Hay que pensar a veces si será responsable un aceite adulterado de ciertos sarpullidos atípicos que le salen al idioma. De pronto, se delata un caso en el Parlamento, en un periódico, en una estación de radio, no se le presta mucha atención, confiando en que sea esporádico, y, a las dos semanas, el mal ha hecho estragos hasta en los más remotos lugares.
No se sabe por qué algunos de esos dislates adquieren fuerza de tromba, y ningún dique los resiste. El propio Clemenceau, con ser él, y aun apelando al remedio drástico del sarcasmo, no pudo impedir que se instalara en la lengua francesa el verbo solutionner. Se cuenta que el diputado Paul Deschanel —fue presidente de la República y miembro de la Academia— clamó un día al Gobierno desde su escaño: «¡Hay que solucionar la cuestión!». Y Clemenceau, con voz no menos fuerte, le replicó, veloz como el rayo: «Muy bien; vamos a ocupacionarnos de ello». El caso es que solutionner entró en el Larousse de 1906; y halló tan favorable acogida en nuestro mundo, que se coló en el Diccionario académico. Quien tantas batallas había ganado, no pudo evitar el triunfo de un verbo inútil.
Desde hace dos o tres años, padecemos en España —ignoro si también en América— la tonta, pero supongo que invencible agresión de un uso dislocado y superfetatorio de tema. Un ejemplo ayudará a comprenderlo. Me interesaba yo hace poco con un director general por una subvención solicitada para una determinada sociedad científica, y su respuesta, generosa, fue de este tenor: «No se preocupe: mañana mismo pondré en marcha el tema». Ni era él el inventor de uso tan aberrante, ni, por supuesto, constituía un caso aislado. Porque ese mismo día en un gran rotativo nacional, y sólo en tres medias columnas, pude contar hasta cinco empleos disparatados del mismo vocablo. Aquí están, para que no me dejen mentir.
«Hemos de hacer ver al Gobierno que cierta política autonómica que se está desarrollando en torno (?) al ministerio encargado del tema, lo que hace es debilitar al Estado». De donde resulta que los ministerios se encargan de temas. La Hacienda es un «tema», la Defensa otro, y así sucesivamente.
«Unión de Centro Democrático modificó el criterio adoptado en comisión, y se opuso a este tema». Que aquí era la exigencia de que los funcionarios municipales navarros conocieran la lengua vasca.
Sigue el informador: «Después de que el tema no prosperara en el pleno, intervino Urralburu». Era, pues, el mismo de antes.
Según el periódico, ese diputado foral afirmó: «Cuando no se ha dado cauce a un derecho legítimo (¿los hay ilegítimos?), están ustedes llamando a que por vías no legales otros aprovechen como excusa, también este tema».
La noticia concluye haciendo saber que «con respecto a este tema, el grupo parlamentario de UCD difundió ayer un comunicado…», etc., etc.
Tal es el giro imprevisible que nuestro vocablo ha dado, y que triunfa por doquier. «Tiene que adelgazar; ha de ocuparse en serio del tema», recomienda el médico a una paciente. Mi vecino abogado, de quien me separa un tabique, instruye a un cliente: «Hay que hacer el depósito que le reclaman, para poder seguir adelante con el tema». Y si pregunto inquieto al guardián de mi garaje por los ladridos amenazadores de su perro cuando me ve, contesta: «No se preocupe del tema: no muerde». Se trata de una floración extraordinaria, que, de ser de claveles, mantendría a España en una primavera adorable.
No deja de sorprender, sin embargo, la pujanza que tal vocablo ha tenido en español, a pesar de estar destinada a usos preferentemente cultos. Se tomó del griego a principios del siglo XV, con una aceptación que definía a la perfección Covarrubias, dos siglos más tarde: «El sujeto o propósito que uno toma para discurrir sobre él; como el tema del sermón». Pero, ya entonces, otros varios sentidos, de clara naturaleza popular, se habían venido a sumar a aquel primero. El gran lexicógrafo áureo recogía la locución Tomar tema con uno, en el sentido de «dar en parecerle mal sus cosas». O el refrán Cada loco con su tema, «porque siempre tienen algún bordoncillo particular, y por la mayor parte lo que fue ocasión para perder el jucio». Y también los adjetivos temoso y temático, ambos en la acepción de «tenaz y porfiado». Porque, aunque él no lo registrara, tema significaba «obstinación».
Hemos de ver en esta pequeña expansión de sentidos, más bien humorísticos, la acción de los estudiantes, por medio de los cuales el tema de las facultades se comunicó al pueblo llano. Surgieron también otros significados técnicos, como el musical o el morfológico. Pero, en los usos generales, la palabra ya no amplió, al menos en España, los ya adquiridos en el siglo XVII, que son los registrados por el Diccionario académico de 1970. Parece, incluso, que algunos de ellos tendían a declinar: ¿se comprende hoy a Lope de Vega, por ejemplo, cuando dice de un personaje que «si no tuviera tema (es decir, una idea fija), jamás hubiera sido locura»? El vocablo propendía a recluirse en sus acepciones cultas y técnicas: un tema de conversación, el tema de una conferencia, tal o cual tema de Bach. (Aunque el refrán de los locos continúa vigente, porque seguimos sin poder constituirnos en orfeón).
Pero, de pronto, ha estallado en el empleo millonario que hemos descrito. Puede significarlo todo o casi todo. Sustituye normalmente a asunto, voz a la que de hecho ha desplazado; pero también a muchas más: expediente, cuestión, proyecto, negocio, propósito y tantas otras que apenas si cuentan con coincidencias significativas entre sí ni con tema. En estas condiciones, si tal sustitución resulta posible, es porque el contenido semántico de todas ellas tiende a cero, a no ser nada. Tema viene a ser palabra tan vacía como cosa; algo muy parecido a lo que llamamos los gramáticos una proforma, esto es, un vocablo que cuenta con todas las propiedades de los de su clase (los nombres en este caso), menos las semánticas.
Hablar con proformas implica una grave disminución mental; es síntoma de pereza o puerilidad. Ambas cosas, paradójicamente unidas con una fuerte dosis de pedantería y de esclavitud a la moda, explican el triunfo de este vulgarismo que infecta hoy la parla de miles de españoles.
La Real Academia Española se ha decidido ya a introducir este vocablo francés en su Diccionario. Y lo ha adoptado precisamente así: elite, sin acento gráfico, lo cual implica la obligación de pronunciarlo como palabra llana y con su -e final bien clara. Tales resoluciones están fundadas en razón, aunque sorprenderán tal vez a quienes, viendo la palabra en su escritura francesa, élite, la pronuncian como esdrújula.
El triunfante galicismo ha penetrado con fuerza en todas las lenguas cultas. Es cómodo y práctico; funciona como una abreviación de «lo más distinguido y selecto, lo resultante de una última y minuciosa selección»; no en vano procede, en francés, del verbo latino eligere: es una elección hecha con pinzas y guantes. En español poseemos metáforas remilgadas para expresar eso mismo, como flor, nata o crema; y alguna tan hortelana como cogollo. Cuando Agustín Lara, el músico mexicano, cantó a Madrid en su famoso chotis, piropeó de lo lindo a algunos tertulianos fijos de un notorio bar, llamándolos «crema de la intelectualidad»; olvidó, en cambio, a ciertas clientas fijas, cuyas mesas alternan con las de aquellos talentos, y que podían ser la «nata de la virtud». Más rápido, aunque menos poético, hubiera sido llamar a unos y a otras elite de sus respectivas y bien avenidas cofradías. Y decididamente peor, aludirlos como cogollos o flores, respectivamente.
Por otra parte, está claro que aquellas metáforas tienen vedados muchos contextos, en los que, sin embargo, elite entra como un guante. Piénsese en la extravagancia, de afirmar, por ejemplo, que se ha reunido en un congreso «la flor de los dentistas», que el terrorismo lo combaten «fuerzas policíacas de crema» o que a tal medida fiscal se opone «la nata de los banqueros». Si en estos tres ejemplos decimos cogollo, el resultado aun produce mayor náusea. Con elite se queda bien siempre, porque no connota nada, y no hace cosquillas. Permite además derivados tan solventes como elitismo y elitista; ¿quién se atrevería a derivar nada de crema, nata, cogollo y flor?
Todas estas razones abrieron hace ya muchos años el camino a elite en nuestra lengua —y en las demás, aunque por otras razones—, escribiéndose al principio y entre comillas para hacer notar su origen espurio. Y al ser sólo privilegio de unos pocos hablantes cultivados, se pronunciaba bien, a la francesa, con su acento en la i. Así siguen haciéndolo aún muchos en España y en América. Pero como, a imitación suya, se la apropiaron también semicultos e incultos, éstos empezaron a pronunciar élite, con acento en la é inicial, ya que así la veían escrita; y este adefesio fonético se ha expandido como una calumnia, y ya amenaza con la perpetuación de la grafía élite, tal como tantas veces se ve en la prensa.
Es el «fetichismo de la letra», que denunció el eminente filólogo caraqueño Angel Rosenblat, la perturbación que lo escrito ejerce muchas veces en lo oral. Porque quienes pronuncian élite, o escriben así el vocablo sin comillas que denuncien su carácter extranjero, desconocen por completo que la tilde acentual sirve para cosas muy distintas en francés y en español. Nosotros sólo tenemos una tilde (´), frente a las tres francesas: los llamados acentos agudo, grave y circunflejo. En español la empleamos para señalar la sílaba tónica, la que, dentro de la palabra, pronunciamos con intensidad mayor. En francés los acentos indican otras cosas; el agudo y el grave se aplican sólo sobre la vocal e (excepto en muy pocas palabras, como voilá o delá), y marcan respectivamente que la e es cerrada o abierta. Estos rasgos nada tienen que ver con la intensidad, sino con la abertura menor o mayor de la boca al emitir dicha vocal. Si se escribe en francés vérité, ello no indica que esta palabra sea esdrújula y aguda a la vez, advierte sólo de que la vocal é es cerrada en ambos casos. (El circunflejo tiene otras funciones que aquí no nos importan).
Se lucen, pues, aquellos que, viendo escrito élite, interpretan la tilde como marca de fuerza espiratoria, y echan el bofe pronunciando esa pobre é, dándole un relieve que no tiene en su lengua. Sin duda que se siente halagada en su tránsito por bocas hispanas, pero hacemos el mismo ridículo que si tratáramos de «excelencia» a un cabo de gendarmes.
En inglés, la voz ha sido recibida con su tilde originaria (élite) o sin ella (elite); la pronunciación difiere en un caso y otro, pero no afecta al acento fónico, que hiere siempre la sílaba lit(e). En alemán, ingresó sin tilde (¡cómo no recordar las Elitetruppenl!), y su pronunciación es, por supuesto, grave o llana. No se han armado, pues, nuestro barullo, porque sus principios acentuales son otros.
Hace cinco años —perdón por citarme—, decía yo en el diario madrileño Informaciones: «Escribamos elite si nos decidimos a hispanizar la palabra; y “élite” entre comillas, si aún mostramos aprensiones puristas. Pero pronunciemos elite y nunca élite». Exhortaba allí a la Academia a definirse pronto en el asunto. Ya lo ha hecho: hay que escribir y pronunciar elite, conservando para la i su tonicidad etimológica. No caben aprensiones puristas: la corporación nos ha absuelto de ellas, no por capricho, sino impelida por la masa abrumadora de testimonios que almacena en sus ficheros. Son los escritores de citra y ultramar, y los hablantes, quienes han instalado el galicismo en nuestra lengua, no los académicos. Éstos sólo podían intentar poner orden en la adopción, invitar a todos los hispanohablantes a que procedamos igual. He aquí, pues, su invitación: siendo imparable la fuerza de tal palabra, abrámosle aunque sólo sea la gatera; pero que entre con cierto aseo uniforme.
Cabe una objeción: si se trata de mantener la fonética etimológica, ¿por qué no se ha adoptado esa voz como elit? Sencillamente, porque el final en it tónico es contrarío a la fonología del español; sólo aparece en el arabismo cénit, y en pitpit, nombre onomatopéyico de un pájaro; por supuesto, también en Judit. ¿Valía la pena introducir elit(e) en un paradigma tan pobre y atípico?
Al Padre Restrepo la introducción de la palabra en el Diccionario le hubiera gustado poco; en 1943, con ese estilo tiernamente tosco de los puristas, escribió: «Es galicismo hasta la médula, y tan zopencos hemos sido que lo traducimos al español con una acentuación bárbara de que se burlarían los señores de París». Valía la pena que la Academia diera ese paso para que ya no se rían más de nosotros esos señores.
Un movimiento léxico muy conocido pretende elevar la dignidad de las personas cambiando el nombre de aquello que las clasifica o caracteriza. Bien conocido es el chiste brutal de los palurdos que fueron al circo atraídos por el anuncio que se hacía de una troupe de liliputienses, y se encontraron con una realidad mucho menos fantástica que el nombre. Especialmente proclives a la corrida de escalas son los sustantivos que designan oficios. Don Francisco de Quevedo ya se burlaba en su tiempo de aquel barbero «que se corría de que lo llamasen así», y prefería ser reconocido como «tundidor de mejillas y sastre de barbas». O de un verdugo a quien sólo consolaba de su excesivo trabajo la negra honrilla de saberse «criado del Rey».
En zonas que no admiten sarcasmo, el proceso ascendente tiene hoy enorme fuerza, y, en pocos años, hemos visto cómo el maestro cambiaba su hermoso título por el de profesor, el aparejador por el de arquitecto técnico, y el practicante por el de ayudante técnico sanitario. Paralelamente, se les exigen nuevas condiciones y se amplían o se cambian legalmente, aunque sea poco, sus competencias: lo imprescindible —da la impresión— para justificar el cambio de los títulos tradicionales, nada necesitados de moverse por mucho que exigencias y competencias lo hagan.
Esta tendencia a aupar los nombres es palpable en todas las actividades sociales. Hasta hace poco, un Director General era normalmente en España un alto funcionario ministerial que ostentaba «la dirección superior de un cuerpo o de un ramo». No hay ahora empresa que se precie si no tiene a su cabeza un excelso Director General: pronto los habrá hasta en los puestos de venta ambulante. No les bastaba el sobrio y escueto nombre de director.
Los ejemplos podrían multiplicarse en todos los países hispánicos, y tal vez en los de cualquier lengua, porque obedecen a una tendencia humana perfectamente explicable. Muchas veces, contrarresta el proceso descalificador contrario, el desdén con que miran los de arriba a los de más abajo: aunque sólo sea con las palabras, éstos tratan de subirse a par suyo. Hay casos, sin embargo, en que no se halla justificación. Ahora, por ejemplo, ha llegado el momento de sublimar, exaltar nominalmente y engrandecer con flatos de la voz a los comentaristas de prensa, radio y televisión que se especializan en cuestiones político-sociales. Empieza a llamárseles analistas, añadiéndoles el adjetivo de lo que analizan. No bastaba, está bien claro, su nombre tradicional de comentaristas, o el más nuevo de columnistas (es decir, redactores de una columna especializada, si se trata de prensa), y ha sido preciso apelar a ese término pretencioso, con el que, es de suponer, se instalan en un peldaño superior al de quienes se aplican a materias de menos pingorote: cultura, sucesos o deportes, pongamos por caso.
Evidentemente, no se trata de un término disparatado, puesto que aquellas cuestiones son susceptibles de análisis. Pero aquí se invade un territorio semántico bien delimitado, confundiéndolo. Porque analista es ya «el que hace análisis químicos o médicos», y también la «persona que se dedica al estudio del análisis matemático». Acepciones, las dos, de prestigio técnico o científico, que es, justamente, el que aspiran a beneficiar los profesionales del comentario.
Lo malo es que ese corrimiento de escalas resulta perfectamente innecesario, porque comentarista o columnista dicen exactamente lo mismo, no equivocan, no desplazan, y aunque hayan sido vocablos inducidos por el inglés (columnista, seguro; comentarista, muy probable), hacían falta para designar una realidad no engendrada en nuestros pagos. Pero, contando ya con esos dos términos, ¿hace alguna falta analista, que, en esa acepción periodística, es un anglicismo aún más rudo? Sería hermoso verlo desaparecer por el sumidero que traga las vanidades.
Además de su origen y de su superfluidad, se opone a su introducción un cierto instinto de justicia. No parece que pueda darse ese título tan prestigioso a todos los que, en los medios de comunicación, comentan lo que sucede en lo político y aledaños. Habrá —hay— algunos que hablan o escriben con informaciones precisas tras larga meditación y con buen estilo; esto es, cumpliendo ciertos requisitos «científicos» que les confieren autoridad. Pero habrá —hay— otros que analizan entre whisky y Winston, con la inspiración aneja a estos estímulos, y a quienes el instinto se resiste a llamar analistas. Se argüirá que también hay arquitectos, abogados, médicos, catedráticos y analistas de laboratorio muy malos, y que todos se benefician del mismo nombre. No es igual: a efectos lingüísticos —los que aquí se plantean—, tienen una designación acuñada en el Diccionario; y lo que se debate es la oportunidad de que aspire a entrar en él un anglicismo inútil. Comprendo que este argumento resulta insignificante, y que, por sí solo, carece de fuerza, pero quizá la adquiera sumado a los otros expuestos.
Está avanzando, a la vez, otro neologismo en estrecha vecindad con éste, usado prácticamente como sinónimo suyo: politólogo, recientemente acuñado sobre el esquema ideólogo, musicólogo, lexicólogo, etc. Resulta aún más sublime que analista, aunque pésimamente construido: lo correcto, y aún más feo, sería politicólogo. Nombre que evoca más bien a alguien que, sin dedicarse necesariamente a la política, posee especiales conocimientos de ella. Los cuales no tienen por qué ser contingentes y referidos a una realidad circunstancial, que son los característicos del comentarista (o analista), sino preferentemente teóricos, resultantes de una aplicación estudiosa a la ciencia política. Un especialista en tal ciencia podría ser —si se atreve con el término— un politicólogo; un glosador del acontecer diario, evidentemente no.
Pero rueda la bola, engordando de énfasis y pedantería. Ahora se han alzado con esos nombres los especialistas en Congreso, partidos y sindicatos. Lo lógico es que el proceso siga, y tengamos pronto analistas de cultura, de sucesos, de deportes, y hasta de bodas y divorcios sonados. El paso siguiente, podemos estar seguros, lo darán los culturólogos, sucesólogos, deportólogos, nupciólogos y demás.
Al final, uno piensa: ¿qué más da, si con ello alcanzan felicidad unos cuantos ciudadanos honrados? Al fin y al cabo, todos seguiremos leyendo y escuchando a unos pocos, atraídos por sus nombres propios, y no por el título que les o se den.
El empleo de colectivo como nombre empezó a sonar por España, si no estoy equivocado, hace una quincena de años. Al menos, por entonces empezó a chocarme; siempre se refería a grupos teatrales que se declaraban independientes y actuaban fuera de los circuitos comerciales. Muchos grupos se denominaban a sí mismos colectivos. Su actividad, como es bien sabido, constituyó una forma solapada de lucha contra el franquismo, que no escapó a veces de duras sanciones. Las alusiones directas o alegóricas a la dictadura eran patentes o latentes en aquellos espectáculos; pero el alcance de las pullas iba más lejos, y se dirigía genéricamente contra el orden burgués. El término colectivo mismo denunciaba ya la intención: procede del vocabulario comunista, como ha señalado el lingüista italiano Maurizio Dardano. No digo que todos aquellos grupos fueran comunistas, pero a todos los unía —y sigue uniéndolos, claro— una misma intención antiburguesa, en los frentes sociopolítico y teatral. Si, en este último, el sistema impone un autor, un director y unos actores de nombre conocido en primeros papeles, que se destacan con letras grandes en las carteleras (cosas todas ellas bien alejadas de lo colectivo), las nuevas tropas artísticas se afirmaban haciendo todo lo contrario.
Frente al autor, en efecto, representaban —insisto y aún representan, porque el fenómeno tiene pujanza— obras imaginadas entre todos, frecuentemente sin palabras; no había director, y el juego escénico dependía de las iniciativas de los actores, libremente discutidas; tampoco existían grandes papeles, y cualquier intención de divismo se neutralizaba con el total anonimato de los intérpretes. En muchos casos, esta corresponsabilidad se fortalecía con una ascética vida comunitaria: el ejemplo del Living norteamericano fue para muchos jóvenes del mundo entero, entre ellos los nuestros, deslumbrante revelación. Y, como he dicho, renunciando a designaciones como «compañía» —con el tufo de lo que se quería combatir— o «grupo teatral» o algo semejante, la terminología del partido les dio nombre de pila: serían colectivos.
La palabra, de difusión internacional, parece sumamente apropiada. Hacía falta para designar esa realidad nueva, es decir, para que ésta existiera; porque nada tiene existencia sin un nombre. Un colectivo teatral, trabajando del modo que hemos dicho, ningún parecido tiene con esos fortuitos conjuntos de aficionados que, desde tiempo inmemorial, se reúnen para satisfacer una vocación exclusivamente histriónica, sin pretensiones profesionales, aunque alguno de sus miembros aspire a integrarse en la profesión. Tales conjuntos no son anónimos, y, salvo en contadas ocasiones, sólo aspiran a reproducir en un pequeño ámbito (la fábrica, el círculo, la parroquia, el barrio, etc.) lo que ya ha sido ofrecido por el teatro comercial. Quienes forman un colectivo dedicado al arte dramático son, al menos circunstancialmente, profesionales, sirven un proyecto social bien definido —por lo común, el de cambiar la sociedad—, y aborrecen lo que aman los aficionados tradicionales: el lucimiento personal, el pequeño y efímero triunfo entre amigos complacientes. Esto, unido necesariamente a la autogestión de todos los asuntos del grupo, es lo que requería ser nominado; y aquel término se posó sobre ellos tan oportunamente como una gaviota en el mástil de un náufrago. Confieso que a mí me parecía redondo el acierto del término (no tanto el de lo que designaban; he asistido a muchas representaciones de ese tipo, y me sobran los dedos de una mano para contar las que me han permitido atisbar una esperanza en su futuro artístico).
Eran los únicos colectivos que yo conocía; los únicos que, aun a regañadientes, se permitían. Hasta que ha llegado la normalidad democrática, y han florecido en todos los jardines, hasta en los más alejados del coto teatral. Ahora se habla y se escribe normalmente del colectivo de los notarios, del de los estudiantes de informática, del de los gays, del de los enfermos de un hospital… El colectivo de los profesores no numerarios arranca poder al de los numerarios, y el de obreros de Renault reivindica sus derechos. El término marxista circula ya sin rebozo, aunque muchos de los usuarios desconozcan su origen: simplemente, se ha puesto de moda, y ésta no tiene que dar cuenta de sus actos.
En tales aplicaciones, el vocablo apenas admite justificación: los colectivos, en la mera acepción de «personas que comparten ciertos intereses», e, incluso, que actúan mancomunadamente en su defensa, han existido siempre, sin necesidad de llamarse así. Se hablaba de «los notarios», «los estudiantes», «los obreros», etc. La idea de «conjunto» estaba ya en el plural y en el artículo. Pero esa idea de simple «conjunto» no bastó a quienes deseaban imbuir en ciertos grupos una actitud beligerante y reivindicativa ante los conflictos sociales. Políticamente, la invención está lejos de ser un dislate. Cuando uno pertenece a un colectivo y lo arropa tal palabra, se siente más fuerte, como si acumulara la potencia total del grupo. El término sugiere la energía resultante de multiplicar energías, invencibilidad, límites netos e inflexibles ante colectivos de intereses contrarios… Basta con infundir a tan vigorosa solidaridad una corriente de lucha ad hoc, para convertirla en un pequeño —o grande— ejército combatiente: tiene bandera y consigna.
Claro que la moda, la dichosa moda, la amiga del alma de quienes hablan sin pensar, está aguando la neta y dura densidad política del vocablo. Se da el nombre de colectivos a conjuntos de personas carentes del mordiente típico del producto: plumas hay capaces de escribir sobre un colectivo de frailes mínimos. Sencillamente, el nombre se está trivializando como sinónimo insulso de «grupo» o «conjunto». No tardaremos en oír hablar del colectivo del Real Madrid o del River Plate; o de la buena lidia que, en el ruedo, hizo el colectivo de tal o cual torero. Con lo cual, la intención que presidió aquel desplazamiento semántico a favor de los intereses comunistas, habría sido pulverizada. Confieso que, como filólogo o amador de las palabras, lo lamentaré de veras, porque todas las realidades, gusten o no, deben tener su nombre.
Me permitiría sugerir que se frenara ese proceso de trivialización: conduce a una acepción neologista de colectivo perfectamente inútil. Mi renuencia ante ella está, tal vez, dictada por aquel significado teatral con que la conocí, y que tan acertado me pareció porque daba nombre a una cosa nueva con un término muy asimilable. Dar otro nombre a lo que ya tiene el suyo, supone multiplicar los entes sin necesidad. En ello hemos estado de acuerdo cuantos asesoramos idiomáticamente a la Agencia Efe, que, para su uso interno, hemos formulado la siguiente recomendación: «Colectivo. Empléese en esta acepción: conjunto de personas unidas por los mismos intereses políticos, artísticos, sociales, etc., que se agrupan para una empresa común, realizándola y gestionándola entre todas ellas. Evítese el uso de colectivo para designar grupos en los que no se dan estas circunstancias».
«Le dije de que no fuera, y fue» se lamentaba por la radio el otro día una mujer, contando cómo su hijo la había desobedecido acudiendo a una competición motociclista de aficionados, que le resultó casi fatal. «Me han propuesto de que haga una coproducción en México, y estoy aguardando el guión», afirmaba poco después una estrella nuestra de brillo medio. Y, a los pocos minutos, un árbitro de fútbol, que comparecía en el mismo programa de entrevistas, justificaba la sanción impuesta a un jugador porque le ordenó de que no protestara sus decisiones, y el muchacho le correspondió con una higa.
A la plaga del de que la han bautizado con el nombre de dequeísmo los lingüistas americanos, que han sido los pioneros en detectarlo, pues, según todos los indicios, fue en el español de Ultramar donde el fenómeno surgió hace unos pocos decenios. Y con tal fuerza expansiva, que parece afectar al continente entero, y ya a España, como lo revelan esos datos radiofónicos, y miles que pueden aportarse con sólo escuchar en cualquier parte. El proceso posee tal empuje, y es de tanta importancia gramatical, que merece mucha atención. Si llegara a triunfar, una regla fundamental de nuestro idioma, que exige la construcción apreposicional de las oraciones sustantivas en función de complemento directo («Le dije que no fuera», «Me han propuesto que haga…», «Le ordenó que no protestara»), sería sustituida por otra que obligaría a anteponerles de.
Lo sorprendente del caso es que, esta vez, la innovación no se introduce por esa vía semiculta y semiconsciente del periodismo apresurado que solemos denunciar, sino que parece provenir de usos radicalmente populares, en gran medida espontáneos. Tampoco parece haber nacido el dequeísmo en un lugar concreto desde el cual se haya producido su irradiación (aunque es asunto que requeriría averiguaciones exactas), sino que más parece fruto de una poligénesis. Y si esto no es así, si resulta detectable un origen concreto, será preciso conceder que existía en toda la comunidad hablante una predisposición latente (¿o patente?) a acoger y a reproducir la novedad, y que tal propensión es tan misteriosa por lo menos como la poligénesis. No deja de ser curioso el hecho de que estando gestándose los cambios lingüísticos ante los ojos de todos, seamos muchas veces ciegos para percibirlos. Los advertimos cuando están en una fase avanzada, y hay que acudir a hipótesis explicativas por fallos claros de la observación, que hubiera permitido saber con precisión sus razones. Es lógico que no podamos justificar exactamente los cambios idiomáticos antiguos, si se nos escapan las causas de los que están ocurriendo.
En cualquier caso, el dequeísmo no resulta de la frivolidad que impulsa otros fenómenos idiomáticos actuales, y que constituyen manifestaciones de vulgaridad. Es, escuetamente, un vulgarismo. La diferencia que establecemos entre vulgaridad y vulgarismo parece útil para clasificar hechos que obedecen a causas diferentes. La vulgaridad procede de un errado afán de distinción; se cultiva, en general, por indoctos de corbata, y se orienta a producir apariencias de cultura, modernidad o desenfado. Pretende efectos de distancia o apartamiento de lo común: quien, hablando o escribiendo, emplea vulgaridades (y usa a nivel de, en base a, de cara a, por ejemplo, a tontas e idiotas), cree que así queda muy bien y que exhibe una destreza expresiva a la altura de los tiempos.
Los vulgarismos no responden a tales pretensiones. Son empleados por cuantos no poseen otros recursos mejores para hablar o piensan de buena fe que es así como se habla (aunque a veces sospechen que su expresión no es correcta, y sufran por ello). En los dos tipos de prevaricaciones hay quebranto de norma, pero los juicios que merecen son muy diferentes. La vulgaridad es normalmente culpable, por voluntaria; el vulgarismo carece ordinariamente de culpa, y obedece a una débil escolarización. Aquella se hace desdeñosa con los buenos usos, y cree superarlos; este último no se compara con ellos, y, si lo hace, es para añorarlos. Aunque es frecuente que los adictos a la vulgaridad incurran también en vulgarismos. A la postre, su insensibilidad idiomática tiene el mismo fundamento ignorante.
¿Por qué razón, en grandes zonas del inmenso cuerpo del español se ha desarrollado el dequeísmo, la presencia de esa preposición parásita ante la oración complementaria de verbos como mandar, pensar, decir, sospechar, imaginar, contar, proponer, anunciar, disponer, saber, temer, suplicar y tantos más (todos los que admiten tal tipo de complemento)? No es fácil dar con ella. Cabría pensar en la acción analógica de oraciones cuyos verbos cuentan con un obligado régimen preposicional («Eso depende de que llegue a tiempo»; «Estoy seguro de que fue allí»); pero su naturaleza sintáctica es tan diferente, que no parece probable tal acción. De manera provisional, nos inclinaríamos a pensar en que de se ha introducido tras los verbos susodichos por inducción del régimen de sus nombres correspondientes. «Le ordenó que acudiera» dice aproximadamente lo mismo que «Le dio la orden de que acudiera»; los contenidos semánticos de «Temo que no llegue a tiempo» y «Siento el temor de que no llegue a tiempo» son sumamente vecinos. Parece, por tanto, plausible que el de que, propio de las construcciones nominales, se haya introducido en las verbales, causando la anomalía dequeísta: «Le ordenó de que acudiera», «Temo de que no llegue a tiempo».
¿Por qué se ha realizado tal inducción en nuestro tiempo, y no antes? Hay que buscar una explicación en el progreso de otra tendencia idiomática, que, justamente, favorece el empleo del verbo seguido de complemento, en lugar del verbo sinónimo solo: dar la orden, en vez de ordenar; hacer una propuesta, por proponer; dirigir una súplica, por suplicar. En muchos de estos casos, la oración ha de proseguir con un de que, innecesario si aquella descomposición no se verifica. Sería, pues, el auge de estas perífrasis lo que habría aumentado la frecuencia del de que, y, por tanto, su capacidad para inducir el dequeísmo.
Pero, se acepte o no esta explicación gramatical de su origen, lo cierto es que estamos ante un fenómeno extremadamente vulgar que exige una reacción vigorosa por parte de la escuela y de todos los medios de difusión. Tenemos noticia de que esa reacción se ha producido ya, y con notable éxito, en algunos países de Hispanoamérica. Sabemos que, en España, luchan contra ese pequeño monstruo abundantes profesores. La lucha debe convertirse en una firme cruzada general: no debe haber «mejores» ni «peores» en el empleo y disfrute del bien comunal por excelencia, que es el idioma.
Las multitudes que el 27 de febrero se manifestaron en toda España por la libertad, la democracia y la Constitución, aclamaron justamente a «los hombres de la radio» (hombres y mujeres, se entiende), que, en la terrible noche del Parlamento secuestrado, ganaron con el Rey y las instituciones una difícil batalla de paz. Transmitiendo incesantemente, y dando noticias de estricta tranquilidad en el territorio entero, salvo en Valencia, consiguieron convencer a todos, especialmente a los conjurados indecisos, de lo que obviamente no era cierto: de que los sucesos del Congreso y de Valencia eran sólo incidentes aislados y aventura de cuatro exaltados. El papel de los hombres y de las mujeres del micro fue trascendental para España. Y han recibido la gratitud que merecen.
Millones de ciudadanos pasamos la alucinante noche con dos o tres emisoras sintonizadas, en pleno estrabismo auditivo, y con los ojos puestos en el televisor. ¿A quién podía importar la corrección lingüística de aquellos informadores emocionados, en horas tan aciagas? Interesaban sólo las noticias, aunque llegaran en un caló medianamente inteligible. Pero la normalidad ha vuelto, y, con ella, la necesidad de que recuperen su importancia las otras misiones de los medios de difusión audiovisuales. En primerísimo término, el de servir de norma de lenguaje. La misma decisión cívica con que aquellos profesionales se lanzaron a las calles solitarias y heladas a contar qué sucedía, deben adoptar ante la responsabilidad didáctica que, aún más que la escuela, tienen contraída con la comunidad hispanohablante. Y eso, lo mismo cuando leen sus cuartillas que cuando improvisan. Tal empresa de paz y de cultura no es tan intrépida ni vistosa, pero es, por lo menos, tan decisiva. Y no se cumple.
Abro un momento mi aparato de radio, y paseo su aguja por las emisoras madrileñas. Una da noticias de la Universiada, los juegos deportivos universitarios que se celebran estos días en el Pirineo aragonés, y, por si fuera exótico el viaje, explica a quienes deseen asistir «qué condiciones hay que hacer para llegar a Jaca». Paso a otra, que instruye al público sobre los espectáculos infantiles del día, y el artista de turno, queriendo afirmar que escasean las películas aptas para todos los públicos, se decide por este giro gongórico: «hay disminución de películas en cuanto a todos los públicos se refiere». Y concluye la lista con el siguiente epifonema recapitulador: «Esta es la lista exhausta de películas para niños». Probablemente su intención era decir exhaustiva, que es más pedante y, por tanto, más periodístico que completa; pero le ha salido exhausta, que tal vez se refiera a la flaqueza o escasez de tales filmes.
Cambio de onda; una bien impostada voz femenina habla también de cine. Cuenta argumentos; un personaje le ruega a otro no sé qué una vez en semana; otro, que es padre, ha entrado ya en las puertas de la vejez. La locutora padece de «enismo» preposicional, y mudo el disco antes de oírle afirmar que alguien marcha en su casa o que se va en la calle arriba.
Una cuarta radiodifusora emite noticias; la sorprendo asegurando, esto es, leyendo que «no se produjo abandono del Tribunal Constitucional por parte de los policías destinados a custodiar el mismo». (¿No se tratará, sin embargo, de una nota oficial remitida?) Lo simple hubiera sido escribir que «los policías destinados a custodiar el Tribunal Constitucional no lo abandonaron». Seis palabras menos, y en buen orden. Pero los medios informativos, en general, no están por lo simple sino por lo compuesto. Adoran lo escarolado y lo curvilíneo; su mejor cifra para unir dos puntos es el ocho. Y ahí está ese terrible el mismo con que nos afligen de continuo prensas y ondas. «Se detuvo un coche y una señora bajó del mismo» (por de él); «…policías destinados a custodiar el mismo» (por a custodiarlo); «una manifestación que transcurrió con normalidad durante todo el recorrido de la misma» (por durante todo su recorrido). Pero, de acuerdo con un presunto lema germánico, ¿por qué hacer fáciles las cosas, si también funcionan las difíciles?
He oído todos esos disparates en sólo cinco minutos de escucha. Multipliqúense por todas las horas del día en los cientos de emisoras de todo el mundo hispano, y obtendremos una densidad de agresiones por segundo al idioma, que éste, ni aun dentro de un búnker podría resistir. Son miles de guerrilleros hostigándolo micrófono en mano. Y muchos tirando con carga anglosajona. Por ejemplo, uno, principalísimo, que casi a diario dispara por la ventana de Televisión Española. Hoy —no importa el día—, en el noticiario deportivo, ha asegurado que el squash (ese frontón enano y enjaulado grato a los yanquis) gozaba ya de gran aceptación y carisma en España. La cabellera se me ha erguido. Hasta ahora tal imbecilidad venían afirmándola él y otros colegas, de ciertos políticos, de algunas estrellas, de tal cual futbolista. Querían decir que tiraban del público y lo atraían con su charme y su flavor. Pero es la primera vez que la oigo aplicada a cosas, y en aquella construcción subnormal.
Carisma, en español, es palabra de origen griego, sublime y rara; designa, según la Academia, el «don gratuito que concede Dios con abundancia a una criatura»; como, por ejemplo, el de curar enfermedades, el de lenguas o el de profecía. Un vocablo para designar tan impresionantes facultades, se rodeó de respeto entre nosotros, y se quedó en su altar, sin que nadie osara tocarlo. Me parece que otro tanto ocurrió en francés. Pero, en inglés, lengua menos respetuosa con los misterios, fue apeada y lanzada al comercio para designar algún poder o virtud sobresalientes atribuidos a una persona, capaces de subyugar y atraer a las gentes como un fluido sobrenatural. De ahí a atribuirlo a una estrella de cine o a un ídolo del ring o del estadio, había un paso. Y se dio.
Algunos profesionales de la información, tan atentos a cualquier novedad foránea que adorne cual guinda su pastel expresivo, como sordos a la voz secular y entrañable de su propio idioma, nos han plantado este carisma, que arraigará si el Espíritu Santo no lo impide. Particularmente, no me parece mal, atribuido a hombres y mujeres de amplísimo influjo, que, en esta época sin milagros, arrastren a los demás a grandes empresas. Concedérselo a un travolta o a un maradona, constituye sin duda una dilapidación; no obstante, si hay pródigos tontos, con su pan se lo coman. Pero al squash… Y decir, además, que goza de gran carisma… Dispongámonos a que la publicidad se lo apropie, y empiece a anunciarnos lavadoras, licores, cigarrillos, dispositivos menstruales y ropa interior de enorme carisma.
Leo en un reciente artículo firmado por un conocido columnista: «En esta cumbre los responsables del gobierno en las provincias españolas han podido captar el pulso de la actual situación política». Lo cual, traducido al simple idioma de la calle, significa exactamente: «En esta reunión, los gobernadores civiles han quedado informados de la situación política». Casi la mitad de palabras y, como mínimo, el quíntuplo de nitidez. Pero ya no cabe dudar de que, para muchos, ni el ahorro de energía expresiva ni la claridad, la santa claridad, forman parte de sus ideales. Domina en ellos, por el contrario, el afán de exhibir ringorrangos retóricos, que consideran lujo y elegancia del estilo, y son sólo el lazo de la coliflor.
Captar el pulso… ¿Acaso dice a sus amigos el autor de tal artículo: «Me he captado el pulso esta mañana, y tenía noventa pulsaciones»? El pulso se capta o no a los lipotímicos, desmayados o moribundos; a quienes viven y colean se les toma. ¿O era eso lo que astuta y solapadamente daba a entender el pasaje: que la situación política española es tan átona y desfallecida que su débil pulso debe ser captado como si fuera señal de otra galaxia? Pero no: situado el párrafo en su contexto, se pierde la esperanza de que fuera tan aguda la intención. Quien lo escribió estaba, sencillamente, en trance metafórico, furor que, cuando acomete, atropella el sentido común y lo arrebata.
En esa tesitura entusiasta ha hablado antes de una cumbre de gobernadores civiles. Así de alto. Pero por grande que sea el respeto debido a la autoridad, y por venerable que parezca la de tales funcionarios, ofrece alguna resistencia imaginarlos constituidos en cumbre. He aquí otra sandez, que lo es por virtud del abuso. Se trata de un mero calco o traducción del inglés summit, palabra que puede designar cuanto descuella, está arriba u ocupa una posición más alta, un ápice, la cumbre de un monte, la punta de una pirámide… En una de sus acepciones, la que nos ha contagiado, significa «reunión del más alto nivel, en especial, de jefes de Estado o de Gobierno» (Webster); parece claro que ésta no corresponde a los gobernadores provinciales, que mandan mucho, en efecto, pero no supremamente.
La infiltración del vocablo en nuestro idioma empezó, si no me engaño, a raíz del top de Yalta (1945), en que Roosevelt, Stalin y Churchill hicieron con Europa lo que llevamos años viviendo. Hubo que traducir aquel término, y se dio, entonces o poco después, con el calco feliz de cumbre. Aquella sí que lo era: prohombres victoriosos que trincharon el continente a placer. Se trataba, efectivamente, de una traducción afortunada, puesto que, en español, aparte de la acepción «cima», cumbre significa «la mayor elevación de una cosa o último grado a que puede llegar». Nada impide que esa «cosa» sea una concentración de prepotentes. Me parece que el vocablo se mantuvo en sus límites solamente durante algunos años; podía hablarse, por ejemplo, de una cumbre del Papa con los jerarcas máximos de otras Iglesias; o de la celebrada por varios jefes de Estado e, incluso, de Gobierno.
Pero, de pronto, la cumbre se ha abajado y ha empezado a correr por el idioma como atacada de picor. Han empezado a celebrarse cumbres, no sólo, como vemos, de gobernadores civiles —que son autoridades delegadas—, sino de ejecutivos y técnicos de empresas, de sindicalistas, de representantes estudiantiles y hasta de mandos de la policía urbana. Si la palabra, en sus comienzos, hacía pensar en montes ciclópeos, evocó luego también airosas colinas y graciosos collados; en su aminoramiento, cumbre puede ser, en cualquier momento, un montoncito de tierra al lado de un hormiguero.
Celebraríamos que ese proceso se detuviera. Las lenguas se enriquecen en sus mutuos contactos, y este calco anglicista es bello y útil y expresivo si se constriñe a su empleo original. Pero si se abusa de él, si se llama cumbre a una junta de vecinos, habremos empobrecido nuestro idioma, al desplazar sus términos propios (reunión, conferencia, junta, asamblea, consejo…), y sustituirlos por algo que, en definitiva, será una insulsez, privado de su gracia metafórica de origen.
No sólo eso: habremos cambiado en un punto nuestra visión castellana del mundo por la anglosajona. Exactamente como ocurre con ese a nivel de que nos aflige aquí y en Ultramar. Frente a la horizontalidad de relaciones, en definitiva democrática, que se advierte en buena parte de nuestro sistema léxico, se está imponiendo una ordenación vertical y jerárquica, radicalmente ajena a nosotros. Se empieza considerando las cosas en base a, se sitúan a nivel de, y, empujándolas escala arriba, son elevadas a la cumbre.
Culpa del énfasis, esa pegajosa sarna que ha acometido a tantos hablantes y escribientes. No es que colectivamente nos hayamos hecho más ampulosos. Ocurre tan sólo que muchos que viven de la pluma y del micro —y de la cátedra, por qué no, y del foro y de la política— carecen de la más pequeña sensibilidad idiomática. Tienen pelos en la lengua, desconocen su idioma y son incapaces de detectar, por tanto, lo ajeno. Pero, a la vez, sienten la necesidad de distinguirse, de alzarse un palmo o dos sobre el común, hablando «de otra manera». Y ese modo es el énfasis, el rodeo por frases bien pobladas de vocablos de moda. El resultado es que no se expresan con el sencillo lenguaje del pueblo, pero tampoco logran individualizarse porque hablan y escriben todos igual, todos mal. Las excepciones —por fortuna, las hay— son las que sobresalen, las que oyentes y lectores buscan por su originalidad.
El énfasis de antaño requería grandes conocimientos idiomáticos para merecer tal nombre. Hoy sólo exige audacia y desdén por los modos simples del ciudadano medio. Una forma muy fácil de alcanzarlo consiste en desplazar la palabra propia y adecuada, sustituyéndola por otra más rara aunque no sea su sinónima. Ya lo hemos visto: cumbre por reunión, y captar (el pulso) por tomarlo. Otro ejemplo: ¿como llamaríamos al tiempo que transcurre entre dos sucesos? Se me ocurre tal vez como a usted, lector, que el nombre conveniente sería intervalo o plazo. Véase cuál emplea una comentarista política en su brillante artículo de esta semana: «En el largo interregno de las siete horas que mediaron entre el programa en directo con que nos obsequió la radio conectada al salón del Congreso, y el mensaje de Su Majestad, ¿qué sucedió?». Eso podemos preguntarnos ¿qué sucedió? Pues que no hubo interregno, el cual, Diccionario en mano, es el «espacio de tiempo en que un Estado no tiene soberano». Pero está bien claro que en aquellas horas —las del secuestro del Parlamento— España sí tuvo un soberano con los atributos precisos.
Dislates de este calibre pululan por ondas y prensas convirtiendo en caos el instrumento que se nos ha dado para entendernos. Y así proseguirá su descomposición mientras no adquiramos la certidumbre de que el idioma no se aprende por impregnación, sino por estudio. Y mientras cuantos hacemos uso público de la palabra no grabemos en nuestro corazón la consigna de maese Pedro: «Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala». («No te encumbres», dice; ¿aconsejaba en profecía?).
Se cuenta que el último rey de Portugal, don Manuel II, habiendo preguntado a su ayuda de cámara el nombre de un embajador hispanoamericano cuyas cartas credenciales debía recibir aquel día, se encontró con la resistencia del palaciego a decírselo: «Majestad, no sé si debo…». Pero la orden del monarca venció el púdico temor, y con un desmayo de voz, le dio el nombre: «Se llama Raúl Porras y Porras». No es difícil imaginar el porqué de aquel melindre. Y se cuenta que el desdichado rey, a quien la dignidad de la corona obligaba a permanecer impasible en los trances graves, se limitó a comentar: «Lo que me molesta es la insistencia». Esto es lo que sucede con los dislates del lenguaje que pululan por la prensa y fatigan las ondas: aun siendo muchos, parecen más de los que son, por su tenacidad y frecuencia. Mi maestro, el profesor de la Universidad de Barcelona José Manuel Blecua, ha publicado en Heraldo de Aragón un precioso artículo titulado «Nueva aguja de navegar cultos», sobre la plantilla de la famosa sátira antigongorina de Quevedo, que empieza: «Quien quisiere ser culto en sólo un día, / la jeri-aprenderá-gonza siguiente». Al hilo de una sesuda reflexión deportiva, nuestro gran filólogo va enhebrando varias de las frecuentes y laureadas sandeces con que muchos profesionales de la pluma y del micro nos vapulean desde la hora prima, por todos los medios a su alcance, que son los mass. Blecua inicia así su broma: «La filosofía que se contempla en las altas instancias del poder del Estado español a nivel de ministros, directores generales y líderes de los partidos políticos en el contencioso del CIID, en base a las informaciones de los medios de comunicación, no contacta con la realidad objetiva». Por el artículo desfilan cuestionar, ente, responsabilizar, de cara a, mentalizarse, cumplimentación, colectivo, desinformar, y/o, ofertar…, docenas de bobaditas que navegan por el torrente sanguíneo del idioma, envenenándolo. Mientras sus usuarios, nuestros agrestes políticos y sus corifeos, hablando y escribiendo así, creen estar caminando por la cresta de la modernidad, y confunden el estupor de sus oyentes o lectores con el pasmo a que aspiran.
Pero confesamos con don Manuel de Portugal que lo molesto es la insistencia. Que traigan a su prosa tal o cual extranjerismo diestramente injerido, o la adornen con una invención propia, puede ser gracia y alivio del estilo. Así, quien tuvo la ocurrencia de afirmar que un personaje fue recibido en olor de multitud, aunque no demostraba finura de olfato, hacía patente su modesta creatividad personal. Pero quienes, después, adueñándose del invento, que debía ser privati iuris, lo han hecho mostrenco repitiendo tal locución con fervor lauretano, padecen de perlesía mental crónica. Y es sabido cuán numerosa resulta la turba de tales perléticos.
¿Se le ocurrió a algún periodista con pujos creadores decir que un comando etarra se había refugiado en su santuario de Francia tras cometer el crimen consuetudinario? O, como es más probable, ¿trajo tal novedad algún teletipo angloparlante? Porque se trata de purísimo ingles (o francés). Santuario ha significado y significa en español «templo en que se venera la imagen de un santo de especial devoción» y «parte anterior del tabernáculo». No hay que imaginar a los terroristas refugiándose en tan piadosos lugares. Aunque los templos (de ahí la acepción anglofrancesa) tenían el privilegio de amparar a quienes se recogían en ellos. En nuestra lengua eso se llamó acogerse a sagrado, el sagrado, explica el Diccionario de Autoridades, «se toma por el lugar que sirve de recurso a los delincuentes, y se ha permitido para su refugio, en donde están seguros de la justicia, en los delitos que no exceptúa el derecho». Se decía también acogerse a la Iglesia; y no lo hacían sólo los malhechores airados, sino también quienes, haciéndose clérigos, se libraban de sus deudas o de pagar tributos.
Aquella costumbre y privilegio han dado abundante juego literario. Los criminales, perseguidos por la justicia, se metían en un templo a cuyas puertas habían de detenerse los alguaciles. Allí, mantenidos por colegas y aficionados, aguardaban la ocasión de escapar, que se producía normalmente. En la lengua de los rufianes, eso se denominó llamarse o hacerse (a) altana, antana o andana, voces estas últimas que significaban «iglesia» en la lengua de germanía. Por eso, el padre de Pablos el Buscón «siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano». Y él mismo, cuando en Sevilla salió una noche con unos rufos «a montería de corchetes», y libraron «de sus malditas ánimas» a dos, hubo de refugiarse con la cuadrilla en la iglesia Mayor, donde, a su olor, acudieron ninfas, entre ellas la Grajal, con la que Pablos navegó en ansias. No reinaba, pues, un recogimiento edificante en el sacro refugio. De otro personaje cuenta Quevedo en las Capitulaciones que, habiéndose hecho antana, recibía en la iglesia ocho o diez reales diarios de una hembra a la que había embaucado. (Llamarse antana o andana poseía ya en el siglo XVIII su significado actual; el Diccionario de Autoridades [1726] define así antana: «Voz que sólo tiene uso en la frase vulgar llamarse antana [que otros dicen andana], y se da a entender con ella que alguno niega con tenacidad lo que ha dicho u ofrecido»).
A donde se esconden, pues, llamándose andana a la antigua, nuestros abertzales de metralleta, es metafóricamente, en el sagrado de Francia, no en ese santuario de que hablan los periódicos y las radios. En francés sanctuaire, y en inglés sanctuary, sí que tienen la acepción de «asilo inviolable». En inglés, además, la de lugar donde se ampara a los pajaritos inocentes de los pájaros de cuenta. Pero no es esta acepción la que nos han traído nuestros avisados informadores, sino la otra, la más recia. Del inglés o del francés la han tomado para explicarnos que Francia, nuestro amor, es la iglesia que acoge a los etarras, cuando regresan de sus habituales monterías. Una iglesia laica, como es natural, désaffectée pero celosa de sus privilegios y responsabilidades maternales.
He aquí un ejemplo claro de extranjerismo inútil. Tenemos en español, siglos ha, el concepto y la palabra. Pero nunca falta un follón que diga una vanidad. Querido José Manuel Blecua: añade santuario a tu «Nueva aguja de marear» insensatos.
No quiero engañar a nadie con este título, que encabeza un artículo meramente idiomático, y, por tanto, sin importancia. ¡Cuánto lamento ser incompetente en los asuntos que rodean a ese acontecimiento planetario! Celebraría tener dotes para contribuir con un comentario, una glosa, una crítica, aunque sólo fuera un canto lírico al pasmoso espectáculo que España va a conocer en 1982, y que va a convertirnos en ombligo del mundo y envidia de naciones. Pero aunque excite mis neuronas patrióticas, y considere la lluvia de oro —dicen— que va a caernos, capaz de resarcirnos de esta sequía bíblica abatida sobre España, sólo se me ocurre pensar en dónde podré ponerme al abrigo de tan formidable cataclismo. Pido disculpa por mi tenaz misantropía, y entro derecho en el tema de hoy.
Que es el de una triunfal locución prepositiva nacida al castellano de acá, y que puede oírse y leerse con superabundancia: «Se hacen preparativos de cara al Mundial de fútbol»; «Los partidos se organizan de cara a las próximas elecciones»; «Se estudian los precios de cara a la próxima campaña agrícola». El dichoso giro flamea en los pulpitos («Sed buenos de cara a vuestra salvación»), en los foros («Presentaré pruebas de cara a probar la inocencia del acusado»), en las cátedras, en las tribunas, y cómo no, viaja en las ondas de radio y televisión que cruzan el espacio cubriéndolo con sus alegres banderolas de dislates. Advirtamos que la tal locución presenta muchas veces la forma abreviada (y más digna de gratitud) cara a.
La modernidad del giro es grande: no lo he localizado antes de 1966, aunque esta fecha, con mejores datos, tenga quizá que atrasarse unos años. Figura en un informe de Televisión Española —¿cómo no?—, donde se dice que la programación «tendrá un interesante enfoque cara al fin de semana del espectador medio». (Dios mío, cuántas promesas incumplidas por el bien llamado «ente»). Es por esas fechas, año más, año menos, cuando inicia una escalada que habrá de conducirlo a su ápice actual.
Resulta claro que la novedad de la locución consiste en aplicarla para establecer relaciones de finalidad, como sucedáneo de para o de con vistas a. Con su originario valor prepositivo de «dirección» próximamente equivalente a hacia, se documenta desde los primeros siglos del idioma: ya hay un «cara al sol» en las Partidas. Su término suele ser un nombre de lugar, como en ese ejemplo alfonsí, y en millares que podrían aducirse a lo largo de los siglos. He aquí uno del XVI; en una pieza de Micael de Carvajal, unos personajes preguntan a unos viajeros adonde se dirigen; y éstos contestan: «Hermanos, de cara a Egipto». Dando un salto a nuestro siglo, leemos en un poema de J. L. Borges: «El agua se abre a infinitas huellas, / y en ociosas canoas, de cara a las estrellas, / el hombre mide el vago tiempo con el cigarro».
Pero ese nombre que sirve de término puede transformarse en un lugar figurado. Manuel y Antonio Machado hacen decir a la protagonista de La prima Fernanda: «Tengo que vivir de cara / al porvenir»; en su Automoribundia, Gómez de la Serna, refiriéndose al famoso lienzo de Solana que presidía las reuniones de Pombo, escribe: «Todos me decían que, por fin, un cuadro estaba en su sitio, cara a la vida, en la tertulia popular»; poco antes, Eugenio Montes se había referido a un Rey que «lanza por el océano las naves cara a la fábula increíble de la India». Figuradamente, un lugar puede ser cualquier cosa hacia la que se encamina la intención. Buero Vallejo se dirigía así a la Academia el día de su ingreso (1972): «Y ahora, de cara al tema con el que me he atrevido a solicitar vuestra atención, debo reconocer mi osadía al elegirlo». Los ejemplos pululan, sobre todo en la época contemporánea. En todos ellos, el hablante o el escritor expresan un movimiento, una marcha o una tendencia hacia un lugar concreto o imaginario (tan imaginario que puede ser un tiempo o un tema). El rostro, real o fictivamente, mira a ese sitio, en avance hacia él.
Pero cuando se aceleran los preparativos «de cara al Mundial de fútbol», lo que domina es la idea de «previsión»: se hace algo para algún fin, expresado con un nombre que significa un proceso; e, incluso, con un infinitivo («de cara a probar su inocencia»). La idea de lugar, básica en el empleo tradicional de la locución, falta por completo en el neológico. No se percibe en éste la significación locativa que tiene en los textos que hemos aducido; es, lo hemos dicho, un sustituto soso de con vistas a (y, a veces, simplemente, de para: «Se reúnen hoy de cara a intentar un acuerdo»), Pero ¿por qué el éxito de la locución de marras a expensas de con vistas a, sobre la que no ofrece ventaja alguna? Habría que preguntarse antes por qué, y en fecha no muy lejana, cobró fuerza esta última, a expensas de la modestísima para. No es difícil imaginar que ello se debió a que proporcionaba relieve a la «intención» y a la «previsión», sobreañadiéndolas a la mera «finalidad» que expresa la preposición. Facilitaba además el estilo nominal, tan grato a los titulares de prensa; escribir «Se modernizará nuestro Ejército con vistas al ingreso en la OTAN» resulta mil veces más elegante que encabezar así la noticia: «Se modernizará nuestro ejército para ingresar (o el ingreso) en la OTAN». Incuestionablemente, esa locución ampliaba las posibilidades expresivas del idioma.
Supongamos que esto haya ocurrido así; sin embargo, queda en pie la pregunta anterior: ¿por qué de cara a se nos ha colado, oscureciendo a con vistas a? Y aquí ya no cabe más causa que la sinrazón. Corresponde a una tendencia que hoy se observa, y de la cual ya he hablado en estos artículos, a la formulación más larga. La misma que ha sembrado nuestro idioma con la sal de en base a o a nivel de. Donde tantísimas veces podría aparecer una sencilla preposición, es empujada por esos robustos y ajayanados rodeos, que confieren un no sé qué de pericia y cultura a quien los usa. La pericia y cultura, claro, que no poseen. Aquella tendencia se combina con el prurito de novedad: es más nuevo de cara a que con vistas a. Y nada importa que sea más feo —a mí, por lo menos, me lo parece—, si es capaz de producir un efecto étourdissant, de sabio distanciamiento del modo de hablar común.
Hoy, de cara a no se cae de los labios de altos cargos, locutores, líderes, ejecutivos, informadores y starlettes. Es un soldado más en el combate contra el buen gusto idiomático, que se ha decretado por universal consenso de los que tienen la voz y la palabra. Nada les importa ser chocantes: en eso reside lo que, en su propia lengua, se llama su «carisma». Y así van apartándose del pueblo hablante, y destrozando la unidad lingüística de los hispanos, cuando, si tuvieran una pizca de seso, fortalecerla debiera ser su obsesión.
Vamos ya de cara al Mundial de fútbol (y esto sí que está bien dicho), pero no se hacen preparativos de cara a él, sino para o con vistas a él. Parece posible que aún cupiera restituir los usos normales de tales locuciones prepositivas. Pero hablan tanto y tan fuerte aquellos a quienes hablamos, que ya no tienen sentido.