Valorar positivamente (o negativamente)

Cuesta mucho trabajo imaginar cómo la Humanidad ha podido atravesar siglos y edades sin cosas tan imprescindibles como son el aire acondicionado, la residencia secundaria, el vídeo y los refrescos caudatos. Con cola, quiero decir. Sin éstos especialmente, bebiendo sólo agua para refrescarse. Víctima insigne de tal carencia fue don Felipe el Hermoso, tras la sudada del partido de pelota. ¿Cómo es posible que no pereciera la especie, de ese o semejante modo? Pues aún resulta más difícil concebir cómo los hispanohablantes fueron capaces de expresarse sin poseer esas palabras, delicias nuestras, que desde hace poco nos permiten, por fin, ser exactos e inequívocos en la comunicación. Sin salir de aquellas épocas áureas, ¿cómo tratarían la unión de las Coronas de Aragón y de Castilla, si no disponían de la palabra tema, si no podían hablar del tema de los reinos? Por eso les salió tan mal aquello, y tenemos que andar corrigiéndolo. «En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo…» Se justifica que no leamos ese libro donde se derrocha tanta imprecisión; hoy podría decirse, con elegancia suma, que descubrieron el complejo harinero de Montiel.

Sí, aunque resulte increíble, quienes hablaban español se atrevían, años atrás, a tratar de casi todo (lo que tenían y sabían y seguimos teniendo y sabiendo), sin registros rutinarios, sin que culminara lo que, simplemente, concluía; sin hacer caso de ciertas cosas, pero no ignorándolas, sin embargo; sin pensar que era histórica cualquier decisión de trámite; jamás los zalameros juzgaron que fuera alcaldable Pedro Crespo, y Carlos III no remodeló Madrid: se limitó a adecentarlo. No se reinsertaron los emigrados liberales muerto el Rey Felón, únicamente se reintegraron a su patria. Discutían unos con otros asuntos concretos, pero les faltaba el matemático adjetivo puntual. Lope de Vega jamás dijo que la belleza de Elena Osorio era importante; extraña cómo ha durado tanto su fama de hermosa, y la de sus amores con el Fénix, que nunca constituyeron un romance. El cual, por cierto, terminó y no finalizó ni culminó dejando honda huella en el poeta; no lo impactó, porque no conocían este vocablo aquellos desgraciados.

Los políticos de esos siglos oscuros que llegan casi hasta nuestros días tampoco eran particularmente despabilados. Llamaban con rudeza cuestión social a los conflictos sociopolíticos. Torpes. Se referían a la diversidad de partidos sin sospechar que eso se denominaría arco parlamentario. Los dirigentes aún no eran líderes, ni los jabalíes oradores incisivos; un conjunto de leyes no constituía un paquete legislativo. Por cierto que aquellas no contemplaban nada: se limitaban a disponer u ordenar. Las demandas todavía no se exponían en plataformas, los jerarcas celebraban reuniones y no cumbres, y había paro y no desempleo. (Choca que un político joven, como es el presidente del Gobierno, empleara el vocablo paro en su discurso de investidura, y añadiera, desafiando a la modernidad: «No intentemos disfrazar su crudeza con el término menos agresivo de desempleo». No es menos agresivo; es más «guay»).

¡Qué mancos de expresión aquellos políticos viejos, que acordaban y no consensuaban, que hacían conjeturas o cábalas, sin especular, que se comunicaban sin contactar; cuyas discusiones versaban de hechos, sin alcanzar a ser factuales; que sólo aspiraban a dirigir organismos, sin que los entes se les pasaran por la cabeza; que se coligaban, gesto de menos amplitud que coaligarse; que manifestaban su aquiescencia a un proyecto de ley, sin sentirse obligados a darle luz verde. Edad de piedra del lenguaje político, la cual, por desidia, había de acabar como acabó!

Démonos cuenta de que ni siquiera a los intereses de partido sabían llamarlos partidarios. Asombra pensarlo. ¿Cómo podía arrebatar Maura con su oratoria, diciendo, por ejemplo, en 1901: «Se nos impone la necesidad de que el patriotismo hable por encima de todas las voces de partido»? Inconcebible.

Pues bien, desde hace algunos años, nuestro neolenguaje neopolítico se ha enriquecido con un instrumento de precisión japonesa: valorar positivamente (o negativamente). El Gobierno, digamos, entra anunciando un referéndum sobre nuestra permanencia en la OTAN. El PC valora este anuncio positivamente, y AP lo valora negativamente. El mismo Gobierno, digamos, tras sesudo replanteamiento de la cuestión, frena y se inclina por permanecer en la OTAN; el PC, entonces, carga el verbo valorar con una raya, y AP con una cruz. Cruz y raya, más y menos, exactitud muy propia del esprit de géometrie reinante.

Pieza admirable, asombrosa, esta singular expresión. ¿Qué cabía hacer antes? Volvamos al ejemplo. El Gobierno socialista decide, renunciando por una vez a gran parte de sus votos, que no hay salida en el «tema OTAN»; y ello requiere un comentario, una declaración, un algo por parte de los conservadores. ¿Qué podrán decir disponiendo sólo del antiguo arsenal lingüístico? Puesto que la rectificación gubernamental les ha gustado muchísimo deberían soltar el chorro de la alegría y proclamar, por ejemplo: «Nos sentimos felices con la sensibilidad atlantista del Gobierno». Resultaría horrible; hay que enfriar el tono. «Compartimos enteramente el parecer del Gabinete». Ya suena mejor, pero ¿es que la oposición puede compartir algo con sus opuestos? «Estamos conformes con lo decidido por los socialistas»; «creemos que el Gobierno ha adoptado una decisión correcta…». Son fórmulas posibles; no reflejan, sin embargo, un fundamental detalle: que la oposición siempre había defendido la permanencia en la OTAN, y que, por tanto, precedió al Gobierno en el acierto. Tratemos de expresar a la antigua este matiz: «Felipe González se adhiere a nuestra postura». Excesivo. «El Gobierno se apea del burro y nos da la razón». Vulgar; y obviamente falso, porque la razón se la ha dado a Mr. Reagan.

Dificilísimo hallar la declaración justa, contando con el idioma pobre de nuestros padres. Y aquí está la solución: «Nuestro partido valora positivamente la decisión del Gobierno». No necesito advertir que se trata sólo de un ejemplo inventado: no me consta que tal proclamación haya sido hecha así por los conservadores hispanos. Incluso no he observado en ellos una proclividad especial a esa sandez, frecuente, en cambio, en la jerga sindical. Pero, jugando con el invento, pueden observarse, de modo muy didáctico, las ventajas del gran hallazgo verbal. Por lo menos son éstas:

1.a Es un tecnicismo sólo apto para profesionales. Éstos, al utilizarlo, junto con otros de tal estirpe, marcan la distancia enorme que los separa del común ciudadano. No intentemos, pues, juzgarlos: basta con que los votemos.

2.a El carácter neutro, nada emotivo de valorar positivamente o negativamente, permite introducir en las relaciones entre contrarios una fría cortesía. Hoy por mí, mañana por ti.

3.a Ahorra esfuerzo mental, exonera de buscar matices, deja la sustancia cerebral en reposo, no causa alteración del proceso digestivo.

Son, como vemos, abundantes ventajas de las cuales tal vez sabrá aprovecharse el idioma general. «Mira qué calcetines te he comprado», dirá un día la esposa al esposo. «Los valoro positivamente», podrá contestar éste, suprimiendo el «son muy bonitos» o el «me gustan mucho», el «parecen muy abrigados» u otros comentarios así de pueriles. No nos preocupe si privamos a los políticos de su utensilio: ya se fabricarán otro. No cesan de discurrir para no discurrir.

La práctica totalidad

¿Sabe usted que hay totalidades teóricas? Comparto su ignorancia, pero ha de haberlas, puesto que las hay prácticas: los medios de comunicación, los políticos, los profesores, los letrados, los predicadores, las gentes todas que deben de saber lo que se dicen, proclaman incesantemente su existencia: «La práctica totalidad de los ciudadanos está indignada con el nuevo impuesto comunitario». Quieren manifestar, todos lo sabemos, que la indignación es compartida por casi todos los ciudadanos. Es un modo elegante de excluir de la indignación a los cívicos inventores del ya popular tributo; que son muy pocos, claro, insignificantes excepciones en el formidable clamor de la cólera.

¿Qué será, pues, una totalidad teórica? Porque los adjetivos práctico y teórico son siameses, y no puede funcionar el uno sin la ausente presencia del otro. Si en los cuarteles se da la teórica es porque el resto de las actividades son de zurra; si hay ciencias teóricas es porque con esta denominación se oponen a las prácticas, y así en todo. Ha de poderse decir, pues: «La teórica totalidad de los ciudadanos aclama el nuevo impuesto». Y, puesto que la práctica totalidad son los que trinan, la teórica totalidad estará constituida por los que aclaman, esto es, por el presidente de Madrid y su equipo de eminencias fiscales y políticas. El asunto —discúlpeseme que no lo llame tema— parece bastante claro, y si nadie denomina aún a dichas personas «la teórica totalidad de nuestra Comunidad», es por una lamentable dejación de derechos: el idioma autoriza a ello.

Cabe pensar, sin embargo, que eso de la práctica totalidad sea una tontería, una bobada suelta, y que la expresión hermana se negase a nacer con ella, temerosa del ridículo. Y ésta es la radiante verdad: tal sintagma constituye una sandez autónoma y sin pareja. Aunque muy pegajosa; lógicamente sólo ataca a los sandios: apenas le entra a uno de ellos por ojos u oídos, se le pasa a la lengua, que tal estirpe tiene, como sabemos, muy débil, si bien muy dinámica. Se calcula que un infectado está ya en disposición de contagiar a las cuatro horas.

Cuenta, sin embargo, tal novedad con un mérito: el de ser creación hispana. Esta vez no hemos mimetizado a nadie, el invento no ha de pagar regalía, podemos alardear de que es un fruto generado por los que hablan castellano. No deja de ser consolador, en medio del llanto que su presencia provoca a los sensatos. La historia de la gesta es la siguiente:

Contábamos con el adverbio prácticamente para significar «en la práctica», esto es, según —muy medianamente— define la Academia, «casi en realidad». No es mejor, antes al contrario, la definición de María Moliner: «Indica que lo expresado por la oración a que se refiere es así en realidad, aunque aparentemente no lo sea: prácticamente, dadas las dificultades que ponen, es como si estuviese prohibido». Creo que su equivalente más próximo sería «virtualmente»; parecido a «faltando sólo algo que ya no tiene importancia o significación»; «Prácticamente, todas las localidades están vendidas». Se trata de un empleo común a varias lenguas, como el francés y el inglés.

En esta última el adverbio pasó, hace unos treinta o cuarenta años, y dentro de la «lógica» gramatical, a modificar adjetivos y participios: con la frase «The bottle is practically full», ejemplifica el Webster, que, en 1966, aún no registraba ese empleo, y sí en la edición de 1971, con la advertencia de que era reciente. Pero ya sabemos que los diccionarios no acogen instantáneamente las novedades, y tal uso de practically es anterior: como anglicismo se registra en francés ya en 1959: «une capacité pratiquement infinie». De por esas fechas ha de ser el ingreso de tal construcción en español, por anglicismo directo o a través del francés. No constituía una rareza especial, porque nadie ignora desde la escuela que los adverbios son modificadores de verbos y de adjetivos: «La ciudad estaba prácticamente desierta». Huésped, pues, en nuestra lengua, pero poco molesto, aunque inútil. Para decir eso ya poseíamos virtualmente, a todos los efectos, y otras cosas así. Entre ellas, y sobre todo, casi, palabra que, por ser corta y propia, hubo de perecer. Prácticamente entró barriendo, porque era uso inglés, y, además, con cuerpo largo y esdrújulo. Pero, en fin, aparte su inutilidad, poco daño hacía.

Y es entonces cuando el ingenio hispano se puso a funcionar: se podía llegar más lejos que anglos y galos. Nuestra furia genial se dispara pocas veces, pero, si salta, arrasa. Se podía ir más allá que nuestros habituales proveedores de modas idiomáticas, detenidas en prácticamente todos. Poca cosa. Obró en los inventores una ley analfabeta según la cual el sustantivo abstracto confiere glamour al lenguaje. En efecto, los charlatanes ya preferían decir «la totalidad de los asistentes» en vez del llanísimo «todos los asistentes».

Se pasó de ahí, para introducir la restricción cuantitativa, a «la casi totalidad de los asistentes». Y sobre esta base, se montó el descubrimiento: bastaba con trasladar al adjetivo el nuevo sentido del adverbio y la práctica totalidad quedó fundada.

Es muy joven el invento, pero ha demostrado su aptitud para el triunfo. Se pasea por la labia de la grey dicharachera con arrogancia cidiana. Apenas nacido ya ha saltado de la cuna y se oye hablar también de la práctica mayoría. ¿Por qué no dar un paso más y decir la práctica minoría? Y aún se puede ir más lejos, aplicando el adjetivo a nombres no cuantitativos, y multiplicando sus posibilidades funcionales. Resultaría factible, por ejemplo, decir que un enfermo está en la práctica agonía, en vez de la antigualla «casi agonizante»; que a un negocio le ha sobrevenido la práctica ruina, en vez de que está casi arruinado; y que una novela es un práctico plagio de otra evitando el arcaísmo «casi un plagio».

Estamos siempre ante lo mismo: el idioma no es poseído por muchos como sistema sólido que fundamente su espíritu, sino como arenas movedizas, inestables, inciertas. Por otro lado, ha crecido desmesuradamente el número de los ciudadanos que viven de la palabra pública en los medios de difusión, profesionales que en dura competencia mutua pugnan por singularizarse y atraer la atención sobre sí. Suelen ser gentes azacanadas, inquietas, sin tiempo para perfeccionar la herramienta de que viven, la palabra. Les obsesiona, por otra parte, ser más modernos que el común cuyo aplauso demandan y deben mostrarse superiores. El efecto de tal mezcla —ignorancia, alarde, superficialidad— recae sobre el lenguaje: ocurrencias, dislates, barbarismos, que enseguida se copian unos a otros. Ya que la vía de hacerlo bien les resulta vedada, apelan a esa otra de asombrar a incautos.

Pero no son ellos solos. El idioma ha entrado en fase de extrema labilidad. No sólo el nuestro: se denuncia el mismo fenómeno en los demás. El mal afecta a multitud de personas de quienes cabría esperar rigor: del Parlamento al foro, pasando por las aulas universitarias y las tribunas políticas. Es mal de todos, pero no puede servir de consuelo a quienes creemos que el idioma vertebra la mente. Hoy es sólo un esqueleto de goma. Quede muy claro que, al quejarnos muchos, no nos mueve ningún propósito estetizante, no nos importa el bien hablar y escribir como tal sino como garantía de que lo dicta un pensar responsable y exigente consigo mismo. Sobre un idioma tan movedizo no puede fundarse una cultura; y la cultura importa más para garantizar la existencia de un pueblo moderno que un potente ejército.

«Versus»

De la crisis general de instituciones a que asistimos —desertización la ha llamado mi entrañable Rafael Alvarado— no se libra ni la Gramática. Hace mucho que señalé, con la inutilidad acostumbrada, esa extraña dolencia de lo que siempre fue más resistente a las innovaciones y al cambio lingüístico: el sistema de preposiciones (y conjunciones). Y ello, por una razón que Leibniz ya apuntaba: constituyen la forma de los idiomas, frente al resto del léxico, mucho más lábil, que es la materia. Hoy decimos que las preposiciones forman un sistema cerrado —la vieja serie escolar: a, ante, bajo, cabe, con…—, mientras que grandes zonas de vocabulario son sistemas abiertos. Nada impide que, entre los sustantivos disponibles para designar muebles, se instale el nombre de otro mueble recién inventado. Pero los sistemas cerrados tienden a repeler la novedad: no es fácil que cambie el modo de designar los días de la semana, las partes del cuerpo o las relaciones de parentesco, aunque, en ciertos casos, existan sinónimos alternantes. Las preposiciones parecían pertenecer a estos sólidos reductos de la lengua, pero su fábrica se desmorona bajo el pico de oro de quienes hablan postespañol, esa inquietante quinta columna del futuro imperfecto.

En aquella vieja denuncia, señalaba, como muestra, el cese de a en el relato épico deportivo. Que un jugador haga falta sobre otro, además de sugerir una obscenidad, es un dislate de cada domingo y cada lunes. Observo ahora otro, propio de los juglares del baloncesto: «El Barcelona gana de cinco al CAI». O, dicho a la inversa: «El CAI pierde de cinco». (Oyendo esto, a sus jefes, en redacciones, radios y televisiones, les distila el gusto, como Gracián llamaba a caerse la baba). Se trata aquí, tan sólo, de un simple cruce de cables en cerebros atropelladamente instalados. Sin embargo, cuando aseguran que sale al terreno de juego un centrocampista en orden a fortalecer aquel sector, ya están introduciendo un electrodo de circuito ajeno, el inglés in order to, cuya corriente sacude de muerte a para. Les mocosuena en orden a a español neto, porque ignoran que, en nuestro idioma, tal locución significa otra cosa: «En lo tocante a, en lo que respecta a»: «En orden a la huelga de Gijón, el ministro de Industria explicó…». Y que, por tanto, no quiere decir, como en inglés, con el propósito de, esto es, para. Advierto que está muy lejos de mi intención la injusticia de achacar esta bobada tan sólo a los cronistas deportivos.

Angloparla y tendencia a la formulación más larga (pedantería), juntas o por separado, se alian hoy para inspirar proezas verbales como éstas, que todo el mundo, salvo los usuarios, reconocerán como sobrantes: «A la vista de (por ante) tantas dificultades…»; «La industria debe prepararse de cara al (por para) ingreso en el Mercado Común»; «Huyeron a bordo de (por en) un automóvil»; «De acuerdo con (por según) nuestros informes…»; «Los rumores que corren en torno al (por sobre) el suceso…»; «El partido lo ha desmentido a través de (por mediante) un comunicado»; «Hizo varias alusiones a lo largo de (por en) su discurso». Si el llanto gramatical fuese varonil, ninguno más justificado que el que inspiran nuestras pobres, cortas y viejas preposiciones.

Y ya no llanto, sino soponcio produce la última felonía: les han metido en medio, donde estaba contra, el horroroso versus. No contentos con trocarlas o desdeñarlas, los charlatanes les hacen ahora esto. Dos periódicos he leído hoy: en los dos he topado con el latinajo. Un libro de sociología he consultado: allí estaba, en un provocativo titular. Ya tenemos versus en casa, ya se nos ha colado a ayudar a sacarnos de ella. Loados sean los donjulianes.

No hay novedad más imbécil que este versus, y, por tanto, más necesaria para los imbéciles. Advierto que este último adjetivo no constituye, en mi ánimo, una injuria, sino un diagnóstico. Hablo etimológicamente, e imbecillus significa en latín tan sólo «débil de cuerpo, de espíritu, de carácter». La acepción de «estúpido» la añadieron, hace tres siglos, los franceses, y nuestros dieciochescos la adoptaron con buen acuerdo, porque hacía falta. Pero, insisto, yo ahora me remonto, pues de latín tratamos, a su sentido antiguo. Porque muy débil de espíritu ha de ser, muy preclaramente imbécil, quien precise de versus.

Lo habrán visto mis lectores escrito de esa forma, o con la abreviatura vs. Algunos, vergonzantemente, le ponen las comillas del pudor. Maravilla que, en estos momentos en que se tiene a la lengua latina cautiva y desarmada, barrida de nuestro horizonte pedagógico y cultural, haya amanecido esta errante estrella de latinidad. No nos dejemos engañar, sin embargo: es borde. No viene del Mediterráneo, sino del Atlántico Norte (así se nombra ahora); dicho de otro modo, es puro inglés. La tomó este idioma del latín, allá por el siglo XV, como término jurídico —Smith litiga versus Ford—, y allí continúa alternando con against «contra», o mediando entre dos términos de una opción (Free trade versus protection). Nada de esto ocurría en latín, donde versus funcionaba para indicar «en dirección a», «hacia el lado de», o, simplemente, «hacia» (francés, vers).

Fue en el ámbito de la lengua inglesa, tan presta a acoger latinismos como a alterar su literalidad, donde la preposición latina recibió el escueto sentido de «contra». Para significar «contra», los latinos y los hablantes de los diversos romances, tenían otra preposición: contra. Lo de versus, por mucha que fuera la anglofilia, no era de recibo.

Cualquier bachiller, aun sin ser Sansón Carrasco, hubiera cedido una mano antes de usarla así. Pero las torres que fueron desprecio al aire, no sufren hoy un céfiro que venga del océano: las abate. Hace unos veinte años, versus puso el pie en Francia. Según aseguran los lexicógrafos galos, la introdujeron, precisamente ¡los lingüistas estructuralistas!, para referirse a los términos de una oposición: «substantif vs. verbe». Sí, muchas veces se derrumban los palos del sombrajo leyendo u oyendo a los teóricos del lenguaje: ni de lejos están libres de imbecilidad. Arguyen que ellos no son críticos del idioma, sino arquitectos de un saber sublime. Como si un filósofo del derecho se declarara exento de cumplir la ley. Pero éste no es asunto para esta plaza: lo que aquí importa es denunciar cómo versus avanza ya en nuestro idioma, hombro a hombro, con una legión de invasores, como una lava letal vomitada sobre la lengua castellana.

«Sevilla versus Betis»; «Socialistas versus conservadores»; «Loción versus la caspa»; «Versus viento y marea»; el vulgarismo sublimado «Versus más me rasco, más me pica»; el mojigato ¡recontra!, aún más achicado: ¡reversus!… Etapas de un español nuevo, joven, liofilizado y aromatizado con esencia de imbecilidad. Entre iracundo y candoroso, se preguntaba el gran Rubén Darío si todos los hispanos acabaríamos hablando inglés. Pues claro.

La maratón

El léxico deportivo angloamericano ha sido y es gran invasor de todas las lenguas. Las pruebas y los juegos creados por las gentes rubias han predominado en el mundo y sus tecnicismos se han impuesto. Tal triunfo precisaba de las palabras para afirmarse. No olvidemos que los deportes, antes de generalizarse como práctica o espectáculo, fueron privilegio de gentes distinguidas, como excipiente del ocio, como recreo y como higiene. Un rasgo de elegancia que se fortalecía con el empleo de los vocablos de origen. Comentando esto, Antonio Tovar apuntaba con gracia que el golf dejaría de ser practicado por muchos si al golpe dado a la pelota con el palo se le llamara «estacazo».

El juego más popular, el fútbol, es justamente el que más términos británicos ha desalojado. Hasta su nombre mismo sufrió un intento de hispanización, con el recurso elemental del calco: balompié traduce los componentes, pero invierte su orden, que, en español, adoptaría la misma secuencia que «(no dar) pie con bola»; pero piebalón hubiera sido una bizarría que ni el más frenético calcómano se hubiera atrevido a afrontar. Por lo demás, balompié constituye un compuesto bien anormal en su estructura sintáctica que, en nuestro idioma, antepone el elemento determinado al determinante: pájaro-mosca, casa-cuna, perro-lobo; en todos estos casos, nos referimos a un pájaro, a una casa y a un perro que poseen propiedades aportadas por el segundo formante. Según esto, balompié sería un balón con cualidades o rasgos del pie. La pobre creación de esta palabra fue una generosa operación hispanizadora que prendió con fuerza donde todo lo hispano halla cordial acomodo: ahí está el Betis Balompié, en Sevilla, y por muchos años.

Pero, insisto, al hacerse espectáculo de masas, y al apropiárselo el pueblo, muchos términos ingleses del fútbol han cedido sus lugares a vocablos nuestros. En crónicas de mi infancia podían leerse palabras como goalkeaper, back o forward. Hoy resultarían enigmáticas para muchos lectores, que sólo conocen portero, defensa o delantero. ¿Cómo podía seguir llamándose referee a ese hombre arriesgado y voluntarioso, pararrayos de todas las iras, comúnmente denominado árbitro? Y menos mal que no arraigó el tropo trencilla; o soplapitos, que también apuntó como variante mordaz en algún lugar de América. «Juez de línea» ha desplazado casi del todo a linier; el out de mi infancia es ya, sólo, «fuera»; y córner va cediendo poco a poco ante la presión de «saque de esquina». Pero penalti, tras el intento poco justificado de imponer penal, tendrá que entrar en el Diccionario[8], como entró gol, que alterna ventajosamente con tanto, favorecido por su potencia interjectiva. Tanteo, por otra parte, nos ha librado de score, término, sin embargo, no abandonado por algunos tenores de la pluma, que pujan por destacar en el orfeón.

Podría sospecharse que muchos de ellos no se encuentran a gusto con las hispanizaciones. Me fundo, para no ser temerario, en su inhibición ante el léxico inglés que emplean para otros deportes, sin hacer el menor esfuerzo para adaptarlo. Lo de balompié sería más o menos acertado, pero revelaba sana conciencia autonómica. El juego podía ser británico de nacimiento, mas, al nacionalizarse en el mundo de nuestra lengua, y con qué fuerza, tenía que aprenderla: ya casi la emplea bien, dentro de un aceptable mestizaje. Los cronistas que, durante decenios, apoyaron este proceso, han resultado beneméritos. Pero les quedan pocos descendientes; antes bien, son, la mayoría, orgullosos exhibidores de la anglojerga, convenientemente disfrazada en radio y televisión por su intransferible fonética.

Y no sólo de aquel idioma, sino de cualquier otro. Seguramente chocará a muchos —a mí, sí— la fruición con que abundantes informadores han aprendido que los equipos deportivos italianos se designan con nombres femeninos. Helos, por tanto, diciéndonos y escribiéndonos a mansalva la Juventus y la Roma. Con su género originario quedan más exóticos, y ellos, los locuaces, con un halo de distinción cosmopolita. No hace mucho «fue noticia» una final de baloncesto jugada por un equipo español y otro croata; a éste sólo en un periódico madrileño —pudo haber más— lo vi nombrado con concordancias masculinas; en los demás que hojeé, y, por supuesto, en la televisión, se le denominó implacablemente la Cibona. Lo cual parecía mote de hembra ruda y descarada. Si esos expertos italianizantes se ocuparan de otras cosas, nos impondrían, porque lo hace el idioma hermano, la recluta, el soprano, el sangre o el leche; y la domingo descansarían. Si fuera el francés su fuente, acabaríamos diciendo un delicia, la cuerno, la auto y la Sena. Que los italianos feminicen esos nombres de equipos se debe a que subyace la concordancia con squadra. Un castellanohablante, sin conciencia de tal hecho, oyendo o leyendo la Juventus debe perder el norte. Pero su sorpresa acarrea admiración al informador, y eso es lo que a éste importa, no la digna propiedad de su lengua.

Porque un cambio de género inducido por otra lengua es un barbarismo tan torpe como la adopción de un extranjerismo. Se dirá que aquellos femeninos constituyen un episodio insignificante. Pero ya está triunfando ese género en maratón, ya se determina con la en voz y pluma generales. El proceso ha acontecido en muy pocos años, y no puedo precisar si por influjo italiano o por agudeza propia: la de quienes imponen a ese nombre una concordancia subyacente con carrera. Pero, en español, como en otras muchas lenguas —francés o alemán, sin ir más lejos—, tal vocablo es masculino; así lo registra el Diccionario académico, y así se ha empleado siempre. Pero he aquí que ahora se ha impuesto la maratón, con la misma lógica con que podríamos decir la impermeable haciendo depender este adjetivo sustantivado de prenda. Sería muy «lógico»; pero pocas cosas lo son en el lenguaje —que tiene su propia «lógica»—, y menos en el género, que es una categoría muy lábil, obediente, al fijarse, a distintas variables, entre ellas el género del nombre común determinado (ciudad, río, sierra, monte, cordillera, etc). Diversos nombres de objetos inanimados vacilan también (el azúcar-la azúcar); y lenguas de la misma estirpe románica han acabado decidiéndose, en muchos casos, por géneros diferentes, según hemos visto.

Pero lo cierto es que, una vez establecida la convención, hay que respetarla. ¿Por qué debemos decir el maratón? Pues, simplemente, porque así se dice en español. No es cuestión de más o menos lógica. Así se ha dicho desde que tal vocablo se usa, y en ello han convenido los hispanohablantes. Pero esta unanimidad coral parece vulgar a algunos y creen distinguirse echando gallos por su cuenta.

Cabría pensar que de ese modo puede diferenciarse el maratón clásico, el de Filípides, aquel animoso soldado, que llegó a Atenas tras correr cuarenta y dos kilómetros inmortales, a anunciar la victoria de Milcíades sobre los persas, en Marathón, que es, etimológicamente, un «campo de hinojo». Y que la otra forma, la maratón, designa, con su femenino, cualquier prueba moderna de las mismas características. Pero ni así se justifica: el Diccionario llama maratón, en masculino[9], a toda «carrera pedestre de resistencia practicada por deporte en una longitud que ha variado entre los cuarenta y los cuarenta y dos kilómetros ciento noventa y cinco metros». ¿No están a tiempo de rectificar los «lógicos», que lo son tanto que se pasan?

Obsoleto

Comprendo y comparto el júbilo inmenso que producen los objetos nuevos; me refiero a los antes no existentes. Recuerdo mi asombro de zulú cuando, hará cuarenta años, un profesor norteamericano me regaló, vista mi estupefacción, el primer bolígrafo. Pasé días sintiendo necesidad de tomar notas a todas horas en público, para provocar envidia. O de mostrárselo a los desatentos. Se comportó mal, por cierto, aquel instrumento. Prendado de él una amiga, hube de dárselo, y, misteriosamente, se le descargó en el bolso; era un bolsito de paja italiana, cuyos intersticios mancilló la tinta. Algo lamentable.

Objetos nuevos son algunas palabras, y está justificado que hablantes afortunados con su posesión las usen, las luzcan y las soben. Sienten con ellas el mismo orgullo que despertaban en aquella moza de Quevedo sus manos: «Por enseñarlas, siempre despabilaba las velas, partía la comida en la mesa, en la iglesia siempre tenía puestas las manos, por las calles iba enseñando siempre cuál casa era de uno y cuál de otro…; hacía que bostezaba adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca…». Así van muchos, como yo con mi bolígrafo, manoteando con sus palabras nuevas, ostentándolas, abriendo la boca para sólo enseñarlas. Objetos nuevos y sorprendentes son, a cuyo encanto ni siquiera supo sustraerse el discreto Don Quijote ante el atónito Sancho: «Ten en cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie». Era vocablo reciente. Se registra, por vez primera, en el diccionario de Oudin (1607), y se había traído del latín (donde significa «vomitar») a la Corte, para evitar el silvestre regoldar, que ya sólo usaban los Sanchos. El hidalgo, feliz con el juguete, amonesta a su escudero: «Cuando algunos no entiendan estos términos, importa poco; que el uso los irá introduciendo con el tiempo». Erutar sufrió aún el retoque de la c original, y como eructar lo sancionó la Academia en 1732.

Gozo difícilmente evitable el del neologismo: permite el realce sobre lo común, distingue en el coro, condecora de culto. Ahí está, para probarlo —nuevo ejemplo entre mil— el deslumbrante adjetivo obsoleto. Que es neologismo sólo a medias. Anda por nuestra lengua desde hace casi cuatro siglos —Quevedo lo usó—, pero siempre merodeando, buscando gatera para entrar, y permanentemente mirado con sospecha cuando alguna vez lo lograba. Figura en el Diccionario de Autoridades, que le atribuye el significado de «anticuado o ya no usado»; no califica su empleo, pero la Academia, posteriormente, y hasta 1970, advirtió que era vocablo de épocas pretéritas. Voz española condenada a errar siempre por aledaños, y a brotar de plumas extravagantes; rarísima vez de labios. Ni siquiera a quienes se perecen por sorprender tentaba.

Pero he aquí que el Diccionario, en 1984, ha borrado el mote de vejestorio que antes le atribuía. De no quitarlo, hubiéramos parecido sordos y ciegos: ¿quién no se topa con obsoleto quince veces al día, y aún más si se están ventilando asuntos de divorcio, aborto, droga y cosas así? La Academia ha retocado también la definición: a la que antes señalaba, ha añadido esta otra: «Anticuado, inadecuado a las circunstancias actuales».

¿Qué ha ocurrido para esta resurrección del vocablo exánime y vagabundo? Sencillamente, que clientes habituales del gran supermercado norteamericano lo han descubierto, y se han quedado subyugados. Lo tenían en casa, pero en el desván: no lo veían. Ciertos amores atenuados resurgen cuando otro u otra los solicita; no es esto exactamente, porque obsoleto nunca despertó amor. Era más bien esa insignificancia que adquiere súbito valor al ver que otros la anhelan. Mientras en las lenguas románicas este participio del latín obsolescere, «caer en desuso» (que se documenta en francés a finales del siglo XVI, y, en español, como hemos dicho, poco más tarde), era él mismo obsoleto y esporádico, en inglés arraigó y se mantuvo vivo. Allí fue conservado para que los neolatinos lo descubriéramos, feliz anagnórisis que se produce en los tres o cuatro últimos lustros. Trasplantado a su viejo solar, ¡qué impresionante vigor!

El Diccionario de 1984 no sólo le ha quitado el sambenito de ancianidad a obsoleto, sino que le ha dado por cortejo dos nuevas palabras de su familia: obsolescente y obsolescencia. Es justo, pues gracias a ellas ha recobrado la vida. Se trata de dos latinismos que el inglés posee desde 1755 y 1822, respectivamente, y que los economistas norteamericanos emplean desde 1930 para referirse a los equipos industriales que, por la aparición de material nuevo más perfecto o rentable, han de ser jubilados. La penetración de ambos términos en Europa se produce durante la posguerra, en contextos económicos. Pero enseguida entran también sus otros significados de origen. En 1965, la Academia francesa de Ciencias admite obsolescence con el significado de «evolución que tiende a hacer caer en desuso»; y un año más tarde se fecha en el país vecino obsolescent. El empuje de ambas palabras se deja sentir entre nosotros por la misma época. Y, acompañando a sus hermanas, obsoleto inaugura su nueva existencia, ya plena, orgullosa de no ser la otra, la de Quevedo, sino fruto del pujante amor mestizo de los anglosajones a lo romano. (Ese amor ejemplar que nosotros, tan modernos y prácticos, rechazamos, expulsando el latín de nuestras aulas).

Obsolescente y obsolescencia son, quién lo duda, neologismos necesarios. Resulta difícil, sin ellos, referirse con un vocablo solo a lo que está decayendo, envejeciendo, quedando fuera de utilidad, eficacia o validez, porque algo nuevo lo desplaza. Esto es enriquecer la lengua, como decía Don Quijote, a propósito de eructar. ¿Merece tan cordial recepción obsoleto? Dado su origen participial, significa que la acción está concluida, califica a lo que ya ha terminado un proceso de obsolescencia. Y cuando eso ha ocurrido, lo obsolescente ya no lo es: ha pasado a la condición de desusado, anticuado o caído en desuso, y es o puede estar, por tanto, envejecido, antiguo, arcaico, viejo, vetusto, pasado de moda, trasnochado o rancio. Y también obsoleto; pero ¿por qué sólo obsoleto?

Es ésa la única posibilidad para muchas personas que, ante el micro, con la pluma, y en el aula o el foro, juegan con el juguete con pasión de niños. He aquí un claro ejemplo de cómo un vocablo nuevo, destinado lógicamente a aumentar el caudal del castellano, lo empobrece y lo achica ya que con él se desplazan innecesariamente otros varios capaces de expresar matices muy precisos. Son, además, llanos y comprensibles. Pero ¿no es el desconcierto del interlocutor o lector lo que buscan tantos y tantos, que prefieren la moda a la comprensión? El viejo y nuevo adjetivo posee una rara catadura que le proporciona solvencia. Que sigan los monótonos con otras voces formadas con ob; podrán parecer sublimes si, además de obsoleto, recuperan para su uso voces polvorientas del Diccionario, como obnoxio («expuesto a contingencia o peligro»), obsecración («ruego»), obsecuencia («sumisión, condescendencia») u obtemperar («obedecer»). Compartimos todos estos vocablos con el inglés; ¿a qué esperan?

Praxis

En una parroquia de Madrid he asistido a una boda llena de incidencias sorprendentes. No puedo juzgarlas, dada mi incompetencia en liturgia posmoderna, pero a mí me pareció que el oficiante habia preparado aquello como un picnic campechano y fraterno. Sospecho que muchos de los asistentes —todos bien puestos y modosos— no iban preparados para tanto. Pero insisto: no juzgo; sólo tengo opinión, puramente formal, sobre el credo que, en hojas xerocopiadas, nos fue repartido. Llegado el momento de proclamarlo, sumé mi voz al coro unánime de los rezadores para dejar bien claro lo siguiente: «Creemos en Jesús de Nazaret, / amigo de publicanos, / mendigos y marginados…». (Intenté clasificarme mentalmente en una de estas tres categorías para no perder la amistad de Jesús, y puesto que no soy mendigo, ni menos publicano —es decir, recaudador de impuestos y contratista de obras—, decidí acogerme a la última categoría de marginado, en mi calidad de catedrático).

Proseguimos: «Que predicó el reino de Dios, en el cual resplandece el universalismo que supera toda barrera / y la justa distribución de los bienes». (Deduje con rapidez y agudeza que el universalismo en que tenía que creer no era el teológico, según el cual todos nos salvaremos, sino el político, que propugna la eliminación de fronteras y pasaportes, con el añadido de hacer más progresiva aún la contribución sobre la renta). En ese momento observé que varios invitados se habían dado de baja en el coro, y que doblaban meditativos el papelito. Yo proseguí con tono más alto y jovial, porque el pasaje siguiente era de extremada belleza literaria. Decía así: «Creemos en Jesús de Nazaret, / concebido a la sombra del Espíritu / en el seno de María; / que no se identificó con el profeta saduceo / ni con el escriba fariseo». A la metáfora de la sombra, tan bien traída, se juntaba ese apareo, nada feo, de saduceo y fariseo, con cuyo mangoneo no quiso identificarse el Galileo.

¿Qué fue, en última instancia, Jesús? «Maestro de sabiduría popular, / profeta descubierto por el pueblo, / servidor sufriente asesinado». ¿Hay modo más exacto de definirlo? Un gran maestro que enseñó al pueblo sus refranes y consejas, las señales de la lluvia y el viento, los remedios caseros contra el reúma y el catarro. Nada de esto sabría el pueblo si con su poderoso instinto no hubiera descubierto a Jesús cuando deambulaba por el Jordán. Fue, además, un servidor intensamente sufriente, como subraya este elegante participio. Yo rezaba, quebrada mi voz por la emoción religiosa y estética, pero ya a solas: se había callado todo el acompañamiento nupcial. El credo continuaba gracias al vozarrón del cura y a mi eco: era un dúo para dos voces solas. Pero, de pronto, la lengua se me trabó; tenía que leer esto: creemos «en la praxis de la caridad con los hermanos menores, / los pobres y los pueblos oprimidos…». Del tropezón con praxis quedé mudo, y el cura me miró con sorprendido repróche. Yo sentía mareo, mosconeo y centelleo en los sesos, y, con ostensible tambaleo, abandoné aquel templo donde, contra todas mis convicciones, se me obligaba a creer en la praxis. Ni siquiera aguardé a deseársela muy feliz a los novios.

La praxis: he aquí otro cintajo verbal para adorno de canónigos, bachilleres, charlatanes y escribidores. Al igual que obsoleto, habita nuestro Diccionario desde hace siglos: ya figura en Autoridades. El cual dice de praxis: «Lo mismo que práctica. Es voz puramente latina». Si añadiera que en latín era helenismo, quedaría mejor. Allí estaba, dormida y bien dormida en su nicho lexicográfico, hasta que hace poco la han despertado las manos de nieve, esto es, heladas, de unos cuantos fríos de lengua y pluma. Se usó en español poquísimo; la trajeron algunos predicadores barrocos, que luego zahirió el Fray Gerundio. Porque, para decir eso, ya tenemos, documentada desde el siglo XIII, la voz práctica. Afirma el Rey Sabio que un tal Dianeo enseñó a los godos «toda la filosofía, et la física, et la teórica, et la práctica». Siglos y siglos predicando los clérigos hispanos la «práctica de la caridad», para que ahora vengan los posmodernos con esa cosa de la praxis. Me rebelé del modo que he dicho.

Sorprende la coexistencia de dos gustos opuestos en los debeladores del castellano; por un lado, una vulgaridad montaraz; por otro, un prurito o picor que les empuja irresistiblemente a la pedantería. Frente a los teólogos de la pobreza, redactores de aquel credo, escribía el padre Osuna, maestro espiritual de Santa Teresa: «Así como los grandes señores huelgan de oír a los hombres rústicos que hablan sin malicia groseramente (“sin aliño”) delante de ellos, así el Señor ha mucho placer cuando con tanta priesa le rogamos, que, por no detenernos en buscar palabras muy revistas y ordenadas, le decimos en breve nuestra necesidad». Pero nuestros locuaces sacros —y profanos— de hoy tienen otra praxis: la de mechar y embutir su parla desabrida con exquisitas preciosidades que deslumbran a los pobrecitos de espíritu.

En los usos normales, ese sustantivo grecolatino no tuvo vida en nuestro idioma, pero sí ha disfrutado de ella en el lenguaje técnico de la filosofía y de la política. Desde Platón, y sobre todo desde Aristóteles, se ha empleado para tratar el problema de cómo dividir la actividad humana: la praxis, la theoria y la poiesis aristotélicas. La historia de esa discusión pasa por múltiples pensadores: Locke, Kant, Fichte, Schelling, Hegel, entre otros, y de modo especial Marx, lo que ha hecho que esa cuestión sea central en el pensamiento de sus seguidores y de los tratadistas de política en general. El término praxis resulta imprescindible para ellos, como término técnico y, como tal, inobjetable.

Lo que ocurre es que, cazado al vuelo por los merodeadores, por quienes sólo escuchan lo serio aplicando el oído a las puertas, y por los que se enardecen con cuanto suena a inglés —lengua donde praxis vive normalmente—, han decidido emplear esta palabra para desalojar práctica del idioma. Llegan a darle incluso el sentido anglo de «hábito o conducta», y ya no les ruboriza decir de alguien que tiene la mala praxis de mentir.

¿Qué puede justificar tal preferencia? Sin duda, la magia de la x, esa letra que empujó a Valle-Inclán a México. Se trata de un bien que no estaba al alcance de los desheredados, muchos de los cuales dicen tasi por taxi, y ausilio por auxilio. Nuestros teólogos de la pobreza, unidos a otros redentores laicos, van a redistribuirles la x. Por algo se empieza: praxis. El paso siguiente consistirá en enseñarles a decir que la miseria los tiene partidos por el axis (hay que perseguir el eje, con su zafia jota), y que deben darse a los ricos fuertes patadas en el coxis. Parece un perfecto trío mosquetero —praxis, axis, coxis— para trufar pedantemente productos de homilía y mitin. Ánimo.

Homólogo

Navega nuestro idioma por entre el escollo de Escila —a vulgaridad— y el torbellino de Caribdis —el desprecio a su arboladura—, arrastrado por el huracán de la ignorancia y su osadía imitativa. Rechina su casco, pero, en vez de marcársele una ruta equidistante, lo encaminamos hacia uno u otro peligro con timonazos alternantes.

Escila: el asombroso desconocimiento de la propia lengua, clamorosamente exhibido por muchos microfonistas. Vemos en la pantalla de televisión a cinco corredores que, durante la última vuelta a Italia en bicicleta, trepan por una carretera que conduce a la meta en una cumbre. Van apiñados, con la separación justa para no derribarse con los rítmicos bamboleos de las máquinas. Tiene grandeza atlética el instante, y al comentarista se le quiebra la voz ponderando. Suben, suben, y el locutor jadea y nos contagia. Abandona, de pronto, los acentos pindáricos para confiarnos su sesuda reflexión: «Señores —nos dice—: estamos ante el hecho anacrónico de que una etapa de montaña se va a disputar al esprín».

Otro ejemplo, más reciente aún —final de fútbol de la Copa del Rey—, pero múltiples veces oído en anteriores transmisiones al mismo charlatán. Estima que los bilbaínos, en su afán ofensivo, están descuidando la zaga. En efecto, los madrileños andan agobiados por tal empuje, pero lo burlan de vez en cuando, y se infiltran con un pase largo en el campo atacante. Allí está esperándolo una ardilla habilidosa, que da jaque al portero vasco. Las palabras del glosador son éstas, aproximadamente: «El Athletic sólo se ocupa de ir alante».

En el mismo partido —pero, como el alante de marras, prodigado en la transmisión de otros por el mismo parlero—, explicando las consecuencias de aquella fogosidad vizcaína, endilga al auditorio el siguiente estropajo: «El Athletic de Bilbao está poniendo coto a la meta del Atlético de Madrid». Quien tales cosas dice es un muchacho de notables perfecciones somáticas, realzadas por impecables atuendos. Nada en su mirada denota nieblas mentales, tendencias turbulentas ni prurito de subversión. Parece la antítesis de un punk. Y, sin embargo, no duda en rebelarse contra la lengua española, diciendo alante cuando le peta, y usando poner coto en vez de poner cerco (o sitio). Dado su aspecto comedido y urbano, me sumo en dudas: ¿habla así por ignorancia o por insurrección? ¿No sabrá, de verdad, que poner coto significa «impedir que prosigan desafueros, desmanes, abusos, vicios y cosas así»? Estos días, tras la crisis que ha dado paso al segundo Gobierno socialista, la prensa atribuye al Vicepresidente señor Guerra la opinión, expresada al Presidente, de que era preciso poner coto a las pretensiones excesivas de mando manifestadas por el ya ex ministro señor Boyer. Si el susodicho comentarista lee semejante cosa, y si es cierto que le baila el significado de tal locución, ¿cómo lo interpretará? ¿Entenderá que el señor Guerra proponía al señor González rodear al señor Boyer, y, entre los dos, a empellones, apretujarlo contra una puerta? Al ver que se la han abierto para que salga por su pie, ¿en qué misteriosas cavilaciones se habrá abismado? Cabe, con todo, y dejo la duda irresuelta, que sus extrañas confusiones sean puros actos rebeldes; muchas veces, hasta los más severos y atildados nos cansamos de nuestra propia perfección, y damos una zapateta o silbamos un tango.

Lo cierto es que nadie pone coto a los desmanes idiomáticos, y que, continuando con la ingeniosa imagen de la nave con que dimos comienzo, a los arrebatos del viento ignorante que la ponen a punto de zozobra, suceden los golpes de mar angloamericanos que la empujan a los arrastres de Caribdis.

¿Han oído o leído mis lectores eso del timing del cambio gubernamental? ¿Y lo de la remodelación, que, de pronto, se convirtió en crisis? Se ha establecido en este asunto una sutil gradación. La remodelación consistirá, a partir de ahora, en el simple empaste de la dentadura gobernante; y la crisis, en la extracción traumática de una o más muelas del juicio. No ocurría así en nuestro idioma, donde la crisis acontecía apenas un solo ministro debía ser relevado. Se inventó, durante el último régimen, el pudoroso término reajuste, porque una crisis era impensable. Ahora se establecen los dos escalones dichos. Caso de ser miembro de un Gabinete, me humillaría mucho que mi dimisión o mi cese no constituyera una crisis sino una leve caries.

También en el lenguaje político se ha gestado el auge de homólogo. En tiempos, se decía, por ejemplo, que el ministro español de Industria iba a reunirse con el francés para… Se pasó después a formular que la reunión entre el ministro español y su colega francés… Era un abuso, porque colega significa «compañero de una misma corporación, profesión, etc.»; de donde se formó colegio (latín collegium, «conjunto de colegas»). Parece claro que dos ministros, uno hispano y otro galo, no pueden ser colegas. Pero, en fin, no era totalmente desechable aquella dilatación de significado. Ahora, tan distinguidos prohombres son homólogos, por la sencilla razón de que así se califican en inglés; entre otras cosas, homologous es la persona «que ocupa la misma posición relativa» que otra.

No está mal, pues, el barbarismo, que permite restituir a colega su exclusiva significación: el colega de un ministro español no es un ministro extranjero, sino otro de su mismo país. El extranjero y el nuestro, si gobiernan el mismo ramo, serán homólogos. Está bastante bien, y resulta claro. Ese adjetivo apenas se usaba en nuestro idioma fuera de las jergas geométrica y lógica. Cobra fuerza ahora por influjo norteamericano, como obsoleto o praxis, pero con mejor motivo. Es prueba clara de que los préstamos lingüísticos pueden ser de utilidad.

Acontece, sin embargo, que, puesto en circulación el nuevo adorno, ha comenzado la rebatiña para lucirlo con cualquier motivo. No hay ya pedáneo que no lo ostente a derechas o a tuertas. Leo hoy mismo: «Felipe González daba instrucciones para que la ejecutiva del PSOE realizara una oferta a sus homólogos ugetistas…». El boligrafista rehuye con asco las palabras propias —directivos, dirigentes—, y hace homólogos a los responsables de la UGT; imagino la satisfacción de éstos, tan realzados en su modestia proletaria. Otra noticia de hace pocos días informaba de un acuerdo suscrito por la compañía Iberia y su homologa israelí. Aquí rozamos ya el colmo: homologa ¿en qué? ¿Acaso en hacer abominable su existencia a los usuarios? (Acabo de viajar con Iberia a Las Palmas: una hora de retraso a la ida; dos horas, a la vuelta, espantable comida, refrescos calientes, no hay prensa para todos los viajeros).

Preparémonos, pues, todos a ser homólogos: el inquilino del segundo derecha adquirirá ese parentesco con el del segundo izquierda; los agentes de la circulación de Palencia con los de Jaén; el tendero de mi calle con el de la bocacalle. Ya verán cómo, pronto, nuestro rey don Juan Carlos va a visitar a su homologa británica en el palacio de Buckingham.

«Status»

Uno de los recientes ministros ha declarado a la prensa que está muy satisfecho con su nuevo status. Satisfacción la sienten todos los nombrados, a juzgar por sus manifestaciones, pero que la causa sea el status sólo me consta de uno, si se transcribió literalmente lo que dijo (que, a lo mejor, no).

Pues qué bien: si el señor ministro se encuentra contento con eso, imagine nuestra felicidad de ciudadanos, que tanto anhelamos la eutimia de nuestros gobernantes; algo de ella nos tocará. Aunque a mí, en particular, me desasosiega un poco lo del status; la palabra, quiero decir.

La cual está trepando por las columnas de los diarios, e infiltrándose por el tejido del habla pública cotidiana, con virulencia tropical. Por cualquier rincón de la prosa periodística, oral o escrita, asoma su culta faz; y aletea en toda parla con pujos de distinción. «Los nuevos funcionarios de la CEE —leo ahora mismo— poseerán un status semejante al de los diplomáticos». Otro status, inferior al de ministro, pero nada desdeñable, según se colige. Porque, seguro que si fueran a asimilarlos a catedráticos de Universidad —pongo por caso—, no se hablaría de status: nosotros no tenemos eso. Parece que el triunfo social consiste hoy en conseguir un status, es decir, en algo rebautizado a la inglesa. Porque tal cosa, obvio es recordarlo, se llamó siempre, en el castellano secular, situación, posición o rango; incluso categoría.

Que se trate de un vocablo latino no impide su pertenencia a la angloparla: de ella ha sido importado por nuestros preciosos molierescos. Voz latina y bien latina es, lengua donde significa muchas cosas. Por ejemplo, «postura del cuerpo», «posición» del combatiente, «forma de gobierno», y otras más; alguna veremos. Todas ellas, claro, derivadas de stare, verbo cuya presencia se reconoce en docenas de palabras españolas, aparte de estar. Pero el participio dio en español estado, muy tempranamente, y con sólo esta forma vulgar permaneció en nuestro idioma (salvo en el sintagma statu quo, registrado en el Diccionario). Sus significados se arborizaron también con la profusión que todos conocemos, y que nos permite hablar de estado de ánimo, estado grave, el Estado, estado civil, estado de guerra, estado llano y tantas cosas más. Entre las cuales, por supuesto, no figuran ni estado de ministro ni de diplomático; en ambos casos, se trata de una situación o rango. Tampoco se puede decir que tal hotel sólo aloja gente de gran estado; o que un rico no vive conforme a su estado; para eso, empleamos posición o categoría (social).

En realidad, tendría que expresarme en pretérito: usábamos antes esos vocablos; ahora han cedido el proscenio al dichoso status. Palabra que, en latín, sí que servía para referirse a la posición social (status vitae), o la buena posición (amplus status). Tales acepciones, relegadas en español, fueron, sin embargo, recibidas en inglés, donde status quiere decir, entre otras varias cosas, «posición o rango respecto de otros, en el orden social, económico, profesional, de prestigio, etcétera». Y de ahí, del inglés con su alatinada acepción, el vocablo ha saltado a nuestro idioma gentilmente ayudado por sus fans, los cuales, de paso, han apuñalado situación, posición, rango y categoría. Brava proeza.

El caso es que estamos asistiendo a un fascinante episodio de latinización del español: llevo ya señalados varios casos en estos artículos. Paradójicamente, son sus agentes actuales los bárbaros del Norte. Cuando allá por el siglo V empezaron a instalarse en la Península, fueron ellos quienes se empaparon de latín, y abandonaron sus rudas lenguas. Victoriosos con las armas, sucumbieron al poder civilizador de un idioma culturalmente más poderoso. Y sus sucesores antiguos y modernos, en Europa y América, no han dejado nunca de poblar sus propias parlas con flores del Lacio. A su manera, muchas veces bien poco ortodoxa, pero con sumisa admiración. Siempre les ha seducido ir por agua a tan noble fuente, mientras que nosotros juzgábamos pedante acudir a ella. Hoy, que gobiernan las lenguas de arriba, en particular el inglés, las nuestras, las desleales a Roma, están recibiendo ese trágala del que podríamos denominar latín atlántico. Una nueva oleada latinizadora cae sobre el castellano, con mayor éxito que el intentado, en el siglo XV, por Juan de Mena cuando quiso introducir novelo por nuevo, pigro por perezoso, menstruo por mensual o ficto por fingido. Y con mayor fortuna que Góngora, al pretender que el idioma prefiriera espongioso a esponjoso, designio a diseño, poderoso a pesado o reducir a volver a llevar. Fueron travesuras que apenas dejaron huella fuera de sus respectivas y admirables poéticas.

Ahora, hombres de alma electrónica y ojos azules realizan esta hazaña de hacernos ultralatinos, de invadirnos con una materia prima que era nuestra por herencia en primer grado. En su idioma, esas voces son artículos de máxima necesidad; en la nuestra, baratijas que nos ponemos como las condecoraciones e insignias de mariscal con que se adornan presidentes, reyezuelos y caciques de las colonias, creyendose rómmeles o eisenhóweres.

Diciendo alguien que ha cambiado de status (nunca se nombra así el acceso a la mendicidad), porque se ha aupado en la escala social, posee coche refrigerado, saca billete de primera en los aviones o ha sido nombrado ministro o funcionario de la CEE, hace estas tres cosas simultáneas:

1. Rebaja la importancia de la cosa, la democratiza, exhibe humildad, da a entender que eso es fácil de lograr para cualquier contribuyente. Le parecería impertinente afirmar que su rango ha aumentado, o que ha mejorado su posición.

En la medida en que status poco o nada significa para el común hablante, medio cubre o descubre su rebosante alegría. Esa palabra viene a ser, en su función, como el gran abanico de plumas con que la vedette morigera y exalta a la vez su esplendidez orgánica.

2. Como el lenguaje esotérico es instrumento de dominio —no repetiré esta idea, tantas veces glosada—, dejando boquiabiertos a los ignaros, conquista su admiración. Por fin,

3. Hablando así, da el santo y seña a los iniciados, al selecto cortejo de quienes sienten como demérito hablar su lengua, y les participa que también él está en el ajo. Esos andrajitos de businessman cubren suntuosamente sus cueros, y lo disfrazan —eso cree él— de yanqui. Y no es éste quien me da repeluzno, sino el mico hispano que lo remeda. El cual, muy probablemente, lo odia mientras lo calca.

Estas tres intenciones se resumen en un resultado: insolvencia.

«Pressing»

Ya hemos señalado varias veces la solidaridad profunda entre ciertos deportes y la jerga enigmática. Hasta el punto de que ésta suele ser la justificación de aquéllos: privad a sus cultivadores de las palabras amadas, y tal vez renuncien a la condición de sportsmen y sportswomen. Sus cronistas y comentadores les acompañan en el paladeo de tales vocablos remontados y nos los refrontan con elevado gesto de connaisseurs. Allá van el net, el lift, el smash y el passing-shot, si de tenis se trata; o el putter, el fairway, el grip o el link, cuando glosan el arte de la estaca. Ensanchan el alma, por el contrario, muchos términos del ciclismo, rudeza esta que no tienta a millonarios: chupar rueda, la pájara, descolgarse, gigantes de la ruta, y cosas así.

Pero nada importaría ese higiénico culto a los dioses ajenos, si en él no se inmolasen pequeñas criaturas nuestras, quebrando huesos, de paso, al idioma de todos. Me aseguran que uno de los más conocidos especialistas radiofónicos está dando las horas del reloj con el giro: «Diez minutos sobre las doce», por ejemplo, para significar que son las doce y diez. Habré de comprobarlo, con el renovado intento de defender a sobre del formidable palizón que le propinan las emisoras.

Desgraciadamente, cada jornada de fútbol narrada en ellas constituye una ocasión de sofoco. El asunto —el«tema» diría un sofocador— empieza a ser preocupante. Presencié la retransmisión televisiva de un reciente partido, mientras lo aguantaron mis nervios; y no porque el juego me importara. Es que el locutor —me parece que el de siempre de ahora— alcanzó cumbres de incompetencia. Empezó por nombrar a los hombres que ponían en liza los equipos. Dijo de un jugador que «no ha sido hasta hoy que el entrenador le ha dado una oportunidad». De un extremo que se zafaba del contrario, aseguró que «se va bien de la marca». Ilustrando el salto simultáneo de dos jugadores, comentó que el balón había sido «despejado al unísono» por ambos. Lamentó que otro no acertase a la puerta, porque estaba en «buena disposición de disparo». Aunque luego consiguió «disparar de bocajarro». Por fin, aseguró que un lesionado se retiraba del campo porque mostraba «una cojera más ostensible que la que hacía gala minutos antes». Eso de hacer gala de una cojera, dicho sin ironía, y, además, con sintaxis tan torturada, me pudo y cerré. Más tarde, quise enterarme de cómo acababa aquello y conecté justo cuando, según el parlante, señalizaba el árbitro el final. Nadie pudo ver, sin embargo, que ese señor fuera colocando por allí señales, pues tal cosa significa señalizar.

Pero volvamos a las necedades conscientes, ya que las apuntadas proceden sólo de osada ignorancia. Es bien sabido que, al igual que antaño se inventaron latinismos, ahora se fabrican vocablos deportivos de aspecto inglés, que causan perplejidad a britanos y yanquis. El centro de montaje y distribución de tales falsificaciones es Francia. Allí, a fines del siglo pasado, se forjó recordman, y poco más tarde, al filo del nuestro, recordwoman. De la misma época es footing. Poco más de siete lustros posee otro remedo: motocross. Y la misma edad tiene en francés auto-stop, con su consabido significado de «detención del automóvil», para suplir el hitchhiking norteamericano, poblado de pinchos para un paladar románico.

Quizá ninguna de estas palabras sea ya sustituible en español; footing es simplemente superflua, porque, antes de ella, ya se practicaban las caminatas, andadas o carrerillas salutíferas. Resulta muy difícil imaginar que aquellos paseos de don Francisco Giner y sus discípulos por el Guadarrama, fueran footing. Los demás vocablos parecen sólidamente consolidados. Auto-stop, incluso ha procreado: autostopista es su retoño en el exilio hispano.

Pero ya ha metido pezuña y hocico en la parla de los retransmisores otra voz tan tonta como footing, que sólo sirve para conferirles distinción. Es también seudoinglesa, e igualmente engendrada por meninges galas. Se trata del término pressing. Cuando en el fútbol, en el baloncesto y, tal vez, en otros deportes, un equipo agobia al otro, lo desazona, lo aguijonea, lo incordia y lo aperrea, nuestros miríficos cronistas suelen decir que el tal equipo torturador está haciendo pressing.

Este vocablo neoinglés nació en París hacia 1930, con fines muy distintos: para designar el planchado con vapor (y, por metonimia el establecimiento donde tal operación se practica). Se había creado con el inglés to press, «planchar», y el consabido -ing al rabo, que americaniza cuanto adorna. A la vista de su absurda difusión, el Comité francés para el estudio de la terminología técnica propuso, en 1960, un sustituto: pressage, ya empleado entonces en el Canadá. No recuerdo que esta extravagancia de nuestros vecinos nos haya contagiado. Pero he aquí que, hacia 1950, ellos mismos, insatisfechos con la vulgaridad de pression, se llevaron el pressing al terreno deportivo, asociándolo con el equipo prepotente que, cual plancha enardecida, humilla todo relieve bajo su cálido peso. Nuestras bocas de ganso, ¿qué más podían desear? Lo descubrieron al mirar por encima de los Pirineos, prorrumpieron en gritos de entusiasmo ante su belleza (aunque creyendo, seguramente, que era inglés de Whitman), y se lo apropiaron. Y ahora, apenas se produce un conato de dominio en el estadio, se sienten nuevos Rodrigos de Triana, y exclaman con laringe clamorosa: ¡pressing!

Eso, en tiempos mejores para el idioma, se llamaba, simplemente, presión; y presionar, a la acción de ejercerla. Pero tal vez estas palabras sencillas no comunican toda la intensidad de la acción: se puede presionar, tal vez, sin hacer pressing. Sin embargo, poseemos otros vocablos que permiten entender lo que el galianglicismo significa; ese no dar tregua al contrario con ataques continuados, con presencia agobiante, con dominio y señorío pleno de la situación, ¿no se ha denominado siempre en español acoso y acosar? El diccionario de María Moliner define el verbo con mayor precisión que el académico: acosar, dice, es «no permitir descanso (a una persona o animal), para ahuyentarlo o con cualquier fin». Parece que estas palabras dicen más vivamente lo que se quiere decir con el descolorido pressing. Estoy convencido de que pocos cronistas deportivos lo pondrían en duda. Pero seguirán prefiriendo el vocablo soso, que les permite elevarse a la categoría de «especialistas».

Deben convencerse de que el hecho mismo de dedicarse a comentar deportes ya les confiere sublimidad: ¿por qué aumentarla abusivamente, apabullantemente con su umbrática parla? Líbrennos misericordiosos de su pressing, ya que no pueden hacerlo de su hacer gala, de sus señalizaciones y de otras cosas así que se aprenden —o deberían aprenderse— en la escuela.

Repasar-evocar

Estoy seguro de disgustar si propongo hacer trampa en los juegos. Incluidos aquellos en que media dinero. Pero el lector perspicaz habrá adivinado que me refiero a los que programan las emisoras de radio y televisión, no a los que acontecen en el silencio delicado de los casinos o en el alboroto popular de las tascas. Los resultados de estos juegos afectan sólo a los voluntarios participantes; en los otros, jugamos todos. Y no es cosa de que todos perdamos, y sólo gane el radioescucha o el televidente privilegiado cuya solicitud para participar ha resultado agraciada. «¿Qué pierde usted —puede preguntarme algún airado— con que un ama de casa o un perito se lleven unas pesetas señalando con precisión el color del caballo blanco de Santiago?» Nada, en ese caso; pero ¿y cuando contesta que era amarillo? ¿No perderé, entonces, la honda fe que profesa en la función cultural de los media, y en la superioridad zoológica de nuestra especie?

De ahí mi propuesta: convendría instruir en las contestaciones a los concursantes, a fin de infundir dureza diamantina a aquella fe. Y los cuestionarios podrían complicarse —cabría preguntar, por ejemplo, dónde está París, y que río pasa por Sevilla—, con lo cual, confianza y contento aumentarían, gracias a la inocente trampa, y este veloz crecimiento de la cultura patria que, por doquier se proclama, lograría una irrefutable corroboración.

Sugiero esto a raíz de una experiencia reciente, compartida con los millones de españoles que acrecentamos nuestras desesperaciones contemplando la televisión. Era un concurso suntuoso, con presentador de etiqueta, escenario de gran aparato, azafatas hermosas y concursante joven, desenvuelto y telegénico. Pregunta: «¿Con qué seudónimo se conoce en la literatura española a don Angel de Saavedra y Ramírez de Baquedano?». Respuesta (tras tres segundos angustiosos de reflexión): «¡Cervantes!». Glosa mortificante: «¡No! Se le conoce con el seudónimo de Duque de Rivas».

Yo esperaba que, en ese instante, agentes de la autoridad cultural interrumpieran el juego pizarra en mano, y que pusieran a presentador y concursante a hacer palotes. No sucedió nada y la emoción prosiguió, burbujeante, dinámica, y gentil con el jugador, el cual siguió acumulando premios por su destreza en pelar plátanos, y otras cosas así. Todo hubiera rodado mejor de haberle advertido antes que debía contestar «Duque de Rivas», para ahorrarnos el sofoco de presenciar el momento en que un español, probablemente bachiller y más, asegura que el mote del autor del Persiles era Cervantes. Ahora bien, haberle soplado la respuesta hubiera resuelto poco, ya que la pregunta se hubiera formulado igual, convencido como está el presentador —o la ninfa Egeria que redactara el guión del concurso— de que los títulos nobiliarios son seudónimos. Y no nos hubiera evitado a muchos las ganas de emigrar.

No hay demostración más paladina del estado de amasijo en que el idioma invade los sesos de muchos sujetos que viven de él. Han aprendido las palabras, conocen sus formas, pero los significados son, para ellos, gelatinosos, carentes de perfil; constituyen todos un engrudo. Y, así, la temperatura puede oscilar alrededor de 20 grados, los hechos vergonzosos les parecen vergonzantes, identifican a los israelíes como israelitas, aseguran que transcurrió un breve lapsus de tiempo, y piensan que el rey ennoblece otorgando seudónimos. Almacenan las acepciones en estado viscoso, y, cuando echan mano de ellas, les sale una pasta idiomática sólo apta para el churro.

Es lo que está sucediendo con dos verbos de reciente auge, sobre todo, en las crónicas políticas. Repasar es uno, y evocar el otro. «Los cancilleres del Grupo Contadora repasarán la situación en Centroamérica». Esto significa que volverán a pasar la vista por ella, para cerciorarse de que se la saben; o que la mirarán por encima o rápidamente, para ver si encuentran algún error. Pero da la impresión de que no harán eso los afanosos cancilleres, sino examinar cómo marchan aquellos complejos asuntos, para acomodar a la situación actual su plan de paz.

Sólo puede repasarse lo ya realizado, sabido, estudiado, acordado, escrito…, para comprobarlo y corregir algún posible error o suplir alguna deficiencia; no para replantearlo y, en su caso, reordenarlo. Lo que los media quieren decir es que los ministros reexaminarán, volverán a estudiar, revisarán, discutirán nuevamente o algo parecido, aquel sangrante conflicto. Pero esforzarse por hallar la expresión más sencilla y ajustada sería hazaña hercúlea para muchos: ¿cómo identificar las piezas de ese idioma que poseen formando pella?

Son los mismos que emplean evocar en frases como ésta: «Ambos ministros evocaron el contencioso de Gibraltar». El lector tiene que imaginárselos, en este caso al nuestro y al de Gran Bretaña, apaciblemente sentados, entornando soñadoramente los ojos, y susurrando entre sorbitos de té: «¿Recuerdas el tratado de Utrecht? Aquél sí que fue un gran tratado». «Oh, no creas, querido. Manifestamos nuestro vigoroso deseo de recuperar el peñón con las armas, en 1707, 1727, 1779 y 1782». «Tiempos desmesurados aquéllos». «Ya lo creo. Pero la ONU ha apoyado numerosas veces nuestra causa». «Con olvido de los gibraltareños, ¿no crees, querido?» Y, así, ambas potestades van desgranando el rosario de sus ricos recuerdos, pues eso significa evocar: «Traer alguna cosa a la memoria o a la imaginación».

Otras acepciones posee este verbo: «Llamar a los espíritus y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los conjuros e invocaciones»; y «Apostrofar a los muertos». Pero nadie puede suponer a caballeros tan razonables, capaces de ceder a la sugerencia del velador del té; ni de atribuir al asunto de Gibraltar la calidad de cadáver (tal vez, el británico…).

Estremece la insensibilidad idiomática de tantas personas que así hablan y escriben para el público. Tal vez serían incapaces de proceder del mismo modo hablando en familia. No creo que el esposo diga a la esposa: «Vamos a evocar ese asunto de las llamaditas que recibes…». Pero, apenas ha de expresarse mirando al tendido, el idioma se le hace chicle, y suelta: «Reunido el comité esta tarde, ha evocado el asunto de los últimos despidos, y ha acordado…». Tan sencillo como resulta el empleo de tratar (de).

Ya no insensibilidad, sino naturaleza granítica sigue ostentando aquel locutor deportivo de televisión, de cuyas gracias, diciendo alante y poner coto (por poner cerco), informaba en un reciente artículo. Mi pertinacia en presenciar sus retransmisiones fue duramente castigada con ocasión del último torneo gaditano de fútbol. Sistemáticamente llamó cadistas a los jugadores del Cádiz. Asombroso, ¿no? Esperemos que no aprenda de su colega, el presentador del concurso antes referido, y que no anuncie, el verano próximo, que Televisión Española ofrecerá a sus espectadores el torneo que el club cadista organiza con el seudónimo de Torneo Ramón de Carranza.

Señalar por último que…

¿Confundo los indicios con las evidencias? El número mayor de cartas que recibo —y que tanto agradezco— brindándome blancos para estos dardos, ¿significa que empieza a producirse una reacción saludable? Un atribulado ciudadano me explica que el Ministerio de Obras Públicas ha distribuido por visibles lugares de Málaga unos carteles que representan una playa solitaria, de finas arenas, donde puede leerse esta singular inscripción: «No contamines a nuestra costa». Otro, agudo paisano mío, se enfurece —y aún me parece escasa su cólera— porque el conjunto formado por tres o más parientes, y mejor si entre ellos figura el abuelito, sea denominado invariablemente saga por los medios de comunicación. Se me queja una dama de que algunos líderes sean tan estropajosos y zaborreros hablando. Pero otra se manifiesta más buida en su planteamiento al estimar que un político que es o aspira a ser dirigente nacional, tendría que esforzarse en evitar a su dicción las marcas de su lengua o de su dialecto de origen. Y asegura que tal gesto debería ser tan exigible a un personaje público como el de quitarse ante la Cámara el calañés, la barretina o la gorra.

Estas, y otras veinte o treinta observaciones que me han llegado en el último mes —algunas de las cuales serán, efectivamente, «dardos»—, hacen barruntar que se está gestando un rumorcillo de rebeldía contra el despotismo de los patanes idiomáticos. Yo no diré que se percibe en una muchedumbre; no llegaré al entusiasmo hiperbólico con que, durante la guerra, vibraba el pecho de la Acción Ciudadana de Zaragoza —varones pasaditos de edad para ir al frente, que hacían guardia con escopetas en la estación y otros sitios así— cuando cantaban: «Los de Acción Ciudadana formamos una inmensa oleada patriótica…». No; mi sentido del número es más preciso, y estoy seguro de que no somos comparables al mar furibundo. Pero la fe nos mueve. Está hoy muy bien considerado afirmar el valor insigne de las utopías, aunque muelan a los creyentes (convicción, por cierto, hondamente cristiana, esa de estar en la realidad con asco, mientras se contempla desconsideradamente una lejanía fastuosa). Somos pocos, pero vigorosamente utópicos, quienes creemos que será llegado un día en que el caudal del idioma esté repartido con equidad. Soñamos con un futuro en que una posesión igualitaria impedirá que haya ricos y pobres de labia; en que la cuidadosa administración de tan precioso bien hará que no se tolere manifestar estulticia hablando o escribiendo; en que nadie podrá emplear el lenguaje como arma de dominio o estupefacción… Para que esa maravillosa Ciudad de la Palabra pueda ser alcanzada, una revolución habrá de producirse. Y esa revolución, como todas, necesita un germen, que ya estamos constituyendo quienes nos indignamos con los locuaces insolventes. Muy pocos somos, es cierto; pero creceremos, y llegará un instante en que tendremos fuerza para boicotear radios y televisiones rupestres; para arrojar de foros, cátedras, tribunas y púlpitos a los prevaricadores; para cerrar caminos electorales a los cerriles. Después de ese proceso revolucionario, quedará instaurada la Ciudad de la Palabra, regida por pocas pero augustas leyes, que podrán ser éstas:

1. Habla y escribe de modo que todos te entiendan y reconozcan en ti un conciudadano civilizado.

2. Procura que tu idioma, construido por tus predecesores a lo largo de varios siglos, y en el que se expresa una noble y gigantesca comunidad cultural, continúe permitiendo que ésta exista.

3. Sé humilde: deja que sólo innoven los que saben. Si eres mentecato, no por decir relax, prioritario, tema o en base a dejarás de serlo.

4. Sólo humanos habitamos en la Ciudad de la Palabra; no la conviertas en zahúrda.

Estos «dardos» míos llevan años desenmascarando a quienes, llegado el momento, serán los enemigos de la gran revolución. Hace muy poco, cosa de meses, ha surgido otro grupo resistente, cuya vigilancia urge. Forman la cofradía de esta nueva necedad, fundamentalmente, informadores de prensa, radio y televisión; pero es posible que ya se les hayan sumado otros adheridos. Consiste la moderna sandez en construir oraciones con infinitivo y con función subordinante. He aquí un ejemplo: «Siguen manifestándose los vecinos del barrio de Maravillas, como protesta por los ruidos que en él se producen todas las noches. Ayer desplegaron varias pancartas… Anunciaron que se concentrarían el día… Señalar, por último, que, según declaran algunos, están dispuestos a pasar a la acción directa». Ahí está el monstruito que algún degenerado engendró, y al que insuflan vida poderosa los medios de comunicación. Consiste, como puede verse, en expresar con un infinitivo una acción que exige sujeto (y cuya formulación podía ser: «Señalaremos, por último, que…»), u otro tipo de construcción («Hay que señalar…»; «Debe señalarse que…», etc.). No es sólo señalar el verbo privilegiado con tan pedestre oficio, sino también otros varios, como anunciar, recordar, puntualizar, advertir y varios más. La anómala oración que constituyen suele ir como remate del texto informativo (de ahí el por último que ordinariamente los acompaña), pero, en los últimos días, se observa que el engendrillo tiene tendencia a trepar hacia lugares más altos de la noticia.

¿De dónde ha salido tal aborto? No cabe descartar el influjo alienígena; pero, si existe, en cualquier lengua que hubiera servido de modelo, tal construcción sería también incorrecta: ninguna la tolera. Sin convicción, me inclino a creer que esta torpe criatura teratológica es nuestra y bien nuestra, suma memez nacida de un caletre hispano.

Parece, pura y simplemente, resultado de la pereza. Corresponde a lo que llaman algunos gramáticos anglosajones block language: construcciones distendidas, no sujetas a norma, y que, sin embargo, se consolidan en bloques para funcionar útilmente en mensajes rápidos y concisos. Pero que un idioma medianamente organizado siente como extrañas a su naturaleza, y en definitiva, como descorteses cuando no existe ninguna urgencia, ningún apremio telegráfico en la comunicación. Vagancia, en suma, desdén hacia el lector o el oyente, a quienes el informador arroja en bruto sus apuntes, sin haberse tomado la molestia de elaborarlos, de vestirlos con un mínimo decoro formal.

El camino está abierto para que el idioma se nos transforme en chino de chiste: «Presidente anunciar que pronto convocar referéndum sobre estar en la OTAN. Oposición manifestar que a ella no gustar. Haber lío». Puede ser un sistema igualitario, conforme a un método bien conocido: el de abatir toda excelencia y nivelar a ras de subsuelo. Pero no es lo que propugnamos quienes confiamos en que, un día, se funde sobre nuestro idioma la Ciudad de la Palabra.