Creciente Rojo

Confieso haber leído muy poco a mi paisano Mariano de Cavia, ilustre antecesor en esto de hacer aspavientos ante los disparates de lenguaje. Wenceslao Fernández Flórez se mofaba en 1917 de su «encomiable labor de tantos y tantos años, consagrada al fundamental esclarecimiento de si debe decirse haiga o haya»; y sin más preocupación en momentos graves para el país, «que la que pudieron proporcionarle los señores que dicen ferroscarriles». ¿Daré esa misma impresión, me pregunto, en estos mensuales trabajillos periodísticos? Y me aterra la idea, porque sería falsa.

Terminaba uno de mis artículos afirmando la convicción de que mis «dardos» eran, tan sólo, masajes cardíacos a cadáveres. Algunos de mis lectores me han escrito con el propósito de incitarme a proseguir, y hasta mi entrañable amigo Luis María Anson ha disentido públicamente de mi escepticismo. Pero, insisto, temo provocar en muchos el mismo desdén que Cavia merecía a don Wenceslao.

Sin embargo, tengo la impresión de que algo logró el famoso periodista; gracias a su tenacidad, disminuyeron los que decían ferroscarriles. El novelista gallego le reprochaba su silencio ante la huelga de aquel año; pero ésta pasó, sus efectos, importantes sin duda, dejaron de ser actuales, se integraron en la historia, y la preocupación de Cavia, y de otros hablistas nuestros y de Ultramar, logró un consenso generalizado en el idioma, que subsiste y contribuye a su unidad. A la larga, tal vez los resultados cívicos de sus invectivas contra el dislate fueron más eficaces para la nación que una ocasional definición ante la huelga. Que ésta era lícita, necesaria y exigible a muchos que escriben en los periódicos, parece obvio; pero ¿obligaba a todos? Y ¿no conviene que, en las convulsiones, haya quienes den testimonio de otras cosas, inolvidables ni aun durante la sacudida? Por ejemplo, que ferroscarriles, no.

Me recomienda Ansón que no mida la eficacia de los «dardos» descendiendo a ciertas criptas radiofónicas. Pero no es necesario ese descenso: basta con enchufar el televisor. Hoy, por ejemplo, a propósito de la nauseabunda guerra entre Irán e Irak, me ha saltado al oído no sé qué importante misión humanitaria realizada por el Creciente Rojo. Lo ha dicho cierta locutora que lee siempre altiva e impávida. No es la primera vez que oigo o leo tamaña memez, que nos están colando los traductores a mocosuena. Sale del teletipo Croissant-Rouge, si la agencia de noticias es francesa, o Red Crescent, si es angloamericana; y helos ahí vertiendo el Croissant o el Crescent por Creciente.

Como se ve, no hay que escarbar en ningún subsuelo para hallar funcionarios oficiales de la lengua española (¿no lo son todos cuantos escriben y hablan en ese bien llamado «ente» público?), ignorantes de que aquellas dos palabras, traducidas por Creciente significan en español Media Luna. Causa asombro, pero es así. No había que pedirles mayores saberes, pero ese parece imprescindible. Y aun, por pura intuición, deberían adivinar que, si la Cruz fue el símbolo cristiano frente a la Media Luna sarracena, la institución paralela a la Cruz Roja, en países mahometanos, tiene que llamarse Media Luna Roja.

Por lo demás, cualquier enciclopedia instruye bien —pero quizá sea excesivo pedir a muchos informadores que consulten libros— sobre cómo la Cruz Roja, fundada en 1863 por el ginebrino Henri Durrant, mereció pronto la adhesión de varios países mahometanos, los cuales, negándose a aceptar el emblema originario, estamparon en su bandera blanca la Media Luna Roja. Turquía fue el primero en hacerlo (1876); lo siguieron Siria, Irak y Transjordania en 1929. La organización internacional, deseosa de que el símbolo fuera único, se resistió a aceptarla hasta 1949. Y aún tuvo que transigir con la originalidad de Irán, que prefirió un león y un sol colorados (ignoro si sigue así). Tenían razón estos países: hubiera producido estupor ver a sus camilleros portando despojos humanos bajo el signo de Cristo. Las cenizas de Quevedo, que, en memoria del duque de Osuna, gran matador de infieles, había escrito:

Su tumba son de Flandes las campañas,

y su epitafio la sangrienta Luna,

se hubieran vuelto más pálidas.

¡Qué maravilla lo de creciente para traducir el croissant francés! Es cierto que, en heráldica, así se hace, y que se da ese nombre a «una luna en su primer cuarto, y con las puntas hacia arriba». Se podría argüir que, yendo el Croissant Rouge en una bandera, la heráldica ampara la traducción Creciente. Pues no; porque esa abstrusa disciplina está cuajada de galicismos como éste; y porque la expresión antagonista de Cruz ha sido y es, en castellano, Media Luna. Lo de creciente no refiere en nuestra lengua, a la luna, si no se menciona ésta o el primero de sus cuartos: «la luna está en creciente»; «cuarto creciente». El participio, por sí solo, no evoca el satélite. Ni siquiera se ha intentado traducir así el croissant de cafetería; ni se le llama creciente («me he desayunado un creciente»), porque sus aficionados no le verían el crecimiento por parte alguna.

No, no hay que descender a bodega alguna para contemplar el zarandeo del lenguaje. En una revista que quiero mucho, y en la que la urgencia para redactar es menor que en un diario, leo esta semana, en sólo un par de artículos cosas así: «El barco tenía una escoración de 80 grados». Se combinó la escoriación con la escora («inclinación que toma un buque por la fuerza del viento u otras causas»), y le salió ese híbrido al periodista. Aturdidor es el hecho de que a unos submarinistas les faltó coraje en una operación de salvataje; estos redactores hispanos están más familiarizados con el sauvetage galo que con su propio salvamento. Sin embargo, los tripulantes rescatados fueron confinados en un hotel. ¿Desterrados, por tanto, pues eso significa tal participio? Ah, no; era un hotel de la población, donde quedaron alojados. Pero, confinado o recluido, ¿qué más da a estos atletas de la pluma?

En otro reportaje sobre el corazón artificial colocado en Utah a un dentista, se dice que, antes de la operación, los médicos acordaron (por concedieron o pronosticaron) a éste un año de vida; que, muy pronto, quedó programado (por preparado) para la intervención; que fue complicada la suturación (por sutura) de los vasos; que, antes, veinte o treinta pacientes, aspirantes al corazón salvador, habían sido descalificados (por rechazados); que vivir dependiendo de una máquina puede producir «desperfectos psicológicos capaces de afectar la psiquis».

Para qué bucear… He dejado el final de este artículo para después del almuerzo; entre tanto, he escuchado en la televisión las noticias de sobremesa. Resulta que, en las conversaciones entre patronos y sindicatos de los días pasados, no se habían hallado fórmulas salaríales que satisfacieran a ambas partes.

Alcaldable

No recuerdo jornadas más fatigosas para mí que las primeras de mayo. Cuando, terminado el trabajo, me incorporaba al televisor familiar para alcanzar el relax (estado cuya estupidez queda más acentuada aún por su nombre), he aquí que aparecía en pantalla la serpiente multicolor. Como todo el mundo sabe, con esta metáfora gala, cuyo abuso sigue sin avergonzar, se designa a la tropa de ciclistas que participa en la Vuelta a España, con el ambicioso propósito de obtener una camiseta llamada por los iniciados maillot amarillo.

Pues bien, ver pedalear a aquellos valerosos muchachos por carreteras y distancias que recorridas en automóvil me extenúan, contemplar su ascenso por pendientes del catorce por ciento, para lanzarse después a tumba abierta (tropo también inmarchitable y de reconocido gusto) falda abajo de montañas altivas, me producía cansancio equivalente al de todos los corredores juntos. A pesar de ello, la competición me interesó vivamente, y algunos días ampliaba conocimientos por la radio. Me consoló mucho saber que esta prueba española ha alcanzado una gran solvencia europea. Como afirmó un oráculo de la antena, máxima autoridad, según me dicen, en cuestiones deportivas, «la Vuelta a España, si no es igual, al menos es ya una parodia del Giro y del Tour». Según parece, este milagro del micro cuenta con millones de oyentes en su emisión diaria; es comprensible, pues nada hay más extendido que el ansia de regocijo.

Volvamos al cansancio, que me transformaba en bayeta mojada, cuando, terminado el recorrido de los ciclistas, aparecía el diario reportaje sobre las elecciones municipales y autonómicas. Contemplar a un líder perorando en Huelva y, al día siguiente, en Gerona, abriendo boca por el camino en Talavera, Calahorra y Barbastro, y habiendo parado en diez o doce sitios más para besar niños, abrazar abuelas, bailar con mozas, recorrer mercados y repartir folletos y flores, constituyó para mí un espectáculo consuntivo. Y humillante, por consideración de mi poquedad. Porque se me vela la voz tras la segunda hora de clase, aunque la empleo en un registro comedido y didáctico. ¿Qué le ocurriría si hubiese de obligarla a eyacular improperios, denunciar maniobras, insuflar esperanzas, prometer, denigrar, ensalzarme y electrizar? Mi respuesta a tal pregunta era la extenuación.

También estos héroes de la glotis han dado su vuelta a España de un modo que, como diría el mentado crisóstomo, es ya una parodia muy aventajada de lo que son las mejores campañas electorales del mundo. Han estimulado en cada población a que se votaran las listas de sus respectivos partidos, encabezados por los predilectos locales, a quienes los medios de comunicación, en lugar de tratarlos con la consideración que merecían merced al esfuerzo de sus altos patronos, dieron en llamarlos alcaldables. Así, sin respeto. Ninguno se ha querellado por injuria; todos han encajado el insulto con acatamiento. Ya que no alcaldes, muchos han sido alcaldables por unos días, y se han permitido públicas y cívicas promesas de asfalto, desagües, parques y festejos, y hasta —lo he visto en un caso— la neutralidad estricta de su pueblo en caso de que a España le afectara una guerra nuclear.

Se trata, sin duda, de nuestra aportación neológica más audaz a la democracia. La dictadura produjo ministrable: cuando se rumoreaba un cambio de Gobierno, empezaban a circular listas con los posibles agraciados en el reparto; eran los ministrables. No me parecía mal el nombre: se lo habían merecido. Pero que, ahora, recuperados el esplendor y transparencia de las urnas, reaparezca aquel monstruo morfológico, bajo la forma aún más horrenda de alcaldable, contrae las coronarias. ¿Puede haber un cambio verdadero, si no cambian también los hábitos lingüísticos? Quien observe la realidad considerando éstos como indicio, habrá de concluir que todo sigue igual, que la zafiedad cultural del desarrollismo se ha prolongado, y que, en cuestión tan importante como es el idioma, continuamos entre el arre y el so.

Hay cosas cuyo conocimiento figura en el código genético, que es imposible hacer o decir sin alterar la naturaleza humana. Entre ellas, la de afijar -able a un elemento no verbal. Una persona puede ser amable, culpable o aborrecible; afirmamos con ello que puede o debe ser amada, culpada o aborrecida. Pero no puede ser porterable, secretariable o maniquible, porque no hay verbos correspondientes a portero, secretario o maniquí; y aunque se pueda o se deba ser esas cosas, resulta imposible decirlo con tales palabras: los genes nos lo impiden. Pues bien, desafiando las leyes naturales, erosionando en un punto más el cuerpo del idioma —que admite y necesita perfecciones, pero no arañazos— cientos de insensatos, por ondas y prensa, han sentado su zarpa sobre él, y ahí está alcaldable con su ceño grosero y ofensivo. Si un milagro no lo remedia, nadie podrá expulsarlo ya; dormirá unos años, hasta las próximas elecciones municipales, en que despertará como reptil en primavera. Hago votos porque no salga de su nido acompañado por un cortejo de concejables.

No ha sido el único efecto lingüístico de la reciente consulta popular. Según parece, ésta ha proporcionado un triunfo a todos los partidos que han concurrido (lo cual hace que la parodia no sea aún perfecta: en las democracias normales, hay siempre alguno o algunos que pierden). Pero, en ciertas poblaciones, no ha habido mayorías netas y absolutas. Ello va a obligar a que, para elegir alcalde, se negocien «acuerdos puntuales». Así se está diciendo por los partidos y por los medios de comunicación. Y ¿qué es puntual en castellano? «Pronto, diligente, exacto en hacer las cosas a su tiempo y sin dilatarlas». Pero ha pasado bastante tiempo desde el 8 de mayo, y los acuerdos no se logran. «Indubitable, cierto»; tales acuerdos se presentan llenos de dudas. «Conforme, conveniente, adecuado»; esta acepción podría valer, pero me temo que no se refieren a eso los partidos. Por fin, «perteneciente o relativo al punto», acepción geométrica de arriesgada interpretación política.

Para entender qué son los «acuerdos puntuales», como, en general, para comprender el léxico con que nos afligen derechas, izquierdas y sindicatos, no hay más remedio que consultar diccionarios ingleses (excepción: alcaldable). En éstos sí hallamos algo que tiene sentido: punctual es «confined to a lócale», esto es, «limitado a un lugar», a una localidad, especialmente cuando se considera a ésta como sede de algún acontecimiento particular. Por ejemplo, un acuerdo para gobernar un municipio, que sólo a éste alcanza, esto es, que no supone compromiso alguno fuera de aquel estricto marco. Ocurre por tanto, que los «acuerdos puntuales» son, en español, simplemente, «acuerdos locales», gracias a los que se podrán elegir alcaldes juntando votos que, en otras poblaciones, se repelen.

No es una cuestión menor. El patriotismo que tanto se ha invocado en la campaña electoral, ofrece motivos de duda cuando se abdica tan tontamente de la propia lengua. El atlantismo no nos exige ir más allá de la OTAN y de los misiles; los «acuerdos puntuales» son una propina no exigida.

Remodelar

El alcalde de Madrid, don Enrique Tierno Galván, encabeza a su modo una cruzada contra el mal lenguaje. Sus bandos, que acaban de ser publicados en una bella edición, están escritos en una prosa que delata su talento dieciochesco, ironía incluida. Porque hubo varones de aquel siglo, aguerridos reformadores, que propugnaron, sin embargo, un casticismo arcaizante en la expresión. Así, Luzán lo consideraba virtud; Iriarte recomendaba venerar los usos antiguos; y a Forner lo acusaban de «chochear con ancianas frases». Se llamó magueristas, por burla, a estos supuestos partidarios del maguer frente al aunque. Tierno, por supuesto, no milita en esa tropa, porque ha llovido mucho desde entonces; pero un delgado vínculo lo junta a ella: bastante para verlo como un ilustrado del presente siglo.

Muchos que hacen aspavientos ante esta prosa del regidor de Madrid, tendrían que leer entre líneas su burla contra ellos. Porque esos vocablos y giros les sorprenden, y no se avergüenzan de su propia locuela insolente. Ni siquiera entienden la intención. Y aún los hay que imaginan a Tierno arcaizando de natura y no por puro deporte de un ánimo muy cultivado, que, en estos tiempos recios, y en medio de preocupaciones hondas, no confía su voz pública a un escriba por oposición, sino que toma la pluma, y mientras mezcla pueblo vivo y prosa ilustre muerta, ejercita el humor e invita a distender el ceño.

Se queja en uno de sus bandos del bobo adjetivo peatonal, que se coló, dice, «en tiempos de incuria y atrevimiento». Salté de gozo al leer esto, porque yo denuncié tamaño engendro cuando, en 1976, el Concejo de entonces empezó a cerrar calles al tráfico rodado, y a llamarlas «calles peatonales». Fue en vano: el alcalde de aquellos tiempos —y no recuerdo quién era— no era un ilustrado. Pero como Enrique Tierno lo es, y, además, tiene el poder ejecutivo municipal, le va a ser hacedero remediar el entuerto. Me hablaba hace poco de una fórmula que le ronda por la cabeza: la de designar esas vías privilegiadas como «calles de sólo andar». Mi objeción, chabacana por obvia, es si estaría prohibido correr por ellas; o circular en silla de ruedas. La solución es graciosa y castiza, muy propia del talento y del humor del alcalde. Pero me ofrece duda si no se pasará un punto en tales cualidades, si no será demasiado personal para municipalizarla. Cuando pienso en ello, me inclino unas veces a considerar estupendo eso de hacer común por decreto una invención aguda (¡qué contraste con lo romo y chotuno de peatonal!); pero paso pronto de ese entusiasmo al acatamiento de las leyes del idioma castellano, que exigirían «calles de (o para) peatones». Nombre que excluiría también las sillas rodantes, pero de modo menos rotundo («sólo andar» es demasiado explícito): podrían circular en un régimen de tolerancia, y hasta, sin forzar las cosas, de respetuosa excepción. En cualquier caso, es admirable —más: invita al pasmo— que un alcalde se plantee el problema de cómo relacionarse él y de cómo establecer las relaciones del Concejo con la villa, en términos de veneración a la lengua que les es común.

Lo cual, lógicamente, contrasta mucho con el comportamiento de tantos y tantos usadores públicos del lenguaje. Un real decreto tendría que conceder autoridad al regidor actual de Madrid para imponer sanciones a los prevaricadores idiomáticos. Su bondad le vedaría las condenas de cárcel, pero no las cariñosas reprensiones. Claro es que todos los demás asuntos de la ciudad tendrían que quedar abandonados, y hasta el sueño le resultaría imposible al alcalde, aunque sólo dedicase un minuto a cada reo.

Imagino, por ejemplo, que no le quedaría más remedio que citar al «analista político» (?) de un popular semanario, que, en su último artículo, dice con total seriedad —y, por eso, da más risa— que «la política española no está bipolarizada sino tripolarizada». Resulta que, para él, los polos son tres: el austral, el boreal y el comunista.

Sí, tendría que convocarlo a su despacho, y ponerle las orejas carmesíes. Pero, como el oficio de delator es el más vil que puede ejercerse, me limitaré a señalar pecados y no adulteradores. Muchísimas veces, leyendo los periódicos o escuchando el lenguaje de antena, me he preguntado cómo lograrían hacerse entender los informadores de hace treinta o cuarenta años. Porque en los gobiernos, por ejemplo, se cambiaban, como ahora, algunos ministros por otros. ¿De qué forma se podría dar esta noticia, sin emplear el verbo remodelar o el nombre remodelación? Me devano los sesos sin acertar el modo de que aquellos periodistas de manguito expresaran algo tan elegante como esto: «El gobierno checoslovaco sufrió ayer una remodelación que supuso el cese de tres ministros y el nombramiento de un nuevo ministro del Interior». Con el pobre español de antaño, esta noticia no era formulable.

Se reorganizarían también empresas desmoronadas, barrios con lesiones urbanísticas, edificios achacosos. Pues he aquí que el público no podía ser informado de tales acontecimientos, porque faltaba el verbo remodelar. Gracias a él, tenemos ya acceso a tan subidos saberes. Pero el invento tiene aplicaciones aún no explotadas, que muy pronto habrán de descubrirse.

Porque, a modo de ejemplo, ¿qué otra cosa ofrece la cirugía estética que la remodelación de una zona corporal devastada? Es muy zafio murmurar de una envidiable cincuentona propalando que «se habrá hecho la cirugía estética» (o, como he oído alguna vez, «se habrá hecho la estética»). Se trata de una expresión poco precisa, y su gramaticalidad resulta dudosa: no se dice de una dama recién parida que «se ha hecho la obstetricia». ¡Cuánto más bello, sugeridor y elegante será decir, en un próximo futuro, que se ha remodelado el tórax! O el abdomen, o las cachas celulíticas o el bigote: ¡hay tantas posibilidades!

Incluso algo tan sórdido como es la ablación de los callos, se ennoblecerá súbitamente cuando llamemos a esa humillante peripecia «remodelación de pies». Nadie sentirá esa vergüenza que produce hallarse con un vecino en la antesala del pedicuro, similar a la de sentirse descubierto en un alterne por un conocido, aunque haya ido a lo mismo.

Otras muchas acciones mejorarán de nombre y de alcurnia, con la ayuda de estos vocablos, cuyos partidarios forman legión. Rejuvenecer un vestido pasado de moda se convertirá en motivo de júbilo si se remodela. Calzarse un peluquín dejará de ser cima del disimulo y esclavitud del parecer, cuando a tal claudicación se le denomine remodelación de testa. Operaciones consideradas viles como afeitar los toros, asesinar ancianitos molestos y exonerarse de gases, alcanzarán dignidad respetable, pues tales remodelaciones humanizarán la fiesta, sosegarán a las familias con viejo, y restituirán al organismo su bienestar. Suprimir a todos los enemigos de un sistema político, llenar con ellos celdas, rediles y listas de desaparecidos, expulsarlos de su trabajo, cesarán en su cualificación de canalladas para constituir actos cívicos de remodelación social.

Se anuncia una aurora feliz, un mañana mágico, al conjuro de estos dos simples vocablos. Son sólo dos ruiditos, dos manchas de pocos milímetros en un renglón. Constituyen, sin embargo, dos éxitos, dos «réussites» del nuevo estilo tecnocrático, lanzados al comercio idiomático con tanta oportunidad como, en el otro, se han introducido instrumentos tan imprescindibles como el ozonizador y burbujeador del baño, el juego del comecocos y el bolígrafo con linterna y reloj. ¿Cómo se ha podido vivir tantos siglos sin remodelar y remodelación? La austeridad taciturna de los hispanohablantes no tenía límites.

Culmina el tema

Hoy me he afeitado con un susto sobreañadido a los ordinarios que propina el transistor. Porque un informador, dando cuenta de que a finales de julio podría clausurarse la ya eterna Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, ha dicho: «Así que, quizá el día 29 culminará este tema». Tras el susto, me ha invadido una sorda rabia: no es posible que al cronista no le hayan llegado las advertencias, las burlas, las quejas que se difunden por todas partes contra el disparatado, abusivo y entontecedor empleo de tema. ¿Por qué, pues, prorrumpe en tan himalayesca memez? Lo normal es que se deba a su absoluta incapacidad para decir eso de un modo llano y liso, convertida en convencimiento de que, hablando así, muestra su maestría en el oficio. De paso, hace una higa a los muermos que insistimos en que expresarse bien, con propiedad, es obligación inexcusable de quien se comunica con el público. Seguro que el bizarro tarabilla exige a su médico un tratamiento eficaz y al maestro de sus hijos la enseñanza correcta de la regla de tres. Pero él, en el ejercicio de su profesión, no vacila en vestir su información con bultos en la sisa, en tratarla con pediluvios y sanguijuelas, y en aplicar las reglas de gramática a ojo de buen cubero.

Pero ¿por qué me ha indignado especialmente el susodicho comentario, cuando los temas vuelan en enjambres por ondas y columnas, cuando salen como nubes compactas de todas las bocas, ya modosas, ya revolucionarias? Una tarde de Parlamento puede proporcionar hasta densidades del 12% de tema, en el total de las palabras pronunciadas. Una entrevista por radio o televisión con subsecretarios, líderes y concejales diversos, no baja nunca del 8%. Las starlettes y los demás entrevistados habituales con estudios superiores, se sitúan en una cifra intermedia. Me dicen que en muchas aulas universitarias se llega a rondar el 6%; y que los tribunales de justicia están pensando en castigar como desacato a los letrados que empleen tema más de cinco veces por minuto.

Por supuesto, todos esos porcentajes se refieren a los usos aberrantes del vocablo, a aquellos en que no significa «punto de que va a tratarse en una exposición oral o escrita» (y los que toma en sus empleos gramatical y músico). La acepción correcta apenas respira ya entre las flatulencias que han henchido el vocablo: «¿Casarme? Ahora no pienso en el tema»; «Si es precisa una huelga para que la gran patronal entre en razón, no dudaremos en el tema»; «La jornada laboral de cuarenta horas es un tema incompatible con la creación de puestos de trabajo»; «Aborto: detenido un médico que practicaba el tema». Lo notable es que esta tumefacción, a diferencia de otras, ha calado en todo tipo de hablantes; se desplaza con idéntica soltura en Volvo que en Metro; emerge igual de cabezas con cabello asilvestrado que de cráneos mondos; media entre el coronel y el recluta, entre la empleada de hogar y la empleadora, entre el terrateniente y el limpiabotas. Asistimos a su triunfo universal. Y la causa es obvia: se trata de un comodín que evita pensar; colocado en cualquier lugar de la frase, equivale a la palabra que allí haría falta. No forma brillantes escaleras de color, pero permite jugar con fulls fuleros. Tanto tema está promoviendo una aguda microcefalia.

Repito: ¿por qué, pues, me ha dado motivo de ira singular la frase que he copiado al principio? Fíjense ustedes: es que ¡además! el tema se asocia en ella con culminar: «El día 29 culminará este tema»; quiere decir que probablemente ese día terminará la Conferencia sobre Seguridad. Henos aquí ante otro estropajo del habla «modelna». La guerra contra los verbos acabar, terminar, concluir, dar fin, etc., que prensa y audiovisuales emprendieron con el arma poderosa y exclusiva de finalizar, ha dado un paso adelante reforzándose con culminar. Las cosas siguen aún finalizando pero, desde hace algún tiempo, culminando también. Son aún sutiles e inciertas las reglas que locuaces y artistas del boli aplican para decidir entre uno y otro verbo. Aún no se atreven a decir que «hoy culmina el plazo para presentar la declaración del impuesto sobre la renta»; pero ya han afirmado que «Camilo José Cela ha culminado una nueva novela», que «han culminado las conversaciones pesqueras con Marruecos, con la prórroga de licencias durante un mes», y que «dentro de este mes, culminará la discusión de la Ley de Reforma Universitaria». Se asegura, igualmente, que «el Rector de la Complutense culminará este año su mandato».

Si uno dispusiera de capacidad de asombro, aquí se caería sentado. ¿Será que se están sintiendo las consecuencias de la barrida que los tecnócratas dieron al latín en el Bachillerato? Aquellos estudios no facultaban, en general, para leer a Ovidio; ni siquiera para enterarse a fondo de qué dicen las lápidas conmemorativas de las iglesias; pero, por lo menos, permitían una inmersión en el léxico. Después de haber leído en César «culmina Alpium», o «summum culmen fortunae» en Tito Livio, se fortalecía la convicción de que culminar significaba «alcanzar el punto más alto» de algo. Ápice que, naturalmente, no tiene que coincidir con el punto final. Porque un torero puede culminar su faena con la muleta, y andar sólo regularcín con el estoque. Y el sol no culmina su carrera en el ocaso.

Esto se sabía antes por el hecho de haberse familiarizado con unos cientos de palabras latinas, que hacían más transparente el significado de sus descendientes castellanas. Hasta era posible la pedantería de afirmar que algo había llegado a su «culmen». No parecía posible el deslizamiento semántico de culminar hacia acabar, si realmente el acabamiento no consistía en la culminación, si la gran faena de muleta no se remataba con una estocada hasta la bola en todo lo alto y de efecto fulminante.

Hoy las cosas han cambiado: no se «sienten» los derechos que las palabras tienen a ser respetadas, amparadas a veces por milenios de cultura, que las ha usado para hacerse rigurosa en su lentísimo avance. Amueblan multitud de cabezas con responsabilidad pero irresponsables, en confusa algarabía: se echa mano de ellas más por su prestancia fónica o su rareza que por su exactitud. Qué duda cabe de que finalizar luce más que acabar; y de que aún esplende más culminar. Pues adelante, se dicen los charlatanes y los escribas, con el gesto desenfadado de remover un whisky on the rocks en el pub ante una maciza a la que se quiere epatar con el wish de culminársela.

Ilegalizar

Parece que se nos echa encima este verbo, traído y llevado en viejas discusiones sobre si conviene o no declarar ilegal cierto partido vasco, y, ahora, a propósito de la decisión atribuida al Gobierno sandinista, de proceder a la ilegalización del Partido Conservador Demócrata de Nicaragua, al que se acusa de representar a «fuerzas reaccionarias que no tienen ya vigencia en el proceso político». Esta medida, de llevarse a cabo, inflaría de gozo a cuantos anhelan la libertad, la convivencia y el pluralismo en aquellas tierras mártires, tan violentamente reprimidos antes de los actuales movimientos revolucionarios; merecería una glosa entusiasta, pero no es la cosa sino la palabra lo que ahora me importa.

Por supuesto que no existen en castellano ni ilegalizar ni ilegalización. Lo cual nos lleva a la queja de siempre: la alegría, rayana en juerga, con que algunos de nuestros medios de comunicación se toman la lengua española. ¿Para qué preocuparse en buscar maneras propias de expresión, si nos las dan buscadas? ¡Que inventen ellos! Porque, claro, en inglés sí que existe illegalize. Es cierto que ilegalizar tiene a su favor el verbo análogo ilegitimar (que, Diccionario en mano, no vale para lo que se ha dicho de los gobernantes de Managua); pero son muchas más las formaciones con el prefijo des- para significar que se priva a algo o a alguien de una cosa que se poseía. Tal ocurre con verbos como desnacionalizar («quitar el carácter de nacional»), desmilitarizar («suprimir el sometimiento a la autoridad militar»), despolarizar («destruir o interrumpir el estado de polarización»), desvalorizar («hacer perder su valor a una cosa»), etc.: nada más fácil que añadir ejemplos, que podrían ser algunos centenares si salimos de los acabados en -izar.

En esta serie, pues, tan numerosa, podrían entrar deslegalizar[2] y deslegalización: porque es esa la prudente intención de todo gobierno cuando procede así: hacer que aquello a lo que retira la legalidad des-aparezca, se des-haga y des-vanezca, no que pase a ser ilegal, con la posible consecuencia de seguir incordiando con más acritud. Aquellas palabras no están en el Diccionario; y hacen falta porque la cosa existe. Corresponde nominarla a quienes sienten su necesidad, a los medios informativos en este caso. ¿No cabe exigirles algo más que ir a adquirir vocablos prefabricados en el supermarket norteamericano?

No es grave —antes bien, resulta imprescindible— acudir a él o a otros que dispongan de piezas que a nosotros nos faltan, sin posibilidad de construirlas. Lo malo, lo pésimo, es el trato que el castellano recibe desde dentro en engranajes que han funcionado bien, que siguen funcionando bien en gran parte de la población hispanohablante, pero que millares de manazas y chapuceros están maltratando. Hoy, primer domingo de vacaciones, he leído con más atención que otros días un gran diario. He quedado atónito ante su prosa desmallada, saltada en miles de puntos, que no se notan en la lectura rápida y somera de los días apresurados. No hace falta lupa para ver sus agujeros: basta recorrer a pie todas sus líneas, y no a brincos.

Leo, por ejemplo, que se busca una «salida de paz» al conflicto centroamericano; pero ¿no se llama a eso «salida pacífica»? Un ministro hondureño va a dejar su cartera para «pasar a cubrir la Embajada de España»; y alarma pensar que vaya a ocultarla, tapar su tejado o fecundarla. Se cubre una vacante de embajador o de cartero, pero no se realiza tal operación ni con una embajada ni con una cartería. Aparte de emplear el mismo cronista el tópico nauseabundo de la espiral de violencia (¿por qué ha de ser siempre una espiral y no un zigzag, pongamos por caso?), manifiesta su temor de que «caso de medrar las fórmulas militares intervencionistas», se produzcan determinadas catástrofes. La primera, está claro, es ese uso de medrar, que significa «crecer, tener aumento los animales y las plantas» y «mejorar de fortuna una persona». Las «fórmulas» evidentemente, no pueden medrar sino prosperar, en el mejor de los casos. Pero este verbo le habrá parecido rancio, y con notas positivas que, con razón, deben negarse a toda guerra. Por eso ha preferido medrar, que tiene no sé qué de siniestro en multitud de ocasiones; aunque, para ello, haya sido preciso darle un puntapié al castellano.

Otra noticia glosa los interesantes esfuerzos que realiza la Unión Soviética para no tener que desarrollar aún más su armamento: «Moscú asegura desear consumar todas las vías de diálogo». No nos fijemos en esa briosa yunta de infinitivos («desear consumar»), sino en el hecho de que las vías de diálogo se puedan consumar. Normalmente, se acudía a ellas, se agotaban sus posibilidades; como para agotar algo suele ser preciso consumirlo, como consumir se parece a consumar, y como este verbo es más raro, pues hételo aquí favoreciendo la distensión en el «anciano continente», como dice el mismo estilista.

Se especula —según otro— con la posible convocatoria de una magna reunión internacional, «sobre contactos humanos» (?), altamente favorable para la paz. Se celebraría en la cumbre (en la cúspide o en la cúpula: nuestro idioma ofrece recursos originales e inagotables), y el 15 de abril de 1986 podría ser una «fecha realista» para su comienzo. Quiere decir que antes de ese día, sería imposible; por eso, si somos realistas, hay que situarla tan lejos. Falta esa acepción en el Diccionario: la que funciona para indicar que una persona no se deja llevar por sus deseos o ensoñaciones, sino que se somete a las constricciones de la realidad. Pero son las personas y sus decisiones las que pueden ser realistas, no las fechas.

Tengo este diario dominical (sólo tres páginas) hecho una rubéola, porque he puesto un circulito rojo a todos mis sobresaltos. Necesitaré varias columnas para glosarlos. Un semanario japonés obsequió a un jerarca yanqui con mil dólares «por las gestiones prestadas»; otros dos prohombres estuvieron «vinculados en los preparativos» de no sé qué; ello ha promovido un lío: «toda la polémica gira actualmente en determinar» sus causas. Porque, además, hay por medio un tránsfugo que complica horriblemente la cuestión. (Existe tránsfugo, pero ¡es tan raro!)

Esto es lo más grave que está pasando a nuestro idioma, a nuestra cultura. Su enemigo más temible no es el inglés, es decir, un agente externo, sino su propia enfermedad. Basta leer con atención gran parte de lo que se dice o se escribe para consumo público: aunque en una ojeada superficial parezca sano, fijando la mirada se advierte que, en grandes zonas, el tejido está bastante agusanado.

Sonata en «Re-»

Estuvo a punto de colarse en el texto constitucional un vocablo peregrino (uno más), cuando se hablaba de reinsertar en la vida española a los emigrantes. Como es natural, los redactores no estaban pensando en español, sino en inglés, lengua en que sí existe reinsert. Camilo José Cela, senador entonces, recordó que eso, en español, se llamaba reintegrar y evitó el desliz; pero claro es, no pudo degollar el anglicismo, que sigue pululando de boca en boca, pese a su explícito rechazo por la Constitución. Nadie se alarma por ello, y pocos parecen darse cuenta de que cada palabra nuestra que sucumbe a manos de insolventes, es una banderita que arde.

Este prefijo re- ya causó intranquilidad en los años de la última dictadura. Muchos recordarán las discusiones en torno a si la Monarquía que viniera debía consistir en una instauración o en una reinstauración. La distinción era obvia: si se instauraba, sería la continuación natural del régimen existente, la leve inflexión que éste recibiría al cumplirse las «previsiones sucesorias». La reinstauración, en cambio, implicaba saltárselas, y dejar al monarca las manos libres; lo cual horrorizaba a no pocos. Lo que me divertía más del litigio (que consideraba bizantino, porque el Rey y el pueblo tendrían que decidir, y ordenar el futuro es tanto como decretar lluvias) era lo de reinstaurar, tan traído y llevado por quienes podían hablar, olvidados en su mayoría de que eso se ha dicho, desde la Edad Media, restaurar, y de que todo un período histórico, que comenzó con la vuelta al trono de una dinastía expulsada —la misma, por cierto— se denomina, por antonomasia, la Restauración.

Ahora asistimos al apogeo de reiniciar. Prueben mis lectores a ver cuántas veces aparece en sus periódicos, en cuántas ocasiones los apedrean con tal palabra por radio y televisión. Sería como tratar de contar los tópicos incontables: las estrellas del cielo y las arenas del mar. Se reinicia todo: las reuniones aplazadas, las sesiones interrumpidas, los actos temporalmente suspendidos. ¿En cuántas ocasiones se ha reiniciado la Conferencia de Madrid? Los partidos de fútbol, detenidos tras un incidente, ¿no se reinician miles de veces cada domingo, según los locutores deportivos? ¿Qué hacen en las revistas del corazón los amantes reconciliados, sino reiniciar su exaltado «romance»? Cuando ETA golpea, reinicia sus trágicos ametrallamientos. Pero hay también reinicios venturosos, como el de muchas actividades que quedaron interrumpidas por las feroces inundaciones del Norte. Plétora hidrópica la de este mentecato vocablo.

Porque reiniciar, si el idioma lo digiriera aceptablemente (por supuesto, carece de antecedentes en nuestra lengua), sería sinónimo riguroso de recomenzar, puesto que iniciar y comenzar lo son. Y ambos verbos significan «dar principio a una cosa». No se entiende, pues, que esa cosa pueda tener dos o diez o infinidad de principios. Parece ser que Penélope recomenzaba cada día el tejido que había labrado el día anterior, es decir, lo empezaba de nuevo porque lo había deshecho. Pero unas conversaciones no pueden recomenzarse (y menos reiniciarse), a menos que se declare nulo todo lo conversado antes, y empiecen de hecho otra vez. Un partido de fútbol no recomienza (y menos se reinicia) si no se da por no jugado, y empiezan a contarse otra vez los noventa minutos.

Parece que hechos tan simples tendrían que deslumbrar con su evidencia a nuestros informadores. No es así, no sólo han olvidado recomenzar (en su uso legítimo), sino que en el altar del ídolo reiniciar han sacrificado el verbo castellano que normalmente deberían usar: ¿quién se acuerda ya de reanudar? Desde mediados del siglo XIX —por desgracia, no desde antes— es este vocablo ciudadano de nuestra lengua; su antepasado era francés (renouer), pero se naturalizó muy bien, y como nuestro ha vivido. Se funda en una metáfora clara: lo interrumpido, lo roto por cualquier causa, se vuelve a anudar. Hacía falta cuando se introdujo, porque cubría una necesidad semántica muy distinta a la de recomenzar.

Casi todo lo que ahora se reinicia, lo que hace es reanudarse. Y lo que verdaderamente vuelve a empezar, lo que retorna a su punto cero, recomienza. ¿Qué falta hace, pues, ese feo verbo, pinchoso de tanta i? Su omnipotencia se extiende a otros miembros de la familia: inicio e iniciar se han zampado a comienzo o principio y a comenzar o principiar: «Como anunciamos al inicio de nuestra emisión…»: la caterva hertziana dixit; «Van a iniciarse conversaciones entre el Gobierno y las autoridades autónomas…»; «Hoy inician su marcha los campesinos andaluces…»; (testimonios: las planas todas de nuestra prensa). Lo cual es perfectamente correcto, a diferencia de lo que ocurre con reiniciar. Pero lo exclusivo de tales voces ya produce náusea.

Lo curioso es que muchos de esos fanáticos reductores del idioma, vuelven desdeñosamente el rostro, cuando se les hacen advertencias de este tipo, y exclaman: «Bah, el lenguaje académico…». Y sacuden la ceniza del cigarrillo, como si fuera la del diccionario. Requeridos para que justifiquen su desdén, aprietan la mente en un esfuerzo expulsor, y segregan que el que ellos llaman «lenguaje académico» es pobre, que no responde a las necesidades de la calle, y que adonde iríamos a parar si hubiera que hacer caso a una institución tan antañona. Ellos son los que hablan como habla el pueblo, que es tan rico y vivo de expresión.

¿De veras? ¿Dice el pueblo inicio y reiniciar? ¿Se ha olvidado, como ellos, de empezar y reanudar (y de acabar, terminar, concluir, que han expulsado ya de su jerga, privilegiando a finalizar)? ¿No son estos pioneros del progreso idiomático quienes están dilapidando aflictivamente nuestras reservas expresivas? Véanse las pérdidas de sólo una parcelilla léxica: reanudar, recomenzar, empezar, comienzo, principio, emprender (la marcha)… Lo dicho: flámulas españolas quemadas, mientras sólo ondean en antenas y rotativas inicio y reiniciar.

Pero mi prometida sonata en re- tendrá un segundo tiempo; con relanzar y reconversión como temas principales.

Relanzar-reconvertir

Vivimos en una época idiomáticamente crispada, tal vez porque cualquier suelo que pisamos es cráter. El lenguaje refleja esta tensión: lo que queremos decir no cabe en las palabras ordinarias, de tan desmesurado y potente. Si una pulsación instantánea puede hacer del planeta un magma de electrones, ¿quién será capaz de sosegar el habla?

Y, así, prensa y ondas tensan sus arcos expresivos hasta la fractura. Leo, por ejemplo, que la intranquilidad de cierto ministro constituye su neurosis personal. Que el nombre de Andraitx, la bella población mallorquína, ha dado la vuelta al mundo porque en ella pasó Soraya sus vacaciones. Que el secretario del presidente González es el virrey de la Moncloa. Que los habitantes del Tercer Mundo abandonan sus poblados para instalarse en ciudades de luces cegadoras: en ellas habrá pronto legiones de ejércitos brechtianos en paro. Existía antes una conciencia global de que los problemas podían resolverse; ahora nos hundimos en una desesperación cósmica. Si alguien cree en la democracia inglesa, desengáñese: allí se vive bajo un poder totalitario de la peor especie. ¿No eran las palabras, hasta ahora, tenues flatos? Para la revista en que me solazo subrayando estas bobadas, son un lánguido estallido de viento que puede matar.

Abro otro semanario, aún más sesudo, y, ya en la primera columna, leo que cierto expropiado ha dirigido un «desacerbado ataque contra la gran Banca». Como se trata de un varón piadoso, entiendo que el ataque será suave, sin aspereza ni acritud: es lo que significa desacerbado. Pero sigo leyendo, y ocurre que sus declaraciones son venablos y cicuta, con una guinda de trilita. El redactor, sin duda, ha sido arrebatado por la vorágine; necesitaba un adjetivo ingente para calificar aquel ataque, se apretó el caletre, y le acudieron dos que, atropelladamente, se mezclaron en su pluma: acerbo y desaforado. Y le salió ese baciyelmo, ese extraño centauro, con cabeza y cola del segundo, pegados al cuerpo del primero: desacerbado. Monstruo que, aunque significa exactamente lo contrario, le colmó las enormes medidas que deseaba dar al ataque del expropiado. ¡Pobre escribidor, víctima de la magnilocuencia a que obliga la desmesura de este tiempo nuestro, nervioso y, por tanto, hiperbólico, precisado de palabras altísonas, de «lánguidos estallidos de viento», como escribía el otro! (Por cierto, ¿no forman un oxímoron genial esos lánguidos estallidos? ¿O será, simplemente, que su inventor desconoce qué significa lánguidos?) Con estas cosas se acribilla al público lector u oyente: pero ¿qué mucho, si ahora se cuenta en billones de pesetas, y esa medida sólo se usaba hasta hace poco para expresar distancias interestelares? El lenguaje, espejo de la sociedad, refleja la inflación de todo, incluidas la ignorancia y la falta de sentido común.

Volvamos al prefijo re-, como anunciaba el mes pasado. Siempre ha sido fecundo; ahora ya es cunicular. En los antecedentes del idioma figura relanzar con el significado de «repeler o rechazar». El Diccionario académico lo registra desde 1869, pero su vigencia ha sido muy escasa: se moría ya de innecesario, cuando he aquí que, no hace mucho, acudió en su ayuda el francés relancer, lengua en que, aparte su obvio sentido de «volver a lanzar», posee el de faire une relance, es decir, «dar nuevo impulso» a algo, como la economía, la imagen de un artista o el turismo: todo lo que ha decaído puede ser relanzado en francés.

Los importadores idiomáticos de aquí, para nada se acordaron de la acepción castellana de relanzar. Entre otras cosas, porque lanzar ya se había contagiado de su significado francés, y había desplazado por completo a introducir: ya no se introducía un producto en el mercado, sino que se lanzaba. Se respondía así a la necesidad de henchir de energía la expresión, a saltarle las costuras. Presente ya en el idioma ese uso afrancesado de lanzar ¿qué había que oponer a su vástago relanzar? Y ahí lo tenemos en su cénit, áureo y orondo, en boca de políticos, periodistas y demás voces públicas, acordes todos en declarar prescrito el verbo reactivar, que es el que antes servía para decir eso mismo. Mucho más enérgico que reactivar la economía, resulta relanzarla: la imaginación se colma contemplando a unos titanes que levantan en vilo el pesado cadáver, con energía ciclópea. Sin embargo, tengo la impresión de que antes de arrojarlo, convendría inyectarle vida; y que nada se conseguirá si sólo se intenta relanzarlo: volverá a caer tan muerto como antes. No creo que ande descaminada la mentalidad mágica al atribuir poder a las palabras. ¿Por qué no probar, por si acaso, usando todos el verbo reactivar?

Muchas más dudas me ofrece otro forastero con re-: el famoso de la reconversión industrial. Entre otras cosas, porque no estoy seguro de su significación, que, deduzco —con inseguridad, repito— del uso que de él se hace; reconvertir quiere decir, me parece, reajustar una industria mal organizada, mal calculada en términos de rentabilidad, ubicación, mercado, personal, etc. Y, tal vez, sustituirla por otros tipos de industrias más necesarias y con mejor futuro.

Si es esto lo que reconvertir la industria (o una industria) significa —insisto en mis dudas—, este verbo, y el sustantivo reconversión, no pueden ser más desatinados. Lo que a una conciencia hispanohablante sugieren esos neologismos es, simplemente, que algo o alguien convertidos antes, se han vuelto a convertir; que han experimentado una segunda conversión. Pero ¿ya se había convertido la siderurgia de Sagunto? ¿No había sido, simplemente, creada? Es ahora cuando se convierte (no se reconvierte), si es que no se suprime con sus secuelas de paro y ruina.

Como es natural, a los economistas que han introducido el vocablo no les importa ser incomprendidos; les basta con entenderse en su jerga arcana. No creada por ellos, naturalmente, sino importada del inglés donde reconversión se utilizó para designar la acción de volver a convertir en industria de paz (to reconvert) la que había sido convertida antes en industria de guerra. Ignoro si una reordenación industrial debida a otras causas se llamará también reconversión; me imagino que sí, y que, para un anglohablante, será fácilmente interpretable ese vocablo: le basta con despojarlo de su anterior halo bélico. Pero, en español, nos ha caído como un aerolito, y nos desorienta, porque sus presuntos familiares léxicos resultan no serlo: reconvertir la industria…; pero ¿cuándo se ha convertido?

Y ocurre así que hablar de reconversión sin conversión previa, es una hipérbole extravagante, muy propia de esta época inflada. ¿No comprenderíamos mejor a los gobernantes si hablaran de reorganización o reordenación industrial?

Puntual

Decididamente el esprit de géométrie se está imponiendo en nuestra lengua sobre el esprit de finesse. Basta con orientar la oreja a las nuevas modas, para convencerse: aumentos de sueldo lineales, soluciones globalizadas (esto es aproximadamente, esféricas) y acuerdos puntuales. Se anuncia, pues, un triunfo plenario de la Geometría.

Se me permitirá que, como juego de una tarde de domingo, adapte a mis intenciones el pensamiento de Pascal: «Lo que hace que los geómetras no sean finos es que no ven lo que tienen delante de los ojos: estando acostumbrados a los principios netos y groseros de la Geometría […] andan perdidos en los asuntos de finura». Gran verdad: estos geómetras nuestros, que se traen para su idioma esas metáforas fundadas en la línea, el globo y el punto, andan tan embebecidos en el principio rebañego de que sólo es posible la exactitud angloparlando, que no se dan cuenta de que tienen ante sí un auditorio estupefacto, literalmente pasmado cuando oyen que habrá tres mil pesetas de aumento lineal (bueno, esto ya se va entendiendo a fuerza de cobrarlo, aunque sea con cólera); o que, aunque no vayan a resolverse todos los aspectos de un asunto, cabe esperar algunos acuerdos puntuales. Al expresarse así, ¿tienen en cuenta nuestros políticos y sus voceros que hablan para ciudadanos castellano-hablantes? ¿Miran a lo que tienen delante de sus ojos, aunque se interpongan cámara o micro? ¿O es su voluntad forjar una nación de boquiabiertos?

«En el espíritu de finura, los principios están en el uso común, y en presencia de todos». Evidente, por demás, la observación pascaliana. Los hablantes sensibles y de fina inteligencia, como deben ser quienes habitan las cimas políticas, revelarían tales cualidades si, en lugar de irse a abrevar idiomáticamente en fuentes exóticas, acudieran con constancia y denuedo al uso común, a la cotidiana y secular manera de hablar de su pueblo. «No hay que apartar la cabeza, ni violentarse —sigue diciendo el effrayant génie—; basta sólo con tener buena vista». Advertencia justa, si esa buena vista va guiada por una voluntad no menos excelente. Pero ¿y si ocurre que se aprovecha la agudeza ocular para darse cuenta de que conviene enturbiar la luz y nebulizar la linfa? Se cuenta de un pensador nuestro que preguntaba a su secretaria si lo que acababa de dictarle estaba claro; ante una respuesta afirmativa, ésta era su resolución: «Pues oscurezcámoslo». Se tiene la sospecha, observando gran parte de cuanto se lee o se oye, de que los seguidores de aquel maestro constituyen legión. Por supuesto que en ella milita la crema del sindicalismo. Muchas veces me he preguntado qué pensarán los obreros de Sagunto, en trance de «reconversión», cuando esperan de sus líderes palabras o acciones netas, y les oyen hablar de Geometría.

A los principios (leamos: del genio de la lengua), «se les siente más que se les ve; cuesta un trabajo infinito hacerlos sentir a quienes no los sienten por sí mismos». No quiere decir Pascal, seguramente, que el esprit de finesse es innato, como el color de los ojos o la propensión a la calvicie. Aunque un amigo mío sostiene que hay cosas del idioma que deben saberse antes de nacer. No puede tener razón, ya que, entonces, nadie erraría. ¿O sí la tiene, y muchos yerran adrede? Ya he apuntado antes esa posibilidad. Lo que quiero decir es que la «finura» idiomática puede educarse, si es que se ha averiado en el código genético. Que basta con abrir los oídos a quienes no hablan para lucirse, ni deslumbrar, ni ocultar. A estos amigos míos jubilados, por ejemplo, a cuya partida diaria de dominó prometo unirme pronto, en el café pobre de mi barrio. Y que si, a eso, se añade recordar que existen los libros, y no sólo los periódicos, cualquier geómetra admite redención. Es así, oyendo a las gentes y leyendo algún libro, como puede aprenderse a «sentir» el idioma. Sin este sentimiento, Pascal tenía razón, es casi imposible que un malhablado se corrija. Miran con desdén a quienes intentan hacerles sentir lo que no sienten, y lo descalifican igual que a la cotorra castiza de Iriarte el loro afrancesado: «Vos no sois que una purista».

Inútil llevarlos por el buen camino; como dice el temible polemista galo, «los espíritus finos, que están acostumbrados a juzgar de una ojeada, quedan tan extrañados cuando se les presentan proposiciones en que no entienden nada […] que se desaniman y sienten asco». Sí, los que suelen entender a la primera, y están dotados de espíritu «fino», sienten coraje cuando oyen hablar por enigmas y logogrifos, porque piensan que el idioma no sirve para eso. Y los que, poseyéndolo, carecen de instrucción, se quedan a dos velas, y sienten tristeza al sospecharse tontos. Es, precisamente, en esta frustración en la que confían los líderes, porque las buenas gentes admiran lo que ignoran. Y nada más admirable para ellas que un demóstenes enigmático. (Siempre la terrible duda: ¿por ignorante o por pillo?)

Ahí tenemos tres nuevos esquejes yanquis en nuestro huerto. La Geometría ha suministrado al uso común de todas las lenguas abundantes términos. En la nuestra tenemos: conducta recta, vía diagonal, plaza elíptica, espiral de los precios, limar aristas: ¡tantas más! ¿Hacían falta los aumentos lineales (en lugar de aumentos comunes o para todos), las soluciones globalizadas (por de o en conjunto, o en su totalidad, o en bloque); y los acuerdos puntuales?

Este último adjetivo parece particularmente inútil. Deduzco por el uso de sus fanáticos que viene a ser lo contrario de total: más o menos. Cuando se produce una «reivindicación», y hay que hacer concesiones a la otra parte, porque no toda la «plataforma» va a ser aceptada por ella, cabe la solución de centrarse en uno o varios puntos determinados, en donde el acuerdo es posible, dejando los demás «aparcados» para discusión posterior. Si no me engaño, esos son los acuerdos puntuales. Aunque también se habla de conversaciones, asuntos, decisiones y abundantes cosas más, tan puntuales como los acuerdos. ¿No se entenderá, cielos, que esas cosas van a llegar a la hora en punto? ¿Habrá gentes de mayor cultura que descifren tales misterios pensando que las conversaciones, por ejemplo, van a ser «precisas, exactas», como cuando decimos que alguien dio cuenta puntual de lo que había hecho? Son las únicas interpretaciones que puede dar un esprit de finesse, porque para decir lo otro, cuenta con adjetivos tan precisos como parcial (acuerdos parciales) o concreto; o, si se quiere, con giros como limitados a (decisiones limitadas a tal o cual cuestión). No tardaremos en oír que un punto demasiado complejo va a ser puntualizado (¿no se ha formado ya globalizar?). No se podía sospechar este apogeo de los geómetras en un país como el nuestro, tan barroco. Aunque quizá no hemos dejado de serlo; sólo que ahora producimos el claroscuro, la ambigüedad y el equívoco con regla, tiralíneas y compás. Simple cambio de métodos.

Oscilar

Un ilustre ingeniero barcelonés se suma, en reciente carta que agradezco, a mi estremecimiento por el empleo que se está haciendo del adjetivo puntual; y le añade un cortejo de vocablos matemáticos igualmente maltratados por los ermeguncios o pedantes del día: parámetros, coordenadas, funciones… Hablaríamos y no acabaríamos, señor Rebes Puig. Imagine qué ruidoso coro se formaría si a nuestra charla se uniesen biólogos, geógrafos, sociólogos y demás gentes serias con sus agravios idiomáticos.

No sé, por ejemplo, qué pensarán los físicos cuando oyen, inflado como chicle en la boca de muchos, el vocablo dinámica. «Hay que acelerar la dinámica del cambio»; «Debemos salir de la crisis por la dinámica combinada de todas las fuerzas sociales». ¿Qué ventajas ofrece ese vocablo, en la primera frase, sobre proceso? Y, en la segunda, ¿por qué es preferible a acción? Para los trotones de nuestra lengua, una indiscutible: es palabra esdrújula; y tiene idéntica potencia la adicción al proparoxitonismo que a la cocaína. Según nuestro Diccionario, aquel sustantivo cuenta con una sola acepción: «Parte de la mecánica que trata de las leyes del movimiento en relación con las fuerzas que lo producen». No sé si la definición será impecable —lo ignoro todo de esta cuestión— pero, en cualquier caso, algo parecido a eso entendemos los hispanos con el vocablo dinámica. De ahí el estupor que produce escuchar que «está aumentando la dinámica del paro». Lo cual es un oxímoron perfecto, digno del lenguaje místico («muerte que das vida», «abatíme tanto, tanto, que le di a la caza alcance»). Y es que esos adalides del micro y de la cámara se manifiestan con plena cesación de un sentido: el común. Mantienen los demás despiertos, para escuchar las sirenas anglosajonas, tan persuasivas e insinuantes. Porque ellas sí que hablan de the dynamics of an acquisitive society, de cultural dynamics, etc., etc. Y nuestros periodistas, políticos y tecnócratas en general, no son capaces de amarrarse al mástil de su idioma, para resistir el anglocanto. Ignorantes de la advertencia de Circe, oyen boquiabiertos la salmodia de las irresistibles: «…Escucha el cantar que cantamos. Nunca nadie pasó por aquí con su negro navío sin que de nuestras bocas oyera las voces suaves; y después, recreados, se iban sabiendo más cosas». No son Ulises; de las costas del inglés salen formidablemente envenenados —ellos creen que sabiendo más cosas—, y hablando de la «dinámica del paro».

Por los barrios de la Física anda también el verbo oscilar, que, en su acepción principal, significa: «Moverse alternativamente de un lado para otro; describir, moviéndose en opuestos sentidos, la misma línea». Estas condiciones de que el objeto que oscila describa la misma línea, y, por tanto, se mantenga en el mismo plano; y de que, además, se mueva alternativamente entre dos puntos, igual que un péndulo, parecen ser las precisas e ineludibles para que podamos servirnos del verbo oscilar. Y, sin embargo, con modorra ovejuna se están escribiendo y profiriendo cosas como éstas: «El aumento del precio de la gasolina oscilará alrededor del diez por ciento»; «Se espera que la pena que se le imponga oscile en torno a los quince años»; «El índice de precios al consumo va a oscilar este año sobre el doce o el trece por ciento». Pero ¿quién inventará estos disparates imperiales, dignos de Babilonia? ¿Cómo se puede oscilar alrededor de algo? Eso solía llamarse girar, casi desde el tiempo de los godos; ahora, con los trápalas, estamos por oscilar.

Aunque no sea fácil justificar este error, no es difícil explicarlo. La oscilación implica inestabilidad, lo cual ha dado lugar a la segunda acepción del Diccionario: «Crecer y disminuir alternativamente, con más o menos regularidad, la intensidad de algunas manifestaciones o fenómenos: Oscilar el precio de las mercancías, la presión atmosférica, etc.». Esto sólo significa que suben o bajan, que no están fijas; y que se mueven entre un máximo y un mínimo. Esa precisión de que se señalen explícita o implícitamente los puntos entre los que el movimiento oscilatorio se produce, es la que olvidan los responsables de esta injuria idiomática al idioma. Se podrá decir —con reservas— que el aumento del precio de los carburantes oscilará entre el ocho y el trece por ciento; pero no que oscilará alrededor de un solo precio. Ven a éste como si le hubiera entrado un temblor. A oscilar lo cargan con una nota de apreciación aproximada y conjetural, y se quedan tan rozagantes; lo que tal palabra tiene de variación, aunque precisa, se trueca en fijación imprecisa.

No hay remedio: existe un auténtico terrorismo idiomático. Son cada día más los dedicados a apretar el gatillo contra él. Unas veces, por mero prurito o picor de hablar inglés (recreados y gozosos, creen saber más cosas); otras, por falta de vertebración mental.

De veras que el asunto es muy grave: se nos está quedando el alma desangrada. Cuando me comprometí, con un diario madrileño, hace muchos años, a escribirle mis «dardos», pensé que se me acabaría la materia enseguida. Ahora veo con espanto que, al ritmo de uno por mes, precisaría siglos para dar salida a los temas que me solicitan. Me ha invadido el desaliento, muchas veces, por la inutilidad del esfuerzo, pero estas notas mías servirán en el futuro, por lo menos, como testigos del proceso por el cual el español se nos iba rompiendo dentro de sus antiguos dominios, y del momento en que lo sustituyeron innumerables dialectos anglosajones y batuecos.

Se observan, no obstante, algunas reacciones. El día 7 del pasado mes[3] el Senado español recibió al Director y al Censor de la Academia, y al secretario de la Comisión Permanente de Academias, el colombiano señor León Rey. Senadores y académicos dijeron cosas importantes. Se compartió una misma preocupación por el deterioro del idioma; y ante la sugerencia de que se actuara para mejorarlo en los medios de difusión, el Director de la Española dio esta respuesta, que aparece en el Diario de Sesiones: «En cuanto a la posibilidad que citaba el señor Senador de hacer reuniones de personas que tienen que ver con la emisión del idioma, y que son locutores de televisión y radio, también me parece una idea excelente, y debo decir que también yo he intentado hacer algo de esto, pero he fracasado hasta ahora, aunque seguiré en mi empeño. Yo me he dirigido —proseguía el doctor Laín Entralgo— a Radiotelevisión Española, al mes o a los dos meses de ser nombrado Director de la Real Academia, para que estudiáramos algo en relación con lo que el señor Senador acaba de sugerir. La acogida fue muy positiva, como suele decirse, y hasta casi entusiástica, pero después el proyecto se ha quedado en nada».

Esto quiere decir en castellano paladino, que Radiotelevisión Española ha hecho una higa muda a iniciativa tan importante. Y si su conducta, en esto, debía ser ejemplar, ¿cabe concebir que otros medios de difusión sean más permeables? El problema de todos ellos no es el que plantean sus profesionales —entre los que hay muchas excepciones—, con ser muy grande: es que sirven de ventana a centenares de españoles —políticos, sindicalistas, juristas, médicos, empresarios, profesores…—, que les ayudan caudalosamente a destrozar el habla. Entre todos, nos van a dejar tartajas de lengua y seso.