Apenas leí el cartel de desafío que un Banco lanzó contra otro hace poco, pensé: pierde. Ni un atisbo de idea tenía yo de lo que era una OPA, benigna u hostil, y aún lo ignoro más profundamente después del torrente informativo que siguió a aquel reto. No basé, pues, mi pronóstico en datos financieros: juro no saber qué es una acción ni por qué vale puntos, y cuál es el motivo de sus exaltaciones o batacazos, salvo que obedezcan a la ley bíblica acuñada por Fray Luis de León: «Que lo que en breve sube en alto asiento / suele desfallecer apresurado». Pero era evidente el fracaso, con sólo advertir el estilo con que la brevísima comunicación había sido redactada. Los antiguos carteles caballerescos de provocación solían ser piezas soberanas de la jactancia, pero expresadas con noble retórica para atraer a su causa. La nota bancaria —cuatro cortas líneas— acumula tantas infracciones idiomáticas que, más que a absorber a otra entidad, parece dirigida al corazón de la lengua española.
Reza así su comienzo: «El Banco de X se ha dirigido al Banco de Y para el inicio de conversaciones de cara a la realización de un proyecto de integración de ambas entidades…». Prodigalidad preposicional; siete veces de en tan breve discurso; ¡el 23,33 por 100, salvo error, si lo expresamos así para que entre por los ojos de los ejecutivos! Innecesario alarde y despilfarro.
Viene luego lo del inicio, para evitar comienzo o principio, según dictan los Petronios del lenguaje actual. Pero un inicio sólo puede producirse cuando ya se ha fijado o acordado la iniciación. Es a ésta a lo que el de X invitaba al de Y, y, si no aceptaba, no podía haber inicio. La iniciación es la «acción de iniciar». Acordada la cual para tal día a tal hora, tendría lugar el inicio o principio o comienzo de las conversaciones. Diferencia sutil, si se quiere, pero al alcance de cualquiera que tenga el idioma castellano como componente celular.
Sigue a ese inicio un de cara a propio de la perlesía de lengua que nos aqueja. Está prácticamente consumada la extinción de para en su función de expresar la finalidad, y el de X ha añadido su palo a la tunda. Más de una vez he hecho notar esa persecución a que el neoespañol somete a las preposiciones, prodigándolas hasta la náusea (en el caso anterior, de), confundiéndolas («El árbitro pita falta sobre Galíndez»), o sustituyéndolas por amasijos como éste (de cara a) u otros: huir a bordo de un auto (por en); de acuerdo a nuestros informes (por según); el asunto se resolverá por la vía de arbitraje (en vez de mediante), y muchos más.
La escueta notita del Banco de X no está mal en sus dieciocho vocablos finales, salvo el propósito manifestado de competir «tanto a nivel nacional como internacional». Pero no le era posible a esa entidad dejar de decir a nivel, si quería parecer competitiva y moderna y agresiva. ¿Cómo iba a incorporarse sin tal locución al trajín europeo? El ingenuo hablante puede preguntarse, sin embargo, si ello no resulta compatible con un respeto mínimo a la lengua de todos, de modo que no se agravie a nadie. Yo, que no tengo parte en fusiones o transfusiones bancarias, me sentí directamente aludido por el comunicado de marras, y vi claro que los dioses protectores de nuestro idioma, aunque duermen tanto, castigarían severamente a quienes lo habían emitido. Así no puede salir adelante una OPA. Ojalá esta advertencia mía revele a sus autores la razón de su fracaso y, tanto el de X como las demás instituciones financieras, se apresuren a nombrar consejeros idiomáticos, no menos necesarios, por lo dicho, que los expertos en negocios.
Dado el paro imparable que sufre la Filología, no sólo los consejos bancarios, sino los gabinetes de imagen de los políticos, deberían contar con competentes licenciados. Entre sus guardaespaldas tendría que ir un filólogo provisto de mordaza para protegerlos de sí mismos.
¡Qué gran papel hubiese hecho, por ejemplo, un lingüista de guardia tapando la boca a un joven líder que, al regresar hace unos meses de Valencia y Murcia, a la sazón inundadas, declaró por la radio que todo el Levante estaba hecho polvo!
Pero estos desfallecimientos que un censor de caletres podría paliar —nunca evitarlos del todo—, no hacen daño al idioma, sino sólo a quien lo padece: revelan que no tiene tensos los cables cerebrales, hasta el punto de que un territorio anegado le sugiere una imagen polvorienta. ¿Cómo fiarse de otras cosas dichas por mente tan desmadejada? Pero lo grave son las OPAS reiteradas, las capaces de prosperar. Examinemos dos, a modo de ejemplo.
Leo en un periódico nacional que «Gorbachov pronunció una alocución de una hora y cuarto». No se trata de un hecho aislado; los medios por antonomasia hablan dispendiosamente de alocuciones. Y así, el sistema léxico de los géneros oratorios se va alterando. Porque, en castellano, la alocución posee dos rasgos esenciales: la brevedad y el estar dirigida por un superior a inferiores en rango. Es palabra latina que se adoptó en Francia a principios del siglo XVIII para designar la arenga de un jefe a sus tropas; y que pasó al español en el XIX, con esa básica acepción militar. El francés desarrolló otro significado, no ajeno tampoco a nuestro idioma: discurso breve que dirige una personalidad a un público limitado, en tono distendido. Sin embargo, el sentido fuerte de la palabra sigue siendo el de exhorto de escasa duración. Gorbachov, hablando ¡hora y cuarto!, y no a súbditos (sus oyentes eran norteamericanos) sobre asunto tan grave como son los misiles atómicos no hacía, evidentemente una alocución sino un discurso expositivo de dimensiones soviéticas. Designarlo de aquel modo es tanto como, según versos célebres, llamar arroyo al Amazonas y colina al Himalaya. ¿Por qué se ha dado, pues, en utilizar tan mal ese vocablo? ¿Tal vez por influjo italiano? Porque, en ese idioma, allocuzione quiere decir: «Discurso solemne pronunciado en público» (Zingarelli). ¡Ah, Italia, siempre próvida y alma madre!
Otro desvío notable —otra OPA— es el que está padeciendo envergadura en la jerigonza de muchos periodistas deportivos. Cuando un jugador de fútbol posee una notable corpulencia, dicen que es de gran envergadura. Dislate áureo, puesto que todos, menos ellos, sabemos que esa palabra, de origen marinero (ancho de la vela por donde se fija a su verga) designa la distancia entre las puntas de las alas abiertas de un ave; y, por extensión entre los extremos de las alas de un avión y de los brazos humanos. Por lo cual, al ponderar la envergadura de un futbolista, se está aludiendo a la desmesura de sus brazos, exceso que, salvo para agarrar al contrario, no parece cualidad pertinente en un juego cuya clave son las piernas, y en que el reglamento declara incompatibles las extremidades superiores y el balón.
Todo esto parece manía de perturbar la buena y modesta marcha del idioma. Pero no: nunca se llamó maniático al que, ni con los dedos, sabe sumar dos y dos.
Mister Roddis, director del Instituto Británico en Valencia, me hace notar que «la insidiosa extensión del término restar en vez de faltar o quedar» no procede de contagio del inglés, sino del francés. Parece evidente, y me hago cargo, con mucha gratitud, de la corrección. Por lo demás, no es necesario «absolver» al inglés de esto, según me pide, ni de nada, puesto que no le alcanza culpa. Son los demás idiomas los que acuden a él para que sus hablantes, nosotros por ejemplo, podamos vivir a la altura del tiempo presente. Es lengua nodriza de la modernidad, y a orgullo deben tenerlo quienes la poseen como propia. Ni siquiera en los casos en que el anglicismo se emplea por desconocimiento de los recursos propios, o por ostentación petulante, cabe imputar culpa alguna a aquella gran lengua: es de los simios.
Pero aún tergiversan peor que ellos —aunque suelen ser unos—, quienes trituran su propia lengua y la confunden y malbaratan por ignorancia, diciendo digo por Diego, sin intención de desdecirse, sino de decir. Trabucadores y mixtureros, ayunos de la sindéresis precisa para distinguir, en su noche cerebral, murciélagos de pájaros. Sin propósito de enmienda, bullen entre los indignados que protestamos, y los flemáticos que pasan o asienten. Mi cólera particular nada tiene que ver con el purismo, que produce anemia, sino con la alarma de ver cómo se va degradando un sistema complejo de expresión, elaborado siglo a siglo para servir a una cultura superior. Porque una lengua se construye por la acción de dos tensiones: la de quienes, dueños de contenidos mentales más ricos, pugnan por plasmar en ella esa riqueza y por hacerla más capaz de establecer diferencias y matices, y la de quienes sólo precisan recursos elementales, por inculpable falta de necesidad, o por ignorancia culpable.
Entre esas dos tensiones, el idioma va recorriendo su historia; juntas ambas, constituyen el uso. Pensar que el uso es sólo la tendencia reductora, espontánea y plebeya, supone tanto como pensar que es más natural —siempre parece así lo espontáneo— no cepillarse los dientes. Se manifiesta un rousseaunianismo infantil cuando se privilegia lo vulgar frente a lo elaborado, y cuando se defiende que un código elemental es tan respetable, o más aún, que otro de mayor complejidad y riqueza, con una oferta superior de posibilidades expresivas para diferenciar lo que es distinto.
Me advierte un mozo en La Vanguardia que «la lengua es un elemento vivo que debe evolucionar», y que si no «en este país hablaríamos en latín». Gran lección de este escolar (¿sería catastrófico que aún hablásemos latín?), con argumentos de adolescente. Pues claro que los idiomas cambian, pero impulsados por aquellas dos fuerzas. Y ¿qué ocurre cuando la trivializadora se impone? Sucedió, con la ruina del latín, la gran noche de Occidente, durante la cual se rompió la gran lengua, y emergieron unos idiomas rudos. Para convertirlos en grandes lenguas también, sus mejores hablantes tuvieron que volver a la tutela clásica, a Cicerón y a Quintiliano, esto es, a dotarlas de nuevas normas cultas, en gran medida a imitación de la latina. ¿O es que se cree que la prosa de Fray Luis, Cervantes y Quevedo, o la de nuestros contemporáneos máximos, ha salido del laxismo (que es forma refinada de denominar el pasotismo)?
Si nuestro idioma existe como lengua de cultura se debe a los recursos que le aportaron los mejores, elevados por el consenso a norma, difundida tradicionalmente por la escuela. La lucha contra la dejadez y el qué más da forma parte del vivir de toda lengua, y renunciar a ella implica abdicar del progreso. Porque no todo cambio constituye avance: puede depauperar. El que una cosa se diga mal y muchos lo hagan, sólo significa que allí hay un fallo individual o colectivo de instrucción; denunciarlo resulta higiénico, y, si se impone, a la fuerza ahorcan. Pero si, además, su triunfo entraña una pérdida de poder distintivo, hay que lamentarlo. Y no por el idioma, sino porque la mente colectiva ha perdido la posibilidad de individualizar un concepto: se ha hecho más roma. A la inversa, sean bien venidos, de donde sean, todos los neologismos o solecismos o «errores» que aumentan el conocimiento o la aptitud diferenciadora de los hablantes.
En modo alguno son disculpables los fallos por incompetencia, como no sea accidental y momentánea —¿quién está libre?—, de aquellos que no debieran tenerla. Ni la prisa los exonera. Lo dijo Jorge Guillén, prócer de la exactitud: «El hombre atropellado, es decir, el hombre grosero, no tiene tiempo de pararse a buscar la palabra propia… Dirigiéndose al fin a toda máquina, se topa con la barbarie».
Un gran periódico nacional escribía hace unos dos meses en su portada: «El pueblo polaco ha vuelto a desafiar a su Gobierno y a su máximo dirigente, el general Jaruzelski, infringiéndoles una escandalosa derrota». Se entiende a la perfección lo que dice: basta para los dejadistas y atropellados. Además, es confusión muy frecuente: otro argumento para favorecerla o disculparla. Pero ¿nos ayudaría algo a todos que la indistinción entre infringir e infligir se infundiera en el idioma? Creo más saludable salirle al paso y darle un toque en el hombro al infractor, aconsejándole: «Infligir, amigo».
Asombra, por otra parte, la rapidez de centella con que prevaricaciones así se propagan. Hace tres meses, mi colega Silverio Palafox me llamaba la atención sobre cómo, en una emisora madrileña de alcance nacional, se decía: «Y ahora, como punto y final, oigan…»; «Y con esto ponemos punto y final al programa». No me había percatado yo de tal flor hasta que, en las últimas Navidades, brotó por televisión en una retransmisión deportiva: «El árbitro pone punto y final al partido». Seguro que a estas horas anda ya retozando por otras ondas y por prensas.
La explicación —casi todo puede explicarse, no siempre justificarse— está al alcance de cualquiera: una mente grosera y acelerada, a quien sonaba desde el colegio —campanada remota— lo del punto final como signo ortográfico, dejó de percibir que final funciona ahí como adjetivo, es decir, para calificar el punto último que clausura un escrito. A diferencia del punto y seguido y del punto y aparte. Y desencajó la conjunción de estas dos expresiones, para trasladarla a la otra, por impulso analógico, esto es, por manifiesta incapacidad para los contrastes. Y, así, trató final como sustantivo sinónimo de punto. Al día siguiente, otro puso aquel perifollo a su toilette, y empezó la escalada.
En esto no hay avance ni retroceso: es simple cambio por cambiar. Si acaso se erosiona un paradigma en el que punto y indicador de que algo sigue al lado o aparte, se opone, sin y, a lo que ya no continúa. No es mucho: sólo una sutileza. Y tampoco importa demasiado, porque, al final, todos mondos. Pero si el idioma sigue perdiendo matices y finuras y continúan los hispanos confundiendo traseros y témporas, no llegarán a una nueva edad pastoril, sino al mundo feliz huxleyano. Como eso no parece apetecible y sí torvo, será conveniente seguir advirtiendo a quien lo ignora que, por ejemplo, infringir no es lo mismo que infligir, que restar no equivale a faltar, y que para significar que algo termina, se pone punto final.
Entre las causas de los cambios de significación, hay una que se muestra muy activa: el influjo de los «falsos amigos». En efecto, cuando una palabra de un idioma invasor posee forma semejante a la del idioma que se apresta a ser invadido (suelen tener íntima relación en su origen), la ocupante traspasa a la pariente su significación, produciéndose así un neologismo semántico. Es lo que ocurre ahora con dos vocablos a los que están procurando sentidos nuevos los miméticos de siempre. Se trata de dos extranjerismos ya asentados en nuestra lengua con significados inconfundibles y necesarios. Al ser introducidos, remediaron carencias, es decir, quedaron justificados como préstamos enriquecedores.
El primero es panfleto, cuyas dos acepciones define el Diccionario: «libelo difamatorio» y «opúsculo de carácter agresivo». Tal voz se formó en inglés (pamphlet) en el siglo XIV, tomándola del título de una famosa comedia en latín, el Pamphilus seu de amore, difundidísima en toda Europa. Recuérdese que inspiró a nuestro Arcipreste de Hita. Dicha comedia se conoció en holandés, durante la Edad Media, con el título abreviado de Panflet y, en francés, con el de Pamphilet. Parece que fue simultáneo el influjo de estas dos lenguas sobre la inglesa, para que ésta forjara pamphlet. Como debieron de abundar las copias de la comedia, que sólo constaban de unas pocas hojas, en el medio británico se aplicó el vocablo a designar algo semejante a lo que podríamos llamar folleto manuscrito; sirvió también para nombrar ciertas hojas satíricas, dado que el Pamphilus pone en la picota al tipo de vieja alcahueta que Juan Ruiz transformó en Trotaconventos, precursora a su vez de Celestina.
Con el significado de «escrito de escaso volumen» pasó al francés hacia 1615; en 1767, se especializa en esta lengua con el sentido de «escrito breve sobre un asunto controvertido, destinado a influir en la opinión pública»; tenía con frecuencia matiz peyorativo. Por fin, Diderot, en 1778, aprovecha el término para designar un género de escritos abrasivos. Los diccionarios modernos dan por anticuada la significación de brochure, y como únicamente viva la de «libelo».
Como el español recibió el vocablo, con toda probabilidad, por mediación de la lengua vecina, fue ese significado fuerte el que adoptó, desconociendo el primitivo de «opúsculo». Otro tanto ocurrió en italiano, donde incluso se ha respetado la grafía originaria pamphlet (pero no en panflettista).
Pero el inglés ha mantenido la significación con que forjó el vocablo, y con él se denominan los impresos que, en nuestro idioma, llamamos «folletos», «opúsculos» y «separatas». Los cuales pueden tratar de todos los asuntos, incluidos, como es natural, pero no necesariamente, los de carácter agresivo.
Pues he aquí que, entre nosotros, ya está usándose panfleto en su neutra acepción anglosajona. Muchos aparatos electrodomésticos son entregados con un panfleto explicativo de su manejo. Se publican panfletos para prevenir contra la droga y el SIDA; y hasta con sonetos de amor. Un falso amigo britano (aunque remoto progenitor) está ocupando el cuerpo de nuestro panfleto con su propia alma. Salimos perdiendo con ello, al quedar diluida la clara acepción de «libelo» en la sosa y genérica de «folleto».
El otro vocablo español cuya hierba se está segando es mitin. Se trata de otro anglicismo, también adoptado, a principios de este siglo, es casi seguro, a través del francés. En su lengua de origen, meeting significó, desde el siglo XIII, «entrevista, reunión». Se aplicó, desde el XVI, para designar cualquier «reunión pública» pero en especial la del culto religioso. Importada por el francés, en este idioma adquirió en el setecientos la acepción con que iba a llegarnos: la de «reunión donde se discuten públicamente asuntos políticos y sociales». No recibimos, en cambio, el otro sentido que meeting adquirió allí, el de «reunión atlética o deportiva» (y menos el de «carrera de caballos o perros, que se celebra en varias jornadas», propios del inglés).
Fueron curiosos los tanteos que se hicieron en las lenguas románicas para adaptar vocablo de tan rara catadura. En francés se probó con mitine, y, en el siglo pasado, con metingue: pero se ha quedado, al fin, con el vocablo inglés en crudo. Lo mismo ha ocurrido en italiano. El español, tras usar el extranjerismo entre comillas (y Benavente con plenitud británica: «En el meeting de la humanidad…»), optó certeramente por mitin-mítines, después de vacilar en el acento (se dijo también mitín) y en el plural (mitins, mitines; Unamuno usó la forma afrancesada metingues, cuando ya era allí ridícula).
En cualquier caso, de las dos acepciones vigentes en francés, la política y la deportiva (el italiano también denomina así a una reunión mundana), el español sólo ha contado hasta ahora con la primera no bien definida por la Academia como «reunión donde se discuten públicamente asuntos políticos y sociales». El mitin es, más bien, una «reunión pública, convocada para que los oyentes escuchen a uno o a varios oradores que tratan asuntos políticos y sociales con intención proselitista».
Se trata, en suma, de un extranjerismo joven —tiene en español menos de quince lustros— que parecía útil y definitivamente instalado, con su perfil semántico neto. Pero, durante las semanas previas a la Olimpiada coreana, nuestros medios de difusión han alanceado las ondas —ignoro si también las prensas— con los mítines atléticos y deportivos preparatorios que se han celebrado en algunas ciudades europeas. Nuevamente algunos juglares del heroísmo muscular han ganado medallas de insensibilidad idiomática. No creo que, en privado, se atrevan a llamar mitin a una reunión de esas. Pero, micro en mano, se sienten poseídos por el numen de los atlantes y no se resisten a la inspiración que les envía en espichinglis. Por ese camino pronto oiremos que se prepara un mitin muy reservado entre los señores González y Redondo (¿o es imposible?), y que va a haber un mitin de paleógrafos.
¿No puede hablarse de reunión deportiva o atlética, y reservar mitin para esos actos, normalmente electorales, donde tan intensamente se convence a los ya convencidos?
Es bien conocido el hecho: la profesora de un instituto de Sevilla, al entrar en el aula, halla pintado un falo en su asiento, con una inscripción condigna. Tal ofensa le produce honda y justificada turbación, y el centro reacciona intentando expulsar al pinturero. Pero no lo consigue, porque autoridades superiores estiman que aquello ha sido sólo una puerilidad, una fruslería, una nonada. Desairados e indignados por tanta lenidad, los colegas de la víctima se declaran en huelga y el profesorado de otros institutos se solidariza con ellos. Cuando escribo, el asunto sigue sin solución.
Asunto, por cierto, que dista de ser chusco o simplemente lamentable: refleja uno de los más inquietantes problemas con que hoy se enfrenta la convivencia española. Demasiado a menudo, se oye o se lee que ocurren incidentes parecidos, y aún más graves, en los centros de enseñanza; y los profesores se quejan de que los alumnos les faltan al respeto y hacen exhibiciones de incivilidad, sin que resulte posible sancionarlos. El péndulo está ahora en el otro polo de la «escuela represora», y es el profesor, según parece, quien debe entrar en clase con armadura.
Enseñar se está convirtiendo en oficio de grave riesgo y habría que reconocerlo mediante un complemento en la nómina. Los creyentes en la inocencia esencial del hombre, y del espontaneísmo como método docente, están ganando la partida —la han ganado ya—, confundiendo los términos; porque educar para la libertad no equivale a educar en libertad. Educar implica siempre domar lo instintivo, lo puramente zoológico, y lograr que los artificios en que consiste convivir se hagan naturaleza en los educandos. Qué duda cabe de que el enérgico y directo pintorcillo sevillano no debe quedar marcado para siempre por aquel arrebato de inspiración; pero tampoco debe salir del trance persuadido de haber proporcionado una victoria memorable a su libre albedrío. Ojalá regrese el péndulo a una zona intermedia, antes de que sea demasiado tarde. Por el momento, no se advierten síntomas.
Pero volvamos a la cuestión hispalense. Leo en un periódico que la autoridad competente estima el hecho como una «broma de mal gusto que se ha sobredimensionado». La frase aparece entrecomillada y es, por tanto, presuntamente —¿no debo expresarme así?— literal. Y no la copio imaginando maliciosamente que, para dicho jerarca, aquel bromazo hubiera revelado mejor gusto si hubiese sido más pequeñito, sino porque ya empieza a heder el dichoso sobredimensionar: lleva tres o cuatro años, quizá menos, entrometiéndose en nuestro idioma y aureolando el habla de los dicharacheros: los edificios, los cálculos, los gajes, las dietas, los honorarios, ahora las injurias, pueden estar sobredimensionados: no hay magnitud indemne al neologismo.
Como es habitual, no lo han confeccionado caletres hispanos: aún lleva la etiqueta de su fábrica de París. Hace sesenta años apareció en francés el verbo dimensionner, con la acepción de «calcular las dimensiones de algo, en función de su uso». Se trataba, claro, de las dimensiones físicas, materialmente mensurables. El vocablo fue acogido con abundantes críticas, por considerarlo feo e inútil; sin embargo, lejos de ceder y retirarse, tuvo fuerzas para procrear y, muy a fines de la última década, produjo surdimensionner, para designar la acción de «dar a algo dimensiones mayores de las necesarias». Pero, siempre, aplicándolo a cosas materiales, que, efectivamente, son susceptibles de poseer mayor longitud, extensión o volumen.
Pues bien, esta voz francesa, aún niña —tiene sólo ocho o nueve años—, se ha calcado aquí y ya garbea entre nosotros. ¡Con qué pasmo ha sido acogida! Ya nadie dirá, por ejemplo, que la plantilla de una empresa es excesiva, sino que está sobredimensionada; o que es demasiada la potencia de un coche en relación con su tamaño o peso: se ha sobredimensionado su velocidad. Y no sólo se dice de lo que puede calcularse con exactitud, sino también de lo que escapa a tales precisiones: ya se emplea el galicismo en sentido figurado. Ahí está, en la frase indulgente del funcionario sevillano: la broma se ha sobredimensionado. No excluyo —aunque no la hallo registrada— que tal traslación semántica se haya producido antes en francés, pero tiene todos los rasgos de nuestra fogosa inventiva. Ya no sirven castos verbos como exagerar o desorbitar, que vendrían tan al pelo en aquel lugar.
Serán curiosos los empleos que hagan los hablantes cuando la palabra niña se desarrolle. «¡No sobredimensiones!», diremos al que se queja en demasía de un dolorcillo. «Te estás sobredimen-sionando», advertirán el marido o la mujer a su pareja que engorda. «Sobredimensionan los impuestos», tendremos ocasión de chillar a diario los contribuyentes. No hay que ser profeta para temerlo. Ni para prever la formación de otros vocablos de la misma familia: adimensionar, no medir; subdimensionar, medir por lo bajo; predimensionar, medir previamente; y así. Por lo pronto, ya ha irrumpido uno: redimensionar. Deduzco por analogía que, tal vez, signifique «restituir a sus dimensiones justas algo que las había perdido». Por ejemplo, sacar las costuras del pantalón será, supongo, redimensionarlo; y, también, metérselas: depende del sujeto que tenga que entrar en tal objeto. Y, por tanto, lo sobredimensionado podrá ser redimensionado; todo: desde el presupuesto nacional hasta el número de los parados.
Sin embargo, no estoy muy seguro de que quiera decir tal cosa, a la vista de esto que leo sobre Kubrick, el director de cine: «Conocida es su afición a redimensionar géneros clásicos». ¿En qué consistiría esa afición? ¿En estirar películas diminutas o en achicar filmes fluviales, para que duren dos horas? Tengo la impresión de que Kubrick no ha hecho tal cosa, aunque lo ignoro. Más bien creo que el crítico alude al gusto del famoso cineasta por dar un tratamiento personal a determinados géneros consagrados. Y si es así, ¿qué tiene que ver eso con las dimensiones? ¿Ha redimensionado Cela la novela picaresca con sus Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo del Tormes? ¿Hizo lo mismo Picasso con Las Meninas? Pero eso se llama, desde hace mucho, recrear.
Insisto: no sé qué significa tal neologismo y busco en vano una pista por diccionarios franceses. Pudiera ser, albricias, un primo hispano que le ha salido a sobredimensionar. Y algún progenitor tendrá, que debía explicarlo para iluminar a los ávidos partidarios de retirar las canosas palabras de antaño. Es la hora de las jubilaciones y de inyectar sangre nueva en el cuerpo decrépito del idioma: hay que redimensionarlo. «Érase un hombre a una nariz pegado», escribió Quevedo. Nada más obsoleto; que tenía una nariz sobredimensionada, se debe decir. Y ¿qué hicieron el cura y el barbero al quemarle libros a Don Quijote, sino redimensionarle la biblioteca?
Gran telémetra será quien alcance a medir la distancia existente hoy entre el sentido común y el de estos picos de hojalata, habladores en sueños, orates de lengua, pavos de frase, que se extienden y cunden por planas y diales.
He aquí una bella locución, merecedora de tener equivalente y cumplimiento en todas las lenguas. Se lee y se oye muchísimo; durante las últimas semanas, ha arreciado su empleo con ocasión del arreglo que, para no matarse —¿será verdad?— andan haciendo por Nicaragua. El intento alegra, y la locución que lo designa resulta inobjetable. ¿Inobjetable?
Nos llegó pronto de Francia, a raíz de la guerra de Indochina, en la cual empezó a emplearse, hacia 1948, Cessez-le-feu! Expresión calcada del inglés cease-fire, que fue, el siglo pasado, un toque para detener los disparos, y que, al término de la Primera Guerra Mundial (1918), pasó a significar «fin de los combates».
Ambos sentidos tomó el cessez-le-feu francés, cuando asimiló la locución inglesa. El de «orden de interrumpir el tiroteo» fue el primero que adoptó nuestro ejército, bajo la acertada forma de ¡alto el fuego! Más tarde, y supongo que no por vía militar sino periodística, empezó a usarse la frase interjectiva como nombre equivalente a «interrupción temporal de la lucha», y también de «cese definitivo de las acciones militares». Ambas acepciones nominales, más el valor interjectivo, acoge el Diccionario académico, al registrar por vez primera en 1982 dicha expresión.
De esa manera, los medios de difusión que, a troche y moche, utilizan alto el fuego lo mismo para designar el paréntesis bélico que para la cesación total de hostilidades, están amparados por el uso anglo-francés consagrado por la Academia.
Nada, pues, cabe oponer. Sin embargo, como tantas veces señalo, la expansión de lo alienígena se produce mediante el desahucio lamentable de lo propio. Es raro, en efecto, oír o leer la palabra tregua que recibimos del gótico del siglo XII, y que permite una útil distinción en ese pequeño sistema léxico.
Aporta, en efecto, dos informaciones muy precisas: que se trata de una interrupción no definitiva de los combates; y que tal suspensión es resultado de un acuerdo entre los beligerantes. Es, si no me equivoco, lo ocurrido en Nicaragua. Ambas notas aparecen claras en locuciones como no conceder o no dar tregua, o sin tregua, con que se expresa la negativa a pactar, ni siquiera con uno mismo y ni por un instante, en el logro de un empeño.
Esas dos informaciones faltan por completo en alto el fuego. Éste, como hemos dicho, puede ser temporal o definitivo. Y, sobre todo, la locución no aclara si se deriva de un acuerdo mutuo, o si ha sido decidido unilateralmente por una de las partes. Porque es perfectamente posible que, en determinadas circunstancias, sólo deje de disparar una de las fuerzas combatientes, por decisión de sus propios mandos. Esto último, es decir, la inexistencia de acuerdo previo, es lo que podría designar con toda exactitud alto el fuego (aparte su uso como interjección).
Pero la sanción académica ha consagrado ya lo inevitable de la indistinción. Y sólo cabe desear que no desaparezca tregua, con sus notas significativas tan rigurosas, y que no continúe la tendencia reduccionista de los medios de comunicación.
Parece que es sidatique el vocablo que más probabilidades tiene en Francia para designar al afectado por el sida. Esta cuestión terminológica se ha suscitado también entre nosotros, ya que, hace poco, me llamaron de un periódico solicitando mi opinión para una encuesta que estaban elaborando acerca del término que se creía apropiado. Mi respuesta fue que, en principio, no era precisa ninguna palabra, pues bastaba con «enfermo de sida». Y que, caso de forjar alguna, yo, sin haberlo meditado, dudaría entre sídico y sidático. (Aún no conocía la propuesta francesa, que me ha comunicado don Pedro Laín).
Creía innecesario inventar un vocablo, pues hay abundantes enfermedades que no cuentan con término para designar a quienes las padecen. Basta con decir que alguien o uno mismo la tiene. Y así, en un breve recorrido por el Diccionario, hallo que carecen de nombre para el enfermo (tal vez exista en la jerga médica, pero no hay constancia lexicográfica): infarto, sarampión, lumbago, torticolis, tétanos, gonococia y muchísimas más dolencias cuya enumeración abrevio. Por ello, nada impide incluir en esa lista el temible azote, y seguir, como hasta ahora —¿tendrá que ser por mucho tiempo?— hablando de tener o padecer sida, enfermo de sida, etc.
Pero, por lo visto, urge en este caso el neologismo, y no podrá negarse su utilidad. Debe buscarse, por tanto, el sufijo adecuado al nombre de la plaga. Lo malo es que la elección no puede fundarse en razón lingüística alguna dado que sida, como todo el mundo sabe, es una palabra artificial formada por siglas, «síndrome de inmunodeficiencia adquirida», y escapa, por tanto, a los mecanismos normales de la derivación morfológica.
Tal posibilidad derivativa parece frenada en casi todas las voces formadas de ese modo: no se da en Renfe, ONU, Icona, CIA, radar, etc. Aunque existen excepciones: ugetista y cenetista (de UGT y CNT), y, con carácter humorístico o despectivo, ugetero, cenetero; y pecero (del PC). De OTAN, se ha formado otánico (y, en francés, otanesque), también de intención burlesca muchas veces. Existen, sin duda, varios derivados más de ese tipo, lo cual permite suponer que las lenguas están aceptando, han aceptado ya, como procedimiento normal para las innovaciones de vocabulario, no sólo las siglas y los acrónimos (vocablos en que se combinan principios y finales de otras palabras: Banco Español de Crédito, poliéster, galo, etc.), sino los derivados de tales formaciones, aunque esto ocurra aún moderadamente.
No se conocen vocablos inventados; suele señalarse sólo una excepción: gas, creada hacia 1600 por Van Helmont, químico y médico flamenco discípulo de Paracelso; y aun así, se inspiró en el latín chaos («sustancia sutil»), que, a su vez, procede del griego khaos. Se recuerda también como palabra formada sin precedentes el término comercial Kodak, debido a G. Eastman, fundador de la famosa marca, el cual explicó que había elegido vocales claras, consonantes muy perceptibles, un efecto chocante y recordable de oclusión e implosión, etc. Fuera de esos casos excepcionales —tal vez haya alguno más—, los idiomas europeos han enriquecido siempre su léxico, dando nuevas acepciones a palabras ya existentes en ellos, tomando préstamos de otras lenguas, o construyendo vocablos con formantes griegos o latinos (a veces, curiosamente mezclados en híbridos: electrocutar, bicicleta). Pero nunca inventando.
Tampoco constituye creación ex nihilo la formación mediante siglas, que fue prácticamente desconocida hasta época reciente. En español sólo contamos, como voz arraigada desde tiempo atrás, con inri, el letrero infamante que se clavó en la cruz de Cristo («Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum»; por cierto que un obispo despistadísimo explicaba hace poco por televisión que empleamos la expresión «para más inri» cuando nos aflige un gran dolor).
La acronimia, por su parte, no se conoció tampoco entre nosotros. Probablemente fuera autobús (automóvil ómnibus) el primer vocablo así constituido que nos llegó, procedente del francés, acuñado en broma por los empleados de la compañía parisiense que, en 1906 utilizó tales vehículos en la línea Saint-Germain-des-Prés—Montmartre, antes servida por ómnibus de caballos. Ahora ya estamos llegando a sólo bus.
Pero, en los últimos cuarenta o cincuenta años, un chaparrón de siglas ha caído sobre todas las lenguas; la nuestra está dentro de la borrasca. El gran poeta Pedro Salinas hablaba en 1948 de este «siglo de siglas». Otro gran poeta, Dámaso Alonso, compuso el famoso alegato «La invasión de las siglas», donde habla de «este gris ejército esquelético» que avanza implacable. «Su gélida risa amarilla / brilla / sombría, inédita, marciana».
Lúgubre, maldita, asesina, tenemos sida desde 1983; y hay prisa por dar nombre a sus víctimas. Hay que poner a ese vocablo espurio un acólito sufijal. Por fortuna, su clara estructura silábica permite hacerlo, pero sin que sea posible alegar razones gramaticales concluyentes. Hay que pensar, por supuesto, en sufijos que hayan servido para nombrar enfermos; no son muchos. Y resolver, después, sin más norma que el buen gusto o el gusto menos malo. Existe el -oso de gotoso; pero sidoso horripila. Contamos con -ico, que ha permitido formar muchos derivados en los que funciona con el significado de «afectado por»: alérgico, parapléjico, histérico, anémico, tífico, etc. Son formaciones con modelo clásico; así, el griego phtsikós de phthisis, se adoptó en latín como phthisieus, y, en español, ya en el siglo XIII, como tísico. Obtendríamos, pues, el aceptable término sídico. Entre otros formantes menos productivos, está, por fin, (-)tico, con la vocal tónica dependiente de la base: asmático, luético, sifilítico, cirrótico, etc. Y así, de sida saldría sidático.
Cualquiera de estos dos tipos de derivados (tísico o asmático) puede servir de modelo para construir el derivado de sida. Ambos son posibles, según vemos, con nombres de dolencia bisílabos; y los dos, con acabados en -a (alergia-alérgico; asma-asmático). Por similaridad, tal vez favorecieran a sídico otros vocablos castellanos procedentes de nombres con textura comparable con la de sida: Sade-sádico; sodio-sódico; Buda-búdico, etc. En cambio, ninguna palabra nuestra acaba en -dático, salvo la extinguida sinodático (tributo que los padres sinodales pagaban al obispo).
He hecho una pequeña encuesta, sin valor alguno, que ha dado la preferencia a sídico. Mi gusto personal, aún menos valioso, también se inclina por tal derivado. Ignoro si existen ya opiniones entre los médicos, que, si alguna de estas palabras u otra acaba instalándose serán los agentes de su implantación. Ojalá obedezca la adopción al sentimiento de nuestro idioma y no a mero trasplante de lo fabricado en francés. Aunque esto, si proporciona un término único a todas las lenguas romances, tampoco dejaría de ofrecer ventajas.
La nación, cuando esto escribo, anda conmovida con la huelga de enseñantes de todas clases unidos. Iba siendo hora de que su clamor conmoviese a la nación, aunque para ello haya sido precisa una acción tan traumática, tan indeseable y, por los más, tan indeseada. Falta sólo que sus demandas impresionen al Gobierno; no son sólo los sueldos: lo que ocurre en todos los grados de la enseñanza es lo más grave que, aparte el paro y el terrorismo, sucede hoy a España. Y lo que exige más urgente remedio, ya que sus efectos no son compensables: promociones sucesivas de ciudadanos van saliendo de las aulas, año tras año, sufriéndolos para siempre.
Los enseñantes reclaman un salario digno: la vocación sola no calza a los hijos. Y si se comprende profundamente que del profesorado depende —dicho así, sin solemnidad— el futuro inmediato, tanto como el lejano, del país, se entenderá que procurarles una actividad sin ahogos constituye el gasto público más justificado que cabe pensar. Precisamente en ellos, antes que en otras necesidades. Hacen falta centros, dotaciones, bibliotecas, laboratorios, talleres; serán inútiles si allí no labora un personal ilusionado.
Y competente. Porque también piden eso: medios para mejorar. Una reforma de planes, por perfecta que sea —¿lo son las que están en marcha?—, es sólo una condición para que sea fecunda su actividad; una condición necesaria pero insuficiente, porque la fecundidad resulta siempre de un profesor que sabe y que comunica bien su saber. Con cualquier plan.
Otras cosas tan sensatas piden. Leo hoy la historia alucinante de un profesor de Bachillerato que, desde 1984, ha pasado mes y medio en Alcázar de San Juan, un curso en Alcalá, otro en Cáceres, diez días en Jaraiz de la Vera. Volvió otra vez a Alcalá, y este año para —¿para?— en el barrio madrileño de San Blas. Puesto que, en la docencia, hay un fuerte componente de amor, ¿puede sentirse encariñado alguien con centros y alumnos por los que transita? Hasta un maquinista acaba queriendo a su locomotora; a muchos docentes se les veda ese sentimiento.
Ni a su propia disciplina pueden amar, porque ¿cuál es? Este peregrino que hoy se queja pactó con el Estado, mediante oposición, servirle enseñando Geografía e Historia; se le obliga, además, a explicar Ética. Cientos, miles, tal vez, de profesores tienen que formar en materias en que ellos mismos no han sido formados. Se ha dado marcha atrás en el camino de la especialización, que fue una lenta y eficaz conquista pedagógica. En su lugar, se ha creado el enseñante comodín, especialista en la totalidad. (En la Universidad, sucede menos, pero ocurre. Por ejemplo, están juzgando oposiciones de Literatura profesores de Lengua sin una sola publicación literaria, y al revés. Pero se impide que en los tribunales de aquélla figuren profesores de Teoría de la Literatura).
Un caos generado desde varios Gobiernos atrás se ha adueñado de todo el sistema docente, y exige conjuración. Precisamos un plan nacional de instrucción pública, trazado por los que saben y dotado económicamente por los que pueden —no suelen coincidir—, capaz de entusiasmar al profesorado y de comprometerlo. Que imponga como norma la exigencia, única triaca posible contra el desánimo que lo corroe. Que instaure la primacía del mérito y que estimule el orgullo de saberse embarcado en una gran empresa. Que aliente a ser más: ninguna proeza es factible igualando.
Mal asunto si el malestar docente se interpreta sólo en términos económicos y se considera resuelto cuando el conflicto cese. Mala exégesis si no se entiende como una aspiración de los profesores a conquistar no privilegios, sino dignidad. Me permitiría señalarles cuánto puede contribuir a ello la renuncia a ciertos modos de denominarse. Ya ha pasado, me parece, aquello de trabajadores de la enseñanza. Nunca me reconocí de ese gremio. Se me pagaba por enseñar, es cierto; trabajaba, puesto que tenía obligaciones y derechos, a cambio del salario. Pero gozaba, no era una maldición. Anejo al trabajo es el descanso; nunca lo precisé. Exige también horarios; salvo para empezar y acabar en punto las clases, jamás consulté el reloj. Y siempre abandoné mis tareas lamentando el tiempo obligado para dormir. No, cuando algunos se llamaban trabajadores de la enseñanza, yo, profesor, me sentía de otra estirpe.
¿Y funcionario? Los conozco solventes y abnegados, engranajes admirables en la máquina del Estado. Pero, como profesor, no me he sentido uno de ellos hasta que la jubilación me ha puesto en una cola dos horas, para solicitar el socorro miserable de las clases pasivas, instancia en mano, entre un capitán de la Legión y un chófer del Parque Móvil. Dignísimos empleos, pero nunca supe que tuvieran algo en común con el mío hasta ese instante.
Ha habido otro momento terminológico que aún da coletazos. Tengo la impresión de que son estertores. He hablado aquí varias veces de enseñantes. Se trata de un galicismo gris e inepto. Figura tal vocablo en nuestro Diccionario como participio activo de enseñar. Pero ¿qué enseña el enseñante? Obviamente, lo mismo a pescar con caña que la técnica del butrón. El sentido que se ha dado a tal palabra (el de un hiperónimo que abarca a todos cuantos enseñan en una institución pedagógica) es puramente francés; lleva en esa lengua más de cien años. De ella lo recibió el italiano (insegnante) y, de las dos, aterrizó en la nuestra, traída, si no me engaño, por vía sindical y mimética.
El término gusta a algunos, puesto que lo usan. Me consta el malestar que a otros —yo, entre ellos— produce. Es un vocablo frío y desangelado, para un oficio que necesita pasión. Ya se despojó de ésta a los maestros (egregio vocablo que conviene lo mismo a un héroe de aldea que a un Nobel), convirtiéndolos en profesores de siglas. Los viejos auxiliares pasaron a adjuntos, y éstos a titulares (¿no lo son los demás?). Y va siendo casi obligado disimular el rango de catedrático. En la pretensión de sus partidarios, enseñante uniforma a todos con un guardapolvo menestral (y sugiere que todos valen para todo, para rotos y para descosidos, igualados del modo más fácil: con palabras).
¿No nos unifica mejor el término docentes y, aún con mayor tradición, el de profesores, con el colectivo profesorado? Quizá postulo esto a moro muerto, pues insisto, me parece que enseñante huele a cadaverina. Pero me place darle una lanzada.
No lo hago sin repetir, a la vez, que algo grave pasa a España con sus cuerpos docentes en quiebra. Como ninguna ley podrá impedir que me sienta parte de ellos, sufro mientras oigo loar los triunfos de la inflación controlada, la recaudación fiscal en alza, y el Carnaval, tan útil para el pueblo, por fin recuperado.
Parece que Augusto, en la antigua Roma, dispuso que se recompensara con algunos beneficios a los soldados que se licenciaban tras varios años de buenos servicios. Fueron los primeros eméritos, palabra que reaparece en el siglo XVIII en Francia (émérite) para designar a los profesores que, por edad alcanzaban el retiro y merecían pensión. En ese mismo siglo, la acoge nuestro Diccionario de Autoridades, diciendo que así se llama al «que ha servido por mucho tiempo en la milicia o en las religiones, y ha merecido en una o en otra el descanso o la jubilación». No debió de ser muy extendido el uso del vocablo, pues apenas compite en los textos con jubilado, para calificar a quien ha llegado a la jubilación, esto es, a la «relevación del trabajo o carga del menester que ha servido por muchos años». Ambos términos, emérito y jubilado, son, pues, sinónimos, y, hasta hace poco, sólo el segundo ha tenido curso entre nosotros (aunque llamábamos eméritos a quienes lo eran en Norteamérica; aquí no había).
La primera de esas voces dejó de usarse en francés para significar a los profesores distinguidos en su vejez con tal privilegio, pues el derecho a pensión se extendió a todos cuando se establecieron los descuentos en el sueldo para su disfrute general, es decir, al convertirlos en funcionarios retraités. Émérite quedó así libre para calificar a cualquier persona experimentada y eminente en un saber o en una práctica; ése es su sentido actual.
Pero en el ámbito universitario anglosajón se recibió y consolidó el término emeritus en acepción próxima al émérite galo del XVIII: es el profesor a quien se le reconoce el derecho a conservar el grado y la dignidad del cargo en que, por edad, debía cesar. Es normalmente alguien sobre el cual, por su valer y prestigio, ejerce la Universidad el «derecho de retención». En otros países, como Bélgica, esa distinción puede recaer, además, en magistrados.
No teníamos en España más que una categoría única de profesores jubilados (todos igual y con tan poco), cuando la ley de Reforma Universitaria introdujo la variedad de los eméritos. Imitando, claro, la peculiaridad norteamericana, y con el propósito de que la Universidad no perdiera inteligencias condenadas por su decrepitud de sesenta y cinco años al ostracismo.
Para alcanzar ese rango, la ley dicta una serie de condiciones. La propuesta debe partir del departamento (otra institución estadounidense aquí devaluada) a que pertenece el valetudinario, donde tiene que ser votada. Ha de ser elevada después al Rectorado, junto con el currículo del propuesto (dando por supuesto que el rector no sabe a quién le interesa retener en el servicio). Por fin, la Junta de Universidades adopta la decisión última. En cada una de estas instancias puede ser negado ese privilegio, que consiste en dejar al emérito sin despacho (como es lógico, lo ocupará su sucesor), en privarlo de la función esencial de explicar sus cursos ordinarios y en otorgarle un subsidio que lo compense del vertiginoso descenso de sus ingresos.
Como he dicho, si una poderosa vocación, o la simple necesidad económica, mueven al jubilado a desear tal situación, tendrá que someterse a los votos, no sólo de sus iguales, sino de quienes poseen un rango académico menor, incluidos estudiantes que, tal vez, no lo conozcan, por ser de otros cursos, los cuales «valorarán» su obra (y otras cosas) con inapelable subjetividad. El final de un docente o investigador prestigioso puede consistir en su salida de la Universidad, no sólo por la puerta trasera de la jubilación anticipada, sino, además, a escobazos. No faltan casos que estremecen. Ni tampoco de quienes, deseosos de seguir siendo útiles en su cátedra, han renunciado a la postulación, aunque estuvieran seguros del resultado positivo, ante la irracionalidad del procedimiento y las precarias condiciones del emeritado.
Para designar esa figura administrativa se ha traído a la ley el término emérito, de vieja forma española y presunta alma anglosajona. Es el participio de los verbos latinos emereo y emereor, que significaban «cesar en el servicio militar, obtener la licencia». Ya vimos cómo, de ese sentido original, derivó a otros, siempre con la acepción central de «retirado» o «jubilado». Emérito y mérito son palabras etimológicamente hermanas, pero con significado diferente. Emérito es, en inglés y en español ahora, el profesor jubilado con prórroga de su servicio, como hemos dicho. Y, en nuestra lengua, no equivale a profesor de mérito. Este puede poseerlo, como es natural, un jubilado emérito: pero también un profesor joven, lejos aún de la jubilación. Por supuesto, no existe la calificación administrativa de profesor de mérito: el Estado no distingue calidades. Y en virtud del método selectivo que hemos descrito, puede suceder que en el emérito concurran muy pocos méritos.
Tal vez sean precisas estas aclaraciones para disipar entre quienes me lean la insidiosa atracción que el primer vocablo ejerce sobre el segundo. Y porque se me puede inculpar de haber sucumbido a ella. En efecto, una periodista que tuvo la gentileza de entrevistarme, y cuyo trabajo se publicó recientemente en el suplemento dominical distribuido con la prensa de numerosas provincias, me hace decir cosas así: «El catedrático de mérito puede explicar algún curso…»; «El catedrático que consigue el mérito…»; «La Universidad no dispone de un alojamiento para un profesor de mérito». Varias veces me adjudica ese dislate. A pesar de su bonísima fe, ha atraído sobre mí una posible rechifla: aunque resulte difícil creer que no estoy familiarizado con el vocablo emérito, único, claro es, que pronuncié. ¡Ah!, el riesgo de las supuestas transcripciones literales de los periódicos, que no son, muchas veces, más que traducciones al beocio de lo dicho en ático.
Ese adjetivo figura en el actual Diccionario académico con esta definición: «Aplícase a la persona que se ha retirado de un empleo o cargo cualquiera y disfruta algún premio por sus buenos servicios». ¿Es esto cierto? ¿Se califica de emérito al jubilado de una empresa premiado con un reloj? En cualquier caso, otra acepción se impone: «Dícese del profesor universitario al que, en virtud de una regulación oficial, se le prolonga el disfrute de algunos de sus derechos durante cierto tiempo después de su jubilación obligatoria». No hace falta aludir a sus buenos servicios: no son imprescindibles.
Nuestra ancestral incapacidad inventora se está remediando, también en el lenguaje, con las admirables importaciones de choque que se están sucediendo, y que ya han puesto a nuestro idioma en condiciones de codearse con los más punteros. Sólo agradecimiento merece tan industriosa actividad. El Padre Feijoo sólo otorgaba patente para incorporar neologismos a los «poetas príncipes»; el buen fraile era de un elitismo irritante, felizmente superado por el apogeo de los derechos humanos, que justamente reconocen tal potestad a cualquier prosista plebeyo y mazorral.
Especialmente beneméritos resultan quienes emplean el Boletín Oficial del Estado para aumentar el patrimonio de la lengua común. Así, el que ha redactado el decreto de abril sobre «productos cosméticos decorativos» (hasta ahora se decoraban sólo cosas o sitios, según precisa el Diccionario; ahora también, oficialmente, las regiones corporales), esto es, aquellos que se aplican para «enmascarar o disimular diversos inesteticismos cutáneos». El vocablo es largo y bello; y permite denominar gratamente las arrugas, manchas, sarpullidos, acnés y otras fealdades de nombres aborrecibles. Resultará cautivadora la dama que acuda al tocador para decorarse los inesteticismos. La novedad ha podido forjarla un caletre hispano, pero pienso que tomando la materia prima del italiano, donde inestetismo significa «defecto físico leve».
Hace pocos días, don Julio Anguita decidió meterse en faena y dejó estupefacta a la afición televidente cuando, hablando de determinados problemas políticos, aseveró que se debían a «posiciones tacticistas». Por desgracia, no aclaró en qué consistían tales posiciones; lo hago yo ahora, para facilitar la pronta implantación del útil vocablo, formado sobre el italiano tatticismo con que se designa, peyorativamente de ordinario, el empleo frecuente de maniobras para alcanzar un fin. ¿No es mucho más hermoso que maniobrerismo? Increíble aumento de nuestras posibilidades expresivas representa el sustantivo heliportaje, regalado a nuestro pueblo por Televisión Española el 1 de julio, al dar cuenta de que diversos accesorios precisos en una operación de salvamento estaban dispuestos para su heliportaje. Evitaba así el antieconómico rodeo de decir que estaban dispuestos para ser transportados en helicóptero. Ha costado poco obtener tan preciosa joya: ha bastado con tomarla del francés, donde héliportage se inventó hace cinco lustros.
Un lector amigo me ha enviado con grandes gestos de escándalo el recorte de un diario zaragozano donde se lee, escrito con letras capitales: «Profunda terciarización de la economía aragonesa». Debes apaciguarte, querido Patricio, porque careces de razón. ¿Hay modo más simple y llano, más claro y persuasivo, de alertar a nuestros paisanos sobre esa tremenda realidad en que viven? Desde los soberbios riscos del Pirineo hasta las humildes tierras turolenses, por donde nuestro reino se estira hacia la fertilidad de Valencia, sin catarla, todos habrán comprendido que andan aquejados de un proceso socioeconómico por el cual, en la población activa, los que trabajan en los servicios son más que quienes se ocupan en la industria y en la agricultura. Porque esto es lo que significa terziarizzazione en italiano (¡otra vez!).
No proporciona menor júbilo el meneo a que se someten viejas palabras nuestras o neologismos que ya llevan años aquí como intrusos, haciéndolos cambiar de significación e introduciendo gratas sorpresas. Así, la siempre amena televisión está informando de cosas a que ha dado lugar la nominación de Madrid como capital cultural de Europa. Si to nominate, que es madre de tal cordero, significa «proponer para una designación (premio, honor, cargo, etcétera)», bien está que aquí se haya hecho avanzar tal significado para referirse a lo que ya ha sido designado. Otra pieza importante al morral.
Y como zancada de impresionante avance puede ser considerada la sentencia dictada a fines de junio por la Audiencia de Barcelona, que justifica haber rebajado a veinticinco mil miserables pesetas una fianza de cincuenta y dos millones impuesta por un juez a los señores Schuster y Núñez, por el hecho de que era «una extralimitación sacralizada (¡!) por la incuria (¡!) del sustituto, sin parámetro (¡!) alguno que lo justifique». Con tal formulación, nadie podrá impugnar la resolución, porque no habrá mortal que la entienda. Y así se evitarán recursos, apelaciones y demás incordios que frenan la velocidad de la justicia. De paso, la Audiencia barcelonesa ofrece un ejemplo de espléndida independencia, al liberarse del yugo que suponen las leyes del idioma.
La sublevación contra esa realidad inmovilista que es la lengua española ha alcanzado el mes pasado al vocablo las antípodas, «vedetizado» (cooperemos) por el viaje de los Reyes a Australia y Nueva Zelanda. Los media se han lanzado con avidez al arcón donde yacía y lo han extraído pegado al artículo femenino: «Sus Majestades, en las antípodas». «Hoy abandonan las antípodas…» Dice el Diccionario que es antípoda «cualquier habitante del globo terrestre con respecto a otro que more en lugar diametralmente opuesto»; en rigor, quienes apoyan los pies en los dos puntos de la Tierra por los que pasa el mismo diámetro. Por extensión, reciben también ese nombre los territorios que mantienen idéntica oposición.
Pero, en ambos sentidos, el vocablo nació niño. He aquí irrefutables testigos de su sexo gramatical: «Tal vez la señora Diana (la Luna) se va a pasear por los antípodas» (Cervantes, Quijote, 11,3); «Debajo de nosotros hay otras gentes a quienes llaman los antípodas» (Cervantes, Persiles, 111,6); «Que podemos pasar a los antípodas por las honduras que en la Tierra hagamos» (Lope de Vega, El asalto de Mastrique, 11). Y masculino es también en francés y en italiano.
Nadie negará el aire moderno que cobra el vocablo al ser travestido. Se ha repetido en él la operación que ya ha afeminado maratón, parece que definitivamente (aunque aún cabe el temor de que resucite su forma correcta: un examinando de selectividad declaró a un reportero que los exámenes habían constituido un maratón; habrán suspendido imagino, a este arcaico muchacho que tan bien se expresa). Consagremos ahora las Antípodas, igualándolas gramatical y semánticamente con las quimbambas, y hasta convirtiéndolas en una zona concreta del globo, como Las Marianas o Las Célebes o… Las Hurdes. Que sufra quien no ignora que a cada lugar de la Tierra se oponen unos antípodas, y que nosotros lo somos de los países visitados por los Reyes. No sirve para nada la vana erudición.
Resultan confortadoras todas estas conmociones que sacuden el anciano tronco del idioma. A ver si, de una vez lo tumbamos, y esplende nuestra modernidad.
Tengo la sospecha tranquila —no siempre han de ser vehementes las sospechas— de que nuestro idioma avanza hacia el V Centenario gracias, sobre todo, a los empujones que le da una multitud de cronistas deportivos. Ellos lo propulsan a un futuro perfecto, en que todas las ranciedades acumuladas en él como sarro serán enérgicamente removidas, y el neoespañol lucirá una deslumbrante dentadura nueva.
Durante las pasadas y humillantes Olimpiadas, un entrevistador televisivo mantuvo con un compatriota atleta este exaltante coloquio: «¿Cómo te sientes?», «Bastante jodido. La carrera que hice ayer fue de puta pena». Juzgado así el pasado, inquirió el preguntón sobre el provenir: «Tu participación, vista desde el prisma del 92, ¿qué perspectivas ofrece?». He aquí un error insigne, que, de no rectificarse, dejará tan enteco nuestro palmarés en Barcelona como en Seúl.
Porque las cosas no deben ser oteadas desde un prisma, sino desde una pirámide, según enseña la historia. Sólo una punta piramidal permite dar apoyo al ojo para que pueda lanzarse, sobre el desierto, hacia horizontes ilustres. Los prismas —Galdós llamaba prismáticos a quienes, ya en su tiempo, se empeñaban en mirar desde ellos— ni pinchan, ni estimulan, ni espolean. Así contemplan el idioma muchos de los actuales píndaros: sentados en cómodos paralelepípedos, que no excitan al esfuerzo meníngeo, sino a la holgada y perezosa expansión de las carnosidades.
Durante la victoriosa irrupción de nuestro equipo nacional de fútbol en la Copa del Mundo, un locutor de TVE se quejaba de la envergadura del jugador irlandés (ya será menos) Cascarino (esto, sí), queriendo aludir, claro es, a su descollante estatura, pero diciendo, de hecho, que tenía formato de cuadrumano, pues no otra cosa significa envergadura: «Distancia entre las puntas de los dedos, con los brazos extendidos». Sin duda, al locutor se le habían bajado los sesos a expandirse también en el prisma.
Por el mismo medio, se oyó desde Seúl, en la retransmisión de un partido de no recuerdo qué: «El 3-1 que milita en el marcador…». Resulta un uso muy interesante de militar, verbo que, según el Diccionario, significa: «Figurar en un partido o en una colectividad». No es definición afortunada; parece obvio, sin embargo, que el partido a que se refiere no es de hockey. Pero puede ocurrir que el parlante consultara el insólito libro, y se confundiera. Con todo, a lo hecho, pecho; y si, hasta hace poco, los tanteos figuraban, lucían o campeaban en el marcador, dispongámonos a que ahora militen también.
El mismo iluminado, y en el mismo encuentro, narró «un disparo protagonizado por González». Admirable ensanchamiento de ese verbo, que permitirá decir en neoespañol: «He recibido una carta protagonizada por Paco», o «la señora X protagonizará un nuevo parto».
Esta dilatación significativa de vocablos que se procura desde el poliedro, para rehabilitarlos como a pisos viejos, puede observarse en la noticia de periódico, según la cual, al morir un atleta africano, «se le tributaron funerales de jefe de Estado». ¿Es qué han de tributarse sólo honores, respeto, admiración, gratitud…? Tribútense, en adelante, maravillosos y sentidos funerales a los muertos, sean atletas o no. (Por cierto que era también notable la reciente información de que «Juan Pablo II celebró una homilía por los caídos en todos los conflictos armados». ¿Cómo se las arreglaría el Papa para celebrar semejante cosa? Pero, sin duda, lo logró, y eso aumenta con una posibilidad más los fastos póstumos: será posible tributar funerales a los perecidos, y celebrarles homilías).
Con léxico griego adornó su prosa el escribidor deportivo que, relatando en un diario nacional una sesión del Senado, a la que habían sido citados, para comparecer, diversos magnates del fútbol, señalaba que «la sesión perdió climax cuando tales personajes anunciaron su “espantá”». Aparte de que «perder climax» parece una madrileñada arnichesca, resulta difícil que se pueda perder lo que no existe. Si climax es el «punto más alto o culminante de un proceso», ¿cómo se logró eso en el Senado, si no se presentaron tan esperados varones? Por cierto que otro diario nacional, al dar cuenta del acontecimiento, explicaba en titulares la causa de lo que el otro llamaba la «espantá»: los prohombres «ignoraron la citación del Senado». Si no la conocían, era imposible que acudieran. (Pero el informador quería decir, y no dijo, que no hicieron caso).
Gracioso es por demás el adjetivo nato aplicado al puesto de un jugador: «El equipo juega ahora con dos extremos natos». Lo cual parece ser más eficaz que jugar con extremos no natos. No sólo hay extremos natos: también pueden ser esto los defensas-escoba, los medios-punta, etcétera. Se abren así perspectivas amplias a quienes nazcan con las respectivas improntas genéticas.
Es paralelo el auge reciente de absoluto aplicado a las selecciones que representan a España en campos y canchas. La selección absoluta se constituye sin constricciones (de edad, por ejemplo), frente a la relativa —es de suponer—, que sí las tiene. Se trata de la superselección, de la hiperselección, de la selección de no va más. Pero como la selección, por simple antonomasia, no valía (adjetivando sólo las otras), se le ha añadido ese lacayo que le proporciona suma prestancia. No sólo eso: se ha escrito que, en el inolvidable partido contra Irlanda, dos nuevos jugadores «vistieron la camiseta absoluta». Es de suponer que, también, botas, medias y calzones. Lo cual abre al vocablo inmensas posibilidades. Así, ¿por qué no llamar a la esposa legítima «mujer absoluta»? (La tontería de protagonista absoluto ya se usaba, como si protagonista, sin añadido alguno, no significara «primer actor» o «primera actriz»).
Como final de este pequeño dardeo por la selva deportiva, ahí está, enloquecido, el verbo defender, con un empleo que empezó en el baloncesto, y que lo hace significar «obstaculizar»: se defiende a un jugador cuando un contrario se le opone para impedir o contrarrestar su juego: «Epi es defendido por Romay en una entrada a canasta». Así que, cuando se entorpece a uno, se le defiende. Tal insensatez ya ha pasado al fútbol: leo hace poco en una crónica que un jugador «es capaz de defender a Schuster, para salir al contraataque a galope tendido».
Sin tomar ejemplo del galopante, así están de tumbados sobre el prisma estos héroes de la gola y el boli, ases absolutos de la irresponsabilidad idiomática.