores, también las cosas que no convenían al trato humano. «¿Qué tierra es ésta?», pregunta un personaje de Lope. Y le contesta su compañero: «No sé; toda desierta se ve, / riscosa, intratable y fuerte». No constituía, pues, coba decir de algo o de alguien que era eso.
Se le acaba de dar la vuelta en el taller más activo de forja idiomática: el consabido de la crónica deportiva. Aparece en pantalla un fórmula uno a toda galleta, muy distanciado de cuantos le siguen. El piloto está claramente obstinado en que nadie se le acerque, y su arrojo merece loa. Es cuando muchos de nuestros comentaristas aseguran que «X está “intratable”». ¿Lo censuran por antipático y mala uva? Todo lo contrario: exaltan el hecho de que X no se arredra, de que no cede ni ceja, de que si los demás tienen gas, él tiene más. Todo un carácter. Que aquí se alaba lo mismo, exactamente lo mismo que en Minneapolis. En muchas cosas, estamos ya en 1992. Los antes imbatibles, inalcanzables e irreductibles, son ahora intratables. Laus Deo.
Ha amanecido. El sol ha puesto fin a su diaria hipérbole de colores, y ya está, sólo amarillo, alanceando la playa. Llegan precoces los primeros bañistas, que extienden sus flores de felpa y plantan sombrillas; bajo su ruedo se apiñan dos, tres, cuatro unidades, según. No me interesa, y huyo en busca del primer café.
Esta vez, las piezas que vienen hacia mí han sido ojeadas por dos queridos amigos a quienes placen estos ejercicios de caza. Han oteado unas alimañas que están acosando con peligro al español. Me las encaminan asustados, con el deseo de que no marre el disparo; y, seguramente, con el propósito de que, una vez cobradas, las lleve a la autoridad competente, en demanda de auxilio. ¿Ven si son temibles los murciélagos rabiosos? Pues más.
Las ha atraído el olor de nuestro dinero; vienen dispuestas a llevárselo sin miramiento. España, con el mundo hispánico, constituye una nutrida humanidad que, por las señales, no merece deferencia de los mercaderes foráneos. Lo cual sugiere que no es mucha tampoco la consideración que merecemos por ahí en los demás tratos. Como clientela, porque somos muchos, ofrecemos interés, mas no demasiado como comunidad cultural que cuenta con el distintivo de un idioma tan respetable como el mejor. Y es norma de vigencia universal que el respeto debe exigirse por aquel a quien se lo pierden, para no caer en indignidad.
El indicio de la higa que está haciéndosenos es la lengua con que nos sirven muchos productos extranjeros. Por ejemplo, esta oferta de Software/Accounting en una revista estadounidense vendida en España. Sus programas informáticos (software) ofrecen las siguientes posibilidades: «Entrar clientes, inventario, imprenta cuentas»; «Sus operadores y clientes no necesitan ser bilingüe para comprenderlo». Y añade esta otra eminente ventaja: «Los más recientes jalar abajo menús por operacción fácil». Los interesados en tal maravilla deben dirigirse a una empresa californiana llamada Sistemas españolas. Mi impericia en la jerga de los ordenadores me impide traducir este texto, pero temo que, aunque fuera perito, me quedaría tan a copas, porque está escrito en un caló apócrifo que, por California —donde hay buenos hispanohablantes— creen español.
El otro animalucho que se me pone a tiro es aún más infamante, pues proviene del entrañable Mercado Común. Quizá necesite algún lector un banquito para ponerlo en eso que ahora llaman terraza y, antes simplemente balcón. Ha pensado solazarse contemplando, sentado en él, las nubes de gas fétido que ascienden de la calle, y escuchando el rudo concierto que forman el escape abierto de la moto y del camión. Acude, por tanto, a la tienda donde se venden los banquitos, y elige uno, importado, de la marca Futura, cuya resistente ligereza le pondera el vendedor. Sus piezas están impecablemente embaladas, y se le asegura que dentro hallará las instrucciones para montarlo.
Lo recibe en su casa, y rompe el embalaje ante su familia expectante. Ahí están, en efecto, las recomendaciones prometidas. Vienen en alemán, inglés, francés y otro. Como ignora las tres primeras lenguas, sospecha que el otro es la suya. Y lee: «Instruction de montage». Pasa por alto las que cree erratas, y prosigue: «1. Ponga los pies uno al lado del otro». Como los bancos no suelen tener pies sino patas, piensa que debe juntar los propios, y une enérgicamente los talones. Algo, sin duda, extraño, pero las técnicas son hoy muy estrictas. Pasa a la instruction 2, que reza: «Coloquén el asiento sobre los pies y fijé los tornillos facil». Sorprendente; se pone el tablero de canto sobre los empeines —por suerte, lo hemos dicho, es ligero—, pero ya no sabe qué hacer con los tornillos que debe fijé facil.
En postura tan extravagante, sigue leyendo: «3. Fijén el apoyo y atornillélo». Su mujer, sus hijos, lo contemplan inquietos al verlo inmóvil. Ansioso, continúa: «4. Montén la escuadra medial y appretén los tornillos fuerte». Ya desesperado, acomete el número 5: «Tapén los bujero con los tapones». Y arroja el banco a la calle, que cae sobre un perro y lo mata.
Un mejor conocimiento de lenguas le hubiese ahorrado la fuerte indemnización, porque el perro tenía pedigree. En ellas, el procedimiento está bien descrito. Hubiera acertado con sólo apoyar las patas del banco en el suelo, y atornillar a ellas ligeramente el respaldo; colocando después el asiento, y atornillándolo; haciendo lo propio con la pieza en escuadra que une el asiento al respaldo; apretando ahora con fuerza todos los tornillos, y ocultando, por fin, las cabezas de éstos («los bujero») con los tapones de plástico.
He aquí la amenaza, con rasgos ya de injuria: la apertura de España como mercado libre, ha desatado, y desatará pronto mucho más, una oferta ilimitada de productos con «literatura» adjunta en castellano, imprescindible, a veces, para su manejo o uso. Pero vendrá redactada, según sugieren los casos anteriores, con la creencia en que cualquier cosa vale para nosotros; como ese idioma elaborado, parece, por antropoides catatónicos.
Hace ya muchos años que Francia puso coto a agresiones similares con su ley de empleo de la lengua francesa, aprobada en diciembre de 1975, la cual, aunque en su letra constituye una defensa del consumidor, es, en realidad, una ley protectora del patrimonio cultural galo. En la parte que aquí nos importa, dispone —y no «contempla», como aquí dicen— que la designación, la oferta, la publicidad escrita o hablada, las facturas, los recibos y garantías, y las instrucciones para el uso de un producto o de un servicio, deberán hacerse obligatoriamente en lengua francesa. En tales textos, se añade, queda prohibido introducir expresiones o términos extranjeros, si existen equivalentes nacionales. Lógicamente, cualquier esperpento no es «lengua francesa».
Pocos meses después de aprobada tal ley por la Asamblea Francesa, solicité públicamente un gesto parecido de nuestros legisladores, porque ya estaba el problema aquí. Como es lógico, mi voz se apagó en el colchón de preocupaciones más trascendentes. Ahora esa amenaza de un español grotesco se suma a las asechanzas que sufre la lengua común en otros frentes. Pero nadie parece tener interés en conjurarlas; acabaremos pagándolo.
Sin embargo, una ley de empleo no tiene por qué producir las delicadas derivaciones a que puede dar lugar —por eso es temida— una política idiomática afrontada con toda amplitud. Es de suponer que los tratados internacionales no nos obliguen a ceder derechos de soberanía, y a aguantar que el menosprecio a nuestro idioma se exhiba libremente entre nosotros. La legislación debe hacerlo respetar, como muestra de respeto a España. Si no, estará claro que no lo merecemos. Señores parlamentarios, por favor: appretén los tornillos fuerte. ¿Lo entienden así mejor?
Un lector me ha reconvenido. Escribí en un «dardo» que las emisoras «estaban retransmitiendo» un determinado partido de fútbol, y él me dice: «lo que usted oiría era una transmisión». No estoy seguro. Según el Diccionario académico, retransmitir es «transmitir desde una emisora de radiodifusión (y de televisión también) lo que se ha transmitido a ella desde otro lugar». Y es obvio que las emisoras estaban recibiendo desde el estadio el relato del partido, y difundiéndolo desde sus respectivas instalaciones.
En inglés, hay retransmisión cuando algo se emite en diferido o se repite. El Zingarelli italiano la define sólo como «trasmissione ripetuta una seconda volta». En cambio, el gran Robert confunde un poco, diciendo que se trata de una «nueva transmisión» o la «difusión de otra red». Pero de retransmettre se dice únicamente que es «transmitir de nuevo o más lejos».
Creo que el Diccionario académico define perfectamente, y que una emisora retransmite cuando emite en directo algo que sucede fuera de sus estudios. Ese verbo puede funcionar ahí en alternancia sinónima con transmitir, ya que también es posible concebir cada emisora como un solo sistema transmisor; en ese caso, no se trataría, en efecto, de una retransmisión. Y la elección de uno u otro vocablo resulta, por tanto, potestativa. En cambio, la aceptación de «emisión diferida o repetida» que se da en otras lenguas, no parece útil en español, porque gravaría la palabra con una polisemia confundidora. No yerran nuestros locutores cuando se refieren a la retransmisión de un partido, de una sesión del Parlamento o de una función del Liceo. Sería improcedente, en cambio, que hablaran de retransmitir algo que acontece en los estudios de la emisora. Nunca lo he escuchado. Ni creo que erré en la frase que censura mi atento comunicante.
Las ondas contaminan los oídos con otras cosas. Por ejemplo, hay dos palabras resistentes a los parlantes públicos: inflación, que cada vez más comparece preñada como inflacción; y carillón, menos frecuente, pero invariablemente convertida en carrillón. En ambos casos parece que los significados quedan mejor servidos con un estrépito articulatorio.
Pero ocurre que inflación es vocablo derivado del latín inflatio, -onis, donde el grupo tio no iba precedido de c, a diferencia de actio, -onis, por ejemplo, que, por eso, dio acción. En la lengua de origen, designaba la hinchazón de estómago, la flatulencia y la inflamación. Inflación se documenta en español desde el siglo XV; en el XVIII, el Diccionario de Autoridades la define como «el efecto de hincharse una cosa con el aire» y «vanidad». En inglés recibió su perversa acepción económica en la tercera década de nuestro siglo, y de allí ha pasado a las restantes lenguas.
En cuanto a carillón, ¿será preciso advertir que nada tiene que ver con los carrillos gordos? A principios de este siglo nos llegó del francés, donde posee un complicado historial evolutivo. Procede del latín vulgar quatnnio, -onis (clásico quaternio) con que se designó el conjunto de cuatro campanas. Antes de fijarse como carillón, presentó las variantes de carenon, quarrellon, quarregnon y careillon. Ningún contacto, pues, con el moflete carnoso, en contra de lo que sugieren muchos locutores.
A raíz de mi artículo de octubre «Instrucciones en español», varios lectores me han enviado prospectos que anuncian productos extranjeros o aleccionan sobre el manejo o montaje de aparatos diversos. No sólo ahí se manifiesta el desprecio que inspira nuestra lengua. He pasado unos días en París y, en mi habitación de hotel, las advertencias para caso de incendio aparecen en varios idiomas. También en español (?), denominándolas consignas. He aquí algunas: prevenga la recepción; si entiendo literalmente, no avisaré a la recepción, sino que me dispondré a recibir prevenidamente las llamas. Garde su sangre-fría; como no sé qué es gardar, procuraré que el fuego no me caliente la sangre. Quite el piso calmamente. Pero ¿cómo se puede quitar una cosa tan grande? Lo de calmamente, ya supongo que tiene que ver con calma; sin embargo, no sé cómo puede uno sosegarse si está obligado a quitar un piso. Lo lógico es abandonarlo. Por fin: En el calor y el humo, bájese. Enigmática consigna, que renuncio a desentrañar. Echo a correr, y donde bajo, si puedo, es a la calle.
Pero ese idioma parece áureo, si se compara con estas instrucciones para montar un determinado frigorífico. Me limito a transcribir fragmentos sin comentarlos: «En un piso lizo poner la nevera y adaptarla que quede derecha que se optene de manera adaptando las reudas de la nevera. La nevera no deve ponerse cerca de otros aparatos que produscan calor, ni donde halla demaciado frío. Al aprender la nevera i habrir la puerta se enciende la luz de la lampita. La nevera se aprende alando un boton que se encuentra en la derecha parte de la nevera, escojer la temperatura que carremons optener jirando hacia el botom…». Se instruye después acerca de dónde han de ponerse la mantiquilla y las cajitas de hacer Helo; de cómo se conjela o se logra la derritación de la nevera; y no se olvida advertir que el aparato hay que «limpiarlo de parte trasera» una vez al año (¿no convendría más a menudo?).
Todo esto dista de ser anécdota. Revela desdén hacia una clientela que, por el trato idiomático que recibe, se juzga de quinta clase. Al tratar del problema en el «dardo» anterior, solicitaba que se legislara pronto en defensa del consumidor hispanohablante. No había entonces Cortes; ya las hay: ¿nadie asumirá esa iniciativa legislativa? Habría que examinar atentamente la ley francesa de 1975; en gran medida, se ajusta a nuestras necesidades. Pero, en el marco de la Comunidad Europea, convendría pactar un acuerdo de mutuo respeto idiomático: también entre nosotros las lenguas extranjeras sufren atropellos.
Y habría que llegar más lejos: ¿por qué en este vídeo que acabo de adquirir, las teclas se señalan como clock/counter, reset/index, memory/repeat/search, pause/still, etc.? La deseable norma propia tendría que obligar a rotular en español (y, en su caso, en la lengua comunitaria española) todas las teclas habidas y por haber destinadas a nuestro mercado.
Sin embargo, tal vez faltara autoridad para dictarla, cuando el Gobierno del País Vasco aprobó un decreto (19 de noviembre de 1989), «por el que se crea el Label Vasco de Calidad Alimentaria», prefiriendo llamar así lo que solía ser marchamo.
Los medios audiovisuales siguen siendo la sal de nuestras vidas. Es hora de loarlos. Me pregunto, y no hallo respuesta, cómo los de mi edad, y aun mucha menos, hemos podido vivir sin la presencia del mágico poliedro en nuestras casas, sin la compañía confortable de esos bustos amigos de tan variada y abundante charla que nos ahorra la nuestra, y nos permite cumplir el precepto de «Come y calla». Charlan irrestañablemente, y nos deleitan con lo que pasa en Camboya, por ejemplo, mil veces más interesante que nuestras nonadas hogareñas, o las de parientes y conocidos. ¡Qué tontamente hemos gastado los mejores años de nuestras vidas, hablando de si el chico estudiaba poco o de si iban a subirnos el alquiler del piso!
Nuestro idioma era, además, inmutable y fósil. Hablábamos como habíamos aprendido, sin sospechar, tan inocentes éramos, que podían decirse las cosas de otros muchos modos, variándolas ad libitum, añadiéndoles con ello matices de belleza y gracia. Sencillamente, creíamos que la añorada libertad se refería a pensar, decir, leer y escribir sin constricciones, a elegir a nuestros representantes, á ver comedias y películas no manipuladas, y a otras cosas así. Pero no nos pasaba por la cabeza que consistía también en dinamitar el lenguaje. Al fin, la televisión vino, pero, al revés que Malherbe, rompiendo cadenas, traspasando la inicua frontera, y plantando la bandera liberadora en aquel territorio cautivo.
Uno de esos bustos fraternales es, por ejemplo, el del fiscal en el juicio simulado con que TVE aflige los lunes. Pues bien, nos salió en septiembre hablando de la vesanía de los militares argentinos, mostrando cuán monótonos habíamos andado los hispanos, acentuando siembre vesania. Volviendo a romper yugos hace pocas semanas, el entrevistado por la gentil locutora de los áurigas, colega en rebeldías ortológicas, narrando una aventura como reportero de guerra, evocó: «Andamos, andamos, y al fin…». Fue conmovedor ese gesto de solidaridad con los niños hispanos, ternes en hacerle fu al anduvimos hasta que los años doblegan su innato sentido de lo justo, y lo aceptan. El próximo paso será, supongo, hacimos.
El inmovilismo televisual tenía una preclara manifestación en el modo de asociarse ciertos verbos con determinados complementos. Y así, se pasaban las vacaciones en algún lugar, o se daba o propinaba un golpe a alguien. Dicho así siempre, resultaba aburrido. Por el prisma hogareño, nuestros polícromos parlantes nos han mostrado más amenos caminos, al contarnos que en aquel terrible accidente de aviación en Cuba, «perdió la vida más de un centenar de italianos que habían transcurrido sus vacaciones en aquella isla». Necia diferencia, en efecto, la que establecían los gramáticos entre verbos transitivos e intransitivos. Otro locutor no menos íntimo, especialista en fútbol, alzó su voz insurgente en el heroico Zaragoza-Hamburgo, hablando de un jugador alemán que se estaba recuperando «del golpe que le ha proporcionado Juliá». Aquí la transitividad sólo quebrantaba el reglamento, y resulta hermoso esto de proporcionar patadas como cohíbas con vitola de Fidel.
¿Y la maravilla de los circunloquios, de los curvados meandros por donde transcurre lenta y grave la corriente del pensamiento? Hace pocos años señalé el hallazgo genial de aquel transmisor taurino que expuso así el segundo tercio: «Salen al ruedo los caballos, con la cabeza vendada en cuanto a los ojos se refiere». Ignoro si fue inventor de tan útil artificio expresivo, que dice del todo lo que sólo a una parte afecta, para restringirlo enseguida con el airoso giro «en cuanto a, o en lo que a… se refiere». La injustamente llamada caja tonta prodiga ya tan práctico hallazgo, uno más entre los que sacuden la modorra no progresiva de los hispanohablantes. Dos muestras, la primera de Telemadrid, y ambas transmitiendo fútbol, «La jugada falla en cuanto a peligro se refiere». Era una jugada admirable, salvo en el peligro. La otra, de la Tele Mayor, y siempre en aquel inolvidable partido en que mis paisanos —aprended, orgullosos madrileños, altivos barceloneses, arrogantes valencianos— casi doblegaron al fiero germano, rezó así: «El delantero centro en lo que a dorsal se refiere…». Es porque, con el dorsal número nueve, un futbolista estaba jugando en otra demarcación. Sólo era, pues, delantero centro por la camiseta.
Que esto concede al español un donaire y un garbo antes desconocidos, parece evidente. Era una lengua apropiada para el Caballero de la Mano en el Pecho, no para nosotros que vivimos en la era del surf, el gin y el rock, ágiles como lagartijas. Y a la cabeza de nuestra avidez, los locuentes de la tele, que, por cierto, ya empiezan también a ponerle minas al inglés: el 28 de septiembre, a las nueve de la noche, nos presentaron a una señorita como la nueva recordman ciclista. Ándense alerta por Alabama, y oído al parche.
Salta por los aires con alegre chisporroteo de cohetería el viejo sistema léxico. Y así, un día, los simpáticos —de veras— muchachos de la autonomía cortesana acusan al Atlético madrileño de practicar un juego poco virtuoso, con lo que nos meten en la cabeza un alud de sospechas sobre unos chicos de apariencia tan saludable; pero ¿por qué han de exceptuarse, en época de tanta corrupción? Otro día, una locutora de la Tele Grande, nos pide perdón por un lapso que había cometido. Al siguiente —esto es maravilloso—, informando de la misa multitudinaria celebrada por el Papa en el Monte do Gozo compostelano, el informador puntualiza que cientos de sacerdotes, provistos de sagrarios, van repartiendo la comunión. Y la mente se extasía imaginando a centenares de sudorosos curas que recorren el monte portando enormes tabernáculos arrancados del altar de San Martín Pinario, de San Francisco, de Santa María del Sar, de Santo Domingo… Lástima que la imagen apagara tan enardecida fantasía: eran sólo unos modestos cuenquecitos, ni copones siquiera; y, aún menos, cráteras. Pero ¿qué duda cabe de que llamar a eso sagrarios aumenta la prestancia del idioma, como aumentó la majestad del acto?
Son inmensos los bienes que a la lengua española han traído los beneméritos habladores de los entes. Los fijos y los eventuales; resultó inestimable, en la noche electoral, la ayuda de dos ministros que, desde la cumbre del Estado, sancionaron las pronunciaciones Senao, diputao, terminao, antes relegadas por los hablistas de chistera a la categoría de vulgarismo suburbial. Fue un maravilloso dúo. Nuestro idioma avanza; bendita sea por siempre la televisión.
No sólo radio y televisión están configurando el neoespañol: un gran rotativo barcelonés estampaba no hace mucho este titular en primera página: «Washington condena duramente a Siria por lanzar en Líbano armas que alcanzan refugios civiles». Como si los sirios, agotados los proyectiles explosivos, estuvieran arrojando espingardas, cimitarras y alfanjes contra los infieles cristianos de Beirut.
Pero hay que rendirse a la evidencia: ningún medio escrito supera a la pantalla del living en marcar rumbos idiomáticos a la comunidad (me refiero a la suma de las comunidades constitucionales, no a una u otra en particular). ¿Quién le pone ya puertas al dequeísmo, esa ubérrima floración del de que sobrevenida en tan pocos años? Quizá se produjo antes en América, pues al influjo de los oriundos, esparcidos por todas las vías de comunicación españolas, cabe atribuirlo.
Aunque puede dudarse, en vista de su súbito arraigo: no calan tan pronto las novedades, ni se esparcen tan extensamente, sin pasar antes un largo noviciado. Debe suponerse, por tanto, que el fenómeno era latente en España, sofocado por la lengua culta, inadvertido por marginal, y que ha aflorado con la ocupación de los micros por analfabetos. Y es ya imparable: la masa hablante, que siempre se ha dado sus leyes idiomáticas —las otras, no—, está votando plebiscitariamente (obsérvese que este vocablo deriva de plebe) por ésta, que antepone un de ocioso al que anunciativo de la subordinación. Y no sólo en la función de objeto «te digo de que vamos a ganar otra vez», sino también en la de sujeto («lo probable es de que así ocurra»).
Pero no todo dequeísta es vulgo: cuenta el tumorcillo con distinguidos líderes aquí y en Ultramar. El mando a distancia trajo en agosto dos importantes apasionados suyos. De allá, el presidente boliviano Paz Zamora, con motivo de su toma de posesión. En sus declaraciones, el recital de de ques fue digno de un virtuoso. Pero, en esta orilla, lo superó nuestro Roca i Junyent, pocos días después, en una larga entrevista de que le hizo merced el medio: se mostró insuperable, no acertando ni una sola vez con el régimen adecuado (al régimen preposicional me refiero). Ambos próceres pasaban del «yo sospecho de que»… al «tengo la sospecha que»… con agilidad de trapecista, probando que es arroyo el océano. ¿Tan hondo es el compromiso populista del primer magistrado de Bolivia? ¿Hasta el idioma llegan los proyectos reformistas del admirado líder catalán, a cuya reconocida elegancia dialéctica sienta el de que como un churretón de huevo en la corbata?
No ya de la plebe, sino del puro lumpen lingüístico ha salido el hoy triunfal delante mío o detrás tuyo. Era como un polvo añejo pero quieto en los recovecos del idioma, sobre el que han soplado los medios de difusión. Hoy sale por los receptores en densas nubes, y pica en los oídos. Obviamente, los pronombres mío, tuyo, suyo, nuestro, vuestro, con sus femeninos y plurales, son posesivos. Señalan que algo pertenece a la persona gramatical, y sólo entonces sustituyen a de mí, de ti, de él… La agreste flor consiste en emplear tales formas como meros indicadores personales sin valor posesivo, complementando a adverbios de lugar: «cuando alguien va delante mío»…, en vez de «delante de mí», decía el motorista Sito Pons a raíz de su segunda gesta mundial, explicando cuánto le molestaba ver la espalda de cualquier rival.
Pero, claro, el gran campeón, de lengua materna catalana como Miguel Roca, se limita a repetir lo que oye a castellanos viejos o nuevos, a quienes escucha eso de «tienes la avispa detrás tuyo» o «vienen detrás nuestro». Dócil también al magisterio castellano se mostró el laureado deportista, cuando el locutor, queriendo saber si en toda ocasión montaba en la moto con el ánimo dispuesto a la proeza, le preguntó si siempre corría con el mismo feeling. A lo cual hubo de contestar, repitiendo tal modismo burgalés, que no, que su feeling sube o baja, según.
Sin salir del ámbito pronominal, prosigue la implacable persecución de los reflexivos, que ya los ha fulminado en el caso de entrenar (se), calentar(se), alinear(se) y otros de la jerga deportiva. El movimiento exterminador empieza a afectar a la lengua general, como lo prueba la información televisiva del 6 de agosto, según la cual «el 85% de la población birmana adhiere a la religión de Buda». Aparte el último y elegante circunloquio (por «es budista»), donde se esperaría profesa aparece ese adherir que convierte a quienes profesan una religión en socios o simpatizantes; sin se, además, lo que hace del budismo una simple pegatina.
Y no sólo en su valor reflexivo sufren persecuciones los pronombres, sino en cualquier función con cualquier verbo. Al suspender de los estudiantes («he suspendido en junio», por «me han suspendido» o «he sido suspendido»), añado el testimonio de una amiga, de cuyo hijo milite, me dijo: «licencia en un par de semanas». Quería decir, claro, que será licenciado o se licencia, pero es seguro que repetía lo que el chico le decía. No llegó a asegurar que alucina de alegría.
Con todo, nada de esto es comparable a la excitante invención televisiva que registré por primera vez el 14 de agosto —se repitió después— en el noticiario del primer plato: los activos laboratorios idiomáticos de Prado del Rey han creado ¡la visión auditiva! Informando, en efecto, del criminal secuestro del señor Martín Berrocal, se dijo que el ministro español de Asuntos Exteriores «mantuvo ayer una entrevista telefónica con su homólogo ecuatoriano».
Cuando la Telefónica no ha logrado que dos abonados se oigan simplemente, brinda a los ministros, según la televisión, no sólo la posibilidad de hablarse, sino de contemplarse. Algo que tendrá que ver en ello, cabe sospechar, el eficaz puente que entre ambas compañías ha tendido el señor Solana. Seguro que el jerarca americano diría al señor Fernández Ordóñez, entre las cortesías previas: «Lo veo muy repuesto de su reciente operación, de muy buen color». «Tal vez sea halago de la línea telefónica», le contestaría nuestro canciller, «porque me encuentro aún un poco pálido». Estoy deseando verlo para preguntarle si fue neta la visión, o si interfirieron cabezas de señoras y señores que también celebraban entrevistas por el hilo.
Es difícil sufrir con paciencia tantos tarzanes rampando por las antenas del país. Y vienen tres cadenas nuevas… y más de cien radios. ¿Qué aguarda, no a nuestro idioma, sino al simple sentido común de los hispanohablantes?