La formación de jergas de grupo es fenómeno absolutamente normal en todas las sociedades. Esos modos de hablar desempeñan dos funciones principales: permiten que los miembros del grupo se identifiquen entre sí como tales, y diferencian al grupo y lo protegen impidiendo el acceso a los no iniciados. La palabra jerga, en su acepción común, parece referirse sólo al lenguaje esotérico de los delincuentes, pero los lingüistas la aplican a cualquier microsistema diferenciado que funciona como hemos dicho. Las más frecuentes son las profesionales: hay jergas de médicos, de deportistas, de taurinos, de teólogos, de afiladores…, con grados de comprensibilidad muy variables. Pero hay también jergas estudiantiles, de taller, de cuartel, de cárcel y hasta familiares.
Las más chocantes son, claro, aquellas que excluyen gratuitamente al ciudadano común; que dos científicos o dos artesanos hablen de cosas de su oficio con términos que no entendemos parece lógico. Pero que una conversación sobre cosas normales se produzca en un lenguaje apenas comprensible, forjado adrede para ser secreto, molesta o irrita. La jerga más viva hoy es el cheli, caracterizada por el hecho de que sus usuarios sólo comparten un rasgo: el de tener una edad semejante.
Las jergas que podríamos llamar normales carecen de tal exigencia; las hablan jóvenes o viejos indistintamente, porque los intereses del grupo a que pertenecen poco tienen que ver con los años. Me parece que la diferenciación idiomática basada consciente y provocativamente en ser joven es un hecho bastante nuevo, motivado por los principios educativos que han desplazado, declarándolos bárbaros, los métodos antiguos: aquellos que consideraban al niño como un adulto inmaduro, y la infancia y la adolescencia como simples estados de transición.
Los jóvenes, desde hace algún tiempo, constituyen un sector especial dentro de la sociedad, halagado, solicitado y a veces explotado por la industria, el comercio y la política. Porque, en gran mayoría, han asumido completamente en serio ese papel otorgado y son muchos los que se salen de su clase social para integrarse en el sector de edad, dotado como tal de ideología, costumbres y distintivos propios. Sus gustos, su atuendo, los locales y lugares que frecuentan, y en no pocos casos su concepción de la moral privada y pública, no sólo los afirman en su condición juvenil, sino que les sirven para exhibir una oposición, rayana en la hostilidad muchas veces, a los que nacieron antes. La juventud les parece una condición sustantiva o, cuando no, digna de ser vivida como si no hubiera después.
El cheli, jerga, repetimos, más de edad que de clase, es un instrumento al servicio de la identidad del sector, no del individuo. El sociolingüista Basil Bernstein, que ha estudiado fenómenos semejantes en los Estados Unidos, ha concluido que «a pesar de su calor y vitalidad aparentes, este lenguaje se caracteriza fundamentalmente, y en el sentido literal del término, por su impersonalidad». Y que es esa impersonalidad la que permite a sus hablantes «recurrir sin preocupación y sin ningún sentimiento de vergüenza o de culpabilidad a términos brutales, carentes de finura, y a adoptar comportamientos acordes con esos términos». Así, no es raro que cualquier fric pueda decirle a una chorba o chica de su grupo que tiene unas cachas molonas, esto es, unas piernas bonitas, y obrar en consecuencia, si ella se deja, picándosela, clavándosela o tabicándosela.
El santo y seña, la pieza decisiva del cheli básico es, me parece, el jo, macho. Para quienes —ellos y ellas— no dominan a fondo la jerga, esa frasecilla interjectiva, repitiéndola mucho, expresa una vehemente voluntad de participación. En cursos más avanzados, la fonética, el léxico y hasta la sintaxis despliegan sus peculiaridades, algunas supervivientes del slang achulado o agitanado vigente desde el siglo anterior. Otras, por el contrario, son de creación original, mediante metáforas, anglicismos, deformación de vocablos o adopción de nuevos sentidos. Concentrándonos en el vocabulario (debo advertir que se modifica con bastante rapidez y que sus acepciones son difíciles de definir con brevedad), he aquí unas muestras: movida es una «acción extraordinaria o particularmente intensa»; tronco significa «amigo», como colega (pero ésta es voz más propia del hampa); basca, «peña o grupo de troncos»; paliza, «pelma»; calandrias, «pesetas»; tejo oguil, «duro»; marchoso, «activo, decidido, divertido, audaz»; jula o julandrón, «marica»; ligar, «conseguir»; amuermarse, «aburrirse»; carroza, en principio, «miembro del rollo que los troncos consideran ya pasado de edad», y por extensión, «persona mayor, solemne, que el rollo ni toma en consideración». En bocata, «bocadillo»; vinate, «un vino»; fumata, «acción de fumar tabaco o drogas», y camarata, «camarero», se observan los sufijos preferidos por el cheli. Demasiao (combinado a veces por tu mach) ha especializado una función autónoma (un coche demasiao) con el significado de «excesivo»; cuenta con la variante barcelonesa (qué) fuerte, ya bastante difundida por Madrid. Están luego las frases hechas, algunas verdaderamente expresivas: me enrolla cantidá, «me gusta mucho»; montárselo guapo, «hacer bien una cosa»; sentir las vibraciones de alguien, «sentirse identificado con él»; ir la priva cantidá, «gustar el alcohol»; echarse unos pelotazos, «tomarse unas copas»; ser algo un mosqueo, «suscitar algo sospechas»; jalarse una rosca o un donut, «besarse», y tal vez bastante más; marcárselo guapísimo, «hacerlo bien»; ligar bronce, «ponerse moreno»; ser de lo más crudo, «ser desmesurado en procedimiento y consecuencias».
El ámbito conceptual de esta jerga, como el de todas las de su tipo, resulta muy limitado: alude a procesos anímicos rudimentarios, como aburrirse, divertirse o lucirse; al trato sexual, a personas del círculo, a valoraciones simples de personas y objetos. Si el individuo flipa, es decir, fuma drogas menores, o esnifa inhalando cocaína y consume otros tóxicos, su vocabulario aumenta: el caballo es la heroína que se mete o inyecta; el costo, el chocolate o tate, la mandanga o el fumo designan el hachís; el porro, la trompeta, el canuto, el cono o el varillo aluden al cigarro de tabaco con hachís o marihuana, que sube, pega o coloca; tirar un talego significa «comprar mil pesetas de hachís»; el camello o «vendedor intermediario» trata de que esté bien pasao, es decir, «ventajosamente adquirido»; su enemiga, la brigada de estupefacientes, se llama la estupa. El adicto ya saturado por la droga está colgao; por extensión, también lo está quien, sin consumirla, se considera vencido por la adversidad.
Como fenómeno sociolingüístico, el cheli brinda problemas interesantes a un investigador que profundice en su estudio. Como indicio social, como síntoma debería ser cuidadosamente observado por quienes deben: tal vez tenga más trascendencia que la de mera curiosidad o moda y las conclusiones pueden ser desoladoras. Donde sí ha rendido frutos el cheli es en el ámbito estético, al emplearlo un prosista de excepción: Francisco Umbral (sus émulos no cuentan). De igual modo que utilizaron Quevedo, Barrionuevo, Solís, Mendoza y tantos otros la junciana o germanía; o Valle-Inclán y Arniches, los timos jergales tabernarios, delincuentes o simplemente suburbiales. He leído y oído ataques a Umbral por servirse del cheli; también los recibió Valle-Inclán; y Quevedo, que tanto molestaba por esa y por otras razones, contó con un Tribunal de la justa Venganza. Siempre hay un tribunal dispuesto a condenar a un artista cuando éste piensa que lo que pasa en la calle no son simples eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Pero éste es otro cantar.
La modernidad exige el circunloquio. Nuestro viejo idioma se nos estaba muriendo de casto y de sencillo, pero han acudido a salvarlo los perifrásticos, que huyen de los atajos como los navíos de las sirtes. Hoy, al igual que todos los domingos, me he pertrechado de varios periódicos para compensar las prisas con que he de mirar sólo los titulares en los días de trabajo. Y enterado ya a fondo de todas las desventuras del mundo, me he aplicado a la curiosa comprobación del tiempo que he perdido deambulando por los laberintos verbales de las noticias. No lo he medido, pero es mucho: tal vez un tercio de exceso, si se tiene en cuenta el que hay que consumir desentrañando enigmas.
Por ejemplo este: de un grupo de creyentes se afirma que están haciendo «experiencias de oración en un contexto de comunidad». ¿Entenderá alguien, leyendo a velocidad normal, que a lo que se dedican tales creyentes es a la plegaria en común? (Gran novedad, por cierto). La charada no es fácil, y descifrarla exige el concurso de tantas potencias como un teorema lógico. Al resolverla y quedarse uno con aquel resultado, es natural que la cólera se desate contra el escribidor por habernos arrebatado un trocito de vida tan tontamente. Sin salir de lo religioso, otro despacho habla del grave accidente sufrido en Brasil por una «expedición de peregrinos»; era, claro, una peregrinación o romería, pero contemplada por el redactor como un equipo de exploradores de la Antártida.
El rodeo se impone; al alegre curso del torrente se está prefiriendo el largo e insulso meandro sintáctico. Es notable la aversión al vocablo simple cuando éste puede descomponerse en un verbo seguido de complemento que significan aproximadamente lo mismo. Ahí están, empedrando el lenguaje periodístico —y también el de los libros— dar comienzo por comenzar, darse a la fuga por fugarse, y mil perífrasis de este jaez: poner de manifiesto, dar por finalizado, tomar el acuerdo, hacer público, dar aviso, poner fin, mantener una conversación, realizar una entrevista, hacer entrega, ser objeto de una agresión… Todos estos excesos pueden evitarse con verbos simples de una precisión absoluta. No es que tales expresiones sean incorrectas, pero hace aborrecerlas su exclusividad y frecuencia. Resultan, por otra parte, sintomáticas del automatismo con que sus usuarios hablan y escriben, y, en definitiva, de su penuria mental, de su falta de familiaridad con las raíces populares e históricas de su lengua.
Es este gusto el que hoy parece ausente de multitud de personas —periodistas, políticos, profesores— que hacen uso público de la palabra. No pretendemos que cada uno se erija en casticista rancio o en purista intolerante. Ambas actitudes parecen igualmente antipáticas por lo que tienen de cerradas al necesario progreso de las lenguas. Cuando un objeto nuevo o un concepto inédito se incorporan a la vida común, hay que darles nombre, tomándolo si es preciso de otras lenguas. El Padre Feijoo se burlaba de quienes proscribían tozudamente los préstamos, y preferían inventar o adaptar vocablos de la lengua propia: «Hacen lo que los pobres soberbios —decía—, que quieren más hambrear que pedir». No se trata de ser pobres soberbios, pero tampoco de aceptarlo todo como limosna y, aún menos, de triturar nuestro propio patrimonio.
Para ello hay que conocerlo y amarlo. Es lo que va faltando: el amor que nace del conocer. ¿Cuánto leen con la finalidad de poseer mejor su idioma quienes deben usarlo como herramienta de trabajo? Me temo que no abundan las excepciones en la desidia general. Y es, sin embargo, la lectura la que va edificando la conciencia lingüística, la que perfila los rasgos de lo que antiguamente se llamaba el «genio de la lengua». Es decir, la propiedad que una lengua tiene de ser ella misma, y que, impresa en la mente de sus hablantes, les permite dilucidar cuanto la viola, hasta sentirlo como insufrible. Paradójicamente, esa conciencia es más nítida en el pueblo llano que en muchos «cultos»; pero éstos pueden arrebatársela pronto al pueblo llano, que es siempre débil ante sus agresiones. Oí días pasados en el aeropuerto de Málaga un fragmento de la conversación de un mecánico que, desde el vestíbulo, se comunicaba por medio de un radiotransmisor con un compañero que trabajaba dentro de un avión: «¿Está ya arreglado ese asiento?», preguntaba el de fuera. Y la contestación fue: «Ciento por ciento afirmativo». Póngase a la respuesta acento andaluz, y se tendrá un anticipo de lo que puede ser en unos años el castellano popular.
Los rodeos perifrásticos del tipo reseñado, mejor dicho, su abuso, no corresponden al genio de nuestra lengua; quienes los emplean deberían esforzarse, si no en evitarlos por completo, en emplearlos con tiento: que no jubilen los verbos simples. Y cuando los utilizan, sería muy aconsejable que no cometieran disparates. Hay uno que pulula por doquier, y que registro dos veces en un periódico de hoy. Una noticia da cuenta de un atraco: «tres individuos armados hicieron acto de presencia en una sucursal bancaria, y se llevaron dos millones de pesetas». Otra asegura que durante la manifestación pacífica de unos obreros, la policía no hizo acto de presencia. Está claro que ambos redactores, amiguísimos del meandro, han querido evitar los llanos verbos presentarse, aparecer u otro cualquiera que allí hiciera buen papel. Lo de acto de presencia les resultaba más fino, más culto, infinitamente más actual.
Lo malo es que tal expresión quiere decir: «Asistencia breve y puramente formularia a una reunión o ceremonia». Hago acto de presencia, por ejemplo, en el homenaje a un amigo, cuando no puedo asistir a todo él, y me presento allí para manifestarle mi adhesión con sólo unas palabras de saludo: se trata, como dice la Academia, de una «asistencia breve y formularia». ¿Era eso lo que hicieron los atracadores del banco, que metieron el resuello en el cuerpo a una docena de personas, y arramblaron con los dos millones? ¿Faltó la policía a un deber cortés, manteniéndose alejada de la manifestación proletaria? Ciento por ciento afirmativa tendría que ser la respuesta, al modo del malagueño aeroportuario.
Pero está claro que los redactores de las dos noticias, como tantos otros que escriben y dicen eso, no es en la mano donde tienen el Diccionario. Ojalá tampoco lo empleen para elevar la altura del asiento de sus sillas. Porque ya es sabido lo útil que tan voluminoso libro puede resultar para ese fin.
Bajo el patrocinio conjunto de la Universidad de Salamanca y la empresa mejicana de televisión, Televisa, se han celebrado en aquella ciudad, a principios de septiembre, unas conversaciones entre escritores, periodistas y filólogos, para deliberar acerca de qué tenemos que hacer para que el idioma no se nos rompa, y de cómo pueden contribuir a ese objetivo los medios de difusión. Ello permitió que en las viejas aulas salmantinas compitieran en agudeza y arte de ingenio Delibes, Rulfo, Umbral, Cela, Torrente, Zablukobski, Luca de Tena, Fontán, Anson, Hermida…: no pueden nombrarse todos por ser tantos los invitados. Fue unánime el deseo de que el español pueda seguir siendo vínculo de ese enorme trozo de humanidad que lo habla, ya que con él se asegura la pervivencia de muchos de los valores en que millones de hombres y de mujeres creen.
Pronunció Dámaso Alonso la lección inaugural: fue una serena advertencia a quienes ni siquiera sospechan que nuestra lengua puede fragmentarse. La inquietud no es nueva; y fue en América, justamente, donde se manifestó el siglo pasado. Andrés Bello anunció tal posibilidad (y para combatirla compuso su siempre viva Gramática); el colombiano Rufino José Cuervo la presentó como prácticamente inevitable; Menéndez Pidal argumentó contra ellos en 1918, con razones tranquilizadoras: las condiciones de la vida moderna y la difusión de la cultura hacían irrepetibles las circunstancias en que el latín se quebró y se dividió en multitud de lenguas y dialectos neolatinos. Esas razones nos han confortado muchos años a americanos y a españoles, pero ahora crecen los motivos para sentir inquietud. La iniciativa de Televisa, reuniéndonos, no respondía a un móvil especulativo, sino a las dificultades que a diario se le plantean para comunicarse con el público que sigue sus emisiones en gran parte del continente americano.
Repito: Dámaso Alonso puso magistralmente las cosas en su punto. La fragmentación del castellano no es aún una amenaza inmediata; pero es ciertamente una amenaza. Puso ejemplos: el objeto que en España llamamos bolígrafo recibe seis o siete nombres diferentes en el ámbito hispánico. Si esta facilidad de dispersión léxica se multiplica por los cientos y cientos de objetos impuestos por la vida moderna que hay que nombrar y adjetivar, y cuyas acciones se precisa referir, la ruptura puede acontecer quizá con rapidez insospechada.
En las conversaciones salmantinas, estos temores manifestados por el director de la Academia Española aparecieron y reaparecieron numerosas veces. Para atenuarlos o aumentarlos, según los talantes, pero sin desecharlos nunca. Yo mismo hube de advertir cómo la disgregación idiomática es ya un hecho, según algunos filólogos catastrofistas: el uruguayo Roña, el soviético Stepanov o el checo Bartos. Y en el discurso de clausura, en el cual presenté las conclusiones del simposio, advertí de qué modo sin la acción coordinada de los sistemas docentes y de las Academias de todos los países hispanohablantes, y sin la atención rigurosa que deben prestar quienes hablan y escriben para el público a cómo lo hacen, las predicciones sombrías de Cuervo distan de ser fantásticas.
Se expuso —expuse— en nuestras reuniones la necesidad de llegar por consenso a una cierta «normalización» del idioma en los periódicos y en los medios audiovisuales. Según mi intención, «normalizar» significa tan sólo (y nada menos) esto: en la prensa escrita y en ciertos programas de radio y de televisión, se habría de poner buen cuidado en emplear sólo el español que, en todo su dominio, se reconoce como «buen español»; en introducir los vocablos nuevos uniformemente; y en corregir con suavidad y cuando aún se esté a tiempo las divergencias ya establecidas. No creo, por ejemplo, que fuera imposible, aunque sí larga tarea, ir eliminando del español de España los feos anglicismos aparcar, aparcamiento, sustituyéndolos por estacionar y estacionamiento, normalmente preferidos en América, con lo cual, en ese punto, se suprimiría una innecesaria diferencia. Radio, televisión y prensa, acordes, podrían cerrar centenares de brechas abiertas en la unidad del idioma por la irreflexión o el capricho, sin olvidar nunca que las soluciones americanas son, en multitud de casos, preferibles a las nuestras.
Tal vez el término normalizar no sea muy afortunado, porque suscitó las reservas de que ese intento frenaría el libre crecimiento del idioma, coartaría la creatividad artística y produciría una especie de español homogeneizado y soso. Pero está bien claro que tales peligros no existen. Por lo pronto, la normalización sólo habría de afectar a la lengua de los medios de difusión, no a los escritores, que, para serlo, necesitan inventar su idioma (a veces, su dialecto). La expansión del castellano no sería limitada, sino encauzada para evitar la superfetación del léxico. El temor de que se produjera una prosa informativa insípida, se justifica aún menos, porque es exactamente el efecto contrario el que se buscaría normalizando: ya hemos dicho que se trataría de emplear un buen español. Y esto impondría el deber de estudiar con ahínco el idioma para movilizar las posibilidades todas que ofrece, y que a causa de la incuria actual, debida por partes iguales a pereza e incultura, están siendo olvidadas por abundantes informadores.
Una sola muestra particularmente irritante. Invito a mis posibles lectores españoles (no sé si sucede lo mismo en América, por lo que he de limitar mi invitación) a recorrer con atención los diarios o las revistas, y a escuchar cualquier emisión de radio o de televisión en busca de los verbos acabar, terminar o concluir. Lo normal será que no lean u oigan más que finalizar: todo finaliza, nada acaba, termina o concluye. La prensa y el gremio casi unánime del micro han decidido jubilar esos tres verbos españoles, y privilegiar con su sobo al otro, por completo inocente de tal idolatría. Muy formalmente solicito de quienes me leen esta comprobación, para exhortarles a una cruzada que rescate a aquellos exiliados. Oigan un rato las conexiones dominicales de radio que informan sobre la marcha de los encuentros de fútbol; conecten la televisión cuando va dando cuenta de los resultados, y los partidos están a punto de…: torrentes de finalizar se precipitan, se empujan por los altavoces en incontenible y mareante hemorragia.
¿Qué ocurriría si a tales demóstenes del estadio, que pecan más porque tienen más ocasiones, se les invitara a «normalizar» su idioma? Muchos de ellos fruncirían el ceño y se aprestarían a defender la libertad que profesan, afirmando no estar dispuestos a perder ni un céntimo de sus tesoros expresivos. Finalizarían enfadándose.
He aquí literalmente transcrita la pregunta que un locutor radiofónico lanzó hace poco, en una entrevista, a un director de cine: «¿No crees que, a nivel de imagen, tu cine ha evolucionado de alguna manera hasta hacerse como más autónomo semióticamente?». Yo iba conduciendo cuando oí esto, y hube de orillar el coche y detenerme para cobrar aliento. Me pareció un milagro que todo siguiera en pie, y que la gente continuara yendo a sus asuntos como si aquel hecho no se hubiera producido. ¿Cuánta es la resistencia de la ciudad, capaz de encajar sin daño aparente las ondas miasmáticas que la acribillan creando tan densa contaminación verbal? Ni siquiera al entrevistado le afectó la pregunta, pues respondió que sí, que su cine, «a nivel de imagen», se había hecho «como más autónomo», «semióticamente», «de alguna manera». Y continuó vivo.
Prescindamos del síntoma anivelista revelador por sí solo de grave afección del espíritu; dejemos también ese «como» seguido de adjetivo o participio («Lo engaña su mujer y está como muy enfadado»), que añade importantes motivos de alarma al anterior; no toquemos la semiótica, flor lábil que nace del corazón mismo del caos: de todo ello será preciso hablar en otras ocasiones. Y quedémonos con el último tic: ese de alguna manera que monstruosamente multiplicado, como se dice de las células malignas, invade todos los resquicios de la prolación hispana, sobre todo si se manifiesta en público. Oigan la radio y la televisión, escuchen a entrevistadores y entrevistados, e intenten llevar cuenta de las veces que dicen de alguna manera, más fácil resultará contar los rayos del sol. Tal hiperplasia obedecerá a algún motivo, y no es desdeñable la curiosidad de dar con él.
Como de casi todo, cabe de este fenómeno una explicación consoladora, que ya ha sido propuesta —defendida por escrito y, conmigo, de palabra— por un ilustre pensador y agudo intérprete de cuanto nos pasa. Dice, y me decía, que ese melindre, esa atenuación de lo que se afirma («Acabarán dándose cuenta de que las huelgas constituyen un atentado contra la democracia, de alguna manera más grave que el terrorismo»), sobre todo, combinado con un yo diría que, es un indicio positivo de que nuestro secular dogmatismo se tambalea, y de que viene a sustituirlo una especie de duda metódica ante las cosas, como adelantada de una nueva actitud más racional y flexible. ¡Cuánto bueno nos sucedería si tal sucediera, si nuestras aserciones, tajantes, secas y radicales, admitieran el merodeo de una sospecha de error, de un reconocimiento de que otro puede pensar sin pecar cosa distinta, de que la opinión que avanzo no tiene vocación de espada, sino, al menos en la forma, una textura amable y retráctil!: «esto que digo —vendría a significar el tic— es falible; puede ser verdadero de alguna manera, pero tal vez no tanto si se considera de otro modo». Insisto: nada mejor podría ocurrimos.
No negaré un origen cortés a la irrupción de la triunfante muletilla. Y también una cierta prudencia: el locutor de marras se exponía a que el cineasta le contestase que no había tenido intención de acentuar la autonomía semiótica de la imagen. Y a que, incluso, le enfureciera tal posibilidad. Una opinión suavizada con el de alguna manera, puede afrontar con menos desdoro el «de ninguna manera». Pero ¿qué ocurre cuando lo que se dice es de clavo pasado, y ni de lejos admite más que una manera? He aquí ejemplos de periódicos que tengo anotados en mi cuaderno:
«Puede asegurarse, de alguna manera, que la traída de los restos de Alfonso XIII al panteón de El Escorial constituye una reparación histórica». «La huelga de la Seat encubre de alguna manera una pugna desesperada de las dos centrales sindicales más poderosas para extender sus áreas de influencia». «El temporal de nieve ha quebrantado de alguna manera la economía de la región valenciana». «Los teólogos españoles que han firmado el documento para solidarizarse de alguna manera con Küng, son, en gran numero, jesuítas».
Difícilmente podrán interpretarse como síntomas de aprensión cartesiana tales simplezas. El de alguna manera, en esas frases, no es que sea prescindible: es que está en ellas con la misma oportunidad que una nevera en un glaciar. Pero es la moda: hay que meterlo, a cuento o no, en cualquier rincón de lo hablado o de lo escrito, con la intención de quedar chic. Es un rasgo de distinción, un charme, un touch de elegancia inigualable. Y, por tanto, insufrible. En el lenguaje oral —donde sin duda entró primero—, admitiendo el propósito de cautela expresiva como inductor cumple otros fines que se sobreañaden al meramente lindo de la escritura: ayuda a la fluencia del discurso, a la soltura de quienes creen que ésta es condición inexcusable para quedar bien. Lo emplean los alumnos en las exposiciones de clases, los artistas de cine, teatro y cabaré cuando comparecen ante los micros para ponerse o mantenerse en candelero, los políticos que temen defraudar a la afición… Se oye ya —cosa atroz— en las juntas universitarias. Y, claro, lo proyectan, como con arma de repetición los locutores, especialmente cuando no leen: apenas precisan de una fracción de segundo para ver cómo han de seguir, allí está el de alguna manera, eslaboncillo, engrudo y trampolín a un tiempo.
Se explica que los profesionales de la palabra quieran ofrecer una imagen satisfactoria de su caudal oratorio, y hasta que apelen a alguna trampa. Bien está el excipiente cuando sepan que lo es, que se trata de una apelación in extremis, de un clavo ardiendo al que agarrarse excepcionalmente. Pero no si es frecuente, único y estimado como flor fragante del discurso: entonces resulta deletéreo y contaminante. Y como una hora de audición hertziana ejerce más influjo sobre la población que un entero curso escolar en las aulas, pronto habrá masas enormes de ciudadanos ornando lo que dicen con el primoroso tic. («A esta sopa le falta sal de alguna manera»; «¿Vamos esta tarde de alguna manera al cine?»).
Que se exprese bien una sociedad ha de ser un primordial objetivo educativo. Pero hablar bien no quiere decir hablar rápido y seguido, o con piezas ociosas de quitaipón, sino establecer una correspondencia justa entre lo que se quiere decir y lo que se dice. A quienes no aspiramos a quintilianos ni a jerónimos, a quienes no soñamos con ser milagros del foro, el parlamento o el micro, no debe importarnos el titubeo aunque nuestra profesión o una ocasión cualquiera nos obliguen a hablar en público. Nadie me inspira más confianza que aquel que, aun con dotes de fluencia verbal, vacila pugnando por hallar una expresión exacta. Se cuenta no sé con qué verdad, que un estilo titubeante fue muy característico de algunos miembros ilustres de la Institución Libre de Enseñanza; y que se hizo puro amaneramiento en ciertos epígonos suyos, los cuales tartamudeaban para alardear de grave seso. Ni en un extremo ni en otro está lo deseable: ni en hablar entre colapsos, ni en dar bastonazos de esquí —de alguna manera— al discurso para que corra.
Cualquier consumidor de información habrá notado la tremenda dosis de este verbo que últimamente se ha inyectado al producto. Ningún ejemplo mejor podría aducirse para probar la influencia casi monstruosa que ejercen los medios de difusión sobre la lengua común. Reconducir era desde antiguo un término jurídico que significaba «prorrogar un arrendamiento», y vivía lánguidamente en el idioma. Estoy seguro de que ningún arrendador proponía al arrendatario reconducir el contrato: se limitaba a subirle el importe. Pero, claro, no es ésta la acepción que se da al vocablo restaurado desde principios del presente año, como enseguida vamos a ver. De momento, limitémonos a constatar su bulliciosa presencia en noticias y noticiarios españoles.
La velocidad con que hoy se propagan las novedades idiomáticas es vertiginosa. En tiempos pasados tardaban años en ser aceptadas, y esa larga duración del proceso actuaba de filtro que retenía la suciedad y sólo concedía visado a lo útil. Tomemos como muestra el sustantivo esplendor. Se documenta ya en el siglo XIV; lo empleaban algunos doctos para alatinar e ilustrar su estilo, pero pululó durante cientos de años por los arrabales del idioma sin entrar. Cuando a Góngora se le ocurrió usarlo, cayeron sobre poeta y vocablo denuestos enardecidos; los discípulos del cordobés emplearon pródigamente esplendor a lo largo del XVII, pero era en pláticas de poetas de las que nadie hizo caso. Sólo los imitaban algunos predicadores ansiosos de empedrar la palabra divina con gemas preciosas, pero dieron en ridículos fraigerundios y recibieron a medidados del XVIII el palmetazo de Isla por valerse de aquel osado latinismo (y de otros como festivo, cóncavo o diáfano), aunque ya llevaba cuatro siglos llamando a la puerta, no había logrado penetrar en la ciudad de los hablantes. Seguía siendo risible para el sentido lingüístico común, encarnado por el jesuita. Y eso que ya figuraba en el Diccionario de Autoridades, porque la Academia no podía desairar a sus eminentes padrinos.
Hasta el ochocientos no se estableció la normal circulación de esplendor. En sólo un poema de Espronceda, el Himno al sol, lo hallo con cinco vocablos más que también reprocharon a Góngora: trémulo, desvanecerse, radiante, resplandor y piélago, igualmente vagabundos por el idioma desde la Edad Media. No sólo se documentan en la poesía: andan ya por los escritos más ordinarios. ¿Qué había propiciado un triunfo tan repentino? Ni más ni menos que el desarrollo de la prensa; los escritores del XIX solían ser políticos y periodistas y su contacto con el público era directo, extenso y frecuente. Mediaban entre las innovaciones y los hablantes con extraordinaria eficacia. Esas innovaciones podían ser viejos latinismos como los citados, o voces tomadas de lenguas modernas.
La función mediadora del político y del periodista ha multiplicado hoy increíblemente su poder. Una sola agencia de noticias, con el resonador de docenas y aun centenares de periódicos y emisoras, hace que cualquier novedad de lenguaje entre por los ojos y los oídos de millones de hablantes; si se reitera, si se martillea con ella, los hablantes acabarán acogiéndola. Lo cual parece saludable cuando la invención es buena, pero ¿qué ocurre cuando se trata de una simple memez (a nivel de, en base a, de alguna manera…)?
Muy distinta a la marcha de esplendor es la que lleva reconducir. Todos sabemos demasiado bien que, a comienzos de enero, la Unión de Centro Democrático y el Gobierno anunciaron su decisión de abandonar el artículo 151 de la Constitución como vía para acceder a las autonomías regionales, y adoptar la que regula el artículo 143. Dicho partido y su Gobierno habían alentado hasta entonces el procedimiento expedito, ofreciéndolo incluso a regiones que, de ser consultadas, hubieran contestado con un «no, gracias». La mecha, sin embargo, estaba prendida, y el aire del súbito paso atrás encendió la llama de la protesta, fundada en vejación: bien reciente está el referéndum andaluz, réplica justa de la dignidad ofendida. Partido y Gobierno están intentando sofocar el incendio con la mezcla extintora de dos verbos: se trata, dicen, de racionalizar el proceso autonómico, y de reconducirlo según el artículo lento.
¿Qué acepción dan a esta última voz? Ya hemos visto cómo la Academia sólo sanciona el de «prorrogar un arrendamiento», que aquí no es aplicable. Pero algunos diccionarios —M. Moliner, Larousse español— añaden otra: «conducir o llevar una cosa al sitio de donde ha salido o ha sido traída», «llevar de nuevo una cosa a donde estaba». Tal es el significado que le daba A. García Valdecasas (1965) cuando, tras referirse a algunas preguntas que Kant había formulado, asegura: «Años más tarde recondujo las tres, como a su fundamento último, a la pregunta: ¿Qué es el hombre?». El vocablo, pues, aunque muy escasamente, funcionaba ya para indicar la marcha atrás en un proceso iniciado que no se desarrollaba a gusto.
El reconducir ucedista habría de significar, por tanto, según esta acepción, que el Gobierno daba marcha atrás en esa fenomenal algarabía. Acepción que sería inconstitucional, y fuera del alcance de los aprendices de brujo. Ahora bien, ese verbo, hábilmente interpretado, sugería también la significación de «conducir otra vez», igual que rehacer es «hacer nuevamente»; y ésa es la sugerencia que se ha estimulado. Al vehículo autonómico no se le detiene; simplemente, se le hace entrar por otro camino, de velocidad limitada pero cuyo final es el mismo paraíso. Es esta acepción, insisto, «avanzar por otra vía», la que se infla debilitando la otra, la del retroceso previo. Más o menos, a reconducir se le hace sinónimo de rectificar o variar el rumbo, y ese sentido triunfa sobre el que se iba dibujando en los diccionarios y en las escasas muestras de su empleo anterior. Pero entonces, se dirá, ¿por qué no habla directamente el Gobierno de rectificar? Sencillamente porque los gobiernos no pueden rectificar: no se equivocan. Con el verbo reconducir ha venido Dios a salvarlos.
El vocablo, dotado de su nuevo meollo significativo, cuenta, pues, con cuatro meses escasos de vida, pero posee ya la fuerza de un jayán. Con total audacia se ha salido de sus casillas originarias —el incendio autonomista—, y empieza a funcionar por su cuenta en otras circunstancias. Aún está próxima a ellas en este empleo a que lo somete un líder de Castilla: «Espero que los partidos políticos puedan reconducir sus criterios hacia posiciones más favorables al Estatuto». Modificar, cambiar, reconsiderar y otros vocablos tan indígenas no le sirven a este demóstenes meseteño. Pero en una sección de crítica televisiva, su titular juzga una emisión nocturna de los viernes —sólo he visto una, y no fue sonrojo sino rubéola lo que me acometió— con estas palabras: «Si ese programa aspira a conseguir sus propósitos, habrá que reconducirlo». ¿Adonde? ¿Al juzgado más próximo?
Bien, ahí está el flamante reconducir; se reconducen las autonomías, los criterios y los programas de televisión. Dentro de nada, quienes concursen en estos últimos y se equivoquen sobre el color del caballo blanco de Santiago, preguntarán al jurado: «¿Puedo reconducir mi respuesta?». No faltarán tampoco los diputados que pidan la palabra para una reconducción.
El editor barcelonés Puvill acaba de publicar un facsímil de la Revista Nueva, que en 1899 —nótese la fecha— sacó a luz L. Ruiz Contreras. Es un testimonio apasionante de las reacciones españolas —ira, esperanza, bochorno y anhelo de progreso— ante el desastre; también de las estéticas que se disputaban el derecho a expresar una nueva ética nacional. Abundan las reflexiones sobre el lenguaje. Pío Baroja, por ejemplo, trazando una «patología del golfo», ilumina sobre el alcance y difusión de este término por las conversaciones madrileñas; Unamuno, a su vez, gesticula cargado de razones contra el purismo y lanza una consigna para que el idioma se ponga a la altura de sus destinos: «Hay que hacer el español internacional con el castellano, y si éste ofreciese resistencia, sobre él, sin él o contra él». Una idea, evidentemente obvia, vertebra sus alegatos: la de que el castellano dio su «núcleo de concentración y unidad» al pueblo español. Su gran amigo P. Jiménez Ilundáin, como haciéndole eco, pocos meses más tarde, presentaba apocalípticamente esa idea en un largo ensayo sobre «El separatismo en España». En aquellos momentos de magno desánimo, Ilundáin ve el país sumido en un proceso de disolución: si el castellano ha construido la nación, los embates que ésta sufre por ímpetu de los separatismos acabarán con ella. Y si tales movimientos triunfan, «Cataluña o Vizcaya, por ejemplo, serán al poco tiempo países no sólo enemigos, sino absolutamente extraños al pueblo español», cosa que nunca ocurrirá, piensa, con los países americanos, porque nos ata a ellos el vínculo irrompible de la lengua.
Son trenos jeremíacos los que profiere en su ambiguo escrito este asiduo corresponsal de don Miguel; no ve peligrar, asegura, la comunidad de sus compatriotas, cualquiera que sea la organización que se den, «sino en el caso de que la parte separada abandone la lengua que les era común». Y advierte que «catalanes, gallegos y vascos han empezado por aquí, y a nadie le costará gran trabajo discurrir dónde pararán más o menos pronto, si los españoles de lengua castellana, adquiriendo de nuevo el nervio y buen sentido de la raza que perdieron, no se empeñan en afianzar para siempre esta unidad que se deshace, imponiendo a buenas o a malas su lengua, con exclusión de otra cualquiera».
Como Ilundáin escribe mal, no acierto a entender el sentido último de sus palabras: ignoro si tienen o les falta un tinte irónico que las salve. Pero es lo cierto que, pocos lustros después, se realizó la absurda y cruel experiencia de imponer «a malas» el idioma castellano para excluir de España los demás, y el resultado ahí lo tenemos: por gran parte del territorio se fruncen ceños o se alzan gestos hostiles contra la lengua del centro. Hay, incluso, quienes, en las zonas castellanohablantes, lamentan carecer de un idioma propio, y esgrimen sus peculiaridades dialectales como blasón distintivo.
La democracia ha tenido, entre otras virtudes, la de sacar a luz conflictos que se estaban pudriendo, como este de la convivencia idiomática, dificilísima ya a fuerza de torpezas represoras. Pero la reacción amenaza con ser de signo idéntico y contrario, sin que nadie parezca decidido a parar de una vez el péndulo. A un secular impulso expansivo del castellano, en gran medida espontáneo aunque envenenado por las represiones, está sucediendo el de rechazo que niega obstinadamente a aquél toda legitimidad histórica. Y si la imposición de la lengua central servía claramente un designio político, otros designios de ese mismo carácter sirven muchos proyectos actuales para reducirla y amenguar su ámbito. Las lenguas son inocentes, pero sirven como armas dóciles a quienes saben instrumentalizarlas con astucia. Mientras la hegemonía obligada del castellano obedecía a un plan de Estado uniformador más que unificador, las reticencias u hostilidades contra él pueden deberse, en muchos casos, tanto o más que a salvaguardar las lenguas antes oprimidas, a un propósito debilitador del Estado, que se ampara con el sagrado derecho a defender el mayor tesoro espiritual de cada pueblo, que es su idioma propio.
Detrás de todo conflicto idiomático hay siempre un problema político grave. Lo penoso es que se libre en aquel terreno el combate que debiera ventilarse en éste. La lengua castellana no tiene culpa, ni es parte en la contienda que ahora encrespa los ánimos. La cuál se funda en un formidable deseo de corregir la historia, de hacer volver atrás las aguas y de ordenar de otro modo las relaciones territoriales y políticas de la vieja España. Sin embargo, sólo unos pocos hablan claramente: los que se baten por romper su unidad y quienes niegan con tozudez que unidad y variedad sean compatibles. Los radicales, en suma, de las partes o del todo. Entre ambos extremos, el Gobierno —los Gobiernos—, los partidos, los sindicatos, los grupos ciudadanos, obran con una deliberada ambigüedad, y el problema de fondo, el de cómo ha de organizarse lo que es aún la nación, se va enmascarando y aplazando, mientras en la superficie bullen los litigios idiomáticos, en gran parte de los cuales el castellano suele pleitear ahora como parte más débil.
Millones de ciudadanos asistimos con estupor a estas reyertas, no resueltas por la Constitución ni por un planteamiento riguroso y sereno del problema de fondo, el de cómo va a ser —si va a ser— España. Puede ocurrir que ésta sea sólo un nombre, como muchos pretenden, o que constituya una sólida realidad, según pensamos tal vez muchos más. Pero, aun ateniéndonos a lo que bulle en la superficie, la pugna entre las lenguas, nadie, salvo los radicales de ambos polos, lo encara con nitidez. Si existe la voluntad de mantener la unidad estatal del país, el castellano —el español— debe ser protegido y no asediado (y no me refiero, claro, a la simple protección de las leyes). Nadie sensato piensa ya en imponerlo ni en desalojar con él, a lo Ilundáin, las demás lenguas. Son los hablantes de éstas quienes deben decidir si en su horizonte político figura o no la nación común. Y si su decisión es afirmativa, el castellano no puede resultarles huésped, ni ingrato, ni incómodo. El argumento de Unamuno sigue en pie: el castellano dio su «núcleo de concentración y unidad» a los españoles.
Hace pocos meses, el director de la revista parisiense Éléments, Michel Marmin, publicó un opúsculo titulado Destín du français. Afronta en él problemas que se dan en la lengua vecina igual que en la nuestra; pero el principal parece radicalmente diverso. Marmin afirma, en efecto: «El destino de la lengua francesa es muy rigurosamene consustancial con el de Francia. Aun añadiría, para precisar, esta verdad: que la lengua francesa no tiene más razón de ser que la de Francia». Nuestra situación es muy diferente, porque el castellano, aunque redujera su ámbito y malviviese en España, tendría su razón de ser en América; gracias a América aseguraría su presencia fundamental en el mundo. Por otra parte, la relación idioma-nación hay que invertirla en nuestro caso, pues es el destino de España el que depende de la lengua castellana, y no al revés. Ojalá todos, incluidos los políticos todos, tuviéramos noticia clara de este hecho; porque los síntomas son de que sólo algunos la poseen.
He sacrificado un día de mis vacaciones rompiendo papeles; quiérese decir que me las he acortado en un día, porque romper papeles es uno de los trabajos más arduos que conozco: obliga a tomar decisiones durante horas y horas, igual que un ejecutivo. ¿Cómo estar seguro de que esto carece de importancia y de que esto otro, en cambio, merece el honor de la carpeta? Entre medio metro cúbico de invitaciones, participaciones, recibos, recetas, prospectos, catálogos y oficios, aparecen apuntes que no entiendo ya (¿por qué habré anotado en octavillas estas frases de San Agustín, de Persio, de Montaigne…?) y muchos, muchísimos trozos de periódicos que arranco mientras los leo, con un dislate lingüístico en el centro mismo del pellizco. Son, repito, muchos centenares, y hay que hacer una selección para prescindir de los efímeros y conservar los más tenaces, los que merecerán un dardo especial. He aquí algunos de los primeros, demostrativos de la irresponsabilidad con que escriben muchos responsables directos de la salud del idioma español.
Leo, por ejemplo, que «no está aún resuelto el acomodamiento de nuestros atletas en Moscú»; el periodista quería decir acomodo, pero esta palabra tiene un no sé qué de plebeyo si se compara con la otra tan larga y sonora. El mismo tipo de error se observa en la noticia que anuncia una «rueda de consultaciones» en Londres, y en otra que alaba las concertaciones hispano-andinas en política exterior. En los tres casos, los escribidores padecen de empacho sufijal y lo segregan por donde pueden. En el primer ejemplo, como hemos visto, se pega uno a acomodo; en los dos últimos, a consulta y concierto, respectivamente, vocablos a los que tal coda convierte en adefesios. Son víctimas de una carencia absoluta de gusto lingüístico, del horror de sus padres a la lectura, de una falta aflictiva de familiaridad con eso que se llama el genio de la lengua, sin la cual debería estar vedado el uso público de la pluma. Algo parecido le sucede al bárbaro que afirma: «Las noticias de Afganistán no son alarmistas». El quería decir alarmantes, e ignora que alarmista es la «persona que hace cundir noticias alarmantes». Una noticia no puede ser alarmista, puede serlo quien la propaga. Alarmante es lo que alarma, mientras que alarmista es quien tiene intención de alarmar. Esa confusa eminencia del bolígrafo no distinguirá tampoco entre cambiante y cambista, entre colorante y colorista o entre aguante y agüista. El diccionario no les merece ni un saludo a tales artistas (¿o artantes?).
Este baile de vocablos por las desiertas estancias craneanas de muchos que escriben produce filigranas como ésta: «Los tres equipos que están implícitos en el descenso son el Español, el Hércules y el Rayo»; eran cábalas que se hacían antes de acabar la Liga de fútbol, y ese infeliz confundió implícito con implicado. Le pareció más propio y lindo, mucho más esdrújulo. Otro cronista deportivo aseguraba que el árbitro de un partido se irrogó facultades que no tenía: ¡ah, qué vieja y duradera la confusión de arrogarse e irrogar(se)! Cuando un defensa dé un patadón a un delantero contrario, ese cronista afirmará, cómo dudarlo, que aquél le arrogó una grave lesión al atacante (¿o ataquista?).
Pues ¿y los entrevistadores? En mi baúl de las maravillas me ha salido una entrevista con un médico. Tema: el aterrador de los subnormales. El reportero, con notable afán de precisión, inquiere del experto: «¿Qué colectivo de personas de ese tipo hay en España?». Naturalmente, a la cifra que da el doctor hay que añadirle una unidad, porque no revela firme salud mental sustituir el interrogativo cuántas por la alucinante perífrasis qué colectivo de. Imaginemos, si esta sandez llegara a triunfar, preguntando un maestro a sus niños: «¿Qué colectivo son tres por cuatro?», y un mercero a un cliente: «¿Qué colectivo de camisetas se lleva por fin?».
Pero esto ya no es simple confusión, sino pedantería; no constituye error, sino proeza con que el periodista aspira a ser admirado. Porque el informador audaz y moderno, jovial y desenfadado, a quien no arredran las dificultades más que a Bond, es capaz de escribir esto que copio literalmente de un diario madrileño de abril: «Ayer se publicó contemporáneamente en Francia, Italia y Estados Unidos el texto íntegro de una carta del teólogo H. Küng…». ¡Contemporáneamente por simultáneamente o a la vez! No, no es un baile de palabras como los de antes, sino arrogancia de galán, desplante de genio que se pone por montera los diccionarios todos y proclama mirando a los tendidos que el idioma es él.
Escarbo más entre los papeles y me salen tres recortes de sendos periódicos que recogen las declaraciones de un prohombre municipal; defiende en ellas la coalición que gobierna Madrid, frente a los retintines y refunfuños de la oposición. Los tres diarios coinciden al reproducir las palabras del jerifalte; suya es, pues, la responsabilidad cuando afirma: «Esto pone en evidencia nuestra buena fe, y demuestra que la acusación de los ucedistas es falsa»; y más adelante: «…lo que pone en evidencia que se consultó al Ministerio antes de proceder a la demolición». ¡Temible parentesco el de las palabras! Porque si evidenciar significa «hacer patente y manifestar la certeza de una cosa; probar y mostrar que no sólo es cierta, sino clara», ocurre que poner en evidencia, como explica el diccionario, quiere decir «poner en ridículo, en situación desairada». El jerarca de la villa afirmaba, pues, sin saberlo, como M. Jourdain, que la coalición concejil anda haciendo cosas que dan risa.
Otra plaga de la que tengo cosecha opima es la de las metáforas. «El Papa inicia su periplo por seis países de Africa», anunciaba con grandes letras un matutino de la Corte, pero resulta que viajó en avión y que se acercó poco al mar. «En su nueva singladura apostólica…», decía el cuerpo de la noticia; ocurre que singladura es la distancia recorrida por una nave en veinticuatro horas, y que el viaje papal duró varios días. Supongo que en noticias posteriores se afirmaría que Su Santidad fue recibido en olor de multitud (no tengo recortes recientes de esto, pero se lee mucho), el cual es, bien se sabe, muy desagradable olor.
Mi arqueo de papeles me produce material para muchos dardos. Hoy me he limitado a espigar sin orden, porque, después de la fatigosa tarea, no tengo el ánimo muy cartesiano. Ni muy alegre: contemplo con algún espanto estos cientos de pedazos arrancados de periódicos a puro tirón. Contienen todos graves heridas de nuestra lengua.
Cuando a mis veinte años vine a estudiar a Madrid, me bastaba abrir la boca para ser reconocido como «maño». Aparte de que a muchos aragoneses nos repatea el ser llamados «maños», a mí me encocoraba tener una filiación tan transparente. No soy campechano, y por entonces practicaba fanáticamente el ideal de mi paisano Gracián: celarse a muchos, abrirse a pocos, no exhibir los vados para evitar el fácil tránsito. Y como, además, para mi proyecto de ser profesor de español el tonillo era obstáculo, lo combatí con fuerza y casi logré desarraigarlo. El baturro sólo me sale ahora en la conversación familiar y, claro, apenas piso Zaragoza y se me ensancha el alma oyéndolo. Ni fue operación difícil, ni me traumatizó. No me ha quitado tampoco una mota de aragonesismo, cada vez más tenaz en mi alma, y más hondo cuanto más tiempo pasa y más tierras conozco.
Confieso esto porque ahora soplan vientos contrarios, y muchos que tienen el idioma oral como instrumento principal de su oficio —parlamentarios, locutores, abogados, profesores…— alardean de su origen: sueltan la tarabilla con los sones y tonos más acendrados y, a veces, toscamente provinciales, como airón de boina terruñera. Van con su prosapia por delante, y la exhiben antes de que nadie se la pida. Muchos comen de ella o aspiran a hacerlo. No se celan: proclaman. Y están dispuestos a defender su parla, si alguien se atreviera a sugerirles una prudente represión de tipismo. ¿Argumentos? En la babilonia idiomática que es hoy España, no hay sofisma, dislate o necedad que no se haya argüido. Los arbitristas, los locos repúblicos —algunos, no tan locos— están haciendo su septiembre, vendimiando voluntades inseguras y poco informadas. ¿Cómo y cuándo se recompondrá esta babel?
Nuestro problema puede plantearse así: ¿deben las personas que hablan ante audiencias públicas, sobre todo si son de origen regional diverso, esforzarse por ajustar su expresión a la norma castellana culta y común? Este simple planteamiento dejaría perplejo a cualquier europeo de esos a cuya área queremos pertenecer. Y si nos asegurara que, en su país, una buena dicción, horra de localismos, es condición necesaria para quien ha de actuar públicamente, se expondría a las sonrisas inteligentes de muchos entendidos de aquí, que compadecerían tanto prejuicio burgués y tanta sumisión centralista a Londres, París o Estocolmo.
La verdad es que, en España, nunca hemos llegado en esto a puntos de exigencia exquisita. Políticos ha habido siempre, y hombres públicos agilísimos de labia, que jamás soltaron el pelo de sus dehesas fonéticas. Y esto, lejos de producir un rechazo ateniense, caía y cae bien, con gloria incluso para el crisóstomo. Esa comprensión ha solido entenderse como prueba de la llaneza nuestra, que no se para en barras tan delgadas. A mí, tanta llaneza y tanta comprensión me han parecido siempre un claro síntoma de incultura colectiva y de pigricia mental, propias de una tribu de calidades rollizas pero sin finura para saltar ágilmente listones altos.
Hogaño ya no son sólo los proceres; como la radio y la televisión acribillan los espacios de voces, oímos hablar a gentes de todos los pelajes. Descartemos a quienes la falta de instrucción exime de poner cuidado; pero ¡cuántos cientos, miles de ocupantes del micro, con títulos en su haber, comparecen con una dicción estremecedora, de peña de fútbol o ágape de cumpleaños! Incluyo a muchísimos profesionales de la onda hertziana. Pronuncian a la pata la llana, a tumba abierta: seseos, yeísmos, ceceos, aspiraciones, tonos regionales, -aos popularísimos. Insisto: un simple reproche por tan mala conducta puede valerle a uno el dicterio de fascista. Diversas circunstancias me han hecho escuchar abundantemente, estos dos últimos años, emisoras francesas de radio y televisión: he oído a los franceses en las arengas de Censier y en cursos del Collége de France. De veras que, contemplando su ajuste exacto a la pronunciación correcta, la comparación con lo nuestro me ha producido bochorno.
¡Claro! Francia, cumbre del centralismo, me arguye enseguida uno de nuestros llanos, de nuestros celosos custodios de las señas de identidad. E Inglaterra, amigo mío, y hasta Italia. Se equivoca usted si cree que eso que, para entendernos, llamamos «español correcto» es algo propio de una región concreta, de esa Castilla ayer dominadora (y hoy miserable) en que usted piensa. O, más exactamente, de Madrid. Porque el buen decir no es un producto geográfico, sino cultural; carece de solar, y vive como un modelo virtual que debe y puede aprenderse en las escuelas y, si no, por un propósito deliberado, si el hablante estima que la posesión de aquel instrumento lo enriquece como persona. Cuando ocurre que, además, ese hablante aspira a manifestarse en público, el conocimiento de tal idioma, de su convencional ortología culta y común, no es —no debería ser— una opción voluntaria, sino una obligación rigurosamente exigida por la sociedad.
Entonces —puede decirme mi oponente airado— lo que usted quiere es que hablemos todos igual, que perdamos nuestras señas de identidad. No, no me entiende usted. Ya le he dicho que, si se me escarba un poco, el baturro me sale con terquedad. Lo que afirmo es que hay signos de identidad para andar por casa (y son fundamentales porque en casa se vive, se goza, se rabia y hasta suele acaecer la muerte), y hay otras, más convencionales pero no menos identificadoras para hablar en público. Me señalan como miembro de una comunidad que, por el esfuerzo de sus miembros (no sólo los castellanos) y por la acción secular de la historia, ha creado nada menos que eso: un idioma de cultura. Si se para a pensar, verá qué pocos pueblos lo han conseguido en el mundo. Y, qué quiere usted, me siento a gusto en ese idioma, y celebraría que se fortaleciese con el respeto de quienes lo hablan. No renuncie, por favor, a nada: ni siquiera a una lengua que tiene perfectamente definidos sus módulos de corrección. Que no están en Madrid, ni en Valladolid, ni en Burgos (donde hay gentes que hablan pésimamente), sino en cualquier español de allí, o de Las Palmas, Alcoy, Lugo o Tafalla que conoce y practica la norma lingüística española.
Ya sé que tratar de estas cosas ahora es como predicar la bula de Cruzada, y más si el sermón es de un académico (por definición, retro, camp y carroza). Tengo la certeza, sin embargo, de que lo viejo y decrépito y chocho, en materia lingüística, es el no hacer nada de unos políticos, y el mucho hacer demente de otros, profesionales o aficionados. Quizá llegue un día en que un partido —¿cuál?; en Francia han sido los de izquierda— inscriba en su programa la igualdad de oportunidades idiomáticas de los ciudadanos, el ideal de que todos participen de la lengua común en su mejor nivel. Ese día habrá nacido en España una idea joven.
Los escolares de antes llamábamos partículas a las palabras invariables de escaso cuerpo fónico ordinariamente. Ese término apenas si tiene hoy vigencia, pero lo emplearemos aquí para delatar su frenesí en la jerga de los políticos y mass media. Porque, en ella, preposiciones, conjunciones y adverbios bailan dislocadamente, sobresaltando la sintaxis y haciendo retemblar el edificio del idioma.
Se afirma con verdad que la introducción de voces nuevas no altera gravemente la identidad de una lengua. El progreso material e intelectual obliga a los pueblos inventores a crear vocablos, y a los otros, a los receptores, a adoptarlos. Gracias a ello, la cultura y la civilización no son privilegio de unos pocos, y pueden ser compartidas. Ya Voltaire, y coincidiendo con él nuestro Feijoo, afirmaban que el purismo empobrece las lenguas. No sólo las lenguas, sino las naciones, si, como suele ocurrir, la obstinación contra los neologismos enmascara la lucha a muerte contra la modernidad. Dado el caso de que las aduanas lingüísticas hubieran funcionado inflexiblemente, aún hablaríamos como pecheros medievales; y viviríamos, por tanto, y pensaríamos como ellos.
Pero no se es moderno por el simple hecho de expresarse como los modernos, de igual modo que unas caderas celulíticas no se estilizan juvenilmente embutiéndolas en blue jeans. Y es esa ridiculez la que practica una multitud de políticos, ejecutivos, periodistas, locutores y demás artistas de la labia. En su intento de elevarse sobre el pelotón pedestre, se hacen remotos de parla; y se nos alzan, claro que se nos alzan, pero al limbo de los necios, dejándonos el idioma como un bebedero de corral. Contra ellos van mis dardos, y no contra quienes, experimentando una necesidad real, traen la palabra precisa de donde está, o la inventan.
No mis dardos: nubes de tábanos deberían abatirse sobre esos pavorreales facilísimos del pío, porque, a lo tonto, están produciendo grave daño al futuro del país. Se me ha honrado invitándome a hablar, en el Congreso Iberoamericano de Asociaciones de Periodistas reunido en junio en Madrid, sobre la unidad de la lengua. Lo esencial de mi exposición puede resumirse en casi un silogismo: España e Hispanoamérica forman un bloque de naciones con un fondo común de valores, creencias y actitudes cuya invulnerabilidad se asienta en su unidad; esa unidad de pensamiento, de modo de estar en el mundo, la garantiza, frente a la acción exterior y contra sus posibles perturbaciones internas, la unidad del idioma; por tanto, atentar contra ésta supone atentar contra los intereses fundamentales de la comunidad. Y esto, en definitiva, es lo que hacen los vanílocuos que, pluma en mano y micro en boca, adornan su charla con guindas de su cosecha o arrebatadas al huerto anglosajón. Si su triunfo continúa, el español va a morirse en sus manos, más hábiles, sin duda, para majar granzas.
Que entren palabras extranjeras poco importa, ya lo he dicho, si se cumplen dos condiciones inexcusables: que sean necesarias y que se adopten del mismo modo en todo el ámbito del idioma. Ya hay un número alarmante de casos en que estas condiciones, especialmente la última, no se cumplen. Y puede llegar un momento en que, aun reconociendo un chileno, por ejemplo, que un nicaragüense o un español hablan castellano, porque la sintaxis y sus articulaciones lo son, no comprenda los nombres, los adjetivos, los verbos que emplean. En conjurar esto trabajan las Academias de la lengua, intentando unificar las adopciones; pero media docena de locutores, veinte periodistas y treinta líderes políticos estratégicamente situados, pueden desbaratar en dos días el trabajo académico de diez años. Soy francamente pesimista cuando observo la frivolidad, la irresponsabilidad idiomática que campean aquí mismo, en el solar del castellano.
Porque no son ya sólo las palabras llenas —adjetivos, nombres, verbos— las que invaden con su extraña faz la cháchara, sino que parece haberse declarado una guerra sin cuartel a las partículas, las cuales, en todas las lenguas, han solido ser piezas muy resistentes al cambio, como responsables últimas de su identidad. Leibniz había sentenciado: «Voces constituunt materiam, particulae for-mant orationes». Idea que, expuesta a su manera por Gregorio Garcés (1791), rezaba así: «Las partículas no son otra cosa que aquellas menudas partes que forman y dan fuerza a aquella íntima unión que debe llevar consigo un compuesto y acabado raciocinio; cuyas partes así deben de unirse y darse, por este medio, vigor y claridad». Ello significa que esas voces invariables —los nexos, sobre todo— son los nudos de la red idiomática, la cual se desmalla si se rompen o se sueltan.
El vanílocuo hodierno es gran cortador de nudos. No se siente menor que Alejandro, tan poco respetuoso con el célebre de Gordión y taja con su lengua cuantos topa. He tenido la curiosidad de subrayar en tres matutinos madrileños del mismo día los nexos bastardos. Como es natural, los he marcado en rojo, y el papel chorreaba alarmantemente. No se dice de un conflicto que puede resolverse mediante negociaciones, sino por la vía de las negociaciones. Unos terroristas huyeron a bordo de un taxi robado (a punta de pistola, claro), y no en él. Una ovación se mantuvo a lo largo de dos minutos. El Ministerio informó a través del gabinete de prensa. Un futbolista puso una zancadilla sobre otro y lo derribó en el área. En base a declaraciones de un capitoste, ha aumentado la seguridad ciudadana. Los atletas se preparan de cara a la Olimpiada de Moscú. Una medida gubernamental ha caído mal a nivel de vendedores ambulantes. Se valora positivamente desde la oposición la dimisión de un personaje. Los jerifaltes de un partido se reúnen en orden a perfilar su actitud en el próximo congreso. No se tienen noticias en torno a los asaltantes de una joyería. Un automovilista que, junto a unos amigos, se dirigía a Toledo, murió en accidente. Y tal vez tengamos que hacer concesiones importantes al Mercado Común en aras de nuestro ingreso en él.
¿Desean extravagancias adverbiales? He aquí una breve serie. Previamente a su reunión, unos políticos recibieron a ciertos dirigentes obreros, mientras que un cantante, seguidamente a su actuación en un festival, salió para la Argentina. Muy bien puede ocurrir que las sesiones del Congreso se celebren simultáneamente a las del Senado. Un malhechor, anteriormente a su detención, disparó su pistola e hirió a un transeúnte. El orador, de entrada, afrontó el problema del paro, y un ciclista triunfó meritoriamente llegando en solitario a la meta. Pareciéndole a un redactor que anoche es una trivialidad, lo mejora escribiendo en la noche de ayer.
¿Y qué me dicen ustedes del en profundidad, locución modal que nos ha invadido como el polen primaveral de las gramíneas? Se anuncian análisis en profundidad de las sandeces menos respetables; y cuando no son sandeces, el ofrecimiento de analizarlas en profundidad no suele pasar de examinarlas con alguna demora o con cierta extensión. El abuso hiperbólico y la pedantería han producido en su himeneo abundantes engendros: éste es el más presuntuoso y falso. Pero ha caído tan en gracia a los vanílocuos del Parlamento, el micro y la péñola que enmudecerían de repente si el empleo de esta estomagante locución les fuera prohibido por premática. ¿Qué iban a hacer los pobres, fuera de sus simas, andando por el ras de la tierra?
Ni rey ni Roque los sacarían del hondo. Porque la necesidad del vanílocuo es arrogante. Que salte hecho pedazos el idioma —nuestra amarra al mundo del futuro— les importa, gramo más, gramo menos, un rábano.
Me fascina la jerga starlette. Llamo así, para mi uso privado, la que hablan en entrevistas de radio y televisión esas lindas criaturas que aspiran a semidiosas del espectáculo, bien en carne mortal, bien por celuloide interpuesto. Naturalmente, no son ellas solas sus inventoras; a la creación de tal dialecto contribuyen otras fuerzas: colegialas tontolinas, locutores y locutoras dicharacheros, disc jockeys, cantantes, actorcitos y estudiantes de cualquier nivel y grado: una fauna juvenil y normalmente roquera (quiero decir: adoradora del rock). Entre todos configuran la encantadora jerga, cuyos nichos de producción y difusión más activos son los centros escolares, las cafeterías y las discotecas. Pero de ellas se benefician eminentemente las starlettes, que la lucen como parte importante de su métier.
Permite identificarla fácilmente un rasgo gramatical característico: la anteposición de como a adjetivos y a adverbios, por lo común con un adverbio de grado interpuesto. He aquí una breve selección de piezas que he capturado por el espacio hertziano:
«La película es como muy graciosa, como muy divertida para el público». «Con él —un director de cine— se trabaja como muy cómoda». «Tu pregunta es como muy indiscreta». «Me gustan más los perros que los gatos; son como más cariñosos». «A mí esas cosas me salen como espontáneamente, no las pienso». «Pero eso está como bastante lejos, ¿no crees?» «Lo erótico es como menos zafio que el porno, no sé, como más elegante; no te sabría decir, pero creo que se distingue como muy bien lo erótico de lo porno».
Ni que decir tiene que, esta última, es la perla de mi colección, prácticamente insuperable. La emitió una muchacha aria, rubia, de ojos claros avellanados, y con todos los signos de una perfecta evolución zoológica; viéndola, nada permitía pensar que fuese capaz de segregar aquello. Pero lo fue, y sin un parpadeo. El tic gramatical, tras varios lustros de gestación y de latencia, ha irrumpido con tal vigor, que no será extraño su triunfo en la lengua común. De momento, aún no amenaza con gravedad; para controlar el empuje de cualquier innovación lingüística, observo el habla de la mujer que ayuda a la mía en las faenas domésticas: es una manchega cabal. Ya afirmó hace poco que un jabón era mejor que otro «a nivel de blancura». Cuando me advierta que aguarde a tomar el café porque «está como muy caliente», declararé ya hundido ese trozo del idioma, que aún no se cuartea. Pero desconfío, porque nuestra manchega es grandísima apasionada de la televisión.
¿De dónde ha salido tal melindre? Contamos en nuestro viejo patrimonio con el como comparativo, el cual, según Bello explicaba, puede emplearse «en calidad de simple afijo o partícula prepositiva, sustituyendo al sentido propio de una palabra o frase el de mera semejanza con él»; y lo confirma con este pasaje cervantino: «Encontró Don Quijote con dos como clérigos o estudiantes». Esa observación de don Andrés la han repetido otros filólogos; Menéndez Pidal, comentando a Fray Luis de León («Calló Marcelo… y como recogiéndose…»), advierte: «Como recogiéndose no afirma que se recogiera: como viene a ser un simple afijo o partícula prepositiva para denotar mera semejanza con la voz que le sigue». Y Rodríguez Marín recuerda el comienzo de un romance festivo: «En una como ciudad, / unos como caballeros, / en unos como caballos / hacen unos como juegos».
Más normal es ese afijo ante ciertos adjetivos, donde la semejanza rectifica la literalidad del sentido: «ser como bobo» no es ser bobo; y «quedarse como muerto» dista de quedarse muerto. Su claro carácter comparativo impide que el atributo se entienda literalmente aplicado al sujeto: el como los separa aunque los asemeje. Estando fundado este uso en el carácter comparativo de tal adverbio, sólo puede emplearse cuando, en efecto, es posible cotejar. De ahí que preceda sin dificultad a adjetivos del tipo loco, lelo, memo, atontado, idiota, asustado; o a otros que indican defecto físico: cojo, ciego, manco… En general, se refieren a cualidades de las personas o de los animales que no se poseen, aunque lo parezca.
Lo que no puede decirse, fuera del starlette, es que alguien resulta «como bastante simpático», si es realmente simpático y, menos aún, que «vive como muy lejos», si en verdad vive lejos. En idioma starlette sí, ya lo he dicho: tal tipo de construcción es su rasgo más preclaro. El carácter comparativo del como se ha desvanecido casi por completo, y se ha consumado el proceso de conversión en afijo que ya apuntó Bello. Funciona prácticamente como un prefijo del adjetivo y del adverbio, que apenas denota (es decir: no modifica la significación de los vocablos que le siguen), sino que connota (les añade significaciones secundarias y, en último término, prescindibles).
Resulta, pues, difícil describir el mecanismo significativo de este moderno dengue gramatical. Cuando uno de sus usuarios dice, por ejemplo, que tal o cual película, o que este o aquel actor «es como muy importante» (el adjetivo importante resulta también básico en el starlette), opera en él una especie de temor a calificar resueltamente, a comprometerse con una valoración franca. De ahí que se proteja con el como de la semejanza. Pero al ser imposible que algo o alguien sea como muy importante (o lo es o no lo es; si sólo lo pareciera es que no lo era), en realidad se está afirmado que es muy importante. ¡Lo es como si lo fuera!: he aquí, en última instancia, el melifluo, el vaporoso y grácil repulgo verbal, dribbling sin pelota y toreo de salón en que este juego idiomático consiste.
Decimos, por eso, que el como del starlette apenas aporta significación (al igual que el de alguna manera y yo diría que). Pero que sí connota; ¡y cuánto! Oí hace poco a un cantante, príncipe con guitarra del micro, que la política le parecía «como muy aburrida». Y acompañó la sentencia con un mohín de asco cautivador. Dejando aparte su contenido, que estremecería a todos los televidentes concienciados, el simple como muy brindaba abundantes informaciones secundarias acerca del nene. Bastaban esas dos palabras para saberle firme antimachista, defensor del unisex en lo idiomático y en lo demás; para estar seguro de que desprecia a los y a las carrozas (voz que designa a quienes están ya en la treintena y más arriba); para tener la certidumbre que para él lo ideal es el amor; de que confunde a Zola con Cela y a Sartre con Sastre; de que comete increíbles faltas de ortografía… Si, además, se le miraba el rostro, los estigmas de la memez completaban cuanto se podía saber del ídolo guitarrero.
No me gusta nada el starlette hablado por varones, aunque sean mozuelos. Entre estudiantes me produce pena. En cambio, ya lo he dicho, lo encuentro bellísimo en labios de esas muchachas que se lanzan con fe a la conquista de un sueño, y que encuentran «como muy bonito» llegar a ser una Loren o una Minelli. Añade encanto a los suyos propios y aporta superfluidad a su personal, necesaria y vivificante superfluidad.