Impulso motriz

Me consideraba mero esclavo del automóvil: condenado a su yugo para poder ejercer de ciudadano, yendo y viniendo a salto de semáforo. Ahora me sé, además, ignorante profundo de sus avances y refinamientos, con la humillación aneja. Y, lo que es peor, sin que me interesen nada, lo cual puede ser síntoma de aguda decrepitud mental.

Por azar, en efecto, han caído en mis manos algunas revistas de automovilismo y he intentado sumirme en su lectura. Ciertos artículos seducían con títulos llamativos. ¿Cómo resistir, por ejemplo, a uno castizamente rotulado «Intercooler»? ¿O al híbrido excitante «Quien va piano llega lontano»? La fuerza tentadora de un escrito titulado «Viene otro japonés» sugería un nuevo aumento del boom turístico. Y esperaba oportuno consuelo para «La hora de la inyección». No menos incitativo es aquel que se anuncia como «Muera el acero»; o el que invita a enriquecer la cultura astronómica tratando de «Una estrella de mucha punta». Pues bien, ni aun con estímulos así he podido pasar, en ningún caso, de las primeras líneas: su contenido era tan remoto y lóbrego para un profano como su idioma.

Aparte las docenas de vocablos puramente ingleses (para colmo, muchos no constan en los mejores diccionarios de dicha lengua), los residuos castellanos o mixtos que quedan son espectacularmente harapientos. Desde unos «cilindros supercuadrados» hasta formaciones tan rotundas como un motor que se sobrecalienta cuando aumenta la sobrepresión. Los redactores no temen ser prolijos en el uso de prefijos. Ciertos coches, por lo leído, ya no se equipan con tales o cuales instrumentos, sino que se equiparan con ellos. Y algunos hay que, dóciles al freno, se detienen en «distancias muy recortadas», lo cual permite fiarse y alcanzar «velocidades electrizantes» con poco riesgo. Sobre todo, en «tramos virados», voz caliginosa que tal vez equivalga a «tortuosos» o «con muchas curvas».

La preferencia por los vocablos largos que explica esos prefijos ociosos y que revela, a la vez, penuria de lenguaje y opulencia de énfasis, resplandece en el uso de motorización por motor («Se prefieren coches de motorización potente»); o en este compuesto admirable con que se denomina un útil dispositivo: limpialavalunetas.

Pero lo más estimulante de mis truncadas lecturas ha sido la percepción del cariño con que puede hablarse del automóvil. No sólo ignorante, sino malvado, me ha hecho sentir ese afecto, contrastándolo con el odio que le profeso. ¿Puede quererse a ese déspota, compañero insufrible del que es imposible desprenderse, apenas se entra en el torrente circulatorio de la ciudad? Que manifiesta inicuos caprichos a la hora de arrancar; que se estropea del modo más arbitrario; que nos sume en retenciones depredadoras del tiempo disponible para vivir; que atrae multas sin cuento, y maldiciones a su paso. Pues hay quien lo adora. Se dan ocasiones, en efecto, en que hay que forzarlo para que obedezca, pisándole el acelerador o el freno, dominando con resolución el volante… A esos actos se les denomina en lenguaje automovilístico «brutalizar la conducción». Admiro el alma delicada de quien ha inventado la metáfora: enternece imaginar cuánto sufre obligando tanto al carruaje.

Y ese sentimiento luce más cuando, ya francamente, se le humaniza o, por lo menos, se le animaliza. El denso amor de Sancho al asno es suscitado hoy por el «cuatro cilindros» o el «tracción delantera». Y así las revistas especializadas hablan de coches «de comportamiento noble» o «traicionero». Y aseguran de un determinado modelo que, si se acierta a dar a su conducción un «planteamiento (?) familiar y conservador, entonces tendremos en el coche un fiel compañero incapaz de darnos el más mínimo susto». Tan sumisos son algunos vehículos que «se les puede exprimir sin complejos todas las posibilidades». Y, cotejando dos marcas, se aprecia que una, italiana, es «mucho más nerviosa» que su competidora francesa, según corresponde a su origen más meridional.

No se crea que todo se reduce en tal producción literaria a técnica o a sentimentalismo: no falta la elevación a planos más teóricos. Así, hay fábricas que «ofrecen una filosofía de equipamiento» más variada que otras. Cuestión ésta, la del equipamiento, en que algunos siguen una política bien diferenciada. Hasta la fisiología tiene que ver con la potente industria, ya que ésta tiende a hacer perder kilos a algunos de sus materiales. Y de un modo lingüísticamente chocante, ya que, según uno de los cronistas, con el empleo de sustancias ligeras se consigue en las piezas una «ganancia de peso». Contradicción turbadora, pues, en español cabal, ganar peso supone meterse en carnes y aumentarlo.

No es posible comentar ni una milésima parte de las sorpresas deparadas por esta floresta mágica que es la prosa del automóvil. Para lograrlo habría que leer cuidadosamente, y no picoteando como he procedido; quede el empeño para futuros doctores. Me he fijado, no obstante, en un arraigado y firme disparate, que no sólo en ella se encuentra, porque salpica a menudo el habla y la escritura de muchos. Se trata del adjetivo femenino motriz, empleado como masculino (impulso, grupo, bloque motriz), en vez del esperable impulso, grupo, bloque motor.

Sorprende tan frecuente error, que es de párvulos. Nuestro idioma ha recibido del latín el femenino en -triz, -driz, correspondiente a vocablos que, en dicho idioma, poseían el sufijo -tor: emperatriz, actriz, directriz, locomotriz, institutriz, etcétera; deben a tal linaje su terminación, unas veces por legado directo, y otras, por analogía. Entre las recibidas figura meretriz, de meretrix, «la que cobra por sus favores». Y otras caídas en desuso, como pecadriz, venadriz, «cazadora», o dominatriz. Por ser contraria a nuestro sistema simplificado de la expresión genérica la correspondencia -tor, -dor, -triz, -driz, se ha tendido en muchos vocablos a la regularización (directora, pecadora); o, según ocurre en el caso de motor, a la coexistencia de dos femeninos: el etimológico, como adjetivo (motriz), y el regularizado (motora, «embarcación»), que funciona como nombre. Motor, por su parte, se usa como sustantivo (el motor) o como adjetivo (impulso motor). Lo extravagante es introducir motriz en concordancia masculina, según ocurre en esta selva intrincada del lenguaje del auto.

Un artículo de los que he desflorado se titula «Spanish System». Está claro en qué consiste el tal: en la chapuza, el remiendo y el parche. Mi coche —un nervioso—, apenas me descuido, la emprende camino del taller, a que le apaguen una lucecilla roja que me alarma de continuo y sin motivo; y a que le suavicen la dirección, que, debiendo girar soplándole, se resiste de pronto a mis brazos con tozudez numantina. Pues bien, aún no se sabe, desde hace cinco meses, la causa de ambos percances: «Spanish system». Igual que en el lenguaje, los talleres donde forjan el habla del motor reciben productos de importación y los lanzan al comercio idiomático sin arreglo alguno, sin revisar sus piezas o poniéndoles otras de fabricación casera, tan averiadas como esas que, como muestras mínimas, hemos relatado.

Malpraxis

Instaurado el anglohelenismo praxis en la moderna jerga seudoculta, ya ha empezado a procrear. Y ha depositado un maléfico huevo en el nido sanitario, que, por definición, tendría que ser estricto en toda clase de higiene, incluida la idiomática. Llega a mis manos, en efecto, la circular que un comité médico dirige a sus colegas para fortalecerlos en el rigor del ejercicio profesional. Hay en ella, por cierto, recomendaciones que estremecen; así: «Ante medicaciones teóricamente iguales, emplear la de más garantías». Creíamos que eso no precisaba de exhorto alguno. Pero el profano que soy no entiende nada de tales misterios, y sólo observa que la lengua en que está escrita la circular necesita urgente internamiento entre alaridos de sirena. Por supuesto, no padece peculiaridades del comité, sino endémicas en la jerga empleada por gran parte de los galenos.

Abundan, claro está, en el pachucho escrito, vocablos de moda en la lengua general, como incidir, prioridad, en profundidad, valorar negativamente y otros culteranismos de la época; pero los hay estrictamente profesionales. El documento, verbigracia, insta, con singular alarde antropomórfico, al «estudio necesario de toda la patología que acuda al hospital». Según eso, no es un enfermo quien acude al hospital, sino su patología, esto es, el cortejo de todos sus achaques, dolencias y alifafes. Si geografía, ciencia de la Tierra, ha pasado a significar metonímicamente «territorio», más progresos ha hecho la patología, que no sólo designa la ciencia de los padecimientos, y hasta los padecimientos mismos, sino al paciente que los sufre. «Que pase la siguiente patología», pedirá la enfermera a quienes se agolpan esperando en el pasillo del hospital; o comentará el doctor en casa, al llegar extenuado tras una larga jornada de trabajo: «¡Qué de patologías he visto hoy!».

Figura también en la circular otro relativamente joven hallazgo de la parla clínica: el comité exhorta a hacer analítica para el estudio perfecto de los pacientes, acogiendo un vocablo que ha hecho furor entre los médicos. Ignoro el alcance de tal cosa, con nombre tan pedante, aunque supongo que significará «análisis» o «conjunto de análisis seriados». Y que habrá salido, economizando palabras, de «prueba, exploración (o algo así) analítica». Es voz cuyo equivalente no encuentro en diccionarios extranjeros, lo cual me inspira hondo consuelo: tal vez el término haya sido engendrado aquí, de modo que, si se extiende por el mundo, daría ingresos en divisas por royalty (o regalía, para que no se me enfade un lector a quien encrespó verme usar boom). Aprovechémonos, pues, de tanta inventiva científica, y acudamos a chequearnos nuestras patologías con una analítica en profundidad.

Pero el papel del comité me ha maravillado, sobre todo, por un vocablo que ignoraba por completo: malpraxis, hijo luciferino de praxis. ¿En qué consiste semejante cosa? He aquí contextos que lo dilucidan: «Ante actuaciones encaminadas a facilitar a los usuarios de servicios sanitarios (inciso necesario: no se trata de evacuatorios; ¿por qué no dirán simplemente “enfermos”?), las vías de reclamación y denuncia por posible malpraxis profesional…»; dada «la aparición en los medios de comunicación de algunos acontecimientos atribuibles a la malpraxis, que invitan a la opinión pública a valorar negativamente nuestro ejercicio profesional colectivo…». (Observemos que esto último significa «ejercicio profesional de un equipo de médicos que actúa conjuntamente»; pero el comité se refiere a toda la clase médica, en la que pagan justos por pecadores. Y eso no es un ejercicio colectivo).

Resulta muy claro, pues, que la malpraxis consiste en una mala práctica profesional, en una deficiente actuación por negligencia, descuido (¿o intención?). Como es natural se trata de un vocablo bastardo que en inglés han forjado como sinónimo de malpractice, utilizando el formante latino mal, que aquel idioma tomó del francés desde el siglo XVI para producir compuestos. El español creó verbos y adjetivos con el adverbio mal (como maltratar o malhechor), y nombres con el adjetivo malo, mala, concordado con el sustantivo siguiente (malhumor, malasangre); es decir, de acuerdo con su gramática. Pero en inglés, donde era un elemento extraño, mal- se empleó como formante culto, con su valor adjetivo, para producir nombres técnicos sobre todo biológicos y fisiológicos, y, claro es, sin concordancia. Tal vez, el primero que apareció fue malformación («defecto congénito de un órgano o de un organismo») frente a deformación («defecto adquirido»), documentado en inglés desde 1800, tomado en préstamo por el francés en 1860, y, de este idioma, por el español bastante más tarde: aún no figuraba en el Diccionario académico de 1939. Malformación ya era una malformación en las lenguas románicas, pero ello no ha impedido que el lenguaje médico haya prohijado otras del mismo jaez, con el adjetivo masculino mal y un nombre femenino, como malnutrición y malposición.

Y, ahora, esa malpraxis, horroroso mestizaje de géneros y de voces. Se explica que tales concubinatos se hagan en un idioma gobernado por otra sensibilidad lingüística, pero es aberrante que se acepte en los de linaje latino. Resignémonos, pues manda quien manda. Aunque a muchos médicos, maestros de humanidad, no debería faltarles algo de humanidades. ¿No bastaría, en este caso, que dijeran mala práctica?

Igual ocurre a ciertos clérigos, como aquellos a que me referí hace meses, redactores de un credo tercermundista donde se habla de la praxis de la caridad. Cuentan ahora con otra ocasión de lucirse, si aluden a la malpraxis de los fariseos y de cuantos bellacos en el mundo son. Porque ciertas mentes eclesiásticas gustan de bucear en los aledaños del lenguaje médico para hacer más apostólico el suyo. La bromatología, por ejemplo, ciencia de los alimentos, hace ventajosos préstamos a la ascética. Así, en el primer domingo de Cuaresma, se repartió en mi parroquia una hoja donde se insertaba esta útil instrucción. Decía: «El chef le recomienda su menú cuaresmal: ayuno de toda injusticia. Abstinencia de todo egoísmo. Precio: conversión del corazón». Y glosaba, como remate: «Un menú algo caro, pero muy rico en calorías evangélicas». Juzguen los lectores a qué ha llegado la expresión religiosa en la patria de los dos Fray Luis, de San Juan o Santa Teresa; de qué modo ha resultado absoluto el triunfo de Fray Gerundio de Campazas. Y cuán grande es la malpraxis en el manejo de uno de los más eficaces instrumentos con que la Iglesia opera en el mundo: la Palabra.

Mercadotecnia

Da la impresión de que el vocablo mercadotecnia, incorporado por la Academia al Diccionario como equivalente español de marketing, se abre camino, aunque sea a paso de procesión. Queda lo suficientemente largo y hasta pedante, como para que resulte aceptable y acabe triunfando. Vamos a tener, quizá, más suerte que los franceses, los cuales andan tanteando cómo adaptar aquella voz inglesa desde hace treinta años, sin que ninguno de los términos que se proponen logre arraigar. La Academia francesa condenó marketing en 1960, y patrocinó, sin mucha osadía, commercialisation; como es lógico, abogó ante sordos. Otros propusieron sublimes términos que, traducidos, serían «ciencia de los mercados», «técnicas comerciales» o «estrategia comercial». O soluciones tan raras como marchaison, mercantage, merxologie y hasta péripoléinisme. Lo nuestro de mercadotecnia está mucho mejor, y parece de recibo hasta el punto de que la Academia se ha atrevido a dar un paso más, y patrocina mercadotécnico, -ca para calificar lo relativo a esa actividad, y para denominar a quien la ejerce.

Parece conveniente, sin embargo, que se revise la definición con que mercadotecnia aparece en el Diccionario; éste se limita a decir que es «técnica de mercado». No yerra, pero explica poco, habida cuenta de que mercado figura, aparte otros sentidos que aquí no interesan, como «contratación pública en paraje destinado al efecto y en días señalados»; y como «sitio público destinado permanentemente o en días señalados, para vender, comprar o permutar géneros o mercancías». Obviamente, falta la fundamental acepción moderna de «conjunto de operaciones que se realizan entre quienes ponen mercancías a la venta, y quienes las compran». Es en este trajín donde actúan los mercadotécnicos. Y de modo absolutamente asombroso para quien va por la vida sólo de cliente.

En efecto, me aproximé a ese mundo, hace años, cuando una famosa industria de vinos me pidió que bautizara con un nombre de marca —que nominase: aquí sí que encaja bien ese verbo— uno que iba a lanzar, producido en La Rioja. Me resistí, creyéndome incapaz, pero me animaron ofreciéndome los auxilios de la mercadotecnia: quise probar qué era aquello. Se me depositó en el despacho medio metro cúbico de papel continuo de ordenador, que contenía, transcritas, en sus lenguas respectivas, las conversaciones mantenidas con diversos gourmets en varios países: agentes del mercadeo invitaban en Londres o en Nueva York, en Río o en Amsterdam, a aficionados a la buena mesa, y les hacían hablar de vinos. Enjuiciaban, como quien no quiere la cosa, los productos de la competencia —lo cual daba una pista firme sobre el espacio que podía ocupar el que ahora se lanzaba— y, sobre todo, se sacaba a colación qué forma de botella era más agradable a la vista y grata a la mano (cuello largo o corto, panzuda o asténica); y qué tipo de nombres gustaban más. Términos como viña, cepa o cuba, bisílabos y palurdos, eran rechazados por aquellos locuaces glotones; en cambio, recibían entusiasta adhesión como posibles marcas términos «test» del tipo Madrigal de las Altas Torres, Serranía de Córdoba o Señorío del Conde Duque de Olivares. Estaba, pues, claro, por dónde andaban los tiros: la marca buscada debía consistir en un nombre muy polisílabo, enfático, que aludiera a linajes, estirpes, lugares insignes o ilustres hazañas. Me documenté sobre La Rioja, su historia, toponimia, genealogías y acontecimientos. Tras muchas cavilaciones, di por fin con un nombre que respondía por longitud y esclarecimiento a tales supuestos. Semanas después, fui convocado a una reunión con los delegados de la empresa en distintas naciones, que ya lo habían sometido a discusión en otros almuerzos exploratorios con expertos clientes. Sus objeciones impusieron un leve retoque de una sílaba al término. Mientras tanto, un equipo de ingenieros estaba diseñando la botella destinada a acoger el caldo que aún está fermentando en las bodegas riojanas. Ya entonces, con el vino incubándose, la célebre industria sabía cuánto iba a vender, y dónde, con precisión casi absoluta. Y por ahí anda, cumpliendo seguramente con las expectativas previstas. Cuento la experiencia para que se aprecie la cantidad de tanteos, lucubraciones y probatinas que hay detrás de cada envase que luce en un súper.

De ahí que definir la mercadotecnia como «técnica de mercado» parezca insuficiente. Como mínimo, debería reconocerse que es el «conjunto de actividades que tratan de determinar y facilitar la implantación de un producto en el mercado, en función de la calidad, la demanda y la competencia, con intervención de las técnicas de encuesta, publicidad, promoción de ventas y distribución». Aunque esta definición sea, muy probablemente, perfectible.

«Play-off»

Por fortuna está casi a punto de resultar inútil este dardo, como todos, pero por razón distinta que los demás. Se pudo observar, al comenzar la actual Liga de fútbol con el sistema de clasificación cambiado, cómo los que aludían a éste empleaban gozosos y boquihenchidos el término inglés play-off: algo que seguiría a la recategorización de los equipos en tres grupos: el épico, de los que han de luchar por el título; el dramático, de los que pugnan por no descender; y el intermedio, destinado a tocar el caramillo. En la jornada del 5 de abril acabó esa etapa, con mi equipo, el Zaragoza, entre los seis roldanes. Se ha cumplido lo que llaman los folkloristas germanos das Gesetz der Dreizabl, la ley del número tres, según la cual, en esas distribuciones, el primer grupo es el principal; y el último, el más simpático; en medio quedan, entoldados y tibios, quienes no lograron puesto a proa y esquivaron la popa. Que resulte simpática la media docena en peligro nadie puede dudarlo: siempre lo es quien bordea el abismo.

Pero íbamos a lo del play-off. Entró en tromba en los medios de comunicación, aunque era término ya empleado para otros juegos; pero nada comparable a la potencia con que lo impulsó ser adoptado por el fútbol, y lanzado por el formidable aparato resonador que a éste rodea. Durante meses fue llevado en volandas por ondas y rotativas. Se paseó como un pájaro exótico por los cielos de la información, cautivando. Pero el asombro fue en disminución, a medida que el sufrido pueblo empezó a enterarse de qué era aquello. Y apenas decidieron ponerse de su parte unos cuantos informadores sensatos y prestigiosos. Esto es, cuando quedó claro que el extraño rótulo sólo significaba «segunda fase» o «fase final» del Campeonato. Acabáramos. Ha ocurrido igual que cuando, en un pueblo, un circo anunció la actuación de una troupe de liliputienses (mote atroz, acuñado por desalmados): la expectación del público se trocó en un, ¡oh!, decepcionado cuando aparecieron en la pista unos acondroplásicos.

El caso es que, hoy, ya a punto de empezar la nueva peripecia, los periódicos más responsables que he hojeado evitan nombrar el play-off, y se refieren al comienzo de la segunda fase. No ha ocurrido así en ciertas emisiones deportivas, donde han seguido empleando el vocablo inglés algunos locutores fieramente orgullosos de su calidad de «especialistas». Son los mismos que jamás, aunque los aspen, se referirán al Campeonato alemán de Liga sin denominarlo Bundesliga. Lo cual estaría muy bien si a los oyentes o lectores resultara evidente que, con ello, se refieren a la Liga de la República Federal, diferenciada así de la que se juega en la República Democrática. Pero Bundes no dice nada al aficionado normal, y lo de Bundesliga resulta ser una pedantería de lo más tonto.

Sea, pues, bien venida la segunda fase y alegrémonos de que el play-off emigre tras su invernada en la Península, islas, Ceuta y Melilla. Ese anglicismo no hacía falta, frente a otros, que son o han sido benéficos. Tal es el caso de la que creíamos españolísima sangría. Se pensaba que tal vocablo, en la acepción de «bebida de agua y vino, con azúcar, limón y especias», era simple metáfora, basada en el color de la sangría terapéutica, cuando J. Corominas lo puso en duda, y aventuró la posibilidad de su origen hindú. Ahora, en Cáceres —¡qué admirable Congreso de Historia de la Lengua ha organizado allí la joven Universidad extremeña!—, mi antiguo y querido alumno Francisco Marcos Álvarez, adelantado de nuestra cultura en Suiza, me ha dado a conocer su espléndido estudio sobre la cuestión.

Ocurre que la sangría refrescante no se documenta en España hasta 1803. Y que el inglés sangaree designa la tal bebida, por las Antillas y alrededores, a fines del siglo XVII. Los etimólogos angloamericanos creen que se trata de un hispanismo en su lengua; pero ¿cómo es posible que, por aquellas lejanías, llamasen sangaree, tomándolo del español sangría, a un brebaje desconocido en esta orilla? Obviamente, sangaree, para designar el vino limonado, hubo de forjarse en ámbito idiomático inglés, de donde lo adoptaron los colonos franceses de allá, como sang-gris. El padre Esteban Terreros introducía en su Diccionario de 1788 la palabra sangre-gris, maltrayéndola del francés, y la definía como «cierta bebida que han inventado los ingleses, y se usa mucho en las colonias inglesas y francesas de América».

Seguía, pues, sin ser conocido el término sangría para designar lo que entre nosotros se llamaba limonada de vino, aunque ésta debía de ser más elemental en su confección. Repito: sólo muy a finales del setecientos, la sangaree inglesa o la sang-gris gala empieza a elaborarse aquí y a denominarse sangría, por proximidad fónica y cromática, ahora en el camino de vuelta. Los yanquis y británicos que ahora la ingieren a chorro en sus correrías turísticas por nuestro país se sorprenderían al saber que fue cosa de sus antepasados, y no de los nuestros, esa pobre idea de estropear el vino y de embriagarse bobamente con una solución de vitamina C.

Queda sólo el problema de averiguar el origen del vocablo sangaree. Ya he advertido que los etimólogos más solventes lo derivan del vocablo español, que era muy anterior en la acepción médica. El profesor Marcos Álvarez, con encomiable tacto, no se pronuncia; pero nada extrañaría que, en el mosaico lingüístico antillano o de Luisiana, se acudiera a la palabra castellana para designar la bebida que por allí se acababa de inventar, adoptándola como sangaree. Con lo cual nuestra sangría (de las venas) habría pasado a Indias, donde cayó en flagrante ligereza, y se disfrazó de sangaree entre anglohablantes y de sang-gris entre franceses: el padre Terreros patrocinó ese disfraz (sangre-gris) en vano porque, cuando la bebida llegó a estas tierras, su nombre recuperó el cuerpo español, aunque habitado por un espíritu nuevo (de vino).

Estas sí que son aventuras vivificantes para el idioma, de las que sale enriquecido: y no la del play-off con que han estado crotorando y machando el ajo los voceros del fútbol.

¡Pobres hablantes, ya que no pobre idioma! En el Congreso de Cáceres, los medios por antonomasia nos han preguntado a unos y a otros: ¿Qué tal se habla en España? Pues, ¿cómo se va a hablar, si un concejal madrileño ordena paralizar una obra cautelosamente, confundiendo este vocablo con cautelarmente, según documento que me envía un amable lector? Y si, como me indica mi amigo el doctor Valdés-Hevia, lo de llamar usuarios (de servicios médicos) a los enfermos no es cosa del Comité a que aludía en el dardo anterior, sino que así los llama abundantemente la Ley General de Sanidad.

El idioma está bien, a Dios gracias, pero recibiendo tales tundas que tiembla el misterio. Aunque haya, a veces, reacciones saludables, como esa victoria que segunda fase está obteniendo sobre play-off.

«Alante»

¿Osaré confesar que aborrezco las corridas de toros, ahora que su defensa alcanza rango numantino frente a una insoportable injerencia europea? Aun a riesgo de sufrir condena, las aborrezco. Aprecio, cómo no, algunos relámpagos de belleza que ofrecen, pero me aburre mortalmente el resto. Y me estremecen, a menudo, como escenario de pasiones. Tal vez arranca mi aversión de una tarde de feria en Huesca, el año 1947, con Manolete en el cartel. El sol de agosto aplomaba la pequeña plaza, pero, lejos de hundirla, excitaba la avidez del público, ansioso de comprobar la proclamada decadencia del diestro; andaba agobiado, se decía, por el empuje de un lidiador más joven y poderoso. Aquel ídolo era rico en hacienda y gloria; estaba ya maduro para ser derrocado. Se le amaba con ese odio que profesa el plebeyo cansado de ver triunfar.

A ver qué hacía. Seguro que iba a reservarse para plazas de más tronío; allí iría sólo para arramblar con media taquilla. Eterna escama de los menores. Salió su primer toro; transcurrió soso el ceremonial que precede a la muleta. Manolete, con ésta armada por la espadita de madera, se dispuso a la faena. Iba apagándose el bullicio, mientras el diestro, con paso tardo y firme, se dirigía a la fiera; ante ella se paró y, muy cerca como solía, la instó al primer pase. Cesó por completo el zumbido de los comentarios, en espera del prodigio o del fiasco. Y, en aquel instante de silencio casi cartujo, suspendidas las respiraciones —«todo, la suerte o la muerte / pende de un hilo sutil»—, un desalmado, el miserable de todas las multitudes, lanzó al torero, mucho más hiriente que una piedra, la injuria que había incubado en su corazón: «¡Hijo de p…!». Cayó sobre el redondel como un trozo de firmamento que se hubiera desprendido; algunos alzamos una protesta civilizada y, por tanto, sin clamor. Manolete recibió el insulto como un rejón, encegueció, se metió entre las astas con muletazos ebrios, dramáticos, porque no era ágil su contextura ni hecha para el desabrimiento. Estaba claro que no le hubiera importado morir; tal vez, que no le importaba morir. El público enloqueció de entusiasmo. Dieciocho días después, el gran matador se topaba con Islero en Linares.

He vuelto poco, desde entonces, y siempre por compromiso, menos ahora. Estando en Sevilla, ¿quién que no la conozca se resiste a la Maestranza? Y, ese día, con Curro Romero y Espartaco. Lo asombroso de Sevilla es cómo sobrevive a los tópicos. Ha podido perecer un millón de veces, a golpes de rocíos, santas semanas, trianerías y macarenas. Pero ocurre que, al palparlo, cuando se espera tocar cartón, todo eso late, vive y es real y verdadero. Así, la Maestranza en tarde de toros, con el graderío henchido bajo los altos arcos. En ningún lugar puede admirarse mejor que allí la perfección del círculo. Digna es de ella la racional corona de la arquería.

Se arrancó el joven Espartaco a aguardar al burel arrodillado ante el chiquero; el centro del ruedo se desplazó con él, levantando remolinos de expectación. Y en aquel punto lo atropello aquel enorme y negro viento, medio apuñalándolo y pateándolo. Se levantó aturdido y rabioso, sangrando con una brecha en el parietal. Un reguero rojo entintaba insidiosamente el oro del terno. El bicho, en tanto, se había ido loco hacia un burladero; chocó con estrépito, y un cuerno, desde la cepa, se le desprendió al albero. También su sangre, a borbotones, manchaba el oro de la arena. Al instante, ya estaban reunidos torero y toro, alucinados de dolor, manando sangre de las cabezas, con el capote por medio. Debieron de seguir lances emocionantes; yo, harto tuve con sosegar el estómago.

Pero antes había ocurrido lo bufo, tan cercano siempre de lo patético: Curro Romero, de quien Sevilla aguarda cada tarde el milagro. Ese que algunas veces hizo, sacando del trapo verónicas portentosas y naturales augustos. Su decadencia es clamorosa ahora, y los devotos acuden a sus citas con fe macilenta. Cumplido el trámite de picas y banderillas dio muestra inmediata de que aquel no era negocio suyo. Alargó cuanto pudo el brazo —telescópico lo hubiera querido—, y envió con la punta de la muleta un remoto mensaje al toro, mientras encogía el cuerpo y echaba hacia atrás la grupa poniendo la oronda seda a punto de reventón. Entonces, visible en aquellos segundos la desgana de Curro, un caballero a mi lado le espetó con voz extrañamente afectuosa: «¡Así se torea! ¡Echao p’alante!». Ya no me interesó el resto de la faena, caricatura del toreo, el cual, como el amor, requiere años gallardos y menos seguridades. De toda la corrida, sólo me valió la pena aquel «echao p*** NO HAY ***alante» del vecino, tan oportuno, tan justo en la ocasión, prodigio de lenguaje ceñido a la circunstancia: empujón benemérito a la carcajada. (¡Tan distinto de aquel horror de la plaza de Huesca!)

Desde el siglo pasado, por lo menos, anda por los arrabales del idioma ese alante, como sustituto apresurado de adelante. El cual, como todo vulgarismo, puede serlo o no. Porque hay ocasiones en que lo trivial esplende; sucede normalmente cuando se desliga de su propio ámbito, y alguien lo integra adrede en una intención no vulgar. Es decir, si aparece claro que está allí como invitado, y no por su derecho. Se expresa con vulgaridad quien denota no poder hacerlo de otro modo. Y eso, tanto si deambula por lo suburbial como si se encarama a la pedantería (ápice de lo trivial). El caballero que, mostrando en su tono cariño y admiración a Curro, le elogiaba con ironía amable aquel echarse p*** NO HAY ***alante, lograba comunicar con este vulgarismo sus complejos sentimientos (afecto, desencanto, reproche, sevillanísima coña) al torero —que, sin duda, lo oyó—, más dolorosos que un insulto.

Lo insufrible es lo vulgar campando a sus anchas por su medio. «Lo vulgar —escribió Víctor Hugo—, es un viejo Narciso que se adora a sí mismo, y que aplaude lo vulgar». Repele cuando se encapsula con la pretensión de que todo cabe en su propia limitación. En el caso del lenguaje, cuando el usuario piensa que su pobre idioma es la única posibilidad de la mente. (Otro es el caso de quien, por inculpable falta de instrucción, no sabe hacerlo más que así). Y también, cuando la zafiedad se emplea para captar al oyente suponiéndolo zafio. Es el caso del -ao por -ado que prodigan muchos políticos («Hemos llegao a un punto…,»), o el «Estar seguros que mi pulso no temblará». Pero tal trampa merece otro dardo.

Este se dirige, tomando apoyo bien lejano en la Maestranza, a ese alante que está asomándose a los medios de comunicación con ya tenaz insistencia. Choca mucho oírlo por televisión, en transmisiones deportivas: uno de sus habituales y, supongo, más distinguidos comentaristas lo emplea con pertinacia. Su modo preferido de decir que un jugador avanza es que «se va alante». Recluido en su ignorancia, entiende que con ella abarca el mundo entero. Pero he aquí que ya he visto el vulgarismo, dos días seguidos, escrito en sendos diarios de difusión nacional. Uno afirma que las conversaciones con los Estados Unidos «no pueden seguir alante mientras…»; el otro, que «más alante habrá nuevas huelgas en el sector».

Son casos preclaros de vulgaridad orgullosa, ofensiva, segura de sí misma, adorándose. Como la gallina, creída de que en su vuelo consiste todo el volar.

«Soft» y «hardware»

Según insistentes y fiables rumores, estaremos pronto cableados, del verbo cablear, que no obedece a un mero trueque de consonantes líquidas. He hecho averiguaciones someras acerca de ese inmediato porvenir, y no resulta tan inquietante como el vocablo sugiere: se trata de que todos los vecinos de la ciudad seremos conectados por cable a centros informáticos, de tal modo que, para saber en qué día estamos o el nombre de nuestro concejal, bastará apretar una tecla y mirar la pantalla. Otras muchas cosas podrán averiguarse de tan sencillo modo, que renuncio a enumerar para no cercenar la imaginación del lector.

Me he asomado muy tenuemente al mundo de los ordenadores. Ejercen éstos sobre mí seducción acompañada de temor. Pacientes vendedores me han hecho demostraciones de su utilidad, y hasta me han permitido manejar el ratón. Me he enterado así de noticias muy interesantes: la fórmula del ácido trioxibenzoico, dónde nació Iván Goncharov, la extensión del departamento boliviano de Chuquisaca, expresada en kilómetros cuadrados, y hasta mi edad actual, apenas marqué en el teclado el año de mi nacimiento. Esto último me resultó particularmente espectacular, por la rapidez y exactitud de la respuesta. A pesar, sin embargo, de hechos tan alentadores, no acabo de decidirme, y prefiero aguardar a que el Ayuntamiento, o quien sea, nos cablee. Pudiera ocurrir, en efecto, que el resto de mi vida se consumiese en atiborrar de datos el ordenador, y que me fuera preciso renacer, cosa poco probable, para utilizarlos. Prefiero desaparecer del mundo engrosando las filas de la última generación desinformada; esto es, del segundo Neanderthal.

No significa esto que no admire máximamente tal invento, en el cual se funda el progreso actual y futuro. Mi pusilanimidad ante él es la misma que me impide practicar el aerobic, sorber litronas o frecuentar discotecas: me pasó el momento. Pero he apreciado sus ventajas, en Universidades extranjeras —varias de las nuestras ya las proporcionan—, localizando en un instante datos bibliográficos que me importaban, y hasta alguno mío, ya descolgado de mi memoria. Sin embargo, desearía ahorrarme lo sucedido a uno de mis alumnos, que, ya hace cinco años, llevaba muy adelantada la tesis doctoral. Para darle el empujón definitivo adoptó la decisión de comprarse un ordenador. Pude recomendarle uno que acababa de ver, de excelentes hechuras y buen precio. Si esto ocurría un lunes, el martes me dio noticia de la adquisición, junto con la de cuatro o cinco tratados para aprender su manejo. Pasó el tiempo sin que diera señales de vida. Al fin, me ha visitado: al salir del túnel de una profunda depresión, había renunciado a doctorarse. Y se instaló como astrólogo informatizado. Cuenta con una nutrida y selecta clientela, que le permite vivir mejor de lo que nunca soñara como filólogo. Haciéndose pasar por hindú —no sé por qué—, e introduciendo en la máquina los datos del consultante como input, ella vaticina, como output, los impuestos, éxitos, contrariedades, ligues, viajes y demás eventos que acaecerán al cliente en los próximos tres años. Confía en mejorar pronto la fiabilidad de sus profecías, perfeccionando el software.

Lo acaecido a este muchacho ha sido determinante para mi inhibición. Y ya ha saltado en este escrito el software, al que añado ahora el inseparable hardware, vocablos capitales del computer. Mientras éste ya ha sido barrido en España (vivía como computador o como computadora, que nunca se le averiguó el sexo), y lo ha sustituido el galicismo ordenador (los italianos prefieren decir elaboratore elettronico), sus dos hijuelos sobreviven pronunciados como Dios da a entender a cada hispano que los usa. El primero ha sido acortado en soft; tal vez sufra idéntica mutilación el hermano, pero aún no he oído hard.

Nadie ignora —¡tanto se ha repetido!— que hardware significa «quincalla» o «quincallería», de ware «artículos (manufacturados)», y hard «duro». Fue el término que, en 1947, eligieron los técnicos norteamericanos para designar el conjunto de aparatos y dispositivos que constituyen lo tangible del ordenador, lo que se ve y se toca: su parte material.

Algo más tarde, en 1966, hubieron de dar nombre a lo impalpable, a lo que gobierna el laborioso chisme, a la interna sustancia gris que da las órdenes al hardware, y, por broma, empezaron a llamarlo, pues era «lo no duro», con un compuesto de soft, «blando»: software, que no tiene sentido alguno. La pareja quedó así constituida, y empezó a rodar por las lenguas con su rara catadura y su significado intraducible. En Francia se intentó adaptarla como quincaillementaille; o informate, para hardware, y périphériques, ensemble fonctionnel o intellectronique, en el caso de software. Tanteos, en verdad, poco afortunados, hasta que nuestros vecinos parecen haber alcanzado acuerdo en torno a los términos propuestos por la Comisión de Defensa de la Lengua, aceptados por la Academia Francesa, y sancionados por el Journal Officiel, en enero de 1974; son matériel y logiciel, respectivamente. En Italia son usados abundantemente los dos vocablos angloamericanos, pero el gran diccionario Zingarelli, de 1986, habla de componenti fistche y componenti logiche: este último se define como «conjunto de los lenguajes y de los programas que permiten desarrollar la elaboración de un sistema». Repito que, sin embargo, se prefieren las palabras de origen, y hasta se ha creado allí el término, un tanto estremecedor, de softwarista para llamar al programador. De igual modo se mantiene la software house para la empresa que elabora programas de ordenador, designación evidentemente menos incómoda que la francesa société de services et de conseil en informatique, también impuesta por el diario oficial.

Nuestra Real Academia de Ciencias optó, en su diccionario de tecnicismos, por soporte físico y soporte lógico, que parecen excelentes soluciones. Pero el uso más extendido parece irse decantando por designar imprecisamente por ordenador al conjunto de los aparatos, esto es, el hardware. La Española, en una de sus últimas sesiones, al igual que otras Academias hermanas, entre ellas la de Colombia, ha acordado llamar a este componente material del ordenador con el término genérico equipo, puesto que consta de varios aparatos y dispositivos; y con el de programa(s), de empleo hoy común, el software. Son vocablos, obviamente, de gran polisemia, pero esa dificultad no ha impedido a los franceses aplicar el término matériel, como hemos dicho, a lo mismo que nosotros podemos denominar equipo.

Quizá la propuesta académica sea objetable, pero una precisión absoluta resulta imposible. Y dado el carácter convencional que poseen las palabras, vale más un mal acuerdo que el desorden y la diversificación. Estamos aún a tiempo de conseguir, en este punto, una solución aceptable en todo el ámbito del idioma, a poco que ayude la publicidad de los ordenadores, y si los informáticos hispanohablantes cooperan. Hay tecnicismos de tan estricta especialización que apenas si vale la pena hispanizarlos; al contrario, su mantenimiento ayuda a una mejor expresión y comprensión entre los científicos de diversas lenguas. Pero otros, como éstos, alcanzan tal grado de difusión —sobre todo cuando nos cableen— que parece necesario incardinarlos en cada idioma con una faz familiar. ¿Veremos triunfar, en todo el ámbito hispanohablante, equipo, junto a programa, programación, programar, programador, empresa programadora, ya en uso? Sería un pequeño, pero significativo, triunfo en defensa de la unidad idiomática que tanto nos importa.

Parámetro

El Diccionario ofrece sorpresas, saltos de liebre, en los recovecos más impensados. Me había empezado a herir el ojo y el oído tanta directiva como estos días soban locutores y reporteros, a propósito del propósito de liberalizar el transporte aéreo en la CEE: «Felipe González dijo en Luxemburgo que España está completamente a favor de la directiva comunitaria»; «España no acatará el espíritu del Acta Única si la CEE intenta de nuevo aprobar una directiva sobre liberalización del transporte aéreo que se aplique al aeropuerto de Gibraltar». Y así, mil insistencias diarias. Mi inquietud se había avivado con la carta de un amable lector, en que me enviaba fotocopia de un documento oficial de un Ministerio nuestro, plagado de directivas. Y ya me había arremangado los puños de la camisa para arremeter contra lo que juzgaba desatino en fase germinal, cuando abro el Diccionario académico y compruebo que concede a directiva la acepción de directriz, esto es, «conjunto de instrucciones o normas para el ejercicio de alguna cosa». Ya aparecía en la edición de 1970 (no en las anteriores), con lo cual ni siquiera se le puede atribuir niñez.

Por tanto, quienes, de seguro, están traduciendo a mocosuena el inglés directive por directiva, y no por directriz o directrices, que sería mejor, cuentan con el respaldo de la Academia, la cual, hace ya veinte años, tuvo motivos bastantes para registrar esa acepción, procedente del inglés o del francés. No hay, pues, razón para rezongar, aunque fatigue el olvido del sinónimo mencionado, que va a ser suprimido del idioma a golpes de organismos internacionales y de Ministerios de casa.

También el italiano ha acogido esa direttiva; tal vez el admirable, el ínclito idioma hermano, se anglosajoniza más intensamente que el nuestro. Pero, a su vez, posee capacidad contagiosa. En los últimos lustros, nos coló, por ejemplo, ente en el sentido de «organismo, normalmente público»; o peatonal, formado mediante calco de pedonale (pedone, «peatón», más -ale).

Entre las últimas voces que nos han llegado por el Mediterráneo, hay dos de rutilante moda. Comanda es la una; la otra, parámetro. Hasta hace poco, en los restaurantes se pedía. Y se reclamaba al camarero, si tardaba, porque no nos servía. Se ha refinado tanto el arte de comer que tales fórmulas han quedado zafias. La nutrición se ha incorporado al ámbito de la cultura, que, como tal, cuenta con una vertiente popular (apoteosis autonómicas del salmorejo, la morcilla y el comistrajo ancestral e indígena), en la cual sirve el lenguaje empleado para todo trote; y otra selecta y gentil, precisada de una liturgia idiomática que la haga esplender. Componen la carta de esa culinaria culta platos ininteligibles, sugestivos por eso mismo: «Lomitos de merlan a la salsa de jengibre»; «Endives (porque en francés se escribe así; y desprecian el español endibias) rustidas con Roquefort»; «Suprema de gamo a la moda de Frankfurt». Pero el toque de máxima distinción lo da la anteposición galicista del artículo a los títulos de cada sección («Las entradas»; «Las carnes»; «Los pescados»; «Los postres»…), y, aún más, al nombre de cada plato: «La tosta de salmón y puerros silvestres».

Pues, bien, lo de comanda se usa desde el nivel de los tres o cuatro tenedores. «¿Han hecho la comanda los señores?», pregunta el camarero, mientras escancia un chorrito de aperitivo que sirve la casa para ir emitiendo jugos. Pero no, no se ha hecho la comanda, y llega el maître para tomarla. «Se retrasa la comanda», le reclamamos a los veinte minutos, cansados de dar furtivos y vergonzantes pellizcos al pan de cada día, ya agotadas las bicoquitas saladas y la mantequilla.

Ahí queda, clavado en el ceremonial gastronómico castellano, ese italianismo flagrante. Que alcanza sublimidad si comandamos fettuccine, cotoletta alla milanese y dolci al cuchiaio, regados con Chianti. Un vocablo como petición o pedido, tan sencillo, u otro más rebuscado, como demanda, harían buen papel en los templos de la gula; pero, al fin, de ellos no sale. Más incordiante es el otro vocablo transalpino a que aludía: parámetro. Y no porque lo sea en su origen: al contrario. Nuestro Diccionario lo define así: «Variable que, en una familia de elementos, sirve para identificar cada uno de ellos mediante su valor numérico». El excelente Webster dice más o menos lo mismo: «Constante arbitraria que caracteriza mediante cada uno de sus valores particulares a los miembros particulares de un sistema». No es, pues, un término para ser traído y llevado en lenguas comunes; la mía, que lo es, no se atrevería.

Pero los políticos y sus voceros le han perdido el respeto. Dicen, por ejemplo, y se quedan tan panchos, que «la presión tributaria es mayor que en el resto de Europa, si se mide con parámetros que no son los de Hacienda»; o que «disminuiría el fracaso escolar si se aplicasen otros parámetros». ¿Qué quieren significar? Algunos aprendieron a decir eso en Italia, sobre todo en círculos políticos, durante la época de oposición al franquismo (junto con otras muchas cosas de la misma área léxica), y se lo trajeron a esta orilla para engalanar su dicción.

Fundo el origen italiano de esa extraña acepción en que sólo la hallo en diccionarios de tal lengua, y no en los del francés o del inglés. Se define en alguno de aquéllos el parámetro, junto con su acepción técnica internacional, como punto de referencia, criterio de juicio, en contextos como «Giudicare segondo un parámetro» o «Mi manca un parámetro valido per fare confronti». Pedantería excelsa, ya que punto de referencia o de vista valdría lo mismo, y bastaría muchas veces con criterio; en español, al menos. Aun se emplea en aquella lengua con otros valores, como con el chocante de «nivel salarial», que no hemos visto reproducido entre nosotros. Pero todo se andará, y el sindicato que decrete huelgas salvajes para que tales o cuales funcionarios pasen del parámetro cuatro al tres, se apuntará un récord de afiliación.

Visceral

Chorrea ardor sobre Madrid esta tarde dominical de fines de julio. El aire pesa inmóvil, y suspende el aliento a todo el censo. Sólo unos cuantos automóviles se apresuran por la calle, y algunos motociclistas que, de cuando en cuando, pasan a escape libre proclamando estruendosamente lo turbio de su linaje. ¡Qué plenos, qué realizados deben de sentirse sobre el sillín, lanzando su estrépito hormonal contra oídos que, esta tarde, hace más delicados la somnolencia! ¡Qué inmenso poder el suyo, exhibiendo magnífica su presencia sobre el asfalto desierto y blando!

¿Podemos calificar su alarde de visceral? Siento duda al leer en el Diccionario que víscera es «cada uno de los órganos contenidos en las principales cavidades del cuerpo humano o de los animales». No parece que aquellos horribles rafagazos de ruido procedan de una cavidad, antes al contrario. Y, sin embargo, deben de ser vísceras. Todo apunta —luego lo veremos— a que lo sean, y entonces convendría ensanchar la definición académica.

No era víscera un vocablo frecuente en nuestro hablar cotidiano. Preferíamos entraña(s), o el nombre de cada una, estómago, corazón, riñón…, sobre todo en los guisos. Impresionaría comerse una víscera, porque parece más de mesa de autopsias que de culinaria. Menos aún se ha usado esa palabra, o el adjetivo derivado visceral, en sentido figurado. Las entrañas y sus cálidas variedades sí, haciéndolas responsables de actitudes y sentimientos íntimos. Carecer de entrañas o de corazón o de estómago es antiguo y acreditado modo de hablar; como lo es el empleo de tal casquería para referirse al valor: tener corazón, hígados o redaños, y, sobre todo, aquello de la presunta cavidad (o sus metáforas, tipo agallas: no hace falta recordarlas).

Pero, repito, víscera no había producido sentido figurado alguno, hasta hace pocos años, en que empezó a hablarse de actitudes, odios o comportamientos viscerales, queriendo significar que proceden de un fondo irracional incontenible. Se trata, claro es, de un extranjerismo, un galicismo en este caso, que también el italiano ha recibido. Pero mientras, en esas lenguas, tal adjetivo parece libre de connotaciones referentes a ninguna víscera concreta, me parece percibir en los usos españoles una insidiosa referencia a las que estimulan los ruidos del motociclista. Maravillosamente puedo confirmarlo con una sentencia judicial de hace seis años, que acaba de llegar a mis manos, sin que el tiempo le haya mermado autoridad.

Es tan explícita y bien fundada, tanto he gozado con ella, que, acogiéndome a la sentencia escolástica, según la cual el bien es difusivo, no he resistido el deseo de compartirla con mis lectores. Fue ocasión del litigio una asamblea en determinada empresa: en ella, un empleado aludió al jefe de personal ausente, llamándolo «el socialista de Caparros» y añadiendo que «si tenía c…», acudiera allí a explicar su comportamiento. El señor Magistrado de Trabajo, estimando que sólo un ánimo de injuria podía dictar tales palabras, condenó al malhablado a quince días de suspensión de empleo y sueldo.

Pero había que justificar el fallo de modo persuasivo, entrando en los recovecos de la psicología y la sociología hispanas, y éstos fueron los considerandos: «En un país tan primario y visceral como es el nuestro, en que todos los atributos relativos a la virilidad gozan de una primacía popular sobre los relativos al intelecto, el poner en entredicho el valor de un hombre, con alusión expresa a aquellas glándulas, consideradas secularmente como acervo mágico de las actitudes gallardas, revela una paladina intención de descalificarle socialmente en la parcela de su identidad de mayor resonancia para su reputación personal».

No cabe duda, pues, de que el Magistrado consagra esa relación unívoca entre lo visceral y las glándulas del ser varonil. Y de que, al poner en entredicho el ofensor que el señor Caparros las poseyera, estaba ridiculizándolo ante un país tan visceral, tan glandular como el nuestro.

Tiene razón el togado al calificarlo así, y aprovecha bien la reducción semántica que está recibiendo el vocablo, claramente machista; tal reducción sugiere que las mujeres carecen de impulsos viscerales. Lo cual es falso de remate. De ahí que los idiomas francés e italiano, mucho más equilibrados en el tratamiento de los sexos, carezcan de tan inexacta y parcial limitación.

Si vuelve el lector los ojos al texto transcrito, podrá admirar la acertada queja por el hecho de que nuestro pueblo otorgue primacía a las vísceras por antonomasia sobre el intelecto; de lo que se sigue, justamente, nuestro endémico atraso científico-técnico. Y se asombrará también de la briosa audacia del estilo, capaz de esa metáfora egregia que convierte «aquellas glándulas» en «acervo mágico» de las actitudes y reacciones gallardas. ¿Un Góngora, un Paravicino? Simplemente, un inspirado licenciado en Derecho.

Pero su sentencia no acaba ahí, sino que le añade algo de suma enjundia moral; alude, en efecto, a «la desgraciada propensión de algunos de nuestros ciudadanos de entender la democracia —y el régimen de libertades que ella comporta— como una patente de impunidad para injuriar y escarnecer a sus contrarios». En estos tiempos, tan dados a desprestigiar la justicia y a los jueces, estas palabras refulgen con brillo especial, por su cordura y civilidad. Me gustaría, no obstante, que esa censura incluyese también a los miserables que, esta tarde abrumadora de verano, y, lo que es peor, todas las noches, circulan atronando adrede con sus motos la ciudad.

Visceral y su abstracto visceralidad: no son malas adquisiciones para nuestra lengua, siempre que no destierren —lo que ya está ocurriendo— otros modos de decir lo mismo. Un odio, por ejemplo, puede ser irracional, profundo, incontenible, incontrolable, sarraceno y mil cosas así; no necesaria y aburridamente visceral. Lo poco usado de víscera confiere, además, a aquellos vocablos un halo de pedantería que jamás han rehuido los franceses. Los cuales, en el restaurante, piden la addition (sí, también la compte), mientras nosotros nos conformamos sólo con la cuenta semianalfabeta.

Con todo, hemos de estar alerta contra la tendencia, judicialmente demostrada, a la localización monográfica de lo visceral: acabaría haciendo inútil la importación, pues habrían de rehusarla todas las personas, comedidas y de palabra culta. Conviene, por ello, que, al utilizar el galicismo, pensemos en cuanto albergan pecho y panza, es decir, en las entrañas propiamente dichas —las del Diccionario— de donde proceden los sentimientos irrefrenables. Sería fatal para el porvenir del vocablo que se llegara a hacer las cosas «por vísceras».

Jefe

Larra, cuyo sesquicentenario (1987) no estamos celebrando, se alarmaba porque los hijos empezaban a tutear a sus progenitores en su época. Pero las costumbres evolucionaban lentamente antaño, y mis padres aún usteaban a los suyos. Fuimos mis hermanos y yo quienes instauramos la modernidad en nuestra progenie. Sin embargo, apenas superé «la baba y moco» —Quevedo dixit—, jamás dije papá o mamá para aludirlos ante terceros que no fuesen mis hermanos, aunque sí para dirigirme a ellos. Los niños ricos o redichos, especies a mí ajenas, hablaban, en cambio, de mi papá o de mi mamá, o, ya colmo de lo fino, de papá o de mamá sin posesivo. Mis hijos hacen —creo— lo que mi mujer y yo hacíamos, según el uso que parece más extendido. Referirse a (mi) mamá o a (mi) papá se juzga horterada insigne. Pero pocos adolescentes ricos o redichos hablan actualmente de sus papás, y apenas de sus padres: se ha difundido entre ellos, como epidemia relámpago, aludirlos como el jefe y la jefa.

Lo observé el verano último allá donde me tuesto. Recalo sobre las ocho de la tarde en la cafetería juvenil a obsequiarme con una horchata. No tardan en ir llegando; ¿de dónde? Varía. Proceden unos de largas siestas que reponen la habitual trasnochada. Otros emergen del mar, de las tablas con vela, donde, en tres horas de lucha con el viento, han logrado mantenerse erguidos seis minutos. Abundan los que traen los textos de asignaturas suspendidas: vienen de repasarlas con exóticos profesores de playa; el rollo, dicen. Predominan las amazonas y jinetes de motos, por supuesto castradas de silenciador. Están morenos, y bien nutridos aunque esbeltos; raramente brilla en los ojos de alguno la luz del entendimiento.

Se empujan, bullen, se soban (¡cuánta iniciativa femenina!). Emiten flatos con apariencia de lenguaje, y, de cuando en cuando, surge el comentario del nene o la nena: «El jefe se puso energúmeno»; o «La jefa, no hay quien la entienda».

El jefe y la jefa; jefes en Babia, mamelucos y siervos de aquella manada que nutren. Porque tales nombres no son empleados por los nenes como consigna rebelde frente a una autoridad auténtica o insufrible, sino justamente por lo contrario: para declararla irrisoria, inexistente: simple badén que se orilla por un extremo.

Otra degeneración del vocablo se detecta hoy en medios bien diferentes: entre taxistas (¿Por dónde vamos, jefe?), conserjes (Eh, jefe, ¿a quién busca?), camareros (¿Puede pagarme, jefe?) y otros oficios de este jaez. Me lo oí llamar, por vez primera, hace muchos años, en una estación soriana de gasolina. Hasta las briznas de hierba estaban estuchadas de hielo; el viento de Urbión cortaba como una cizalla; era la hora del lubricán, para amenizar el cuadro. Salió de la caseta el gasolinero, arrebujando su tiritona en zamarra, tapabocas y mitones; un gorro de lana se le hundía hasta el bosque de las cejas. «¿Cuánto le pongo, jefe?» Súbitamente, me acaloró un ramalazo de indignación, y sin pensarlo contesté: «Lleno, esclavo».

Fue una respuesta miserable, lo comprendo; y más cuando, con ira no aplacada por su falta de reacción —¿me había entendido?— le hundí otra puya: «Qué, ¿congelado? En el coche no se puede aguantar de calor».

Fue digno de homicidio, y, si lo cuento, es para limpiar mi alma con la confesión vocal. Pero nunca me habían llamado así, y lo juzgué ofensa. Más tarde observé que era moda menestral y sin malicia. Ahora, cuando alguien me llama jefe, me limito a exhortarle fraternalmente para que no vuelva a hacerlo. Suele respondérseme con un silencio asombrado.

La degradación de jefe no es banal. Deriva esa palabra del francés chef, y éste, del latín caput, «cabeza»: el remate con que se gobiernan desde un pueblo hasta una oruga, trasmutado socialmente en jefe; y ahora humillada la voz para designar a papás indefensos o a clientes o a desconocidos de cualquier graduación.

Malo, muy malo, es que un pueblo rezume tanto igualitarismo. Que se descabece. Lo igualitario no equivale a lo igual. Esto, lo igual, evoca un origen predeterminado por naturaleza o manufactura: así nacen dos árboles, dos mellizos, dos monedas, dos ciudadanos ante la ley… Resultan, en cambio, de un designio igualitario dos personas de diferente talla, a una de las cuales se acorta el artificio para emparejarla con la otra: el catedrático y el bedel, el médico y el enfermo, el padre y el hijo, el ignorante militante y el competente por libre, el servidor de oficio y el usuario: todos jefes.

Larra entró en un café, y el mozo lo trató con confianza. Él le reconvino: «Sirva usted con respeto, y no se chancee con las personas que no conoce y que están muy lejos de ser sus iguales». Pudo reaccionar así porque aún no había llegado el igualitarismo. Aunque él, en sus quejas, lo creía. Aquí lo querríamos ver.

Parafernalia

Alguien con puesto en televisión ha exhibido recientemente sus ascos y bascas ante el paralizante «purismo académico», oponiéndole la radiante apertura que el medio hacía —o iba a hacer, no recuerdo bien— a la parla de la modernidad. Cuando uno habla de «lenguaje académico», «purismo académico» y cosas así, debe temerse su propia perlesía contraída a la altura de un siglo atrás, antes aún de que el gran Rubén rezara su letanía. Pues es el caso que, si a tal caballero se le preguntan los grandes nombres de la literatura actual, y los conoce, seguro que varios los tiene allí, en la calle de Felipe IV, y no aquejados de pureza idiomática y de otras angosturas meníngeas. Pero luce mucho el desdén para aforrar la ignorancia, y es conjuro eficaz el mote de «purista» echado como sal a los ojos del que observa.

¿Mereceré tal dictado si saco del bolsillo algunas de esas luces con que alumbra la televisión el nuevo idioma? Y digo del bolsillo, porque siempre llevo en él trozos de papel donde apunto mis traumatismos. En ropa del verano, me ha aparecido uno que juzgo apasionante. Dando cuenta el telediario de aquel desprendimiento de lava solar que nos hundió en agosto, comunicaba la insuperable temperatura de Barcelona: «Treinta y ocho grados con seis centígrados». Se le enrojecieron los colores a la pantalla, y supuse que ofrecerían disculpas; no las hubo, y aquel busto locuaz ha seguido disfrutando de libertad de expresión.

Otro día —hace menos, porque estaba en una chaqueta de entretiempo—, glosando las andanzas de una lustrosa, ya que no ilustre, visitante, Bo Derek, la voz de fondo informó de que, apenas entró en su hotel, «se sumió en la claustrofobia del ascensor». Una sugestiva pieza del idioma neohispano con que vamos a comparecer ante el mundo en 1992, año redentor de nuestros atrasos.

Como hasta esa fecha singular no cesará el calvario histórico del país, he aquí que nos ha sobrevenido la peste equina. Parece que unas cebras africanas trajeron esa pupa, que ha adelantado el disfrute de su paraíso a tantos asnos, mulas y caballos compatriotas. Pero los expertos no anduvieron acordes, en un principio, sobre el origen de la epidemia, y el telediario, persiguiendo siempre la noticia, explicó la opinión de que se había introducido «gracias a la importación de productos alimenticios angoleños». Como si esa catástrofe fuera un hecho venturoso, digno de 1992. Es cierto que el Diccionario apoya tal empleo, pues da esta definición de gracias a: «Por intermediación de, por causa de, una persona o cosa». Es una cabezada homérica; María Moliner lo explicó bien: «Se emplea para expresar la cosa o persona que ha sido causa de que ocurra algo bueno o se evite algo malo». Es así como, hasta ahora, ha empleado o emplea tal locución prepositiva cualquier hispanohablante, pero televisión hace la mamola al «purismo académico», y avizora el futuro.

Me aparece otro andrajillo del medio, a la vez que un colega me manda una nota alarmada con apremio y urgencia. Compartimos, pues, el sobresalto cuando el informador habló de «la Cruz Roja y la Media Luna Roja, organización homónima en el mundo árabe». Justo lo que no es; porque son homónimas dos personas o cosas que llevan el mismo nombre, según indica el mismo término. Pero en el español televidente (es decir, que adivina el porvenir), da lo mismo arre que so, y se pasa del Bachillerato. Ya no les basta homólogo —una plaga—, y quien sea ha descubierto homónimo, de mejor resonancia en sus oquedades craneanas. Por si faltara algo, el sábado 10 de octubre, un nuevo telediario obsequió al público con un meksicano que casi fundió los circuitos. Y siguen dándole al Insálud; no han caído aún en que tal palabra se formó con salud.

No estaría de más, por tanto, que, antes de tirar chinas contra el tejado ajeno, repasaran las goteras del suyo. Y que percibieran cómo, por taparse la nariz ante lo «académico», les sale la voz gangosa y con zurrapas. Porque lo «académico» suele ser aquello que los hispanos escolarizados —y, muchos, por sólo haberlo mamado— sabemos del idioma compartido.

Pero dejémoslos con su orgullo de pioneros de un idioma más preclaro, y acudamos a dos indicaciones que se me han hecho por supuestas demasías. Es la primera la de una señora que halla irregular la calificación de legal que muchos jóvenes aplican a alguien que les cae bien, sobre todo si es fiable. Consulte el Diccionario, amable lectora, y no hallará la acepción etarra, sino esta otra: «Verídico, puntual, fiel y recto en el cumplimiento de las funciones de su cargo». No es la acepción incriminada, pero está muy cerca. O recuerde a Don Quijote («Bien notarás, escudero fiel y legal, las tinieblas de esta noche»), y no sentirá sorpresa, sino satisfacción, tal vez, por ese adjetivo que ha recobrado la jerga juvenil. Cuyos proveedores —¿quiénes son?— han hecho mina del lenguaje olvidado y hasta clásico.

Otra comunicante me manifiesta estupor ante la parafernalia neonata: no la comprende. Nada le orienta el único vocablo pariente, que subsiste en los bienes parafernales; son según el Diccionario «los que lleva la mujer al matrimonio fuera de la dote, y los que adquieren durante él por título lucrativo, como herencia o donación»; algo, en suma, que no puede tocar el marido. Esto, en efecto, no da ninguna pista, porque se trata de un vocablo novísimo en español, cuyos glóbulos, no hace falta microscopio, son angloamericanos.

Estamos ante un helenismo que se adoptó en latín medieval como bona paraphernalia: son los que define el Diccionario. Pero, en inglés, paraphernalia, neutro plural de paraphernalis, pasó con facilidad a significar «pertenencias de una persona», como avíos o ropa. Y, de ahí, a designar cualquier «equipamiento» o «conjunto de cosas» que constituyen algo, o contribuyen a hacerlo o a que exista. Y así, se habló en inglés de la parafernalia de un soldado, de un ejército, de un circo, de una ceremonia, de unas elecciones, de una fábrica: todo aquello que necesita objetos y trámites muy diversos.

El vocablo equivale, a veces, a equipo o equipamiento; en casos aún más particulares, a instrumental, aparejo, tren, pertrechos, dotación, vituallas, matalotaje, avíos…: ¡tantos términos posibles! Y, entre los equivalentes, el magnífico, aunque basto, achiperres salmantino. Pero ninguno permite la misma amplitud de empleos que parafernalia.

Me prometo no usarlo nunca; pero no veo mal este neologismo, que tanto lucimiento permite a los preciosos de lenguaje, a la par que evita esfuerzos para buscar un colectivo apropiado a cada caso, castellano adentro.

Bermudas

He preguntado muchas veces a jóvenes qué es un ambigú. No lo saben, y hacen bien; se trata de un vocablo que murió repentinamente antes de que ellos nacieran. En mi mocedad, durante el descanso en teatros y cines, algunos iban al ambigú; ahora se tonifican, simplemente, en el bar. Curioso galicismo, que el Diccionario acogió en 1984, con sus tres acepciones periclitadas; en la primera, ha sido sustituida por el también galo bufé. Y las otras dos tampoco subsisten: local de un edificio para reuniones o espectáculos públicos, en el cual se sirven manjares calientes y fríos; y local de las estaciones de ferrocarril donde se toma una comida ligera. Obviamente, será preciso advertir en el Diccionario que se trata de una voz desusada.

La cual nunca ha existido en francés para designar esas funciones que ahora desempeñan el bar o la cafetería anejas a un recinto donde se presencian espectáculos. Ambigu, en esa lengua, significa «ambiguo», y designó también «comida fría variada servida de una vez», es decir, sin que los platos aparecieran sucesivamente. Se aplicó también para nombrar la «obra de teatro en que se mezclaban varios géneros dramáticos» (de donde el Théâtre de l*** NO HAY ***Ambigu, en París). Fue en nuestros teatros dieciochescos (la voz se documenta en español desde 1770), donde la gente de calidad iba a tomar un tentempié en los entreactos —un ambigú— al refectorio anejo, y aplicó este nombre al local donde se servía. Nombre que ha durado casi hasta ayer, en que le sobrevino el colapso a que aludíamos. Antes aún desapareció en las estaciones de tren: yo no lo he conocido.

Si ambigú se desconoce ya, está a punto de ocurrirle lo mismo a matiné, palabra que ahora ha registrado la Academia, más para darle sepulcro que fe de vida. Se describirá como «fiesta, reunión, espectáculo, que tiene lugar en las primeras horas de la tarde». Es probable que haya lugares donde aún se llama matiné a la sesión o función de después de comer; pero, si existen, deben de ser rarísimos. Se trata, por supuesto, de otro galicismo (matinée), al que se le ha quitado la -e final femenina, que nada indica en nuestro idioma. Aunque, esta vez, no se le cambió la acepción de origen. Pero está ya lista para el réquiem, por desaparición de la cosa que nombraba.

A ese galicismo crudo, se suma ahora la tricotosa (del francés tricotuese), «máquina para hacer tejidos de punto», y «operaría que trabaja en esa máquina». Para compensar vocablo tan útil y forastero, entrará también en el próximo Diccionario el confortador y casto carajillo: «bebida que se prepara generalmente añadiendo una bebida alcohólica fuerte al café caliente». Sería curioso averiguar de qué modo el diminutivo de vocablo tan explícito se ha aplicado a nombrar tan tonificante mezcla. (¿Se tratará de una deformación envilecedora del café denominado caracolillo?) Mientras que, para evitar aquel nombre en exclamaciones, se ha apelado a mil deformaciones, caramba, carape, por ejemplo, y, entre ellas, caracoles, la bebida compuesta de un licor y de caracolillo, se habría hecho, disfemísticamente, carajillo. Repito: sería curioso —sólo curioso— averiguarlo.

Entre los nombres de prendas que se incorporan al Diccionario, figuran dos de signo bien diferente: los inefables pololos, «pantalones cortos y con peto que usaban niñas y mujeres para hacer gimnasia» (se señala con el imperfecto «usaban» que son cosa de otro tiempo); y los aún más pudorosos bermudas, «calzón ceñido que cubre hasta las rodillas, y que se usa a veces como bañador». Quizá sobra este final: como bañador puede usarse «a veces» todo, incluso nada.

Ese horroroso atuendo posee un origen norteamericano; empezó a usarse hacia 1953 en las islas Bermudas, por los turistas, varones y damas, en vacaciones. Y no para bañarse, sino porque da un aire deportivo, es decente, y sirve sobre todo para que no se peguen los muslos a las sillas de plástico y a los asientos de los autos. El estupendo diccionario de anglicismos en francés de Larousse, tan parco en comentarios, se exalta a propósito de los bermudas. Explica, en efecto, que el tal calzón no goza de mucho predicamento en Francia: se le juzga feo porque quita gallardía al tipo. Los hombres, informa, no se deciden a usarlo. Y añade, preciosa noticia, que «la civilización francesa, que ha acogido el short», detesta los bermudas. Yo los veo abundantemente en mi refugio veraniego catalán, y deploro que nuestra civilización lo acoja todo, sin reserva alguna, con tal que sea ajeno. Nada me importa el tal calzón llevado por hombres: cada palo debe aguantar su vela de ridículo. Exhibido por mujeres, deprime. Cuando se ciñe a piernas delgadas, les da sutileza de patitas de artrópodo. Si son gordas, les confiere calidad de embutido. Y, en las bien proporcionadas, destruye la indefinible y áurea proporción que existe entre pantorrilla y muslo, por amojamamiento de éste. Pero el vocablo existe, pues el objeto pulula, y a eso debe haber sido avecindado en el Diccionario.

Como es sabido, en la jerga teatral se denomina bocadillo, según define bien la Academia, la «intervención de un actor en el diálogo cuando consiste sólo en pocas palabras». Eso, la brevedad de lo que se dice, ha inducido que tal vocablo se haya adoptado para designar «en grabados, dibujos, caricaturas, tebeos, etc., el letrero, generalmente circundado por una línea curva que sale de la boca o cabeza de una figura, y en el cual se representan palabras o pensamientos atribuidos a ella». Así se recogerá en la próxima salida del léxico oficial. No es mala solución, aunque el bocadillo, tan accidental en el teatro, es fundamental en esos productos gráficos. Existía ya un vocablo que podía ocupar ese lugar, pero inviable por culto: filacteria, esto es, el letrero que sale de los labios de personajes pintados en la Edad Media, y también las inscripciones de epitafios, escudos de armas, etc. Algunas veces usan el equivalente de tal vocablo los franceses para denominar el bocadillo, pero prefieren ballon, por la forma redondeada que suele presentar, y aún mejor, bulle, «burbuja, pompa», término más poético y sugerente que el nuestro. Aunque no alcanza la belleza del italiano fumetto, con el cual se interpreta que lo dicho por el personaje sale de su boca como envuelto en una nubecilla de humo. Este hallazgo léxico ha permitido llamar fumetti a los comics norteamericanos, por sinécdoque de la parte por el todo. Voz esta, comics (también se dice, aún más bárbaramente, comic), que ha sido desterrada del francés (se ha sustituido por bande dessinée o bédé), y que espera aún a ser erradicada de nuestro idioma mediante un suplente tan a la mano como historieta gráfica o dibujada.

«Restar» de nuevo

Sigo con mi vieja afición a deambular por las radios los domingos por la tarde, para oír cómo se clamorean las incidencias del fútbol. Aparte obtener noticias de mi, este año, desmedrado Zaragoza, me fascina el espectáculo idiomático que ofrecen. Por cierto, de extraña homogeneidad: un locutor se parece a otro locutor, como éste al anterior. No vacilan en imitarse, en imitar más bien, casi todos, a las dos o tres estrellas que gozan de mayor fervor. Y, en efecto, durante mi paseo hertziano del último domingo, un informante invitó a un insigne, llamándolo «maestro», a exponer su opinión sobre la marcha de un partido. El requerido empezó así: «Te puedo contar de que hasta ahora…».

Esta apoteosis radiofónica dominical constituye un escenario privilegiado para observar tendencias del idioma, y avizorar su rumbo hacia el futuro inmediato. La influencia de tal alarde —docenas de emisoras captadas con avidez por millones de oyentes— ha de ser, por fuerza, muy potente. Lo que dicen, puesto que es, además, convergente, tenderá a ser imitado los lunes, cuando en el tajo o en el bar se discuten con pasión proezas, fallos y tanteos.

En mi exploración de ayer, he observado el aumento, si cabe, del énfasis. Por supuesto, en la pronunciación y entonación: erres interminables y eses alargadísimas; subidas de tono dignas de un ápice trágico, sobre todo si el balón ronda por el área, hasta el punto de que el desgañitamiento impide la comprensión. Pero no sólo en eso se enfatiza: el léxico se elige en los extremos de la panoplia. En un campo donde eran esperados incidentes, «reina una paz fenomenal»; un delantero desperdicia una «oportunidad de platino» (más, pues, que de oro), porque era «una ocasión clamorosa de gol». Del mismo modo, el balón ya no se designa sólo con sus habituales simples metonimias (esférico o cuero), sino que se supera a Ledesma o a Cáncer, tremendos forjadores de jeroglíficos barrocos, llamándolo «cuero blanco con pintas negras».

A veces, este extremismo expresivo produce raros cruces, como «abortar el peligro» de gol que se cernía sobre una meta. Los peligros pueden conjurarse o alejarse; pero abortar es «malograrse alguna empresa o proyecto», y el peligro no parece que pueda abortar. Lo que se habrá malogrado o abortado es la acción de ataque. Se dice, igualmente, que un jugador no ha podido chutar porque el pase «lo ha pillado a traspiés» (absurdo plural), lo cual es lingüísticamente imposible, dado que traspié es «resbalón o tropezón». Pero el locutor quería decir a contrapié, voz sorprendentemente excluida del Diccionario académico, y que el de María Moliner define como «zancadilla». En mi sentir idiomático, la locución a contrapié significa «al pie contrario del que estaba preparado para ejecutar un movimiento». Por ello no pudo disparar el jugador.

Brotan de continuo en las ondas los consabidos anglicismos (así, una treta estaba en el planning del entrenador, porque este vocablo parece más ilustre que plan), y los ya aburridos iniciar y finalizar, que excluyen todo sinónimo. Pero la mayor sorpresa de mi excursión dominical me la proporciona la temible guerra a los artículos que han declarado muchos microhablantes. Desaparecen con misterio al referirse a los equipos («Barcelona y Español siguen empatados»), conforme a una tendencia que sólo apuntaba en la mención de ciudades (Coruña y Ferrol, sin su secular artículo), y calles o plazas («En Cibeles»). Pero se escamotea también, y esto es nuevo, ante nombres comunes. En el curso de pocos minutos, anoté «Quique Ramos intenta remate»; «Balón que sale con golpe de cabeza»; «Golpea con bota derecha»; «Se sale por línea de campo»; «Se va por línea de fondo». ¿Apunta esto a una tendencia que puede triunfar, y cambiar la faz del idioma? Bien puede ocurrir. Ya, anglomaníacamente, es normal lo de «jugar tenis» o «jugar mus». Así es que, dentro de nada, el padre advertirá al hijo: «Niño, no te hurgues nariz», «Vete a cama».

Nos están sincopando el idioma estos deportivos, porque ya ha triunfado con plenitud la omisión, también anglosajona, del pronombre, en verbos como entrenar o calentar («Llórente está calentando en el césped de La Romareda»). Y, luego, el inmisericorde restar como sinónimo correcto pero abusivo de quedarRestan siete minutos de partido»), y disparatado y abusivo de faltar («Resta un cuarto de hora para el final del encuentro»). Hace varios meses, dediqué uno de estos dardos a esa perturbadora confusión, y recibí algunas cartas advirtiéndome que la equivalencia estaba sancionada por la Academia, cuyo Diccionario define restar: «Faltar o quedar»; y lo ejemplifica: «en todo lo que resta de año». Tal identidad procede del Diccionario de Autoridades, que dice de ese verbo: «Vale también faltar o quedar»; y ofrece este otro ejemplo de Ambrosio de Morales: al pretor Graco, «por lo que restaba de su año, no parece que hizo cosa ninguna digna de historia». En las dos frases, se considera una cantidad total, el año, de la cual hay una parte gastada, y otra aún por consumir, que es la que resta o queda. Lo que no se ve es que, en ese contexto, pudiera emplearse faltar; podría decirse «Aún faltan dos meses para que acabe el año», porque faltar señala una cantidad que se precisa para alcanzar otra.

La diferencia entre ese verbo y quedar o restar se observa bien en su distinta distribución sintáctica. Debo decir: «Me faltan ocho pesetas para tener cien»; pero no: «Me restan ocho pesetas para tener cien»; o su equivalente «Resta un cuarto de hora para el final del encuentro». «Me restan ocho pesetas» no equivale, ni remotamente, a «Me faltan ocho pesetas»; más bien afirma lo contrario. Es cierto que, en ocasiones, esos verbos son permutables entre sí: «Faltan o quedan o restan dos minutos de partido»; pero la perspectiva del primero difiere sensiblemente de la que se adopta con los otros dos: uno mira la acción hacia el momento final, y quedar y restar desde los noventa minutos de que se disponía al comienzo. Esa diferente posición del hablante puede producir casos de incompatibilidad total, como acontece en los ejemplos anteriores.

Por ello, el Diccionario académico definirá restar, en su próxima edición, como sinónimo de quedar, pero no de faltar. Sospecho que con efectos nulos, mientras los locutores deportivos pueblen la tarde de los domingos con ese empleo exclusivo de restar (jamás dicen faltar o quedar), con que neutralizan la clara oposición entre estos dos verbos. Están infiriendo al léxico una herida importante. ¿No habrá ninguno que se acomode clementemente al común sentido lingüístico, y dé que imitar a los demás? Aunque lo normal nunca seduce tanto como la extravagancia.

Definir

Entre mis proyectos más sensatos, digno sin duda de amplios apoyos, sobresale el de organizar una multitudinaria rogativa que, ante los déspotas del micro deportivo, clame por la liberación de nuestros viejos verbos faltar y quedar, hoy secuestrados por su medio hermano restar; ha envalentonado a éste su parentesco fortuito con el angloamericano to rest. Pero, antes de la gran marcha hacia los prepotentes relatores de proezas atléticas, tal vez pudiera intentarse que quienes conozcan a algún locutor, o a parientes suyos o a allegados, intercedieran de corazón por aquella libertad, que tanto bien haría a nuestro idioma. ¡Cuánto merecerían el título de magnánimos si alguna vez dijeran que «faltan tres minutos para el final», o que «queda media hora de partido», sacrificando su restar idolatrado!

Por si pican y se logra una victoria, deberá ocultárseles que esto es sólo el comienzo de una cruzada magna, como aquella que Unamuno predicó —en vano— para rescatar el sepulcro de Don Quijote, pero, esta vez, para devolver a la lengua española el ámbito en que resonaba. No se trata de amordazar a tales reporteros: tanto es su derecho a ganarse la vida como el de un diputado. Habrá que dejarles, incluso, algún juguete para que se entretengan. Así, eso que emplean los baloncestistas de «ganar de cuatro», no tan vituperable como estiman algunos de mis corresponsales. «Ganar por cuatro», implicaría que éste es el tanteo del equipo vencedor, y habría que expresar el del vencido: «El Sabadell ha ganado por cuatro a dos». Esto es lo normal en el fútbol. Pero en el juego de la red ahorcada, «ganar (o perder) de doce» señala bien que ésa es la diferencia de tantos en aquel momento del partido, pues ese dato importa más que el número total de encestes puntuados. Se trata de un hallazgo con su misterio y razón. Sus usuarios defenderían el invento con argumentos irrefragables. Convendrá respetárselo, y hasta alabárselo, para alcanzar su benevolencia en lo importante: la libertad de aquellos secuestrados, por ejemplo, y la expulsión de muchos objetos idiomáticos indeseables.

Admirable es el triunfo obtenido en España por varios locutores de la América hispana, Píndaros hertzianos, héroes de la locuela, magos del énfasis en el relato de las correrías del pelotón. Alegrémonos con su presencia: siendo el idioma la verdadera patria, en casa están. ¿Quién no ha sentido, por otra parte, gracias a ellos, una verdadera emoción épica cuando sale de sus gargantas el grito de gol?

Como un gran monte que desde la luna se precipitara a nuestro oído, el monosílabo se transforma en un alarido interminable, en un enorme anfíbraco con su o mayúsculamente alargada en su tránsito por el espacio; se interrumpe después tal despilfarro, y surge enseguida el vocablito innúmera y sincopadamente repetido como a empujones de gárgara. En contraste con su estiramiento anterior, que ahila la vocal como un fideo, este multiplicado gol, gol, gol, golpea el tímpano, igual que si el monte lunar se hubiera resuelto en perdigones. Pero no: reaparece otra vez gol, se hace miriamétrico, y remata por fin en un trallazo: «¡¡¡Gol de Elpidio!!!».

En este soso mundo, donde está excluido por el átomo el fragor de corazas y lanzas, de lorigas y alfanjes, resultan notables los nuevos cantares de gesta que han traído los juglares de Ultramar. De nuevo es posible sentir aquella conmoción nerviosa, aquel electrizamiento de espinazo que sacudía a los aldeanos de Castilla cuando oían relatar a sus narradores: «Caían por el campo en un poco de lugar / moros muertos, mil y trescientos ya». Dichosa edad, ya no a nosotros negada por estos hermanos, colonizadores de la tarde del domingo español (ellos, o sus discípulos nativos). Lo indígena era más sobrio; emotivo, pero sin electrochoque. Fue y es maestro del relato en el campo —y en la plaza—, a cuyo reciente homenaje me sumo con fervor, don Matías Prats: la indecible mesura de Córdoba equilibra su hermoso y cálido verbo andaluz, produciendo así un castellano irreprochable, tenazmente domesticado por el estudio y la reflexión.

Pero nos faltaba el patetismo, y ya lo tenemos, loado Dios. Aunque no en el grado excelso que alcanza allende el Atlántico común. Hace pocos días, un notable periodista hondureño me remedó con humor y exactitud el relato radiofónico de un gol en su República. Helo: «El punta de lanza baja la pelota con la testa, la mata con los pectorales, y luego la pone sobre el tapete verde, levanta la mirada y atisba a sus compañeros sobre el terreno de juego. Envía un pase magistral a su compañero del ala izquierda, y éste, con un misil de derecha, envía la de gajos al fondo de las redes, y ¡convierte un monstruoso gol! ¡Lo ha instalado en la victoria! ¡Y en este momento suena el clarín del que imparte justicia anunciando la derrota del Comunicaciones!».

No hemos llegado a tanto. Tal vez, salvo en el engolamiento del gol, los juglares de allende el océano han refrenado algo el coloreamiento retórico de su locución. Pero refrenar no significa suprimir, y un goteo denso de sus figuras, tropos y alardes está empapando a sus imitadores de aquí. Por ejemplo, el estupendo empleo de especular. Por si no bastara la moderna y aberrante equivalencia de tal verbo con «conjeturar» y hasta «chismorrear», los deportivos ya lo sacan de cualquier quicio para expresar la acción de los equipos cuando se dedican al peloteo —ahora tú, ahora yo— por la cancha, sin afán vibrantemente ofensivo. Esto es, cuando no definen.

Lo simple y primitivo fue meter gol, marcar, marcar un tanto… Cosas así de sencillas, naturales e higiénicas. En el baloncesto, como no se meten goles, los tantos consistieron, primero, en hacer canastas, y se pasó a anotar, como menos rudo: «Lanza Williams y anota». Sufrió pronto este verbo, siempre por influjo americano, la competencia pujante de convertir. Ya lo hemos visto en el relato hondureño. Pero el mágico magín de aquellos ágiles forjadores del lenguaje, cuya lanzadera mental no ceja en la insania de tejer jugarretas idiomáticas, dio con definir. Todo cuanto precede al gol es indefinido, vago, cháchara insustancial de botas, bordonería, divagación, zigzagueo, idas y venidas errabundas, andadura por las ramas… Hasta que, por fin, alguien centra la cuestión, va al grano, deja el merodeo, y define («G000000…0I, gol, gol, gol»).

¿No habrá remedio? ¿No se estarán excediendo nuestros locutores deportivos en eso de hostigar los nervios retorciendo, de paso, el cuello al idioma? Hoy aflige a todos la violencia en el deporte. Ésta no se ejerce sólo con botellazos y pedradas: casi seguro, impulsando cada proyectil que tumba a un jugador o descalabra a un árbitro, hay muchas veces una sacudida de palabras previas, excesivas de tono, degradadas de gramática y dementes, proferidas por algunos que hablan de deporte, dirigentes incluidos, con un micrófono ante la nariz. Implorémosles, pues son todopoderosos.