Una ausencia de Madrid en jueves me impidió leer en la sección «Torre del Aire», de este periódico, la propuesta que hizo su autor Gonzalo Torrente Ballester, a propósito del plural que debe dársele a referéndum. Pero de una alusión que a ello hacía Francisco Umbral en una de sus desenfadadas, dolientes y hermosas crónicas de El País, me parece deducir que era referéndumes la solución que patrocinaba mi admirado compañero de Academia.
El dictamen —si era ése, y, si no, perdóname, querido Torrente— parece correctísimo, en la medida en que propugna una solución morfológica normal en español. Sin embargo, como todo es discutible, y más estas cosas de lenguaje que son un condominio de muchos millones de reyes, tal vez convenga repasar otras soluciones, y aun proponer alguna, por si entre todos se lograra llegar a un acuerdo satisfactorio.
Referéndum fue adoptado del latín como tecnicismo político en Francia (référendum) casi en los umbrales de la Revolución (1781), para designar la «ley que ha de llevarse nuevamente a la aprobación del pueblo», y el acto mismo de llevarla. Y aunque el plural latino es referenda, los franceses prefirieron acogerse a sus normas morfológicas, y dicen desde entonces référendums. En inglés —que, como todas las lenguas cultas, recibió pronto la palabra— ambas soluciones conviven, y tan lícito gramaticalmente es referendums como referenda. Esos dos mismos plurales emplean los alemanes, al que añaden un tercero de cuño germánico: Referenden.
A nosotros se nos planteó también el problema de decidir, y optamos por referéndums, aunque no desconozcamos el plural latino referenda: acabo de leerlo en unas declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores. La Academia patrocinó álbumes, por ejemplo, con evidente éxito; y en tal sentido podría intentarse la regularización de ese rebelde plural, igualándolo como referéndumes. Sin embargo, parece que la Corporación no se orienta por ese camino. El Esbozo (1973) nada dice de tal palabra pero sí se refiere a otra de contextura parecida, memorándum, cuyo posible plural, memorándumes, rechaza, porque «produce una estructura insólita y desapacible para el oído español». Su parecer es que tales palabras deben quedar invariables, marcando su número por el de los vocablos adyacentes: el memorándum y los memorándum (el referéndum y los referéndum).
Quizá fuera una salida elegante: aunque, si bien se piensa, tal vez no sea una salida: si memorándums no se ajusta a la morfología castellana, tampoco es castellano dejar de marcar con un signo explícito los nombres plurales. Y ocurre que, desde hace algunos decenios, lo que se está produciendo es una debilitación de la regla que obliga a que esa marca tras consonante sea -es, y un auge de otra que permite, con bastante normalidad, la simple adición de -s al singular. Es lo que sostiene con muy buenas razones Emilio Lorenzo (1966) para aceptar formaciones como bóers, búnkers, gángsters, etc., si el grupo consonántico producido al final de la palabra existe en castellano a final de sílaba (-rs, por ejemplo figura en intersticio).
Pero el problema grave se produce cuando ese grupo final es completamente ajeno al español, como ocurre con -ms en referéndums. De ahí que Emilio Lorenzo acoja parte de la propuesta formulada por Manuel Seco (1964), consistente en mantener el singular referéndum y crear un plural «ad hoc»: referendos; Lorenzo, más radicalmente y muy consecuentemente, desearía ver hispanizado también el singular, haciéndolo referendo.
La cuestión, que se plantea más agudamente en italiano, donde, por carecer de -s distintiva del plural lo normal es oponer il referendum a i referendum, ha motivado una recentísima moción del gramático Aldo Gabrielli (1976) coincidente en todo con la de mi querido colega madrileño: «Nada impediría —dice— usar una forma referendo, con plural regular: i referendi». (Y añade —lo que me parece de perlas— que otro tanto podría hacerse con currículum: ¡sería tan fácil hablar en español de currículo y currículos!)
¿Referéndums (vituperado por la Academia), referéndumes, referenda, referéndum-referendos, referendo-referendos? Todavía se me ocurre otra posibilidad, tan sencilla como obvia. Si el latín referéndum ha producido en castellano el nombre refrendo (refrendar está en nuestro idioma desde el siglo XV), ¿por qué no olvidarnos por completo de la forma matriz, y llamar al referéndum, simplemente, refrendo nacional?
Sólo veo un inconveniente a esta solución: que nos apartaría de los demás idiomas, donde referéndum es común como tecnicismo político. Pero es que ellos no tienen refrendar ni refrendo, y el español, sí.
Las terminaciones -ción y -cción juegan continuamente malas pasadas a los hispanohablantes. Hay una propensión a mezclarlas, que se conjuraría sin más que hurgar en la memoria buscando la etimología de la palabra problemática. Porque basta con saber que el castellano -ción sucedió en muchas palabras al latín -tione(m) (en otras, fue -zon: cargazón, cerrazón, comezón, etc.), y que -cción es el sucesor de -actione(m); y así, natione(m) ha producido nación, mientras que acción ha salido de actione(m). Pero ya no hay que contar con los conocimientos latinos de los españoles, desde que un Ministerio eficientísimo decretó su inutilidad.
Poseemos en español ciento treinta palabras acabadas en -cción. No son muchas para que, con una pedagogía racional y constante desde la escuela, cualquier ciudadano, aun privado de humanidades clásicas, pudiera conocer su ortología y su ortografía sin la menor vacilación. Son muchas menos que las terminadas en -ción, y de ahí que bastara con no dudar en aquellas para que, como consecuencia, se excluyese el error en éstas. Aparte de que muchas de las que cuentan con -cc- son tan raras, que muy bien pudiera prescindirse de aludirlas en una enseñanza elemental (contrafacción, madefacción, arefacción, confacción, sabelección, etc.); las importantes, no pasarán de ochenta o noventa. Y sin embargo, no es infrecuente hallar en los umbrales de la Universidad —poco antes y poco después— alumnos que escriben redación o satisfación, por aludir sólo a dos faltas muy corrientes.
Pero, en fin, ello se explica en cierto modo, porque no en balde se produce en nuestro idioma lo que don Rufino José Cuervo llamó «repugnancia» histórica del castellano al grupo –cc—. Sin embargo, esa repugnancia parece haberse convertido últimamente en fervor, a juzgar por cómo está creciendo un movimiento en sentido contrario, que lleva esa doble –c— donde no le corresponde; es lo que se denomina en lingüística «ultracorrección» o «hipercorrección», fenómeno que se produce cuando el hablante interpreta como incorrecta una forma correcta, y la restituye a lo que él cree su normalidad (expléndido, tan frecuente, es un ejemplo espléndido).
En efecto, leo en los titulares de un importante diario de la mañana: «A modo de contricción».
Imagínenlo escrito en unas letras gordísimas, para que el efecto resulte más sorprendente. Su responsable tal vez ha entendido que, con -cc— la contricción resultaría más perfecta, sentida y eficaz. Pero es así, con una sola -c— como se pronuncia y escribe esa palabra, que procede del latín eclesiástico contritione(m), el cual, por cierto, como derivado de conterere, significa «aplastamiento» o «machacamiento». La misma -c— posee atrición, de attritione(m).
Pero ese error ultracultista no afecta sólo a tal vocablo, sino que se extiende por un numeroso grupo de palabras formadas con el sufijo -ción. Hay bastantes personas que se pasan de rosca pronunciando discrección (por discreción), o que no se concretan o sujetan mucho al hablar de concrección y sujección (por concreción y sujeción), que prefieren la inoportuna objección a la siempre conveniente objeción; y que hablan de erudicción o tradicción, bien en contra de cuanto la erudición y la tradición aconsejan.
Pero donde tal ampulosidad fono-gráfica alcanza su más frecuente eficacia es en la palabra inflación. ¿Quién ha dejado de oírla o de leerla con frecuencia cada vez más alarmante como inflación? De modo parecido a esos vocablos que, con sus sonidos, quieren imitar la realidad que expresan (borbotón, tintineo, susurro), también éste, portador de tantas tribulaciones mundiales, se ha inflado en la boca de muchos, y ha puesto en circulación esa -c— excedente; era lógico que el fenómeno inflacionario, ya corriente en las varias palabras que hemos visto, no dejara de afectar a la inflación misma. Y no son teóricamente ignaros quienes pronuncian inflacción a troche y moche: hace pocas semanas, un ministro nos obsequió por televisión con un buen lote de inflacciones. Y como a él le correspondía en gran medida combatirlas —aunque no era la suya cartera «económica»— yo experimenté, y experimento, las inquietudes que a cualquiera pueden ocurrírsele. Pero es el caso que un líder de la oposición democrática pronuncia de ese modo normalmente. Y así estoy, sin saber a qué inflacción temer más, como el asno de Buridán (ya conocen su historia: se dejó morir de hambre, al no decidirse por el agua o la cebada que se le estaban ofreciendo).
A inflación le corresponde una sola -c— como palabra procedente del latín inflatione(m). La tenemos en castellano desde finales del XIV o principios del XV con su significación etimológica, es decir, «acción y efecto de soplar dentro de algo» y, por tanto, ‘«hinchazón», y también «engreimiento» o «presunción». Fueron los ingleses quienes la aplicaron al campo económico, en la odiosa acepción que ha prevalecido en todas las lenguas, es decir, la de «crecimiento en el volumen de dinero y créditos, en relación con los bienes adquiribles, que produce una continuada subida de precios». El Diccionario académico define el fenómeno como «excesiva emisión de billetes en reemplazo de moneda»; no entiendo de ello, pero me parece que la inflación, puede deberse a otras causas. En cualquier caso, inflación, con una -c—; ah, y deflación también.
Hace pocas semanas, una amiga nos confió a mi mujer y a mí:
—Estamos en un dilema: no sabemos dónde pasar el mes de agosto.
—Pero ¿es que podéis pasarlo en dos sitios, y no sabéis cuál elegir? —le pregunté.
—¡Qué va! Es que no tenemos ni idea acerca de dónde podremos ir.
Ya me había chocado en el habla de otras personas este extravagante empleo del vocablo dilema. Incluso lo había oído en plural a un cronista deportivo: «Si Gárate no puede jugar, al Atlético se le plantean varios dilemas». Se trataba de realizar varios cambios en la alineación, que no implicaban optar entre series de dos posibilidades.
Por fin, veo que el mal uso ha saltado a la letra impresa, y así, en un semanario de principios de julio, leo este texto escrito por un comentarista político a quien admiro mucho por su perspicuidad: «Con la reforma del Código Penal, lo partidos políticos serán ya en España de “circulación legal”. No todos, por supuesto, y con un “pequeño trámite”: la famosa ventanilla. ¿Quiénes pasarán por ella? He aquí un dilema que en la última semana ha tenido a mal traer a los observadores».
Desgraciadamente, el pasaje tiene errores lingüísticos como quienes si se refiere, como parece, a los partidos políticos (el antecedente de quien ha de ser siempre personal; el pronombre adecuado hubiera sido cuáles); y tener a mal traer no es castellano: la locución conveniente es traer a mal traer.
Pero tampoco lo que trajo a mal traer a los observadores era un dilema, y a eso íbamos. El comentarista utilizaba esa palabra con la misma impropiedad que mi amiga afligida por la incertidumbre canicular. El vocablo en cuestión procede del griego dilemma, compuesto de di- (dos) y lemma (premisa, proposición). Entró en español por vía culta, y se documenta desde finales del siglo XVI con su acepción lógica, única que registra el Diccionario académico: «Argumento formado de dos proposiciones contrarias disyuntivamente, con tal artificio, que negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar».
Pero de esa precisa y técnica acepción, el término pasó a la lengua general con la más amplia de «disyuntiva», de «opción entre dos cosas». Los datos más antiguos que poseo de esta ampliación semántica, corresponden a finales del ochocientos, pero puede haberlos anteriores; helos aquí: «¿Desde cuándo acá tiene nadie derecho en la libre República literaria a someter a ningún escritor al tremendo dilema “o César o nada”?» (Caro, 1882). «Citemos finalmente este profundo dilema que, como se dice vulgarmente, no tiene vuelta de hoja: “El reo de muerte se muestra abatido o valeroso”» (Maragall, 1895).
En nuestro siglo, los ejemplos son abundantísimos, y justifican que se produzca pronto el registro de esa acepción en el Diccionario oficial. Ya la acoge, por ejemplo, doña María Moliner en su excelente Diccionario de uso del español, formulándola de este modo: «Disyuntiva. Situación de alguien cuando tiene forzosamente que elegir entre dos soluciones, ambas malas: “Me puso en el dilema de aceptar sus condiciones o marcharme”». Bastantes años antes, en 1911, el lexicógrafo argentino Segovia, definía el vocablo así: «Disyuntiva en que hay que optar entre dos cosas desagradables o perjudiciales». Curiosamente, esta última precisión, común como vemos a los dos lexicógrafos citados, se produce también en inglés: según el diccionario de Webster, el dilema implica elegir entre «unpleasant alternatives».
Parece que en francés —vía indudable por donde la acepción de «disyuntiva» entró en español— el requisito de escoger entre dos cosas que no placen no es imprescindible. El Larousse se limita a definir así dilemme: «Obligación de escoger entre dos opciones posibles» (y añade que el empleo de la palabra con este sentido no técnico es desaconsejado por ciertos gramáticos; que yo sepa, nadie lo ha reprobado entre nosotros).
Y no creo que, en castellano, aquella condición sea necesaria. Hay casos en que, obviamente, la elección ha de producirse entre dos males: «Los médicos, ya saben mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo o le matan» (Unamuno, 1935). «¿Firmaría o no el decreto disolutorio del arma de Artillería? Don Amadeo resolvió el dilema en sentido afirmativo» (Fernández Almagro, 1956). Pero en estos otros pasajes no se observa esa precisión: «Hay que plantearse valerosamente el dilema de escoger entre el idealismo y el realismo» (Maeztu, 1926). «La disyuntiva era en realidad otra muy distinta de la de civilización y barbarie […] Justamente porque el dilema se planteó mal» (Tovar, 1960).
En cualquier caso, lo que me importaba advertir es que estamos ante un dilema sólo cuando debemos optar entre dos posibilidades, y solamente dos. Que mi perpleja amiga, ignorando aún dónde se tostaría al sol de agosto, no estaba ante un dilema; como tampoco constituía dilema preguntarse por los partidos políticos que pasarían por la ventanilla del Ministerio de la Gobernación. El dilema es el que se les planteaba entre pasar o no pasar. (Por cierto, cuando escribo estas líneas no sé aún qué decidirán; me tiene en vilo este «suspense» o suspensión, como quiere la Academia).
No se trata de una exhortación: que, llegado el momento, cada uno vote lo que quiera o, mejor, lo que en conciencia deba. Jamás podré actuar profesionalmente en política por falta de convicciones; creo en unas pocas cosas claras y simples para ordenar justamente la vida ciudadana; pero temo no encontrarlas reunidas o, mejor dicho, presiento que voy a hallarlas mezcladas con otras no tan simples ni tan claras en los programas que muy pronto nos propondrán los partidos, por lo cual, ¿cómo voy a recomendar este o el otro? Harto haré con aclararme yo mismo, y asumir a solas mi responsabilidad de votar. Por otra parte, recomendar una conducta concreta me parecería intromisión en el recinto de la conciencia ajena. Con este convencimiento, ¿qué posibilidades hay para ejercer de político? Decididamente sólo me es posible funcionar como outsider que apoya o reprueba soluciones concretas, pero no en bloque los programas que dictan un jefe o un comité. Y, en cualquier caso, si me decidiera, jamás lo haría utilizando la construcción sintáctica a que apunto en el título.
No podrá decirse esta vez que mi advertencia sale demasiado tarde. Aún no ha empezado el spray a engalanar los espacios libres que, en vallas y muros, han dejado el pasado refrendo y la aún pendiente amnistía; aún no ha llegado ese instante en que muchos centenares de militantes se lancen a las calles a eternizar lo efímero, y a impedir que los fervorosos de las elecciones siguientes puedan hacer otro tanto. Pero en los laboratorios políticos, los estados mayores planean aceleradamente la campaña, rimando los pareados que actúen a modo de fervorines colectivos, y troquelando las consignas terebrantes que movilicen al pueblo hacia las urnas con las papeletas de su color.
Y sólo a modo de comentario inútil, sin la menor pretensión de que nadie se digne hacerme caso, me atrevo a advertir que ese «Vota socialista», o «democratacristiano», o «liberal», o «comunista» —si se puede—, igual que el «Vota PSP» u «ORT» o «LCR» o «PP», que, según la prensa, van a lanzarse como eslóganes de muchos partidos, son puro mimetismo. Naturalmente, ¿qué más da, cuando lo que se pretende es la eficacia? Pero quede la constancia, sin acritud, sin protesta, y hasta con una resignada aquiescencia, de que eso no es castellano. Y hablo de resignación aquiescente, porque podemos estar seguros de que ya lo será. Y prometo no dejarme llevar de ningún purismo a la hora de decidir mi voto.
El eslogan «vota socialista» —precisamente ese, y por ello figura como título de mi comentario— fue acuñado en Francia, para hacer propaganda del Frente Popular durante las elecciones de 1936, según informa Lamberto Pignotti en su espléndido libro La super-nada (1974; traducción española publicada por el editor F. Torres en 1976), que es una disección implacable de los trucos de la publicidad. Admirable fe la de los franceses en el poder de la palabra, en la fuerza de la retórica y hasta de la poesía, que debería ser compartida por nosotros, si no queremos ir siempre «a zaga», por decirlo con una locución medieval muy propia para el caso. Y como los italianos, tras la guerra, se hallaban en una indigencia demoidiomática comparable a la nuestra, «Vota (o votad) socialista» cubrió las fachadas todas de aquella península, ya durante la campaña electoral de 1946. Si no me engaño, en Portugal, el contracto y eficacísimo estímulo no sólo sirvió a los partidarios de Mario Soares, sino que lo usaron indiscriminadamente los de otros líderes. Porque estas cosas no están protegidas por patente alguna y debe lucharse con las mismas armas. Y al modo como las invenciones revolucionarias de la pintura vanguardista de entreguerras, que tanto escandalizan a la burguesía, han ido a trivializarse en cretonas y papeles estampados, la gran industria capitalista se ha hecho también con el invento de sus odiados socialistas: según Pignotti, muy pronto, sobre tal hallazgo sintáctico, se modelaron frases publicitarias del tipo «Camine Pirelli», «Vuele BOAC», «Vista Cori» o «Sonría Durban’s». Supongo que las habrá también en España, pero no me he fijado en ellas.
Así que no deberá extrañarnos ver por las calles muy pronto una floración de carteles y pintadas sugiriendo «Vota aliado-popular» o «vota federado demócrata-cristiano». Quién sabe, incluso, puestos a ser elípticos, y sintéticos y enérgicos, si no se inventan estímulos del tipo «Votad González», «Votad Sánchez Montero» o «Votad Fernández de la Mora y Mon».
Insisto en que tales construcciones no son castellanas, pero, al menos, «Vota (o votad) socialista», ¡está tan cerca de serlo! Efectivamente, nuestra lengua admite la secuencia verbo + adjetivo cuando éste funciona como adverbio normalmente de modo: jugar alto, trabajar duro, hablar claro. Eso mismo ocurre en francés: parler bas, sentir bon, chanter faux. Y es, precisamente, ese esquema sintáctico, el que, según los gramáticos Wagner y Pinchón, ha modelado los giros «Voter socialiste» (y otros derivados: «Votar blanc», «Voter rouge», etc.). El paso, en francés, como en español (si bien calcándolo) ha consistido en forzar a un adjetivo que no tiene una correspondencia fácil con un adverbio de modo (socialistamente sería muy raro, casi como azulmente o calvamente), a funcionar como tal.
Y de ello resulta un efecto persuasivo mil veces más poderoso que el que tiene «Vota (o votad) a los socialistas», en la medida en que, con este eslogan, se establece una diferencia o una distancia entre los votantes y los candidatos, mientras con «Vota (o votad) socialista», unos y otros protagonistas del acto electoral se identifican, se atraen como resultado de una ideología común. No se trata tanto de votar a los socialistas, cuanto de votar a los socialistas siendo uno de ellos.
Reconozco todo esto, y ello me impide poner cara de perro a ese pequeño portento de la propaganda política. Pero si, aun con todo, tal fórrijiula gramatical sigue produciéndome aprensión —¡qué le vamos a hacer!— es porque no se ha inventado en España, y me fastidia la continua necesidad de homologarnos también idiomáticamente: ¿cuándo vamos a homologar?
O vinistes, o mirastes o estuvistes, tanto da: me refiero a la -s final espuria, que multitudinaria y pujante está invadiendo el habla de todo el mundo, incluidos muchos locutores de radio y televisión, y hasta muchos actores que interpretan obras de lenguaje acrisolado no dudando en salpimentarlo con tan enojosa zafiedad.
Esa irrupción de la -s en la segunda persona singular de los pretéritos lleva muchos siglos amagando, pero siempre en forma de intentona sofocada y claudicante ante la más vigorosa reacción de la escuela. Aunque su presencia no se documenta en la lengua escrita hasta el siglo XVIII (según Menéndez Pidal, en el comediográfo Cañizares que vivió entre 1676 y 1750), lo cierto es que muchos judíos de Oriente dicen, por ejemplo, cogistes por cogiste, lo cual permitiría sospechar que ya se añadía tal -s en el habla vulgar por los años de su expulsión.
Pero, insisto, la acción de la escuela ha sido más fuerte a lo largo de los tiempos, y aunque no ha podido acotolar tal -s (si se me permite el estupendo aragonesismo), la ha mantenido a raya. De hecho, no podía oírse en boca de personas medianamente ilustradas, y por supuesto, era imposible leerla fuera de textos deliberadamente avulgarados. Hoy, en cambio… Basta con que escuchen a estudiantes, y aun a muchas personas de carrera, que presten un poco de oído al transistor o al televisor: el tímpano se les va a poner perdido de eses. Lo cual tiene, por sí mismo, menos importancia que el hecho de que da testimonio, a saber, la vertiginosa pérdida de prestigio que las enseñanzas de la escuela están experimentando; y la correlativa falta de sanción social que acompaña a aquella rebeldía, que no es un puro y vital ejercicio de la libertad, sino un indicio, me imagino que pavoroso, del camino que está recorriendo la cultura colectiva.
En fin, nadie o muy pocos se dan cuenta de que esta descapitalización cultural es el más grave problema que hoy tiene planteado el país (de la ruina económica, del atraso técnico, de tantos otros males puede salirse con sacrificios en plazos relativamente cortos; de la ignorancia, de la impreparación, de la frivolidad en que hayan caído veinte o treinta promociones de ciudadanos, y de las frustraciones que ello vaya a causarles, resulta imposible salir sin plazos que se cuenten por decenios), y parece inútil y hasta sospechoso de elitismo o esteticismo o mero aburguesamiento clamar por ello. Yo me limito a advertirlo, así, de pasada, seguro de que no hipertrofio el significado de algo en apariencia tan intrascendente como puede ser una -s de más en dijistes y compañía.
La cual es un añadido analógico que se hace a tal forma verbal y que no existía en latín. Amavisti y legisti dice este idioma, sin -s, de donde el castellano heredó amaste y leiste. Sin embargo, es forma relativamente anómala en nuestro sistema verbal, por cuanto las segundas personas singulares de las demás formas acaban en -s: miras, mirabas, mirarás, mires, miraras, etc. Y, por supuesto, las segundas personas plurales: miráis, mirabais, miraréis, miréis, miraseis, etc. Al quedar aislado amaste, sin la terminación que, en nuestra conciencia lingüística se identifica con la segunda persona, ha habido la tendencia vulgar a atribuírsela por analogía: mirastes y dijistes.
Estas últimas formas fueron, hasta el siglo XVII, las correspondientes a la segunda persona del plural: vosotros leístes era la formación normal y bien latina (vos legistis). De ahí que, probablemente por impedir la confusión de números, se mantuviera con relativa firmeza la oposición entre leiste (singular) y leistes (plural). Pero, por el seiscientos, y tal vez porque tal oposición se estaba desmoronando, la lengua sintió la necesidad de fortalecerla de otro modo: introduciendo el diptongo del presente teméis en el pretérito, hecho que ya aparece en las Novelas Ejemplares (1613) donde Cervantes escribe hicisteis, en vez del etimológico y hasta entonces bastante constante (vosotros) hicistes.
De esa manera, introduciendo un enérgico rasgo diferencial del plural (ese diptongo en la desinencia), la forma singular hiciste, dijiste, miraste, quedó indefensa y más expuesta al influjo analógico antes descrito. Sólo —insisto una vez más— la ha defendido la escuela. Andrés Bello y Rufino José Cuervo están a la cabeza de la lucha en América contra ese «provincialismo», como lo llamó el primero, o ese «desgarrón» vulgar, según sentencia del segundo. En España, creo que todos los gramáticos han estado unánimes en condenarlo a mazmorras. Pero ahora avanza ya casi victoriosa por la superficie del idioma, aclamada por quienes identifican la espontaneidad y el popularismo con la vulgaridad y la rudeza más consternadoras.
Asistimos a un apogeo de vitalidad del formante griego autos- «mismo», que se prefija a un número creciente de palabras, y cuya expansión comenzó en las lenguas europeas durante el siglo XVIII. Por entonces se adoptó del griego el odioso autócrata «quien gobierna por sí mismo», lanzado al vocabulario internacional por la Revolución Francesa; en España no se descubre su huella hasta 1835, precisamente en Larra. El camino estaba abierto para autocracia, que vino enseguida. Anterior es, en español, autonomía, introducido en francés en el XVI, y entre nosotros a principios del XVIII, y que sólo a partir de ese siglo alcanzó plena difusión, con sus derivados autónomo, autonomista y autonómico.
Antes del setecientos, el susodicho formante griego había mostrado escasa actividad; había las siguientes palabras que contaban con él:
— autóctono, documentado en francés en 1560; en castellano, sin embargo, no se registra hasta 1684;
— autógrafo, francés, 1580; español, 1617;
— autómata, francés, 1534; español, hacia 1760 (pero hay autómato en 1582); automático se incorporó al francés a fines del XVIII, y posteriormente a nuestro idioma;
— autopsia, «acción de ver con los propios ojos», se usa en la lengua de nuestros vecinos desde 1573; entre nosotros, desde principios del setecientos.
Quizá haya algún caso más en que no caigo; pero parece evidente que el castellano, en cuanto a la aceptación de palabras formadas con auto- fue a remolque del francés (salvo casos esporádicos —como el autómato antes mencionado— en que se traducía directamente del griego).
Y esa lengua —y también el inglés: a veces es difícil saber cuál ha precedido a cuál— fue la impulsora de la creación o adopción de palabras dotadas de tal prefijo a lo largo del siglo XIX, que fueron dócilmente aceptadas por nuestro idioma: autobiografía y autobiográfico, autoclave, automotor, autonomista (‘partidario de las autonomías regionales’), autorregulación, autosugestión, etc. Y son ya muy siglo xx, autocrítica, autodefensa, autodestrucción, autodeterminación, autofinanciamiento, autogestión, autoinfección, autolocomoción, autoservicio, automatizar, automoción, autoplastia, autorretrato, autopropulsión, y otras muchas. Algunas se han formado para romancear palabras inglesas formadas con self-.
No sé qué papel nos habrá tocado en la invención de tales vocablos, y, por si acaso, prefiero no averiguarlo. Pero he aquí que hay uno salido, si no me engaño, de la minerva hispana, y que produce la más desconcertante estupefacción. Se trata del autosuicidio y el autosuicidarse, muy traídos y llevados por la prensa con motivo de la sesión en que las Cortes aprobaron la Ley de Reforma Política que decidía su extinción. Así, un influyente rotativo escribía lo que sigue: «[El presidente Suárez] entra en el año nuevo con una imagen notablemente mejorada, debido a su doble victoria de persuadir a las Cortes franquistas para que se autosuicidasen y…».
(Por cierto que el redactor daba testimonio de su pulcritud idiomática escribiendo, poco después, esta lindeza: «Se han reunido para discutir los planes para tomar parte en las elecciones para el primer parlamento democrático»).
¡Autosuicidio y autosuicidarse! «Risum teneatis», como recomendó el clásico: reprimid la risa. Pero ¿sabrán quienes así farfullan qué significa suicidarse? Para quienes lo ignoran —y que, por lo leído, son muchos— he aquí la definición del Diccionario: «Quitarse violenta y voluntariamente la vida». Es decir, que auto- prefijado a suicidarse es albarda sobre albarda, mejor dicho, sobre dos albardas, porque la idea de «darse muerte a sí mismo» ya la expresan suficientemente sui- y -se, en el verbo.
No podía ser de otro modo, puesto que el común de las gentes no reconoce el formante latino sui. Si se justifica así —y por otras razones— la anormal constitución de ese verbo, ya no se explica en cambio que pueda ignorarse o inadvertirse la función refleja de -me, -te, -se, -nos y -os añadidos obligatoriamente a la forma verbal (me suicidaré, te suicidarás, etc.), ya que marcan de modo nítido «acción del sujeto en él mismo». ¿Para qué, entonces, el bombástico, hipercaracterizador y ridiculísimo auto-, en autosuicidarse? ¿Es que se puede suicidar a otro? Claro, a veces se ha hecho, pero ya sabemos que ahí esa palabra significa otra cosa. Y ¿por qué razón en autosuicidio, si suicidio ya significa lo que sus usuarios quieren significar inflándolo? Misterios son estos que, si bien se piensan, sumen en profundo estupor.
Confiemos en que los inventores se arrepientan, y en que el adefesio no cuaje hasta el punto de que el idioma se enriquezca súbitamente con vocablos tan exquisitos como autopeinarse, autorrascarse, autorreirse, autofirmar, autosudar… Dejo el etcétera a la libre imaginación de mis lectores.
Así titulaba hace poco un artículo cierto diario madrileño leidísimo. Artículo, por cierto, dedicado a comentar la inminente toma de posesión del nuevo presidente norteamericano, que empezaba con estas palabras: «Por una temporada vamos a vivir inmersos en el carterismo». ¿Inadvertencia o solapadísima malicia? Pero es del título de lo que deseo tratar, y no del contenido, de ese poco afortunado vocablo disgresión que tanto se oye, entre oradores, y no escasas veces se lee.
La verdad es que no se trata de un desvío moderno. Se localiza ya en la Crónica de don Alvaro de Luna (entre 1445 y 1460) cuyo autor se refiere en una ocasión a «la disgressión que avernos fecho». A partir de aquel momento, en todos los siglos existen autores que han mostrado su preferencia por tal forma: «Me parece que hemos hecho gran disgresión» (Escalante, 1583); «En este intervalo de tiempo, en esta disgresión y largo paréntesis» (Salas Barbadillo, 1620).
En el XVIII, quienes la defiendan podrían invocar como precedentes nada menos que a Feijoo y a Jovellanos. Claro que no a Moratín. Y dentro del siglo romántico, baste el siguiente texto, del gran argentino D. F. Sarmiento: «Hay en toda la vida de este malogrado joven tal originalidad, que vale sin duda la pena hacer una disgresión en favor de su memoria» (1845).
Otros varios nombres podrían añadirse a la lista de los partidarios de tal vocablo: el Padre Acosta (1591), A. de Herrera (1601), Suárez de Figueroa (1617), ¡Quevedo!… Y más cerca de nosotros, el propio Simón Bolívar. Por el contrario, los grandes clásicos, con Cervantes a la cabeza, emplearon con constancia digresión. En Lope de Vega se lee una vez disgresión, pero como afirma el benemérito compilador de su léxico, C. Fernández Gómez, es variante de discreción, no de digresión. Para nuestro principal lexicógrafo áureo, Sebastián de Covarrubias (1611), no hay más que esta forma: y tal ha sido el parecer de la Academia, desde su primer diccionario (1732), en el que se decía: «Es voz puramente latina».
Así ocurre, en efecto. Y siéndolo, y perteneciendo aún hoy al lenguaje culto —no creo que pueda oírse mucho en el popular— sorprende más que tantos escritores, a lo largo de cinco siglos, en España y en América, hayan descuidado de tal modo su etimología. Que no es otra que digressione(m), forma derivada del verbo digredi «apartarse».
Sobre este problema escribió un breve artículo, atinado como suyo, el eminente filólogo venezolano Angel Rosenblat. Señala en él cómo la vacilación de tal vocablo se explica por confusión entre dis- y di-, dos variantes del mismo prefijo, el cual adopta la segunda forma en ciertos contextos (digerir, difamar, dilatar, dirigir, digresión, etc.), y la primera en otros (disponer, discernir, distar…). Sin embargo, hay palabras españolas que tienen dis- donde el latín tenía di-: disminuir de diminuere (frente al más culto y etimológico diminutivo); el disfamar de los clásicos y aun de la lengua hablada actual de muchas partes, y que procede de diffamare. A esa misma tendencia a favor de dis- cabría atribuir la disgresión, etimológicamente aberrante.
No cabe duda. Pero pienso que ha podido intervenir algún otro factor, de naturaleza aparentemente culta. Es muy posible, en efecto, que se haya sentido una falsa relación etimológica entre digresión y disgregar cuando entre ellas no existe parentesco alguno. Ya hemos visto que la primera procede de digredi «apartarse», palabra a su vez formada sobre gredi «andar» (di- o dis- comportan una idea de desvío). Constituyen, por tanto, su familia agresión, ingreso, ingrediente (que entra), progreso, regreso, transgresión y tantas más.
Pero disgregar (del latín tardío disgregare) procede de grex, gregis, «rebaño», que ha producido en español grey, y derivados como agregar, congregar o segregar. Disgregar, significa pues, en última instancia, «separar una grey, un conjunto unido». Y en la media en que la disgresión es un apartamiento, un desvío, una ruptura de una unidad o un orden esperables, no parece difícil que haya acudido a ella el prefijo dis- de disgregar, por confusión seudoculta, como antes he sugerido.
En cualquier caso, la vitalidad de tal formante ha sido grande en castellano, y ha desplazado a otros en algunas palabras. Así, frente a la etimológica deforme, constituida con un de- privativo (privado, alterado de forma), tenemos el muy corriente disforme, en que dis- ha sustituido a de-. Anómalo es también el prefijo en disfrutar, procedente de un verbo del bajo latín, exfructare (coger la fruta del árbol); ex- se reemplazó en castellano antiguo por des-, que marcaba mejor el carácter de despojo a que se somete el frutal. Y así, Góngora escribía con toda propiedad: «Si alguna tarde saliere / a desfrutar los almendros».
Pero se fue olvidando el origen hortelano del vocablo, y comenzó, tal vez avanzado el XVIII, la presión de dis-, que acabó introduciéndose definitivamente en el vocablo, y aportando a él significaciones y connotaciones distintas.
Todas estas alteraciones y pugnas constituyen un testimonio de la vida del idioma, de la actividad de los hablantes para forjarse un instrumento adecuado a las necesidades de su expresión. Pero no me parece que sea ése el caso de disgresión, donde no ha habido cambio de prefijo, sino de una forma por otra del mismo prefijo, y además, insisto, en una palabra de empleo limitado a personas que tienen la obligación de conocer el carácter latinísimo y cultísimo de digresión. En ellas no hay eximente: se trata, pura y simplemente, de un error, aunque les preceda un amplio cortejo de ilustres.
¿Quién diría que, bajo esta palabra con puro «pedigree» latino, yace un anglicismo de pura cepa? Y es que, como suele decirse sabiamente, donde menos te piensas salta la liebre. Los pueblos cultos de Occidente han sido muy proclives a forjar latinismos, que luego han exportado, pero ya como voces de su propio peculio. De Alemania, por ejemplo, nos llegó álbum, libro con hojas en blanco (de ahí su nombre) para recoger autógrafos, pensamientos y versos, juego al que las damas románticas fueron tan inclinadas. El inglés exportó specimen, que nuestro Diccionario ha hispanizado como espécimen, (muestra, modelo, señal). Y muy probablemente, hemos recibido del francés voces de especial uso político, como ultimátum, memorándum y referéndum, cuyos plurales nos están creando problemas, según vimos.
Si no me equivoco, empezó a hablarse de postgraduados en los años que siguieron inmediatamente a la guerra. (La Academia no se ha dado por enterada de tal vocablo, con muy buenas razones, como veremos; si lo hubiera acogido, es seguro que le hubiese quitado la t al prefijo, como se la apeó en posguerra). En mi memoria, el nacimiento de tal palabra va asociado a actividades consejiles (me refiero al CSIC). Con ella se trataba de evitar el término tradicional licenciado, tal vez porque se precisaba referirse también a otro tipo de graduados cuyo título no consistía administrativamente en una Licenciatura. En realidad, Diccionario en mano, tampoco el término graduado servía para encuadrar a quienes habían realizado estudios que, entonces, no eran universitarios. Pero se pasó por encima de tal voz, para recibir con plácemes generales el anglicismo postgraduado, que ya utilizaba en 1951 el Secretario del aludido Consejo: «Hay docentes que lo son cuando investigan, y en torno a cada uno de ellos existen alumnos postgraduados» (José María Albareda).
¿Vino directamente de Norteamérica el neologismo? Me imagino que no; supongo que viajaba a través de Hispanoamérica, donde por entonces los vocabulistas avisados —así, Rodolfo Oroz, en Chile— denunciaban el disparate.
¿Por qué era disparate? En los Estados Unidos, un post-graduate es alguien que continúa sus estudios tras su graduación en una high school es decir, en un centro de enseñanza secundario; y que los prolonga, por tanto, en una Universidad. Tiene allí, pues, sentido hablar de una post-graduación. Pero en España, aunque un bachiller es efectivamente un graduado («tiene el grado de bachiller»), el nombre se aplica casi con exclusividad al que ha alcanzado un título superior. Tras esa graduación —y en las carreras cursadas en Facultad o Escuela de una Universidad tradicional o politécnica— sólo cabe acceder a otros estudios posteriores: los de doctorado, que confieren un nuevo grado. Y así, prácticamente, graduados son todos los ciudadanos que han obtenido un título universitario, incluido el de doctor.
¿Qué será, pues, un postgraduado? Exactamente, un graduado: quien ha terminado los estudios en la Universidad, incluida la ampliación de ámbito que ésta tuvo a raíz de la Ley de Educación. Entonces: ¿qué falta hace el término postgraduado, si ya tenemos otro, graduado, que significa lo mismo? Eso, pregúntese a sus introductores y patrocinadores. Por otra parte, graduado significa lo mismo que postgraduado, sólo que sin disparate alguno; el participio significa algo concluso, acabado, perfecto. Si la formación analógica cundiera, tendríamos que hablar de postcasados, postnacidos, de reyes postabdicados, de barbas postafeitadas, de rehenes postsecuestrados, de leyes postabolidas, de afirmaciones postdichas, etc., etc.
Naturalmente, alguna razón habrá para que eso de postgraduados haya cundido. Apenas si hay neologismo que se inserte gratuitamente. Aquel término se aplica a designar esa situación indecisa de una persona que, habiendo terminado administrativamente sus estudios, poseedora de un título, se halla aún pendiente de perfeccionar sus saberes y de instalarse profesionalmente. Es aún un estudiante, sin serlo de manera oficial; y tal parece el sentido general de post- cuando entra en muchas formaciones léxicas, como en la ya aludida posguerra: «Tiempo inmediato a la terminación de una guerra y durante el cual subsisten las perturbaciones ocasionadas por la misma». (De que ese tiempo puede ser larguísimo, estamos teniendo a diario inquietante comprobación). Post- añadiría, pues, en postgraduado esa nota de que tal situación prolonga la situación anterior, agravada con nuevas responsabilidades y necesidades.
Pero aun así resulta innecesario en ese caso concreto. Porque cuando la instalación profesional se ha producido, aunque sea aún en conato, hablamos ya de médicos, abogados, profesores, arquitectos, etc. Y aun cuando no se haya logrado, solemos hablar de ingenieros, de profesores, de arquitectos, de médicos… en paro, mirando hacia adelante, a la situación de llegada y no a la de partida. El vocablo graduado queda así con su potencia intacta para designar exactamente lo que postgraduado quiere significar: la persona que, con sus estudios acabados, sigue precisada de esfuerzos y ayudas para convertir su título en algo más que en un permiso o licencia potencial.
Esperemos que, renunciando al yanquismo postgraduado, absolutamente innecesario, y recuperando nuestro tradicional término graduado, la nueva situación española empiece a enterarse del problema que los ciudadanos así llamados plantean y sufren, como primer paso para la solución.
Ha pasado ya tiempo desde la inauguración solemne del milenario de la lengua castellana. Se ha explicado por muchos que no se trata, en rigor, del milenario ni de la lengua castellana: en el acto inaugural mismo lo hizo constar Emilio Alarcos. Y continuamos sin saber por qué y para qué se ha organizado esta conmemoración, que, de momento, va dejando sólo un rastro de conferencias y de artículos de prensa. Algo es, pero menos de lo que cabría esperar de ella como oportunidad para considerar seriamente los problemas que acucian a nuestro idioma. No es hora de loas, sino de reflexión y de acción. Sin embargo, quienes deben impulsar la reflexión y actuar continúan indiferentes ante estas cuestiones, que figuran entre las más graves que tenemos planteadas.
El castellano —su estima como idioma común, identificado en el mundo como «español»— ha salido muy mal parado de la situación política anterior. ¿Bastará un artículo de la Constitución para ponerlo a salvo de recelos y malquerencias? Quizá sólo unos años de efectivo ejercicio de la libertad lingüística, de palpable protección al cultivo de las restantes lenguas puedan llevar en los territorios que las poseen a una auténtica situación de bilingüismo que supere la actual diglosia (en la cual no es siempre el castellano la lengua privilegiada), y que neutralice satisfactoriamente las tensiones. Pero, de momento, nadie da los pasos precisos para que ese objetivo se alcance cuanto antes. ¿No sería oportuno que, en el marco del milenario, se convocara una reunión de parlamentarios, filólogos y sociólogos, capaces de llegar a un consenso sobre las líneas maestras que deben orientar la política idiomática en España?
Ese es uno de los problemas, pero hay otros. Así, el progresivo deterioro de la capacidad lingüística de los españoles. No acusemos a los medios de comunicación social, que se limitan a reflejar lo que es un empobrecimiento colectivo. El cual, salvo en casos aislados, no obedece a una consciente rebelión contra la norma, sino a una inculpable ignorancia que desearían superar cuantos la padecen. Son muchos quienes demandan de la Academia Española una intervención más eficaz (esa Academia de la lengua «central» que se halla en una situación económica insostenible, imposibilitada casi de cumplir con sus deberes más perentorios). Pero no es justo exigir a dicho instituto esa misión, que, en todos los países, corresponde por completo al sistema docente. Es en éste en el que hay que actuar para que se produzcan efectos apreciables, capaces de lograr una nivelación por arriba y, con ello, una ruptura de las barreras idiomáticas, que constituyen un factor de desigualdad social más insidioso que los económicos.
Temo que no se piense demasiado en tal necesidad, que los partidos políticos estén muy lejos aún de inscribir la educación idiomática igualitaria entre sus reivindicaciones. Hace más de un año publiqué aquí mismo un par de artículos informando de la ley francesa de defensa de la lengua y de los debates que precedieron a su promulgación en la Asamblea y en el Senado. Y fueron los partidos de izquierda los que exigieron un esfuerzo pedagógico mayor para que aquella riqueza fuera repartida con mayor equidad. La demanda sigue manifestándose; en un número reciente de la revista racionalista La Pensée se afirma: «La situación de hecho es, en Francia, esencialmente, que la igualdad de oportunidades lingüísticas está por conquistar». Y es que la constitución de una sociedad más homogénea económicamente sólo puede lograrse mediante una homogeneización cultural. La mayor parte de los países desarrollados lo ha comprendido así. Refiriéndose a Alemania Federal, por ejemplo, ha escrito B. Schlieben-Lange: «Es cierto que la igualdad de oportunidades […] siempre se halla obstaculizada por la lengua […] la política educativa deberá centrarse en el debate de las barreras lingüísticas».
De ahí procede la reciente incorporación de la pedagogía y de la didáctica a las actividades universitarias en gran parte del mundo (aquí se copió con los ices: ¿con qué objetivos verdaderamente útiles?). Ambas actividades, desprestigiadas antes, reducida su acción a los ámbitos de la enseñanza primaria y armadas hoy con un notable aparato técnico, se orientan hacia esa misión social de incorporar grandes masas estudiantiles procedentes de medios familiares pobres, al aprendizaje de ciencias y técnicas reservadas hasta hace poco a las clases superiores. Y ese aprendizaje tiene como mediador necesario el idioma, que no es sólo «organon» para la expresión, sino instrumento de averiguación y de conocimiento. Las técnicas de la educación lingüística están experimentando una rápida transformación, motivada por el hecho de que también los educandos han cambiado. Si antes accedían casi sólo a las enseñanzas media y universitaria alumnos que, en sus casas, aprendían y practicaban un tipo de lengua suficiente en principio para la comprensión de las materias objeto de estudio, hoy acuden a las aulas millares de muchachos que no cuentan con ese respaldo y que chocan violentamente con el idioma del profesor y de los libros, hasta el punto de resultar vencidos en proporciones alarmantes. Los fracasos escolares, a cuyo incremento estamos asistiendo sin poner remedio, se deben en un porcentaje elevadísimo a la imposibilidad que muchos estudiantes tienen de entender ese lenguaje tan radicalmente distinto del que les sirve como simple medio de relación.
La queja del profesorado es unánime en todos los niveles, desde el básico al superior, acerca de la incompetencia lingüística de los escolares. Cunde el desaliento entre todos; me escriben o me hablan a veces antiguos alumnos, ahora profesores, lamentándose de lo mismo, y a todos respondo que el lamento no sirve, que no hay que cargar las culpas al nivel educativo anterior, y que hay que empezar. Alguna vez, y en algún punto, habrá que empezar. ¿No podría servir también el milenario para planear de otro modo la enseñanza del idioma, y para que el pueblo español adquiriera la certidumbre de que en ello se juega buena parte de su futuro? Hay que cambiar los planes de estudio y los métodos didácticos; se hace preciso destruir los prejuicios con que una formación política desorientada desprestigia la necesidad de hablar bien y de escribir bien (¡que no es expresarse «académicamente», como muchos creen!), porque ello no debe constituir un atributo de clase, sino un medio fundamental de emancipación. No habrá democracia mientras unos sepan expresarse satisfactoriamente y otros no; mientras unos comprendan y otros no; mientras el eslogan pueda sustituir al razonamiento articulado que se somete a ciudadanos verdaderamente libres porque tienen adiestrado el espíritu para entender y hacerse entender.