Seguidismo

¡Buena la armó el señor Romagosa! El nombre de este respetable conciudadano, a quien no tengo el gusto de conocer, se ha añadido al cúmulo de mis preocupaciones, en forma de cartas que me ruegan o exigen, según los talantes, un correctivo público para él. ¿Qué ha hecho este caballero español-catalán, según su propia definición, para levantar esa nube de polvo? Pues dirigir una carta al diario madrileño ABC censurando un uso del pronombre lo que hace en sus artículos don Antonio Burgos. Lo incriminaba públicamente por escribir cosas como «Al señor presidente lo saca de quicio…», o «Al señor presidente lo pone nervioso…». Y los defensores del conocido escritor sevillano han formado legión, exhortándome a que encause a su impugnador.

No me gusta el papel de mastín del idioma, cuando me sé gozque de libre deambuleo, pero esta vez acepto el ladrido incitado. En efecto, el señor Romagosa no tiene razón. Porque lo que verdaderamente es justo, aunque no necesario, lo que deberíamos decir y escribir todos si algunas perturbaciones no hubieran actuado, es el lo que estampa en sus artículos don Antonio Burgos: «Al presidente lo saca…», «Al presidente lo pone…». Es esto lo fielmente etimológico: el lo heredado del illum latino. El loísmo es otra cosa; se produce cuando lo desaloja al le dativo: «Lo dio una bofetada»; su paralelo es el laísmo de «La dio un beso». Esto sí que es un vulgarismo, de preferente localización madrileña.

Pero no el otro lo, el del señor Burgos, que empleamos con perfecto derecho muchos millones de hispanos. Ocurre, sin embargo, que, desde antiguo, y con mucha fuerza ya en el siglo XVI, el pronombre le está invadiendo el empleo de lo en los territorios centrales de la Península («Al presidente le pone nervioso…»); es el fenómeno llamado leísmo, de tanta pujanza, que al señor Romagosa le parece el evangelio gramatical. Y no, no lo es. Simplemente ocurre que lo oye más porque vive en Madrid; y le atronaría en los oídos si, cosa siempre recomendable, se diera un paseo por Valladolid. Ese le que a él le gusta es, evidentemente, tan correcto como lo, cuando se emplea para aludir a varones; el uso culto lo proscribe si ha de referirse a cosas («El bolso no le he encontrado») o animales («Al elefante no le vi»). Por supuesto, no puede sustituir a la («A tu hermana le encuentro muy delgada»). Y tampoco resulta muy ortodoxo, aunque se refiera a personas, en plural: «A todos los asistentes les registraban». A otro español-catalán, el poeta Juan Boscán, le sucedía lo mismo que a su paisano, el señor Romagosa: que viendo el empleo de le que hacía su admirado amigo el toledano Garcilaso de la Vega, plagó sus propios versos de le. Y siempre han procedido igual muchísimos escritores nacidos en territorios no leístas: se han convertido al le por mimetismo cortesano. Pero lo dista de ser pecado, y lo practicamos en general, aunque no siempre en particular, los periféricos de Castilla, que somos muchos más. Absuelva, pues, el señor Romagosa al señor Burgos y cálmense todos los etimologistas que han puesto el grito en el correo tan justamente.

Coincido, en cambio, con otro corresponsal, alarmado al oír emplear al señor ministro del Interior el original vocablo seguidismo. Yo también sufrí un ligero tirón cerebral al escucharlo, y sospecho que fue reacción muy compartida, ya que, al día siguiente, varios periódicos que reseñaban la intervención ministerial, entrecomillaban la rara voz. No debe de ser, pues, moneda corriente en el Parlamento, lonja providente de material lingüístico averiado. ¿Fue creación del señor Barrionuevo? Cabe suponerlo, y no seré yo quien le haga reproches, dadas las circunstancias en que se produjo la concepción y súbito parto de seguidismo. Ocurrió cuando la Cámara navegaba con fuerte bamboleo con la interpelación que un diputado vasco hacía al ministro, una vez hallado el cadáver del desventurado Mikel Zabalza. Ya es conocido el suceso. Tras la autopsia, que apoyaba la explicación oficial, el diputado nacionalista volvió a apretar el tornillo de la duda, con lo cual el hemiciclo entró en trance de maremoto. Y fue en ese instante cuando el interpelado acusó al PNV de practicar el seguidismo de HB: de seguir el rumbo político extremado que le marca el nacionalismo radical para que éste no le gane la partida.

Tal vez ese comportamiento no sea nuevo en el mundo de la política, pero es lo cierto que le faltaba nombre. Había que nominarlo; lástima que se hiciera en condiciones tan tormentosas, porque eso hay que tomárselo con filosofía y letras. Insisto: es muy explicable el apremio del señor ministro, que se asió a su primera ocurrencia como un marinero en pleno oleaje a la borda. Bien está; pero ahí debe quedar la invención.

El motivo es simple: tal formación no corresponde al genio de la lengua. El sufijo -ismo aparece en varias docenas de derivados, constituidos todos, bien a partir de un sustantivo (abandonismo), bien de un adjetivo (individualismo). Y aporta, en general, la significación de «partidario de» lo significado por su base: abandonismo es la disposición al abandono como individualismo es el gusto por lo individual. Según esto —que simplifico abusivamente—, seguidismo sería la afición o propensión a lo seguido. Y actuaría como seguidista el fanático de la prosecución y enemigo de todo descanso; pero no el que sigue a alguien o a algo (doctrina, comportamiento, táctica, etcétera), acción en que quería usar el vocablo nuestro ministro. Eso tendría que llamarse seguidorismo, voz tan coherente morfológicamente como espantosa. Partir de esa base léxica no conduce más que a desastres.

Obsérvese, en cambio, qué feo también, pero qué gracioso resulta otro neologismo que se me ocurre: secuacismo. El Diccionario define así secuaz: «Que sigue el partido, doctrina u opinión de otro». ¿No era eso, precisamente, lo que el señor ministro del Interior reprochaba al PNV respecto de HB? Y ese comportamiento, convertido en categoría política, podría recibir el nombre de secuacismo, para alinearse con otras palabras de la misma jerga como laicismo, pacifismo, radicalismo, parlamentarismo, y tantas más, formadas como adjetivos.

Una sola dificultad se me ocurre, que puede trocarse en ventaja. Advierte el Diccionario, en efecto, que secuaz «tómase con frecuencia en sentido peyorativo». Secuacismo se impregnaría, por tanto, de esa connotacion desdeñosa. Pero, si no me engaño, cuando el señor Barrionuevo usó seguidismo no estaba echándole un piropo al PNV. Y, en un uso generalizado, la actitud secuacista rara vez podría ser atribuida a nadie como elogio. Ahí está, pues, el nuevo nombre lanzado, supongo que con pocas probabilidades de triunfo, al mercado idiomático: secuacismo: «Actitud de quienes se apartan o parecen apartarse de la conducta esperable en ellos, para seguir la de otros por razones de conveniencia. Usase normalmente en sentido peyorativo».

Climatología

Por lo escuchado y leído, padecemos estas semanas una climatología muy adversa. Nieves, escarchas, vientos, nieblas, olas que se encrespan y cielos que se abaten, meteoros arrojados sin piedad contra nuestra atormentada geografía. Y, como consecuencia, puertos de montaña cegados, puertos de mar indefensos, carreteras de vidrio, y muertes: los noticiarios han sido, tal vez lo son aún, heraldos siniestros. Y todo por culpa de la malhadada climatología que martiriza a la geografía española, como han precisado puntualmente cronistas y reporteros.

He aquí, pues, inculpada la ciencia de los climas, de lo que acontece en la ciencia de la Tierra. Las cuales, por ser entidades abstractas —la Magistratura son los magistrados—, habrán de encarnar en las personas que las profesan. Por lo cual, cabe imaginar que los climatólogos la han tomado, como acostumbran por estas fechas, con los geógrafos, y que los están persiguiendo a cierzo limpio y a borrasca airada. Pero las víctimas somos nosotros, nuestras ateridas tierras y nuestros iracundos mares. Llegará el verano, y otra vez la climatología será acusada de linchar a la geografía con bochornos, incendios y sequías. La guerra entre ambos saberes es perpetua, si debemos creer a los informadores.

Porque, en efecto, los media sustituyen sistemáticamente clima, voz simple y natural, por la alongada climatología. No es aquél el responsable de tiritonas o sofocos, de catástrofes y ruinas, sino ésta, que, según creencias solventes y arraigadas, tiene como único fin estudiar los climas, investigar sus fenómenos y causas, y no producirlos. Algún precedente de metonimias parecidas hay en nuestra lengua; anatomía, por ejemplo, equivalió durante siglos a «esqueleto», y hoy no deja de usarse, con retintín, en vez de «cuerpo». No hace muchos años que empezó a utilizarse geografía como sinónimo de «territorio», muy especialmente —pero no sólo— en aquella cima del énfasis consistente en expeler: «a lo largo y a lo ancho de la geografía española» (excluyendo así el Campo de Gibraltar, que ni es largo, ni es ancho, ni, en parte, español, y que, sin embargo, es tan español). También usamos etimología por «étimo» (la etimología de «siglo» es «saeculum»); pero no deben de ser muchos más los casos en que el nombre de una ciencia designa también el objeto por ella estudiado.

¿Quién sería el metonimizador que así metonimizó? Ni de lejos podía sospechar que su intrépida invención alcanzaría tal triunfo. Y, sin embargo, era presumible por dos razones: porque era estúpida y porque consistía en un vocablo más largo, pedante y remontado. Motivación se prefiere, por eso, a motivo, y causa, muchas veces, cede ante causalidad.

No dejan de ser chocantes las anomalías que se han suscitado en torno a clima y a sus derivados. En griego significaba «inclinación del sol», y designó después cada una de las zonas en que ciertos paralelos dividen el arco de la Tierra desde el Ecuador hasta el Polo; en principio, tal partición se hacía sólo a efectos horarios, pero diferenciaba también condiciones atmosféricas en cada una de esas regiones, con lo cual el vocablo recibió su acepción más corriente hoy para designar el tiempo que suele hacer en un lugar extenso o diminuto. El adjetivo climático parecía estar designado a significar «referente al clima», y, sin embargo, esa acepción no aparece en francés hasta 1850, y en español hasta los finales de ese siglo. Mucho antes, ya en el xvi, climático se empleaba en nuestra lengua, pero con el significado de «mudable, tornadizo, revoltoso», derivado, sin duda, del de tiempo atmosférico por metáfora. La climatología se fundó como ciencia hacia 1830, y, con ella, el adjetivo climatológico, «referente a la climatología», del que se diferenciará el, como hemos visto, posterior climático, «referente al clima».

Por su parecido formal, ha habido momentos en que climatérico se ha usado por climático (tendencia al más abultado polisilabismo). Así lo denunciaba Manuel de Saralegui en 1924. Y poco tiene que ver —salvo en la etimología— aquella palabra con clima: procede del griego klimakterikos, «escalonado», y se aplicaba a determinados años que se juzgaban nefastos para las personas: aquellos en que cumplen siete o nueve años y sus múltiplos. Hoy pervive, aunque en uso restringido, para referirse al climaterio y al apagamiento de la función sexual.

Todavía clima ha sufrido y sufre la asechanza de otro pariente, pero, como el anterior, de nula relación semántica: clímax, voz que empleamos en la jerga retórica para designar la gradación ascendente como esta de Fray Luis de León: «Acude, corre, vuela, traspasa el alta sierra, ocupa el llano…», y también para designar el momento culminante de un proceso, o, por supuesto, una obra literaria. Pero no faltan quienes trabucan lastimosamente las cosas, y dicen, por ejemplo, que un acto se celebró en un clímax de gran exaltación, a lo largo de dos horas.

Parece, pues, necesario rescatar clima de sus enemigos, que son constantes, en especial climatología. Sin duda, favorece esta última asechanza el que climatológico se use, con empleo reconocido por la Academia, como sinónimo de climático. Pero no hay razón de que, menospreciando su poco cuerpo, clima sea expulsado del idioma, porque es el camino para que digamos de un cardiaco que tiene una cardiología pachucha, y que la huelga de los controladores ha impuesto a los aviones una cronología de aquelarre. Todos vamos a hacernos unos preciosos ridículos.

Por cierto que, atribuyéndose a la climatología tanto desastre, nadie escribe que es la presunta culpable; se le lanza la acusación sin precauciones. Y es merecedora, por lo menos, de los mismos miramientos que el ciudadano detenido mientras, pistola en mano —ahora se dice cómicamente a punta de pistola—, tiene tumbado al personal de un Banco; nadie lo llamará atracador, sino presunto atracador, mientras una sentencia en regla no le arrebate la innata inocencia constitucional. De no hacerlo así, se corre el riesgo de ser perseguido por calumnia. Se explica, por ello, que las noticias aparezcan plagadas de presuntos asesinos, violadores, ladrones y otras gentiles gentes. Andamos todos de puntillas a la hora de atribuir, y harán bien, por ejemplo, los locutores deportivos en no gritar ¡gol!, cuando lo vean, sino ¡presunto gol!, mientras el árbitro no señale el centro del campo. Y las matronas habrán de exclamar ¡presunto niño!, en tanto no certifique la varonía el Registro Civil. Es de temer un día en que todos los padres seamos tildados de presuntos, mientras no vayamos con la patente de paternidad por delante.

Pasa ya de castaño oscuro el empleo superfetatorio de tal vocablo. Oído en televisión hace poco: «La Policía ha tomado precauciones especiales ante la posible acción de un presunto grupo terrorista en el aeropuerto de Barajas». Sandez que se agudiza en esta otra, referida a una muchacha presuntamente asesinada por su novio: «La presunta víctima presentaba tres puñaladas en la espalda y una en el pecho». El novio podía no ser el asesino, pero no se advierte que fuera calumnioso achacar a la chica la condición de víctima.

El caso es que a otros presuntos auténticos no se les alude así; por ejemplo, a ciertos encausados, y no juzgados aún, por supuestos delitos monetarios. ¿Para qué usar dulzura con ellos? Leñazo al mono, igual que a la climatología, responsable verdadera de cuantos cataclismos acaecen en estos días helados.

«Alma mater»

Grande ha sido la presencia de expresiones latinas en todas las lenguas cultas; en español, por supuesto. En todas o en casi todas, puede oírse o leerse modus vivendi, manu militari, de visu, pro domo sua, vox populi, y cosas así. Nuestros iletrados se apoderaron de ellas y las trataron con la familiaridad a que les daba derecho ser, lingüísticamente, hijos del latín. Y, de ese modo, convirtieron la locución per fas et nefas, en el híbrido por fas o por nefas. El estimulante sursum corda («arriba los corazones»), palabras de la misa al comienzo del prefacio, se transformó en ese extraño personaje llamado sursuncorda, en quien se delega lo que uno no quiere hacer (¡Que lo haga el sursuncorda!), o a quien se está dispuesto a no obedecer, por mucha que sea su autoridad (¡No voy allí aunque lo mande el sursuncorda!).

La más extravagante deformación popular de un culto texto latino la presenta un refrán registrado por Gonzalo Correas, que dice: «Hocico dambico, varitas os dio padre». En su segunda mitad, retuerce increíblemente una sentencia de Terencio, que dice: Veritas odium parit («la verdad engendra odio»). Lo curioso es que, al filo de 1600, todo el mundo interpretaba lo de las varitas en su correcto sentido terenciano: que cantar las verdades al prójimo, lo irrita.

Las expresiones latinas siguen gozando de predicamento, y hasta se diría que se han recrecido en los últimos tiempos. Entre decir, por ejemplo, que «de hecho, los resultados son los mismos», o que lo son de facto, esto resulta preferible, porque eleva medio palmo la estatura de los hablantes. Si alguien confiesa espontáneamente, queda mucho mejor contado diciendo que lo ha hecho de motu propio, expresión donde sobra el de, y ha de escribirse y pronunciarse proprio. He aquí la única pena: que queriendo latinizar, se apalea el latín y se cometen disparates como ése. Gente hay que dice mutatis mutandi (por mutandis). O de corpore insepulto, que, a ese otro de superfluo, añade el menosprecio de la locución castellana correspondiente. En efecto, así suelen denominarse las misas, terroríficamente frecuentes por los asesinados, en vez de llamarlas de cuerpo presente, que es lo propio.

Resulta curioso este fervor por el latín cuando se le ha apeado de los altares y se le persigue en los planes de estudios. Esto último conduce a que, hace pocos días, se haya afirmado en escrito público que era latino el dicho célebre «Eppur si muove» con que Galileo supuestamente mantuvo su verdad cabezona frente a la tozudez vaticana.

Sin embargo, el más hermoso atropello contra la lengua madre lo cometió —no respondo de la certeza, pero se cuenta— el presidente de una comunidad autónoma, que, por pesadumbre del cargo, visitaba un recinto deportivo juvenil. Imaginemos la escena: mañana gloriosa con sol y pinos; frío tenaz, pero oxigenado; una pequeña multitud quinceañera ansiosa de proezas atléticas, a la que se obliga a escuchar al jerarca comunitario, el cual se encarama al podio de las arengas y pondera lo que hace su Gobierno para lograr una juventud elástica y limpia. «Nuestro esfuerzo se cifra —asegura el prohombre— en hacer realidad aquella frase que dice: Mens sana in corpore insepulto». Probablemente algunos muchachos se miraron con ojos perplejos. Estaban, era claro, insepultos; pero ellos creían que la frase propugnaba otra cosa: que su mente habitara un cuerpo sano. Que es como prosiguió el presidente: exhortando a todos a endurecer los músculos y a criar un cerebro portentoso. ¡Adonde había llegado la máxima de Juvenal, en la cual no se pide, por cierto, lo que suele creerse! El poeta, en efecto, suplica a los cielos salud del espíritu unida a la salud del cuerpo. Pero se ha entendido que la salud del cuerpo es necesaria para la salud del alma. Ello no resulta imprescindible, aunque no está de más. Lo sorprendente es el deseo del jerarca autonómico, que demanda lucidez mental para aquellos chicos insepultos.

He dicho que era ésta la más hermosa perla de nuestros modernos latinoparlantes. Exageraba. Dispongo de otra más valiosa. La capturé el 15 de enero en un diario madrileño. El autor de un artículo que se titula «Periodista de Radio Televisión», dice de un colega que es «alma pater» del diario que dirige. ¡Alma pater! Risurn teneatis… Pero no, no hagamos caso a Horacio, y riamos a pulmón lleno. A pocas personas debo tanta felicidad en los últimos meses como a este compatriota. Merece la medalla del Mérito Civil, la cruz de Beneficencia, incluso la laureada de San Fernando: debe ser contado entre los héroes quien, en estos tiempos sañudos, desata la carcajada de los ciudadanos.

Vengamos a cuentas. Entre las expresiones latinas más favorecidas ahora, está esa del alma mater. Se jubila, por ejemplo, un gerente, y, en el gozo de su despedida, se dice de él que ha sido el alma mater de la empresa. Impropio es que se le esté llamando «madre nutricia», pero el resbalón trasluce amor. Más adecuado resulta que, de un ama de casa al modo antiguo, afirme el párroco en sus exequias que fue el alma mater del hogar: la noble expresión latina estimula el grosor de las lágrimas. Pero es resueltamente raro que, del jugador que se retira, diga el presidente de su club que ha sido el alma mater del equipo: asombra lo de mater aplicado a aquel jayán. (No es ejemplo inventado: poseo recorte). Nuestros oradores, en trance laudatorio, gustan colocarse el alma mater en la boca como un clavel. Aunque está claro que, en general, no saben lo que dicen. Alma es el femenino de un adjetivo latino, almus, que significa «nutricio». Y también «bienhechor, maternal, bueno». Fray Luis de León, latinizando, empleó almo como adjetivo castellano en verso inolvidable: «Roto casi el navio —dice, dirigiéndose a su refugio campesino—, a vuestro almo reposo huyo de aqueste mar tempestuoso» (que es el mundo). También llamaron alma mater los poetas latinos a Roma, materna con sus hijos. Después quedó para designar exclusivamente la Universidad.

Pero los exageradores hodiernos le han arrebatado la exclusiva. No se contentan con llamar al elogiado alma (de la empresa, de la familia, del equipo), con el significado metafórico de «motor, energía, animadora», sino que, buscando mayor énfasis —ya sabemos que se logra mediante alargamientos—, añaden a alma (¡que, en la locución latina, no significa «alma»!: eso en latín, es anima) lo de mater, con lo cual el elogiado pasa a serlo en calidad de madre, y no de alma. Los locuaces imaginan que alma mater es construcción paralela a juerga padre; y no, no es lo mismo. Aunque lo creyó el aludido periodista de Televisión Española, le inquietaba, efectivamente, eso de mater aplicado a un varón. Y, de modo muy inteligente, por la vía de la lógica, ascendió a la cumbre del dislate llamando a su colega alma pater, padre amamantadora (así, en femenino).

¿Y si probaran a dejar Alma mater en paz, apta sólo para rectores inaugurando cursos[10]?

Lenguaje de Cámara

Debo padecer, con alguna frecuencia, la pregunta de si hablan bien o mal nuestros políticos, hecha con la intención que se supone. No suelo responder, por la obviedad de la contestación: algo tan fácil no vale la pena. Hasta pienso, a veces, que no sería procedente barrenar, que no se puede exigir a un diputado, en punto a locuela, más que a un catedrático, pongamos, o a un jurisconsulto, por referirme a oficios donde no escasean los prevaricadores. Pero hay ocasiones en que la cólera vence a mi escasa templanza, y me digo que no es injusto exigir a quien, en definitiva, vive de la voz pública, que tenga la cortesía de usarla bien, y que, si se deja maquillar el rostro para aparentar lustre en la pantalla, bien podría atildar un poco su expresión cuando la exhibe ante el gentío. Es lo menos.

No hace falta ejemplificar: en esto no hay rodillo, sino empate general. Milita en la oposición, por ejemplo, el diputado que clamó ayer mismo en el hemiciclo de San Jerónimo: «No hay Parlamento que sea hurtado del conocimiento de la política de defensa». Y a la mayoría gubernamental pertenecen quienes escriben lo que ahora diré: «Allegados son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos». El del hurto, diplomático de profesión, no era un parlamentario de los que allí encajan los partidos como abarrotes, sino, dentro de su modestia, un líder. Se dicen cosas así en el viejo Palacio de la Elocuencia, y no tiembla una teja; el augusto Templo de las Leyes no sufre ya ni un leve estremecimiento cuando en él se vulnera tan salvajemente el código del idioma.

Cabe pensar, sin embargo, que este lenguaje de Cámara sale así de chapucero por las dificultades que entraña la expresión oral, y que sería voluntad unánime en aquella Casa producirse en un idioma correcto. Por lo cual, debe suponerse que es vigilado atentamente lo que, por escrito, emite su monumental aparato administrativo. Pues no, tampoco esto ocurre, y pienso que vale la pena protestar, aunque la queja vuele derecha al páramo. Las leyes se redactan mal, muy mal a veces. Pero no me fijaré en ellas, sino en un documento parlamentario de menor trascendencia y máxima significación.

Vean ustedes. Mi amigo y paisano don Isaías Zarazaga es diputado del Partido Aragonés Regionalista. Lo cual no le impide, antes al contrario, lamentar las palizas que, con frecuencia, propinan los medios de comunicación al idioma español. Entre tales agresores, se cuentan, claro es, los medios de titularidad estatal. Movido por tal desazón, mi amigo dirigió una pregunta al Gobierno sobre la «protección y defensa del lenguaje» en tales medios. Desconozco los términos exactos en que aquélla fue formulada; tengo sólo en mi poder la respuesta que el demandante ha recibido, pues él mismo me la ha hecho llegar. Es un documento asombroso, que traslada al señor Zarazaga el secretario de Estado para las Relaciones con las Cortes, y que consiste en la copia del informe que, sobre ese asunto, ha emitido el director general del Ente Público RTVE. Informe tan testimonial, que es como si habiendo preguntado por la delincuencia juvenil al ministro de Justicia, éste hubiese remitido al diputado un navajero adolescente.

Comienza la respuesta del director general de RTVE, comunicada, según he dicho, por las Cortes, invocando unos llamados Principios Básicos de Programación, donde, por lo visto, pone lo siguiente: «Un aspecto esencial de toda programación de los Medios que inciden sobre dimensión [sic] de vehículos culturales es la preocupación por el lenguaje». Se estaría tentado de creer que este principio básico ha sido redactado por alguien que tiene una cuenta pendiente con el idioma castellano. Incidir por «influir»; dimensión, no se sabe en vez de qué, construcción surrealista, que arrastra esos vehículos culturales como pesados carros… «No puede olvidarse —continúa el Principio Básico— que el lenguaje de los medios (y muy particularmente la televisión) se asimila como forma canónica del habla culta, lo que quiere decir que se constituye en el principal patrón a seguir por la audiencia». Se deduce que el autor de estas reflexiones no enchufa jamás el aparato. Porque, dado que fluye por él «la forma canónica del habla culta», ya se habría dado cuenta de que es disparatado un giro como «muy particularmente la televisión»; y evitaría el pedestre galicismo patrón a seguir.

Continúa la respuesta informando al señor Zarazaga de que ya dispone el Ente de un manual de estilo, «con normas morfológicas-lingüísticas», sorprendente emparejamiento de términos, con concordancia en los dos y donde parece que lo morfológico difiere de lo lingüístico. El resto del informe está escrito en más apacible estilo que lo anterior. No entro a examinar el contenido, en el cual se manifiesta la elevada idea que tiene RTVE de sí misma como Ente cultural. Pero si es tanta su preocupación por el idioma castellano, y tan grande su anhelo de que éste salga por sus antenas «lo más claro y correcto posible», el documento enviado al señor Zarazaga no debía afirmar que «la lengua juega un papel importante», porque, en español, los papeles no se juegan, sino que se representan. Ni es lícito estampar sinsentidos, asegurando, por ejemplo, que Radio 3, en cuanto emisora experimental, busca nuevas formas expresivas, que incluyen «en ocasiones la incorporación de un lenguaje o léxico [¡!] entroncado con las vivencias más recientes que incorpora el argot popular». Cualquiera advierte que esta declaración es un camelo, donde se emplea vivencias sin saber qué es eso, y, para colmo, se las entronca.

Hay, además, en el documento, expresiones muy sorprendentes, como «promoción del lenguaje»; «poniendo especial énfasis»; «eje vertebrador»; «acción merecedora de destacada valoración», «personalidad del medio radiofónico»; premio «que ya ha cumplido su tercera edición»; «hito de la mayor relevancia»; «vehículo de identificación», etcétera. Son cosas que, en medio del caos idiomático en que vivimos, no serían chocantes; pero es que figuran en un documento dedicado a exaltar los esfuerzos inmensos del Ente Público para dar pulimento a la lengua. Sucede también que esos papeles han sido asumidos por una Secretaría de Estado de la Presidencia del Gobierno, al darles traslado a un diputado curioso de saber qué se hace en los medios oficiales para proteger el idioma nacional. Han sido convertidos en lenguaje de Cámara.

Yo, si fuera el señor Zarazaga, no podría evitar la sospecha de que al contestarme así, me habían hecho la mamola. Por si esta palabra no resulta familiar aporto la definición del Diccionario de Autoridades: «Cierta postura de la mano debajo de la barba de otro, que regularmente se ejecuta por menosprecio». Puede que el gesto no le esté dirigido a él —quizá me pase yo de escamón—, pero sí, de modo indudable, a nuestra común lengua española.

Diques de aeropuerto

¿A quién no le infunden respeto las artes de volar y sus gentes? Del que siento por éstas, testimonia la atención con que contemplo a las azafatas cuando, con voz en off, profetizan la caída de una mascarilla con oxígeno ante las narices del pasaje, si el avión —Dios no lo quiera— se despresuriza. Pongo los cinco sentidos en mirarlas, porque es cortés amén de grato, aunque, lógicamente, estas muchachas gesticulan desanimadamente y sin fe, dada la poca expectativa que despiertan sus instrucciones. Admiro, más, reverencio a la aeronáutica toda, y no querría que sus manes y númenes vieran en lo que voy a decir pullas castigables (viajo esta misma tarde), sino aportaciones constructivas dignas de loor.

Se entiende muy bien que la internacional del vuelo hable inglés: que hable lo que quiera, con tal que se entiendan unos y otros para pedirse o darse pista, y cosas así, estén donde estén, en Oslo o en Chinandega. Resultaría funesta la propagación de Babel a la atmósfera: que hablen inglés, y Dios con todos.

Pero sería digno, justo y saludable que, en tierra, respetaran la lengua natural del lugar. Así, el español en los países que lo hablan. Ignoro la causa, por ejemplo, de que llamen vuelos domésticos a los vuelos nacionales. Vuelos domésticos, salvo casos más bien raros de levitación, sólo los hacen las brujas, cuando deambulan por su casa, y las moscas. Si cuantos pululan por pistas y entrepistas deben poder identificar los camiones que abastecen de comida y bebida a los aviones, manténgase en ellos lo del catering; pero costaría poco escribir debajo provisiones alimenticias, o algo parecido, para quitar enigma a tales vehículos. Todo se andará, pero, por ahora, no todos los hispanos hablan la lengua universal.

Reconociéndolo así, quienes mandan en los aeropuertos ordenan poner en los letreros el término castellano junto al anglo. Eso está muy bien, aunque alguna equivalencia resulte sorprendente. Por ejemplo, a aquello señalado en inglés como finger, esto es, «dedo», se le denomina dique en nuestro idioma. Recibe tan dispares nombres cada uno de los tunelillos por los que, desde las salas de espera del aeropuerto, acceden los viajeros directamente al interior del avión. Tales túneles, bien es sabido, constan de una porción firme apoyada en columnas sobre el suelo de la zona de pistas, y un remate en acordeón, que se acomoda a la puerta del aparato. Vistas desde fuera tales construcciones, son largos apéndices, independientes y separados, que avanzan desde un fondo común. Contemplándolos así —insisto: desde fuera—, difícilmente podrían ser llamados tunelillos, tal como acabamos de hacer. En la denominación angloamericana, el punto de vista exterior es el que ha dominado: aquellos apéndices salen del aeropuerto como los dedos de la mano. Y, en virtud de esa visión, se ha creado la metáfora «dedo», finger, para llamar al artilugio. Metáfora que, pensada desde una conciencia lingüística hispana, da mucha risa, aunque funcione muy bien en la lengua donde nació. Es evidente que los responsables de rotular nuestros aeropuertos no podían aceptarla. «Entre usted en el avión pór el octavo dedo», le dirían a uno en el pupitre de la compañía, si estaba —cosa rara, y también inglesa— «operativo». «¿Nos enchufarán a un dedo?», se preguntaría con esperanza el pasajero aterrizando, temeroso de un nuevo viaje en autobús por las pistas. «¡Qué dedo tan frío!», comentaría la dama aterida que aguarda allí en montón para entrar en el «pájaro». Por eso, a nadie, estoy seguro, le pasó por la cabeza bautizar de ese modo el apéndice.

Resultando imposible la traducción, alguien recibió el encargo de nominar (porque esto es nominar: dar nombre, no proclamar candidatos). El experto llenó de aire el pecho, tomó carrerilla y lanzó su hallazgo como una jabalina: ¡dique! Después descansó confortado por los plácemes de jefes, subjefes y demás jerarcas del ramo. Y así, con la autoridad de no se sabe quién —el que manda en cada coto—, quedó bautizado el finger para los usuarios españoles. Supongo que, más o menos, algo parecido habrá ocurrido en las distintas repúblicas americanas, y es muy probable —ojalá yerre— que, a estas horas, el mismo objeto esté recibiendo varios nombres diferentes en los vastos dominios del castellano. Justo, lo que a todos nos importa evitar: que éste se nos haga trizas.

¿Por qué dique? Leo en el Diccionario qué es un dique («muro o reparo artificial hecho para contener las aguas»), y encuentro que hace falta imaginación más loca para bautizar así a aquel culebrón prismático, que para verlo como un dedo: no se advierte a qué agua o a qué otro fluido contiene con su hombro. Puesto el inventor a inspirarse en lo acuático, más obvio era muelle («obra que sirve para el embarque y desembarque de cosas y personas»); al fin, cuando el avión se ha posado y rueda hacia el edificio terminal, el viajero ve por su ventanilla unos «muelles», mutatis mutandis, como el navegante que llega a puerto. Pero cabían otras posibilidades: pasadizo, manga, fuelle… Varios nombres serían más aptos que dique.

El hecho prueba, a más de incompetencia, algo de mayor gravedad: la alegría con que cualquiera —y «cualquiera», a estos efectos, puede ser un ministro— cree tener poder sobre algo tan colectivo y multinacional como es nuestra lengua. Por supuesto, al bautizo de ese dique no fue invitada la Real Academia Española (ni, por tanto, las Academias de América y Filipinas con ella asociadas). Se hace caso omiso de que es la Academia, por real decreto de 1859, confirmado por el Rey Don Juan Carlos, una institución que debe contribuir «a la fijación del vocabulario científico y técnico». Y éste es el caso, por tratarse de un artilugio, nacido, además, en la órbita de lo oficial. De haber sido consultada la Academia, hubiera hecho, casi seguro, estas cosas: a) Enterarse de los nombres que el tunelillo tiene en todos los países hispánicos, b) Discutirlos en la Española y con las demás Academias hermanas, a través de la Comisión Permanente, para convenir en un nombre, c) Logrado el acuerdo con rapidez y, supongo, con facilidad, elevarlo todas las Academias nacionales a los responsables del transporte aéreo en cada país, con el fin de que el término fuese adoptado en todos ellos.

¿Ignoran las autoridades aeroportuarias las competencias que, en estos asuntos, poseen las instituciones académicas? Pues hora es ya de que ellas, y otras, se enteren, y de que colaboren a mantener la sagrada unidad del idioma. Advierto esto sin acrimonia, sonriendo: ya he dicho que viajo esta tarde y que, por tanto, las deidades del aire van a tenerme una hora en vilo, a su merced. En cualquier caso, ¿consideran inmodificable su dique los responsables de Barajas? ¿No podríamos empezar por donde se debe?

Especular, otra vez, y definir

La televisión, delicia nuestra, prosigue manando inagotables maravillas de lenguaje. Apena perderse tantas horas de emisión, porque, justo es reconocerlo, con sólo deleites no se vive. Por venturoso infortunio, no estoy lejos del momento en que el Gobierno me aparte de mis deberes universitarios, inútil ya, según sus leyes, por la edad. Pero me consuela de tamaña sustracción la perspectiva de pasar mis horas completas ante el aparato, sin abandonarlo ni siquiera para sorber la sopa boba de los viejos. Allí permaneceré gozando incontinentemente de la charla televisiva, admirando en ella, dulcemente idiotizado, la lengua española, pasión de mi vida. No puede imaginarse introito mejor para el tránsito.

A juzgar por las hermosuras con que me topo en mis desatentas incursiones por el medio, ¿qué prodigios no capturaré cuando le consagre todos mis sentidos, ya declarado lelo para el aula? No me resisto a conferir con mis lectores sobre algunos de los anticipos en que cifro mi beatitud de inútil oficial. Ocurrió el primero en la transmisión de una corrida de toros durante el último San Isidro. Rasgó el clarín la tarde entoldada para ordenar el tercio de varas, y apareció en pantalla esa cruel caricatura de lo ecuestre que compone el picador reventón afligiendo con sus arrobas al desvencijado caballito de los ruedos (un pobre corazón empavorecido, dentro de los cueros remendados). Llevaba el mínimo equino, no un ojo tapado, como es regular, sino los dos, y el locutor lo hizo notar: «El caballo lleva la cabeza vendada, en cuanto a los ojos se refiere». ¿Puede decirse de modo más engalanado? Tendrá nombre esa figura retórica, pero lo ignoro; lo más próximo que hallo en la panoplia de los primores de estilo es el llamado acusativo griego, lujo que Góngora, entre otros, se permitió «aliquando». Al escribir, por ejemplo: «Pastora… calzada / coturnos de oro el pie»; o «Desnuda el pecho anda ella», verso este último que así vertió Dámaso Alonso: «Ella anda desnuda en cuanto al pecho, es decir, con el pecho desnudo». Admirable locutor.

Siempre ha tenido el lenguaje de los comentaristas taurinos mucho de ático; este caso lo confirma. Y no se diga que algunos de los críticos deportivos les van a la zaga. Tales píndaros inventaron, en tiempos, llamar al fútbol «viril deporte del balón redondo», con el mismo alarde poético con que don Luis de Góngora denominó «rubio hijo de una encina hueca» al panal. Nada empece o significa en contra que un forzado de las ondas pronuncie «méksico», retransmitiendo un partido desde el mismo México: se justifica por lo absorbente de un trabajo que impide oír a los propios mejicanos. Poco importa tampoco que el mismo locuente advierta cómo un zaguero se ha ido alante, con casticismo del Avapiés. A cambio, como la mayor parte de sus colegas, muestra impar atildamiento explicando que aquel gol vestibular contra Brasil que no concediera el árbitro —miserable— hubiera permitido a España ser cabeza de su grupo. Usando ese tiempo verbal tan limado, en vez del austero concedió, manifiestan los retransmisores cuánto aspiran al estilo sublime de la oda.

Nunca se elogiará bastante tal designio, que resplandece estos días del Mundial como cualquiera de los jueves borrados por nubarrones del «Boletín Oficial». Uno de esos trujamanes semióticos —lo son: traducen a palabras lo que se ve— ha asegurado que un jugador «parecía que rozaba el fuera de juego, pero no: ya estaba inmerso en dicha falta». Loado Dios, que así enardece el ingenio humano: mucho hace falta para imaginar a aquel chico inmerso, sumergido, abismado en el off-side. Es metáfora que excede a cualquier invención de las preciosas molierescas, tan célebres por menos.

La elocuencia del benemérito ejército de los locutores deportivos, en Ultramar y aquí, toca techo en el uso que algunos hacen de dos verbos, con el cual va a hacerse el castellano Creso entre las lenguas. Se trata de los nuevos valores que adjudican a especular y a definir. Oigan ustedes.

Acontece con frecuencia que un equipo, o los dos, se aposentan en el centro del campo: parecen a gusto, inmersos allí. Recibe el balón un defensa, y lo remite cortésmente a un medio; pero éste lo devuelve al defensor, que lo larga con plausible equidad al otro medio. El cual abusa, tal vez, reteniendo el balón, sin considerar que otros aspiran a gozar de él: mas un contrario se le acerca tremolando la bota, y lo endilga al compañero de línea, que se lo pasa al defensa de antes. Pero la entrega queda corta, y se adueña de la pelota un adversario, el cual, lejos de irse hecho flecha hacia el otro marco, vuelve a empezar el rigodón al revés. Esto es, exactamente, especular en el neocastellano: ahora para ti, ahora para mí, te la doy, la quiero, y ojo con las áreas, que asan carne.

Son tan concienzudas tales maniobras, ese chotis bailado en una baldosa, que un genio idiomático halló el término exacto para designar la acción: aquellos chicos practican lo que, en su modestia, hicieron Aristóteles y Platón: perder el tiempo. Sin embargo, ocurre alguna vez que uno de esos pies cogitabundos se decide y chuta. Y que, por milagro, mete gol. El juego consiste en eso, tal es su fin, aunque al profano le parezca que el balón va y viene sin plan ni traza, vagabundeando y divagando, bordoneando, atorrante y bohemio, entre faltas. Pero éstas pueden delatar una gestación. El partido es como un vago embarazo, como una indecisa preñez, en que madura un nasciturus, quizá varios, tal vez ninguno. Nunca se sabe. De ahí que tanta indefinición acabe cuando un muchacho «se arranca y define», esto es, marca gol. En ese instante, todo lo que era especulación y abstracción se hace súbitamente concreto y sensible, definido, en suma.

Otro acierto espectacular, que sólo plácemes merece de cuantos hablamos esta vieja y ruda lengua castellana; los futbolistas especulan y definen: ¿no resulta bello? Es grande también la ventaja purista que esta última voz va a depararnos, pues sobran en el idioma el anglicismo gol y su familia. Ahora se meterán —o no— definiciones, y quien las meta será definidor.

Saludemos con alegría justificada estos usos neonatos en nuestra parla deportiva, y felicitemos a los afortunados inventores, sin olvidarnos de sus ascendientes, responsables genéticos de su talento.

Penalties

Hay dos maneras seguras de llamar la atención: haciendo las cosas mejor que el común o realizándolas de modo extravagante. No hay duda de que esta última es más fácil. Se admira a Gaudí, pero no se olvida al arquitecto que te mete un rascacielos en el ojo cuando contemplas un paisaje donde no debía estar. En cualquier caso, no carece de mérito el inventor de una rareza. Ya no lo tienen sus secuaces. Bien conocida es la sentencia que otorga el dictado de poeta al primero que comparó con una rosa a su amada, y el de imbécil al segundo.

No resultan hondas estas reflexiones, sino de arroyuelo; pero son las únicas que me autoriza el estío, que hace de Madrid caldera. Aún se me ocurre otra: ¿no es inmensa la grey de los que si oyen «flor» repiten «flor»? Y eso, se mire adonde se mire. Por ejemplo, a las retransmisiones deportivas de los audiovisuales. (Doy una pista para sospechar que ando todavía bajo los influjos idiomáticos del Mundial).

Verán: hace años, a un ansioso de notoriedad se le ocurrió ponerse un penacho idiomático de fabricación yanqui: renunció a la útil y sensata distinción hispana entre entrenar (oficio del entrenador) y entrenarse (práctica diaria del equipo o del deportista, que son entrenados), y, conforme al to train inglés, hizo que entrenar significara ambas cosas. ¿Dónde ocurrió la reducción anglicista? Tal vez en la América hispana; pero, dado el prestigio de los locutores ultramarinos (¡gooooool! ¡gol, gol, gol, gol…!, ¡gooooool!), la novedad prendió en el solar del idioma con la pujanza del jaramago en las ruinas de un castillo. Llegó pronto otra ablación del enclítico en calentar, «hacer ejercicios, antes de incorporarse al juego, para entrar en calor». Fue precedida tal mutilación de una fase en que los deportistas hacían «ejercicios de precalentamiento»; los cuales acabaron siendo «de calentamiento» a secas. Se forjó, por fin, el intransitivo calentar (¿qué es lo que calientan?), evitando calentarse, que el sentido común castellano exige (y el francés: s’échauffer), y adoptando servilmente el modelo inglés to warm up. Quizá sugiere calentarse prácticas poco convenientes para entrar en juegos estrictamente deportivos, pero no tanto que justifiquen tan cruenta amputación.

La última castración del -se que he observado en el lenguaje de los estadios la ha sufrido clasificarse. Los nuncios y paraninfos mundialistas, tras las primeras victorias de nuestros orlandos (a lo furioso aludo), empezaron a especular (porque ellos también especulan, en vez de conjeturar o hacer cábalas) acerca de las grandes posibilidades del equipo español para clasificar. Y, claro, no pudo, pues en el -se reside la esencia, presencia y potencia de la acción de clasificarse. Inmensa responsabilidad la de estos capadores de vocablos.

¿Qué es lo que permite tan instantáneos y extensos contagios? Porque cualquier disparate se propaga con la velocidad de la luz. ¿Cuánta es la fuerza que mueve a tantos —y no sólo en los medios deportivos— a proclamarse grey? He aquí otra mínima y significativa muestra: era normal hasta hace poco aludir al «tiempo reglamentario». Alguien discurrió que sería novedoso decir que faltaban tantos o cuantos minutos para acabar el «tiempo reglamentado». Parecía más personal, e igualmente correcto (aunque esto último tal vez no le importara tanto). Pues bien, desde hace poco tiempo reglamentario ha sido evacuado del léxico de los deportes, y sólo como excepción puede oírse. El tiempo es ahora, casi todo él, reglamentado. Lo cual no constituye infracción, sino prueba de una desoladora vocación orfeonista.

Sin embargo, nada alcanza el efecto extasiante de otra innovación, que prodigan por igual prensa y altavoces: el plural penalties. Por desgracia, lo hemos oído y lo hemos leído muchas veces, porque ha sido, en numerosos encuentros, recurso necesario para hacerles parir un ganador: ese sistema, en efecto, tiene bastante de cesárea. Produce, por cierto, grandiosa emoción. Acompaña al penalti el romántico patetismo del duelo, con sus pasos contados, armas a punto, y dos hombres tensos —dos sistemas nerviosos hechos cuerdas de violín— aguardando la señal del disparo. Las masas modernas añaden al momento el silencio de miles de gargantas, acongojadas por si uno mete o el otro para. Quien va a tirar, seguro que siente achicada la portería, reducida a la anchura de una rendija; al que la guarda, debe convertírsele en plaza mayor, más aún, en pampa. Y de pronto… Bueno, de pronto, España a España, porque falló.

El caso es que eso, fallar, les ha ocurrido a otros equipos, y que los cronistas han tenido que andar, un día tras otro, con los penaltis en boca o pluma. Pero no: lo que muchos han dicho o estampado es penalties. Obviamente, penalty es voz inglesa, cuya adopción por varias lenguas, la nuestra entre ellas, ha sido fácil, aunque combatida por algunos. En 1961, la Unión Sindical Francesa de Periodistas Deportivos propuso sustituirla por pénalité, y recomendó como variante opcional onze métres («el árbitro ordena un once metros»), calco del alemán elf meter; pero la gente allí ha seguido diciendo penalty, pronunciando, claro es, a la francesa, y formando también a la francesa el plural penaltys (frente a los penalties del inglés).

También en español se intentó en vano emplear penal, para designar el temible castigo. Porque el público, dueño absoluto del idioma, lo que reclama es penalti, con fonética hispana; y gusta de verlo escrito con la -i latina final. Lo cual implica que siempre se haya dicho y escrito penaltis. La palabra no figura aún en el Diccionario académico, pero cabe repetir la profecía de Unamuno ante otra voz ausente: «Ya entrará[11]». Lo probable es que se adopte con la forma penalti. Y lo seguro, que su plural no será penalties, lo cual sería aborto en castellano, donde, los niños lo saben, se añade -s (y no -es) a las palabras llanas acabadas en vocal. A nadie se le ocurre decir confeties, zurriburries, sirimiries o cursies. Salvo a los cursis, que pululan, ululan y se emulan en el esfuerzo por derruir el idioma que mamaron.

Adolecer

Pasa en todo; es como si este mundo nuestro se hubiera reblandecido y, casi de pronto, lo que parecía más o menos sólido hubiese alcanzado un punto de fusión próximo al de la plastilina. Costumbres, normas, creencias, respetos, lealtades…: todo ha entrado en un estado pastoso, en el que resulta arduo moverse cuando se tenían los pies —y la cabeza— acostumbrados a consistencias.

Tal vez éstas fueran malas, o injustas, o tontas. Y tal vez, cuando el magma cuaje y se consagre en formas nuevas, dé un resultado estupendo. Puede ocurrir que no cuaje y que sea preciso andar siempre sobre lo viscoso con esquíes. Los ciudadanos nuevos o reciclados ya saben hacerlo; los veteranos resbalamos a menudo, y aún más si pretendemos parecer ágiles maestros del patín. Hasta la cama del hotel se extraña; ¿cómo no va a producir desasosiego ver que marcan las horas del día los relojes blandos de Dalí? Sólo quienes no han conocido otros contemplan impávidos el paso del tiempo marcado por saetas arrugadas.

Llevo repetido ya mucho que el idioma —y no sólo el nuestro— ha entrado también en una fase magmática. Y que ése es el peligro que corre en la hora actual, no el que pueden suponer muchos vocablos extranjeros, los cuales, según ha remachado Emilio Alarcos en sus artículos de ABC, no ofrecen apenas riesgo; al contrario. Dije una vez que el extranjerismo no es nunca invasor: acude porque se le llama. Normalmente, porque hace falta. Suele ser importación rentable, gracias a la cual podemos vivir instalados en nuestro tiempo los sucesivos inquilinos de tierras y culturas. «El purismo es siempre pobre», afirmaba Voltaire. Algo peor; se trata de una manía de imposible cumplimiento. La vieja estirpe de los puristas y sus primos hermanos los casticistas, siempre tan socorridos peleles de pimpampún, se ha extinguido; e intentar alancearlos es como salir a caza de pterodáctilos.

No radica el mal en el barbarismo necesario (sí incordian los innecesarios), sino, como tantas veces he conferido con mis lectores, en los malos usos del idioma propio. Y ello, no tanto porque «atenten» contra él —aunque no resulta grato verle recibir pedradas—, sino porque son síntomas inquietantes de que algo anda mal en la cabeza colectiva de los hispanos. Es una vieja máxima pedagógica, francesa por cierto, que sólo se expresa bien lo que está bien concebido. Buffon, cuando dijo que «el estilo es el hombre», no afirmó aquello que muchos creen y tanto se repite en falso, sino que un pensamiento sólido se manifiesta siempre en un estilo terso y bien articulado. Ex contrario, cabe razonar que un lenguaje viscoso, donde las palabras flotan sin perfil seguro, constituye síntoma de flacidez mental.

Por ejemplo, me sobresalta hoy mismo un alumno universitario que, en carta a un periódico, y hablando también por otros estudiantes, afirma: «En este último decreto se nos alberga la posibilidad de repetir la selectividad». Este muchacho ha podido zambullirse en la Universidad con el verbo albergar bailándole por la cabeza. ¿Tendrá desatornilladas también otras muchas palabras tan corrientes? ¿Qué entenderá en libros y explicaciones? Claro que, en el polo opuesto, un catedrático, hombre público él —se define a sí mismo como «líder», con modestia y sensibilidad sumas—, ha declarado también hoy: «Soy cristiano, pero no quiero prevalecerme de ello». Quería decir prevalerme, pero el subconsciente le ha traicionado: su obsesión es prevalecer, aunque hunda los siete mares.

La pieza más fófa de nuestro idioma es, por supuesto, tema: ya no sorprende encontrarse con su cuerpo invadido por tal parásito. Pero aún me chocó recientemente oír a una directora de cine: «Es muy hermoso suicidarse por amor. Claro que uno puede suicidarse por cualquier tema». Entre otros, supongo, por ver determinadas películas. Los semiotistas soviéticos de Tartu sostienen que todo, incluso el cine, se crea bajo la férula modelizante del lenguaje. Y si ésta no es férula, sino natilla o lodo, puede imaginarse cuál será la criatura.

Por el momento, tengo otorgada la medalla del mérito papandujo al primor con que televisión nos obsequió en una reciente emisión deportiva. Refiriéndose a un equipo de fútbol, el locutor afirmó que «hasta ahora sólo ha cosechado malos éxitos». Pase lo de cosechar: también se siembran fracasos. Pero eso de los éxitos malos produce estupor. Si, como dice el Diccionario, y todos o casi todos creemos, éxito significa: «Resultado feliz de un negocio, actuación, etcétera», ¿cómo hay malos éxitos? Otra palabra hecha chicle, dispuesta para pegarse a cualquiera que salga por la boca. Esos ejemplos son accidentes particulares, fallos de la competencia, para decirlo chomskyanamente. No por ello testifican con menos contundencia de cómo el idioma está adherido con leves hilvanes a las meninges de muchos hablantes.

Muy general es, en cambio, el derretimiento que está sufriendo el verbo adolecer. He aquí un uso que lo muestra bien, sacado de una crónica deportiva: «El equipo adolece ahora de velocidad». Con ello, el cronista censura al entrenador el ritmo lento que está imprimiendo al juego. Del mismo modo, se lee que un mercado adolece de servicios higiénicos o que un gobernante adolece de comunicación con el pueblo. Frases que convierten en tachas lo que parecen méritos. Porque una multitud ingente de hablantes ha llegado a creer, por difusión rapidísima de un error, que adolecer significa algo así como «tener el defecto de que le falta» (velocidad, higiene; contacto con los gobernados, etcétera), cuando sólo quiere decir «tener el defecto de». Si se dice que un equipo adolece de velocidad se manifiesta que correr y mover el balón con trazos de relámpago constituye una chapuza y que lo bueno es jugar con languidez de minué. En vista de que el mercado adolece de instalaciones sanitarias, cabe suponer que las supriman. Y si comunicarse con el pueblo revela insuficiencia política, nada mejor que monclovizarse.

Obviamente, el verbo adolecer exige un complemento que exprese el defecto, la falta, la imperfección, el vicio, la carencia, la tacha, la lacra que se censura: «El equipo adolece ahora de falta de velocidad, de lentitud, etcétera». «Nuestras comunicaciones telefónicas adolecen de todo cuanto puede hacer aborrecibles las comunicaciones telefónicas» (cortes continuos —cada conversación son tres llamadas—, cruces, ruidos, chirridos, desvanecimientos de la voz…; ¿todos tenemos pinchadas las líneas?).

Perdón por el desvío: me iba hacia otro artículo que siento incontenibles deseos de escribir. Aquí sólo se trataba de ponderar lo gelatinoso que se ha puesto nuestro idioma. Y de llamar la atención sobre el aberrante empleo de adolecer. La Compañía Telefónica merece capítulo aparte.

Israel dispondría de la bomba atómica

Sabido es que, con una amplia base común, el lenguaje se halla compartimentado en jergas particulares de grupos, con su léxico y sus peculiares maneras de decir: jerga de abogados, de carpinteros, de pasotas, de psicólogos y demás. Entre ellas, según opinión muy difundida, se hallaría el idioma «académico», caracterizado por opalandas y corsés. Piensan muchos que en la madrileña calle de Felipe IV son expresiones favoritas: «Me levanto con el rosicler de la aurora», «Lo puso cual digan dueñas» o «Poseía la albura del jazmín». Yo juro, sin embargo, que si alguien —imposible— dijera eso allí produciría bascas. Jamás he oído, sentado ante la mesa oval, nada que no sea español normal y corriente; el cual no es idéntico al pedestre usado por quienes creen ser ágiles y modernos. (Tampoco, claro, se emplean los ajos y corderones que un alto tribunal, en reciente sentencia, ha definido como «interjecciones» [!] inocuas. Algo de Gramática —se ha comprobado experimentalmente— no sienta mal a ningún juez).

Pero si es falso que exista una jerga académica, nada más real que la jerga contraria adoptada por la Administración como señal distintiva. Se trata de una lengua que atenta contra el común sentir idiomático que la Academia intenta representar y coordinar. No hace falta subirse a los escalones más altos —la redacción de leyes y decretos, por ejemplo— para sentir vértigo: el nivel municipal proporciona inolvidables emociones.

Un amable profesor de una gran ciudad, ahora castellano-leonesa, que siempre se ha ufanado de la buena calidad de su idioma, me envía fotocopia de un documento del mes de junio, remitido al director del establecimiento donde enseña por el Centro de Salud del Ayuntamiento. He aquí su transcripción literal:

«Con motivo de la finalización del curso escolar le enviamos unas encuestas de evaluación del programa de salud buco-dental, esperando que sehan éstas distribuidas entre los profesores de 1.° y 2.° curso de EGB, para su debida cumplimentación. Le ruego sírvase colocarlas en el sobre que le adjuntamos, el cual pasaremos a recogerle en el plazo de cuatro días; bién en direción o portería de su centro. Agradeciéndole su colavoración y la de los profesores que han colavorado en este programa». Aquí, la firma que omito; y una nota adicional: «Tanto las encuestas como los sobres son totalmente anónimos».

¿Broma del redactor o testimonio siniestro de la cultura que se ha colado reptando en las oficinas? Me pronuncio por lo último, convencido de lo dicho: estamos ante una jerga administrativa perfectamente diferenciada frente al sentido común.

En el polo opuesto, más cerca de los rosicleres, existe otra: la de —¿quién lo diría?— ciertos cronistas deportivos de televisión, más afines, parece, al preciosismo de las damas molierescas que al bronco rugir de las canchas. Aparte el remontado pretérito en -ra («El equipo que el año pasado se clasificara en cuarta posición…») emplean un lenguaje de libro, que confiere al gozo del gol o del enceste que uno ve, el hondo valor del decir perfecto. Y así, entregar el balón un equipo a su propio portero se define como «acción de marcado carácter conservador»; una jugada inadvertida por el locutor no puede juzgarse porque «no se ha mostrado próxima a nuestro ángulo de visión»; la tarjeta amarilla que el árbitro muestra «es la tercera en el cómputo global de uno y otro tiempo», y el público aclama a un jugador, «cual si de un torero se tratase». ¿No procederá que desde este momento atribuyamos a estilo «deportivo» lo que otrora (¿se dice así en él?) se entendió como estilo académico?

A esa jerga de la información pertenecen con ya plenos derechos de vecindad nominar y nominación. Se vio qué explosión de júbilo se produjo en España el 17 de octubre al ser designada Barcelona como sede de los próximos Juegos Olímpicos. Infinitamente más que si, por ejemplo, su Universidad hubiera aparecido en el primer lugar del ranking mundial. Y compárese. Pero esto me conduciría a otro artículo, y éste es sobre jergas. Pues bien, todos pudimos oír el estallido de los audiovisuales: «¡Barcelona ha sido nominada…!»; «¡Barcelona gana la nominación!». Fue asombrosa la coincidencia en el barbarismo, gargarizado por mil laringes unánimes, todas de acuerdo para evitar los normales designar o elegir. ¡Barcelona nominada! Y así parecía mayor el triunfo, más gigantesca la victoria sobre París.

Ocurre que nominar significa en español sólo la acción de poner nombre: lo que Adán hizo cuando Dios le mandó que designara las cosas recién creadas. Lo que realizan quienes inventan un nuevo ingenio, para bautizarlo, o los magos del mercadeo para lanzar un producto. Sólo eso es nominar; pero to nominate posee en inglés más significados. El primero que se nos encajó fue el de «proclamar candidato» (para un Oscar; a la Presidencia de los Estados Unidos, etcétera); ahora, ese otro, con el sentido ya cubierto en español por designar, repito, o elegir y, a veces, nombrar. Henos, pues, ante una insignia particular de la jerga informativa.

Y sólo a ella pertenece también, cada vez más arraigado, el que podemos llamar condicional de la presunción o del rumor, el que aparece, por ejemplo, en frases como «Israel dispondría de la bomba atómica»; o «El detenido habría sido torturado». Lleva decenios este obstinado galicismo empujando la puerta del idioma, sin mayores consecuencias; pero en las últimas semanas ha podido verse en numerosos titulares de prensa. Y es puro francés: X rencontrerait Y prochainement.

¿Por qué ese avance repentino? Sólo puedo atribuirlo al afán urgente de los grupos por diferenciarse y jergalizarse. Esto, que parece normal cuando lo extravagante se emplea como señal de reconocimiento dentro de un grupo, produce asombro en quienes tienen como oficio el tráfico de informaciones con el objeto de difundirlas. ¿Qué sentido posee un lenguaje «periodístico» apartado del llano, corriente y vadeable? ¿Qué se logra pintando de colorines el vidrio, cuyo mérito consiste en la transparencia?

Nada más estimable que la pulcritud de dar por verdadero lo cierto, y por inseguro lo que es nada más que conjetura. El lector agradece esa deferencia. Pero el idioma cuenta, para advertir que algo no está comprobado, con propios y acreditados recursos; «Se dice…»; «Parece ser que…»; «Aseguran…»; «Es probable o posible que…»: ¡tantas fórmulas que se extienden de los Pirineos a los Andes! Por lo que se ve y se oye, el condicional del rumor ha sido liberado por fin, al parecer, de las formalidades impuestas por la ley de extranjería.

(Releo ahora lo escrito y me quedo con una aprensión: ¿parecerá que no participo del fervor patrio por la nominación de Barcelona para celebrar la Olimpiada? Quiero deshacer tal impresión, manifestando que ardo de impaciencia imaginando las proezas atléticas de 1992. Que ya he hecho bordar en mis pijamas los cinco aros olímpicos. Y que celebraré el aumento de los impuestos para que nuestra hospitalaria nación proporcione el trato que merecen a los héroes del músculo. Sólo me enturbia el contento una pregunta que me acucia insidiosa: de la Universidad, ¿qué?)

Cohabitar

Desde la conmoción electoral francesa, bullen por prensa y audiovisuales cohabitar y cohabitación. Pero, a diferencia de tantos vocablos espurios que son acogidos sin recelo, como si fueran hispanismos de toda la vida, a ese verbo y a ese nombre se les suele poner el sambenito de la cursiva o de las comillas en la escritura, o un relieve de rareza en la pronunciación de los locutores noticiosos. Con ello, se pretende —y se logra— avisar de que los redactores «saben» muy bien que tales palabras se están usando con acepción ajena, pues bien claro tienen que, en nuestra lengua, dos presidentes de aspecto tan austero, y de quienes es conocido su mutuo desamor, no cohabitan.

Parece, no obstante, tan graciosa y ocurrente la sugerencia, que tampoco se deciden a prescindir de esas palabras, sustituyéndolas resueltamente por convivir y convivencia, las cuales anulan el equívoco, y, en este caso, dicen exactamente lo mismo: que viven juntas dos personas (o, metafóricamente, dos instituciones de signo político opuesto). Cuando tales informadores nos dicen insistentemente que Mitterrand y Chirac cohabitan, o que les pasan tales o cuales infortunios en su cohabitación, es como si acompañaran su noticia de un guiño de ojo: por eso ponen las comillas o tumban las letras. Lo malo es que lo malicioso y lo pícaro, y hasta lo inteligente, dejan de serlo cuando se mantiene el ojo guiñado más de tres o cuatro segundos: el guiño, entonces, se hace mero párpado caído. Insisto: convivir y convivencia dirían lo mismo, sin la insinuación, patosa por persistente.

Al menos, según mi impresión, la sosa gracia del equívoco se produce a causa de las precauciones gráficas o habladas. Al prevenir contra él, llaman la atención (pesadumbre de toda prédica). Si se emplearan sin ellas las dos voces de moda, ya las tendría todo el mundo asumidas —ahora se dice así—, y, además (cosa que tal vez sorprenda a los que «saben» lo que significan), no se habría cometido pecado alguno de galicismo.

¿Por qué no se estigmatizan con alarmas orales y escritas tantos horrores que, como decía, son puro matute, y son acogidos, a pesar de ello, sin escama? Por ejemplo, el sábado 22 de marzo se coló uno por prensa y radio madrileñas, que puede causar estragos. Fue a propósito de una algarada en el Ayuntamiento ocurrida la víspera, sobre lo que en sesión plenaria se denominó laborización de plantillas (algún periódico empleaba la variante laboralización). Por los contextos, podía inferirse que era designada así la eliminación de funcionarios del Concejo amortizando las vacantes, y su sustitución por personas vinculadas mediante contratos laborales. Es evidente que hace falta inventar voces nuevas para designar las cosas nuevas, pero debe hacerse con más tacto. Porque esa cosa nueva no consiste en lo «laboral» (tanto los funcionarios como los contratados están por la «labor»), sino en lo «contractual». Laborizar, por tanto, no es palabra adecuada; y, para colmo, tiene una faz espantable.

Gustaría ver mayor humildad en las altas instancias al tratar el lenguaje. Según Feijoo, sólo podían innovarlo los poetas príncipes. Posiblemente los Ayuntamientos no cuentan con muchos, y deberían, por eso, andar con tiento. El de Madrid, hace ya mucho, cometió la pifia de peatonal, que formó parte de la herencia recibida, y que no pudo eliminar el llorado Enrique Tierno a pesar de su empeño en lograrlo. Lo de laborizar plantillas puede ser aún peor.

He traído esto a propósito de que muchas criaturas teratológicas pasan al lenguaje informativo (y, a través de él, al de todos) sin que nadie recele de su identidad, mientras que cohabitar y cohabitación siguen compareciendo con balizas. ¿Hacen falta, en rigor, tales precauciones? Son dos viejas palabras castellanas bien aptas para significar, sin comillas ni bastardillas, lo que tienen que hacer aunque les pese aquellos prohombres galos. Comparten significados y connotaciones con sus gemelas francesas, y no hay razón, por tanto, para emplearlas con tanta prevención. El Diccionario de Autoridades dice que cohabitar es «vivir en compañía de otro», con la glosa de que eso «principalmente se entiende de los casados». Principalmente, pero no exclusivamente. De ahí que el Diccionario actual desdoble esa significación en dos: «Habitar juntamente con otro u otros» (una manera de convivir); y «Hacer vida marital el hombre y la mujer». Ambas acepciones se corresponden exactamente con las que registra el Larousse, s. v. cohabiter: «Estado de personas que viven o habitan juntos», y «Vida en común de los esposos».

Ocurre, sin embargo, que, de los dos significados académicos, aquel en que todo el mundo piensa cuando se habla de cohabitar, es en el segundo; y en un tercero: el de copular sin necesidad de convivir, operación al paso, como de vendimia. Y son esas acepciones las que hacen picante lo que nuestros vecinos del norte han impuesto a sus dos máximas potestades. Ellos mismos se han divertido con el equívoco, dado que, en francés, cohabitation significa también, pura y simplemente, «concubinato». Pero es muy probable que se hayan cansado de esa pequeña rijosidad de adolescentes que la polisemia de tal vocablo sugiere, y que éste funcione ya como puro término político. Cosa relativamente fácil, dado que esos vocablos, en sus puras acepciones etimológicas, han tenido más uso en francés moderno que en español.

Pero ese empleo aséptico de cohabitar y de cohabitación es perfectamente posible en nuestra lengua, cuando nos decidamos a emplear ambas palabras con naturalidad en el sentido de «habitar o vivir juntos». Tenemos bien garantizado tal valor en textos de hace siglos, como la Vida de San Julián, del Padre Bartolomé Alcázar. Se dice en ella que el santo dispuso que «los que recibiesen el baptismo no cohabitaran con los no convertidos, por excusar el riesgo de la apostasía». Más claro que el agua está que el docto hagiógrafo no iba más allá de confiar al verbo la acepción de «convivir», sin pasar a mayores.

Por cierto, ¿y si ese riesgo de apostasía —ya que no el otro— fuera anejo a la cohabitación? Bien estaría que algún sanjulián hubiese advertido a Chirac del peligro de habitar con un socialista. Claro que puede ocurrir al revés, y que Mitterrand salga del trance hecho un forofo de la libre empresa.

Estrictamente personal

Cuando José López Rubio, nuestro estupendo comediógrafo, monta en cólera, no es que se suba a una metáfora: literalmente se encarama al quinto potro del Apocalipsis, el de la iracundia. Ya desde él, puede dar fríos fustazos. (Harto de intentar abrir la puerta de su cuarto del hotel con una llave torpísima, llama al conserje, éste la encaja con una hábil maniobra y abre. «Es que, sabe —le dice—, hay que encontrarle el tranquillo». Su respuesta: «No me interesa encontrar el tranquillo a ninguna llave. Sólo quiero entrar en mi habitación»). O bien, puede soltar las bridas a la montura, lo cual le produce una afluencia acuosa a los ojos, que le empaña la mirada, franca y limpia de ordinario.

Así llegó ayer a la tertulia, zarandeando una tarjeta como a un delincuente que hubiera atrapado al atracarlo. Nos inquietamos: su mirada se velaba tras un niágara. «Lean, lean ustedes». Era la invitación de una compañía nacional de teatro para asistir al estreno de una comedia de Lope subvencionado por el Ministerio de Cultura. Lo extraordinario, origen de su conmoción, era la siguiente advertencia: «Esta invitación, estrictamente personal, es válida para dos personas». Cuando todos estábamos sobrecogidos por aquel misterio casi teológico, Pepe López Rubio se apeó de la cólera como suele: con una carcajada.

Está ocurriendo mucho esa extraña confusión en el significado de las expresiones modificadoras de la cantidad. Meditando en ello, me sorprendió por la noche este comentario de la televisión: «La dictadura de Stroessner en el Paraguay es una de las que quedan en Latinoamérica. La otra es la de Pinochet, en Chile». Aquí, una impericia gramatical del redactor, o un disculpable lapsus por empleo excedente del artículo, permitía creer que en aquel continente, integrado antaño, por lo visto, en el Imperio Romano, sólo hay dos dictaduras. Como el redactor sabe que existen al menos cuatro, hizo decir al locutor una falsedad. Era un caso en cierto modo parecido al anterior: las cuatro dictaduras americanas son dos: la de Stroessner y la de Pinochet.

Parecen sencillas, sin duda, las referencias cuantitativas, pero muchos les oponen una fuerte resistencia meníngea. Hace poco se produjo la liberación del secuestrado señor Aguinagalde. Las circunstancias de la feliz y trágica operación fueron narradas por los informadores con una altura épica condigna del acontecimiento. Uno de ellos escribía: «Dos policías vascos se encontraban desplegados a ambos lados de la cueva». Quería decir que allí estaban situados, pero, asegurando que estaban desplegados, proporcionaba a la maniobra grandeza estratégica. Ignoro si una pareja en acción de combate puede desplegarse, aunque el verbo sugiere fuerzas mayores. En cualquier caso, situarse dos policías a uno y otro lado de un acceso, más parece que sea apostarse.

Problemas, pues, tremendos los de la cantidad. Un médico —¿quién será capaz de ponderar el tratamiento que muchos médicos aplican al idioma?— escribe un artículo divulgador sobre los riesgos de la gripe, que puede desencadenar complicaciones «como la neumonía viral, siendo entonces la mortalidad alta sobre todo si afecta a enfermos cardiópatas crónicos, etcétera». A muchos lectores como a mí mismo, se les habrá detenido el pulso. ¿Corre ese peligro quien padece torticolis? ¿O coxalgia, escrófula o podagra? ¿Afectará la terrible neumonía al palúdico, al ictérico o al varicoso? El doctor, con su olímpico etcétera, nos ha dejado a todos expuestos al siniestro mal, porque ¿quién no padece siquiera una jaqueca? ¿También la migraña constituye alto riesgo?

Sin salir de la clase médica, otro galeno dinamita mis rudimentarias noticias de química, afirmando que «las sales minerales son todas ellas necesarias, y especialmente el calcio y el hierro». En mi ignorancia de hombre de letras nunca me hubiera atrevido a llamar sales al Ca y al Fe. Pero él aplica una osada metonimia e identifica la sal con uno de sus minerales constituyentes. Otra audacia referencial.

Como la del periodista que ha sugerido la posible intermediación de España entre Gran Bretaña y Argentina, en sus penosos litigios. ¿No diría lo mismo pero mejor, mediación, ya que quien media está siempre entre dos o más? O el que acusa a los Estados Unidos de «injerencia en problemas ajenos», como si uno pudiera injerirse en los asuntos propios. Asombran las confusiones de partes y todo, de suma y sumandos; de términos relacionados con la relación misma; de magnitudes, de témporas.

Otras ambigüedades resultan también notables. Un viejo chiste las ejemplifica bien. Es aquel que cuenta cómo el oficioso empleado de un Banco le sopla a su jefe: «Señor director, tengo el penoso deber de denunciarle que Martínez, el interventor, cuando acaba el trabajo todas las tardes se va a su casa, recoge a su mujer en su coche y se van juntos a un hotel de mala nota». El director comenta con hipo regocijado: «¡Sí que es extraño capricho! ¿Por qué a un hotel pudiendo hacerlo en casa? Pero no veo que eso constituya ninguna infracción». El obsequioso funcionario, armándose de valor, le solicita: «Señor director, ¿me permite que lo tutee? Martínez, todas las tardes cuando sale de trabajar, se va a tu casa, recoge a tu mujer en tu coche…». Notable imprecisión la de nuestro idioma con los posesivos y la expresión de la propiedad o la procedencia.

Viene esto a propósito de un suceso contado estos días por la prensa, que tuvo por escenario uno de los países olvidados por el telediario de las dictaduras. Al imponer la medalla de la Orden de José Martí el Churchill de la isla al presidente de nuestro Gobierno, éste la agradeció diciendo: «Recibo esta distinción de un gran luchador de la libertad…». Un temblor corrió por el sistema nervioso de los teletipos: ¿quién era gran luchador de la libertad, el donante o el egregio poeta y patriota que da nombre a la Orden?

Alguna contrariedad ha debido de causar a nuestro presidente esta trampa de la gramática, de la cual, ni Cervantes mismo pudo librar a uno de sus personajes, la ventera, cuando ésta confesó: «Anda lo de mi marido por esos suelos, que es vergüenza». Por lo cual hubo de aclarar enseguida: «Digo, el peine». Don Felipe González no elucidó a quién se refería, por las circunstancias o por la evidencia, pues él conoce bien al personaje que le clavaba en el pecho aquella joya. Y recordaba, tal vez, versos del gran Martí, aptos pero imprudentes para la ocasión: «Estimo a quien de un revés / echa por tierra a un tirano». Mencionarlos hubiera supuesto injerencia en problemas ajenos.

Permisivismo

Era domingo, y la playa de mis agostos estaba impenetrable, aunque ya doblábamos el cabo de septiembre. Miles de cueros absorbiendo sol; parejas con paletas devolviéndose la pelota al cogote del prójimo; criaturas llorando desconsoladas al borde de un cubo de plástico; madres santas o políticas vigilando en silletas de lona la bolsa del condumio, y oreándose las piernas varicosas; incesantes tablas de wind-surf avanzando como arietes contra el muro de carne alzado en la orilla. Del mar, el menos: apenas se adivinaba tras la barahúnda. Sólo algunos top-less bisoños, castamente blancos, creaban al pasar cierta intimidad de alcoba. Atractivo, sin embargo, no tan poderoso que me incitara a afrontar un baño entre los excrementos flotantes del día: en todo aquel litoral inmenso y pletórico no hay otro sitio, bares aparte, donde hacerlo. (Autoridades sanitarias, ¿estáis ahí?, como pregunta en televisión un presentador a la pantalla electrónica).

Opté por quedarme en una terraza, con un par de periódicos, que siempre dan que leer. Y fui anotando en la libretilla con que me acompaño observaciones apresuradas sobre cómo dicen las cosas. Ya en casa, con el otoño acechando, las desacelero.

La primera dice: «Obispo: permisivismo». Sí, era un señor obispo, que, aquel día abominaba justamente del permisivismo moral de nuestra época. Mucha debía de ser la indignación que le inspiraba tal exabrupto idiomático. Anoté al lado: permisividad. Claro. El abstracto de permisivo —si este adjetivo se acepta— debiera ser permisividad, como el de pasivo, pasividad. Es cierto que tenemos también exclusivismo, positivismo y otros; pero en número mucho menor que los formados con aquel sufijo.

Está, además, el buen gusto que a nadie exceptúa, y que podía haber sugerido al prelado el término tolerancia; y, si quería andarse por las ramas bastas del léxico disponía de aguante y tragaderas. Eso es lo que tiene nuestra época, gran digeridora, muy capaz de engullir el permisivismo de la cólera obispal.

La nota siguiente de mi cuaderno está más elaborada. Casi le di forma de carta, estimulado por el artículo de un embajador. Allí, en la terraza playera, con una cerveza delante, sentí necesidad de decirle lo que ahora le digo, tras poner orden en los apuntes que tomé.

Querido amigo: ¿hará cuarenta años que no nos vemos? Tú por ahí, defendiendo lo español —¡qué gallardo tu artículo!—; yo, más cerca, liado con la intrascendencia. Reanudando, te pregunto: ¿por qué dices refiriéndote a un mandarín nicaragüense: «En el curso de un almuerzo, le abordé el tema»? Te han hecho contacto dos cables. Por uno circula la construcción abordar a alguien para hablarle; por el otro, abordar un asunto, o, como dices, un tema: sacarlo a relucir. Y una de dos, o abordaste al sandinista, o abordaste el tema. Lo imposible era abordarle el tema al sandinista. Perdóname esta pedante corrección: preferiría darte un abrazo. Pero me viene bien tu dignidad diplomática, como antes la episcopal, para atenuar la idea de que sólo soy fiscal de informadores. Ocurre, simplemente, que a ellos los leo y oigo más. Pero ¿verdad que el medio pelo expresivo nos crece a todos, por debajo de mitra, bicornio, birrete o boina?

Por ejemplo, eso que tú dices: «Me enteré por la prensa que…» Te aseguro que es comunísimo, por muy deplorable que parezca. (Sin darme cuenta, me he puesto a monologar contigo. Mejor sería dialogar, fíjate, ¡cuarenta años!) Pero son legión los que hacen una higa barrio bajera a la elemental construcción enterarse de que. Con esto, con el vaivén de las preposiciones, el idioma sufre unos empujones tremendos. Mientras me llega ensordinado el rugido playero, he anotado algunas barbaridades de estos diarios de hoy. Sólo para cerciorarme de que te acompañan legiones en el error.

Así, una noticia afirma que ciertos fiscales «tienen interés de mantener una polémica pública». Otra, que el marido de Carolina tiene «obligación a presentarse» ante unos magistrados que esclarezcan su paternidad de impotente. Se dice, en la misma columna, que «dos ciudadanos son acreedores de una explicación suficiente» Y, poco más atrás: «En relación al salvaje apaleamiento…». Son fáciles, ¿no?, los regímenes interés en, obligación de, acreedores a y en relación con. Pues ahí los tienes violados, asesinados y echados a la fosa común.

He apuntado muchos más: «Protesta a las recientes aprehensiones de barcos»; «La disposición del Gobierno de llevar una serie de medidas»; un equipo de fútbol «tiene ocupado (?) el cupo de extranjeros en dos jugadores». A veces, como a ti te ha ocurrido, la preposición se esfuma: «No profundicemos si toda la culpa fue de él». El baile prepositivo es de sábado noche.

Para que veas lo que se escribe, fíjate en esto: hubo en un accidente «heridos de distinta consideración». El redactor no sabe que el complemento de consideración no admite grados, y no quiso decir, a lo llano, que hubo heridos de diversa gravedad o importancia. Con pareja insensibilidad, un colega del anterior estampa en primera página: «El Gobierno francés, en conformidad con el español, decidió expulsar…». Otro fallo preposicional. Él quería decir de conformidad, esto es, «de acuerdo», pero le salió eso otro, que significa «con arreglo a». («En conformidad con lo dispuesto por la ley, cesa…»)

Si de algo alardea el lenguaje periodístico es de agilidad: lo habrás oído siempre. Se diría que apenas se mete el idioma en una rotativa, le entra el aerobic. Alguna vez habrá que desmontar esa patraña; no tengo espacio ahora, pero ahí van casos de hemiplejía expresiva. «Ambas reformas han levantado una feroz crítica… Críticas también se han levantado con la afirmación del ministro». Se advierte al redactor tan orgulloso con su hallazgo de levantar críticas, como si fueran falsos testimonios, que regala a su prosa un bis. Como este otro, para quien las condiciones «se centran», y lo repite: «Las condiciones básicas se centran en la existencia de un detector… Otras de las condiciones se centran en que el emplazamiento…». O como esta cronista, que escribe burbujeante: «Como puntilla de la fiesta, recordar que las casi veinte mil pesetas que costaba la fiesta fue un handicap para muchos».

La gracia de ciertos disparates retribuye, a veces, pelmadas como las anteriores. Así, por ejemplo, la tierna recordación de que un doctor «ha cumplido tres años al frente de un programa radiofónico», lo cual pulveriza la precocidad de Mozart o del niño Picornell. O la puntualidad en señalar que cierta información se ha tomado «en fuentes de bomberos». O la oferta de tresillos que hacen «los mayores especialistas de la piel». O la precisión de que un desfile procesional transcurrió «con respeto sepulcral». Y, por fin, la hazaña del barón Thyssen en la fiesta de antes, la del handicap. A pesar de su altura, le era imposible vislumbrar a su esposa, y no dudó en subirse a una silla, «gesto que ha contribuido a ganarle la admiración de todos».

No te canso más, recordado amigo, con más desatinos de los que acechan en cualquier página de los mejores periódicos (sí, y también de muchos libros, documentos oficiales, sentencias, dramas…). Esto del idioma anda manga por hombro. A nadie importa. Es el permisivismo de que habla Su Ilustrísima. A quien ofrezco otro término mejor que el suyo: indiferencia.

¿No notas cómo nuestra Península se encoge más de hombros cada día? En todo. Y las islas.

Lenguaje depurado

El Parlamento ha aprobado recientemente, con el apoyo del partido mayoritario, una proposición no de ley que invita a la Real Academia Española a revisar su Diccionario con el fin de eliminar todos los términos atentatorios contra la condición femenina. Se trata de retirar, por ejemplo, mujer pública, cuyo significado hiere en cotejo con el de hombre público.

Nuestros legisladores han probado con tal decisión su voluntariosa capacidad resolutiva: basta con eliminar el espejo para que la fealdad se esfume. Justamente el espejo ha sido tomado muchas veces como término de comparación para explicar cómo el lenguaje reproduce pensamientos y actitudes de la sociedad que lo habla, reflejándolos. Pero nadie, hasta ahora, había pensado que pudiera ocurrir lo contrario, y que destruyendo la imagen desapareciese lo reflejado por ella. Descubierto el principio, emprendámosla con todo cuanto el Diccionario contiene que pueda resultar ofensivo, no sólo para las mujeres —¿por qué ese privilegio?—, sino para tantas otras criaturas denigradas por el léxico. Vengan, pues, otras proposiciones no de ley.

Empecemos por ciertos hombres. Son muchos los que tienen perfecto derecho a exigir que se borren los vocablos que escarnecen con ruda crueldad su peculiar naturaleza, como marica (y sus aumentativos), sarasa o manflorita. Palabras del tipo cornudo, cabrón o novillo ofenden gravemente a otros varones, muchas veces tiernamente inculpables. Pero estas últimas designaciones deben hacer clamar a todos los amantes de los animales, que han de sentirse autorizados a exigir de sus representantes parlamentarios un enérgico exhorto a la Academia para que apee enseguida docenas de vocablos con que los humanos dominantes nos hemos cebado en la inocente naturaleza de aquellos. ¿Cómo admitir sin sentir cólera que se empleen términos como bestia, animal, bruto, asno, burro, pollino o mula para calificar a sujetos de nulas entendederas o de aberrante comportamiento? ¿Debe ser lícito llamar a un ratero zorro (de zorra nada hay que decir), a un sucio puerco, a un loco, cabra, a un mal bailarín oso, a un chupasangres chacal, a un carroñero hiena, a un dormilón lirón, a una criadita marmota; y foca, vaca o ballena a una dama metida en carnes?

Todo esto, y más, ocurre sin salir de los mamíferos, que no son los peor considerados en esta acción de injusticia idiomática total que con ellos cometemos.

Si entramos en otros grupos zoológicos, lo que ocurre infunde pavor. Descorazona nuestra falta de equidad al designar a la fea con el nombre elocuente de loro, y con el también distinguido de cotorra a la charlatana. No es menos cobarde por ejemplo el canario flauta que una gallina, y, sin embargo, esta útil ponedora sirve para infamar a los pusilánimes. Pensemos en lo que ocurre con los encantadores reptiles: la sabandija, la tortuga, la víbora, el caimán, el lagarto, el camaleón… Descendiendo en la escala, topamos con animalillos todavía más indefensos, que no escapan a nuestra injuria: la lombriz, el gusano, la sanguijuela, el parásito, la polilla, el moscardón, el piojo, la cigarra, el tábano… ¡tantos!

No, no es justo que el Parlamento limite su acción no legislativa a sólo las mujeres. Seguro que ellas no desean ser excepcionales, y aspiran a que tanto los hombres como los animales disfruten de idéntica justicia. ¿Por qué los carreteros —ahora los camioneros— han de llevarse la palma de los tacos, si las damas, en número creciente, los expelen también? Estoy seguro de que los «truismos» no son sólo cosa de machos; ni tampoco las tonterías: y, sin embargo, se atribuyen a Perogrullo y a Abundio con total obstinación. No está tampoco claro que sólo los patriarcas se queden anchos y que corresponda a los sargentos en exclusiva la potestad de ser mandones. Pero ¿por qué abreviar con más ejemplos un trabajo que debe hacer la Academia?

Removido y cambiado este fundamental aspecto de la convivencia por el poder legislativo, no podemos descuidar el hecho de que el idioma nos enfrenta también a otros grupos humanos, y que hasta nuestras relaciones internacionales peligran. Para empezar, es racista atribuir a los negros la pertinaz manía de currar. Siendo tan íntimas las relaciones con China, ya no procede que a nadie se le engañe como a un chino. Hacer el indio es expresión que hemos de borrar de nuestros labios. Igual que no conviene llamar cafre, zulú u hotentote a un semejante, con ánimo de injuria. Dada la consigna, arrasemos el idioma.

Yo no sé si el Parlamento ha antepuesto la reflexión a su chocante medida. Personalmente, prefiero reaccionar con algún humor, pensando que ha sido un simple desliz. Porque, considerando en serio el acuerdo, habría que preguntarse con cierto rigor hasta dónde puede llegar la acción parlamentaria democrática para que no caiga en puro despotismo. Y, entrando en el fondo de esta concreta resolución, sería preciso cuestionar si los parlamentarios que la votaron saben con exactitud cuál es el papel del pueblo en los avatares de un idioma, qué es un diccionario, y cuál la función de la Academia. Resuelto esto del modo que imagino, la conclusión que se sacara vale más callarla.

«Sponsor»

Hubo un tiempo en que gozaron de extraordinario predicamento los «protectores» de señoritas pobres con vocación escénica. Aparecían en novelas, en comedias y no resultaba imposible entreverlos en salones y casinos. Don Hilarión sólo fue un boceto imperfecto de ese espécimen erótico en que paraba el viejo rijoso al envejecer. El «protector», en su pleno desarrollo, no se conformaba con ir de verbena a refrescarse con limonada: era lobo al acecho de la infeliz. Don Hilarión en definitiva, con lidia más tranquila, podía haber desembocado en marido, como cualquier viejo moratiniano; el protector, por el contrario, nunca acababa así, porque ya estaba casado o porque hubiera perdido el prestigio de calavera que le procuraba la pública clandestinidad de sus relaciones con la huérfana (de padre) aspirante a cupletista.

Ya no existen los protectores de esa estirpe. Porque ahora enoja el disimulo, y porque otra palabra permite hacer más técnica la relación entre una desvalida y un anciano altruista que se desvive por situarla: éste se llama sponsor. Conocí ese término hace seis años, cuando almorzaba con dos amigos en un restaurante de Barcelona. Entró allí, en efecto, un vejestorio, arcaica gloria del espectáculo norteamericano, con un monumento ambulante de veinte años. Ella pasó ante nuestra mesa sin mirarnos, pero él se detuvo a saludar a uno de mis acompañantes, importante ejecutivo de una televisión ultramarina. El cual preguntó a la celebridad vetusta: «Qué, ¿su nueva novia?»; a lo que él contestó, poniendo ojillos de senil malicia: «No, mi amigo; sólo la esponsorizo». Reímos con la respuesta; yo, más que nadie, porque no la entendí, y no quería ejercer de tonto en fuera de juego. Me quedé fastidiado, no obstante, por no saber qué es lo que hacía el carcamal a la compacta morena. Así que, libre ya del almuerzo, me sumí en una librería a consultar, como gorrón, un diccionario. En él hallé «Sponsor: patrocinador; verbo: patrocinar, apadrinar». Acabáramos.

A pesar de que ese topetazo mío con tal vocablo ocurrió en circunstancias tan gratas —aparte la fugaz visión de la bella, bullía en nuestra mesa un tropel de cigalas—, deseé no encontrármelo nunca más. Vano deseo, porque el topetazo se ha ido repitiendo cada vez con mayor frecuencia; y no sólo a mí me sucede; todo hispanohablante se encuentra con tal palabra no menos de cuatro veces por día. No, por supuesto, en aquel sentido de protector de espléndidas desventuradas, sino en el de persona o entidad que contribuye económicamente a que sea posible una actividad deportiva; esto es, en la significación que ya ocupa plenariamente en español patrocinador. De igual modo, sponsorizar (algunos le anteponen piadosamente una e- al escribirlo) intenta desalojar al legítimo patrocinar, y sponsorización o esponsorización empuja con vigor a patrocinio.

Ahí están, incordiando, esos anglicismos traídos y llevados por los expertos publicitarios, fascinados por —porque fascinan— los vocablos exóticos. Sponsor (que es, por cierto, voz latina; significaba, entre otras cosas, «garante» y «padrino de un neófito») adquirió en el inglés americano, hacia 1930, el sentido de «empresa comercial o persona que paga un programa no comercial de radio (o de televisión) con la condición de que se le mencione en él». Era una forma de publicidad atenuada y más elegante. De los programas audiovisuales, el sponsor pasó a esponsorizar equipos deportivos a cambio de que su nombre fuera estampado en carrocerías, camisetas o calzones.

El término sponsor saltó a Francia hace unos quince años; poco después, hacia 1975, se forjó allí el verbo sponsoriser. Tal vez recibimos ambos vocablos por intermedio del francés, aunque los publicitarios de toda Europa abrevan ya, directamente, en las fuentes yanquis. En cualquier caso, la penetración de ambas palabras en España parece posterior: ya he dicho que las desconocía —aunque eso significa poco— en 1980. Son, en todo caso, criaturas jovencísimas, a las que no tardará en incorporarse su hermana esponsorar, (dado que nuestros vecinos galos han dado, últimamente, en preferir sponsorer a sponsoriser). Tiernas criaturas, en efecto, y perfectamente sobrantes. Admirable ejemplo, por otra parte, del culto idolátrico que la publicidad tributa y rinde al extranjerismo, sin el menor miramiento para otros valores que no sean el de vender. Porque es evidente que la serie patrocinador, patrocinio, patrocinar cubre con exactitud el campo significativo de aquellos anglicismos. Véase, si no, cómo define la Academia patrocinar: «Sufragar una empresa, con fines publicitarios, los gastos de un programa de radio o televisión, de una competición deportiva o de un concurso». Se admite, pues, que puede haber patrocinios interesados: el ámbito significativo original del vocablo se ha ensanchado para que quepa en él, justamente, lo que en inglés significa to sponsor. Del patrocinio antiguo sólo podía esperar quien lo ejercía un beneficio moral. Hoy, el delirante mundo del comercio permite que, patrocinando, se intercambien servicios —te pago y tú me nombras— con provecho para ambas partes. Pero ello no justifica que se introduzca un neologismo: el idioma se había acomodado ya ante la nueva necesidad, había añadido una nueva acepción a patrocinar: la que figura en la última edición del Diccionario.

Pero la innovación triunfará; es inmensa la potencia de toda novedad. Sponsor y su séquito no sólo desplazan a las palabras españolas correspondientes, sino que invaden el terreno de conceptos vecinos, como el de mecenas: ya se buscan, se solicitan y hasta se encuentran sponsors que apoyen ciertas manifestaciones culturales: ediciones, conciertos, exposiciones, montajes teatrales… En el extremo más degradado del término, ya lo vimos, se puede esponsorizar a nenas (o a nenes: va en gustos) de vehemente talento. Pero entre esos polos que ocupan el mecenas y el «protector» queda un amplio friso de vocablos que están o pueden estar amenazados también. ¿Por qué becarios y no esponsorizados? ¿No deben combatirse las funestas recomendaciones buscando, en su lugar, esponsorizaciones? Para ello habrá que procurarse sponsors, ya que no padrinos; éstos, lo hemos de ver, perderán también su nombre en los bautizos, en las bodas, en las alternativas taurinas.

Esa pequeña familia americana lleva todas las de ganar: permite referirse a muchísimas cosas, evitando, por tanto, el enorme esfuerzo de buscar la palabra que corresponde a cada una. La tendencia triunfante en el léxico es ésa: anular los matices, llamar tema a todo y filosofía a nada.

Nuestros niños de hoy habrán de ver —y no siento perdérmelo— cómo se llama a Santiago el apóstol sponsor de España[12].

Hegemonía

«Ella acaba de triunfar en Las Vegas…» El refinado presentador de televisión empieza así la loa que abre camino hacia la pantalla a la formidable estrella que va a cantar. No sabemos a quién o a qué se refiere ese ella propinado como introito. Sólo al final de su ditirambo revelará el nombre de la eminencia: ¡Edith Stevenson! El pulido presentador, «quod candidos habet dentes», porque tiene dientes de escarcha, sonríe de oreja a oreja, satisfecho de haber clavado un rejón a la lengua española. Si dijera, como debía: «La cantante que vamos a escuchar acaba de triunfar en Las Vegas», se parecería poco a los héroes yanquis de la antena, con lo cual sería su mérito más escaso. Produciría, además, menor suspensión; aquel giro, por lo contrario, prende los sentidos de quien escucha, por el hecho simple de ser extravagante, y porque deja los ánimos ansiosos de colgar aquel ella a un nombre propio. Tensa el arco de nuestra curiosidad, hasta el punto irresistible en que dispara la flecha del nombre anhelado (y, tal vez, desconocido). Si ese modo de hablar triunfa, preparémonos a contar, llegando furiosos a casa: «Él me ha puesto una multa. El muy cafre no ha atendido a razones. Yo sólo había detenido el coche en doble fila para tomar una copa. Cosa normal, ¿no? Era un policía municipal».

Chocar, pasmar, maravillar…: son los verbos que mueven la lengua de tantos locuaces, aunque hablen con el vientre (o con más sur). Y, al servicio de esa furia exhibitoria, ponen en marcha el énfasis o el descoyuntamiento de las significaciones, tomando los rábanos por hojas. No se paran a averiguar: sueltan cuanto les viene a la boca, sea gargajo o destilado humor gongorino.

Así, el que informa que en una de las actuales inmundas guerras se han pactado «cien días de alto el fuego». A los combatientes se les va a dormir el dedo, de tenerlo tanto tiempo inmóvil en el gatillo. Porque alto el fuego es la orden que da el oficial para que cesen los disparos, por cualquier causa. Pero si ésta es un convenio que establece un silencio bélico, se produce una tregua, voz definida en el Diccionario como «cesación de hostilidades por un determinado tiempo». Demasiada sutileza, sin duda, para el escribiente bombástico.

La parla militar seduce hoy a muchos, y le roban expresiones con el acierto que se ve, o la convierten en metáforas de errada puntería. (Mal síntoma, claro, este de explicar lo que pasa en términos guerreros). Narrando qué ocurría el día de las elecciones vascas, una locutora de pantalla anunció, en hora de máxima expectación: «Vamos a conectar con los cuarteles de invierno de los diversos partidos». Imagino que produjo perplejidad general: ¿qué hacían, en pleno otoño, los partidos metidos en sus cuarteles invernales? Y ¿por qué se ponían a hibernar cuando tenían que andar a la rebatiña de escaños? Énfasis, énfasis; a la linda vizcaína no le bastaba con decir «sedes», «locales» o, incluso, si a lo remontado se inclinaba, «cuarteles generales». Ignoraba qué eran los cuarteles de invierno, pero debían de sonarle a mucho. Y es que, cuando oyó hablar de ellos, no tuvo la franciscana humildad de preguntar: «¿Qué son?».

Informó luego de que los nacionalistas estaban «cosechando mayor respaldo», porque cosechar, aunque resulte insensato en tal contexto, le pareció más enorme que obtener, lograr o alcanzar. En esa misma vena inflada, y con motivo de la dimisión del señor Fraga como jefe de la oposición, ha podido leerse que «ejerce plenamente desde ayer como un diputado más». Lo cual, como decimos por Salamanca, que está muy bien eso de ejercer plenamente de poco. Dígase, pues, que en España ejercen plenamente de parados tantos o cuantos millones (que ya no se sabe, por los submarinistas). Pero, a pesar de su degradación, la ubicuidad del decaído permanece, leído el testimonio del mismo informador, según el cual, apeado de su asiento, «fue a sentarse junto a los demás diputados». No es nimio el volumen del señor Fraga; parece, sin embargo, hipérbole que posea perímetro bastante para establecer juntura con más de cien diputados. El narrador intentaba, tal vez, decir que tomó asiento entre o con ellos, a ejercer plenamente de uno más.

Gran desastre, este de AP, admirablemente glosado por un cronista, días pasados, el cual demandaba para el partido un líder que pueda «confrontarse con Felipe González». Como confrontarse significa «estar o ponerse una persona o cosa frente a otra», bastará con que ese personaje se plante ante el presidente del Gobierno y le mire a los ojos; no parece difícil para un político, aprovechando un momento de descuido. El trabajador del bolígrafo quería decir enfrentarse con. El «rock» de los prefijos es de aquelarre.

Dentro de esa crisis aliancista, leo: «Herrero de Miñón es superior a Osorio en el dominio del Parlamento». Énfasis gigante y con chorreras: ¿qué demonio de dominio será el del señor Herrero cuando no consigue colar ni siquiera una enmienda liliputiense? Obviamente, no es dominio lo que ejerce el primero, sino que, en opinión del opinante, es más hábil o brillante o persuasivo en el palacio de frente al Palace.

Aun ese vocablo, dominio, parecía incoloro a otro comentarista político, que venteando aires vascos, profetizaba la víspera de los comicios autonómicos: «La hegemonía del partido que gane será de dos o tres escaños». Pues ¡vaya hegemonía! Consultemos el Diccionario: «Supremacía que un Estado ejerce sobre otro; como Macedonia sobre la antigua Grecia». Eso sí que lo era; o la actual de las superpotencias. Un poder grande sobre otros poderes, una preponderancia magna, un imperio abrumador: tal es el significado de la palabra, introducida del griego antiguo por los franceses a principios del siglo pasado, e incorporada a nuestro idioma hace cien años. Aguantaba bien pero se nos ha puesto tan mustia últimamente, que ya sirve para expresar que un partido cuenta con dos diputados más. Pronto, si el partido es de fútbol, afirmaremos que el vencedor impuso su hegemonía por un gol. O advertiremos: «No hables con el marido; dirígete a la mujer, que es la hegemónica».