Jugar un papel

Para los franceses, una pieza dramática fue un juego (jeu) desde el siglo XII y representarla fue jugar (jouer), ya en el XV. Por esa época también, la parte de que se hacía cargo cada actor, y que se le entregaba en un manuscrito enrollado (roulé), fue un rôle. Se «jugaba», pues, una obra, y se jugaban por tanto sus roles o papeles. La idea del teatro como juego se desarrolló también en lenguas no románicas, como el inglés (to play) y el alemán (spielen). No pocos estetas y filósofos, desde Schlegel a Gadamer, se han ocupado de la estrecha relación entre el juego y la representación escénica. Para el último de los citados, el juego es una representación que se hace para nadie; con la salvedad del teatro, donde «el espectador ocupa el lugar del jugador».

No es mi propósito hablar ahora de teatro, aunque sí está claro que, para los españoles, las piezas teatrales no fueron juegos. Hay un texto en las Partidas (siglo XIII) que puede hacer dudar; ordena en él el Rey Sabio que los clérigos no sean «fazedores de juegos de escarnios» en los templos. La analogía juegos-jeux, término este último con que, según hemos dicho, designaban los franceses las obras dramáticas, puede hacer pensar que ese nombre aludía a algo parecido en Castilla. Pero, hace años, aventuré la hipótesis, no desmentida hasta ahora, de que los tales juegos de escarnios eran espectáculos juglarescos o ajuglarados, consistentes en danzas, pantomimas, mojigangas, oraciones contrahechas, sermones grotescos, canciones lascivas y diálogos bufos: diversiones que el pueblo celebraba en las iglesias, inútilmente prohibidas por los concilios, desde el de Valladolid (1228) hasta el de Aranda (1473). Eran, pues, juegos, en la pura acepción de jugar, nada parecida a la de jeux, nombre de actividades que poseían una organización literaria e institucional.

Salvo esa dudosísima referencia alfonsí, nada permite sospechar una acepción dramática en juego: esta palabra, y jugar, no tuvieron nunca ningún contacto con el teatro entre nosotros. Papel, sí; designaba, ya en el siglo xvn, el cuadernillo en que estaba escrita la parte del texto que le tocaba interpretar a cada actriz o actor: igual exactamente que hoy. En definitiva, el nombre respondía a una idea muy semejante a la que había llevado a los franceses a llamarlo rôle, aunque ahora no fuese arrollado. Se daba al intérprete su papel con el texto escrito, de donde papel pasó a significar también la figura (galán, dama, gracioso, padre, etc.) que dicho intérprete había de representar en la función.

Pero, de ese ámbito escénico, el papel pasó a otras significaciones figuradas. En el siglo XVII, se extendió la concepción estoica (Epicteto, Séneca) de la vida como representación. El gran teatro del mundo es su más célebre plasmación literaria; y en ella, el personaje Autor, esto es, Dios, afirma: «Yo a cada uno / el papel le daré que le convenga». Todos representamos el papel que la Providencia nos ha asignado. Por esta vía, la imagen se arborizó y dio lugar a numerosas acepciones: hacer buen o mal papel, hacer el papel (simular), hacer el papel de una cosa (sustituirla con otra distinta), hacer papel una cosa (ser útil), invertirse los papeles (volverse las tornas), etc.

Pero lo que jamás se dijo en español, hasta este siglo, es jugar un papel, puesto que, entre nosotros, como hemos visto, los papeles no se juegan. El verbo más tempranamente usado fue hacer: los papeles se hacían. Así lo leemos en Lope de Vega, Quevedo, Gracián. Y esa construcción se prolongó durante los siglos siguientes, hasta el nuestro.

Sin embargo, la variación estilística, que tanto importa a los escritores, obligó a que hacer (un papel) compitiera con otros verbos. Tener lo emplea alguna vez Calderón. Debe de ser antiguo en este uso representar, aunque no conozco ejemplos anteriores al ochocientos. Desempeñar parece de esa misma época: quizá no tenga más de siglo y medio de vida. Esporádicamente, y ya más tarde, se registra alguna vez el infortunado ejecutar.

Pero, en nuestro siglo, se ha colado el aborrecible jugar un papel, a pesar de los bombardeos (Restrepo, Gascón) de que ha sido objeto. Tan profundamente está hundido ya en el idioma, que será imposible extraerlo: habría que perforar las meninges de millones de hablantes. Pero la esperanza no debe perderse, y bien pudiera ocurrir que a algún lector intoxicado le sirviera de triaca este artículo.

Si mis datos son correctos, ese galicismo entró en español hace ochenta o noventa años. Los ilustrados y los románticos, tan galicistas en general, le hicieron frente. Conmueve verlo usado en estado puro por el peruano B. Díaz Romero: «El lago Titicaca —escribía en 1909— ha jugado un gran rol en la historia de los antiguos pueblos del Perú». ¡Pobre lago Titicaca, ignorante de que hacía tal cosa! Pero no nos escandalicemos, porque uno de los primeros escritores que se tiraron al monte por el lado de acá de los Pirineos fue Unamuno. No lo he leído atentamente con ese fin, pero casi juraría que jugar un papel es, en él, exclusivo, desde sus primeros escritos. Un ejemplo de 1908: «En España, no juegan papel histórico sobresaliente las queridas de los reyes». No resulta imposible que fuera don Miguel, aquel paladín del idioma, el ariete de este barbarismo, dada la influencia que sus artículos y sus libros ejercieron.

En cualquier caso, la penetración de jugar un papel en los grandes escritores contemporáneos parece muy débil. Casi todos utilizan desempeñar, hacer o representar; algunos, tener. Por el contrario, a los pequeños, menudos y minutísimos, ni por descuido se les ocurre que los papeles no se juegan, ni en el teatro de las tablas, ni en el del mundo. Serían incapaces de afirmar que la actriz tal va a jugar el papel de Medea, pero aseguran sin pestañear que esa misma actriz ha jugado un papel importante en un asunto.

De cuantos detentan la voz pública, no hay ni que hablar; son ellos los que hablan sin oír, sin leer y sin pensar. Fue precisamente un reportaje televisivo de fecha reciente el que me incitó a escribir este articulillo. Se trataba de la subida del precio de la carne de cordero y el intrépido reportero había decidido tratar el asunto «exhaustivamente» y «en profundidad», remontándose a sus orígenes. Marchó con la cámara a tierras burgalesas, y allí entrevistó a un pastor. He aquí su pregunta exacta: «¿Qué papel juegan los pastores en el precio de los corderos?». El buen pastor —todos son buenos— enfiló hacia él los ojos asombrados por la boina y el estupor: se adivinó que estaba preguntándose por la pregunta. De repente, brilló luz en sus pupilas: ¡había comprendido! Y ésta fue su respuesta: «Pues nos jugamos que no los venderemos si sigue subiendo». (El entrevistador lo miró conmiserativamente, y continuó con otras cuestiones como si nada hubiera sucedido).

Yo hubiera dado un fuerte abrazo a aquel maravilloso pastor. La pregunta le había resultado incomprensible, en uso de su irrenunciable obligación constitucional de conocer la lengua castellana. Era el funcionario parlante el que no cumplía con ella, por culpable desidia cívica y profesional. Pero estoy seguro de que, al escuchar aquella magnífica respuesta, pensó que el pastor era un imbécil.

Importante

Un semanario madrileño publicó hace poco una encuesta en que diez mujeres muy populares en la vida española contestaban acerca del tipo de hombre preferido por ellas. La leí con avidez, como hicieron, supongo, varios millares de varones, porque, en el fondo, nos gusta muchísimo clasificarnos. Quiero decir, más concretamente, que quienes devoramos aquellas columnas, deseábamos ardientemente (aunque, eso sí, yo al menos, de modo ideal) saber si podíamos ser el hombre de algunas de tan conocidas mujeres. Si alguien logró verse reconocido —y ojalá fueran muchos—, seguro que bendijo su buena planta, y que aquel día salió a la calle con la cabeza más alta y el paso más firme. Ño faltó, tal vez, quien se dejara el bastón en casa y las gafas de lejos en el bolsillo.

Yo no tuve tanta suerte. Creo reunir ciertos rasgos sueltos, mencionados por una o por otra, pero no coincido exactamente con ninguno de los retratos particulares diseñados. El más próximo es el trazado por una diputada para quien lo fundamental (sic) es que el hombre sea grande, «porque me da la sensación de que recoge, y que es, en cierto sentido, protector y acogedor»; esto me va bien. Pero luego exige que lleve el pelo suelto y corto, «mejor, rizado y algo alborotado». Adiós, esperanza.

Tampoco necesito mirarme al espejo para saber que otra encuestada, cantante pop ella, me valoraría negativamente, como ahora dicen los políticos con inmodesta estupidez. Lean: «Me gustan altos, muy, muy delgados, más bien flacos, de hombros anchos, de caderas muy estrechas, de miembros muy largos, piel blanca, pelo negro, ojos verdes, nariz ni muy grande ni muy pequeña y boca grande. En general, huesudos». Cuando ve a un chico, dice esta fanática de la astenia, «lo primero que me entra es el físico». Inútil, pues, el intento de una penetración más refinada, que ponga en juego las sutilezas del ingenio. Está claro, además, que, si involuntariamente como suele ocurrir, se ha dejado de ser chico, nada.

No quiero proseguir este inventario de decepciones. Pero las he trocado en inocente venganza, fijándome en cómo se expresan estas mujeres tan exigentes e inconformables. Me ha chocado, por ejemplo, el abuso que algunas hacen del adjetivo importante. Sólo tres de las respuestas no usan para nada dicho adjetivo. Lo emplean muy bien una distinguida escritora y una pionera del desnudo con pelos y señales. He aquí muestras de esta última: «El primer golpe —será, supongo, de vista— es muy importante»; «Lo que me parece importante es vivir la sexualidad sin trabas»; son afirmaciones de una modestia gramatical elogiable. Como la de una notoria abogada, según la cual, en el hombre, «la expresión es importante, la vivacidad de los ojos, las manos». Pero roza ya la extravagancia asegurar, en voz de una activa parlamentaria socialista: «Las manos también son importantes, y, por cierto, las piernas de los hombres también me deben gustar, porque lo único que me gusta del fútbol es la imagen que tengo de las piernas de los tíos. Así que lo del mito de la pierna de la tía debe valer para la pierna del tío. Pero todo eso debe ser peludo, ¿eh?». He prolongado algo esta cita para que se observen los peligros de la ambigüedad: parece que la pierna de la tía ha de ser agorilada, con clara vocación de pata. Más tarde añade: «Que se note que la vestimenta no es una cosa importante, aunque vaya bien y con cierta armonía de colores».

No son, en realidad, reprobables estos dos empleos del adjetivo; pero interesan como síntomas; aparecen ahí empujados por el auge trivializador de importante en nuestros días. Veámoslo en frases de dos populares más de la encuesta. Corresponde la primera a otra diputada, pero más indefinida: se ha salido de su partido en un rasgo progresista, y, como ya no representa a sus electores, anda por el Parlamento representándose a sí misma. No es desdeñable representación, por cierto. Antes de su conversión pascaliana y de ver el error en que se había sumido, fue exaltada a un gran cargo del Ministerio de Cultura, sin duda por las cualidades exquisitas de que da testimonio su contestación a la encuesta. Exige al hombre «sensibilidad ante el arte, un paisaje bonito o un libro», o que vista, por ejemplo, «un blazer azul marino o a cuadros, pantalón gris y una camisa estampada, de estampadito discreto». Dado el número de varones que nos ajustamos a ese canon, ¿quién duda de que esta culta mujer reunirá votos a espuertas en las próximas elecciones? Yo no le daré el mío, sin embargo, porque ha dicho esto: prefiere a las personas «de formación humanística importante». Dios santo. Aquí resplandece la aberración. Igual que en esto otro que dice la más encendida de nuestras folklóricas, el genio de España encarnado en un«tablao» flamenco, la cual, tras dudar de que nadie supere en guapura a los andaluces, y de humillarlos a renglón seguido poniendo como modelos de arrogancia varonil a Cary Grant, Rock Hudson y Tyrone Power, afirma: «No me gusta tanto el hombre perfecto como el hombre con fuerza. Me gustan unos ojos importantes, una mirada importante, el pelo castaño o negro…».

Es asombroso este empleo recentísimo de importante, que autoriza a usos aún más audaces. Habrá hortelanos que se jacten de criar cebollas importantes, tragones felices por devorar un cocido importante, sudorosos que se den un baño importante, motoristas a quienes gusta hacer un ruido importante, y hasta estreñidos que logren, por fin, una satisfacción importante (y lo será para ellos). No son extravagancias mías: escuchen la radio o la televisión españolas. El error resulta fácil de detectar: importante es un adjetivo «transitivo»: requiere un complemento explícito o implícito. Así, «poseer una formación humanística importante (para ser culto)» o «es un hombre importante (en la política, los negocios, etc.)». Lo imposible hasta hace poco era emplearlo intransitivamente, decir esa sandez de la «mirada importante».

En tan rupestre empleo han confluido tres fuerzas destructoras: el énfasis, la pobreza expresiva y la moda. La diputada refinadísima y la folklórica ardiente querían ponderar el sustantivo, acompañarlo con una calificación que manifestara toda la vehemencia de su alma, toda la intensidad del afecto con que consideran la formación humanística, los ojos y la mirada del hombre ideal. Pero su repertorio idiomático no les ofrecía solución, y entonces, ¿qué mejor que echar mano de un comodín de moda? ¡Importante! Ya no bastan grande, interesante, profundo, notable, atrayente, inteligente… ¿qué se yo? Cada situación requeriría un adjetivo adecuado, esto es, exigiría disponer de cierto arsenal de palabras y de talento para usarlas.

No yerro al pronosticar la rápida degradación total de este adjetivo, que ha perdurado durante siglos para calificar todo aquello que, de verdad, importa. Ha entrado en la imparable corriente de la trivialidad, donde quedará listo para ser aplicado de cualquier manera y a cualquier cosa. ¿Cómo diremos, muy pronto, que algo es auténticamente importante? ¿Cómo expresaremos, por ejemplo, que el triunfo de la selección española en el Mundial de fútbol sería el acontecimiento más importante de nuestra historia contemporánea?

Lo ignoro. En cualquier caso, como es un hecho ineluctable, nadie piense que voy a borrar de mi ideal a una mujer por deslizarse a emplear tal palabra. Otra cosa es que me pida el voto.

Entrenar

El solsticio de verano ha traído a España —alta ocasión en el correr de los siglos—, el Mundial de fútbol, fuente de incontables satisfacciones. Empezando por el bando del Alcalde de Madrid, exhortando a acoger bien a los forasteros, en estilo y tono de un corregidor de villa coronada. (Querido Enrique, tu humor escéptico es una de las pocas candelillas que lucen en la niebla). Pero no menos ilusionante ha sido la presencia de los forasteros mismos, muchos de los cuales no fueron instruidos en crianza por sus propios alcaldes, de modo especial los británicos, que han llenado de pantorrillas desnudas nuestras ciudades, en plan safari, y que han trasegado media cosecha nacional de vinos y licores. Verlos tan rubios, tan desahogados, tan prepotentes y dueños, ha sido para dar mil gracias al cielo.

Hermoso ha tenido que ser también el Mundial Cultural paralelo, del que no sé nada. Sólo la retransmisión por televisión de una antología de zarzuelas, presentada por un cronista deportivo, porque, en su Mundial, a todo se atreven. Terminaba la primera parte con la jota de Gigantes y cabezudos bailada por danzantes a estiragarra; y el presentador asomó la inspirada testa para informarnos de que acabábamos de presenciar la vibrante jota de La corte de Faraón. Tal vez le hubiera dado un soplo aórtico de haber confundido a Ardiles con Vercauteren, pero, en este caso, reapareció, instantes después, volvió a sonreímos como si nada, y pidió disculpas por su lapsus, debido, dijo, a que no había leído el programa. Probablemente necesitará el menú para saber si está comiendo pastas de té o habichuelas. Por ese dato, y por la zarzuelada misma, con música previamente grabada, es por lo que imagino que el Mundial Cultural ha debido de ser cosa de mucho gusto.

Y luego, claro, ha brillado —está brillando aún cuando escribo— el inigualable espectáculo del fútbol, tan indescriptible. Quizá por ello ha sido tan mal descrito por no pocos intrépidos del micro, que, en estos días, han contaminado la atmósfera con tal densidad de disparates por centímetro cúbico, que algún asmático lo ha pasado mal. Pensé grabar alguna retransmisión para analizarla luego; pero desistí porque, para ello, había que oírla otra vez.

Por supuesto, casi todos los locutores deportivos se han conchabado para dar un golpe antipreposicional. Su conjura tiene más objetivos: ya he denunciado múltiples veces, sin que las fuerzas del orden lingüístico se movilicen, cómo han decidido aniquilar los verbos acabar, terminar, concluir, dar fin y otros semejantes, para imponer la dictadura de finalizar. Pues bien, en su plan entra igualmente contribuir al arrasamiento de las preposiciones; a ellos les corresponde la misión de implantar sobre en sus escombros. Y así, están creando un idioma surrealista, en el cual se formulan salvajadas de este tenor: «el árbitro pita falta sobre Gutiérrez» (es a Gutiérrez a quien se la han pitado); «Bertoni pasa sobre Rossi» (y no es que haya pasado el balón hacia la zona en que está Rossi: se lo ha dejado en la misma punta de la bota); «Camacho comete una falta sobre Rummenigge» (no es obsceno lo que esto significa; simplemente, le ha puesto una zancadilla); «Maradona dispara sobre puerta» (no crean que la pelota pasa por encima: el áureo muchacho ha disparado raso y perverso contra la puerta). Tales frases son hipotéticas, especialmente la última, pero tómense como trasunto de las que se oyen realmente. La lucha pro sobre que estos indomables hombres de la radio y de la televisión están llevando a cabo desde hace años, aguardaba el Mundial 82 para alcanzar su definitiva victoria. Ya han triunfado, ya han conseguido humillar un poco más a la lengua española, aprovechándose de que son dueños de las ondas veintitrés horas al día (dedican la que queda a instruirnos sobre la zarzuela y otros fenómenos culturales).

E idéntica consagración solsticial ha obtenido por obra suya el empleo intransitivo de entrenar. Cuando no nos cuentan los partidos nos explican sus circunstancias y nos conducen por sus arrabales de declaraciones, chismes, lesiones, opiniones, alineaciones y, lógicamente, entrenamientos. Resulta hiriente, pero es así: no nos dicen que «España se entrena en Navacerrada», sino que entrena en ese lugar. No afirman que «ayer no se entrenó Quini», sino que no entrenó. Se ha neutralizado la útil oposición entre entrenarse (pronominal) y entrenar (transitivo), que permitía distinguir, con perfecta funcionalidad idiomática, la acción que realiza el deportista cuando se adiestra y se prepara para competir (entrenarse), y la que ejecuta quien lo adiestra y prepara (entrenar), esto sí, el entrenador. Entrenar es también la acción que desempeña otro deportista u otro equipo que actúan frente al entrenado, para crear una situación parecida a la que se producirá cuando éste compita realmente («El Sabadell entrenó a la selección nacional»).

Esto estaba muy claro, y marchaba perfectamente hasta hace pocos años. Un jugador se entrenaba; y el entrenador entrenaba. Si alguien oía o leía que «Di Stefano entrenará pronto», entendía sin vacilación que Di Stefano iba a ser contratado como entrenador de algún equipo. Hoy, ante una frase así, cabría pensar que el veterano futbolista, harto de ver a estos chicuelos, volvía a los campos para atizarle al balón ejemplarmente. Otra erosión innecesaria y perturbadora al castellano, sin más causa que la irresponsabilidad.

Pero huyamos, para acabar, del fascinante mundo de la esfera de cuero, porque este tránsito estacional ha aportado otro acontecimiento, si bien consuetudinario y sin la excepcionalidad milenaria del Campeonato. Me refiero a los exámenes, con su cortejo de aprobados y suspensos. Y he aquí que análoga memez que la de entrenar se registra en el ámbito académico. Porque también en él se ha producido el cese de la oposición entre suspender y ser suspendido. Hasta hace, tal vez, unos diez años, el profesor suspendía, y el alumno era suspendido. Resultaba apabullante la entrada del escolar en casa proclamando: «Me han suspendido». Ahora apechuga él con la acción, y afirma: «He suspendido».

Aquí ha obrado, claramente, la inducción analógica de aprobar («He aprobado tres asignaturas») sobre suspender («He suspendido tres asignaturas»). No se comprende, en cambio, por qué entrenar ha desplazado a entrenarse. Lo que sí se ve, con nitidez cegadora, es que, desde el punto de vista idiomático, las áreas cerebrales de nuestra comunidad hablante tienden a acercarse a las pedestres, en aproximación fraternal. Lo malo es que, en lo de suspender, no tenemos locutor a quien achacarle la culpa. La tiene el primer progenitor que, oyendo a su criaturita decir eso, no la llevó al psicoanalista.

Victoria pírrica

Comenté el mes pasado los inauditos bienes que ha deparado a España el Mundial de fútbol. Así, hemos activado nuestra solidaridad fraterna con la América ibérica, llorando como la propia las amargas eliminaciones de Honduras, Argentina y Brasil. Las banderas españolas, que parecían olvidadas, han poblado numerosos estadios, donde se gritaba por docenas de millares de gargantas enardecidas: «¡España, España!», y no: «¡Estado español, Estado español!». Ante tal maravilla, poco importa que aquellas banderas tuvieran que plegarse enseguida como paraguas, marchitadas por el gol contrario, y que el orfeón unánime se redujera a los modestos límites de un corro de farra. Por fin, ya nos hemos dado cuenta de que no somos una potencia futbolística, como en 1898 nos enteramos de que los Estados Unidos nos aventajaban en barcos. Gracias a ello, surgirá, como entonces, la benéfica pléyade de los regeneracionistas, los cuales lograrán una mejoría de nuestra capacidad de juego, y, por tal vía, la reincorporación del país a un lugar que nunca debió haber perdido.

Claro que puede ocurrir lo contrario, si cunde más la injusta opinión de que ese deporte está en manos de una cuadrilla de desaprensivos, y el público, en vez de acudir a los estadios, se dedica los domingos a leer libros. No creo, sin embargo, en esta posibilidad, que sería derrotista y de resultados imprevisibles para la vida nacional. Lo lógico es que afirmemos nuestra voluntad de futuro arreglando los asuntos del fútbol. Yo, que tan mal los conozco, me pronuncio por ello, y por confirmar nuestra adhesión a los regentes y a los regidos de la Federación, que, según afirman, han actuado con suma honradez. Esto debe bastar para otorgarles la confianza general.

Hemos de prepararnos ya, desde ahora mismo, para el próximo Mundial. Y me siento dispuesto a aportar mi granito de mostaza (el fútbol no debe reconstruirse con arena, sino con fuertes condimentos), exhortando a los informadores que a él acudan para que sigan destruyendo la lengua castellana con aún mayor contundencia. Y para que continúen fortaleciendo nuestra capacidad mental con sus profundas reflexiones. El método puesto en práctica por la Televisión Española en el reciente campeonato ha sido excelente. Actuaban en cada retransmisión un par de locutores. Uno nos contaba lo que veíamos, sin meterse en más; era el que decía, por ejemplo, que Juanito pasaba sobre Alonso. El otro, en cambio, era el encargado de introducir cuñas teóricas: comentaba tácticas, valoraba estrategias y extraía consecuencias de lo que pasaba en el terreno de juego. Gracias a él, los lerdos podíamos observar cosas tan interesantes como éstas: que un equipo intentaba empatar si iba perdiendo; que tal otro jugaba con lentitud; que un jugador propendía a irse al centro; que la defensa actuaba con contundencia, y que, por esa causa, la delantera contraria hallaba dificultades en sus ataques. Fue excitante oír a uno de tales meditadores, en la azarosa prórroga del Francia-Alemania, cuando los germanos lograron igualar el tanteo tras ir perdiendo por 3 a 1. «Señores, lo que es la vida», nos decía. «La de vueltas que da la historia», insistía, puesto ya en onda spengleriana. Oyéndole, España entera elevó varios puntos su capacidad reflexiva.

Que sigan así: tienen ante ellos cuatro años para perfeccionarse aún más. Desde aquí los animo —a ellos, y también a los que escriben— para que prosigan hablando de victorias pírricas. ¿No han escuchado o leído esto mis lectores? Cuando un equipo alcanzaba el triunfo por un solo gol de diferencia, nuestros informadores, en crecido número, calificaban la victoria de pírrica. Antaño se solía decir, en esos casos, que el equipo vencedor había ganado «por la mínima diferencia», o simplemente, por la mínima. Lo cual estaba bastante bien; pero resulta mucho mejor eso de que su victoria ha sido pírrica. Me parece un acierto la incorporación de ese adjetivo al caudal circulante del idioma, que así aumenta su riqueza con un vocablo cultísimo. ¿Por qué habían de emplearlo sólo los doctos? La democracia participativa e igualitaria no debe permitir que existan bastiones reservados. A partir de ahora, una palabra tan tonta como mínimo andará del brazo y se tratará de tú con pírrico. Que este vocablo se apee de su pedestal, y que podamos decir todos temperaturas pírricas, precios pírricos y salario pírrico; y hasta que hagamos sinónimas minifalda y pirrifalda. Se trata de otro venturoso fruto del Mundial 82.

Evidentemente, no había derecho a que, para utilizar bien el adjetivo pírrico, fuera preciso saber estas cosas: que Pirro (318-272 a. J. C.) fue un rey del Epiro, con deseos de conquistar Sicilia, Italia y hasta África. Que Tarento, ciudad griega del sur de Italia, corría el peligro de ser ocupada por Roma. Que los tarentinos llamaron en su auxilio a Pirro, el cual acudió en su ayuda con un poderoso ejército, en el que figuraban elefantes. Que Pirro libró en Heraclea, ciudad del golfo de Tarento, una cruenta batalla con los romanos (año 281 a. J. C.), en la cual los legionarios, aterrorizados por los elefantes, fueron derrotados, no sin causar gravísimos daños al enemigo. Que Pirro no obtuvo ningún provecho de aquella victoria, pues, habiendo pasado a Sicilia, Roma ocupó la Italia meridional. Pirro regresó; pero, vencido en Benevento, tuvo que volverse al Epiro. En Heraclea había logrado una victoria a costa de grandes pérdidas, sin que le sirviera para nada. Fue la primera victoria pírrica de la historia. Una victoria en que el vencedor salió peor parado que el vencido.

Era injusto que se requirieran tantos conocimientos para usar con propiedad la expresión victoria pírrica. En el Mundial, tendría que haberse aplicado, por ejemplo, a un equipo que, habiendo vencido con gran esfuerzo a su contrario, quedaba, sin embargo eliminado, mientras éste, por tener o ganar más puntos, seguía adelante. No sé sí se produjo tal situación, ni importa tanto elitismo ni tanta pudibundez expresiva. Nuestros informadores de pluma o micro hicieron pírrica cualquier victoria por un solo tanto, especialmente si era 1-0.

Pero, así como me parece admirable esa popularización del recóndito vocablo, no estoy tan seguro del acierto de otro retransmisor oral, este del género meramente narrativo. Apareció en la pantalla el rostro sudado de un jugador —creo que polaco—, sangrando por una brecha abierta en un pómulo. El contador de evidencias aseveró: «Como pueden ver, lleva una herida debajo del párpado». Insisto: no sé si es prudente empezar a confundir de tal modo el vocabulario anatómico. Aunque tal vez sí: debo combatir mis prejuicios hasta el fondo y con todas las consecuencias. Hay que destruir el idioma español, hay que volverlo Babel. Ya ha alcanzado la altura de 5174 pasos exactos, justo los que, según Matute de Peñafiel (1614) alarmaron a Dios hasta el punto de obligarle a formular su famosa condenación: «Venite, et confundamus linguam eorum… ut non audiat unusquisque vocem proximi sui». Se me preguntará por qué participo de ese furor destructivo. Mi motivo es sencillo: para lo que hay que oír… Pensamiento hondo, por cierto, y original, que brindo a los filósofos del fútbol.

Especulaciones

Un gran periodista, mi admirado Carlos Luis Álvarez, Cándido, escribió hace pocos días: «Lo más llamativo que tenemos ahora son las cábalas» (su artículo se titulaba, precisamente, «Cábalas de periodistas»). Pues no, querido Carlos Luis: lo más chocante no son las cábalas, sino las especulaciones. Y el hecho de haber elegido aquella palabra, y no esta última, bastaría para justificar lo de «gran periodista», que no he dicho como cumplido.

Porque, para ser eso, no basta con informar de veras y opinar solventemente; se precisa, además, (quizá en primer término), exhibir sin que se note dominio del idioma. Lo contrario califica de escribidor o charlatán, no de periodista; de ajetreado correveidile de las gradas de San Felipe, no de profesional responsable. ¿Entrará alguna vez esta idea en el meollo de muchos que, quizá, no se expliquen por qué se estima a Cándido excepcional, y a ellos no? Y si gastaran una hora al día descubriendo —ellos dirían «releyendo», porque parece que todos nacen leidísimos— clásicos nuestros y ajenos…

Pues bien, un síntoma tan pequeño como es el empleo o el rechazo de un vocablo, me basta, como a muchos, para respetar o no al que escribe y habla. Por la lengua muere el que la usa públicamente. Y puede vivir. Desde hace pocos años, ha caído sobre nuestro idioma periodístico y político, como un aerolito, esta horrorosa palabra, sepultando otras nuestras y cegando las vecinas. Los ávidos de enseres funcionales para rellenar la testa, la han acogido con el máximo gozo: ¡especulaciones! Ya no hablan de cábalas, conjeturas y suposiciones; de presunciones y sospechas; de barruntos, indicios o previsiones, con los verbos correspondientes. ¿A qué fatigar la memoria y apurar la sindéresis para dar con el vocablo más propio? Se especula que (ni siquiera con que) tal vez ocurra esto o lo otro, y el asunto está resuelto; el subproducto de tan simple digestión mental son las especulaciones.

¿Hará falta decir que esta pieza de pacotilla es un anglicismo? El inglés, en efecto, al igual que el francés, el español y otras lenguas, recibió del latín, durante la Edad Media, el verbo speculari, que significaba ‘observar, espiar, vigilar’, sobre el cual se había formado speculatio. Entró el vocablo en las lenguas europeas, por acción de los doctos, con su significado original, el cual se mantuvo hasta tarde. A ese sentido primitivo alude el Diccionario académico, en la primera acepción de especular: «Registrar, mirar con atención una cosa para reconocerla y examinarla». ¿Es esto lo que hacen quienes ahora especulan? De ningún modo, porque la cosa a que quieren aludir no está ante sus ojos; ni siquiera existe aún.

Utilizado por los cultos, el verbo recibió, aún en la Edad Media, una acepción que se generalizó por Europa: la de «meditar, contemplar, considerar, reflexionar», según define nuestro léxico oficial. Y el nombre especulación lo acompañó en este ensanchamiento semántico, tan explicable: se trataba ahora de mirar con el entendimiento. El Larousse —que ha prescindido de la primera acepción, ya periclitada, aun cuando tantas huellas dejó en la literatura francesa medieval—, define así speculer: «Meditar, razonar, teorizar»; y ejemplifica: speculer sur la métaphysique. Por su parte, el Webster acentúa mejor el trabajoso esfuerzo que requiere to speculate: «Desarrollar ideas o teorías mediante reconsideración de un tema o de una materia, generalmente sin apelar a la experimentación o a la introducción de nuevos datos».

Este monumental diccionario vence siempre a los nuestros en exactitud y precisiones. Porque especular no consiste sólo en «meditar, contemplar, etc.»; más cerca de la verdad anda el Larousse con el equivalente «teorizar». Efectivamente, si yo medito o reflexiono sobre si debo plantar geranio o albahaca en el abreviado jardín de mi maceta, no especulo. Este vocablo posee una carga de trascendencia, que facilitó a Hegel el empleo de especulación para denominar «la terminación del movimiento del espíritu que aprehende su unidad básica a través de la oposición y la síntesis de sus propios conceptos» (Thinés-Lempereur). En él se trata ya de un tecnicismo encuadrado en un sistema terminológico riguroso. Según algunos, Kant utiliza el vocablo como sinónimo exacto de «teoría».

Fuera de estas acepciones, pertenecientes al oficio estricto de los filósofos, especular es lo que dejamos dicho, y que permite comprender cuando Cervantes afirma que «los refranes son sentencias breves sacadas de la experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios»; o cuando Menéndez Pelayo habla de «la esfera más pura y elevada de la especulación teológica»; y Pérez de Ayala, de «las especulaciones filosóficas»; y Borges, de aquellos «hombres desesperados y admirables que fueron los gnósticos», que realizaron «especulaciones ardientes». ¿Se refieren a estas especulaciones nuestros informadores cuando llaman así a sus chismes sobre si va a romperse la enésima «unión sentimental» de una celuloidea?

Pero todavía desarrolló este extendido vocablo neolatino otra acepción; a mediados del siglo XVIII, en la Bolsa de París, empezó a llamarse especuladores a quienes acechaban la para mí ininteligible oscilación de los valores, y ganaban fortunas con sus inversiones y ventas. El nuevo significado de la serie especular-especulación-especulador se difundió rápidamente por todas las lenguas de cultura. Salió del ámbito de la Bolsa, para referirse a cualquier clase de negocios en los cuales, como explica muy bien el Larousse (y muy mal la Academia), «se espera obtener beneficio por la simple variación de los cambios o los precios». Maravillosa ocupación, de la que tanto saben bastantes españoles.

Parece evidente que radios, televisiones y diarios no confunden estas especulaciones —pues también las nombran— con las cabalas, a las que no vacilan, sin embargo, en llamar del mismo modo. ¿Ni una levísima sospecha entra a estos «especuladores» de que se balancean en columpio? Porque sólo el inglés creó la acepción «conjetura, suposición» para su speculation, haciéndola sinónima de guess, ya en nuestro siglo. Los demás idiomas, tan unánimes hasta entonces, le hicieron fu a esta originalidad, que trivializaba el sublime significado de especular, speculer, spekulieren, speculare, y difuminaba su inequívoca acepción mercantil.

El común de los hablantes dejó solo al inglés; pero los excepcionales, que aborrecen todo lo común y ordinario, apiadados de aquella soledad, nos han traído la acepción a nuestra lengua. Y no como invitado ocasional para exhibirlo en sus tenidas íntimas, sino, lo he dicho ya, como invasor que siembra sal. Ahí están las cábalas, esperando una pluma como la de Cándido que recuerde su odioso exilio. Y las conjeturas y suposiciones, y la retahila toda de sinónimos nuestros, que permiten dejar a los hondos pensadores la operación de especular, o a los vivísimos depredadores del dinero ajeno.

Pero no volverán esas palabras. Es inútil quejarse, aconsejar, censurar… escribo ya mis «dardos» como elegías funerarias o epicedios tristes. Los leen sólo aquellos que comparten mi llanto. Hoy mismo he oído hablar a un ministro de una «Histórica actitud que pasará a la Historia». Volviendo hacia casa, he puesto la radio en el coche. Un bárbaro del centro (emisor nacional) exaltaba una estupenda victoria de un equipo de baloncesto, muy importante aunque fuera pírrica. Inútil todo; mis «dardos» son masajes cardíacos a cadáveres.

El señorío de la R

Pocas cartas me han hecho más feliz que una, recién recibida, con la que un conciudadano se me dirige apelando a mi calidad de responsable, según piensa él, de cuantas palabras del idioma empiezan por R, pues esa es la letra del sillón que ocupo en la Academia. Me reclama justicia: representa, dice, a determinadas personas cuya profesión se designa con un nombre encabezado por dicha letra, restaurador, y desea verme actuar enérgicamente con el fin de impedir que «su» nombre sea empleado para designar otras actividades distintas, tal como ahora se está haciendo. Y no sólo reivindica la exclusividad del sustantivo, sino también la del verbo correspondiente.

Creo que es como si los sastres del XVII hubieran denunciado a los tribunales al padre de Pablos el Buscón porque, en vez de barbero, prefería llamarse sastre de barbas. O como si los maestros pusieran pleito a toreros, músicos, mecánicos, artesanos, esgrimidores y tantos profesionales más que se designan con aquel término.

Con mayor derecho moral, tal vez, podrían enfadarse los masajistas de verdad, aquellos que templan los músculos con fines terapéuticos sin pasar ahí, ante la apropiación de esa palabra por la mísera caterva que anuncia en la prensa sus salones distinguidísimos, sus modalidades griegas u orientales y su poliglotismo, en el género señorita, chico, gay o travestido. Pero mi comunicante no tiene razón. Y si yo fuera, como piensa, el cancerbero de la R, dictaría una sentencia adversa a su pretensión, con considerandos abundantes e irrebatibles: las palabras cuya exclusividad demanda se han aplicado y se aplican a actividades muy diversas, con derechos idénticos a los que él aduce para exigir su posesión.

Sin embargo, repito, el papel que me asigna de valedor y velador de la R me ha proporcionado la mayor felicidad. Al asumirlo imaginariamente, me veo al frente de un nutrido rebaño de vocablos, en el que figuran ejemplares tan bellos como rosa, radiante o razón, y otros ya no tanto, como rata, roña y ruin; pero ¡qué placer pastorearlos a todos, limpios, fijos y esplendorosos! Ninguno se saldría del redil del Diccionario, y, antes de admitir nuevos candidatos, los sometería a implacables análisis de casta. Yo mismo tendría que manifestarles particular afecto. Y, así, llamaría recoquines a los hombres pequeños y gordos; y nunca usaría fila sino ringla, ni asno sino rucho, ni eructo sino regüeldo, aunque desesperara a Don Quijote. Mis amigos aceptarían con la mayor comprensión que calificase de rugible al león, y que a mi catarro invernal lo llamara exclusivamente romadizo. Por el contrario, nadie se ofendería si lo acusaba de tener raspe (porque ignoraría que es la lengua de las víboras) o de repucharse (acobardarse) al primer envite. Oh, sí, me imagino de Poncio Pilato de la R, y no hallo poderío que comparársele pudiera.

Porque supongo que ese imperio se me otorgaría con la facultad de castigar: ¿de qué sirve el mando, si no? Tendría la potestad de imponer sanciones a quienes atentaran contra mi grey. No sería benévolo con quienes, cruzando recordar y acordarse de, dicen que «no se recuerdan de nada». Y aún menos con quienes usan reclamarse de («Los partidos que se reclaman de la izquierda…», en vez de algo tan simple como «Los partidos de izquierda»).

Trinaría contra los que usan rol por papel, aun tratando de psicología y sociología; y royalty por regalía, patente o canon. Montaría en cólera contra el estúpido verbo reiniciar («Al reiniciarse el partido, el Zaragoza ha marcado un gol»): se podría reiniciar lo que, habiéndose suspendido al momento de iniciarse, empieza otra vez; pero no lo que prosigue tras una pausa; eso se reanuda. Se me llevarían los demonios contra los que emplean reivindicar en frases como «Nadie ha reivindicado aún el crimen», en vez de «Nadie se ha declarado autor del crimen» o «Nadie se ha atribuido aún el crimen»: ese verbo, connotado con rasgos de justicia y dignidad, se nos está ensangrentando. Llegaría al encarnizamiento, igualmente, con los que usan reinsertarse («Cuando se reinserten los emigrantes en sus lugares de origen…»), por reintegrarse: y con los que hablan de regulaciones en vez de reglamento, de rango («un militar de alto rango») por graduación, y de remodelación, palabra bien inglesa, en vez de usar restructuración, modificación o, simplemente, reforma. ¡Cuántos gibraltares, cuántas malvinas, cedidos con el mayor gusto y conformidad por nuestros deslenguados!

También echaría sulfuro contra los que emplean rutinario en angloparla, y dicen y escriben, por ejemplo, que los aduaneros, en un registro rutinario, hallaron drogas; o que tal enfermo, en una revisión médica (o, dicho en castellano purísimo, «chequeo») rutinaria, se le descubrió no sé qué. Porque tal adjetivo, en español, significa lo que se hace siguiendo una rutina, una ruta aburrida, sin interés ni cuidado. Y se insulta al aduanero o al médico, si se dice que proceden así. En inglés, en cambio, rutinario califica lo que se hace de acuerdo con un procedimiento establecido, y puede verificarse con cuanta meticulosidad y atención cabe imaginar. Tenemos en nuestro idioma vocablos como ordinario, periódico, normal, diario, semanal y tantos otros, que pueden funcionar en aquellos contextos; y, muchas veces, no hace falta ninguno. Pero rutinario se nos ha convertido casi en un piropo, y no podría tolerarlo.

Como contrapartida, también tendría que premiar a los hablantes beneméritos con mi letra. Pienso, por ejemplo, en quienes han expulsado de los medios de comunicación el verbo hacer que es de otro corral, y han invadido su territorio con realizar. Las cosas ya apenas se hacen: se realizan: tal Ministro realizará una visita a tal sitio, aquel futbolista realizó un partido mediocre, se realizan gestiones para acabar una huelga, y un puente se ha realizado en dos años. Nadie podría alegrarse más que yo de tan gran victoria conseguida por un verbo con R, frente al insustancial hacer, aunque entrara en conflicto de intereses con mi admirado compañero don Emilio Lorenzo, titular del sillón H.

Precioso sueño: sentirme, yo que no tengo ni un palmo de tierra que pueda decir que es mío, señor de la R. Lástima que sea de imposible cumplimiento. Nadie es dueño del idioma, porque es condominio de todos los hablantes. Ningún usuario puede apropiarse de una palabra si el resto de la comunidad no le reconoce la posesión. Si, un buen día, quienes fabrican bancos de cuatro patas deciden llamarse banqueros, y resulta que todos aceptamos darles ese nombre, ¿podrán impedirlo los banqueros de los millones? La lengua es de todos, y ni la Academia ni los Académicos tenemos como misión repartir exclusivas: las concede o las niega el pueblo hablante. Y bien que lo siento: me gustaba el señorío de la R.

Lapsus

Cada vez parece más claro que sólo se entera de las cosas quien quiere enterarse. Y que quien desea enterarse es porque las sabe ya o medio las sabe. Al obstinado en su ignorancia, la ilustración le huye como la noche al día: no hay rayo de luz capaz de horadar su entendimiento nocturno. Tal vez algún lector recuerde lo que hace poco dijimos sobre victoria pírrica. Intenté aclarar cómo se trata de una victoria real, pero de nulo provecho para el vencedor. Un triunfo que produce algún beneficio a quien lo logra, aunque sea escaso y por exiguo margen, será mínimo pero no pírrico. El Barcelona por ejemplo, Club Rey Sol en el mundo del fútbol, tras varios fiascos consecutivos en partidos de pretemporada, logró vencer en un torneo al modesto Oviedo por 3-2. ¿Fue pírrica su victoria? En modo alguno, si se tiene en cuenta la circunstancia de que, con ello, se instalaba en un sólido penúltimo lugar, soslayando la humillación del último puesto, y abría a sus beneméritos seguidores radiantes perspectivas ante la nueva liga, ya iniciada con una derrota insignificante en Valencia.

Pues bien, como aquel dardo mío apuntaba a ciertos cronistas deportivos que dan, a diario, en el dislate de confundir lo pírrico con lo mínimo o apurado, suponía que, aunque no me leyeran, alguien les haría caer del burro. Pero nada: Televisión Española, al menos, y con motivo de esos torneos veraniegos, no se ha enterado; y uno de sus locutores, de prosapia elocuente, ha dicho hace poco que el público había demostrado falta de interés por tales competiciones con su asistencia pírrica. Había pronosticado en mi articulillo que muy pronto los malversadores de la lengua, hablarían de salario pírrico, de temperatura pírrica y de cosas así, con beata insipiencia de que tal adjetivo sólo es predicable de victorias. Pues ahí lo tienen ustedes: una asistencia escasa es ya una asistencia pírrica para aquella poderosa testa parlante.

Las vacaciones me han permitido ver más televisión que de costumbre: ayuda mucho a perseverar en ese estado de gracia que es la modorra estival. Por eso le perdono menos sus prevaricaciones idiomáticas: son como tábanos que perforan la oreja en lo más glorioso del éxtasis. Recuerdo con espanto un aguijonazo, ya de finales de agosto, cuando los insectos empiezan a escasear por mi playa (son pírricos, que diría el otro). Gorjeaba una profesional del medio, pimpante e intrépida: era sedante su locuela. De pronto, Dios mío, ¿qué dijo, qué picotazo lanzó por las antenas? Habló ¡de condors!, así como suena, de condors como plural de cóndor. Abrí los ojos con estupor: la parlanchína no presentaba síntomas de subnormalidad transitoria, y todo seguía en su sitio, incluida, supongo, la nómina mensual de la infractora. Pensé consagrarme a explorar con la imaginación los abismos de insolvencia de donde extraen a muchos de sus portavoces los responsables de nuestra cultura. Pero era fatigoso, así es que volví a trasponerme, aunque con la inquietud de si habría muerto para siempre aquel verso de Rubén que hasta los lactantes recuerdan: «Los cóndores llegan, llegó la victoria» (que sería pírrica para la infractora, e indigna de su interés).

Metidos ya en días septembrinos, la pantalla ofreció, como alivio de la cena, un concurso en el cual se ofrecen a los participantes diversos objetos para que elijan uno; en todos hay una tarjetita que consigna un regalo. La gracia —auténtica— del juego consiste en que los concursantes prefieren a veces un objeto con tarjeta de regalo inútil, incluida una temida calabaza, habiendo desdeñado otros con premios sustanciosísimos. Confieso ver con regocijo esta diversión, a la que, sin embargo, hay que llegar tras haber comprobado, por ejemplo, que el único escritor de habla inglesa cuyo nombre recordaba una española de término medio era Agatha Christie. Pero, en fin, la presentadora no le andaba a la zaga, porque, entre las cosas que esa noche ofreció para escoger, figuraban unos incunables. Ella, ante la sospecha de que ignoráramos qué eran los tales, aclaró: «Ya saben que incunables son los libros anteriores a la aparición de la imprenta». Pensé que esta enormidad formaría parte del juego, y que saldría el director del cotarro a obsequiar a la dama con la rotunda calabaza. Nada de esto ocurrió. ¿Cuántos miles de oyentes se quedaron para siempre con aquel disparate en los sesos? Lo cual no constituye, claro, desgracia alguna: son aptos para que les contraten como presentadores de concursos en televisión.

Cualquiera incurre en un lapsus, dirán los bonachones; lapsus linguae o lapsus calami, completarán los bonachones cultos. Me permitiré argumentar que son excesivos en quienes tienen por oficio y beneficio el empleo de la voz pública. Y lo que ya definitivamente horripila es que cometan tan frecuentemente lapsus con lapsus. Me explicaré con un ejemplo nuevamente televisivo, y también reciente. Se trataba de un diálogo: ahora, de una entrevistadora con un insigne. Charlaban y charlaban sin aliento, y, en un momento dado, ella interrumpe al ilustre y, con ese desparpajo tuteante que se permiten en Prado del Rey, le dice: «Si te parece, vamos a hacer un lapsus en la conversación, para dejar paso a la publicidad». Juro que tiré una zapatilla al televisor, procurando no darle. ¡Un lapsus, por un alto o una detención!

¿Qué opina ante esto el lector buenazo y tolerante? ¿Lo acepta? Pues prepárese a pagar multas cuando se salte un semáforo en rojo por no haber hecho lapsus. Dispóngase a tomar un bombón helado en el lapsus de una sesión de cine. Y, si se adentra en una zona militar, no le extrañe oír un paralizante: «¡Lapsus!, ¿quién vive?». De un tiempo a esta parte, con motivo de haber desterrado el latín de la enseñanza —providente medida que nos ha aumentado la estatura media a los españoles—, se ha desarrollado una cierta propensión al latinajo. La irrupción de lapsus es una muestra.

Se trata de un vocablo latino, derivado de labor, «deslizarse, tropezar o caer»; el significado de lapsus en latín es, pues, el de «caída, tropezón o error». De ahí lo de lapsus linguae, «equivocación al hablar». Pero aquel vocablo significó también un «movimiento de deslizamiento», como el de las estrellas, los ríos, los pájaros o las serpientes, que transcurre a lo largo de cierto tiempo. Y es éste el significado que nuestro idioma hispanizó como lapso, voz definida así por el Diccionario de Autoridades: «El curso con que va pasando el tiempo». Es la acepción con que lapso (y no lapsus) se emplea hoy: «En el lapso de tres minutos no abrió la boca»; «Hubo un breve descanso, y, en aquel lapso (que no es el descanso, sino el tiempo que dura el descanso), nadie abandonó los asientos». La Academia añade otra acepción: «Caída en una culpa o error», en correspondencia con el otro significado latino que hemos visto.

Lo desbarrante es usar lapsus como lapso, es decir, como «espacio de tiempo»; porque en español esa voz latina sólo se usa como «equivocación, especialmente la que, por inadvertencia, se comete al hablar o al escribir». Lo cual, a la castellana se denomina también lapso: con este nombre designamos, a la vez, el curso de tiempo y el error. Pero lo contrario no es cierto, ya que lapsus se reserva sólo para el error involuntario.

De ahí que «hacer un lapsus», por «hacer una pausa o un descanso o un alto», sea, más que un lapsus o equivocación, un retortijón de mente floja. Cuánta razón tuvo quien proclamó que por sus palabras los conoceríamos. No yerro en la cita: recuérdese que del dicho al hecho hay poco trecho.

Detentar

Deleite cinegético supremo: cazar al cazador. Cuando vi impreso mi último artículo, sobre jugar un papel, un susto me privó de cinco o seis latidos. En él se decía la siguiente atrocidad: «Si mis datos son correctos, ese galicismo entró en español durante hace ochenta o noventa años». ¿Qué había sucedido? Escribí primero «durante la primera década del siglo»; pero me pareció conveniente no ser tan preciso, taché en mi borrador esas palabras, olvidando durante, y las sustituí por «hace ochenta o noventa años». Del borrador, el olvido pasó a la máquina; yo, al corregir, no me fijé; y el resultado fue el sorprendente durante hace que salió impreso. Temí lo temible; era tan evidente el gazapo, que las carcajadas debían agolparse sobre él. Pero, con gran sorpresa, no he tenido noticia de que haya provocado siquiera una sonrisa. Ha pasado tan inadvertido como un suspiro en un huracán.

En cambio, algo que, al redactarlo, me pareció muy preciso, ha concitado, no muchos, pero sí algunos gestos adustos de censores que me han reprendido. Hablaba en aquel trabajillo de la difusión de jugar un papel, muy escasa en los buenos escritores actuales, y creciente entre los malos. Y añadía: «De cuantos detentan la voz pública, no hay ni que hablar: son ellos los que hablan sin oír, sin leer y sin pensar». Uno de mis corresponsales me acusa, simplemente, de ignorar qué significa el verbo detentar. Otro me dice que he echado un borrón sobre mi ejecutoria idiomática, aunque, una vez ya sentenciado en su juicio sumarísimo, me pregunta qué acepción di a ese verbo. Y ambos —porque han sido dos mis cazadores— me advierten que detentar significa: «retener o poseer uno sin derecho lo que no le pertenece». Tremendo disparate, pues, el mío. Pero ¿lo es? ¿No estoy refiriéndome ahí, con pasable claridad, a quienes, en tribunas públicas, incluidas, naturalmente, prensa, radio y televisión, hacen uso indebido de la lengua española, porque la desconocen? ¿No se entiende que los acuso de detentar lo que no les pertenece: el ejercicio de la palabra ante amplias audiencias? No, probablemente no se comprende, porque mis dos aristarcos no son precisamente iletrados. Tendré que apenarme, pues, por mi falta de nitidez expositiva, pero no de un desliz léxico, porque entraba en mi intención usar ese vocablo con la acepción cuya ignorancia me reprochan. Apenas si lo utilizo, y, cuando lo hago, provoco ese mínimo escándalo dual, que resuena en mis sesos como un abucheo.

Pues sí, claro que conozco el sentido de detentar; en el elenco inmenso de mis ignorancias, no figura esa. Y es que pocas palabras han sido tan vapuleadas en sus usos espurios como el dichoso verbo, y una persona alertada en cuestiones idiomáticas tendría que ser sorda para no enterarse de los ruidos que ha armado su mal empleo. Tan sospechosa es, que, aunque aparezca legalizada, como precaución primera se le echa el alto (así han procedido mis corresponsales). Por tratarse de cuestión tan manoseada, no me hubiera ocupado de ella, a no obligarme la legítima defensa. Escribo, pues, para no decir novedad alguna; porque aquellos a quienes pudiera resultar útil enterarse, no me leen. Y los que me leen están al cabo de la calle en este asunto.

La significación de detentar es forense, como señala el Diccionario. Se tomó del latín detentare, que, junto con sus derivadas, se documenta en textos como el Codex Justinianus, el Theodosianus, y en juristas como Ulpiano; ya significaba «retener algo sin derecho». En nuestra lengua empezó a usarse, probablemente, en la época de Carlos I; Fray Antonio de Guevara dice que, a la fortuna, «hanla de servir, mas no enojar; hanla de conservar, mas no detentar». Sorprende que el Diccionario Etimológico de J. Corominas no la feche hasta 1706, cuando el de Autoridades la señala en la Política Indiana de Juan de Solórzano y Pereyra, publicada en 1648. El célebre jurista madrileño había nacido en 1575, y estudió en la Universidad de Salamanca, donde se licenció en 1599. Dado su temprano empleo por Guevara, es lícito suponer que el cultismo detentar circulaba normalmente, por entonces, en las aulas salmantinas. En cuanto a su significado preciso, está claro en Solórzano; habla de los que detentan encomiendas «con algún título colorado», esto es, falso; de la «injusta detentación de terceros»; de los detentadores o poseedores de hecho, pero sin derecho.

Este tecnicismo debió de tener poca vida fuera de los foros, hasta hace relativamente pocos años. Cuando aparece en la literatura, es siempre en contextos que aluden a cuestiones legales: «Para seguir cebando su apetito, / de torpes goces, el poder detentan / esos malvados que las leyes hacen», escribía Tamayo y Baus. En 1906, Vázquez de Mella alertaba así al pueblo, con dudosa gramaticalidad en la construcción del verbo: «Ahí, en esos presupuestos de esos partidos que se llaman liberales, tenéis quince millones de pesetas que os detentan». Muchos textos, con idéntica exactitud en el uso del vocablo podríamos aducir. Los datos de América que conozco, dan también la mayoría a quienes han sabido emplearlo correctamente.

Ya dentro de este siglo, y no hace muchas décadas, tal vez no más de cinco o seis, detentar saltó a los labios y a la pluma de los dicharacheros, en las dos orillas del idioma, pero como sinónimo desalmado de poseer, tener, conservar, gozar de o mantener, esto es, privado del rasgo semántico «sin derecho». En 1958, la Academia Argentina de Letras llamó oficialmente la atención contra tal abuso. A los dicharacheros de allí, como a los de aquí, pareció no importarles que, cuando se decía de alguien que detentaba un cargo, se afirmaba en realidad que lo usurpaba. Recuerdo que, en los años difíciles, un entrevistador preguntó en televisión a Dámaso Alonso su juicio acerca del idioma que se empleaba en las ondas; y él ofreció como muestra de algunos usos erróneos, el hecho de que, cuando se dice que un político detenta tal Ministerio desde hace tantos años, se está reconociendo su ilegitimidad. Los esfuerzos del reportero para «tapar» la respuesta y pasar a otro asunto, fueron muy visibles.

Pero no se enteran: así siguen hablando los troyanos (los tirios, no: el pueblo no emplea ese verbo). Y, por desgracia, hay algunos escritores notables en el censo de Troya. ¿A qué nombrarlos? Hoy, esa acepción neológica «se extiende, cunde, manda», por decirlo con verso de Jorge Guillén. Un equipo de fútbol detenta el segundo puesto de la clasificación; un caballero listísimo detenta cinco títulos académicos; un barco detenta la «cinta azul» (no sé qué es) de máxima carga; y tal atleta detenta el record de los cien metros. Todo para evitarse el enorme esfuerzo de elegir entre tener, ostentar, desempeñar y otros verbos así. Si el proceso sigue, se dirá que Ricardo va a detentar en breve a Lolita como esposa; que apenas si detento dinero en el bolsillo; y que Dios le detente la salud (aceptando de paso la construcción vazquezmellista).

No es muy importante para el idioma esa desustanciación del vocablo: cosas más graves le suceden. Pero apena que un aparato de precisión se convierta en objeto de chapuzas. El uso actual de detentar es una neología absolutamente inútil. Los juristas van a quedarse sin una pieza que necesitan, y los no juristas poseemos otras para decir mejor lo que queremos. Hay una tendencia generalizada en todo a destruir matices, a mellar filos, a rematar las cosas con rebordes gordos. Es lo fácil, lo rebañego, lo espeso; lo que gusta.

Aunque, en el presente caso, la trivialización de detentar ofrece una ventaja no pequeña para quien conoce su significado (como mis dos cazadores, yo, y algunos millones de hispanohablantes). Y es la satisfacción que produce oír o leer de alguien que detenta una cosa, sobre todo un cargo, cuando ese alguien nos cae redondamente mal.

Vergonzante

Se contaba, hace años, de un entonces famoso ministro, que, en una cacería, en vez de acertar a la pieza que le entraba, disparó su perdigonada contra la zona mollar de una importante dama vecina. Nunca he sabido si el hecho fue cierto, pero importa poco, porque es lindo. Algo parecido, mutatis mutandis, hacen nuestros hablantes y escribientes públicos: los vemos apuntar a un concepto, pero se les escapa el tiro, y descargan su feroz escopetazo contra otra parte del pobre e indefenso cuerpo del idioma. Pondremos algunos ejemplos de esta singular matanza de inocentes.

Se propagan por los medios de difusión cosas como éstas: tal partido político ha calificado de vergonzante la actitud de tal otro porque no ha mantenido sus promesas; es vergonzante que, a estas alturas, el Gobierno no haya elaborado aún esa ley; que a algunos pueblos remotos no alcancen aún las emisiones de televisión, resulta vergonzante. Pero ¿qué significa este adjetivo? «Que tiene vergüenza. Aplícase regularmente al que pide limosna con cierto disimulo o encubriéndose». Fantástica, pues, la utilización que hoy hacen de esa palabra quienes, obviamente, la emplean en lugar de vergonzoso, es decir, para significar «que causa vergüenza». Tiran a esta pieza y abaten la otra, por un mecanismo mental muy claro: vergonzoso les parece vocablo duro y más agresivo que vergonzante. Con lo cual confunden con las témporas la zona acribillada de aquella dama. Como explica bien el Diccionario, vergonzante se aplica normalmente al pobre que, por circunstancias sociales o psicológicas, se avergüenza de serlo, y acepta la ayuda ajena sin publicidad; ésta heriría su decoro. Desgraciadamente, los hay; viudas de maridos con profesión liberal, familias antes lucientes y ahora arruinadas, enfermos crónicos que gozaron de una posición estimada. Esos son los vergonzantes respetabilísimos, y no los que carecen de vergüenza.

Pero —y el Diccionario no lo prevé— también puede calificar ese adjetivo a quienes, poseyendo una cualidad, aparte la pobreza, que juzgan poco honrosa, no pueden reprimirla en su comportamiento: les falta valor para ostentarla, pero se les nota. Y así, puede hablarse de marxistas o fascistas vergonzantes, de homosexuales vergonzantes, de bebedores vergonzantes… Ahí sí que descalifica, pero sigue significando «que tiene vergüenza de exhibir su condición»; tampoco equivale a vergonzoso. Ambos adjetivos pertenecen a la familia de vergüenza, pero no son intercambiables, hay que apuntarles bien, en función de lo que quiere significarse.

El mismo cruce estrábico se produce cuando los locutores deportivos, en el fragor de la transmisión de un partido, espetan cosas como ésta: «El público protesta por la no señalización de la falta». Sublime sandez, que los domingos por la tarde recorre los cielos en las alas de las ondas. Señalización es el acto de señalizar, y este verbo significa: «Colocar en las carreteras y otras vías de comunicación, las señales que indican bifurcaciones, cruces, pasos a nivel y otras para que sirvan de guía a los usuarios». ¿Era eso lo que tenía que hacer el árbitro? Nuestros hablistas confunden señalizar con señalar, verbo este último al que corresponde el sustantivo señalamiento. El cual, Diccionario en mano, tampoco podría utilizarse, pues lo define como «acción de señalar o determinar lugar, hora, etc. para un fin». Y es que, en señalar, no registra la acepción comunísima que se produce en señalar una falta. A esa acción no hay más remedio que llamarla señalamiento, lo registre o no la Academia. Ante las omisiones de ésta, el buen sentido del hablante puede suplir. Lo que no puede es echar mano de cualquier cosa, y menos si esa cosa es señalización. Y aún menos con el giro «no señalización».

Oigo por la radio: «Las noticias que llegan de Oriente Medio son cada vez más alarmistas». Leo en un periódico: «El parte médico —referente a un torero— es hoy menos alarmista que ayer». Tremenda papilla mental la del que dice lo uno y escribe lo otro: como en los casos anteriores, no han sabido mantener a raya en sus cacúmenes unas palabras hermanas, y las han revuelto. Los dos querían decir, simplemente, alarmantes. Resolvamos con el Diccionario. Alarmista: «Dícese de la persona que hace cundir noticias alarmantes». Alarmante: «Que alarma», esto es, «que suscita inquietud, susto o sobresalto causado por algún riesgo o mal que repentinamente amenace».

Pues aún se oyen cosas más divertidas, en ese juego analfabeto de confundir vecinos. Por ejemplo, cuando un comentarista político dijo por la radio que un líder estaba buscando el entendimiento con sus adversarios «de espaldas a su partido». Merecía este ineducado líder haber tenido detrás al ministro de la escopeta vacilona. Pero, en fin, ya tuvo la del comentarista, que confundió de espaldas a con a espaldas de; esto último es lo que quería atrapar, pero derribó lo otro.

El juego de tales despropósitos no tiene límites. Muchos astros y estrellas del micro deambulan por el idioma como drogados. Una bella parlante de televisión, alababa no hace mucho la ductibilidad de una pintora, que, por lo oído, era ductible y no dúctil; quería decir, claro, ductilidad. Y un colega suyo, por no ser menos, hablaba de los problemas que está creando la regularización de las máquinas tragaperras por el Gobierno; despreciaba el vocablo regulación por más corto. Pero mi esmeralda radiofónica de los últimos días fue un disparo que lanzó otro locuelo contra la pureza constitucional, cuando afirmó que nuestro máximo texto legal consagra las facultades arbitrarias del Rey, su capacidad para actuar cómo árbitro. Y era arbitral lo que el desdichado se dejaba escapar en su cuerpo a cuerpo con el lenguaje.

Alguna vez me daré una vuelta por las salas de justicia; siento curiosidad por observar cómo se expresan los togados. Me han sorprendido algunos relatos que he leído sobre el juicio recién celebrado contra los asaltantes del Parlamento español. En uno de ellos, por ejemplo, se daba cuenta de cómo los abogados intentaban dilucidar de qué manera se presentó vestido aquella tarde el general Armada. Y preguntaron a los testigos o encausados por la uniformidad que llevaba dicho general. ¿Es que se denomina así en el lenguaje militar al uniforme? Tal vez, y, por ello, mi estupor se deba sólo a ignorancia. Pero sería ignorancia de un término desdichado. Estalla el cráneo de pensar que puede llevarse puesta una uniformidad, que una esposa diligente advierta al marido que no se eche manchas en la uniformidad. Si es ése el empleo castrense de tal palabra, lo acato pero lo lamento. Uniformidad no equivale ni a uniforme ni a tipo de uniforme.

Blancos errados: vergonzoso, señalamiento, alarmante, a espaldas de, tal vez uniforme… En su lugar, otros han sido abatidos, aunque volaban a varias leguas del lugar de los hechos. Hace poco, me decía un corresponsal, querido amigo, que hay cosas del idioma que no es preciso aprender, que tienen que saberse al nacer. Tal vez tenga razón, pero ya se ve cómo están las cosas: muy prenatales.

Histórico

Si el hombre sirve de medida de todas las cosas, nada anormal hay en que sea el metro de su propia Historia. Y, por tanto, resulta lógico que, cuando mira atrás, decida qué sucesos y qué personajes considera dignos de recuerdo, y a cuáles otros ha de enterrarse en la fosa común. Ambas decisiones, tal vez, sin mucha justicia, pero es que, ¿aquí abajo, existe la justicia fuera de la medida humana?

Es también explicable que la mayor parte de quienes han formado la inmensa caravana de los mortales o de los que ahora vamos desfilando, hayan deseado o deseemos quedar en la Historia, esto es, llamar la atención de los que vengan detrás para que nos graben en su memoria. ¿Medios? Entre la locura y la santidad, hay miles de procedimientos. Eróstrato patentó el suyo, tan efectivo, de incendiar el templo de Éfeso. Otros asaltan barricadas, amaestran pulgas, tardan ocho horas en fumar una pipa, asesinan o escriben. No hay vida, por pobre y mezquina que sea, capaz de renunciar de antemano a ese sucedáneo del no morir que es «quedar en la historia». Hasta aquel pregonero de Toledo que fue Lázaro de Tormes, ladronzuelo y maridillo por hambre, aspiró a no caer «en la sepultura del olvido»; y lo logró.

Todo esto es normal. Pero ya no lo parece tanto el que, en vez de hacer ruidos y agitar banderolas para que los futuros no se nos distraigan, vayamos poniendo sobre nuestros sucesos, nuestras ocurrencias y nuestros personajes, inscripciones con este adjetivo: histórico. ¿No se han dado cuenta mis lectores de cómo prolifera esa calificación de un tiempo a esta parte? Apenas pasa día sin que los medios de comunicación y los habladores y escribidores públicos, dejen clavada esa etiqueta sobre cuatro o cinco accidentes que juzgan memorables. Y no es que andemos escasos de probables sucesos para la historia, pero cuatro o cinco por jornada parecen demasiados.

Y, ¿en qué consisten esos acontecimientos que ya les dejamos listos y clasificados a nuestros descendientes para que no se molesten ellos en hacerlo? El fútbol los proporciona a patadas: cada semana aporta un buen montón de goles históricos, de alineaciones históricas, de arbitrajes históricos… También los ayuntamientos alumbran decisiones de tal jaez: aumentos de impuestos, inauguraciones de pavimentos o aperturas de carriles para el autobús. La peseta alcanza cada día frente al dólar un cambio histórico. Todos los discursos de los líderes en la reciente campaña electoral eran históricos para sus seguidores (aunque solía ser el mismo discurso, y le convenía más el adjetivo pelma). Y ahora (1982) nos disponemos a presenciar el acceso de otro partido al poder, que, esta vez, sí merecerá tal vez la palabra tópica.

Hoy —cuando escribo— el Papa ha ido a Loyola, y la televisión nos ha anunciado unas declaraciones del señor Garaicoechea, presidente del Gobierno autónomo vasco, sobre esta visita del Santo Padre a aquellas tierras. Una visita que el locutor de turno se ha adelantado, tal vez con razón, a proclamar histórica. Pero he aquí que el señor Garaicoechea no ha pronunciado semejante palabra, no ha dicho esta histórica es mía: con un acierto y una ponderación que le he agradecido en el alma, ha calificado la visita papal de memorable. Supongo que el enfático locutor se habrá quedado un poco triste al ver que el lehendakari no ha picado el opulento anzuelo que le brindaba. Y es que muchísimos vascos, a pesar de la leyenda, tienen un sentido más hondo y, si se me permite, más casto del castellano que estos lujuriosos del idioma, tan familiares con él que lo soban.

Y, sin embargo, hay cosas que, casi seguro, recordará la historia, y que se les escapan de entre los dedos como intranscendentes. Para no apartarme de la venida del Papa, tengo recortado y guardado su discurso, que oí in situ, en la Ciudad Universitaria de Madrid, ante los profesores, académicos e investigadores. Salvo pocas excepciones, en los órganos de prensa, ha pasado como «un discurso más». Diré, por cierto, que, para los creyentes, ni una sola de las cincuenta intervenciones papales ha podido ser «un discurso más»: causa asombro que cada una de ellas haya tenido tan perfecto ajuste retórico al lugar, al auditorio y a la ocasión. Ni un solo concepto de almacén, ni una vaciedad de homilía, ni una faena de aliño para salir del paso. El Papa —uno de los pocos líderes netos de nuestra hora— ha dicho en cada ocasión lo que demandaba el momento.

Pues bien, en el discurso de la Universitaria, Juan Pablo II, que no es italiano, afirmó: «Quiero expresaros con mi visita el profundo respeto y estima que siento por vuestro trabajo. Lo hago con especial interés, consciente de que vuestra labor —por las vinculaciones existentes y por la comunidad de idioma— puede también prestar una válida colaboración a otros pueblos, sobre todo, a las naciones hermanas de Iberoamérica». Parecen meras palabras corteses y como de trámite. Sin embargo, no recuerdo ocasión alguna en que verdad tan obvia haya sido proclamada de modo tan explícito por la Sede Vaticana. Desde las reticencias de Benedicto XV, hasta el estruendoso silencio de Pablo VI en tierras americanas, jamás, que yo sepa, se ha reconocido por Roma, de esa manera directa, que España y las naciones hermanas de América están fundidas en una comunidad idiomática que las conduce a una íntima colaboración en la cultura. Se diría, y ojalá yerre, que, desde el solio pontificio, nunca se vio con malos ojos la vieja y generalizada política internacional de aflojar los vínculos entre las orillas de nuestra común aventura. ¿Se dijo con tanta rotundidad alguna vez —y esto importa centralmente a los creyentes— que medio mundo católico reza en español, gracias a la acción evangelizadora de España? Juan Pablo II lo ha proclamado. ¿No son históricas estas declaraciones, no merecían el adjetivo? Porque, efectivamente, aunque sean verdades consabidas, han sonado ahora, quizá por vez primera, o, al menos, con precisión inapelable, en la secular historia de las relaciones entre España y el Papado.

Y, con ellas, la confesión de que la Inquisición cometió «errores y excesos»; la declaración de que nuestros pensadores «han sido pioneros geniales en la ciencia de las relaciones internacionales». O el recuerdo de lo que llamó «lecciones de la Historia de España» para rendir homenaje a «la contribución insigne que vuestros maestros, sabios, investigadores y vuestros santos aportaron a la Humanidad entera, la cual no sería lo que es sin la herencia hispánica».

Todo esto es importante; pero aunque —según la definición del Diccionario— sea «digno, por la trascendencia que se le atribuye, de figurar en la Historia», preferiría no calificarlo de histórico. Me merecen tanto respeto los que han de sucedemos, que estimo más cortés con ellos dejarlos en libertad de elegir lo trascendental, en el cúmulo de las cosas importantes o ridiculas que estamos haciendo. No querría escuchar sus carcajadas cuando vean qué productos quisimos legarles como históricos. Aunque parezca que algo «quedará», un cierto pudor adjetival sienta bien a todo el mundo y a todas las cosas. Hubo un tiempo en que calificar de históricos ciertos sucesos era un motivo cómico. Al torero Caracho, inolvidable personaje de Ramón Gómez de la Serna, lo levantó de la cama una noche la Guardia Civil con una carta en que el Presidente del Consejo le pedía su participación en una corrida. «Ésta es una noche histórica, Manolo, y hay que beber y desvelarse un poco», exclamó Caracho, rebosando satisfacción. Ramón, que escribe en cursiva el adjetivo, lo emplea por burla. Hoy es incalculable el número de los Carachos.

Coaligarse

No lanzo una consigna más en este beato tiempo de elecciones, una especie de exhorto formulado a lo vulgar. Enuncio, simplemente, un infinitivo de gran boga en estas semanas, que lleva varias docenas de lustros pugnando por colarse en el idioma[1]. Porque ese verbo, aunque algunos se sorprendan, no es castellano.

Todo empezó con el inglés coalition, ‘unión’, formado partiendo del verbo coalesce, derivado a su vez del latín coalescere. Pronto, ya a principios del siglo XVIII, adquiría su actual sentido político. Con ese significado, la palabra fue adoptada enseguida por los franceses, que se apresuraron también a inventar el verbo correspondiente: coaliser, «formar una coalición», ya documentado en 1784, al que Marx impondría más tarde una específica acepción social.

En español, coalición no se documenta hasta el primer tercio del siglo XIX: bastante tarde, por lo tanto. Y es que nuestro idioma contaba con el sustantivo liga, el cual, con definición del Diccionario de Autoridades, significa «la alianza, unión y confederación que hacen entre sí los reyes, príncipes y personas particulares, uniendo sus fuerzas para ofender y defenderse». No hacía falta, pues, el galicismo coalición. Pero, para eso, para traernos lo inútil, hemos contado siempre con muy solícitos importadores; a lo tonto, claro, sin ganancia ni provecho. El caso es que nos lo metieron, coalición triunfó, la Academia asintió, y liga redujo su ámbito; sigue empleándose, pero de forma esporádica, y muy poco en el lenguaje de la política.

Pues bien, la acción de formar una liga se llama en nuestra lengua, desde mediados del siglo xv, coligarse, vocablo tomado del latín colligere. Ésa es la voz española tradicional, que los clásicos emplearon y que los diccionarios registran, hasta el último de la Academia. Escribía, por ejemplo, Saavedra Fajardo: «Y rompiendo los tratados hechos, le declaró la guerra y le deshizo los designios, coligándose con la República de Venecia». Ercilla había poetizado muchos años antes: «Estaban a los lados / las armas de los fieles coligados».

Éste era nuestro uso hasta que, a mediados del siglo pasado, apareció en escena el intruso coaligarse, por influjo del francés se coaliser o, tal vez, por un cruce entre coligarse y coalición: se supuso que eran palabras de la misma familia, aunque no son ni vecinas: una procede de colligere, según hemos dicho, y la otra de coalescere. Pero cualquiera que sea su origen —y ambos pudieron confluir—, Navarro Villoslada, ya en 1851, decía esta graciosidad: «El sobrino se coaliga con la sobrina». Y el mestizo fue haciendo seguros progresos hasta hoy. Los vocabulistas americanos le saltaron pronto al cuello. En 1892, lo denuncia Batres; en 1908, Huidobro; en 1955, Restrepo. La Academia llamó la atención sobre su origen galicista en 1927.

El caso es que ahí tenemos coaligarse empujando sobre todo en el léxico político, con fuerza que parece imparable. Son los que escriben y hablan sin pensar, quienes nos lanzan ese verbo a ojos y oídos. ¿Serían capaces de decir desaligarse por desligarse? La mera suposición les ofendería. Y, sin embargo, no vacilan en afirmar que el partido PTH se ha coaligado con el partido HTP. ¿Por qué, si, en desligarse, no aparece ninguna a espuria detrás del sufijo, se le injiere a coligarse? Hasta un lingüista tan parco como J. Corominas califica de «bárbara» esa formación.

Y es el caso que aún podría ponerse remedio a tal desafuero idiomático. No es coaligarse un verbo de uso frecuente ni de difusión popular. Pertenece, sobre todo, al arsenal de políticos y periodistas. Bastaría con que, durante algún tiempo, prensa, radio y televisión utilizaran coligarse para que este viejo verbo castellano se reintegrara al idioma. Y que recibiera el apoyo de los políticos que andan coaligándose o evitando coaligarse. Puestos a soñar, podría imaginarse que quienes, fuera de la política, buscan ligues, en vez de liarse se coligaran. Algo así como aquel sobrino con la doncella de que habla Navarro Villoslada, pero mejor dicho.

Por desgracia, los políticos y los periodistas que los siguen no harán nada de eso. Ni siquiera cuidan lo que sí podría pensarse con tiempo y detención. Por ejemplo, los carteles electorales que han disfrazado de verbena las ciudades. Hay uno que choca; solicita el voto al ciudadano diciéndole: «Para que no te callen». Es de un partido cuyos correligionarios acaban de devolver al más siniestro silencio a los polacos. ¿De qué oscuro fondo internacional habrán sacado ese empleo factitivo de callar, dándole el significado de «hacer callar»? En castellano, uno calla, pero no calla a otro, sino que lo acalla. La a ociosa de coaligarse vendría bien aquí.

Ah, la cultura, ¡la kultura!, que todos invocan con tanto fervor. Si no deseara mantenerme bien lejos de la contienda, ¡qué maravillas podría copiar de lo que escriben estos gladiadores de la lucha por el voto! Tengo aquí a mano el manifiesto de un partido cualquiera, donde leo que es preciso crear «nuevas empresas competitivas y equiparables a los países más desarrollados». ¿No es ambicioso y excitante el propósito de crear empresas comparables, ellas sólitas, a Alemania, el Japón o los Estados Unidos? Aunque imagino que el redactor quiso hablar, y no supo, de «empresas comparables a las de los países más desarrollados».

Se oye por todos lados que hay que relanzar la actividad productiva. Otro vocablo fundamental de estos campeones de la cultura, que, con sólo consultar el Diccionario, se enterarían de que relanzar significa «repeler, rechazar». Por lo cual se nos está invitando a la parálisis y al nirvana. Claro que ellos quieren decir reactivar, pero, en el vértigo electoral, les da lo mismo digo que Diego. ¿O no? ¿No estarán ofreciendo exactamente lo que dicen?

Pues ¿y los que hablan de frenar el paro? ¿Habráse visto imagen más desdichada que esta de meter el freno a lo frenado? Por la radio escuché también a otro que afirmaba: «Nosotros los líderes…». Mi sorpresa fue enorme, pues pensaba que el liderazgo era algo reconocido por los demás, no un grado u oficio que podía ponerse en las tarjetas de visita. Me hizo recordar la anécdota que me contaba un viejo canónigo de Salamanca, gran amigo mío (y, antes, de Unamuno), a quien el obispo Cámara envió a Alba de Tormes para averiguar qué había de cierto en un convento, alterado por los supuestos estigmas milagrosos de una monja. Don José Artero —tal era el nombre de aquella inolvidable persona— reunió a la comunidad, y con su tono más inocente preguntó: «Vamos a ver, hermanas, ¿quién de ustedes es la santita?». Tenue y cristalina, se oyó una voz: «Yo, padre». Don José no quiso averiguar más: «Ya me basta, ya me basta», les dijo. Y se volvió a Salamanca sin el prodigio. Ahora oímos que alguien declara «Yo soy líder», y lo rociamos de aplausos, fiados de su palabra.

Este manifiesto que tengo ante los ojos alude al «fácil terreno de la retórica», como si esta fuese un desmonte urbanizado. Se entiende sólo la intención: los autores quieren afirmar que la retórica es fácil. Lo fácil es demostrar que es difícil: sus cerebros lo prueban pluma en mano.