Israelita

He aquí que decido: hágase la imagen. Oprimo un botón, y la imagen se hace. ¿Qué veo? Rayas, fantásticas listas de cheviot que cruzan diagonales la pantalla. Son las muestras del cansancio que emite mi viejo aparato. Aprieto distintos resortes, giro una rueda, y es ahora otra imagen. Aventajados mozos juegan al baloncesto. Va la pelota de uno a otro en arcos perfectos, hasta que una palmada inoportuna o un salto más alto la entregan al otro equipo, y los que antes corrían de espaldas, retrocediendo, van ahora hacia adelante: en pocos segundos, compruebo con mis ojos los vaivenes de la fortuna y la inestabilidad de los gozos: honda lección moral.

Caliente ya el aparato, llega la voz: sé ahora que pugnan en la cancha los equipos de España e Israel. Menos mal. En tiempos oscuros, se nos permitía entrever la URSS por sus futbolistas. Ahora, en tiempos claros, apenas si vemos de Israel otra cosa que la aptitud de sus atletas para el juego del baloncesto. Se ha descorrido un telón, pero otro sigue echado, y sólo se abre oficialmente para que entren y salgan chicos con un balón a cuestas. Continúa aplazado hasta mañana —siempre mañana, y nunca mañanamos— el reconocimiento de aquel bravo e inteligente pueblo (el cual, por cierto, en gran proporción habla español, y nos lo estamos perdiendo), por no enfadar a otros pueblos, sin duda más bravos e inteligentes: tanto, que pueden elegirnos los amigos.

No quiero distraerme: me concentro en los azares del juego, que pone una y otra vez el esférico —sensacional metonimia— en la canasta hispana: de momento, nos lo están colocando con constancia inmisericorde (al final, la cosa no fue Aljubarrota). El locutor se enardece, se abate, vibra, se hace voz de ese sistema nervioso común de las grandes gestas deportivas. Pero, de pronto, algo que dice me enfría; una gota helada me recorre el espinazo. Lo repite, insiste y machaca: me ha vuelto de mármol. Soy ya insensible a las proezas: asegura, insidiosamente, que los israelitas van ganando por no sé cuanto. Y esto congela. Quiero asegurarme de que he oído bien, y llamo por teléfono a un amigo, atento centinela del habla televisiva; no sólo escucha: graba, y puede testimoniar ante el Supremo. Tengo que recurrir a su autoridad, porque estoy convencido de que todo ha sido un espejismo auditivo. Pero no; me cerciora: he entendido bien. Y ahonda mi estupor asegurándome… Aguardo un momento porque está consultando sus notas. Efectivamente, alguien —me dice el nombre, pero lo omito— declaró hace poco algo sobre nuestras relaciones con los israelitas.

La conversación se prolonga. El partido nos importa ya un rábano. Me cuenta que, retransmitiendo otro encuentro de baloncesto, la víspera, celebrado en un local cuyo suelo brillaba dificultando el trabajo de las cámaras, el comentarista de turno aseguró que los técnicos habían hecho lo indeseable para evitar los brillos. Pero, al instante, empato con él, certificándole que, en el mismo medio, horas antes, se nos ha dado la noticia de que un toro profirió una herida al matador. Reímos, pero a ambos nos duele por igual el empate.

Algunos intérpretes del drama de Babel aseguraban, en el siglo XVIII, que la confusión de lenguas consistió en que unos llamaban agua a lo que otros nombraban piedra; y árbol a lo que era una montaña. ¿Habremos llegado a ese momento? ¿Califican algunos de indeseable lo que sus vecinos piensan como indecible? ¿Ya no se profieren palabras, sino heridas? ¿Ocurrirá lo mismo con vocablos como liberal, nación, socialista, autonomía, conservador, federal o capitalismo? Da la impresión de que Babel ha vuelto, y de que el vocabulario entero y, por tanto, los conceptos y los valores a él anejos, andan en revoltijo. Así, claro, todos locos, sin saber a qué urna quedarnos.

Pero tampoco a esto deseo derivar. Querría sólo sacar del batiburrillo una noción de enseñanza primaria, y rogar, por Dios vivo, que no se confunda el significado de israelita con el de israelí; ambos vocablos andan juntos, pero no revueltos. Es cierto que el Diccionario académico puede dar pie a la confusión; porque, junto a las acepciones correctas de israelita (hebreo, judío. Perteneciente o relativo al que profesa la ley de Moisés. Perteneciente al antiguo reino de Israel), añade esta otra: «Natural de Israel». Pero, al no advertir si se trata del antiguo o del moderno Israel, puede pensarse que son israelitas los nacidos en este último. E, idiomáticamente, no lo son.

Las lenguas modernas, incluido el español, diferencian bien el significado de esa palabra frente a israelí. Es israelita el individuo del antiguo pueblo hebreo descendiente de Jacob, o el individuo de una de las diez tribus hebreas que habitaron antiguamente el norte de Palestina; o, simplemente, un miembro del pueblo judío, pasado o actual, en cualquier lugar donde estuviere. Israelí es, en cambio, como dice nuestro Diccionario: «Natural o ciudadano del Estado de Israel. Perteneciente a dicho Estado». De ese modo, israelita coincide prácticamente en su significado con el de judío o hebreo, pero no con el de israelí, ya que poseen esta nacionalidad personas no judías; y los judíos que no son ciudadanos de Israel, no son, por tanto, israelíes.

Repito que todas las lenguas cultas distinguen bien, con términos diferentes, ambos significados. Así, en inglés, el adjetivo israeli, frente a israelitic o israelitish; o bien, israelite, que, al igual que en español, funciona como sustantivo o adjetivo. En francés, la distinción se establece con israélien («israelí») e israélite. El alemán, por su parte, opone israelisch («israelí») a israelitisch («israelita»), empleables también como adjetivo o nombre; posee también el sustantivo Israelit («israelita»).

Cuando, en textos actuales judíos escritos en español es usado el término israelita, se alude al pueblo judío disperso, y es normal que aparezca con connotaciones religiosas. En la traducción de la Torah publicada recientemente por los sefardíes de Jerusalén, se justifica la versión por la existencia de numerosos israelitas hispanohablantes que no leen el hebreo.

Por si puede servir de algo, advertiré de cuánto molesta a los israelíes oírse llamar israelitas: revela ignorancia o menosprecio a su condición de ciudadanos de un Estado. No añadamos a nuestros remilgos oficiales, este alarde de desconocimiento histórico. Tal vez se deba a él la falta de relaciones diplomáticas: ¿ocurrirá que no ha llegado aún aquí la noticia de que existen los israelíes, y que no hemos salido de la Historia Sagrada? Pues les aseguro que ahí están en la otra orilla del Mediterráneo, desde el 14 de mayo de 1948: los he visto. Y, además, vienen a jugar al baloncesto.

Peatonal[4]

Si no me engaño, fue hacia 1976 cuando esa marimanta idiomática empezó a aparecerse por las esquinas de la Villa y Corte. Eran «tiempos de incuria y atrevimiento», según escribió el actual alcalde de Madrid, mi fraternal Enrique Tierno, en un bando de hace dos años, donde mostraba su ilustrado y cortés malhumor ante el vocablo.

Ocurrió, en efecto, por entonces, que algunas calles tributarias de la Puerta del Sol eran cerradas al público, a ciertas horas, por una especie de burladeros anti-motor. Tras ellas, los transeúntes pudimos gozar del asfalto de la calzada, antes vedado: ese césped fósil, donde florecen el bache y la mancha de aceite, el gris más gris y la fragancia del octano. Eran muy pocas calles, pero los ciudadanos íbamos a refugiarnos a ellas en las horas de asueto, a mirarnos francamente sin temor a la embestida traidora, a practicar el tacto de codos y el pisotón entrañable: todas esas cosas que sorprenden a los nórdicos en el deambular urbano de las tribus mediterráneas.

Lo malo es que nos protegía el término peatonal, pintado sobre las tablas del burladero. Hice entonces lo que pude en contra suya: desde el añorado diario Informaciones, le arrojé un dardo de papel, le di en la cara, pero ni lo notó el Concejo responsable. Y el pequeño monstruo empezó a multiplicarse, alcanzó otras poblaciones de alrededor y de lejos, y llegó al mar: acabo de volver de una hermosa ciudad de Levante, por cuyas calles he podido pasear despaciosamente con mis amigos, tratando de poesía como en una Arcadia, bajo el amparo de rótulos peatonales.

¿Cómo se coló este adjetivo en la jerga del tráfico? En el artículo aludido, apunté que era un italianismo. Sigo creyéndolo: aún no hace medio siglo que allí se empezó a llamar passagio pedonale al paso de peatones. Y alguien con mando en letreros se trajo ufano el sufijo, y forjó un vocablo que juzgó sintético y ático. Nuestra falta de sensibilidad idiomática le preparó el lecho para el triunfo y ahí está.

El 12 de junio de 1884 —hace un siglo justo— el Secretario de la Real Academia Española, don Manuel Tamayo y Baus, registraba en el acta de la sesión: «Leí enseguida una real orden comunicada por el señor ministro de Gracia y Justicia, y en la cual se consulta el parecer de esta Academia acerca de si será o no lícito y oportuno, con sujeción a las leyes del idioma castellano, dejar de emplear constantemente el futuro subjuntivo (cantare) en la redacción de los preceptos del Código Penal, y usar a veces en lugar del tiempo expresado el presente del mismo modo de subjuntivo (cante). La Academia se enteró con vivísima satisfacción de esta consulta con la que el señor ministro de Gracia y Justicia daba testimonio de su mucha prudencia y de su respeto a los fueros del idioma». Es un texto para la melancolía: que un ministro de España, de Gracia y Justicia, además, mostrara tal deseo de someterse a «las leyes del idioma castellano», transporta a una edad feliz. Ahora, no un ministro: un escribidor cualquiera de cualquier Boletín Oficial se permite atropellar tales leyes, como si no fueran las que mejor identifican a nuestro pueblo, las más democráticamente elaboradas, las más respetables por más indefensas.

El inventor de peatonal debió de quedarse descansado. Para nada contaba en su caletre el hecho de que nuestro idioma sólo ha admitido el sufijo -al aplicado a nombres terminados en -ón, cuando este grupo se presenta en el final -ión: nacional, discrecional, regional, pasional…; así, hasta cuarenta y seis. Sólo hay dos raras excepciones: aquilonal y ciclonal. Era motivo bastante para sentir peatonal ajeno a nuestro sistema léxico. Pero hay otra razón que lo hace abominable: el mencionado sufijo aporta al adjetivo el significado de «que tiene las propiedades» de la cosa designada por el nombre: lo que es angelical, artificial o personal posee las cualidades características del ángel, del artificio o de la persona; es de su misma naturaleza. Algunas aparentes excepciones no lo son: un elixir estomacal carece, evidentemente, de las propiedades del estómago; pero antes de recibir la acepción de «que alivia las enfermedades» de dicho organismo, pasó por la de «que constituye una parte del estómago, que está en él»; pared estomacal, úlcera estomacal, etc. Razones de este tipo, no escritas pero sentidas por muchos hablantes, son las que hacen «ilegales» los matutes idiomáticos, las que ponen a rechinar nuestras meninges. Muchas veces sin saber por qué, como una irritación cuya causa ignoramos aunque sabemos que existe. Peatonal enfurece porque una calle así llamada no posee las cualidades o la naturaleza del peatón.

Pues bien, el Ayuntamiento madrileño parece que va a intentar el conjuro del espectro. Son órdenes del Alcalde, acogidas con entusiasmo por quienes deben ejecutarlas. El adjetivo peatonal desaparecerá del paisaje urbano de Madrid, y con él, una molesta carbonilla de los ojos. La medida llega a punto, porque ya se empezaba a hablar de un plan de peatonalización de ciertas calles. Hubiera sido otro horror superpuesto. No sé si hay recambio oficial: me dicen que algún periódico ha informado de que sí, pero no lo he visto. Amablemente consultado sobre ello, mi dictamen fue muy simple. A quien hay que informar, en primer término, del cierre de una calle es a los automovilistas, no a los transeúntes, que suelen tener libre paso por todo. Escríbase, pues, en el disco: «Vehículos, no». Y, más bajo, para que, tras él, los de a pie sepan que ya pueden posarlo en la calzada, dígase: «Sólo viandantes». En cuanto al plan de peatonalización, ¿no dice más y mejor «ordenación del tránsito» (o, incluso, «tránsito» o, incluso, «tráfico»)?

¿Por qué viandante preferible a peatón? Es éste un galicismo con sólo un siglo de edad, introducido cuando, en las ciudades, empezó a ser preciso diferenciar entre quienes caminaban y quienes se desplazaban en carruaje. El viandante español lleva más de seis siglos en nuestro idioma, evoca mejor en qué consiste lo que designa: no es tan clara la relación de peatón con pie. Viandante no era exactamente el andador urbano sino el que transitaba por cualquier vía pública, caminando, cabalgando o en coche. Atenuada ya esa significación, queda casi nuda y única, la de «peatón»: se ha hecho su sinónimo, y nada puede impedirnos que obremos en consecuencia. Muy posiblemente, constituirá un trastorno innecesario sustituir la acuñación paso de peatones por paso de viandantes: se ha fijado ya con tenacidad en nuestra costumbre idiomática. Pero peatonal es sólo un fantasma adolescente: aún estamos a tiempo de ahuyentarlo sin traumas cívicos.

Esta u otra solución mejor que dé el Concejo a este minúsculo problema (Enrique Tierno, en su bando, hablaba de «calles de sólo andar») será bien venida. Se trata de un primer paso, en el ámbito del lenguaje, hacia una mejor calidad de vida. Puede ser que otros municipios españoles se animen en este aspecto de la ecología y vayan suprimiendo de sus calles ese endriaguillo. Y hasta —soñemos— tal vez ocurra que la decisión del consistorio madrileño sirva de ejemplo a tantos manazas, con más poder, que intoxican sin miramiento las aguas claras del idioma castellano.

Purismo

Recibo el recorte de un periódico de fuera de Madrid, que se refiere de pasada a estos «dardos» del modo más elogioso. El autor del artículo, a quien retribuyo con toda mi gratitud, en un deseo de caracterizar mi labor, me encuadra como «uno de los más acérrimos defensores de la pureza de nuestro idioma». Insisto: dejo a salvo la enorme buena intención del articulista, pero debo aclarar, una vez más, que no me reconozco en esa instalación. Sin duda, habré dado motivos para ser tenido por purista: alguien que se dedica a reprochar malos empleos del idioma lleva mucho camino recorrido para merecer tal mote. Pero cansaría a mis lectores con una reiterada declaración de intenciones, «dardo» tras «dardo»; y declarar las intenciones, por parte de quien escribe, sería confesarse Orbaneja, el pintor de Úbeda, que, al pie de su cuadro ponía: «Éste es gallo». Si no se ve la intención, fallo es de la pluma, y sería mejor encapucharla.

¿Cómo voy a defender la pureza del idioma si no creo en ella? Por otra parte, ¿hay quien pueda creer en tal cosa? No existe ninguna lengua pura: todas, desde sus orígenes, son producto de mestizaje. La impureza es lo que permite que las lenguas sean instrumentos adecuados a las cambiantes y progresivamente complejas necesidades de sus usuarios. Un pueblo estancado en un idioma inmutado sería culturalmente un cadáver. Nadie más hostigado que el Padre Feijoo, cuando en el siglo XVIII, lo atacaban malintencionados acusándolo de galicista. Contra ellos hubo de escribir: «Los que a todas voces peregrinas niegan la entrada en nuestra locución, llaman a esta austeridad pureza de la lengua castellana… ¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad». Tenía razón: gracias a su impureza, como el inglés, el francés, o el alemán, el español puede seguir siendo órgano de comunicación contemporánea.

¿Contra qué escribo, pues? Contra el uso ignorante de nuestro idioma: el de quienes se arriman al anglicismo del teletipo, desconociendo que su idioma dice eso mismo de otro modo; contra los que imaginan que nominar, por ejemplo, quiere decir «nombrar candidato» (¡o simplemente, «nombrar»!), porque en inglés significa eso; contra los que desalojan el significado castellano para hacer decir a los vocablos lo que no dicen, y creen que vergonzante es lo mismo que vergonzoso, pero no tanto; contra los tics melindrosos o necios («es como muy emocionante»); contra quienes se calzan un lenguaje pretencioso o extranjero para exhibir una estatura mental que no tienen, o para no ser entendidos. Ni una palabra he escrito jamás contra los cientos de voces ajenas que nos llueven porque nuestra lengua no ha tapado antes esos agujeros y son necesarias. Palabras y giros que no desvirtúan el castellano, porque éste, en ese punto, nada tenía que desvirtuar: sólo había vacío.

Y ¿por qué este pequeñísimo combate mensual contra la ignorancia y la necedad idiomática? Sólo porque el español pertenece a muchos millones de seres que no son españoles; porque es nuestro patrimonio común más consistente; y porque, si se nos rompe, todos quedaremos rotos y sin la fuerza que algún día podemos tener juntos. Hacer comprender esto, ya lo sé, es empresa inalcanzable por mí: carezco de los medios para llegar a los sesos de cada político, de cada locutor, de cada periodista, de cada profesor, de cada letrado… Y si alguna vez los rozo, mi voz será espantada como una mosca: «Bah, un purista».

El telediario de hoy, un día cualquiera de enero, ha estado plagado de voces y giros nada castizos; sin embargo, ¿cómo se podía significar de otro modo lo que ellos significaban? En cambio, han sobrado «el papel que juega Norteamérica»; «Burguiba ha cesado al ministro del Interior»; «ha sido valorado positivamente el encuentro de Glemp y Jaruzelski»; «Garaicoechea será nominado hoy, probablemente»; y «se ha confirmado la no aceptación» de no sé qué (pero ¿no se llama eso rechazo?). Ha sobrado también que «presidirán los vicepresidentes, si los hubieran».

Es eso lo que interesa combatir, no la introducción fecunda de extranjerismos. Si no se les resiste, el español se va a quebrar en veinte o treinta dialectos, mezcla de despojos castellanos y cascotes del inglés. ¿Que esto interesa? Puede ocurrir, pero me temo que no sea, precisamente, a nosotros, ni a los hispanohablantes de América.

Pero es que, además, y muy concretamente el periodismo oral y escrito, ni siquiera nos trae lo mejor del inglés, sino que se adorna con flecos que en ese idioma son piltrafas. Todos padecemos el mismo tipo de estructura en las informaciones habladas. En el telediario de hoy: «Trescientos treinta muertos es el balance de los combates en la frontera entre Angola y Namibia». Esta disposición de la noticia coloca en primer lugar una precisión fundamental, que ya está perdida en la memoria del oyente cuando otros datos la han hecho interesante. Tal ordenación retórica, procedente de la prensa norteamericana, está absolutamente proscrita en los noticiarios radiofónicos de aquel país. El libro de estilo para la radio de la agencia UPI, propone como ejemplo de mala redacción: «Ocho personas murieron en un incendio que devastó el Central Wall Shopping Center…». Ni aun a los anglosajones, inventores de esta tontería retórica, les sirve ya; pero es gala de nuestros informadores.

Otras constituyen sumo adorno para muchos de ellos, que desechan las instrucciones de UPI. Por ejemplo, hablar de afluencias masivas (y no grandes); de reuniones o negociaciones maratonianas; conversaciones a puerta cerrada (por a solas); de llamar conferencias de prensa a las reuniones informativas (¿no acuden también la radio y la televisión?); de tantas redundancias, como totalmente destruido o demolido… (¿puede haber destrucción o demolición que no sea total?). Ah: también figura esta advertencia, sin atenuantes (pero ya sabemos cuán hipócrita juzgan a aquella sociedad): «No han de usarse obscenidades, blasfemias, vulgaridades, etc., a menos que formen parte de citas literales y que haya una fuerte razón que obligue a ello». Me temo que muchas de nuestras emisoras, y algunos de nuestros programas de televisión, quedarían reducidos al silencio, si adoptasen norma tan mojigata, propia de un país moral, cultural y socialmente poco evolucionado.

Nada de purismo, pues: mera demanda de sensatez a quienes hablan en público. El control que ejercen sobre su expresión será síntoma del que ejercen sobre su mente. Y su chapucería en este punto, ejemplo de chapucería: algo de lo que muchos empezamos a estar hartos. Quienes la confunden con la espontaneidad y la naturalidad postulan, sin duda, como muy conveniente despejarse la nariz a coz de dedo; pero lo natural para muchos es, por fortuna, servirse del pañuelo.

¿Te encuentras bien, cariño?

Todos los consumidores de televisión —por tanto, todos— somos testigos de acontecimientos como éstos. Un ágil detective, pistola en mano, avanza en cuclillas protegiéndose por la fila de coches estacionados ante una sucursal bancaria. Dentro del local, dos atracadores se hacen fuertes, merced a varios rehenes; entre ellos figura la novia del detective. De un salto elástico, éste se acerca a la puerta del banco, se pega felinamente a la pared y mira de reojo por la puerta de vidrio. Pero los malhechores no son tontos, y le disparan. Una violenta flor roja le brota del pecho. Sin arredrarse, da un patadón a la puerta, los vidrios se astillan y él entra vomitando balas por la mano. Dos de éstas atizan certeramente a los bandidos. A los rehenes, ni un pelo les ha rozado (bueno, de refilón, a un calvo el cuero cabelludo: cosa de nada). Realizada esta comprobación satisfactoria, el valeroso permite que las piernas le flaqueen, y cae rebozado en su sangre. De entre los liberados, se destaca la novia afligida, se agacha, le levanta la cabeza, y le pregunta con patente interés:

—¿Te encuentras bien, cariño?

He aquí otra escena. A una viejecita adorable, que vive tan feliz en su casa de dos plantas, un nieto artero no logra convencerla para que venda la propiedad, se compre un apartamento y le regale el dinero sobrante para sus vicios (para un gran negocio de compraventa de dentaduras postizas, dice el bribón, empeñado en ofrecer a su abuela una imagen irreprochable). Desengañado de la vía persuasiva, afloja un peldaño de la escalera por donde la ancianita sube y baja a sus trajines. Por la mañana, cuando la pobre desciende a desayunar, cae rodando y se desnuca. El nieto se ha ido a Scranton (Pennsylvania) como coartada. El cadáver es descubierto por la señora Dusenberry —menuda, sombrero de flores, trajecito gris de sastre—, empleada del hogar, que llega todas las mañanas a las nueve en punto. Se sobresalta, da un paso atrás, se lleva la mano a la boca con estupor, y por fin, acude hacia su ama, que yace en el suelo tan desordenada de miembros que cualquiera puede advertir su condición de muerta. La fiel doméstica profiere con voz temblona:

—¿Está usted bien, señora Hughes?

Se trata del nuevo modo de interesarse por la salud de los obviamente pachuchos, que está imponiendo la traducción insolvente de los filmes y telefilmes norteamericanos. En la cabeza hispanohablante no cabe dirigirse a quien lo está pasando mal a ojos vistas, preguntándole si se encuentra bien. La verdad es que tampoco tiene mucho sentido preguntarle si se encuentra mal o cómo se encuentra cuando salta a los ojos la respuesta. Pero, como algo hay que decir, nuestra comunidad ideó fórmulas para cerciorarse de lo evidente, o para inquirir circunstancias anejas. El labrador que halla a Don Quijote baldado por el mozo de mulas, «se llegó a él, y le preguntó que quién era, y qué mal sentía»; tras otro molimiento, un cuadrillero le interroga: «Pues, ¿cómo va, buen hombre?»; habiéndole ocurrido un nuevo percance, el ventero y los caminantes «le preguntaron que qué tenía». Son formas sensatas de saber qué ocurre al prójimo, cuando hay algo que patentemente no le sucede: estar bien.

Sutilmente, neciamente, se nos están cambiando las conexiones cerebrales, y, por tanto, nuestra interpretación del mundo. Formulamos la sospecha de que pueda hallarse bien aquel de quien antes sabemos que está rematadamente mal. Es una tierna forma de hipocresía. El interrogado, claro es, puede contestar que no, que no yace en un lecho de rosas, pero resultaría bastante descortés: queda uno siempre mejor asintiendo. Por eso, en la pantalla se ve muchas veces cómo el doliente afirma con la cabeza o musita un sí, y expira. No es que sea un héroe o una heroína; simplemente ha hecho gala de su buena educación.

Todo un sistema nuevo de dirigirse al prójimo se ha instalado o está imponiéndose en nuestras costumbres. Hace no más de veinticinco años se hubiera juzgado ofensa que un desconocido o alguien de quien aguardábamos respeto, nos hubiera saludado con un tajante hola. Ahora es lo habitual. No han podido caer más las refinadas costumbres de antaño. «El estilo de la Corte —cuenta Fray Antonio de Guevara, predicador de Carlos I— es decirse unos a otros: beso las manos de Vuestra Merced. Otros dicen: beso los pies a Vuestra Señoría». El hidalgüelo del Lazarillo se enfureció y quiso sentarle la mano a un menestral porque se le dirigió con el saludo aldeano: «Manténgaos Dios». El fantasmón le dio una grita al pobre hombre: «Vos, don villano ruin, ¿por qué no sois bien criado? ¿Manténgaos Dios me habéis de decir, como si fuese un quienquiera?». En adelante, el pobrete se destocaba y se dirigía como era razón a personaje tan principal.

Estas costumbres del quinientos resultaban bastante complicadas. Pero hemos caído en el extremo contrario. ¿Qué diría el puntilloso escudero de vivir hoy, si caminara por las calles de Toledo recibiendo holas a troche y moche? Están pereciendo otras fórmulas de saludo más matizadas, que deseaban, por ejemplo, buenos días, o preguntaban que cómo está usted: son ya curiosos arcaísmos. El usted mismo se está desvaneciendo: en la Universidad, por ejemplo, recibirlo es ya sólo privilegio de algunos carcamales por oposición (que serán felizmente extinguidos por la nueva ley de jubilaciones). A mí, personalmente, lejos de molestarme el , me exalta, me vigoriza, me quita años, cuando son jóvenes quienes me lo otorgan. ¿Quién me lo iba a decir en mi niñez?; entonces ya había que tratar de usted a los quintos. Lástima que el hola y el tuteo a tutiplén no sean hábitos anglicistas, para zaherirlos. Aunque algo tiene que ver con ellos el desenfado yanqui de las películas (no el trato real americano). Ni en esto nos libramos de nuestra mimética condición moniconga.

Pues ¿y los nombres de pila? Voy descubriéndolos aquí, en la playa, donde calienta el sol y convivo con una enorme población infantil, parte aragonesa, parte catalana. Ayer me crucé por el paseo marítimo con una madre que iba metida en un bikini tres tallas menor que la precisa para encajar sus sobras; venía tras ella su cría —siete u ocho años— llorando, hurgándose la nariz, negándose a andar; era bizquita la pobre, y le chorreaba el agua por el triste pelo lacio. Al fin, la madre se volvió, y le dijo en tono conciliador: «¿A que te doy una morrada, Penelope?». Así, Penelope, con acentuación llana, exactamente igual que el culto Juan de Mena cuando le convenía para cuadrar el verso.

Con acento de las riberas del Esla, del Gállego o del Anoia, y con todos los acentos hispanos, a los nuevos ciudadanos se les está llamando Henry, Vanessa, Alex, Elisabeth, y Frank. Hasta a la perrita recién nacida en mi garaje la han nominado Pamela, como a la Andrews. ¿Se acuerda alguien de aquellos vigorosos nombres que aún retumban por tierras de Castilla y de León, de los Argimiros, de los Atanasios, de los Euricos, de los Atanagildos? ¿Y de otros tan generales y femeninos como Ciriaca, Liboria, Petra y Eustaquia?

Nuevas y curiosas maneras de relación personal —otro día trataré del jefe— para saludarse, para inquirir cómo anda el organismo del vecino. Y querido o cariño como vocativo a mansalva. Nos americanizamos, nos europeizamos, loado sea Dios; salimos por fin de la tralla, de la pana y de la bota de tinto. El progreso, con todo, no es general: quedan como muñones del antaño entrañable, las corridas de toros. Pero, a no tardar, cuando el peón de confianza vea al espada derribado en el albero por el asta homicida, liado en su propio bandullo, saldrá a auxiliarlo y le musitará al oído con ternura:

—¿Eztá uzté bien, maeztro?

Será para dar gracias al cielo tan benéfico influjo del celuloide.

Restar

La complejidad de la mente se manifiesta en el lenguaje de modo singular, y no es extraño, por ello, que quienes, como Chomsky, se sienten interesados por descubrir sus secretos procedan investigando los mecanismos lingüísticos. No se trata de un rodeo, sino de una penetración en los problemas por su camino más corto. En cualquier rincón del idioma acechan sutilezas mentales de difícil desentrañamiento; veámoslo en un pequeñísimo sistema léxico.

El castellano formó muy tempranamente —se documenta desde el siglo XII— el verbo quedar sobre el adjetivo quedo (del latín quietus) para significar lo que después de un proceso —de desgaste, por ejemplo— permanece quieto o como resto. Y así hoy podemos decir: «Quedan cuatro minutos de partido». Pero si aquel proceso se considera como incompleto y se atiende a su final, el verbo que usamos es faltar; por tanto, podemos decir también: «Faltan cuatro minutos para que acabe el partido».

Para expresar esta última noción, otras lenguas románicas apelaron a un derivado del latín mancus, ‘manco’, y así el italiano formó mancare; el francés, manquer, y el catalán, mancar. En principio significó «ser defectuoso», es decir, carente de algo y, por tanto, insuficiente. El castellano partió de otra base: el latín vulgar (no documentado) fallita, participio pasivo del verbo fallere, que dio la solución falta y otras semejantes o iguales en diversos romances. El verbo latino significaba «engañar», de donde tomó el sentido de «cometer una falta» y, por tanto, de «estar disminuido o en fallo» respecto de algo. El italiano medieval calificaba de fallito a quien carecía del dinero suficiente para pagar una deuda. En español, faltar —que muy pronto se formó sobre ese sustantivo— fue usado durante la Edad Media en una acepción más amplia: la que aún hoy posee de ser preciso algo para que una cosa o un proceso queden completos, perfectos o acabados, y para que, muchas veces, se produzca otro suceso: «Me faltan dos meses para ser cuarentón».

No hay que decir que tanto quedar como faltar multiplicaron sus acepciones —basta consultar cualquier diccionario—, pero son éstas las que me interesan ahora. Ambas pueden considerarse como primarias, aunque no puedo afirmarlo con seguridad; limitémonos a tomarlas como tales. Con ellas se formaba una importante y neta oposición léxica: consideradas una actividad o una cosa de ella resultante como fenómenos totales, quedar refería a la parte que no estaba consumida o consumada, y faltar, a lo que aún era preciso para la consumación. En cualquier caso designan la misma porción de realidad, observada desde dos puntos de vista diferentes: uno, retrospectivo, y otro, prospectivo. Su equivalencia puede ser perfecta, y ambos verbos son aptos para traducir una actitud optimista o pesimista: «Sólo me faltan o quedan dos años para acabar la carrera», «Aún me faltan o quedan dos años».

Comparten, pues, una misma zona de significación, que produce en ciertos contextos una sinonimia casi rigurosa. Pero en otros resultan incompatibles. En «Me quedan cinco pesetas», no puedo usar faltar porque diría algo muy distinto. El primer verbo implica un complemento introducido por de: «Me quedan cinco pesetas de las cien que tenía»; en el segundo, la preposición implicada es para: «Me faltan cinco pesetas para tener veinte duros». La consideración hacia atrás o hacia adelante está aquí muy clara; el hablante selecciona uno u otro verbo cuando las referencias, anterior o posterior, deben ser inequívocamente precisadas. Y los emplea sin distinción en los muchos casos en que la perspectiva no produce confusión; incluso las preposiciones posibles resultan, a veces, intercambiables: «Sólo te faltan o te quedan seis meses para o de amortizar el préstamo». En este caso, de marca la continuación del proceso de desgaste («Faltan o quedan ocho minutos de clase»), y para sólo atiende a la consumación («Faltan o quedan ocho minutos para la salida»).

Otras muchas sutilezas pueden señalarse en la pragmática de estos verbos, pero me importa hablar de un tercero en concordancia: el hoy omnipresente restar. De introducción más tardía en el castellano, procede del latín restare, «detenerse, subsistir, permanecer aún»; Cicerón alude melancólicamente a las personas de su edad, «qui pauci restant», que pocos quedan ya. He aquí que la oposición anterior, faltar-quedar, se enriquecía en los umbrales del Renacimiento con un sinónimo de éste en la acepción señalada. En los escritores áureos, restar alterna con los otros dos verbos en todos los casos en que su oposición semántica puede ser neutralizada. «Pasaremos lo que resta de la noche cantando», se lee en el Quijote; podría leerse igualmente queda. Lo mismo ocurre cuando Góngora escribe: «Aún más por saber nos resta», o Quevedo: «Me resta designaros el osado / y valiente caballero…».

No poseemos testimonios del grado de difusión hablada que la palabra alcanzó entonces. Podría pensarse que fue notable, pues la encontramos en un refrán consignado por Gonzalo Correas: «Vase la fiesta y resta la bestia». Para quienes creen en la naturaleza espontánea y popular del refranero constituiría una prueba de tal difusión. Pero esos «evangelios breves» suelen ser asiento de los más refinados artificios lingüísticos —a los que, naturalmente, no es ajeno el pueblo—, y en éste hallamos, aparte la rima, la bimembración isosilábica y la paronomasia, la repetición de est en los vocablos fiesta, resta y bestia, que añade una estructuración suplementaria, puramente fónica, a la organización gramatical y semántica del refrán. Si, en lugar de resta, dijera queda, todos esos efectos resultarían disminuidos.

La elección de ese vocablo es, pues, muy intencionada y no sirve como testigo de una difusión grande fuera de la escritura y del habla cuidada. En las cuales ha proseguido hasta hoy, tanto en España como en América. Obsérvese cómo alterna restar como mera variante de quedar en Zorrilla San Martín: «Artigas se quedó sin ejército: sólo le restaban hombres dispuestos a morir a su lado»; restar era imposible en la primera oración, porque nunca equivale a quedarse, y quedar resultaba inconveniente en la segunda, porque acaba de utilizarse.

Ni que decir tiene que la sinonimia entre estos dos verbos se da sólo en el empleo retrospectivo o indiferente de quedar: según hemos visto en el caso de éste, tampoco sería lícito decir: «Me restan cinco pesetas para tener veinte duros». Nadie cae aún en tal dislate. En cambio, Menéndez Pidal escribe con propiedad: «Y aún resta un punto delicado», donde los predicados podrían ser queda o falta.

¿Qué ocurre en nuestros días, dentro de este microsistema léxico? Se observan dos fenómenos igualmente penosos:

1.º. Restar está desplazando a su sinónimo quedar en los hábitos de locutores, periodistas y políticos. El fenómeno se extenderá por su influjo, de donde va a seguirse un nuevo empobrecimiento del idioma. Actúa aquí la misma presión despótica que ha impuesto iniciar e inicio (anegando principio o comienzo), y finalizar (relegando acabar, terminar, concluir, etcétera). ¿Causa? No es otra que una formidable pedantería, aliada con la insensibilidad idiomática que aqueja a nuestras voces públicas. Ya es común leer o escuchar en los medios de difusión: «A las diez resta poca gente por la calle». «Con la expulsión de Tonín restaron nueve jugadores en el equipo». Entre los periodistas deportivos, la epidemia es imparable.

2.º. El desarrollo invasor de restar con la acepción prospectiva neta, característica de faltar. Pueden oírse, dichas por gigantes y cabezudos, cosas así: «¿Cuánto resta para nuestro ingreso en el Mercado Común?» o «Nos resta aún alcanzar madurez democrática».

De aquí a decir: «Pero ¿no habíamos restado en que vendrías a las seis?» y «Yo me resto en casa», hay sólo un paso. Lo darán.

Posicionamiento

Son casi recién nacidos este neologismo y su mellizo posicionarse, pero ya han echado dientes y los han hincado en el idioma: ¿a quién no han mordido? Claro, a sus usuarios, que se desgañitan tremolándolos. Me asaltó el verbo por vez primera, hace pocos años, en una junta universitaria, cuando discutiendo un asunto —más político que académico, según suele suceder—, un delegado estudiantil exigió que nos posicionáramos. Mi reacción fue erguir la espalda, descruzar las piernas e inyectar a mis ojos una fijeza de apasionada atención: había interpretado tontamente que aquel alumno nos exhortaba a recomponer lós cuerpos, arrumbados por el sopor.

Después me he dado de oídos indefectiblemente con ambos abortos cuando acciono el tuner de la radio o el in del televisor. Brincan también, igual que saltamontes, por entre los surcos agrestes de la prosa periodística. Como es lógico, el Diccionario de la Academia no lo reconoce: son ostentosamente bordes[5]. Pero compruebo ahora con sorpresa que tampoco acoge un significado bien legítimo de posición del cual se nutren aquellos parásitos: el que funciona en frases como: «Mi posición[6] es favorable a que se tome ese acuerdo»; o «En ese litigio, las posiciones están muy encontradas». Lo consigna, en cambio, María Moliner: «Manera de pensar, de obrar o conducirse con respecto a cierta cosa». No es definición inobjetable (pueden tomarse posiciones también ante personas), pero, al menos, este uso no le pasó inadvertido. Ocurre lo mismo con el sinónimo postura.

Extraña, digo, esta inadvertencia del registro académico, ya que el de Autoridades parece aludir a esa acepción. La cual, desde luego, es latina, «In qua positione mentis sim cum hoc lego…», escribía Séneca en la Epístola Lxiv: ¿qué es sino una positio mentis, una actitud de la mente, la posición que falta en el Diccionario?

Pero esta ausencia será fácilmente remediable. Ya no ocurrirá lo mismo con la presencia invasora de esos falsos derivados del vocablo castizo. Falsos, porque no proceden de él sino del inglés to position, que significa «asumir o mantener una actitud». Sobre ese verbo se han formado el posicionarse y el posicionamiento que campan por la pluma y la boca de ejecutivos y políticos. En los primeros, como todos los anglicismos que emplean, están al servicio de unas mentes ya domesticadas por cualquier ilustre Business School para practicar la free enterprise economy. Se sientan en torno a la gran mesa de los grandes asuntos, atildados y bienolientes, se miran unos a otros como azores y se escuchan como ardillas, mientras debaten iniciativas y soluciones en una jerga esotérica, donde el idioma español titila tenuemente como una estrellita en la gran bandera del de la Unión. De pronto, expuestos ya pros y contras, el ejecutivo más rápido tira de palabra y asesta: «Mi empresa se posiciona por un lising múltiple que cubra el coste operating». A continuación, por orden, los demás se van posicionando también. Lo cual es lo mismo que «optar», «decidirse», «adoptar una postura»… Hay cien fórmulas castellanas, pero la borde se impone a la progenie de buena raza.

Poco hay que objetar a distracción tan ocurrente: ese extraño caló circula sólo entre tecnócratas, y los más no chocamos con él. Pero estas palabras volvemos a encontrárnoslas, en reaparición tozuda, por la avenida de lo político y sindical. Hoy, por ejemplo, he leído con el placer de siempre a un gran comentarista, hasta que una frase me ha helado las pupilas: a cierto político, dice, «el 50 por ciento de los encuestados no lo posicionan». ¿Quién lo pensara (del cronista, no del político)? El verbo inglés es intransitivo o medio, helo aquí forzado a la transitividad: ya no es uno quien se posiciona, sino que pueden posicionarlo. En este empleo, vendría a significar: «Atribuir a una persona ideas que no se le conocen». Inquietante cosa que, más de una vez, ha llevado al perdón.

Tengo otra esmeralda semejante en mi baúl de enormidades. En un informe semiológico técnico de asesoramiento comercial sobre un nuevo producto, leo: «Posible eje estratégico del posicionamiento». Aclara el informe que no sé qué precedentes permiten «detectar ciertas líneas capitalizables como ejes ideológicos para el posicionamiento del producto en el mercado». Este horror sólo significa que de lo que llevan dicho se deducen ciertas ideas útiles para situar en el mercado el producto. Repito: el informe se refiere a una cuestión idiomática, está redactado por expertos semiotistas y se destina a una empresa española.

Estoy seguro de que otras muchas acepciones han segregado ya el verbo y el nombre susodichos, que, en su infancia aún, muestran una fecundidad de ratas para engendrar significaciones. Son terriblemente paridores. Pero la más inquietante, me parece, es la antes mencionada de «adoptar una actitud», «tomar una postura», «definirse», «inclinarse o decidirse por», «optar»… Porque son esos modos de decir comunes las víctimas de posicionarse. Y «postura», «actitud» y «posición», los nombres inmolados a posicionamiento, vocablo larguirucho, prestigioso por tanto para quienes, faltos de ideas, han de estirar las pocas que tienen.

Aparte su longitud, cuenta con otro mérito, anejo al subcódigo lingüístico de los políticos: extraña y distancia. Causa perplejidad cómo, tanto los de derechas como los de izquierdas, experimentan en España (quizá en el ámbito todo del castellano) idéntica fascinación ante los mismos neologismos. Hay otros países donde la expresión pública de ciertos partidos ha procurado hacerse con un léxico diferenciado, neologista muchas veces, pero peculiar. Aquí, me parece, son pocos los vocablos o giros que caracterizan las ideologías; apenas se me ocurren ejemplos que no pertenezcan al vetusto idioma comunista. (No considero, claro, los alaridos verbales de los más extremos). Lo normal entre nosotros es que líderes políticos y sindicales compartan el menú de extranjerismos, muchos de ellos guisados por los tecnócratas. Entran en él con gula idéntica. Y les acompañan muchos informadores no menos hambrientos.

Ello podría atribuirse sin temeridad a ignorancia. Pero, sobre esa base, actúa una convicción: el lenguaje que se remonta sobre los usos normales constituye siempre un instrumento de poder. Intimida al oyente o al lector, lo aturde y le hace someterse a la superioridad de quien lo esgrime. Podría explicarse que posicionar y posicionamiento y mil sandeces así tuvieran empleo entre masters ahormados a diestras o a zurdas en Oxford y en Harvard. Pero extraña que curtidos sindicalistas se apropien de su parla, para adoctrinar con ella a sus seguidores. Eso aporta la prueba más clara de que su supuesta irreflexión idiomática está alimentada por la conciencia, tal vez difusa pero evidente, de que un idioma raro es herramienta de subyugación. Muchos de quienes actúan en la cosa pública no vacilan, hablando así, en ponerse de parte de ellos mismos, antes que al lado del pueblo. Desean persuadir, pero, previamente, exhiben sus atributos.

Aún les depara el lenguaje neológico otra facilidad: les permite reconocerse entre sí como miembros del mismo gremio. ¿No temen, sin embargo, que un día cualquiera se nos ocurra a los ciudadanos dejarlos solos para que ventilen sus asuntos? Lo que discuten tal vez nos interesa, pero no los entendemos. Que se diviertan, pues, con su juguete.

Partidario

El partido gobernante en España ha celebrado el trigésimo Congreso. Sus conclusiones, cabe suponer, van a repercutir en el inmediato destino político y económico de la nación, aunque sólo sea confirmándolo. Esto, como ciudadano, me atañe; pero como hablante me importa también la lengua que allí se ha empleado. Me hubiera gustado mucho oír las intervenciones; salvo la fugaz aparición de un conocido militante, ofrecida por televisión, no sé cómo se habló. Habré de esperar a la edición de las actas, si es que se publican literalmente, para satisfacer mi curiosidad en ese punto, que es la que corresponde a un simple testigo de las sacudidas y tantarantanes que está soportando nuestra lengua. Porque supongo que no le habrán sido ahorrados; ojalá me equivoque.

Por otra parte, es de lamentar que los lingüistas españoles no se ocupen más del idioma empleado por los políticos. Algo se ha hecho, pero preferentemente referido al pasado, aunque sea próximo. Hace pocas semanas, la Universidad de Lyón ha publicado una interesante recopilación de estudios, titulada Le discours politique; son las actas de un Congreso sobre ese tema celebrado en Leipzig, donde dominaron las denuncias contra la «manipulación de la opinión pública ejercida por los mass media occidentales». Aunque no falla la observación, hecha por un profesor de la Universidad Karl Marx, de que el lenguaje político del llamado mundo libre es más vivaz y expresivo, y menos recargado de estereotipos que el del comunista; y de que «no sólo hay que atribuir al empleo de los estereotipos el hecho de que la eficacia persuasiva de nuestros periódicos no sea siempre plenamente satisfactoria».

Ellos sabrán, y verán si les dejan corregir; me temo que no. De denunciar cómo se comportan, ya se han encargado, desde hace años, H. D. Laswell y sus colaboradores del MIT. En cualquier caso, entre manipuladores anda el juego, e, insisto, a los lingüistas les aguarda la tarea cívica de desenmascarar las falacias que, con el idioma, se hacen también aquí y ahora. Y la pobreza retórica de que suelen hacer alarde estrepitoso muchos líderes consagrados o aspirantes. Por ejemplo, aquel distinguido y poderoso militante cuya intervención pude presenciar unos segundos por la pantalla. A lo rudimentario de su idioma y de su razonamiento, añadió la guinda de dos peñascazos idiomáticos seguidos (todos los que cabían en tan escaso tiempo), dos palabrones como dos toros, llamados a infundir vigor a un discurso que, se notaba, desfallecía de anemia. No los desencajonó la cólera, la vehemencia, el calor que desata la sinhueso y puede salvar de un infarto; brotaron de sus labios igual que dos jayanes agrestes, totalmente en frío, para dar testimonio de la masculina, naturaleza en que habitaban. Nuestro idioma político, a lo que se oye, participa también de la recaída general en lo silvestre que estamos padeciendo. Y no se dan en un solo sector: con idéntico asombro escucho a damas y varones de quienes se podría barruntar que habían nacido destinados al «cáspita» y al «diantre».

Todo ha entrado en un proceso de strip-tease. A la urgencia por enseñar el soma, se han unido otras no menos apremiantes, vocear los comportamientos de alcoba, por ejemplo, y esta del regüeldo idiomático, que ya no sufre ninguna aduana de sexo o lugar. Ha alcanzado al Congreso de un partido, no sé si ha entrado en el Parlamento de la nación, y tal vez no tarde en invadir estrados universitarios, académicos o jurídicos; y hasta, quizá, los púlpitos.

No es que me escandalicen, bueno estaría, tales estropajos: yo mismo los expelo en casos muy necesarios (cada vez menudean más). Pero me asustan por cuanto tienen de radiografía: muestran los puros huesos en que se está quedando nuestra naturaleza de país civilizado. Cada vez hay más gente que sólo habla así. Un político —uno, al menos; no sé si más—, falto de recursos inteligentes, ha tenido que emplear la garrota verbal, para intentar convencer. No se diga que ello supone una victoria sobre la hipocresía, y que todos nos estamos volviendo más naturales: para quien se lava los dientes, es tan natural lavárselos como para un chimpancé no hacerlo. Y en las casas suele haber un lugar especial donde se hacen desaparecer algunas circunstancias humanas de gran naturalidad.

Se me está yendo el artículo. Había escrito, como cabecera, el adjetivo partidario para dardearlo, y me he metido por vericuetos embarrados. Había empezado manifestando mi deseo de conocer el lenguaje político oral, tal como lo emplea ahora el partido que ocupa el poder; añadiré que no menos me importa el de quienes pían por obtenerlo. Este Congreso recién acabado ha producido copiosos comentarios y noticias, pero no textos literales a mi alcance; y, así, ignoro si muchas de las peculiaridades idiomáticas le son atribuibles, o se deben a las versiones que, en su peculiar estilo, han hecho los informadores.

El caso es que se está escribiendo con estremecedora frecuencia aquel adjetivo. No es nueva la invención; se oye y se lee desde hace dos o tres años, en la acepción que le dan: «propio de un partido político». Ocurre sólo que ahora bulle más por columnas y por ondas. «Los intereses partidarios deben posponerse a los del país». «Hay que profundizar más en el cumplimiento del programa partidario». Pues sí que estamos apañados con esta manía de sustituir por un adjetivo extravagante los normales comportamientos preposicionales. Porque es «los intereses de partido», o «el programa del partido» lo que se quiere expresar de modo tan sintético como poco ático.

Partidario —todo el mundo lo sabe, menos los que importa— es uno de los muchos adjetivos que exigen complemento con «de». Se es partidario de estar en la OTAN o de no estar; de ir al cine o de no ir. Otros muchos adjetivos no precisan tal construcción («Es una casa vieja»); y hay otros, por fin, que requieren un objeto indirecto («Luis es fiel a sus amigos» = «les es fiel»). Son las tres grandes categorías en que se encuadran los adjetivos españoles; existen otras de menor importancia. Y no hay que saber gramática para usarlos bien, sino sentirla, y tener la cabeza para discurrir, y los glúteos para sentarse. A partidario le sucede como a merecedor, incompatible, comparable, y a tantos adjetivos más: sin algo que les siga, unido con preposición, no funcionan.

El equivalente del sintagma de o del partido debería ser partidista, en línea con ateneo-ateneísta, derecha-derechista, Jansenio-jansenista. Pero aquella palabra está ya vinculada a partidismo, nombre este que define así el Diccionario: «Adhesión o sometimiento a las opciones de un partido con preferencia a los intereses generales». Y, claro, no hay quien desee proclamarse tan parcial, ni confesar que los intereses de su partido no son los de todos. Tampoco abundan los informadores con valor para afirmar que esos intereses son partidistas. Y se lavan las manos, para no ofender, echando una de ellas al vecino partidario, tan ajeno él a esa acepción, y traído, quieras que no, a significar lo que no significa.

Pero ¿qué puede hacerles aborrecer «de o del partido»? ¿La preferencia anglizante y científico-técnica por los derivados adjetivos? Pues dispónganse a decir, en lugar de «dolor de cabeza», «dolor cabezario». Tal vez les he dado una idea; pero el bien es difusivo, según postulado escolástico, y estos días navideños invitan a una infinita caridad.

Romance

He aquí una de las palabras más encantadoras de la moderna jerga. Leo en una revista de esta semana: «Cuando se hizo público el romance entre el argentino [el tenista Guillermo Vilas] y la princesa Carolina de Monaco…». Un hispanohablante antiguo encontraría ahí un simple error gramatical: esperaría leer «el romance del argentino…», igual que se dice «el romance de Gerineldo» o «el romance de la malmaridada». Y supondría que se había difundido una poesía en octosílabos, con asonancia en los pares, cantando, eso sí, los amores entre el deportista y la princesa. Pero no es eso, evidentemente, lo que el reportero quería decir; tal vez no había mucha poesía en ese romance; y la preposición entre sugiere más una actividad compartida, recíproca y de vaivén. El periodista, en buen aunque púdico castellano, tendría que haberse referido a «los amores» entre el atleta y la alta dama, para ser comprendido por quienes no frecuentan la logomaquia de moda. Hay que conceder, sin embargo, que lo de amores tal vez quedaba escaso. Porque existen amores como el que Dante sintió por Beatriz, el que incendiaba el pecho de Don Quijote, o el del poeta Herrera por su Luz (que alcanzó el triunfo cuando rozó, una vez, el cabello de la amada), cualitativa y cuantitativamente distintos a los de estos dos modernos héroes.

¿Podría haber hablado la revista de amoríos, para evitar el romance anómalo? Con el Diccionario académico en la mano, sí; porque define amorío como «enamoramiento», es decir, como «acción y efecto de enamorarse». Parece claro, sin embargo, que la Academia no hizo diana al definir ese vocablo: ¿quién osaría decir que entre Abelardo y Eloísa hubo un amorío? Más exacta se mostró María Moliner al definir tal vocablo como: «Relaciones amorosas poco serias. Se usa más en plural». Y también como «Lío. Relaciones amorosas irregulares». Pienso que eso es lo que entendemos todos con tal palabra. Y, por tanto, había que desecharla como equivalente castizo de romance, ya que el Fulano y la Zutana de quienes se afirmase la existencia de mutuos amoríos, podrían llevar el asunto ante un juez, por llamar «lío» y calificar de «irregulares» sus relaciones.

¿Cómo arreglárnoslas, pues, para sustituir el anglicismo romance por un término propio y de casta? Concubinato es brutal, monstruoso, propio de un pueblo bárbaro. Porque significa el «trato de un hombre con su concubina»; y la concubina, lo sabemos bien, es la «mujer que vive con un hombre y tiene con él comercio carnal». Son conceptos que responden a una idea medieval y judeocristiana (así se dice ahora) de la existencia incompatible con la suavidad y fluidez de nuestro vivir. Tampoco parece conveniente afirmar que entre uno y una hay un arreglo y, menos, un arreglito, equivalentes, según don Julio Casares, a «amancebamiento». Lo que este vocablo quiere decir es igualmente abominable: «Trato ilícito y habitual de un hombre con una mujer»; y no sirve para romance. ¿Por qué «ilícito», si se aman? ¿Por qué «habitual», si puede durar lo que se quiera, y un clavo saca otro clavo? Además, el machismo de nuestro idioma hace que, mientras mancebo significa «joven» y «hombre soltero», manceba designe a la «concubina». Y no se sale del círculo vicioso. Renunciemos, pues, a arreglo y a arreglito.

Prosigamos con posibles equivalentes. Ya ha salido uno: lío. Pero el Diccionario, terne y obstinado, dice que es «amancebamiento». No es posible escapar de su atmósfera torva, ácida, espesa como humo de taberna o aire de sacristía. Por lo demás, ¿cómo llamar lío a lo que une a un caballero y a una señora a quienes ves en las fotos mutuamente embebecidos? No cuadra. Arrimo va mejor; sugiere con plasticidad ese acercamiento con que se buscan los enamorados. «El arrimo entre el tenista y la princesa…». Sonaría bastante bien; pero el Diccionario nos desencanta otra vez, porque vuelve a definir tal palabra como «amancebamiento». ¡Qué aburrida obsesión!

Como nuestro idioma es rico, sigamos buscando. Ahora nos sale al paso abarraganamiento. ¿Para qué considerar un término tan feo que mueve a náusea? Ya se habrá supuesto, por lo demás, que, según el Diccionario, vuelve a significar «amancebamiento». La inventiva de sus redactores no produce entusiasmo; resulta patológico su fijación en lo tosco y palurdo. Mucho más bella es la voz amasiato. Resulta tan rara, tan extraña, que podría seducir a las revistas del corazón: «Ha surgido un amasiato entre tal célebre y cual celebérrima». Se trataría de un título capaz de hacer leer la noticia. Además, es bello su origen: en latín, amasia significa «enamorada»; su raíz es la del verbo amar. Todo parece destinar esta palabra como sucedáneo indígena del crudo anglicismo romance. Corramos, pues, al Diccionario. Y ¿qué hallamos? Puede suponerse: con su apasionada tenacidad, vuelve a definirla como «amancebamiento». Dan ganas de quemarlo.

Los verbos tampoco solucionan nada. Para la acción de mantener un romance, lo más próximo que hallamos es enredarse, amigarse, amontonarse, envolverse, amachinarse…: ruda estameña léxica, arpillera de saco.

Si una lengua es la imagen del pueblo que la habla, nuestro retrato nos saca cejijuntos y con boina, a los hombres; y con refajo, mantón y toca a las mujeres. ¿No se ha podido entender entre nosotros, con el correr de los siglos hacia el progreso, que entre dos personas podía haber, simplemente, eso, un romance, esto es, como define el Webster, a love affair, «un asunto amoroso»? Hace años, se generalizó lo de flirt; era un juego de amor, sin intenciones serias, un coqueteo. La Academia admitió el vocablo flirteo con la acepción de «discreteo y juego amoroso que no se formaliza ni supone compromiso». Está muy bien. Pero el romance es algo más profundo, aunque pueda ser fugaz. El romance es el ejercicio, con plenos derechos fácticos, a vivir una pasión amorosa, sin que la estorben enojosos deberes conyugales, ni obsoletas leyes de moral judeocristianas (esto último es muy importante, y por ello repetimos el adjetivo).

Un romance resulta hermoso, exaltante, cumbre del amor que nunca declina, porque, apenas baja la temperatura, puede sustituirse. Carece de los sórdidos significados que nuestra lengua atribuye a los enredos, y de sus connotaciones tan zafias. En un romance, se entra libre como el pájaro, y se sale inmaculado como el armiño. Bien hacen, pues, reporteros, entrevistadores y periodistas de toda clase en traernos a nuestro idioma el inglés romance. Merecen todos los plácemes quienes, enriqueciendo la expresión común, nos esquilan de paso el pelo de la dehesa. Hago votos porque los diccionarios del español acojan pronto a tan exquisito habitante[7].

Nuestro área

Escucho la radio donde se suele: en el auto. Y es que entretiene mucho mientras se aguarda el disco verde. Pero, claro, también da disgustos, como todo en esta vida. Por ejemplo, hay una emisión de Radio Nacional de España, que yo sufrago con varios millones de conciudadanos, cuyo título es Área quince. No sé por qué «quince», pero su razón tendrá. Carece de ella, sin embargo, que los locutores que la atienden, hablando de su área, le proporcionen pésimas compañías, y digan, por ejemplo, «nuestro área», o «este área». Se obstinan, y parece inútil predicarles que el idioma es su instrumento de trabajo, y que deben tenerlo tan afilado como un cirujano el bisturí. Seguro que se soliviantan si el sastre les corta mal un traje; pero ellos visten lo que peroran con una indumentaria que da risa. O pena: es lo que muchos sentimos mientras aguardamos el farolillo que da derecho a pararse sesenta metros más allá.

Y aquí no vale escudarse en que se trata de un hecho no regulado explícitamente por la Gramática. La Academia Española, y, con ella, las Academias de América, enseñan que los sustantivos femeninos con a- o ha- tónicas iniciales se construyen con el y un (el área, un arma); y que esta «anomalía» se extiende a algún y ningún (algún ave, ningún hacha), aunque no es infrecuente la concordancia con las formas alguna y ninguna. Fuera de estos cuatro determinantes, todos los vocablos que han de concordar con tales nombres femeninos, deben hacerlo en femenino; por tanto, nuestra, esta, aquella, esa, cuya, otra, cierta, etc. (área, arma, ave, hacha…). Y, por supuesto, los adjetivos: área extensa, ave viajera, arma ofensiva.

No cabe regla más sencilla, que se aprende y se enseña en la escuela primaria. ¿No han pasado por ella esos intrépidos locutores, que no son sólo, por supuesto, los de Área quince, y que personalmente merecen todos mis respetos? ¿O los múltiples profesionales de la voz y la pluma que no observan norma tan elemental? Pero no debemos extrañarnos: cualquiera puede oír en las Facultades universitarias a profesores que se refieren sin rubor a ese aula.

Ya oigo el displicente bah de algunos: cosas académicas. Como si las Academias se inventaran las reglas por capricho, cuando no hacen otra cosa que dar fe de los acuerdos a que ha llegado el consenso de los hispanohablantes con el correr de los siglos. Que, en este caso, ha sido de laboriosa gestación. Veamos sólo algunas muestras, que extraigo, como ocurre frecuentemente en estos «dardos», del ingente archivo de la Academia Española. Fijémonos, precisamente, en las concordancias del sustantivo área con los artículos (aceptemos que un es también un artículo). Las primeras documentaciones las proporciona el Padre Sigüenza, a principios del XVI. Habla de «una área o planicie». Dentro de ese siglo, predomina «la área» (Luis Cabrera de Córdoba, Pérez Moya, etc.). Pero hay ya vacilaciones; en el matemático Juan de Torija (1661), se lee indistintamente «la área» y «el área». Esas dudas continúan en el siglo XVIII, y las dos formas aparecen en Villarreal Bérriz. Torres Villarroel, por su parte, prefiere «una área», y habrá que esperar al XIX para que el uso vaya orientándose con decisión hacia «el, un área».

No obstante, saltan dentro de ese siglo algunas excepciones a favor de las formas la, una. Es el caso del mexicano J. T. Cuéllar (1890); pero resulta ya rara tal concordancia: está cuajando el acuerdo de anteponer las actuales formas masculinas de los artículos a los nombres femeninos que empiezan por a- y ha- acentuadas. Y es en nuestro siglo cuando el acuerdo se logra del todo. La razón eufónica es obvia, y no hay que comentarla. (Hay también motivos históricos: el latín illa produjo en la Edad Media el y la como formas femeninas; pero referirlos complicaría innecesariamente esta sencilla exposición).

En toda la documentación de que dispongo (limitada sólo a la concordancia con área, pero que podría enriquecerse con datos más precisos, sin interés para nuestro objeto, de haber tenido en cuenta otros nombres), todos los vocablos que no sean el y un concuerdan en femenino, a partir del primer testimonio: «toda esta área» escribía el Padre Sigüenza (1602.). Y es que no cabía vacilación, dado el género femenino del sustantivo. Sin embargo, ya en el XVIII hay algún caso que anuncia el desorden moderno: el arquitecto San Nicolás (1736) escribe «este área»: la vacilación «el o la área» se había contagiado a los demostrativos, e iba a perdurar en los siglos posteriores.

Y no sólo a ellos, sino a otros vocablos acompañantes. He aquí, a vía de ejemplo, la inconsecuencia de Curros Enríquez (1910), que, en un lugar, habla de un «precioso valle, sobre cuyo área está Zuamaya», y en otro se refiere a la parte nueva de esta ciudad, «en cuya extensa área se ha ensayado la artillería carlista». Pero la inconsecuencia tiene un motivo. Curros sabía bien que, cuando entre el determinante (o cuyo) y el nombre femenino se introduce otra palabra, el determinante (o cuyo) recupera su forma femenina. Por eso escribe «cuya extensa área», aplicando al relativo el tipo de concordancia que, como hemos dicho, se reserva sólo a el, un, algún y ningún.

Lo malo de estas inseguridades en la concordancia es que, a veces, llegan a convertir en masculinos nombres que no lo son. Ya Salvá denunció el «vuela risueño el aura» de Lista. Y Cuervo, por su parte, señalaba el dicho bogotano «Toca el arpa, Adelina, tócalo». En el habla común, y en vista de que se dice «el o un hambre», estamos a punto de masculinizar hambre: es frecuentísimo oír mucho hambre, tengo un hambre tremendo, y cosas así.

Pues a ese gracioso estado están contribuyendo a llevarnos los locutores de Área quince, incorporados a una vieja procesión de hablantes inseguros. En una publicación oficial de 1970 leemos «el referido área» y «todo el área»: tienen, pues, precursores en lo que es la palabra del Estado. ¿Tan difícil de aprender es la regla, que no hace sino formular el uso de los mejores hablantes y escritores modernos de nuestra lengua? La enuncio con brevedad, para que quepa en media hojita de la apretada agenda que suelen llevar nuestros apresurados voces públicas.

Las formas, hoy masculinas, el y un, y, potestativamente, algún y ningún preceden a los nombres femeninos que empiezan por a- o ha- acentuadas. Pero sólo ellas; y, por tanto, debemos decir nuestra, cuya, otra, cierta, mucha, esta, esa… (área, agua, hambre, alma, etc.). Los adjetivos han de concordar siempre en femenino (el águila altiva). Y cuando entre el, un, algún y ningún y el nombre femenino se intercala otra palabra, dichas formas recuperan su forma femenina (la extensa área, una tremenda hambre). Por fin, pueden apuntar también que ante los adjetivos, aunque empiecen por a- o ha- tónicas, es necesario el empleo de determinantes femeninos: la áspera piel, una agria disputa.

Encenderé una candela de gratitud en el alma si, la próxima vez que, ante un semáforo, pulse el botón del transistor, oigo decir nuestra área o esta área. ¡Revelaría tanta delicadeza de alma que quienes viven alrededor de tal palabra la trataran con un poco de mimo!

Dramático

La televisión me ha dado dos sobresaltos de posibles repercusiones cardíacas esta última semana. El domingo, la presentadora de uno de los lujos más memos y caros del medio habló de un castillo habitado por hadas y ñomos: así pronunció esta profesional de la ortofonía el vocablo gnomos. Algún Uáñer por Wagner ya habíamos escuchado, pero lo excede en aticismo el precioso ñomos dominical. El cual anuncia y presagia un futuro próximo en que vamos a oír iñorancia, añóstico, piñorar, iñición, y toda la serie léxica con gn resuelta en esa casi obscena palatal.

Me produjo la segunda sacudida un médico que habló de los dramáticos resultados que se obtienen con una droga en ciertas deficiencias mentales. No entendí aquello, sobre todo cuando comentó el gran porvenir que se abría a la medicina del cerebro con tal sustancia: me resistía a creer que aquel hombre expresara entusiasmo ante el poder mortífero de unas pastillas. Porque, si no era un sádico aquel doctor, ¿cómo elogiaba los dramáticos resultados del fármaco?

He podido averiguar que el moderno —y monstruoso— lenguaje galénico está adoptando aquel adjetivo como sinónimo aproximado de excelente o, mejor, espectacular. Y un enfermo reacciona dramáticamente con un tratamiento, no cuando se muere, sino todo lo contrario: cuando, tomados los potingues, se viste al momento y se va por su pie al fútbol. Me dicen mis amigos médicos que es reciente ese empleo, pero victorioso: constituye el no va más de la cientificidad y de la precisión en el decir facultativo. Pues aviados estamos. No me ha dado aún tiempo de husmear el origen de este horror; lo normal es que sea un anglicismo —norteamericanismo— crudo, empleado como falso sinónimo de espectacular.

Y esto es lo verdaderamente dramático: ya es grave que chupemos rueda de la ciencia y del pensamiento extranjeros; pero lo es más aún que nuestra pedalada sea amodorrida y carente de crítica. Que creamos estar «a la altura de los tiempos» porque imitamos los gestos externos de los que están a la altura de los tiempos. Hablando y escribiendo como ellos, creemos ser ellos. Con lo cual, ni somos nosotros, no somos nadie más que en la corteza. Y, así, constituyen multitud los simios con documento de identidad personal.

He asestado tal vez demasiados dardos al lenguaje de los periodistas (hoy mismo, a la gentil iñorante de los ñomos); pero no se le queda atrás el de los científicos de todas las ciencias. Realmente alucina el número de los que cifran su competencia profesional en triturar el propio idioma, como si su mente, de ancha y honda, no cupiera en las casillas del castellano. No me refiero, claro es, a los tecnicismos imprescindibles, sino a multitud de vocablos que injieren en su loca parla gansa, con el solo propósito de darle un marchamo de precisión y de rigor. He calificado de monstruoso el idioma de gran parte de nuestros clínicos; pero no constituye privilegio de ellos. Y echo mano, para probarlo, de una prestigiosa revista de sociología; he aquí breves muestras de mi opulenta cosecha, referida a sólo ocho páginas de un artículo.

Comienza el autor enunciando su propósito: estudiar los contenidos actitudinales… A la tercera línea, ya ha clavado su primer rejón de adorno sobre los chatos lomos de la expresión ancestral. Por si alguien no se da cuenta, anuncia así que se mueve por la sociología de Harvard como un nacido a las orillas del río Charles. ¿Attitudinal, dicen ellos? Pues actitudinal, y adelante.

Apenas ha avanzado cinco renglones más a trancas por la austera dicción común, cuando ya siente necesidad de engallarse con otra injuria. Lo cierto es que esta lengua nuestra resulta bien rebelde a lo simple; de igual modo que es más sencillo actitudinales que de actitudes, ¡cuánto mejor y más esdrújulo suena «en términos probabilísticos» que «en términos de probabilidad»!, y, de paso, otro anglicismo al canto: probabilistic.

Habla después el articulista de cómo, en la Asamblea Constituyente francesa, fue donde, por vez primerá, los parlamentarios de una ideología se sentaron a la izquierda, y los de la ideología contraria, a la derecha de la sala. Algo perfectamente sabido; pero se ignoraba que esto fuera «la traducción espacial de las percepciones políticas». ¿Que abismático sentido tendrá aquí esa palabra, llegada a esta prosa en plena resaca de una embriaguez anglosajona?

En tal contexto, como el autor diría, no podía tardar en aparecer el nauseabundo posicionamiento. ¿Cabe mayor temeridad que la adicción a tan abyecta familia de vocablos? Pues bien, en nuestro texto aún aparece un ejemplar más innoble: autoposicionamiento. No tiene límites la capacidad genésica del inglés positioning. Y no digamos de la que posee el formante auto, que suministra a autoposicionamiento un hermoso sinónimo en el excitante trabajo que gloso: autoubicación. Lindo ¿no? Lástima que el siguiente anglicismo sea más vulgar: «Algunos autores especulan que…»; lo único raro —porque ya no extraña, ni aun entre «científicos», ese andrajoso verbo— es su construcción transitiva. Pero el autor desea expresarse con llaneza; no es que no encumbre su estilo: es que lo abate muy por debajo del nivel del mar.

Y si no se cree, aquí está el siguiente ascetismo de estilo: hay que estudiar, dice, a los que «la población española entiende personal y grupalmente por izquierda». Ese vocablo no parece inglés, aunque sí es tal idioma el que está sugiriendo la formación de adjetivos y adverbios tan sorprendentes como grupalmente (¿de grupo o de grupa?), o, líneas más atrás, «tamaño muestral» y «sentido estratificacional».

Pero donde lo anglo y lo sajón resplandecen más, donde la pulcritud científica y la exactitud terminológica fulgen con brillo que deja sin aliento, es en esta frase: hay corrientes socioculturales «que, por su grado de generalización, han permeado prácticamente todos los estratos sociales». Ándale ahí, no cabe más rigor.

¿Qué es este permear, que hoy pulula en el lenguaje de los neodoctos? Simplemente, to permeate, que en inglés significa «difundir a través de algo», «penetrar a través de algo sin romperlo o desplazarlo». Cualquier diccionario ayuda a traducir ese verbo por penetrar, impregnar, extenderse por, esparcirse por… Disponemos también de calar en, que aquí vendría de perlas: «que, por su grado de generalización, han calado en todos los estratos sociales». Pues no señor: ¿para qué andarse por lo llano, si es posible trepar por la pared? No teníamos, de la familia latina de permeare, «pasar a través», más que adjetivos y nombres (permeable, permeabilidad…). Ya está ahí el verbo; pero no por latino, sino por inglés.

Sí, esto es lo dramático, en su verdadero sentido. El autor de ese artículo —elegido al azar entre millares posibles— no ha sentido la necesidad de forjar un solo vocablo partiendo de su propio idioma: no ha pasado de introducir anglicismos. Quiere esto decir que todos los conceptos que maneja son prestados, que todas sus proezas mentales provienen del supermercado internacional, donde las ha adquirido con su marca de fábrica; ni de su etiqueta las ha despojado para servírnoslas. Y esto lo hace, no un periodista apresurado, urgido por el teletipo, sino un científico de quien debería esperarse un esfuerzo para pensar en la lengua en que escribe. Renunciando a ello, afirma estentóreamente su vocación de epígono; ¿seremos eternamente, dramáticamente, epígonos?

El mismo-la misma

«Se detuvo un coche y descendieron dos enmascarados del mismo»: ¿no es éste un modo novísimo de hablar y de escribir? ¡Admirable apogeo de el mismo, la misma, los mismos y las mismas! Decir que «descendieron dos enmascarados», nada más —porque resulta evidente que es del coche de donde bajaron— parecería tosco a quienes creen que, para expresarse en público, hay que montárselo largo y engolado. Con el fin de estirar la cosa, podrían decir: «descendieron dos enmascarados de él», pero las teles desdeñan esta posibilidad por normal y llana: no cuadra con su aspiración a lo raro, aunque sea mostrenco por repetido y sobado.

Una queja continua de los informadores es que la Academia apenas si difunde públicamente sus opiniones acerca de los usos, buenos o malos, que van surgiendo. Y es verdad: la Academia confía, tal vez demasiado, en la probidad profesional de quienes han decidido, con título universitario incluido, comunicarse por ondas y prensas con el público. Pero, de vez en cuando, da su parecer. Por ejemplo, en este caso concreto; en el Esbozo ¡de 1973!, advertía: «Conviene llamar la atención sobre el empleo abusivo que la prosa administrativa, periodística, publicitaria, forense y algunas veces la prosa técnica hacen hoy del anafórico el mismo, la misma, por considerarlo acaso fórmula explícita y elegante. Pero no pasa de vulgar y mediocre, y cualquiera otra solución: pronombre personal, posesivo, etc., es preferible: Fue registrado el coche y sus ocupantes (no: los ocupantes del mismo); La fecha es ilegible, pero se lee claramente su firma debajo de ella (no: debajo de la misma)».

Once años después de esta llamada de atención, ¿qué ha ocurrido? Pues que el plaguicida obró como si fuera abono, y que esos cardos borriqueros, sanamente nutridos por la prohibición, invaden todos los rincones de nuestra lengua. ¿No surtiría el mismo efecto una acción académica más continuada, y no podría ocurrir que las llagas se extendieran aún más si se hurgara en las mismas (quiero decir: en ellas) con asiduidad?

Por otra parte, no una institución tan limitada como es la Academia, sino legiones de escuchas y vigías, como la CIA o el KGB, harían falta para anotar infracciones y fichar prevaricadores. Hay voces públicas que precisarían tres o cuatro personas dedicadas a vigilar su juego; y, aun así, marcarían goles con la mano.

Pero no nos desviemos del asunto, que es el disparatado apogeo de el mismo, en sustitución del posesivo o el pronombre, como señala el Esbozo; o, lo que es peor, en sustitución de nada. Porque son habituales construcciones como éstas: «Para la presentación de los proyectos y la ejecución de los mismos…»; «Hay que cambiar los jugadores de la selección nacional y la técnica de juego de la misma». Como ya ocurría en el primer ejemplo que propusimos, bastaba con construir así: «Para la presentación y la ejecución de los proyectos…»; «Hay que cambiar los jugadores y la técnica de juego de la selección nacional». Pero, muchas veces, se precisa un anafórico, es decir, un pronombre o un posesivo que remita a un término ya expresado. Y es entonces cuando, «por considerarlo fórmula explícita y elegante», es decir, hortera, se echa mano de ese mismo espurio. Su avance es intrépido. Hasta ahora, no ha pasado a la lengua coloquial; se mantiene en la prosa escrita o leída; pero, si el ridículo no lo extingue —que no lo extinguirá, porque sus usuarios no se enteran de que lo hacen—, pronto mantendremos diálogos así:

—Juraría que me había echado las llaves al bolsillo de la chaqueta, pero no llevo las mismas en el mismo.

—¿Te has mirado en el pantalón? Puedes llevarlas en los bolsillos del mismo.

—No, no llevo las mismas en el mismo. Al salir de casa, habré dejado las mismas sobre algún mueble de la misma, mientras sacaba el abrigo y me ponía el mismo.

—Tendrás que llamar al cerrajero para que abra la puerta.

—Sí, aquí tengo el teléfono del mismo. Nos cambió la cerradura de la misma hace poco, y conocerá la misma…

Excitante charla, llena de precisiones, exactitudes y puntualizaciones. Pues esto que aún no hacemos hablando con nuestros vecinos es lo que oímos o leemos impávidos en todas las prosas que se nos dirigen desde todos los pulpitos radiofónicos, televisivos, parlamentarios, jurídicos, periodísticos, profesorales…; los consabidos lugares donde se usa la lengua española en vano.

Pero ¿quién tendría que rechazar estas zafiedades? No cabe duda de que los ciudadanos a quienes molestan tendrían que inundar con sus improperios el correo de tales bárbaros, bloquearles el teléfono, hacerles sentir vergüenza. Es lo que suelo recomendar a quienes me escriben para lamentarse de desaguisados. Lo malo es que no parecemos ser muchos ya los sobrevivientes de una cierta sensibilidad por el idioma. Nuestra sociedad se muestra comprensiva, cuando no complaciente, con los disparates en el decir; de lo contrario, no encaramaría a los puestos de pública responsabilidad a tanto indocumentado: lo enviaría a hacer palotes, y no a la televisión, o al parlamento… o a la cátedra. Se diría, incluso, que la insensibilidad es mayor cuanto más arriba se llega en la escala de instrucción. Mi artículo del mes pasado se ocupaba del dramático de los médicos; no salgamos de este gremio.

Un entrañable amigo me envía un recorte del diario de su ciudad. Se lee en el sobretitular de la noticia «Clima de tensión en el Hospital de San Jorge». Debajo, el titular estalla así, estremecedoramente: «Los médicos rechazan un informe que denuncia un sobredimensionamiento de la plantilla». Si quedan fuerzas para descender al cuerpo de la noticia, nos zambullimos en este lodo: «Los médicos del Hospital Provincial de San Jorge acordaron responder puntualmente (¿es que tenían hora fijada?) al informe elaborado por la inspección de los servicios territoriales del Insalud, en el que se afirma que dicho centro está sobredimensionado en cuanto a la plantilla, y se ratificaron en la hipótesis de que la Administración pretende devaluar la actual cobertura».

Ahí tenemos un prodigio octosilábico: sobredimensionamiento, como propuesta de vanguardia para eliminar del español el «obsoleto» exceso. Cuánto más sano, lustroso y saludable es expresarse así, y no decir, como Ramón y Cajal hubiera dicho: «Los médicos rechazan un informe que denuncia un exceso de plantilla». Ese estilo doctoral, según podemos ver, suprime también las diferencias entre hipótesis y suposición; en vez de «Supongo que volveré pronto», digamos: «Formulo la hipótesis de que volveré pronto». Hace igualmente sinónimos reducir, disminuir o rebajar y devaluar: los doctores, a partir de ahora, devaluarán la temperatura de los febriles. Y cobertura ya no se sabe lo que es: el número de médicos, el de servicios, el de cubiertos o el de colchas del hospital. Probablemente, lo que querían decir era sólo esto: «…se afirma que dicho centro cuenta con una plantilla excesiva, y reiteraron su sospecha de que las autoridades sanitarias pretenden reducirla». ¿Es así? No estoy seguro de la traducción.

Evidentemente, esos párrafos no los ha excogitado el periodista, no son su culpa; pero tiene otra: ¿por qué se pone de parte de tan intrincados médicos, y no del público lector que es el que compra el periódico? Pero no es eso lo que yo quería decir. Lo traigo a cuento, para el siguiente epifonema: si hemos de fiarnos de muchas personas de carrera para que se erijan en custodios de la dignidad civilizada de nuestra lengua, aviados estamos con las mismas.

Ignorar

Buenos días, don Lázaro, felicidades por el premio Mariano de Cavia —me dice el frutero de mi vecindad, con su cortesía habitual. Yo siento como una injuria el «don» antepuesto a mi apellido, pero correspondo amable, considerando lo inoportuno de estamparle un aguacate en el rostro.

—Todo el mundo se ha alegrado mucho —insiste, dando una vuelta más a la rosca.

Le aseguro, para impedir su avance, que yo sé de personas que en modo alguno se habrán regocijado.

—Pues ignórelas —aconseja.

Y al argüirle que las conozco muy bien, pone cara de creerme tonto, y me aclara:

—Quiero decir que no les haga caso.

Si quería decir esto, ¿por qué no me lo ha dicho? Claro, sé por qué, y miro con enorme cariño la caja toda de los aguacates. Pero emprendo mi aventura mañanera.

Me instalo en un asiento del Metro; a estas horas, pasada ya su primera punta, va casi vacío y puedo leer. Abro el periódico, con el ánimo endurecido para no sucumbir a las noticias. No hay —milagro— muerto alguno en la primera página, pero sí este titular: «Habrá huelga de X en la Semana Santa: la empresa ignora las demandas de los trabajadores». Es absurdo, me digo; ¿no hay nadie que haya informado a los empresarios de qué desean los obreros? No me explico cómo, a estas alturas, pueden dejar de saber esos señores lo que todo el mundo conoce: aquellas demandas llevan varios días publicándose en la prensa, difundiéndose por radio y «tele». Debe de ser ciega y sorda la tal empresa. Cierro el periódico y lo destino a la primera papelera: es el castigo particular e inocente que le inflijo por su estupidez al titular; porque está claro que quería decir otra cosa.

En la estación de Alonso Martínez han subido dos quinceañeras. Se quedan en pie delante de mi asiento y escucho su conversación. Una habla con agitación, es morenita, y se nota que no ha acabado aún de crecer y de redondearse; fuerza su estatura con decímetro y medio de pelo afro. La otra, que se sujeta a la barra con sus dos manos diminutas porque el vagón se bambolea, trata de calmarla. El motivo del disgusto no sorprende: un chaval la desairó ayer en la discoteca. Y, con mirada punzante y voz ronca de Némesis, la vejada anuncia:

—A ése lo voy a ignorar ya para siempre.

Me apeo en Moncloa y salgo a la plaza. La mañana, primera auténtica de la primavera, es deslumbrante: no hay, por desgracia, nubes, y una cierta fragancia del parque vecino se abre paso entre la fetidez de la gasolina. Es el máximo del esplendor madrileño, su no va más de petulancia ambiente. Evito mirar a la sierra para no caer en la trivialidad de comprobar su velazquismo; porque es seguro que hoy está insolentemente velazqueña. Todo invita al gozo; pasan hacia la Universitaria preciosas chiquillas abrazadas a libros austeros, a apuntes sequísimos; una gitana vocea su mercancía de claveles, que, a cientos, se estiran dentro de sus latas cilindricas; hay títulos nuevos, excitantes, en los escaparates de las librerías; en los muñoncitos escuálidos de los árboles urbanos, asoman ya hojas adultas; la gente, sin abrigo, anda en mejores pasos, como con piernas cambiadas. Perfecto todo, salvo esta sorda cólera mía.

No es que oír o leer un anglicismo más pueda hacerme desgraciado en medio de tanta hermosura. Tampoco se trata de eso. Ni un anglicismo, ni un millón de anglicismos frenarían el latido de mi sangre. No sólo de bien hablar vive el hombre; lo que prevengo para evitar que se me tome el número cambiado. Lo que esta mañana me sucede es que ha habido demasiada concentración: tres son muchas ignorancias para que hayan coincidido en un cuarto de hora: la del frutero, la de la empresa, la de aquella nena del Metro. Y tengo que pensar que, si esto me ocurre en mis primeros minutos de calle, se me prepara un día inolvidable.

Decido, por ello, regresar a casa y encerrarme rodeado de precauciones. Cualquier cosa puede ocurrirme hoy: que me llame aquel amigo de Valencia que hace siglos que no veo, y que está deseando darme un abrazo; que reciba carta del editor a quien prometí tener acabado un libro hace ocho meses; que me nombren juez de unas oposiciones; que mi mujer me recuerde lo mal que estamos quedando con su prima Teresa, y que hay que visitarla esta tarde. Puede suceder, incluso, que tenga sopa sin sal y pollo frito para comer. Fecha aciaga.

Antes de que todo eso, y quién sabe qué más, me suceda, me recluyo en casa para dejar listo este artículo por lo que pudiera ocurrir. Y como creo que las asechanzas deben ser afrontadas, y que huirles es el mejor modo de que los males sobrevengan, apunto mi dardo hacia ignorar, para conjurarlo.

Consulto el Diccionario; toda precaución es poca. De ignorar dice, en efecto, que significa: «no saber una o muchas cosas, o no tener noticia de ellas». La definición no es modelo de elegancia, pero eso, sólo eso, ha significado tal verbo desde el siglo XV en que, como latinismo, se insertó en nuestra lengua. Parecería que, en latín, la construcción aliquem ignorare, documentada en Terencio y en Cicerón, por ejemplo, podía tener un sentido semejante al que le daba la niña airada cuando se disponía a ignorar al bellacuelo de la discoteca. Pero no: aliquem ignorare quería decir «no conocerlo», no saber quién es o cómo es su carácter. En modo alguno «hacer como si no existiera», que es la acepción que hoy me martiriza. Para entender estas novísimas ignorancias hay que recurrir a un diccionario de inglés. El Webster, por ejemplo, informa de que en dicha lengua, to ignore, en su acepción de «carecer de cierto conocimiento», es ya arcaico; porque ahora significa «negarse a tener noticia de algo», «cerrar los ojos a algo». O, dicho en nuestro romance «no hacer caso».

Muy simple, ¿no? Era lo que me recomendaba el frutero de mi plaza; que no hiciera caso. Y de lo que se quejan aquellos obreros, y lo que iba a hacer la Némesis del Metro. Sin embargo, en los tres casos se usó ignorar con su sentido angloamericano, que poco a poco va erosionando el latino-español. He aquí un flagrante caso de barbarismo superfluo, de esos que tan poca falta nos hacen. Metido como una cuña en el tronco de nuestro idioma, acabará secando el «no hacer caso» y dejándonos sin el modo de decir cultamente «no saber». Se habrá introducido para nada por hablantes despreocupados o tristes de no haber nacido, como mínimo, en Gibraltar.

Si esto no se ataja —y no se ve medio— será preciso echar mano de diccionarios ingleses para leer prosa castellana. Y sólo los españoles para interpretar textos de más de treinta años. Los de 1950, por ejemplo, serán fabulosamente arcaicos; no digamos los de más atrás. Un próximo editor de Machado, bajo los versos: «Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora», tendrá que insertar una nota: «Ignora, significaba desconoce en castellano antiguo». Así se evitará entender que la pobre Castilla desprecia todo aquello de que no hace caso; lo cual sería una obviedad.

Ya está, ya he terminado el artículo. Pero no lo firmaré sin advertir que, hace unos minutos, mi mujer me ha interrumpido para anunciarme que ya viene de camino para darme un abrazo, ese amigo mío de Valencia que hace siglos no veo.

Afirmativo-negativo

La primera vez que oí estas polisílabas maneras de afirmar y de negar, fue, hace cuatro o cinco años, en el aeropuerto de Málaga. En una terraza, un operario de fuerte acento local hablaba, mediante un walkie-talkie, con otro que estaba arreglando algún desperfecto en la cabina de un avión. Éste le informaba de que la faena iba para largo, y le pedía que buscara a tal persona y la enviase para allá. «¿Me has oído bien?», le preguntó. «Afirmativo, ahora te lo mando», fue la respuesta del malagueño.

No quise asombrarme mucho, dado el aterrado respeto que me produce la aviación; tal vez, aquel modo de expresarse era necesario para la seguridad en el vuelo. Poco más tarde, volví a escuchar esos adjetivos en función adverbial (es decir, en vez de «sí» y de «no») a la empleada de una agencia de viajes que, por teléfono, informaba a un cliente sobre horarios, enlaces y precios; pero también era cuestión de aeroplanos, y seguí interpretando tales respuestas como propias y exclusivas de las artes de viajar volando. Últimamente ya me he caído del burro, porque me siento acompañado por ellas en los taxis con radioteléfono.

Todos nos hemos trasladado en alguno de estos vehículos, inquietos por una voz metálica que habla sin respuestas. Mejor dicho, que va seguida de un breve gruñido del receptor, correspondiente, tal vez, a lo que el taxista que está al aparato dice a la central coordinadora. Pero sólo se escucha a ésta. Defrauda asistir a un diálogo, tal vez excitante, del que sólo se oye a uno de los coloquiantes. «Legazpi. ¿Hay alguien por Legazpi?» Ruido; y nos quedamos sin saber si hay alguien por Legazpi. «Reclaman de Huertas que no ha llegado el taxi». Ruido; formidable incertidumbre de no saber la causa. Pues bien, de vez en cuando, son los taxistas quienes deben inquirir algo a la central, una aclaración tal vez. Y entonces sí que oímos la respuesta: Afirmativo. Deducimos que el conductor ha acertado; lo cual nos conforta, aunque ignoremos por qué: simple solidaridad. Otras, se desestima lo que dice: Negativo, farfulla implacable la central; y sigue un carraspeo antipático.

El operario malagueño, la chica de la agencia, la central de los taxis…: ¡con qué rapidez se han adueñado del modo usamericano —gracias, José Ortega Spottorno, por la invención de este vocablo— de sustituir el yes y el not o no! No me parece equivocado pensar que affirmative y negative nos han llegado volando: creo que acerté desde el primer momento. Corresponde a la jerga que usan en los aviones. De ella, casi seguro, ha partido la adopción de las formas invariables afirmativo y negativo, como corresponde al carácter adverbial que tales expresiones poseen en inglés. Pero el prestigio de ese idioma y de sus usuarios, las ha hecho triunfar, por mimetismo, a ras de tierra.

Se explica bien que, en la conversación por ondas, haya sido necesario, en inglés, dar mayor cuerpo a palabras tan decisivas. Era preciso asegurar una comunicación sin errores. Éstos pueden producirse con más facilidad si se emiten monosílabos. Sustituyéndolos por vocablos más largos, el riesgo de pérdida informativa disminuye: mientras que yes o no, siendo tan entecos, pueden atomizarse en la transmisión, affirmative y negative poseen una naturaleza robusta, muy resistente a la electricidad. La porción que, en ellos, se opone (affirm-, frente a neg-) resulta fonológicamente más nítida.

Es lógico, pues, este empleo, y muy natural también que, en comunicaciones radioeléctricas delicadas, aun entre hispanohablantes, se calquen las expresiones inglesas. Ante la posibilidad de que un piloto entienda que tiene pista libre cuando la torre de control le ha dicho que no, todo melindre lingüístico debe ser pospuesto: que hablen como quieran, con tal de que haya buen despegue.

Lo malo es que, según hemos dicho, tan altos usos se han contagiado a otros más bajos. ¿Qué los justifica en el nivel terrero, por qué hablan así el operario, la agente y los locutores de radiotaxi? Sólo la ostensión lingüística de que están actuando en un nivel tecnológico alto. De que su trabajo se alza con mucho sobre el de quienes sólo necesitan «sí» o «no». De que operan con aparatos sublimes, ante los que hay que hablar, para ser digno de ellos, con sublimidad.

He aquí un pequeño foco de infección idiomática, que puede arraigar. Ya no se emplea sólo en radio, sino hablando por teléfono. De esto puede extenderse a la conversación en presencia. La muchacha de la agencia, cuando el novio, en trance amoroso, le pregunte si lo quiere, puede contestarle, víctima de un tic profesional: ¡Afirmativo! El novio, sensible a la fuerza romántica de esta afirmación, puede responder al cura que le pregunte si quiere a la agente por esposa: ¡Afirmativo! Invitados e invitadas se sentirán cautivos de un modo tan refinado de manifestar el alma, y aquel templo se habrá convertido en célula activa de difusión: de él saldrán tres, cuatro, cinco docenas de fervorosos propagandistas.

Sabido es que, al diferenciarse durante la Edad Media, en Francia, dos lenguas, una al norte y otra al sur, la característica que más chocó fue su diverso modo de decir «sí». Por ello, se les dio más tarde el nombre de langue d’oïl y de langue d’oc, respectivamente. Si este sistema denominativo subsistiera hoy, a ese idioma entreverado de inglés que se habla por todo el mundo, habría que llamarlo affirmative-language. Es una lengua que sólo ventajas ofrecería, cuando se impusiera totalmente. Neutralizaría los efectos deletéreos de Babel, haciendo realidad el sueño secular de la lengua universal. Lo que el latín, el español y el francés, en momentos estelares de sus historias no lograron ser, pudiera alcanzarlo ahora el inglés. Se cumpliría una de las aspiraciones unánimes de la humanidad.

Pero esa jauja no puede llegar. El idioma de Reagan está cayendo como una losa unificadora sobre los demás; pero, mientras este proceso nivelador se extiende, una fuerte diversidad se produce, a la vez. Porque affirmative suena de modo muy distinto que afirmativo; to position, que nos ha endilgado posicionar y a los franceses positionner, siendo la misma palabra, ofrece caras muy diferentes en las tres lenguas; entre las pronunciaciones de audience, en inglés o francés, y audiencia en español, cualquier parecido constituiría un error. Es absolutamente seguro que un anglohablante se quedará perplejo oyéndonos decir presurizar, o, a un francés, pressuriser, aunque ambos vocablos sean to presurize en versiones nuestras; y abrirá la boca cuando se entere que, en la nuestra, chequeo intenta reproducir su check-up.

El resultado de todo esto es que todas las lenguas tienden a parecerse, y emprenden al mismo tiempo un enérgico proceso de diferenciación. Se están estropeando en balde, y, de paso, alteran nuestras cabezas: todos estamos viendo el mundo a través del monóculo USA. ¿Es éste malo? No lo creo de ningún modo; pero se ajusta a una visión ajena, no a la de otras culturas que algo han aportado al mundo, que aún pueden aportar y que deben sobrevivir. Esa mutación mental está ya en franco desarrollo, y de ella participan, paradójicamente, y aun en vanguardia, los más furibundos antiyanquis. Oyendo, leyendo sus lamentos por la derrota de Móndale en dialecto affirmative-language, se hubiese dicho que eran compromisarios del vapuleado candidato.

… y un largo etcétera

¿Les suena? Es la moda madrugadora, la que se adelanta a la hora que va a dar. Nació en el laboratorio de un osado inventor, la exhibió, y ya están sobándosela. Porque a alguien se le ocurrió —en un cacumen culto hubo de nacer ese hallazgo— tan precozmente triunfador. Sería injusto motejarlo de imbécil: nada que triunfa lo es. Quien dio con un largo etcétera como remate o coda de una enumeración, merecería que todos los hablantes cayéramos sobre él, para abrazarlo, igual que el equipo entero se abate, en el estadio, sobre el autor de un tanto, con un amago de linchamiento entusiasta. Sólo que el nuestro no debía amagar.

¿Quién sería? ¿Hombre, mujer o mixto? ¿joven, español, iberoamericano? Es lo desesperante de los cohetes idiomáticos: pujan a nuestro lado, y nadie sabe, al verlos, quién los ha lanzado. Pero este innovador tiene genio. Había ido tal vez a un acto que debía reseñar para su periódico o emisora, una presentación de un libro, pongamos por caso. Era quizá principiante, y no conocía a los «presentistas» (voz formada sobre «estrenistas» de teatro; casi desaparecidos estos, sobreviven en aquellos); sólo a ese par de eminentes que el autor del libro logra llevar a empujones de teléfono. ¿Cómo mencionar en su crónica a los dos tan sólo? Y ¿cómo ofender al autor del libro, tan gentil con él? «Asistieron ilustres personalidades como Fernández y Martínez»; «Entre las ilustres personalidades asistentes figuraban Fernández, Martínez, etc.». Ambas soluciones descubren que no había más; o que él no conocía a más. Y en este trance, tan normal desde que existe el periodismo, su intelecto, estrujado, destiló la perla: «Asistieron ilustres personalidades: Fernández, Martínez y un largo etcétera, que haría interminable la relación».

Ahí quedó la nueva criatura: como recién nacida, expuesta a un incierto destino. En épocas de mayor cordura idiomática, cuando era corriente que cualquiera supiese el significado latino de et y de cetera, y, por tanto, el de etcétera («y las demás cosas o personas»), sobre ese hallazgo anónimo hubiera caído una tormenta de almohadillas coléricas. Ahora, en cambio, con el idioma prendido con alfileres en la cultura media, ha ocurrido lo esperable: a necedad más honda, mayor exaltación. Y estamos sólo en su aurora, según he advertido; en la víspera aún de su Normandía.

El dislate tiene una cojera gramatical y otra estética. La primera sería disimulable si la compensara una pierna garrida; pero falta también. Etcétera es, según la Academia, un nombre masculino, lo cual resulta difícil de admitir. Evidentemente puedo tratarla como un nombre, si digo, por ejemplo: «Aquí puedes poner un etcétera»; también se nominaliza hacia, por ejemplo, si aconsejo: «Aquí puedes poner un hacia». Cualquier palabra puede hacerse nombre así, usándola metalingüísticamente, es decir, hablando sobre ella. Consulto el Larousse, y allí se dice que et cetera es una locución adverbial; pero no acierto a inventar una frase en que complemente a un verbo. Veo ahora el Webster… Horror.

Mi espanto requiere una explicación, y me obliga a torcer el curso de este escrito. Es el castigo que acompaña al orgullo, en el presente caso, al exceso de fe en la fertilidad hispana. Tendría que haberlo previsto al ponerme a escribir, debería haber tomado precauciones antes de lanzarme a la aventura de atribuir a un largo etcétera nacimiento en el solar del castellano. Ni eso, señores, ni eso somos capaces de alumbrar. Iba buscando la opinión gramatical del solidísimo Webster, y observo que dedica a etcétera dos entradas. En la primera, cuya definición coincide con nuestra acepción tradicional («y otros, especialmente de la misma clase»), no se pronuncia, prudentísimamente, sobre qué tipo de palabra es. Pero hay una segunda, diagnosticada con resolución como nombre, que en inglés significa: «un número de varias personas o cosas no especificadas». He aquí el ejemplo: «A long etcetera of illustrious names»: ¡Un largo etcétera de ilustres nombres!

Me siento profundamente humillado; les ocurrirá a ustedes lo mismo. Estoy como si Lanvin, después de aislarse dos meses para diseñar la falda masculina, saliera a la Rué Royal, y la encontrara invadida de escoceses. ¿Cabe mayor desencanto?

Otro anglicismo, por tanto. Era insospechado, por tan necio. No afirmo que no haya necedades en inglés. Pero no podemos llamar así a los desafueros que cometen con palabras latinas o neolatinas: pertenecen a otro corral, y los hablantes no están hechos a los protocolos de esa familia. Lo contrario también ocurre. Los franceses atribuyen a su inventado footing ese significado de carrera lenta y larga para estimular la circulación sanguínea; nosotros nos apropiamos la voz y la terapia; es una significación disparatada, y hace reír a un anglohablante. Pero se trata de una licencia que los galos se han tomado con el mejor derecho: el de manejar lo ajeno. Lo grotesco ocurriría si, en el mundo anglosajón, se adoptase esa acepción de footing, es decir, si adoptasen ese monstruo seudoinglés.

Pues eso hacemos nosotros a cada minuto: ahora, por ejemplo, al etcétera de nuestra sangre lo sodomizan los anglos, lo retuercen con un twist espantoso, y, ya hecho un trapo, lo recogemos con veneración, y nos lo ponemos en la prosa como un airón del siglo XXI: «La manifestación contra las bases americanas ha sido convocada por sindicatos, partidos, ecologistas, feministas y un largo etcétera de firmantes». Pero ¿y esa otra base: el largo etcétera?; ¿y mil más?

A todo esto, he dejado interrumpida mi opinión sobre la naturaleza gramatical de etcétera (el nuestro, el latino). No es un nombre, decíamos; usado al segundo modo inglés, sí; pero no como era normal en las lenguas románicas. En éstas («Saco del cajón fotografías, documentos, bolígrafos, cuartillas en blanco, etcétera»), no admite los comportamientos típicos del nombre. Porque sigue conservando su naturaleza pronominal de origen, y su vacío semántico que le permite llenarse de varias significaciones simultáneas; igual que todos y varios. Y como le ocurre a cualquier pronombre, ni puede llevar artículo (un etcétera), ni adjetivo (un largo etcétera).

Proponía antes, también, una razón estética para rechazar el engendro. Ahora, conociendo su origen, ya no hace falta. En cualquier caso, ahí va: ¿resultaría grosero preguntar a quien dice o escribe un largo etcétera como cuánto de largo es ese etcétera?