El discurso del Presidente

El discurso pronunciado por don Carlos Arias el día 18 ha producido insatisfacciones basadas en su ambigüedad ideológica, que tiene correspondencia, como es natural, con el lenguaje empleado. No se trata tanto de que sus expresiones hayan sido ambiguas —aunque el pasaje dedicado a los partidos políticos, por ejemplo, constituya un notable espécimen de oscuridad—, sino de que los equívocos se producen por la sucesión de asertos poco compatibles. Extrayéndolos de su contexto, es posible construir con algunos de ellos un programa tajantemente renovador; pero quien lo prefiera podrá elaborar con otros el programa contrario. Que tal efecto estaba previsto lo prueba el hecho de que el ministro de Justicia se vio en la precisión de aclarar, recién acabado el discurso: «Esperen a juzgar al Presidente y al Gobierno por sus frutos».

Muchos comentaristas han hecho notar que tal pieza oratoria funcionó, en su parte más decisiva, con un mecanismo sintáctico adversativo: si, pero… De ese tipo de oraciones dice A. Alonso que «contraponen limitando»; si además, como tantas veces ocurre en ese texto, el desarrollo que sigue a pero es mucho más prolijo y enérgico que lo afirmado antes, el sentido global del período tiende a ser invadido por las aserciones limitadoras.

Se ha advertido igualmente que el discurso fue organizado para conseguir la adhesión del auditorio presente. Ello lo condicionó lingüísticamente, ya que tuvo que acumular lo que en Retórica política se denomina efectos modelizantes (H. D. Laswell), esto es, recursos que alientan a los oyentes en sus creencias, y que son más propios del lenguaje ceremonial (conmemoraciones, homenajes, etc.) que de discursos pronunciados ante un país expectante. Estos obligan al orador a emplear efectos de contraste, que implican una toma de postura con vistas —en los países democráticos— a la adhesión mayoritaria, legitimadora del poder. Debe admitirse —Laswell lo señala— que los efectos modelizantes no son menos azarosos que los de contraste, por cuanto pueden provocar en exceso a la oposición, radicalizando sus actitudes (cosa que hoy cierta izquierda tampoco debería olvidar en sus comportamientos verbales). Como es lógico, el Presidente, al decidirse por su fórmula oratoria debió de prever la magnitud de los riesgos. El tiempo dirá si con acierto.

En esta breve radiografía de urgencia, me parece claro que los mayores motivos de ambigüedad, vistos a través del lenguaje, se produjeron por el temido empleo de los key symbols de la democracia, a la cual —aun designada como alternativa democrática en este pasaje vital—, «caminamos con serena decisión». Tales símbolos-clave, tras los estudios estadísticos del mencionado Laswell, son: derechos, libertad(es), democracia e igualdad. Salvo el último, si no me engaño, figuran en el discurso presidencial, pero en proporción y con relieve mucho menores que los de los símbolos creados por el período histórico precedente. Los cuales fueron compareciendo en lugares estratégicos (no pocas veces tras el pero adversativo): fidelidad y lealtad, unidad, paz, orden, tradición, autoridad, firmeza, eficacia…, como inspiradores de las reformas, término también muy utilizado, pero casi siempre en contextos propicios a su neutralización.

Conviviendo con ellos, los símbolos democráticos aparecen no pocas veces (justificando el programa prospectivo que algunos periódicos han extraído), pero muchas veces en asociaciones típicas del sistema retórico anterior (como justicia y libertad), o con rápidas matizaciones o contrastes del tipo: libertad, no anarquía, democracia pero española, o basada en «algunas modificaciones muy limitadas de las Leyes Fundamentales». Por lo demás, sería injusto no advertir que hubo algún pasaje en que el Sr. Arias afrontó los efectos de contraste, aunque, insistimos, quedaron anegados por los de modelamiento.

Como he dicho, igualdad fue, si he leído sin distracción, el único símbolo democrático ausente (no olvidado, por cierto, en la declaración del Equipo de Democracia Cristiana). En su lugar, surgieron con insistencia los ya conocidos de justicia social, menos diferencias, sociedad más homogénea, etc. Añadamos que si el término democracia fue el más empleado, según el diario ABC, y marca por tanto el objetivo fundamental del discurso, apareció casi continuamente condicionado por los usos retóricos del período anterior, caracterizado, según el Presidente, porque en él fue precisa «una prudente administración de la plenitud democrática». Así, en contra de la definición de aquella forma de gobierno, que el Diccionario académico hace como «predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado», el señor Presidente formuló aserciones como ésta: «La determinación de la política nacional es función primordial y exclusiva del Gobierno». La jerarquía democrática que establece sigue este orden: políticos, gobernantes, instituciones y ciudadanos. El pueblo se define en varios pasajes como mero sugeridor de decisiones; así, el Movimiento Nacional debe «presentar a los órganos del Estado por medio de sus vías representativas, las aspiraciones del pueblo español»; «se acometerá cualquier reforma que la prudencia aconseje y el pueblo español demande». El Gobierno «dialoga» con el país, pero no parecen vincularlo sus consensos: «Procederá con decisión y tacto, estableciendo un diálogo permanente con el pueblo».

Cualquier español comprende las dificultades —mejor, tribulaciones— que pesan sobre el señor Arias. Pero el país está confuso, y el discurso no lo saca de dudas. El propio Presidente dijo con decisión que «esta es la hora» de las reformas. Si es así, no debe olvidarse que la democracia se asienta sobre el frágil y diamantino soporte de la Retórica: no olvidemos su común origen ateniense; y una de las condiciones aristotélicas del discurso es la propiedad o «correspondencia con los asuntos de que se trata» (Ret. 1408 a). La ambigüedad del discurso presidencial se debe, insisto, siempre desde mi perspectiva idiomática, a su falta de correspondencia con el asunto debatido: la democracia. Ésta se acepta o no; pero si ha llegado la hora de promoverla, es necesario utilizar su lenguaje específico, sus «key symbols», aunque actúen como arriesgados efectos de contraste. Utilizando un término bárbaro que empleamos lógicos y gramáticos, España precisa ser desambiguada.

Vale

La Academia ha dicho vale a vale, ese bisílabo resolutivo con que se atajan encargos, se sellan citas y se rubrican acuerdos: «Cómprame el periódico»; «Vale». «¿A las seis, en tu puerta?»; «Vale». «Si me hace un descuento, me lo llevo»; «Vale». Para casi todo, vale; y entrará en el Diccionario con una definición simple: «Voz que expresa asentimiento o conformidad».

Tal uso se ha difundido triunfalmente en poco tiempo. Lo oí por vez primera no hace muchos años en Salamanca, a una amiga madrileña muy aficionada a los tics de la corte. Me chocó, y ella me motejó de ignorante porque en Madrid todo el mundo lo decía. Irrumpía por entonces la era tecnocrática y desarrollista. Quizá no haya relación entre una cosa y otra, pero puede haberla: vale es una pieza de singular valor económico, un eficiente ahorra tiempo que evita despilfarros verbales. Por menos de nada, el interlocutor te deja con la palabra en la boca, y evita prodigar las suyas.

Lo cierto es que el país se pobló de seiscientos y de vales, hasta convertirse éstos en la más preclara manifestación de vulgaridad de la nueva sociedad consumista. Pertenece a ese repertorio de acuñaciones idiomáticas que suplen todo esfuerzo por su repetición automática. Es en extremo vulgar precisamente por eso, por su frecuencia, por su reiteración monocorde e invariada. Está desplazando a otras piezas léxicas que pueden emplearse en las mismas ocasiones (bien, de acuerdo, conforme, como quieras…), y asumiendo el monopolio del asentimiento. En lugar de enriquecer el idioma, lo disminuye, lo reduce en esa zona, invalidando lo existente o marcándolo como propio de inadaptados a la uniformadora y chata modernidad. Ni siquiera tiene la utilidad de servir como distintivo de clase: vale puede oírse lo mismo en los andamios que en los pasillos de la Universidad, igual en las butacas de un teatro caro que en un cine de barrio. Las peculiaridades lingüísticas caracterizan el grado de cultura, no la pertenencia a un grupo socioeconómico.

Aparte su abusiva y tonta reiteración, el invento es bueno. Se ha forjado sobre el ya vale (o, simplemente, vale) con que pedimos que se interrumpa una acción en curso: «(Ya) vale de bromas»; «No eches más, vale»; «Vale, no sigas». De este empleo (que, por cierto, no recoge el Diccionario), se ha extendido al moderno, que ahora sanciona la Academia porque constituye un desarrollo perfectamente explicable desde el proceso evolutivo de nuestro idioma. Nada había, pues, que oponerle, salvo su machaconeo avulgarado: pero el Diccionario sólo define los usos, y no es responsable de los abusos.

En la sesión académica en que se ventiló este problema, un argumento fue decisivo: vale ha cerrado el paso en España al yanquismo okay, de tan desoladora prevalencia en otras tierras hispanohablantes. Atroz okay, con una cabeza de puente peligrosa en la jerga de la aviación comercial y de las agencias de viajes. «Su billete está okay» contestan al viajero que pregunta si ya lo tiene en regla. Bien que escriban en el papelito O.K., si es tal la convención internacional, pero de eso a lanzar el espantoso exabrupto media un trecho que los empleados del aire deberían evitar.

Por ahora, es la única amenaza del okay que padecemos; en Hispanoamérica, este adjetivo, adverbio e interjección, que de todo sirve, espolvorea como salivillas el idioma de muchos hablantes, a pesar de múltiples esfuerzos para contenerlo. Que no faltan, por cierto, en las propias escuelas norteamericanas, por su abuso, culturalmente parecido al de nuestro vale. Por lo demás, el origen de okay es curioso. Según parece salió del nombre Democratic O.K. Club, cuya primera reunión tuvo lugar en marzo de 1840; O.K. eran las iniciales de Old Kinderhook, el pueblo natal de Martin van Burén, octavo Presidente de los Estados Unidos, a quien el club apoyaba. Admirable y sintomático hecho que O.K., okay, gran consagrador de acuerdos, naciera en un contexto democrático.

Doméstico

Las oficinas de viajes lo han consagrado ya, colgándolo, el cartelito que anuncia: «Vuelos domésticos». Quiere aludir con ello a los que se realizan dentro del territorio nacional. Ahí está, evidentemente, el domestic inglés, definido así por el Webster’s New World Dictionary: «of one’s homeland», del propio país. El vocablo anda también entrometiéndose en el idioma de los políticos; el Presidente Arias no lo evitó en su discurso del 28/1: «Queremos que la realidad doméstica y la acción exterior de nuestro país vayan progresivamente confirmando…». Difícil tarea la de luchar contra un mal uso que se sanciona desde la cumbre del poder, pero intentémoslo.

El Diccionario de Autoridades (1732) sólo recogió tres acepciones de ese adjetivo:

«En su riguroso sentido, vale todo lo que pertenece o es propio de la casa». En efecto, el latín domésticos deriva de domus que significa «casa». Y así, hablamos con propiedad de «asuntos domésticos», de «rencillas domésticas», etc.

«Vale también lo que se cría en casa, que con el trato de la gente se hace manso y apacible, a diferencia de lo que se cría en el campo». En este sentido, hablaba Quevedo de un «áspid que, doméstico y a modo de perrillo, acudía en una casa a la hora de comer».

«Se toma muy de ordinario por el criado que sirve en una casa».

Son las tres únicas acepciones que sigue avalando el Diccionario académico en su última edición (1970). Como puede verse, en ninguna de ellas encajan ni los vuelos domésticos de las compañías de aviación, ni la realidad doméstica del señor Presidente del Consejo. Diccionario en mano, no habría más vuelos de esa clase que los de objetos lanzados en una trifulca matrimonial, ni otra realidad política que la de todos metidos en casa, sin comparecencia posible en unidades superiores a la familia. Evidentemente, tales compañías y el señor Presidente aluden a hazañas más estimulantes, y donde dicen doméstico y doméstica, a la inglesa, debemos entender «nacional».

Pero, curiosamente, la acepción anómala que denunciamos no lo fue en otras épocas de nuestra lengua. He aquí textos del siglo XV en los cuales ese adjetivo anda muy próximo a la actual acepción del inglés:

«En ayuntamientos de gentes y debates domésticos…» (Alonso de Cartagena).

«Guerras civiles e domésticas» (F. Pérez de Guzmán).

«(Decía que) más justo y honesto era destruir a los fieles domésticos que los extraños de África» (H. Pérez del Pulgar).

Está claro que la palabra se refiere a ámbitos superiores a los de la familia: pueden identificarse con los de todo un pueblo o una nación. En el XVI, Pedro Mexía se refería a las «discordias domésticas» de los judíos, y el Padre Mariana definía las «discordias domésticas» como «peste de los grandes imperios». Tal empleo prosiguió en los siglos posteriores, y así, en el XVII, Salas Barbadillo se refería a un rey que había tenido «muchos enemigos domésticos» (esto es, de su propio reino), y en el XVIII el Padre Feijoo decía de los gitanos que eran «gente medio doméstica medio forastera».

Tal vez haya ejemplos del siglo XIX que no he encontrado, pero mi impresión es que aquella acepción, tan pujante en el XV y en los Siglos de Oro, fue perdiendo progresivamente vigor; a ello tal vez se debe el que no haya dejado huella en diccionarios. En cualquier caso, su presencia en la lengua moderna no continúa su vieja tradición hispana, sino que representa una cruda adaptación del domestic inglés. El fenómeno no es único en nuestra lengua; en muchos aspectos, puede compararse a lo sucedido con deporte, vocablo que, en la Edad Media significaba «distracción, entretenimiento» (creo que por galicismo; en francés, la voz déport se documenta desde 1160 con esa acepción), y así se usó aún en el XVI; pero quedó olvidada, para no reaparecer hasta finales del siglo pasado, como calco del inglés sport, el cual, curiosamente, deriva del francés desport. Los que adoptaron sport como deporte estuvieron, pues, mucho más acertados que quienes, en Francia, prefirieron el anglicismo a su voz vernácula, origen de aquél.

Pero en este último caso, la resurrección de la vieja voz por inducción del idioma isleño, era forzosa, ya que se precisaba dar nombre a una actividad de nueva configuración social. Nada justifica en cambio que el domestic británico promueva el uso de doméstico fuera de las acepciones consagradas por la Academia. Y así, el Diccionario politécnico de las lenguas española e inglesa (1965), da muy juiciosamente como equivalente de aquel adjetivo, nacional, del país, interior (e intestinas cuando ha de decirse de luchas o guerras).

Continuemos jugueteando a angloparlar, y acabaremos refiriéndonos con complacencia al British Dominion of Gibraltar. ¿Por qué enfadarnos con esta situación colonial, si —por no hablar de otras— estamos cediendo trozos de soberanía en nuestra lengua con tanta docilidad sin que nadie nos lo pida?

En pelotas

Los incuestionables descubrimientos realizados en el cine y en el teatro de nuestro país, han dado impulso a la locución en pelotas para salir del suburbio e instalarse en el idioma corriente, hablado o escrito. Y así —un ejemplo entre mil— he podido leer en un articulista a quien admiro mucho, la verdadera y necesaria afirmación de que «el público de las salas cinematográficas no ulula cuando la actriz se queda en pelotas». Me fijo en este texto porque puntualiza: «si es que tal vulgarismo puede decirse de una actriz».

He aquí un equívoco en el que la mayor parte de los hispanohablantes ha caído. La historia es muy simple. Esa locución se documenta en la forma en pelota desde el siglo XVII, aunque debió de surgir en el XVI. Cuando los galeotes corresponden como es sabido a la libertad que les procura Don Quijote, dice Cervantes que «a Sancho le quitaron el gabán y dejáronle en pelota». Evidentemente, no quedó desnudo, sino «a cuerpo». Por esa época, a la desnudez total se aludía con las locuciones en cueros y en carnes. Y con aquella acepción se documenta a lo largo del seiscientos, aunque cargándose progresivamente de la que va a seguirle. En efecto, el cambio semántico que conducirá del significado «a cuerpo» al de «sin ropa», puede vislumbrarse en este texto de los Avisos de Barrionuevo: «hombres y mujeres, en pelota, medio vestidos y desnudos». Y aparece ya plenamente confirmado en el siglo XVIII, cuando del Padre Isla habla de «un joven desnudo y en pelota como su madre le parió». A partir de entonces, no se documenta la vieja acepción, que quedó fijada en las locuciones en cuerpo y, después, a cuerpo.

Obsérvese que en pelotas surge y se mantiene durante siglos en singular. Y ello porque es heredera de la locución medieval en pellote, con la que se aludía al vestido casero. Trotaconventos persuade a Doña Endrina de que la visite, en el Libro del Buen Amor, con estas palabras:

Desde aquí a la mi tienda non hay si non una pasada,

en pellote vos iredes como por vuestra morada.

Los cambios de indumentaria —el olvido del pellote— dejaron esta palabra a merced de la etimología popular y en la locución fue sustituida por pelota, derivado burlesco de piel, latín pellis (se ha dicho que tal vez de pelo, pero no lo creo por el género). Influyó también el hecho de que pella significara, precisamente, pelota. De ese modo, en pelota equivalía a en pellote, esto es, «a cuerpo» (o con atuendo casero) sugiriendo ya hiperbólicamente el desnudo total: ir a cuerpo o en cuerpo (falta de etiqueta que, por ejemplo, en la corte sólo era lícita al heredero del rey), era como no ir vestido formalmente, y se ponderaba diciendo que se iba en pura piel, o en puros cueros, en pelota. En el XVIII, como vimos, la locución perdió su sentido hiperbólico, para ajustarse a su significado literal: desnudo totalmente.

Pero la historia prosiguió; en la voz pelota dejó de advertirse su vinculación con piel, y fue creciendo la etimología popular que la asociaba con los atributos viriles. En medios populares, se impuso el plural, y desde el siglo XIX comienza a registrarse en pelotas, tanto en España como en América, alternando con el singular. Éste es dominante en los escritores que poseen buen sentido del idioma, y que no han caído en la vulgar tentación asociativa. He aquí ejemplos de las dos orillas de nuestra lengua:

«El jefe se quedó en pelota» (Miguel Ángel Asturias, 1952).

«Volvió a hacer la operación de secarse en pelota» (Juan Rulfo, 1953).

«A mí no me importa beber, ni fumar ni andar en pelota» (R. Pérez de Ayala, 192.1).

Cuando, en el Diario de un emigrante, Miguel Delibes se expresa por su cuenta, utiliza cuidadosamente el singular; en cambio, cuando es Lorenzo, su gran personaje, quien habla, dice siempre en pelotas. Ningún ejemplo mejor para mostrar una conciencia lingüística alerta, que distingue bien entre el uso propio, de excelente alcurnia, y el vulgar.

¿Qué hacer? En pelotas, que revela una asociación maliciosa y tosca, está extendido por todo el ámbito del idioma, y hay que confesar su rotundidad expresiva. ¿Puede decirse de las mujeres? No sólo las pelotas se les atribuyen para encarecer su valor, sino, directamente, lo que las pelotas evitan nombrar. Léanse, si no, los ejemplos que Camilo José Cela aporta en su Diccionario secreto, I, pp. 105 y ss. Pero fuera de esas hipérboles del carácter y de la valentía, parece evidente que atribuir pelendengues a las damas es barbaridad contra natura. En cambio, el singular, esto es, «en piel o en pellejo», les acomoda tan bien como a los hombres. Y Pérez de Ayala escribía adecuadamente de una actriz que «se presenta casi en pelota».

Esto último ocurría en 1912; ahora vuelve a suceder en 1976. Los progresos son bien notables. Pero, dejando esto aparte, me permito recomendar la locución en pelota, y el olvido completo del plural. O si ello resulta ya imposible, que los hablantes distingan con claridad en pelotas y en pelota y que no confundan esta última, el pellejo o cuero, con las témporas.

Mentalizar(se), concienciar(se)

Las novedades lingüísticas no son cosa de salón o de cenáculo, sino de cielo abierto. El domingo pasado, cumpliendo un precepto médico —«no leer, no escribir, andar mucho»—, recorría jadeando mis veredillas de El Escorial, cuando me crucé con un matrimonio maduro que iba charlando. Él, rechoncho y popular, fuerte cayado y cráneo protegido por un «nipadeo», como la guasa riojana llama a la boina ibérica; ella, condigna en peso y tierna bondad en los ojos. Al cruzarnos, cacé esta perla de su cháchara:

—Tenemos que mentalizarnos y acostumbrarnos a lo moderno.

Extraordinario. ¿En qué tendría que mentalizarse aquel sólido y apacible matrimonio? El verbo mentalizar(se) y su hermano gemelo concienciar(se) llegaron hace pocos años, y ya campan en nuestros predios con la normalidad descrita. Sí existe el participio inglés minded en la acepción de «inclinado en pensamientos, voluntades, gustos e intereses en una dirección específica». Me parece, sin que de momento pueda precisar más, que por ahí debe buscarse el origen. Mentalizar se ha construido sobre el adjetivo mental en serie con centralizar, nacionalizar, bestializarse, brutalizarse, etc. Aparentemente está bien; pero no lo parece tanto si pensamos que estos últimos verbos significan «hacer(se), volver(se) bestial y brutal», y que mentalizar(se) no quiere decir «hacer(se), volver(se) mental». Esta simple prueba demuestra lo forzada que resulta la invención o adaptación. (Tampoco es comparable con los verbos derivados de nombres, que acaban en -l, como metalizar o fosilizar, cuya acepción no es tampoco homogénea semánticamente con la de mentalizar). En cuanto a concienciar(se), el castellano no posee ni un solo verbo creado sobre un sustantivo terminado en -ancia, -encia.

Henos, pues, con dos vocablos de pelaje bien extraño, que ya circulan hasta por entre las jaras, cabras y peñas de El Escorial. Peor: no es sólo su diseño morfológico lo que resulta poco nacional. Más chocante es lo que delata su extraño significado. Probablemente, tales palabras se nos han colado por dos vías distintas aunque de una sola intención. Ambos caminos son, si no me engaño, la propaganda comercial y el activismo político. La sociedad de consumo, que ha convertido el mundo en un zoco y ha impuesto como ideal humano la compraventa, ha necesitado para constituirse y precisa para subsistir una acción que desconsuele si cualquier objeto resulta duradero y haga desear su consunción; que obligue a anhelar ardientemente lo innecesario o inútil; que sea capaz de hacernos odiar a muerte nuestra lavadora si otra a la venta cuenta con un programa más. Para lograr tal prodigio, los expertos en publicidad han de mentalizar y concienciar a la gente, han de vapulear su sesera hasta anestesiarla.

Luego están los políticos, que tanto han aprendido de la publicidad. Mentalizar o concienciar a la base es su objeto. Y sus métodos, la misma invasión de las almas, idéntico zarandeo, igual absorción. Consignas simples, razonables o no, lanzadas como cantos a las cabezas, hasta que entren y se fundan con la masa encefálica. Con impulso bastante para que rompan cualquier filtro, cualquier propósito de crítica. La mentalización o concienciación que así se procura constituye la negación misma de la Retórica, que Nietzsche proclamaba como «arte esencialmente republicano» y como «la más alta actividad intelectual del hombre político», por cuanto trata de ganar adeptos a una causa rindiendo racionalmente voluntades indiferentes u hostiles. Años después, Ortega y Gasset lo expresaría en estas palabras: «La política significa una acción sobre la voluntad indeterminada del pueblo, no sobre sus músculos, una educación, no una imposición».

Ahora hay que concienciar y mentalizar. Y nuestro pueblo se conciencia y se mentaliza, consagrando por el uso de tales verbos, e introduciéndolos en una lengua que tiene alojadas en su forma interior las locuciones hacerse a la idea de…, e irse haciendo a la idea de…, las cuales formulan una actitud de convencimiento paulatino y deliberado, perfectamente controlado por el individuo. Antes se trataba de persuadir, esto es, de conducir al interlocutor por una senda dialéctica, que él tenía que recorrer paso a paso hasta el punto deseado. Ahora se le mentaliza o conciencia tomándolo a volandas e instalándolo en dicho punto, quiera o no quiera. Y él acepta esa ocupación de su libertad. Además, hacerse uno a una idea comporta que ésta sea bien delimitada; el paseante de El Escorial, con su «hay que mentalizarse» se refería a una disposición difusa del ánimo para recibir cuanto quisieran colarle.

Por el país de la «real gana», del «no me convencerás», del «lo hago porque quiero», deambulan ya como palabras y hechos estas rotundas abdicaciones de la personalidad. Y a mí me parece síntoma un tanto inquietante.

Un «tanto» en las Cortes

El jueves pasado publicaba el diario Ya un sorprendente artículo de su cronista en las Cortes Españolas, señor González Muñiz. Soy lector asiduo de su sección: el señor González Muñiz se acredita en ella como costumbrista de primer orden, aplicando su lente a la más alta institución política del país. Cuando ésta se convierta en objeto de historiadores, la colección de sus crónicas será consultada como fuente de máximo caudal. Son cuadros costumbristas parlamentarios más próximos a la suavidad de Mesonero que a la acidez de Larra. Ello no libra de riesgos a su autor —alguno habrá corrido, imagino—, pues son inherentes a la condición de costumbrista por benévolo que sea: ya señalaba el Curioso Parlante en 1820 cómo «hay cosas que, para ponerlas en ridículo, basta parar la atención en ellas». Y eso afecta también a tan severa y trascendente cosa como las Cortes: de vez en cuando —hombres son— dan una zapateta ante la cual difficile est saturan non scribere. Un Juvenal redivivo se hubiera sentido arrebatado por la inspiración ante el debate del pasado día 17, y hubiese escrito un poema capaz de remitir al olvido la Sátira IV, la del consejo convocado por Domiciano para ver qué se hacía con un grandísimo pez.

Ahorrando a mis lectores los preciosos y precisos detalles que pueden leer en Ya, ocurrió en síntesis lo siguiente. El texto de un proyecto de ley que se sometía a la Comisión de Presupuestos, decía en uno de sus artículos:

«La intervención de la aplicación o empleo de las cantidades destinadas a obras, suministros, adquisiciones y servicios, que comprenderá tanto el examen documental como la comprobación material…».

La Comisión decidió prescindir de «la comprobación material», y se puso punto detrás de documental; así fue votado y aprobado el artículo.

Pero he aquí que un señor procurador cayó en la cuenta de que el texto, si se mantenía el tanto, era agramatical. Sencillo, ¿no?, el arreglo: se suprimía tal partícula, y en paz. Pues no era tan sencillo: el reglamento de las Cortes impide volver sobre un texto ya aprobado, y así lo recordó a la Comisión quien tiene el deber de velar por la intangible pureza de los procedimientos: su presidente, señor Pinilla. Otros señores procuradores apoyaron su celo. En vano clamaba un miembro de la Comisión, con prudentísima alarma: «¡Vamos a hacer el ridículo ante el país!». Pero algunos se mantenían en su tanto, pensando sin duda que quien es fiel al reglamento de las Cortes puede afrontar gallardamente la risa de la nación. La escena debió de ser un puro encanto, y lo es en la pluma aguda y benevolente del señor González Muñiz. Antes, los primores formales se confiaban al trabajo posterior de una Comisión de Corrección de Estilo, pero, según recuerda el cronista, «estos nobles y claros varones la suprimieron en octubre de 1971, al discutir el nuevo reglamento de las Cortes, porque dijeron entonces que para saber escribir en castellano correcto, ellos y nadie más».

Por fortuna, los cielos lanzaron un ramalazo de cordura sobre nuestros legisladores, los más reacios pasaron el Rubicón reglamentista, y quedó conjurada la injuria que amagaba contra la lengua castellana. (Aun así, albergo dudas sobre la corrección del texto: suprimido el sumario de la «comprobación material», ¿queda airoso el verbo comprenderá?)

He aquí un caso claro de competencia de legalidades. Pues los procuradores acogidos al noli me tangere del artículo aprobado, negaban la superioridad de rango que, sobre aquella ordenanza, poseen las leyes del idioma. Leyes que se han dado en menospreciar y vulnerar, empezando por un elevado número de políticos que hablan y escriben chapucerísimamente. El famoso Andrés Piquer proclamó ante la Academia Médico-Matritense, en 1768: «Es cosa extravagante que se fíe la salud de los hombres a quien no se puede fiar un párrafo de lengua latina». Exageraba el buen don Andrés, pero no creo que sea hiperbólico alarmarse porque legislen o pretendan legislar quienes sistemáticamente conculcan las leyes que el pueblo español ha impuesto a su lengua, y que son más firmes y duraderas que cualquier reglamento. Ante unos procuradores que no perciben la unidad de la conjunción discontinua tanto… como, lo menos que puede uno pensar es ¡tate, tate! Si no puede confiárseles un párrafo de lengua castellana…

Ante cosas así me siento muy preocupado, porque una propensión depresiva y cavilosa me lleva a interpretar actitudes y gestos ajenos tal vez más allá de lo que fuera lícito. Siempre simpaticé con aquella niña del cuento, que lloraba al ver un hacha colgada de la pared pues podía caerse y hacer daño. El caso es que las Cortes Españolas tienen que convertir en leyes unas reformas propuestas por el Gobierno, en una dirección de marcha que, por los indicios, desea una mayoría del país (no entro aquí en las cuestiones arduas de la velocidad y el trazado de ruta: hablo sólo de la dirección del avance). Y ante lo ocurrido con el tanto de marras, empiezo a inquietarme temiendo que el reglamento o las leyes que estuvieron a punto de ser incompatibles el día 17 con algo tan compartido y común como es la lengua, caigan como un hacha sobre los compartidos y comunes proyectos de reforma. Si nuestros procuradores frecuentaran a Horacio, darían seguramente con estos versos suyos que incitan a profunda meditación: «Quid leges sine moribus / vanae proficiunt?» (Carmina, XXIV, 35).

Reclamarse de

Soy lector constante de no menos de media docena de semanarios. Y como no me inquietan los asuntos del corazón de famosas y famosos, de aristócratas y parvenus, ni está entre mis defectos el de fanático voyeur, dicho se está que tales revistas son políticas. De aquella asepsia que presidió el antiguo régimen, se ha pasado a la contaminación actual, de tal modo que no bastan los sobresaltos de la prensa diaria: las revistas semanales todas los multiplican por cien. Es lógico: se está dejando que el péndulo haga su formal recorrido. Y aún no es tiempo de quejarse, porque aún falta mucho para contrarrestar tantos decenios de parón. Pero como «ir al fútbol siempre también aburre», como sentencia un inolvidable personaje de Miguel Mihura, espero ya con impaciencia el descubrimiento de que en el mundo hay cosas mil veces más importantes que las visitas del señor Fraga al Rey o los discursos del señor Girón. Claro que, para llegar a una prensa que las comente, debemos aguardar a ver qué sale de tales visitas y tales discursos. Mientras tanto, nuestras revistas desempeñan su papel, y yo las leo devotamente. Pero ocurre muchas veces que al sobresalto de lo que dicen se añade el susto de cómo lo dicen; lo cual, actuando sobre mi insidiosa aunque leve hipertensión, puede conducirme al desastre. Por ello, mi médico —gran médico el salmantino doctor García Bermejo— me recomienda que no lea y que frecuente riscos y arroyos. Claro que yo, suicidamente, me hago un sayo con sus consejos.

El preámbulo viene a cuento de que una de esas revistas poco favorables al Gobierno que constituyen mi droga hebdomadaria, estampó hace poco el siguiente titular: «Actualmente hay en la oposición nada menos que diecinueve partidos, grupos o grupúsculos que se reclaman de un socialismo democrático inspirado en Carlos Marx». Lo entendí, como cualquiera, y pasé adelante a absorber la noticia, absolviendo el título. Mi conclusión fue que eran mala cosa tantos grupos reclamándose de lo mismo, y que tal vez tenga necesidad el país de reclamarles pronto por su desunión. Pero, horror, a la semana siguiente, y bajo la rúbrica «Los socialdemócratas no se entienden», la misma revista imprimía esta noticia apasionante: «Muy activos han estado en los últimos días los diversos grupos que se reclaman de la socialdemocracia».

Tremendo impacto, como ahora se dice. No un golpe, sino dos en la misma matadura. Y, como estos días, no sé por qué, me da por el latín, me acordé enseguida de la Philippica XII de Cicerón: «Cuiusvis hominis est errare, nullius nisi insipientis in errore perseverare». Verdad grande: cualquiera puede equivocarse; sólo los insensatos perseveran en el error. El autor o autores de esos escritos la han tomado con los socialistas, y pretenden que nos los imaginemos dedicados a la afanosa tarea de reclamarse de algo, cuando tantas otras cosas tienen que hacer.

Y ¿qué es este extraño verbo? Un castizo diría que un galicismo como la copa de un pino; quien no lo es, poda el pino para dejarlo en galicismo simple. Se réclamer de está documentado en francés desde el siglo XIII, como término jurídico para significar la acción de apelar a un tribunal contra la sentencia de otro inferior. Y reclamarse aparece en textos medievales españoles, con el sentido piadosamente gálico de «encomendarse» o «apelar»: «Que non puedo al templo entrar / ni a Dios me reclamar», se lee en la Vida de Santa María Egipciaca (468-469). Y similar acepción posee en textos posteriores de Montoro o Urrea.

Pero tal empleo afrancesado no atravesó la linde del siglo XVI, y el castellano no acompañó al francés en la posterior evolución semántica de se réclamer (de); efectivamente, en dicho idioma llegó a significar, como define el Larousse grande, «invocar en favor propio» («Se réclamer du droit des gens»), o según dice el Larousse pequeño, «prevalerse» (tomando este verbo a la francesa, esto es, «acogerse a algo, autorizarse con algo en las pretensiones»): «Se réclamer des ancetres».

Tras este rodeo, hemos llegado a ese reclamarse de que la revista en cuestión atribuye a socialistas y socialdemócratas: todos sus grupos aspiran a ser reconocidos como tales, pues todos dicen ser eso y reclaman para sí la legitimidad histórica o internacional de su ideología. Y lo que aquellos textos deberían decir es, simplemente que los partidos y grupos aludidos invocan o dicen representar o se acogen a o se autorizan con…, o mil cosas más que no sean reclamarse.

Contra quien descalifique la defensa del idioma y la necesidad de preservarlo de tonterías, pensando que tal defensa obedece a prejuicios burgueses, me acogeré al siguiente texto que Lenin escribía a vuelapluma, mientras oía los discursos pronunciados en una reunión del partido (3 de diciembe de 1924): «Estamos destrozando la lengua rusa. Empleamos sin necesidad palabras extranjeras […] Naturalmente, cuando alguno que no ha podido aprender a leer hasta hace poco, en particular los periódicos, se entrega a esa lectura asiduamente, asimila en ellos a su pesar las peculiaridades de su estilo. Sin embargo, es justamente la lengua de nuestros periódicos la que empieza a corromperse. Si puede excusarse en quien ha aprendido hace poco a leer el empleo de palabras extranjeras que le han atraído por su novedad, es imposible perdonarlo a los hombres de letras. ¿No ha llegado el tiempo de declarar la guerra al uso injustificado de palabras extranjeras? Confieso que si ese empleo injustificado de palabras extranjeras me irrita (pues obstaculiza nuestro influjo sobre las masas), ciertos errores de los colaboradores de prensa logran sacarme de mis casillas […] ¿No ha llegado la hora de declarar la guerra a la deformación de la lengua rusa?». Si Lenin hubiera sido español, y en esta hora, ¿qué habría dicho?

Señores políticos: si ahondamos aun poco, va a ocurrir que el purismo es hoy la más alta expresión de la democracia.

Bueno

Cuando agarre un catarro y pueda pasarme todo el día oyendo la radio o viendo la tele, mediré la densidad con que bueno aparece encabezando las respuestas a las siempre interesantes preguntas que hacen los locutores a sus entrevistados.

—Me ha dicho un pajarito que vas a hacer una coproducción en Italia.

Bueno, estamos en conversaciones y si hay arreglo económico…

—También me ha dicho que tienes algunas escenas de destape.

Bueno, si el guión lo exige y hay que desnudarse, pues me desnudo. A mí eso me da igual que posar de luto y con mantilla.

—Una pregunta indiscreta: ¿cuándo te casas?

Bueno, no tengo novio.

—Pero ¡si llevas viviendo tres meses con Rafaelito del Esla…!

Bueno, somos amigos. De momento, cohabitamos. Quiero decir que vivimos juntos. Cuando estemos seguros, hablaremos de boda.

Conversaciones así amenizan durante horas y horas miles de hogares españoles, algunos talleres, y acompañan a los automovilistas en sus viajes. (¿Se habrá pensado en estudiar la posible correlación entre accidentes y ciertos programas radiofónicos?)

Se trata de un bueno hertziano, casi exclusivo de la entrevista ante micrófonos, con el que inevitablemente comienzan sus réplicas casi todos los llamados a ilustrar al país con sus opiniones, informaciones y puntos de vista. Por supuesto, se aferran a él de modo especial los inexpertos, aquellos a quienes intimidan el micro o la cámara. Pero no lo desprecian los personajes y personajillos desenvueltos, que han hallado en tal uso interjectivo de bueno un decoroso correlato con el well inglés y el bon francés: algo así como un punto de apoyo sólido para cimentar en él una respuesta meditada, concentrada, sabrosísima:

—¿Qué opinión le merece el proyecto de Ley de Asociaciones?

Bueno, habrá que ver en qué lo dejan las Cortes.

Salvo estos casos de grave responsabilidad, la tal muletilla desempeña una función no despreciable. En la conversación ordinaria, el lenguaje interior —el de la mente— y su formulación oral son simultáneos. Al escribir, la situación varía, pues la expresión ha de seguir al pensamiento, aunque sea a corta distancia; con la pluma en la mano, nos sentimos en la obligación de dar forma a lo que va fabricando la mente, y, por tanto, de proyectar y modelar la expresión. La situación de quien responde para el público ante la radio o la televisión parece intermedia: ha de dar una sensación de normalidad a veces infinitesimalmente pequeña que precisa el cerebro para realizar sus operaciones, con el fin de configurar decentemente sus palabras y que éstas no sean una patochada (aunque resulten serlo en un porcentaje escalofriante de casos). La emisión de un bueno ayuda a esa estrategia de bien quedar, que era impensable antes del boom de los medios de difusión audiovisuales.

Hasta ese momento, nuestro idioma desconocía tal comodín. Es signo de asentimiento («¿Bailamos?» «Bueno»), satisfacción («Bueno, ya me ha hablado de boda»), sorpresa («¡Bueno! Pero ¿no estabas en América?»), y otros variados movimientos anímicos. Sirve para reanudar un tema abandonado («Bueno, habíamos quedado en que me hará un descuento»), o para abandonar el que se está tratando («Bueno, dejemos las cosas como están»). No hay diccionario que pueda registrar las múltiples situaciones en que aparece bueno como interjección; pero tarde o temprano habrá que hacerle un hueco en el léxico oficial a ese uso hertziano, aunque debamos combatir su proliferación con toda fuerza.

Yo, con manía que no recomiendo a nadie porque puede ser injusta, descalifico mentalmente a quien comparece en las ondas precedido de buenos. Ese tonto artilugio me anuncia, por lo tanto, su falta de personalidad, su insensibilidad para las muletillas. Preferiría mil veces que se tomara el tiempo preciso para responder, sin ningún tipo de disimulo, porque ello inspira o debe inspirar confianza. En general, tenemos los españoles muy pobre idea acerca de qué sea «hablar bien», e identificamos esta cualidad con la prontitud y fluencia de lenguaje, sin pausas ni silencios (ya sabemos qué meritorio parece a opositores y examinandos haber hablado: «por lo menos, no me he callado»), atendiendo más al ruido que a la nuez.

Hablar, responder bien, es hacerlo juiciosamente, meditando lo que se dice, sin caer, claro, en el extremo de la premiosidad. Nos falta por completo una pedagogía generalizada de la expresión oral pública. Todo educador francés recibe al recibir su título un memorándum ministerial en el que se contiene, entre otras muchas, la siguiente advertencia: «Hablar bien no es hablar con elocuencia, ni siquiera con facilidad. De ordinario, el que habla fácilmente tiene pocas cosas que decir. Es que su pensamiento no le ofrece resistencia y lo viste con trajes confeccionados. Hablar bien no es hablar con fluidez sino hablar con precisión. Puede titubearse cuando el titubeo obedece al deseo de ser fiel a los hechos y a las ideas. Habla bien […] el que actúa como árbitro entre su pensamiento y su expresión. Hay que habituar a nuestros alumnos, cuando hablan, a ser severos consigo mismos, a dudar, a tantear, en lugar de decir cualquier cosa».

El bueno hertziano suele ser sólo eso: el muelle en que se apoya el pie para saltar con cualquier cosa. De veras, evitémoslo. No añadamos la pesadumbre de oírlo mil veces a la de escuchar lo que en tantas entrevistas se pregunta y se responde.

Semántica

La cosa empezó hará unos seis años. Un distinguido político a quien no tenía el honor de conocer, tuvo la discreta idea de consultarme sobre el significado preciso de la palabra Semántica, que él oía emplear tanto en las sesiones de las Cortes y del Consejo Nacional. Por los contextos en que tal voz se usaba, deduje que los representantes del pueblo en tales organismos querían referirse con ella a asuntos meramente formales, y no de significación. Si discutiendo algún problema, alguien afirmaba que aquello era «una simple cuestión semántica» quería decir que la discusión no era de fondo sino de mera formulación lingüística. La prensa se hizo eco pronto de tal empleo, y hoy la Semántica, y sus adjetivos semántico y semántica van y vienen en discursos escritos, para designar lo que, dificultando deliberada o inconscientemente la comprensión, es fuente de oscuridades. Veámoslo en tres políticos de orientación política diversa.

Poco antes de acceder al Gobierno, uno de los más eminentes publicó un artículo titulado, precisamente, «La semántica». Era un loable exhorto a que se hable con claridad (aludía, por ejemplo, a los partes del equipo médico que atendió a Franco) y a llamar al pan, pan, y al vino, vino. Y estampaba allí esta aserción clave: «¿No podríamos escudarnos un poco menos en la Semántica y un poco más en la transparencia? […] Llamemos úlcera a la úlcera, hidropesía a la hidropesía, y totalitarios a los que lo sean, aunque vengan disfrazados de demócratas. Librémonos del abuso de la semántica». Está, pues, bien clara la identificación de ésta con una especie de maniobrerismo lingüístico perturbador.

Hace pocas semanas, Josep Meliá, comentando el eco desfavorable que obtuvieron los recientes discursos de los señores Arias y Villar Mir, aseguraba: «Es increíble, en este aspecto, cómo un nuevo gobierno puede sufrir los dos mayores reveses que imaginarse puedan por un simple problema semántico. [Ambos discursos] son más mortificantes por la forma que por el fondo, más por sus silencios que por sus novedades, más por la falta de sintonía ambiental que por sus errores conceptuales». Aunque no se entiende bien a qué se alude en este texto con la palabra semántico, parece que se toma también como instrumento de oscuridad, de perturbación del pensamiento en su expresión formal, el cual, sin la acción semántica, hubiera sido menos objetable.

Por fin, Pablo Castellano, en el primero de unos artículos que ha dedicado recientemente a la «Unidad socialista», y tras aludir a los numerosos grupos y personas que hoy se reclaman del socialismo (véase nuestro dardo de la semana pasada) puntualiza: «Cuando algunos hablamos de la unidad socialista, con absoluto respeto a quienes difieran de nuestro criterio, no buscamos una heterogénea unidad de socialismo, que a veces no tienen más puntos en común que lo semántico». El pensamiento del señor Castellano está claro: aquellos grupos y personas se proclaman socialistas sin serlo o siéndolo sólo de boquilla, semánticamente. Lo semántico consiste, pues, aquí en utilizar el término socialismo pero no sus contenidos profundos, su significado real.

Es admirable comprobar cómo el sistema, el gobierno y la oposición están de acuerdo al menos en algo: en hablar un idioma caótico. Parodiándolos, podíamos decir que presentan notables coincidencias semánticas. Pero ocurre que la Semántica, la vieja ciencia lingüística creada por Michel Bréal a finales del siglo XIX, y que, como todas las ciencias, ha ido variando de contenidos y de métodos hasta hoy, nada tiene que ver con lo que le achacan nuestros políticos en sus esfuerzos por hablar con suma finura científica. Porque la Semántica es la ciencia de los significados, no de los aspectos formales del lenguaje. La Semántica horada las palabras y las frases para desentrañar sus significados, para denunciar sus ambigüedades, y poner a las claras qué quieren decir. Si dos personas difieren en lo semántico, no es que sea una cuestión de palabras lo que les aparta: es que están defendiendo posturas diferentes. Si los discursos de los señores Arias y Villar Mir parecieron aceptables a algunos, es porque semánticamente les satisficieron. Y si cuantos se autodenominan «socialistas» tienen en común lo semántico, resulta que lo son de veras, que podrían llamarse de cualquier otro modo y seguirían siéndolo: lo contrario justamente de lo que pretendía decir el señor Castellano.

Censuraba don José María de Areilza a los especialistas, entre ellos a los profesores universitarios, el hecho de que se refugien en «el tecnicismo de sus áreas genéricas como en una clave secreta para iniciados». Hay algo peor, como estamos viendo: que los no iniciados entren en el recinto de los especialistas con el mismo desenfado que un perro en misa. Abandonen los políticos la Semántica a quienes saben qué hacerse con ella, y creen su lengua a otras expensas. O si lo hacen a las nuestras, que sea con propiedad y respeto y sabiendo lo que dicen. Mientras no lo sepan, que dejen la Semántica en paz.

Lívido

No creo que sea ya posible limpiar lívido de su equivocada y corriente acepción porque se halla inmensamente difundida por todo el ámbito del español. Generalmente se identifica la lividez con la palidez extrema, con el color de la piel casi aderezada de muerte. Y, sin embargo, el Diccionario académico define lívido muy precisamente así: «amoratado, que tira a morado». Y a ese color tiran las restantes palabras de la familia: lividez, lividecer, livor («color cárdeno», latinismo que usó Góngora) y livorar («golpear brutalmente hasta producir cardenales», que empleó, mucho antes, Berceo). En latín, de donde todo esto proviene, lividus significaba «azulado plomizo».

A pesar de su abolengo, ni lívido ni lividez son vocablos patrimoniales; es cierto que el primero se documenta en algún vocabulario hispanolatino renacentista, pero su empleo empieza a producirse con abundancia en el siglo XVIII; y del segundo no hay testimonios hasta el siglo XIX; (por su parte, lividecer no tiene más de sesenta o setenta años en el idioma). Todo hace pensar que los introdujeron en castellano los traductores o lectores del francés, lengua en que livide y lividité están ya instalados desde el siglo XIV.

Los primeros empleos de lívido en el setecientos (Feijoo, Clavijo y Fajardo, por ejemplo) se hacen con toda propiedad. Pero, en francés, tal adjetivo fue perdiendo su sentido originario («de couleur plombé, bleuátre et tirant sur le noir», definía Larousse), para adquirir el de «extremadamente pálido, de color terroso», que es casi exclusivo hoy en aquella lengua. Y el español la acompañó en aquella mutación semántica, pero sin que muchos escritores olvidaran el significado primigenio. Quintana, por ejemplo, escribía adecuadamente:

En su lívido cuello,

del nudo atroz que le arrancó la vida,

aún mostraba la huella sanguinosa.

Pero, casi a la vez, con mayor arrebato y descuido, al descubrir Espronceda las peripecias de su estudiante de Salamanca por ultratumba, hablaba de cómo lo abrazó Elvira convertida en un «cariado, lívido esqueleto». Las dos acepciones, la propia y la espuria galicista, conviven, pues, ya en la primera mitad del XIX; y no sólo en España, sino también en América. En 1892, el lexicógrafo guatemalteco A. Bartres advertía a sus compatriotas: «¿Quién no toma entre nosotros lívido por “pálido, descolorido”? Sin embargo, lo que significa lívido en castellano es “amoratado”». Poco después (1907), insistiría con máxima autoridad Rufino José Cuervo: «Lívido significa ‘amoratado’, y no ‘pálido’ o cosa parecida». Nuestros escritores (y hablantes, claro) pueden dividirse en dos grupos bien diferenciados: el de los que conocen el significado de esa familia léxica y el de quienes lo ignoran. Véanse unos ejemplos de este último: «Aquel mísero estudiante noruego, lívido y muy mal vestido» (Echegaray, 1905); «Su palidez era lívida» (Fernán Caballero, 1908); «Tigre Juan se puso de una lividez cenizosa» (Pérez de Ayala, 1925).

Frente a ellos, obsérvese la cuidadosa precisión de estos otros autores: «Aumentó la lividez de las ojeras» (Jacinto O. Picón, 1921); «Lumíneos ocres, cálidos carmines, / ebúrneas y rosadas morbideces / dejaron los dorados camarines / para ser sangre, podre y livideces» (M. Machado, 1920). «Por la ventana abierta sobre las livideces del alba entró un revuelo de aire frío» (Valle-Inclán, 1927); «No necesito verme para sentir la palidez del rostro, la lividez de los labios» (Carlos Fuentes, 1962).

Escritores hay que enumeran lo pálido y lo lívido como miembros de una gradación ascendente: «Se fue poniendo pálido, lívido, desencajado» (P. A. Alarcón, 1875); «Pálido, casi lívido, los ojos le brillaban» (Echegaray, 1900); «Se puso, más que pálido, lívido» (E. Pardo Bazán, 1891). No parece que, en su intención, los personajes pasen de lo pálido a lo amoratado, sino a lo palidísimo.

La confusión es tal que el Padre Restrepo pedía en 1943 la homologación —pongámonos modernos— de lívido con pálido, «pues que de este color al cárdeno pocas líneas hay». Yo no sé cuantas líneas habrá, pero mi modesta agudeza visual me asegura que son muchas. Que alguien, forzada la andorga por comer y beber, pase en breves instantes de lo cárdeno a lo pálido, o al revés, no quiere decir que entre ambos tonos de su piel medien pocas líneas.

Ya he confesado mis dudas de que pueda rehacerse el mal camino andado, pero aquí está la advertencia por si alguien quiere recogerla. Mientras el Larousse califica de anticuado el uso de livide como «amoratado», muchos de nuestros mejores escritores lo mantienen en español; oponiéndose tácitamente a quienes sólo conocen su significado galicista. Con la primera acepción, nos vinculamos al latín (aunque el vocablo nos llegara por conducto francés); con la segunda aceptamos un huésped innecesario. No confundir pálido y lívido ayudaría a la exactitud descriptiva de nuestro idioma.

Enervar

Ante muchas palabras, pierde uno tierra y se encuentra como en un estado de ingravidez, sin saber hacia dónde echar los pies y aun sin poder echarlos. A mí me ocurre eso con el vocablo enervar: si una dama me confesara que la enervo, no sabría si engramear la testa o abatirla como pollo mantudo. Porque en puro castellano, el de siempre, eso significaría que la dejo sin fuerzas, desfallecida y sujeta a mi albedrío; pero en castellano (?) de hoy querría decir que la irrito, la crispo y la impaciento hasta el punto de desear mi aniquilación. Lo lógico es que me decidiera por este último sentido, y que me retirase con el cuerpo y el alma hechos una bayeta. ¿En qué iba a bañarse el optimismo de imaginar que aquella dama no hablaba a la moda, si lo que enervar quiere decir dominadoramente en la parla diaria es eso: «estimular los nervios, sacudirlos como con un lancetazo o una descarga de muchos voltios»?

Y sin embargo, lo que el verbo significa es exactamente lo contrario, o casi: «Quitar las fuerzas, debilitar y enflaquecer», tal como aseguraba en 1732 el Diccionario de Autoridades, sancionando una palabra que se había introducido un siglo antes en el idioma como latinismo (de enervare, «debilitar, afeminar, agotar»). He aquí uno de los primeros testimonios de su empleo: «Considerando que no hay cosa que así enerve el cuerpo y debilite sus fuerzas como el oprimirle de ordinario con tales cargas…» (Juan de Solórzano, 1647).

Y ésa es la significación única que yo aprendí cuando me llegó la vez de incorporar tal palabra a mi idioma, aunque sólo para conocerla, no para usarla: hasta hace pocos años, hubiera resultado pedantísimo decir algo así como que a una persona enferma la enerva andar, o que debe administrarse tal medicamento con mucha prudencia porque tiene efecto enervante. Enervar y sus derivados habían sido prácticamente borrados del español por debilitar y los suyos.

Pero he aquí que ha resurgido con fuerza en los últimos años, sobre todo entre jóvenes, con su significación latinohispana por completo olvidada y sustituida por la francesa. Porque es en francés, efectivamente, donde se produjo esa mutación semántica, y donde, desde la segunda mitad del siglo xix, énerver significa «irritar, sobreexcitar los nervios» (aunque los diccionarios galos no han olvidado la vieja acepción, coincidente con la española por su común origen latino, y tan contradictoria con la actual). No tengo noticia, al menos no la encuentro registrada lexicográficamente, de que el inglés haya realizado tan innecesaria adopción: to enervate quiere decir sólo «debilitar la vitalidad» y «reducir el vigor mental o moral».

De esta manera, la lengua francesa sigue sufragando la indigencia de muchos hispanos, que no contentos con irritar, enojar, fastidiar, impacientar, crispar, encrespar, sublevar, indignar, encolerizar, enrabiar, enfurecer, sulfurar, exasperar, sacar de quicio, sacar de madre, sacar de sus casillas, y hasta cabrear, se sienten impulsados a echar mano a ese enervar francés, que hace tanta falta en nuestro idioma como pan en eucaristía (según la moderna parla clerical llama a la misa; habrá, pues, que rejuvenecer y adaptar a la moda el viejo y castizo dicho).

La cosa anda ya por la prensa; leo, efectivamente, en un comentarista político: «Aunque la creencia general es la de que el Gobierno no estaba entonces interesado en absoluto en la detención de Carrillo, y menos aún en fechas anteriores al referéndum, el hecho de que la policía no estuviera enterada de la celebración de la rueda de prensa de Carrillo […] enervó al presidente».

Obsérvese, además, de qué modo inoportuno se cuela ese verbo en tal texto: cualquier persona que esté poco al tanto de las proezas idiomáticas más rabiosamente contemporáneas, entenderá ahí que el señor Suárez resultó muy debilitado por aquella inoportuna detención. Lo cual, si bien se mira, a lo peor es verdad. A lo peor era lo que se andaba buscando y lo que se está pretendiendo por muchos tirios y no pocos troyanos. Para ellos, la ambigüedad de enervar viene como anillo al dedo: «Enervemos al presidente», se dicen, esto es, «pongámoslo furioso» y «castiguémosle los nervios para dejarlo sin fuerza».

Una razón más para evitar ese verbo que a tan sombrías maquinaciones se presta. Yo creo que estaba muerto y bien muerto. Pero si lo resucitamos, que no sea con su acepción gálica. El comentarista aludido hubiera quedado pero que muy bien desoyendo la sirena modernísima del enervar, y diciendo más justamente lo que quería: que el presidente Suárez montó en cólera, tronó y echó sapos y culebras por su boca, cuando supo que tamaña tribulación caía sobre sus hombros en las vísperas de Navidad.

Norma y uso del idioma

Hace poco, con mejor intención que acierto, se me preguntaba en una encuesta qué tipo de lengua debe enseñarse a los escolares, si «la estrictamente académica, absolutamente divorciada del contexto lingüístico en que se mueve el alumno, o una lengua que, de algún modo, considere ese contexto y admita determinados hechos de habla como algo totalmente aceptable».

Pienso que esta pregunta plantea un problema que es acuciante para muchas personas, y al cual debe empezarse a dar respuestas. Por lo pronto, no deja de alarmarme la posibilidad de que el profesor haya de asumir la responsabilidad de calificar como admisibles «determinados hechos» de la expresión espontánea escolar: ¿en qué lugar colocaría la frontera?; ¿quién, profesor o no, posee el pulso capaz de ponderar lo aceptable para distinguirlo de lo espurio?; y ¿por qué acoger unas cosas y rechazar otras? Me temo que se acabará abriendo las puertas sin discriminación, y proclamando que el monte entero es orégano.

A favor de esta posibilidad están muchos pedagogos que adoran la simplicidad, la espontaneidad de los alumnos, y consideran profanación cualquier deseo de alterarla. Me confieso escéptico en tan benéficos dogmas, y, por tanto, culpable si estampo herejías; por puro sentido común, creo que la tarea de los profesores consiste justamente en modelar e incluso domar aquella espontaneidad, la cual, en un número grande de casos, no es tan espontánea como se cree: su principal componente es imitativo; el espíritu de los muchachos se configura en buena parte como receptáculo de influjos ajenos (familia, amigos, cine, televisión…), no siempre cultural y lingüísticamente respetables. ¿Será censurable el profesor que reclame su parte de influjo en las mentes de unos jóvenes ciudadanos que la sociedad le ha confiado para que los eduque? Me parece que a todo el cuerpo docente nos está agarrotando una suerte de temor ante el tabú de la no injerencia en la personalidad del alumno. De la beligerancia absoluta de un antaño próximo con que se le impedía respirar, hemos pasado al cruce de manos, al miedo a intervenir aunque sea poco, para librarnos de dictados que revolotean hoy, en este retablo de las maravillas, sobre quien no dice que el rey viste de oro, aunque lo vea desnudo. ¿No habrá un ten con ten, de difícil hallazgo por supuesto (pero en eso consiste el arte del profesor), que sin la menor pretensión de alterar la individualidad del estudiante, ni el curso futuro de sus convicciones y creencias, sin hacerle sentir ningún yugo, ninguna imposición, lleve a su mente la seguridad de que hay cosas válidas y otras que no lo son, y de que necesita precisamente esas cosas válidas para forjar su personalidad? Entre otras, una posesión suficiente de su idioma.

El asunto empieza a plantearse mal cuando a la lengua espontánea del estudiante se le opone la «lengua académica». Confieso ignorar qué es esto. Existe —cada vez menos— el estilo de quienes cultivan el «pastiche», con los ojos puestos en modelos de antaño, que antes de escribir una palabra examinan su legalidad en el Diccionario de la Academia. Como, por ejemplo, no figura en él riqueza con la acepción de «abundancia proporcional de una cosa» (lapsus que acaba de ser salvado), se vedarán decir o escribir que tal líquido posee una gran riqueza alcohólica. No existe la «lengua académica», sino la «academicista», que es algo distinto: antigualla sin valor ni utilidad.

Tal vez porque algunos académicos hayan empleado tal estilo, «academicismo» se ha hecho, en ciertas opiniones, sinónimo de «académico», con grave error. Puede asegurarse, por otra parte, que ha habido siempre más relamidos academicistas entre los aspirantes a académicos que entre quienes lo son. La realidad es que la Academia no posee un modelo propio de lengua —menos ahora que nunca—, y que su misión actual suele ser muy mal comprendida. Tal corporación no puede aspirar —y, cuando aspiró, fracasó, porque es empresa imposible— a imponer modos de hablar y de escribir. Primero, porque los idiomas no se construyen en los laboratorios, sino en la sociedad que los emplea. Después, porque España no es dueña de la lengua española: ni siquiera es ya la nación en que esa lengua cuenta con mayor número de hablantes: México nos supera. De ese modo, sus funciones reguladoras se supeditan a la de negociar, pactar en pie de igualdad con los demás países del condominio, una unidad básica que garantice, porque es social, cultural y hasta económicamente necesaria, la perduración de un sistema lingüístico común.

Tal sentido tiene —y debe tener más— el Diccionario académico. En rigor, no es perfecto por el modo de hacerse. Le faltan palabras y acepciones —la anterior de riqueza, por ejemplo— a causa de descuidos que la Institución procura subsanar continuamente, y le sobran abundantes entradas léxicas. La base de dicho Diccionario sigue siendo el dieciochesco de Autoridades, cuando sólo el habla de la metrópoli era tomada en consideración. Entraron entonces múltiples regionalismos y localismos y si no se recogieron más es porque faltó diligencia a los académicos encargados de hacerlo. Esta tónica prosiguió, y el venerable libro aparece hoy cuajado de sorianismos, murcianismos o leonesismos (y arcaísmos por supuesto; pero ése es otro problema), de circulación más reducida. Al amparo de ese criterio, los americanos han pedido, como es natural, el registro de muchas formas nacionales, e incluso locales. Es éste un problema sobre el que las Academias deberán adoptar un criterio firme, probablemente en el sentido de limitar la estancia en su vocabulario a las palabras que, efectivamente, constituyen el patrimonio común o, por lo menos, el de amplias zonas del territorio idiomático, español o americano.

Prescindiendo de esas adherencias de origen hereditario o emotivo, el cuerpo fundamental del Diccionario está formado por miles de palabras que todos compartimos, pero no necesariamente por todas las que usamos y podemos usar sin preocupación alguna. Ya hemos dicho que su no constancia puede deberse a simple lapsus; y también porque el notario no va delante de los hechos, sino que los sigue, y la misión de la Academia es notarial, fedataria. Registra en sus ficheros lo que llega a su conocimiento: e imprime en el Diccionario lo que, por su difusión, le parece consignable. De ese modo, cuanto en él figura lleva su documentación en regla; pero mucho de lo que no aparece está en espera de tenerla, y, para ello, necesita vivir libremente sin ser prohibido.

Curiosamente, mucha gente es lo que espera de esa corporación: vetos. Se le piden casi a diario. ¿Qué ocurriría si se decidiera a formularlos? ¿No se producirán reacciones irritadas o sarcásticas? Por otra parte, no se crea que en el seno mismo de las comisiones académicas podría llegarse a acuerdos fáciles acerca de qué autorizar y qué vetar. Debe confiarse mucho más en la tarea que pueden desarrollar los profesores de lengua, conduciendo con conocimientos e instinto el fluir velocísimo del idioma, que en la eficacia dudosa de las proscripciones oficiales: en cada decisión la Academia podría dejarse jirones de prestigio. Y ello, tanto en lo referente al léxico como en lo gramatical y estilístico. La tarea de limpiar y pulir el español es responsabilidad mucho más directa del cuerpo docente. Y este deber tendría que imprimirse fuertemente en el ánimo, no sólo de los profesores de español de cualquier grado, sino en el de todos los profesores que enseñan en español, porque también son (quizá, antes que nada) profesores de español. Hoy, que se cometen tantos atentados contra nuestro idioma, serán escasos todos los esfuerzos.

No existe ese espantajo llamado «lengua académica», y la «academicista» es mero fósil. Lo que sí existe es una lengua media culta, común a todos los países hispanohablantes, que sirve de instrumento expresivo al idioma escrito (del cual el literario es sólo un aspecto) y a la comunicación oral. Esa lengua se caracteriza por su riqueza y variedad.

En ella, con el correr del tiempo, se ha decantado la cultura más valiosa de cuantos hablamos castellano; ha sido habilitada para sutilezas e invenciones mentales cada vez más refinadas; ha incorporado, y sigue incorporando, hallazgos verbales de otras lenguas que le son precisos para mantener sus posibilidades —o esperanzas— de ser vehículo de una cultura creadora y dialogante con las demás culturas avanzadas.

Incuestionablemente, el Bachillerato debe proponerse —¡con su único curso obligatorio de español!— introducir a los ciudadanos en la posesión de esa lengua media culta, escrita y oral, común a todo el ámbito del idioma. Y ello —perdón por la insistencia— no por prurito «académico», sino porque estamos convencidos de que sólo a través de aquella posesión es posible el acceso a una ciudadanía libre y fecunda. Esto requiere una breve aclaración, pues también se presenta con alguna maraña perturbadora. Pero merecerá artículo aparte.

Idioma y ciudadanía

Bien hablar y bien escribir (no se me oculta lo relativo del adverbio: no aludo a oradores fluidos ni a escritores, sino a quienes se expresan ejercitando algún control sobre su habla y su escritura) tiende a verse en nuestros días como atributo de clase social. En realidad así es, y así ha parecido siempre, pero con una diferencia importante: la clase que así se expresaba, se reconocía como «superior»; impresionaba e infundía respeto desde que empezaba a hablar, y escandalizaba si no lo hacía de aquel modo. Quienes procedíamos de estratos sociales humildísimos, no cuestionábamos aquel lenguaje: tratábamos de apropiárnoslo. Hoy, no; las clases víctimas de la secular injusticia de la incultura, tienden a convertir ésta en forma de cultura, y a proponerla como instrumento contra la otra, la denominada burguesa.

Se enfrentan fundamentalmente los gustos en las artes y se introduce, dentro del bloque diferencial, el lenguaje. El idioma «correcto» ya no resulta, para muchos, deseable, por entender que es una manifestación más de la superestructura. Les basta, dicen o piensan, el suyo propio, el de su ámbito familiar y socioeconómico. De ese modo, el idioma que oyen en las aulas y que quiere imbuírseles en ellas puede resultarles raro o ininteligible y desdeñable. He aquí el primer problema grave con que puede enfrentarse el profesor en muchos centros (y en muchas regiones; pero tampoco me ocuparé ahora de tal cuestión); la indiferencia e incluso hostilidad de los estudiantes ante una lengua más refinada, copiosa y flexible. La tentación —quién sabe si propiciada por roussonianos pedagogos— consistirá, tal vez, en abandonar y resignarse: convertir la clase en trámite de convicción. O, por el contrario, hacer frente a aquel desinterés, enrigideciendo la exigencia: peligroso e injusto modo de reaccionar, que inhabilitaría para la acción necesaria.

La situación de perplejidad estuvo viva en la sociedad y en la pedagogía soviéticas durante años. Y, si no estoy equivocado, acabaron con ella los artículos que publicó Stalin en Pravda en 1950. Su esfuerzo se concentró en demostrar que la lengua no es una superestructura crecida a la economía y dependiente de ella. No debe confundirse, aseguraba el líder soviético, la lengua con la cultura: ésta puede ser burguesa o socialista, mientras que la lengua, como medio de comunicación entre los hombres, es común a todo el pueblo. Y escribía, dogmáticamente, pero con evidente razón: «Esos camaradas [quienes pensaban lo contrario] se equivocan gravemente al afirmar que la existencia de dos culturas diferentes conduce a la formación de dos lenguas diferentes y a la negación de la necesidad de una lengua única».

La lengua debe ser considerada y tratada como instrumento. La comunicación no es su único objetivo, sino también la creación del pensamiento. Son los objetos comunicables los que importan, no los signos: pero sucede que, sin signos, no hay objetos comunicables. Y que, por tanto, la potencialidad del pensamiento es función de la riqueza y complejidad que posea el sistema sígnico, el idioma con que se piensa. Nada más absurdo que valorar la pobreza de tal sistema como atributo de clase, como arrogante emblema de un estado social, de un modo peculiar de cultura. Un movimiento socializador, que tienda a una participación colectiva en los bienes, no puede empezar deseando el empobrecimiento de éstos ni de sus medios de producción. Y ocurre que, dicho en toscos términos materiales, el idioma es un medio básico de producción (cosa que ya afirmó N. J. Marr).

Creo que sin un convencimiento así o parecido, el profesor de español actuará fría o tímidamente ante el muy probable prejuicio de sus alumnos. Ha de estar muy persuadido de la bondad de su causa para que el desaliento no lo paralice (para exigir, por ejemplo, una ortografía cuidadosa) y para poder transmitir a los escolares su propia convicción. El idioma de éstos, rudimentario, mezcla informe de vulgarismos, tics callejeros y clichés, no es respetable. Pero debe ser respetado (puesto que es inculpable) para montar sobre él, estratégicamente, su enriquecimiento. De algún modo deben convencerse los alumnos de que su estado lingüístico, si no salen de él, los frenará social y profesionalmente (también cívica y políticamente). Y de que el profesor, decidiéndose a no intervenir, consagraría una injusticia; porque siempre habrá muchachos, allí o en otros centros, que posean mejores instrumentos de pensamiento y expresión, adquiridos en el medio cultural de que proceden.

Estimamos, por ello absolutamente preciso que el profesor atraiga a los alumnos hacia la lengua que él mismo habla y escribe, a la norma culta media. Para lo cual, según hemos dicho, resulta necesario partir del respeto total a las deficiencias expresivas de los muchachos: éstos no deben sentirse humillados, si hay que ganar su confianza y si se desea interesarlos eficazmente en el proceso de su perfeccionamiento. Puede llegarse a su inhibición y, como ya he dicho, a su hostilidad si se valora explícitamente como muy bajo su idioma, si se lo reprochamos, si, desde el primer momento, se les proponen modelos refinados o exquisitos de literatura. El arte de empezar (¿por dónde?, ¿cómo?) es muy dificultoso, y variará, naturalmente, con el nivel de conocimientos de la clase, su procedencia, lugar, etcétera.

En cualquier caso, no deben proscribirse las peculiaridades individuales (idiolectos) o de grupo. Lo que sí pensamos que debe hacerse pronto es ir acostumbrando a la autocrítica, a la conciencia reflexiva sobre cómo se dicen las cosas. Es el problema de los «registros» idiomáticos. La situación culturalmente más baja corresponde a aquellos que sólo poseen un registro para su comunicación. Es lo que suele ocurrir con multitud de alumnos en los primeros años de su actividad escolar. Una pedagogía lingüística racional, a la que los planes de estudio concedieran el tiempo preciso para su desarrollo, debe consistir en ir aumentando los registros en que el alumno puede expresarse, no para que menosprecie o suprima los más llanos, familiares, regionales y hasta jergales que constituyen su hábito, sino para que aprenda a identificarlos como tales. Pretender que un muchacho se exprese, hablando o escribiendo, como un adulto educado sería empresa vana e inútil, ya que ese adulto no se expresa —si no es pedante— de un modo uniforme, sino que cambia de registros con gran movilidad: en ello consiste su cultura.

Ese control crítico es el que conviene imbuir a los escolares; no es el reproche del profesor lo que interesa, sino la calificación que ellos mismos hagan de su propia expresión, conscientes de que están utilizando un vulgarismo, un tic estudiantil, un regionalismo, un localismo, una voz o un giro de ámbito familiar, etcétera, que no pertenecen a la lengua media culta, la cual deben ir poseyendo poco a poco, gracias al trabajo de las aulas y a su permeabilidad y receptibilidad para esa lengua.

Otra cuestión, y muy ardua, es la de las tácticas concretas para lograrlo. Nuestra tradición pedagógica parece más bien pobre en lo referente a la enseñanza práctica de la lengua materna. También en esto tenemos una revolución pendiente de la que nada se habla ni en las alturas oficiales ni en las otras. ¿Para cuándo la implantación efectiva de una metodología eficaz, en una acción semejante a la que tuvo lugar en Francia a principios de siglo? No es cuestión intrascendente: la vida social depende de la cultura idiomática de los ciudadanos mucho más de lo que suele creerse. Y si no se pone remedio a tiempo —está siendo ya demasiado tarde— es lícito imaginar que van a resultar poco eficaces los esfuerzos que se hagan en otras cosas para edificar una sociedad más justa y progresiva.

Dislates diversos

Se me permitirá hoy un potpourri, que es el calco francés del español olla podrida (sólo que luego importamos el «popurrí», porque era muy arduo decir que la banda municipal iba a interpretar una olla podrida de La revoltosa).

Voy a ensartar, pues, una selección de las variadas notas que tomo cuando leo los periódicos u oigo radio y televisión. Contra nadie en particular van dirigidas —salvo un par de ellas, pero no me consta que los aludidos sean responsables—, y confío por tanto en que nadie me diga, como Pedro el cabrero a Don Quijote: «Si es, señor, que me habéis de andar zahiriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año».

A nadie tengo por cabrero (salvo a los propiamente dichos), y mucho menos a mí por Quijote. Pero hay que zaherir los vocablos cuando resultan bordes y de mala ley. Y son muchos de tal laya los que chisporrotean en el castellano de articulistas, informadores y locutores.

Empecemos con estos últimos. ¿Cree alguien que han hecho caso a las razones objetivas que di hace varias semanas para que renunciasen al imperfecto en -ra, tan frecuente en las retransmisiones deportivas? Craso error. Continúan diciendo que «el gol de ventaja que tal equipo obtuviera en tal campo inclina el pronóstico de hoy a su favor». ¿Imagina alguno de mis lectores que, tras haber apuntado que invariable o inalterable es sólo lo que no puede variarse o alterarse (cosa que no ocurre con un partido de fútbol, pues se juega para alterar el tanteo), desaparecería de los informes deportivos dominicales aquello de «El marcador continúa invariable (o inalterable)»? Equivocada suposición: los invariables o inalterables —por invariado o inalterado— siguen manando de las cadenas radiofónicas.

Añadamos ahora un rubí que ya he oído un par de veces en contextos como el siguiente: «El disparo de X es defectivo y sale fuera». Sí, defectivo es lo mismo que defectuoso, pero mucho más cursi. Imaginemos a un tendero hablando como los locutores, y ofreciéndonos rebajado un cacharro porque es levemente defectivo.

Vengamos a los escritos. He aquí un pasaje recientemente leído en una revista; el redactor anunciaba con satisfacción una mejora de TVE: el retorno de «Los libros», serie, decía, «que tan remarcable aceptación obtuviera (imperfecto en -ra, aunque esta vez fuera de los campos de juego) hace ahora dos años». ¿Qué es ese remarcable sino un galicismo traído a empujones, viejo merodeador por nuestra lengua, innecesario a todas luces porque ya tenemos notable?

Recordarán tal vez mis lectores lo que escribí a propósito del anglicismo doméstico, empleado para aludir a lo que es propio del país, de la nación. Aportaba como eximente que el castellano conoció tal uso entre los siglos xv-xvii, pero recomendaba evitarlo en favor de lo neto de su significado actual. Pues bien, no sólo doméstico se emplea en aquella acepción, sino que veo utilizado a la pata la llana su sinónimo casero para significar también «nacional». He aquí el edificante pasaje, también de un semanario: «En sólo dos meses, decía el New York Times, la prensa se ha destacado como el principal foro de la opinión pública […] reflejando la diversidad de opiniones caseras». Si no lo sabían, ya lo saben: el caserismo no es sólo horrible tendencia de los árbitros de fútbol. Contemplada desde esta perspectiva, la nación ya no deberá ser simbolizada por una arrogante y majestuosa matrona, sino por un ama de casa con mandil, igual que las que anuncian detergentes.

Otro periódico —diario esta vez— atribuía al jefe provincial de Sanidad, en titulares grandes, esta declaración: «La situación no es alarmista» (se refería a casos de meningitis registrados en Madrid). Como tales palabras no venían entrecomilladas, no hay seguridad de que dicho médico fuera responsable del adjetivo. Alarmista es, como todo el mundo sabe y el Diccionario define, «la persona que hace cundir noticias alarmantes», por lo cual una situación no puede ser alarmista sino alarmante.

Un conocido semanario recogía, a su vez, hace poco una respuesta, pero no sé si a la letra, del señor Cantarero del Castillo a la pregunta de si se uniría «con los cien socialismos» que compiten por alzarse con el santo y la cera: «Creo que sí, siempre que estuviesen en una línea democrática, tanto en lo procedimental como en los objetivos mismos». ¡Qué hermoso y puro y propio hubiera quedado decir ahí, simplemente, los procedimientos! (Sugerencia que brindo a muchos abogados amantes de tal voz).

Por último, una pregunta que formulo al Ministerio de la Vivienda sin acogerme, por supuesto, al derecho de petición. En el diario Arriba (20 de febrero de 1976), tal organismo publicaba una nota referente al derribo de chabolas en el Camino de Perales, y a su texto pertenece este párrafo: «Los ocupantes de este grupo de chabolas han sido trasladados a treinta fillods construidos directamente por el Instituto Nacional de la Vivienda en la avenida de San Fermín. La adjudicación de dichos fillods fue realizada mediante sorteo». Por favor, ¿qué son los fillods? Si a los chabolistas se les dijo que iban a adjudicarles tales cosas, así, sin más explicación, es muy posible que un escalofrío les recorriese los tuétanos.

Vivir en «cantaría»

El título de hoy es sólo un aparente enigma. Parodia a Pedro Salinas cuando, añorando un mundo sin nombres, con sólo él y la amada frente a frente, anónimos, únicos en la Tierra, siendo un tú y un yo inconfundibles, exclama:

¡Qué alegría tan alta:

vivir en los pronombres!

¿Sobre qué piezas gramaticales vivimos los españoles? Abro este mismo periódico de hace unos días —pero todos los días ofrece muestras— y leo cosas así:

«En cuanto a los cuatro líderes políticos detenidos tras la formación de Coordinación Democrática, el Gobierno estaría dispuesto a que […] permanecieran en Carabanchel hasta después del 1 de mayo».

«Tras el agitado fin de semana […] se calcula que algo más de trescientas personas habrían sido detenidas».

«El titular de Exteriores habría olvidado el affaire de su desaparición en la televisión».

Evidentemente, esos usos de las formas cantaría, habría cantado (potenciales de la vieja gramática, condicionales de indicativo en la nueva) no son castellanos: nos separan de ellos los Pirineos. Propios son del francés, pero, desde hace años, y ahora con una intensidad alarmante, nos los están colando muchos periodistas inadvertidos. En efecto, el condicional galo, tiene, entre otras aplicaciones, la de «señalar un hecho dudoso, eventual, particularmente cuando se presente ese hecho como un “se dice”, como una aserción cuya verdad no se garantiza», según explica tan bien el austero Grevisse. Es, en suma, el condicional de rumor, de lo que no consta fehacientemente: «X rencontrerait Y prochainement».

Pero esto, repito, no es nuestro. En español, cantaría es el futuro imperfecto del pasado («Anunció que volvería»), y habría cantado el perfecto («Dijo que a las seis habría acabado»), y su empleo más frecuente acontece, como es notorio, en las oraciones condicionales. Son, pues, formas relativas, esto es, explícitamente medidas desde otras formas pasadas y anteriores (anunció dijo). En tres casos principales pueden aparecer sin esa relación explícita con otro tiempo verbal:

— para atenuar cortésmente la expresión de un deseo, un reproche, una petición… («Deberían cerrar la ventanilla»; «Habrían podido llegar antes»; «¿Querría darme fuego?»; «Habría deseado hablar con usted»);

— para expresar la probabilidad en el pasado («Tendría entonces veinte años»; «por aquella época, se habría casado ya»);

— en el llamado «estilo indirecto libre», puramente literario («Lo pensó mejor: iría con él»), en el que, sin embargo, es perceptible la dependencia de otro verbo no expreso («y decidió que iría con él»).

Dejando aparte estos usos periféricos, recordemos que el empleo principal antes descrito implica la correlación con un tiempo pasado, a diferencia del francés, el cual permite la formulación de una eventualidad sin dependencia de verbo alguno. Y es esa posibilidad galicista la que ha servido de modelo al redactor de los tres rumores que hemos propuesto como ejemplos, y que en castellano derecho se expondrían fácilmente diciendo que «el Gobierno parece estar dispuesto…», que «se calcula que tal vez han sido detenidas más de trescientas personas»; y que «según indicios, el titular de Exteriores ha olvidado…». Así o de otras maneras parecidas, pero no con condicionales claramente espurios.

La incorrección pulula en los periódicos con densidad aflictiva; repito que más, últimamente: produce la sensación de que vivimos en cantaría, en habría cantado. Y no es motivo de alegría sino de alta desdicha que los diarios se pueblen con el condicional del rumor. Primero, porque estropean malamente el idioma; después, porque ese empleo y su frecuencia son indicios de falta de información. Ya casi ante nosotros no hay ni ni yo: somos nosotros, la colectividad, un país en expectativa. Y se nos hace vivir no en el cantamos y cantaremos, no en el sucede y sucederá, es decir, no en el presente y en el futuro de nuestro presente (aunque sea imperfecto), sino en el cantaría y habría cantado, que son, repitámoslo, los futuros del pasado, los tiempos de las suposiciones, de los acontecimientos entrevistos, de las noticias filtradas por rendijas.

Queda la ilusión: ya he dicho alguna otra vez que urge esperar. Tal vez dentro de pocos días, el Presidente Arias levante una punta del velo que oculta asuntos decisivos para nuestras vidas, y anuncie que se nos permite intervenir en ellas. Pero mientras eso llega, me permito aconsejar a los periodistas que se olviden del condicional francés: ni el desaliento autoriza a ultrajar nuestra lengua.

La «geografía española»

Primero, como suele ocurrir, fue una graciosa invención: a alguien, para aludir al cuerpo físico del país, con sus montes, sus ríos, sus llanos y sus pueblos, se le ocurrió decir la geografía española. Ahora es, sencillamente un tópico que produce rubor. Y más aún cuando se expande con toda (toda la geografía española), y, ya fluvialmente, como procesión que no cesa, en a todo lo largo y lo ancho de la geografía española. ¿Puede imaginarse nada más despilfarrador que decir, simplemente, España?

Cuando se habló primeramente de la geografía española, el proceso inventivo fue similar al que, en la época clásica, acuñó anatomía y notomía para designar el esqueleto, y después, aflamencadamente, el cuerpo soberbio de una mujer. Y puesto que al cuerpo se le ve también como edificio, tal palabra, en ese contexto, puede alternar con arquitectura (y también como hechuras, a lo basto). Se trata, en suma, de designar una cosa con el nombre de la ciencia que se ocupa de ella. Y también de una técnica, como cuando hablamos de la fontanería o la carpintería de una casa. Un tipo de metonimia que no previó la retórica clásica.

Pero tal cosa no es corriente, y no hablamos de la Zoología del Coto de Doñana, ni de la Botánica de los Pirineos, ni de la Aeronáutica para designar aviones, ni exclamamos ante el cielo estrellado: «¡Qué maravillosa Astronomía!». Y sin embargo, se lee y oye a troche y moche eso de la geografía española. Insisto: un hallazgo expresivo notable en su inventor, convertido en plaga pública por su repetición insistente, que lo ha trivializado hasta la náusea.

La expresión, con sus enfáticas expansiones, es una de las muchas acuñaciones lingüísticas del Régimen, mantenida de arenga en arenga por sus partidarios de tal modo victoriosa que hoy la emplean también muchos de sus enemigos. La triunfal metonimia es resultado de esa especie de erotismo con que rodean el amor a la patria todos los nacionalismos, amor que se cree más puro e indiscutible cuanto más inflamado de verbo se manifiesta. Don Juan, el gran avasallador, no sería Don Juan, si no tejiera en torno de Doña Inés una red de piropos: ángel de amor, paloma, estrella, espejo, luz; si las lágrimas de la novicia fueran menos que perlas, si a la conquista no asistieran el aura y el ruiseñor con su prestigio. El dictador clásico invade de igual modo con su facundia a la nación poseída, y la embriaga de palabras. De memoria sé, cual una tirada del Tenorio, un fabuloso madrigal de Mussolini, que, mal traducido, empezaba así: «Nosotros queremos forjar una Italia grande, una Italia soberbia, una Italia majestuosa, la Italia de nuestros poetas, de nuestros guerreros, de nuestros mártires…». Recuerdo que el Duce, al llegar a este punto, ya no pudo proseguir, aclamado.

Efectivamente, el nacionalismo se produce de ese modo: con un magno y público zureo en torno de la patria, expresado con los más hermosos vocablos que puedan ser. Su erotismo se manifiesta a lo humano («España es una mujer, y una gran mujer», escribía Giménez Caballero en 1933) o a lo divino («España, novia de Cristo», puntualizaba un año después Eugenio Montes). Se habló poco después de la geografía española, invención no menos amorosa pero más púdica. Sin embargo, todos los que amamos sabemos que el amor ni siquiera requiere hablar de él.

Cuando oigo o leo eso de a todo lo largo y lo ancho de la geografía española (o equivalentes: en una revista de la oposición se daba cuenta el otro día de los incidentes ocurridos con ocasión del Aberri Eguna a lo largo y a lo ancho de toda la geografía vasca), un calambre me baja del colodrillo al talón. Difícilmente se hallaría algo más toscamente cursi. ¡Con lo fácil que es llamar España a España!

Y, sin embargo, corre desde algún tiempo una onda en sentido contrario, de apariencia adusta y distanciadora. Es la de Estado español, con la cual se recubre un programa de planificación política, y, en ese sentido, resulta explicable. Pero no acierto a ver razón alguna que justifique ese nombre. Ni aun cuando el territorio estaba dividido en reinos independientes se negó a esta tierra ese nombre. «España la de occidente», la llamó Alfonso X, y le dio como ámbito «del un cabo de los montes Pirineos que llegan hasta el mar; de la otra parte, del mar océano; de la otra, del mar Tirreno». Buscando alguna justificación a ese modo de nombrarla he acudido a un clásico mayor del federalismo, a Pi y Margall. Ni una sola vez habla en Las nacionalidades (1987) de «Estado español»; antes bien, el término Estado aparece en él con connotaciones peyorativas («En vista de las continuas usurpaciones del Estado, he abrazado el federalismo»). Se refiere en alguna ocasión a la nación española, pero el término España priva absolutamente, contextos como éste, en que muchos escribirían hoy Estado español: «En 1854 […] se organizaban ya federalmente los jornaleros de Cataluña y federalmente aspiraban a unirse con los demás de España».

Y Espanya fue en la «veu d’un fill», Joan Maragall, que la exhortó a desvestirse de su luto secular, y a sonreír con los siete colores del iris; temiéndola sorda, no vaciló en rematar su oda estremecedora con un «Adéu, Espanya!». Discutamos las cosas, no sus designaciones. Ni la geografía española ni el Estado español pueden suplantar el nombre viejo, sencillo y austero de esta tierra que deseamos ver mejor.

Mono, monada

Nada hay que oponer a mono y monada (como sinónimos de «lindo» y «lindeza o cosa linda») en cuanto al origen: voces castellanas son, y aquí se cargaron con tales acepciones. Deseo llamar la atención simplemente contra el abuso en su empleo. Al igual que el último rey portugués, don Manuel, cuando supo que un embajador hispanoamericano a quien debía recibir se apellidaba Porras y Porras (porra significa en portugués el miembro viril), podríamos exclamar: «¡Lo que molesta es la insistencia!».

No sólo el exceso de carga, sino la inoportunidad. Me puso en ganas de escribir sobre ello oír a una dama de apariencia distinguida: «Pues a mí, las cuevas de Nerja me parecen las más monas de España». Recordé enseguida lo que se cuenta de Pepito de Zamora, pintor y figurinista de la Belle Époque. Harto de ver hermosas cosas, no conocía El Escorial, y algunos amigos se propusieron remediar tal indigencia. Lo llevaron un día, y antes de llegar le taparon los ojos con un pañuelo para que la sorpresa fuera total cuando le ofrecieran una deslumbrante perspectiva. Lo plantaron en efecto en el azañesco jardín de los Frailes, allá donde la geometría arquitectónica roza lo sublime, y le quitaron el pañuelo. Pepito de Zamora, hiriendo el suelo con una patadita, exclamó:

—Pero ¡qué monada!

(También se contó la anécdota de un prohombre hispano cuando los ingenieros le explicaron el Plan Badajoz, pero no me la creo).

Nuestra penuria idiomática es tal que bordeamos siempre la estolidez. Echamos mano de las palabras-comodín, porque ignoramos la justa y apropiada. Hay gentes que, literalmente, no sabrían hablar si las privasen del adjetivo bonito-a. Para ellas, bonito puede serlo todo, desde el pez así llamado hasta un cuadro de Goya, desde un panty hasta un augusto barranco pirenaico. Tan bonita puede ser la mamarrachada festivalera cantada por micro, como una emocionante sonata de Beethoven. Vivimos en la época de lo bonito y de lo mono, de la ausencia de criterios, del automatismo verbal.

Por otra parte, mono y bonito revelan cierta contención mental digna de estima. Porque abundan más aquellos a quienes enardece cualquier estímulo positivo y se lanzan por la pendiente de lo grandioso y monumental, de lo precioso y formidable.

—¿Qué te parece, mamá, este bikini?

—Es mono.

—¿Mono, dices? ¡Es fantástico!

Inflación analfabeta de vocabulario, falta de control, ignorancia idiomática en suma, ineptitud para llamar a las cosas por su nombre, a las acciones por su verbo y a las cualidades con su adjetivo. Añadamos que en estos desplazamientos intervienen factores de distinción, pruritos de selección social frente a la gente llana, que siente justo y sensato pudor ante el arrumaco léxico (aunque, en su pobreza, se agarra al bonito como casi única pieza para calificar bien).

Por lo demás, como he dicho, mono, monada (y monería) tienen antigua raigambre en castellano. Su actual acepción debió producirse a fines del XVII, pues ya la registra el Diccionario de Autoridades. Y la evolución semántica que condujo a ella parece clara. Mono se llamó al imitador (aún hoy hablamos de mono de imitación). Jiménez Patón (1639) sentenciaba con extremada conciencia de clase: «Que un mecánico humilde, un zafio labrador quiera ser mono en esto [traer galas] y otras cosas, es vicio intolerable». También se señalaba así a quien intentaba llamar la atención coquetamente; Fray Juan de los Ángeles (1608) execraba a las monjas livianas que «están en los coros como monas, haciendo gestos y meneos».

Pero después, poco después, se vio el lado bueno de tales acciones (el XVIII es el primer siglo moderno porque quitó a muchas cosas naturales el sambenito de ilícitas), y el Padre Feijoo (1742) aporta esta noticia sobre el modo de producirse aquel cambio semántico: «A cada paso se ven niñas que, con sus jueguecillos, imitan aquella festiva inquietud de las monas: y aun por eso se suele dar a aquellos juguetes el nombre de monadas o monerías, y de las niñas que son muy festivas se dice que son muy monas».

No sólo de las niñas: las menos niñas también podían serlo («Es muy gitana y muy mona», dice la moratiniana Doña Irene, haciéndole el género de su hija al rico Don Diego); y también las cosas, como acredita Autoridades. Lástima grande que el triunfo de este adjetivo arrumbara casi el empleo de lindo-a (del latín legitimus), hoy de muy corta circulación entre nosotros, en contraste con su vigencia en América, especialmente en el Río de la Plata.

Ninguna objeción, pues, a la genealogía de mono, monada y monería; sí, y mucho, a su uso muchas veces desproporcionado con el objeto a que se aplica; y a su aburridísima frecuencia. («¡Lo que molesta es la insistencia!»).

Gualda

Nadie se alarme: gualda es voz castellana, procedente del germánico walda, y se documenta en nuestro idioma desde finales del siglo XV. Aunque los antiguos lexicógrafos se anduvieron, al tratarla, con algún despiste, que inició Nebrija, el cual creyó que la planta así nombrada podía identificarse con la llamada en latín glastrum, cuyo zumo es azul. Copia la noticia Covarrubias (no tengo a mano el Dioscórides, fuente tal vez del error), el cual añade la pintoresca noticia de que «antiguamente, los ingleses se teñían con este color cuando salían en campaña a pelear, por parecer a sus enemigos más feroces».

Pero los escritores usaban este nombre de color con toda propiedad, y Lope de Vega dice de una hermosa gata que tenía «el pelo rubio a pura gualda / y un alma en cada niña de esmeralda». El Padre Pireda asegura de alguien que se puso «más amarillo que gualdas». Y Cervantes confirma lo inequívoco de ese color con estos versos: «Haga el suelo de esmeraldas / la juncia, y la flor de gualdas / la vuelva en rico topacio».

Se trata, en efecto, de una hierba que el Diccionario clasifica entre las rosedáceas, «con tallos ramosos de cuatro a seis decímetros de altura; hojas enteras, lanceoladas, con un diente a cada lado de la base; flores amarillas en espigas compactas, y fruto capsular con semillas pequeñas en forma de riñón. Aunque abunda bastante como hierba silvestre, se cultiva para teñir de amarillo dorado con su cocimiento».

Si copio estos datos es porque, para muchos, constituirán una sorpresa. Desde siempre (o desde Las corsarias) se sabe que la bandera española es roja y gualda, y, por exclusión, deducimos que esta palabra tiene que ver con lo amarillo. Tal vez ese término resulta ser capricho de los expertos en heráldica, diestros en uno de los lenguajes más esotéricos que existen. Recuerdo que durante la República nos explicaba con más llaneza el maestro que la bandera nacional era roja, amarilla y morada; y todos nos entendíamos. Luego renació el gualda, con todo el prestigio casi sacro que tiene lo incomprensible, y quizá porque su propiedad es mayor: no alude a un amarillo cualquiera, sino al de tonalidades doradas, al de los cervantinos topacios. A cambio, resignémonos a lo que ya aseguraba Julián Marías (1965): «son muy pocos los jóvenes que saben lo que quiere decir esa palabra». ¿Sólo jóvenes? Estoy cierto de que una parte importante de mis lectores adultos se enterará ahora de que la gualda es una hierba.

Pero no escribo para depararles tan grata sorpresa, sino otra más emocionante aún: que tal vocablo funciona también como adjetivo de dos terminaciones: y así, existen en castellano gualdo y gualda. He aquí un texto antiguo, del naturalista Piedrahita (1688): «de estos [pájaros], los más celebrados son el toche, de color gualdo y negro…»; he aquí otros modernos:

«Anchos frutales muestran los redondos y gualdos membrillos» (Azorín, 1912).

«Lleva al busto, bajo la sarta de corales, un gualdo pañuelo de seda» (Concha Espina, 1914).

Tal adjetivo, en su doble forma, lo registra ya Autoridades (1734), y no han olvidado el masculino muchos escritores de todas las épocas: acabamos de ver tres ejemplos probatorios. Pero abundan también quienes prefieren el femenino, entre ellos, algunos de los mayores de hoy, como Alberti (1934): «Metal gualda y perejil crestado». Usan para ello de una potestad que permite matizar el color de un objeto añadiéndole el nombre de otro objeto que lo evoca sin error: y así hablamos de un camisón rosa, de unas ojeras violeta (normalmente en singular), de un bello bolso lila, de unos ojos esmeralda.

En casi todos los casos, se trata de una facultad recibida del francés como señaló el insigne don Rufino José Cuervo, introducida por las revistas de modas. Sin embargo, dudo de que el empleo de gualda por gualdo tenga ese origen, en vista de este texto de Carrillo Sotomayor (1608):

De rojo y gualda la copiosa Flora

el manzano te ofrece matizado.

No gualdo, como deberíamos esperar en serie con rojo. ¿O es que la formación de gualdo para funcionar como adjetivo fue posterior? Es cuestión que ignoro. En cualquier caso, la existencia de la forma masculina, tal vez debiera favorecer la extensión de su uso; tendría que enseñarse que los colores de la bandera son el rojo y el gualdo. Los escritores, si son grandes, pueden obrar con libertad, pues bula tienen para ello. Sin embargo, a mí, calificar el trigo de gualda me sorprende tanto como si oyera hablar de pelo castaña.

Contactar

Hace pocos días, un periodista radiofónico tuvo la gentileza de entrevistarme para un programa sobre problemas de la lengua española. Escuché y respondí con impasibilidad las consabidas acusaciones de elitista y aristocratizante que tuvo a bien propinar a la Real Academia Española, haciéndola responsable, o poco menos, de cuantos desastres padece el idioma. Con la mayor cortesía le expliqué que la responsabilidad de la buena andanza del castellano corresponde, por igual, al cuerpo docente, que en todos niveles y grados tiene que esforzarse por evitar su descarrío, y a quienes, con la pluma o de palabra, emplean nuestra lengua: están moral y socialmente obligados a estudiar lo que es español y lo que no lo es, para proceder en consecuencia a la hora de ejercitar su oficio. Pero él insistió:

—Y ¿no podría la Academia contactar con…?

Ahí lo interrumpí, con dureza de que me arrepiento:

—Sería inútil, si usted, y otras personas como usted, emplean el verbo contactar.

No sé si la entrevista se emitió tal como quedó grabada. En cualquier caso, estoy arrepentido de mi intemperancia, porque a nadie puede acusarse, en particular, de lo que es hábito generalizado. Sin embargo, creo que no me faltaba razón. Resulta cómodo acusar a la Academia, pero ¿cuántos profesionales de la expresión hablada o escrita consultan el Diccionario antes de pronunciarse? ¿Cuántos se enteran metódicamente de las novedades que en su léxico introduce la Corporación, y de las que va dando cuenta en su Boletín? Y —lo que es más importante— ¿son muchos los que reflexionan en virtud de su propia conciencia lingüística, de sus lecturas, de su cultura, de su conocimiento de lenguas extranjeras, acerca de qué es y de qué no es buen castellano, con independencia de la opinión de la Academia? Padecemos, como pueblo, una tendencia a enajenar responsabilidades, a remitir a otras instancias lo que debemos resolver nosotros. La Academia trabaja incesantemente; pero la mies es mucha: un idioma que incorpora apresuradamente una cultura, en gran medida, no creada por sus hablantes; y que posee una extensión geográfica y humana de muy considerable magnitud, cuya unidad esencial hay que mantener, en contacto con las Academias hispanoamericanas. Sin la colaboración de quienes tienen el idioma como instrumento público de su oficio, lo seguro es el fracaso.

He aquí un vocablo sobre el que es posible actuar, para derribarlo y excluirlo: contactar. No es sino una vilísima adaptación del inglés to contad, que el Webster’s New World Dictionary define así: «entrar en contacto con»; pero añadiendo esta observación: «Se usa ahora ampliamente con este significado, a pesar de las objeciones que suscita». Sorprendente: lo que a muchos angloparlantes parece mal, merece complacencias de muchos hispanos, que se traen el vocablo y aquí lo absuelven de su sambenito de origen.

Por supuesto, lo patrocinan los donjulianes de siempre; ejecutivos y tecnócratas. «Vaya a Berna y contacte con M. Dupont»; «La Sociedad X me ha encargado que contacte con Vd.»… ¡Resulta tan eficiente y dinámico y operativo! ¡Cuántas Lockheads y evasiones se habrán facilitado con ese enérgico verbo! Y de ahí, con el sentido reverencial de lo vivaz que la prensa ha tenido siempre, ha dado el salto a los periódicos escritos u orales, con una potencia que está resultando irresistible en las últimas semanas. He aquí lo que escribía en un titular de primera página, hace una semana, un diario madrileño: «Según Sánchez Albornoz, es deber del Rey contactar con la oposición».

Me resisto a creer que don Claudio afirmara tal evidencia de ese modo. Más bien diría, imagino, que el Rey tiene el deber de establecer contactos, de entrar en contacto, de mantener relaciones, o algo parecido, con la oposición. Pero aun suponiendo que el ilustre historiador se hubiera expresado así, me parece deber del periódico haber evitado que tal verbo apareciera en sus páginas, porque las leyes del idioma tienen rango superior a las de la literalidad, cuando no se trata de una cuestión de fondo. En cualquier caso, estoy inclinado a pensar que Sánchez Albornoz no empleó tal verbo, ya que éste aparece en el mismo periódico con alguna frecuencia, como capricho quizá del responsable de sus titulares. He aquí otra muestra: «Mayor Zaragoza contacta con la oposición catalana».

Curioso. A juzgar por estos dos rótulos, parece que con la oposición no puede hacerse otra cosa que contactar. Pero algo es algo; porque en las relaciones de amor, ésa es ya una fase muy avanzada del proceso de acercamiento.

Y/O

Si esta sandez progresa, dispongámonos a asistir a una merienda en que nuestra anfitriona nos pregunte: «¿Quiere usted chocolate y/o leche?».

Con ello, culta y elípticamente, nos habrá formulado tres opciones a la vez. En efecto, nos habrá preguntado:

—si queremos chocolate;

—si queremos leche;

—si queremos chocolate y leche, simultáneamente.

¿No es hermoso? Pues esto empieza ya a leerse y hasta oírse en castellano, sin que a los usuarios les estallen las mejillas de rubor. Por supuesto, su origen no puede ser más ilustre: como casi todas las grandes joyas que estamos incorporando a nuestro tesoro lingüístico, ésta también procede del inglés. Si usted busca el reservado en un establecimiento público americano, y halla una puerta con la inscripción «Men and/or women», entre sin vacilar y sin temor a la promiscuidad: dentro habrá un cubículo para varones y otro para mujeres, perfectamente diferenciados.

La expresión and/or procede del lenguaje de la lógica, para señalar lo que se llama la «disyunción inclusiva»; pero el idioma inglés lo ha asimilado para los empleos más ordinarios, en ejercicio de una libre decisión comunitaria. De la lógica procede también la adopción de la preposición latina versus, con la acepción de «contra», que al no angloparlante le produce una impresión de tierna pedantería: «Detroit versus (o vs) Cleveland at baseball» puede leerse en cualquier diario norteamericano. (Lo cual, por otra parte, hace reflexionar sobre el aprecio que pueblos de civilización no latina hacen de lo que nosotros despreciamos. Cuestión es esta merecedora de un comentario severo y dilatado: cuando aquí se persigue hasta la saña la cultura clásica, a la vez que nos mofamos de la «barbarie» cultural yanqui, ¿somos conscientes de lo que hacemos? ¿Se sabe que los clásicos griegos y latinos se difunden y se leen en múltiples y abundantes ediciones en Norteamérica, traducidos o en versión bilingüe? ¡Cuánta frivolidad e inconsistencia en nuestros desdenes!)

El caso es que versus, por «contra», y las conjunciones and, or separadas por barra en la escritura, se nos están colando en nuestro idioma más culto, como ápice de distinción científica: «Chomsky versus Skinner»; «Un recurso representativo y/o expresivo». Pero no ocurre sólo en la escritura: ya se oye en las exposiciones académicas, resolviendo fónicamente el y/o por el simple expediente de enunciarlas seguidas.

El grupo conjuntivo y/o es, gramaticalmente, una coordinación de coordinadores, posible en inglés pero no en castellano. El valor semántico de y es combinatorio; el de o, alternativo o disyuntivo. Aparentemente se excluyen, de tal modo que «¿Quiere chocolate y leche?» o «¿Quiere chocolate o leche?» parecen lógicamente incompatibles. Sin embargo, no siempre o presenta una alternativa entre términos que se desplazan mutuamente; hay casos en que el hablante puede optar indistintamente por y o por o: «Aquí y (o) en mi casa, estoy a su disposición».

Otras veces, o posee el valor de disyunción inclusiva atribuible a y/o: «Quizá venga a vernos mi hermano o mi primo»; en efecto, no se elimina la posibilidad de que vengan ambos. Y hay ocasiones en que o es sólo metalingüísticamente disyuntiva, porque en realidad conecta términos equivalentes (disyunción apositiva): «El hueso que hay entre la cadera y la rodilla, o fémur».

Sin embargo, estos y otros valores semánticos de o no son anejos a la conjunción, que, como ha demostrado el gramático holandés S. C. Dick (1972), los recibe contextualmente: y indica pura combinación; o, pura alternativa. Un idioma científicamente preciso como es el de la lógica puede permitirse la escueta y neta formulación y/o, tomando como invariantes ambas conjunciones. Pero no creo que esta convención deba ser imitada por nuestros científicos y por nuestros traductores, que sin desdoro ni pérdida de pulcritud pueden escribir: «Considerando este asunto desde una perspectiva individual o social, o desde ambas…». ¿Un poco más largo? Pero ¡si no se nos tasan las palabras con tarifa telegráfica!

Y donde ya parece abusivo, redicho y pedante el y/o es en la escritura o en el habla corrientes. Según hemos visto, o no es siempre alternativo. Si me ofrecen chocolate o leche, lo probable es que sea sin intención de obligarme a escoger: puedo renunciar a ambas cosas y elegir las dos. Dejemos el juego de nuestras conjunciones, tajantes unas veces y cómodamente ambiguas otras. Se ha dicho con razón que no hay apenas construcciones ambiguas en la conversación real. En cualquier caso, se aprecia poca ventaja en torturar nuestra sintaxis con ese extravagante y/o que, como a nivel de, contactar, agresivo, rutinario y tantas tonterías semejantes, nos van a dar voto en las elecciones norteamericanas antes que en las nuestras.

¿Lengua española o castellana? (I)

No pretendo reavivar un debate que lleva siglos manifestándose y sobre el cual será difícil que recaiga acuerdo satisfactorio para todos, mientras las cuestiones idiomáticas sean planteadas con más emoción que frialdad reflexiva. Es decir, mientras no se alcance una situación de ponderación parecida, por ejemplo, a la de Francia, país de gran riqueza y variedad lingüística y dialectal, pero donde a nadie se le ocurre llamar francien al français, lengua esta última que tuvo su origen en aquel dialecto de la Ile-de-France. En cualquier caso, bueno sería que, en el uso corriente, pudieran alternar con neutralidad castellano y español. Pero, insisto, el problema es arduo, y aquí sólo pretendo introducir un elemento nuevo en la discusión, que apoyaría, creo, dicha alternancia.

El tema del nombre de la lengua fue magistralmente tratado por Amado Alonso (1945), y a él me remito. Hasta 1924 y 1925, respectivamente, la Academia llamó de la lengua castellana a su Gramática y a su Diccionario. Al cambiar de criterio, obedecía, con toda seguridad, a una sugerencia de don Ramón Menéndez Pidal, el cual, en un artículo de 1918, había escrito: «Puestos a escoger entre los dos nombres de lengua española y lengua castellana, hay que desechar este segundo por muy impropio. Usada (la denominación lengua española) desde la Edad Media, vino a hacerse más oportuna en el Siglo de Oro de nuestra literatura, cuando ya la nación constaba de los reinos de León, Castilla, Aragón y Navarra unidos. Si Castilla fue el alma de esta unidad, los otros reinos colaboraron en el perfeccionamiento de la lengua literaria, bastando recordar en la literatura clásica nombres navarros, aragoneses y valencianos como Huarte, los Argensola, Gracián, Gil Polo y Guillén de Castro, para comprender el exclusivismo del nombre lengua castellana». (Pero tal vez tenga más fuerza recordar que el idioma cuenta con millares de voces no surgidas precisamente en Castilla).

La decisión académica de sustituir este término por el de lengua española suscitó protestas, como la de Cambó, el cual argumentaba que el castellano no es la única lengua española. En A. Alonso hallará el lector interesado razones para matizar tal opinión, que mezcla, según él, en la denominación lengua española, un significado geopolítico y otro estrictamente lingüístico. Pero, insisto, no es ese el problema que ahora me interesa, sino el de explicar por qué la Academia, desde su fundación hasta el acuerdo de 1923, llamó castellano a la lengua. El gran filólogo navarro interpreta esa decisión como resultante de las inducciones de su siglo. En la alternativa entre español y castellano que la tradición le brindaba (y que Covarrubias había resuelto en 1611 llamando a su diccionario Tesoro de la lengua castellana o española), la Corporación recién fundada habría preferido el último término por una razón erudita —Castilla es el solar del idioma y su árbitro—, y otra política: el centralismo borbónico desea configurar toda la vida nacional según el modelo castellano.

Sin embargo, los hechos no parecen dar la razón a las dos hipótesis de A. Alonso. Por lo pronto, la Academia, en sus años fundacionales, carecía de una opinión correcta sobre los orígenes del idioma. Pretende que, en la génesis de éste, han intervenido dos protagonistas: los españoles que, con el latín «algo alterado» por el influjo godo, se refugiaron de la acometida sarracena en los montes de Asturias; y los cristianos que permanecieron en la zona ocupada (mozárabes). Es en territorio asturiano —y no en Castilla— donde sitúan los académicos la cuna del español; según ellos, su expansión hacia el sur se produjo por la acción reconquistadora de los reyes «de León y Castilla» (obsérvese el orden). Y en su avance, leoneses y castellanos se encontraron con los mozárabes, los otros protagonistas, quienes aportaron al caudal del idioma los arabismos que habían incorporado a su latín. De ese modo, dicen en 1726, «todo este agregado o cúmulo de voces es lo que constituye y forma la lengua castellana». No se ve, por tanto, que la Academia tuviera entonces una noticia clara del papel de Castilla en la formación del idioma: pensaba que Asturias, León y la mozarabia habían asistido con superiores títulos a su constitución. No puede asentirse, pues, al supuesto de que el término castellano se adoptara por razones genealógicas.

Pero el caso es que la Corporación tampoco atribuye ninguna patente de corrección al habla de Castilla. Al contrario: se asigna estricta igualdad al léxico central y al periférico. A diferencia del exclusivismo cortesano del diccionario francés, el de Autoridades desea acoger todas las voces provinciales que pueda. Al preguntar a la Academia el zaragozano J. F. Escuder (1727) qué tipo de palabras debe enviar, le instruyen así: «Las voces que se ha tenido intención de poner son aquellas que usan comúnmente en el reino de Aragón, o se han usado en otros tiempos, excluyendo las que son puramente de la lengua lemosina, pero no las que tienen origen conocido de la latina, griega, árabe, italiana, etc., pues éstas vienen a ser voces castellanas aunque sean usadas sólo en Aragón».

La última aserción constituye una prueba clara de la liberalidad no castellanista de la Academia, que se continúa hasta nuestros días en que el Diccionario se ensancha constantemente, no sólo con voces de todas las regiones, sino con americanismos que, conforme al centenario criterio académico, tienen derecho a ser considerados voces castellanas (o españolas).

Discutiremos en otro artículo si el término castellano se prefirió en virtud de un «centralismo uniformador».

¿Lengua española o castellana? (II)

Decíamos que, según Amado Alonso, la Academia prefirió el término castellano al ser fundada en el siglo XVIII, movida por un «centralismo uniformador». Se basa para ello en esta declaración del Diccionario de Autoridades (1726): «Se anotarán aquellas voces y frases que están recibidas debidamente por el uso cortesano». Pero es el caso que el texto sigue diciendo: «y las que están anticuadas, como también las que fueren bajas o bárbaras». Si a esto se añade la acogida que dispensó a las voces provinciales, según expusimos ya, ¿dónde queda el criterio cortesano de la Academia?

Precisamente, el más temprano ataque público que recibió la Corporación fue el del historiador Luis Salazar, el cual le reprochaba que varios académicos no fueran madrileños (había, por lo menos, un sardo, un leonés, cuatro andaluces y extremeños y varios corresponsales en distintas regiones); él se siente escandalizado de que tal cosa pueda ocurrir «en una población tan grande y tan culta como Madrid». Está claro que Salazar y trece salazares más hubieran configurado el Diccionario y la Academia de otro modo, centralista y cortesano, pero Villena y sus compañeros no lo hicieron.

No vino ninguna consigna de las oficinas reales que, lógicamente, puestas a pensar en esto, hubieran preferido el término español como nombre del idioma de España, de igual modo que se llama francés la lengua de Francia. Pero los documentos que emanaron de palacio por aquellos años, hablan indistintamente de castellano y español. Lo mismo acontece —con preferencias individuales de los redactores— en los discursos preliminares del Diccionario, y en otros papeles del archivo académico. Amado Alonso, que percibió tal convivencia de términos, la interpreta afirmando que «castellano lleva ahora dentro de sí español», lo cual es plausible, y que «es como decir, “español de Castilla”»; no: castellano significa «español de España, aunque no sea Castilla». Los dos términos funcionan para la Academia como estrictamente sinónimos, con la sinonimia con que los empleaba Covarrubias (1611) en el venerado Tesoro de la lengua castellana o española. Esta identidad, que era la del pueblo, habían querido romperla eruditos y filólogos de los siglos XVI y XVII con distingos que carecieron, en general, de audiencia. El gran lexicógrafo áureo no los oyó, como tampoco sus sucesores, los académicos dieciochescos.

Pero ¿por qué deciden éstos llamar castellano al idioma? ¿Qué razón precisa les mueve a tal preferencia? Abrase el tomo primero de Autoridades por la página primera, y se leerá: «Diccionario de la lengua castellana, de la Real Academia Española». Pruébese a poner la otra denominación, y resulta «Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española». Realícese esta misma experiencia en los siguientes contextos:

«…la pureza y elegancia de la lengua castellana dominante en la monarquía española».

«…nuestro deseo de formar, debajo de la real autoridad, una Academia Española que se ejercite en cultivar la pureza y elegancia de la lengua castellana

Son frases del memorial de Villena al rey pidiéndole permiso y autorización para constituir la Academia. Y la secretaría real contesta así:

«El Rey, no dudando de las grandes ventajas que se deben prometer de una Academia para trabajar en un diccionario exacto y puntual de la lengua española…».

Pocas líneas antes, en las proximidades del sintagma Academia Española, el documento habla de lengua castellana.

Siento mucho verme obligado a proponer una explicación tan mecánica para asunto al que suele concederse cierta trascendencia. Pero he de formular mi hipótesis así: la Academia, al constituirse, no siente preferencia especial por ninguno de los dos nombres del idioma. Si se llama a sí misma Española, y cifra su deseo en elaborar un diccionario de la lengua castellana, resulta patente en su intención la identidad referencial de ambas denominaciones. Al elegir la última, no la privilegia por razones genealógicas (tan confusas entonces) ni de primacía del castellano (puesto que rechazará mucho de lo castellano, y admitirá en cambio muchos vocablos de otros solares regionales), sino que, considerándolas exactamente sinónimas, establece una elegante distinción, un variación retórica, entre el adjetivo que se atribuye (Española) y el que asigna a la lengua (castellana).

Éste era el elemento nuevo que deseaba introducir en el problema de cómo ha de llamarse la lengua común: la corporación académica, siguiendo lo que es aún sentir muy difundido, no tuvo preferencia alguna por un término u otro hasta 192.3 en que, por razones científicas muy atendibles, introducidas por Menéndez Pidal, optó por español. Pero he creído conveniente recordar aquella centenaria tradición suya de indiferencia neutral, que pudiera resultarnos ejemplar ahora.

Contemplar

No he asistido nunca a sesiones de Cortes, Consejos, Concejos, etc., pero a juzgar por los relatos de lo que en ellas se dice, sus miembros hacen gala de una notable intrepidez lingüística, no ya reformista sino en la línea de la más abrupta ruptura. De aquellos recintos donde los barbarismos retumban, éstos saltan a la prensa, a la radio, a la televisión, que los apuntalan, y el ejemplo prende devastadoramente.

Fijémonos hoy en el uso que nuestros legisladores hacen del verbo contemplar. Tal enmienda se produce porque tal ley no contempla alguna cosa que, según el enmendante, debía contemplar. Pero la ponencia replica que aquella cosa ya está contemplada en el artículo doce, párrafo dos. Luego, los periódicos lo cuentan así, o de modo parecido: «El señor Horcajo contempló el problema que suponen esas avionetas de tipo publicitario que durante las corridas de toros evolucionan sobre unos miles de personas…».

El concejal no contempló las avionetas sino el problema, para que algún reglamento contemple éste y prohíba aquéllas. Son modos de hablar que parecen corresponder a lo que llamaban los míticos áureos «alta contemplación». Son modos insensatos de hablar y escribir.

Será inútil que busquemos en el Diccionario alguna excusa para el desatino. Contemplar es:

a) Poner la atención en alguna cosa material o espiritual: «Contemplaron los lejanos cúmulos de nubes» (C. Fuentes, 1962). «Cuando el hombre se pone a contemplar alguna verdad que quiere saber…» (Huarte de San Juan, 1575).

b) Mirar, considerar, juzgar: «Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados» (Cervantes). «Siendo tan delicados los órganos del hombre, contémplese cuáles serán los de la hormiga» (Feijoo). «Y agradeced que no os eche / de mi casa, contemplando / que sois hombres y mujeres» (Ramón de la Cruz).

c) Complacer a una persona, ser condescendiente con ella: «No insistas ni lo contemples más; si no quiere venir, que se quede en casa».

d) Ocuparse el alma en pensar en Dios: «(El alma) así ungida es levantada en espíritu, y levantada contempla, y contemplando ama» (Fray Luis de Granada).

Evidentemente, en ninguno de estos apartados cabe el contemplar de los hemiciclos. Podría pensarse que, tal vez, en el segundo… Pero no: ese verbo, en cualquier acepción, necesita un sujeto animado; ni un cigarrillo, ni un reloj, ni una estalactita pueden contemplar. Sólo como disculpable énfasis toleraron a Napoleón sus soldados el anuncio de que los contemplaban no sé cuántos siglos. Porque, en francés, tampoco pueden hacerlo más que los seres con ánima.

Y la ley no la tiene: es como una estalactita. Ni la ley ni sus títulos, ni sus artículos, ni sus reglamentos. Pero si esto es así, ¿de dónde habrán sacado nuestros celosos políticos y legisladores ese verbo contemplar que hasta hace poco se han venido lanzando como pelotilla de ping-pong? Vacilar en esto supondría dudar de su fidelidad a la lengua inglesa, donde to contémplate significa «prestar atención a algo, considerarlo, tenerlo en cuenta, preverlo». Y el sujeto de to contémplate puede no ser animado: «…the opinion […] that while science […] contemplates a world of facts without valúes, religión…» (W. R. Inge); «the law would seem to contémplate that it should be made…» (M. Marshall).

No parece excesivo que procuradores, consejeros, munícipes, letrados y periodistas expulsen de su lenguaje la acepción comentada del verbo contemplar. Lo que pretenden decir lo dicen mejor otras muchas palabras españolas: considerar, atender, prever, tener en cuenta, tomar en consideración… Su fértil conocimiento del idioma les proporcionará sustitutos cómodos de ese contemplar, que, en español, se presenta con adherencias semánticas de quietismo, permanencia, inmovilidad, estancamiento y paralización.

Las sesiones de Cortes (foro desde el que han irradiado tan infeliz anglicismo) no han sido últimamente, según los periódicos, una inocente partida de ping-pong, y muchos señores procuradores han distado de la dócil receptividad inherente a la contemplación. Parece que el viejo espíritu místico allí reinante se está evaporando, y que ya se procede sin contemplaciones. Hago votos porque con él se volatilice este vocablo que tan bien lo encarnó, y que las leyes empiecen a atender, considerar y tener en cuenta. Son los legisladores quienes deben contemplar algo bien a la vista, y que, enunciado con la lapidaria acuñación de Juan de Mairena, suena así: lo que pasa en la calle.

Cartas de lectores

No puedo alardear de que el volumen de mi correspondencia se haya hecho inabarcable desde que escribo estos dardos, porque sólo es verdad que ha aumentado un poco: lo justo para no sentir vacío alrededor de mi tarea. Una parte importante de las cartas se refiere al régimen preposicional. Cuestión ardua: muchas veces se ha recordado aquel comentario de Baroja recogido por Ortega: «¿Lo ven ustedes? No hay cosa peor que ponerse a pensar en cómo se deben decir las cosas, porque acaba uno por perder la cabeza. Yo había escrito aquí: Aviraneta bajó de zapatillas. Pero me he preguntado si está bien o mal dicho, y ya no sé si se debe decir: Aviraneta bajó de zapatillas, o bajó con zapatillas, o bajó a zapatillas».

Una lectora me pregunta si es correcto decir atentar a, si no sería preferible atentar contra; y cita este pasaje del señor Meilán: «Tras cuarenta años de profundas transformaciones sociales, se da por primera vez en la historia de España el contexto adecuado para que las asociaciones políticas funcionen, lo que, lejos de ser un atentado a la unidad, puede ser el camino para la vertebración de España».

También yo creo preferible —idiomáticamente, claro— atentar contra. Pero la Academia considera aceptables de igual modo ambos regímenes, amparada en abundantes autoridades: «atentar al honor» (Martínez de la Rosa); «atentar a la persona o dignidad real» (Alcalá Galiano); «has atentado a mi vida» (Núñez de Arce); pero «atentar contra la soberanía del pueblo» (Martínez de la Rosa); «atentar contra la honra de un amigo» (Bretón de los Herreros).

Se justifica atentar a por la regla sintáctica que favorece en el régimen de un verbo formado con una preposición (a + tentar, del latín attemptare), el uso de esa preposición (convenir con, acudir a, deponer de); y atentar contra porque, olvidado el origen compositivo, el significado del verbo sugiere la preferencia por contra. No deja de sorprender, como a mi corresponsal, el uso casi constante que se está haciendo de a. Entre todas mis notas sobre esta cuestión, sólo tengo una con contra, en un manifiesto de hace unos días, donde se condena «todo atentado contra los sólidos criterios morales que son exigibles en la administración de la cosa pública» (giro este último con que los manifestantes traducen res publica).

Pero que esto de las preposiciones no es el fuerte de muchos que escriben en los periódicos, lo prueban dos recortes que, pulcramente pegados en cuartillas, me envía un lector de Sevilla. Dicen así: «El ministro de Asuntos Exteriores, señor Areilza, estaría (?) estudiando una combinación de embajadores y representantes diplomáticos españoles, ejecutores inmediatos a su política exterior».

Quien escribió esto pensó en representantes dóciles, sumisos, obedientes o algo parecido, pero tales vocablos le parecieron fuertes, y apeló a ejecutores, endilgando al adjetivo la preposición que le rondaba por la mente. Se olvidó de que los ejecutores son ejecutores de.

«Otras personalidades que habían mostrado su total conformidad y adhesión con la convocatoria (para la manifestación de combatientes), han destacado que la nota del Gobierno es muy elogiosa para Franco…» El con que conviene a conformidad, se ha desplazado tras adhesión, que exige a, y el resultado es ese adefesio.

Un joven lector de Cáceres me ha remitido otro recorte correspondiente a una crónica que anuncia el final del espacio llamado Directísimo. Y en la carta adjunta, me dice: «Le subrayo palabras que usted mismo ha censurado. O no le leen en su periódico o le toman el pelo». Por supuesto que descarto esta última posibilidad, señor A. G. Pero no deja de preocuparme la crónica, que, copiada en sus partes relevantes, reza así: «Se llegó incluso a decir que durante los meses del estío [Directísimo] se haría cada semana en un lugar de veraneo, recorriendo así gran parte de nuestra geografía. La realidad es que Directísimo interrumpe su singladura el sábado 19 del próximo mes de junio […] Y es José María Iñigo quien nos confirma la noticia […]: “Nos viene muy bien parar estos meses; así tendremos tiempo para traer nuevas ideas, contactar con personajes universales y cambiar un poco la cara al programa”».

¿Qué quiere usted que le diga, amable corresponsal cacereño? «Sunt philologi qui contra Fortuna negant», podría afirmar parodiando a Pacuvio; estoy entre ellos. Pero a ver si me equivoco, y resulta que sí hay fortuna, y ruedan mejor las cosas.

De ortografía

Casi tanto como los estudiantes, temo —y solemos temer los profesores— los exámenes. En mi caso, no tanto por el trabajo que ocasionan como por la responsabilidad. Carezco de vocación y aptitud judiciales, y me inquieta mucho el casi seguro riesgo de cometer alguna injusticia. Los casos extremos, como es natural, no plantean dificultad: el ejercicio correcto y el desastroso conllevan su calificación, y no hay más que rectificarla. Lo malo es ese sesenta o setenta por ciento de alumnos que andan por el filo de la navaja, y cuya suerte final puede depender de la fatiga, el humor, el temple momentáneo de quien califica. Sus ejercicios son los que desazonan, los que me hacen temer que hayan sido juzgados inadecuadamente en una racha de benevolencia o de rigor. Por eso, suelo darles un repaso sin tener en cuenta la primera nota, para contrarrestar en lo posible lo que en ella hubiera de aleatorio. Pero ¿por qué no ha de haberlo también en la segunda lectura?

Un grave factor de perturbación en ese enojoso trance de calificar, tanto exámenes como ejercicios de clase, lo constituyen las faltas de ortografía, que saltan de repente aun en los escritos de estudiantes aceptables. No he hecho este año un cómputo estadístico, ni lo publicaría por respeto a mis alumnos. Por lo demás, es defecto tan generalizado que analizar los resultados en un pequeño grupo minimizaría el problema. El cual presenta síntomas muy alarmantes desde hace algunos años. Se ha producido, efectivamente, una distensión en la exigencia individual y social en este punto, y estamos alcanzando un ápice de incultura ortográfica difícilmente superable. El motivo más simple para explicar tal situación podría residir en las dificultades objetivas de nuestra escritura: el sistema gráfico castellano sería tan complicado, que los errores se explicarían por esa causa.

Parece evidente que no puede sostenerse tal explicación si comparamos nuestra ortografía con la inglesa o francesa, por ejemplo, en que las distancias entre pronunciación y escritura son mucho mayores. Claro que la diferencia, en español, podría ser no tanta, y hasta hubiera podido tender a la correspondencia exacta, de haberse procedido con mayor energía en épocas pretéritas, cuando se produjo, por ejemplo, el total silenciamiento de h o la neutralización fonológica de b y v, procedentes de orígenes latinos distintos. Pero no se hizo, ni cabe culpar por ello a nadie, pues se obraba en nombre de un principio tan legítimo culturalmente como era el de resaltar el parentesco visual del castellano y el latín.

La Academia, al ser fundada en el siglo XVIII, se encontró con un pequeño caos. Llegaban a ella voces de escritura del todo fonetizada, junto con otras a las que un prurito etimologizante separaba poco o mucho de la pronunciación. Su primer acuerdo fue el de restituirlas todas a su etimología: «de suerte que no se oscurezca su primitivo origen». Pero pronto tuvo que atenuar el criterio, al chocar con la realidad. De seguirlo, iba a salir una ortografía bastante extravagante: ¿cómo iban a sancionar hayer (ellos creían que procedía directamente de herí), valumbra (de volumen), varrer (de verrere), etc., si la tradición había fijado ya ayer, balumbra y barrer? Ni siquiera se atrevieron los académicos a escribir hoy, a pesar de su claro origen (latín hodie), impresionados por la autoridad de Nebrija, Covarrubias y otros muchos escritores que preferían oy (la h llegaría, por fin, a tal vocablo muchos años más tarde).

De este modo, la Corporación anduvo con criterios lógicamente vacilantes a lo largo del siglo, entre los alegatos de quienes querían acercar la ortografía a la prosodia, y de quienes deseaban configurar la imagen escrita del castellano a la de su lengua matriz. Unos y otros aducían razones igualmente justificables. En 1739, se acordó atender «en primer lugar a la pronunciación», y sólo como criterio subsidiario, a la etimología. Ese movimiento pendular es paralelo al que se observa en los dos primeros diccionarios de la Academia Francesa; el primero etimologizó lo suyo, y consagró escrituras como corps, temps, teste (cabeza) y honeste, algunas, como las dos primeras, para siempre: la edición de 1718 declara haberse mantenido en línea etimológica, pero sin fanatismo.

La Española fue mucho menos latinizante de lo que se piensa, y apenas si cometió violencias que no estuvieran en el uso. Cuando en lo prosódico opta por una solución alatinada, se cuida mucho de advertir que se limita a aceptar una de las soluciones vivas: la más cuidada, claro es, como abstinencia, substancia, obstáculo, etc., «porque ninguno, si no es queriendo afectar blandura, las pronuncia sin la b». Aplicando ese principio, acoge acceso, accidente, precepto, concepto, conspiración, instruir y otros muchos cultismos pronunciados así; pero no se le ocurre restituir acceptar, conoscer, crescer, succeder, redempción, transnocbar assumpto, sancto, como la etimología exigía, porque se desviaban gráficamente de lo que todo el mundo decía. Hay dos casos en que sí se mostró resolutiva: frente a dotor, dotrina casi absolutamente generales, patrocinó doctor y doctrina con el éxito futuro que a la vista está.

Nuestra ortografía, como todas, resulta, pues, del enfrentamiento de tendencias difícilmente conciliables, y se ha fijado sin fidelidad absoluta ni a la fonética ni al latín. Pero ello no significa que sus dificultades sean insuperables: se sabe que una escolarización adecuada podría darlas por vencidas antes de llegar los alumnos a los catorce años de edad. Habrá que buscar por otros caminos las causas de su descrédito actual.

Desidia ortográfica

El descuido en la corrección ortográfica a que nos referíamos en el artículo anterior, no afecta sólo a los escolares en sus privados y nerviosos ejercicios de examen, sino que se manifiesta de modo arrogante en los medios de difusión. Hace algunos meses, la televisión lanzó a las pantallas un aprobechamiento sin el menor rubor. Y los periódicos nos afligen constantemente con errores graves, hasta en los titulares. Un alumno me preguntó hace unos días: «¿Por qué escribe usted objección con dos ces?». Lo había visto en un trabajo mío publicado en un semanario, y la pregunta era casi una venganza contra mi exigencia en este punto. Le expliqué que era cosa del linotipista, pero ¿se creyó mi justificación?

Hay que buscar el motivo real de la vigente desidia en el difundido convencimiento de que la corrección ortográfica no sirve para nada. O, según formulaciones más extremas, en que exigir tal corrección es antidemocrático —siempre saldrán favorecidos quienes hayan disfrutado de una instrucción más larga y cara—, y por lo cual, la ortografía, en cuanto prejuicio burgués que es, debe saltar con los restantes prejuicios. De estos argumentos, el que más fuerza me hace es el de que, efectivamente, el buen o mal uso de las letras establece una rápida diferencia entre los ciudadanos, los califica inmediatamente en una escala cultural, sin tener en cuenta que aquello tal vez no acuse nada más que una penuria económica que les privó de educación suficiente. Pero ya no me resulta posible aceptar el remedio: acabar con las normas ortográficas. Como tampoco parece lógico que, para arrasar las diferencias de clases, se imponga un socialismo de la pobreza. La participación simultánea en la cultura y en el bienestar parece objetivo más deseable.

¿No sirve para nada, efectivamente, la ortografía actual, y habría que amoldarla con exactitud a la prosodia? Antes, tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué prosodia adoptar, la de soldado, soldao o sordao, la de llover o yover, la de rezar o resar, la de huele o güele, y me temo que ese acuerdo tardaría mucho en llegar, porque, claro es, en la discusión tendría que llevar una voz muy cantante la mayoría de los hispanohablantes, que no está precisamente en España, y que haría prevalecer sus peculiaridades prosódicas. Esa propuesta simplificadora, que ha tenido ilustres defensores desde Gonzalo Correas hasta Juan Ramón Jiménez, es sostenida hoy por muchos con una fe que raya en el arbitrismo. No suelen llegar, en sus propósitos reformistas, a las últimas consecuencias, ya que parten de una norma ideal —la suya— sin caer en la cuenta de que existen otras muchas normas repartidas por el ámbito del español.

Pero hay, además, un obstáculo que se alza como prácticamente insalvable a la hora de pensar en una norma ortográfica paralela a una presunta norma fonética, y es el hecho de que cortaríamos con toda nuestra cultura escrita, aun la más próxima a nosotros, la cual adquiriría repentinamente un aire remoto y ajeno.

Ya oigo al arbitrista argumentar: bastaría con ir imprimiendo las obras del pasado con la ortografía nueva. ¿Podría hacerse con todas? Infinidad de libros que no se han reimpreso nunca, ¿hallarían ahora editor? Pasar de la grafía fonética a la lectura de obras impresas con la tradicional, implicaría dar un salto casi tan largo como el que se precisa para enfrentarse con la edición diplomática de un texto medieval. Un salto que las nuevas generaciones «monográficas» no darían, produciéndose así la ruptura a que aludía antes. Para las actuales sólo representaría un susto leer a Machado, por ejemplo, así:

La embídia de la birtúd

izo a Kaín kriminál.

¡Gloria a Kaín! Oy el bízio

es lo ke se embídia más;

Y a Unamuno, de este modo:

¡Bibír unos días en el silénzio i del silénzio nosotros, los ke de ordinário bibímos en el barullo (¿o barúyo?) i del barullo! Parezía ke oíamos todo lo ke la tiérra kálla (¿o káya?) miéntras nosotros, sus íjos, dámos bóces para aturdimos kon ellas (¿o éyas?) i no oír la boz del silénzio dibino.

No pasaríamos del sobresalto, no podríamos proseguir la lectura, pero ¿ocurriría lo mismo con quienes, conocedores de este solo sistema, pasaran a envidia, virtud, vicio, etc.? Tendrían la impresión de penetrar en un período arcano, y lo probable es que la continuidad cultural, ya amenazada por otros motivos, recibiera por éste la última puntilla. Además, insisto, ¿nos seguirían en este proyecto todos los pueblos que son tan dueños como nosotros del idioma castellano?

Vista desde otra perspectiva, la convención ortográfica es un gran bien, pues constituye uno de los principales factores de unidad de la inmensa masa humana hispanohablante. Mientras fonética, léxico y hasta gramática separan a unos países de otros, a unas clases sociales de otras, la norma escrita es el gran aglutinador del idioma, el que le proporciona su cohesión más firme. Las innumerables diferencias locales que hacen del español un «puzzle» dentro de su relativa unidad, se reducen, yo diría que gustosa y casi unánimemente, ante las convenciones de vocabulario, morfología, sintaxis y ortografía de la lengua escrita. Ella, mucho más que la oral, es la que nos permite sentirnos miembros de la misma comunidad.

No es, pues, bueno el sistema de arruinar la convención ortográfica que nos une, y menos por desidia o ignorancia. Mil veces preferible es el de elevar la instrucción general para que esa sencilla convención sea conocida por todos. Y el de volver a rodearla de su antiguo prestigio. Si el castellano fuera sólo nuestro, de nada y ante nadie tendríamos que responder. Pero erosionar su unidad en cualquier punto, nos atribularía con una culpa histórica irreparable. Concedo al tema tanta importancia, que aún habré de volver sobre él.

Ortografía y rigor

Afirmábamos en los dos artículos precedentes que una suerte de menosprecio rodea hoy a la ortografía. El descrédito social que se seguía en tiempos no muy lejanos para quien cometía faltas, se ha trocado hoy en indiferencia. Hasta dentro del sistema educativo han perdido importancia: muchos profesores piensan —hay honrosas excepciones— que la instrucción ortográfica, la corrección y, en su caso, la sanción de los errores son de incumbencia exclusiva de quien enseña español, y que las equivocaciones cometidas al escribir de otras disciplinas no son valorables. Olvidan una máxima que deberían grabar en su responsabilidad de enseñantes, y es la de que todo profesor que enseña en español es profesor de español. Formando yo parte de un tribunal con un ejemplar colega de matemáticas, contestó así a un alumno que iba a preguntarle el porqué de su suspenso, cuando había resuelto a la perfección el difícil problema: «Es verdad; ha resuelto bien un problema; pero no ha dado solución correcta a otro: tangente, amigo mío, se escribe con g, no con j».

Parece claro que a la ortografía le ha alcanzado la pérdida de prestigio de otras convenciones. En parte, por révolte, en parte por aflojamiento de cuanto suponga exigencia o autoexigencia. Los síntomas de que ambas causas están operando sobre el cuerpo docente, son bastante claros. Pero como el cuerpo docente se forma en la Universidad, cae sobre ésta una parte muy importante de responsabilidad por lo que está sucediendo.

El problema, por lo que dijimos la semana pasada, es muy grave. Considerado como révolte contra lo establecido, resulta insensato. No todas las convenciones que nos rodean son merecedoras de derribo por el hecho de que algunas lo merezcan. Confieso que empiezan a alarmarme muchos comportamientos colectivos en este punto. Parece como si, dada la consigna de libertad, el ejercicio de ésta consistiera en subvertirlo todo por el hecho de existir y de estar admitido. Una actitud así sólo puede conducir a la desintegración del organismo social, a una liquidación de cuanto el hombre ha construido a lo largo de la historia, mezclando en el mismo derrumbamiento tanto lo inválido como lo valioso. La perspectiva universitaria ofrece en este punto más ocasiones para el desaliento que para la esperanza; y eso que es el lugar donde el análisis crítico debería realizarse con mayor exigencia. Pero esto daría lugar a consideraciones —a veces aterradoras— que no son de este lugar.

El caso es que, por una causa u otra, la laxitud, la relajación, la atonía ante el idioma, cuando no la clara hostilidad contra sus reglas —que no son otras que las que, a lo largo de su historia, se ha ido dando el pueblo español— se estiman hoy como mucho más «democráticas» que su aceptación. Y se está creando así, poco a poco, la peligrosa ecuación que identifica «democracia» con insumisión a todo y con falta de rigor. Se prefieren las ideas simples a las complejas, el camino llano al áspero, y muchas veces, el orfeón que grita a la voz que razona. Todo ello es lógico, todo tiene una clara explicación en el pasado inmediato, en que lo sensato, lo opinable y lo insensato se han hecho tragar con el mismo cucharón. Ahora el signo de lo que se traga ha cambiado, pero no se ha mejorado la capacidad crítica para discernir entre lo sensato, lo opinable y lo insensato.

El país está en situación de exigir a los políticos que hoy se disputan la notoriedad una educación para la democracia; la cual se identifica fundamentalmente con la simple educación, con la capacidad para decidir entre el sí y el no sin dejarse influir con hábiles arrastres. Se trata de devolver a la palabra rigor su quinta acepción del Diccionario: la de «propiedad y precisión», olvidando las de severidad, intransigencia o agresividad. Rigor, autoridad, libertad, son conceptos y palabras necesariamente compatibles, que es preciso limpiar de adherencias ideológicas o partidistas, con el fin de hacerlas útiles para la convivencia.

Hace algunos años defendía yo el estudio de la literatura, amenazado por una reforma del Bachillerato, alegando entre otras razones el papel fundamental que debe desempeñar en una educación para la democracia (tan importante o más que la educación democrática). Por razones similares, es decir, porque fomenta la disciplina de la mente y la independencia de juicio, ha de ser defendida la formación idiomática de los jóvenes ciudadanos. Dentro de la cual, la enseñanza y exigencia de pulcritud ortográfica no son las partes menos desdeñables. Imbuyéndola en los alumnos (¡exigiéndola a periodistas y a todos cuantos escriben!), se les están imbuyendo hábitos de pulcritud mental, de exactitud. Puede afirmarse a priori que quien no cuida ese aspecto de la escritura, está ante el saber en actitud ajena y distante; es casi seguro, que si falla ante un problema tan simple como es el de escribir sin faltas, fallará igualmente ante los problemas de su profesión o de su ciencia; las probabilidades de que sólo sea un chapucero, serán muchas. Y de que en su vida cívica siga siéndolo, también. (Lo cual no garantiza, claro, que lo contrario sea cierto: seguro que hay asesinos de galana y pulcra escritura).

Nuestra ortografía es pura convención; incluso, como vimos, convención de absurdo origen en muchos casos. Pero está ahí, uniéndonos a muchos pueblos, garantizando la circulación de la cultura escrita, sirviendo de privilegiado instrumento educativo… ¿Debe entrar en el saco de las convenciones destinadas al vertedero?