El dardo en la palabra

Verba volant…, saltan ágilmente de bocas a oídos, cruzan como meteoros ante millones de ojos fundando la vida social, portadoras de sentido, esto es, de información, afecto, verdad o engaño. Y lo normal es que alcancen su objetivo. Incalculable el poder, la eficacia de las palabras.

Si esto es así, ¿vale la pena fijarse en alguna, en algunas, asaetearlas y abatirlas de la bandada voladora, para declararlas de mala ley? Los tiempos no están para proscripciones, y nuestra comunicación va tan urgida que apenas si puede seleccionar los materiales. Por otro lado, ¿es lícito acotar la libertad en uno de sus pocos predios anchos? ¿En nombre de qué, recortar aún más lo escasísimo?

«Le purisme est toujours pauvre», escribió Voltaire; «Los que a todas voces peregrinas niegan la entrada en nuestra locución, llaman a esta austeridad pureza de la lengua castellana… ¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad», clamó Feijoo cuando contradictores sin talento le calentaron los calvos cascos. Ambos prohombres dieciochescos pensaban coincidentemente en el vocablo extranjero que cruza fronteras fertilizando las culturas que lo adoptan. Hoy, tanto como nunca, esa rapiña es necesaria para no descolgarnos del mundo: revela inquietud, voluntad de seguir a pesar de los frenos. ¿Qué hacer si no inventamos, si en ciencia, en técnica y hasta en pensamiento llevamos compases ajenos? Únicamente, se pediría mayor cordura al adoptar; y la pediremos.

Pero hay otros neologismos que resultan de irreflexión. Los acompaña la disculpa del «¡qué más da, si nos entendemos!». Salen del cine, de la televisión, de la noticia mal traducida, del deseo mimético de estar a la page y fashionable; los introducen pulcros ejecutivos eficientes, tanto más impresionantes cuanto más se producen in the English manner; los propagan bocas de ganso; y los maneja inocentemente la masa hablante que no puede, porque no sabe, desconfiar.

Existen también triviales errores no importados, lagunas ignorantes que se extienden como aceite y calan en zonas extensas. Son descuidos, faltas de sentido común idiomático, que escasea como el otro pues suelen ir parejos. Miles de radioyentes escuchan los domingos a locutores enlazados por cadenas deportivas proclamar que tal y cual marcador «continúa inalterable». Si es así, ¿por qué se esfuerzan los caros héroes de la bota, por qué se afanan tras el balón, pugnando por alterar algo que es inalterable? Hubo algún engolado locutor a quien inalterado pareció poco; le siguieron cien, doscientos, encandilados con su tonta invención.

Con todo, «¡qué más da, si nos entendemos!». Pues da. Primero, porque el idioma no es nuestro: lo compartimos con muchas naciones, y romperlo a gusto propio es quebrar lo único firme de nuestro futuro. Segundo, porque pensamos con el idioma; si se usa mal, pensaremos mal; y si lo cambiamos, pensaremos como aquellos con quienes no nos gustaría pensar. Tercero, porque ejercer la libertad, en esto como en todo, no consiste en dejarse llevar, sino en saber y poder ir. El purismo empobrece las lenguas; el casticismo las enrancia. Sólo el libre comercio idiomático favorece la marcha de una sociedad al ritmó del tiempo. Pero ese comercio libre no debe abrirse a la pacotilla, a la baratija con que se presentan nuevos colonos de fuera y de dentro, juntos muchas veces, a señorear: que dominen nuestra palabra, y ya estará dominado nuestro seso; que nos la cambien, y estarán cambiándonos. No es cuestión de estética y adorno: afecta a las raíces mismas de la vida social.

Pero ¿por dónde pasa la frontera, en qué punto ha de ejercer su rigor la aduana? Informaciones me ha encomendado, con tenacidad y confianza que me honran, una sección donde intente el deslinde. Hemos discutido lo a contrapelo que puede caer tal propósito: ¿no seremos interpretados como servidores de un prejuicio burgués? Porque se piensa que hablar y escribir bien es ideal de viejo régimen, antipático atributo de clase, y que, si hay enfrentadas dos culturas, han de ser precisos dos idiomas desiguales, el atildado de unos frente al llano de los otros, que se alzaría como flámula de contestación. Quienes piensan así, «se engañan gravemente, afirmando que la existencia de dos culturas diferentes [la burguesa y la proletaria] lleva a la formación de dos lenguas diferentes y a la negación de la necesidad de una lengua única». Tal afirmó Stalin hace un cuarto de siglo. No es injuriando el lenguaje como se abaten barreras; con ello se destruiría un instrumento fundamental para abatirlas. Por lo demás, ¿a qué clases pertenecen los más eficaces destructores?

Voy a titular mi sección «El dardo en la palabra». Saeta semanal para apresar el vocablo y verlo de cerca. Dardo también mi propia palabra, porque alguna vez podrá indignarse. Procuraré que mis comentarios sean breves: para ser leídos entre parada y parada de metro. Serán poco doctos, y evitaré a toda costa que huelan a casticismo de chalina y pañosa, aroma tan frecuente en el tratamiento periodístico de los males del idioma.

Desde ahora, perdón por mis seguras faltas, y sincera demanda de ayuda a mis lectores. Esta empresa resultará modesta sólo por mí; pero es importante y de todos.

Rutinario

Veo en un periódico que los carabineros han descubierto un intento de sacar fraudulentamente divisas, cuando realizaban el rutinario registro de equipajes, y mi primera reacción es pensar que alguien debería exhortar a los carabineros a que actuaran con más diligencia: probablemente lograrían descubrir más valijas delincuentes.

Pero, claro, lo que el redactor de la noticia quiere comunicar es que el registro no era extraordinario, y que el hallazgo se hizo cuando los agentes realizaban un examen normal o habitual de las maletas. Y ese rutinario salta a los ojos como una solemne barbaridad. Porque calificar así el trabajo de quien cumple con las obligaciones de su oficio o sigue las instrucciones recibidas, es ofensa que no merecen el cuerpo de carabineros ni persona alguna.

De tal adjetivo en tal mal empleo se han apropiado los medios de difusión, y es raro el día en que no nos lo lanza una onda hertziana o nos asalta desde alguna columna periodística. Rutinario entró como galicismo en castellano (francés routinier) a fines del XVIII, y la Academia lo incluyó en su Diccionario en 1847; antes, en 1817, se registró rutina; y antes aún, el vocablo base ruta, del francés route. La familia se había colado, pues, en español escalonadamente. La routine consistía, primariamente, en la marcha por un camino conocido, de donde pasó con facilidad a la aceptación que el español recibió de la lengua hermana al adoptar tal palabra: «Costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas».

Llegaba, pues, con un fuerte halo peyorativo, que se ha mantenido hasta hoy. Ganivet hablaba de vulgaridades rutinarias; Coloma, de medianías rutinarias; Echegaray llamaba a un rico torpe y rutinario; y Baroja, a un burgués de Shanti Andía, bruto, rutinario, indelicado. La rutina es, en la conciencia lingüística hispana, abominable. A Plinio, el estupendo detective manchego de García Pavón, le asustaba que un exceso de tranquilidad en Tomelloso, sin crimen alguno que llevarse a las meninges, le proporcionara meses, años tal vez, «de aburrimiento y trabajo rutinario, sin entidad». Luis Romero proclamaba con energía, en 1962: «Hay que acabar con las rutinarias costumbres; resultan siniestras, macabras». ¿Se comprende por qué decía antes que se injuriaba gravemente a los probos funcionarios de la aduana calificando sus registros de rutinarios?

Claro que, como casi todas las palabras, también ésta puede teñirse con matices positivos. Galdós (1906) habla del «metódico, rutinario y honradísimo personal de una oficina»; corresponde a una visión afectuosa de la vulgaridad, apreciable en quien carece de otras cualidades: aquella, por lo menos, que la ejercite a conciencia. Con esos mismos ojos se ve Unamuno (1935), añorando más que describiendo su vida como «mansa, rutinaria, humilde».

Pero esta capacidad entrañable no recubre tampoco los usos modernos que permiten hablar de chequeos rutinarios, operaciones rutinarias, informes rutinarios, registros rutinarios, etc., etc. Todo esto es puro inglés, lengua en que el galicismo routine se aplica como adjetivo a cuanto se hace de acuerdo con un procedimiento establecido. Que es el sentido que a rutina y rutinario dan, en ejemplos como los anteriores, muchos de quienes nos traducen las noticias o de quienes las redactan con la mente arrullada por la prestigiosa parla americana.

Resulta necesario evitar tan peligrosa necedad. Porque vamos a correr el riesgo de no entender frases posibles como éstas: «El ministro de Información y Turismo, en sus rutinarios comentarios a lo acordado en el Consejo de Ministros…»; «Raphael ha estrenado en el último de sus rutinarios recitales, una linda canción»; «Televisión Española interrumpió su programa rutinario para dar la noticia». ¿No nos sirven adjetivos como habitual, normal, diario, semanal, ordinario, etc., e incluso ninguno, para decir con exactitud eso que queremos decir?

Nominar

Gerardo Diego ha publicado este año su Carmen Jubilar, cántico de júbilo y jubilación. Ha querido mostrar que nadie lo apea de su cima lírica, aunque la alarma septuagenaria sonara hace tiempo para él en el escalafón docente. Ya no es profesor de letras, aunque siga siendo, mientras la historia dure, maestro de las letras. ¿Recuerdan sus comienzos de catedrático? Aquel Brindis de 1920 con que empezaba su larga y fecunda faena por institutos, ruedos nobles y nada fáciles. Ahora recuerda a los amigos a quienes lanzó entonces su montera, y los evoca:

A vosotros, los vivos y los muertos,

muertos, pero vivientes en mi abrazo,

uno por uno nominados.

Cuando Gerardo dice «diego» nadie diga «digo»: estemos seguros de su palabra. Ahí, en ese verso final, nomina con su memoria, pone nombre y apellidos a cada uno de aquellos amigos de Santander.

Y eso es nominar, solamente: dar nombre a una persona o cosa. El vocablo rueda por el idioma desde la Edad Media, pero con poca presencia, desplazado por denominar y nombrar (y llamar), que conjuran su posible ambigüedad. Últimamente, ni se oía ni apenas se leía: habitaba ese limbo idiomático donde sólo entra con tiento la mano de los poetas. Pero he aquí que, de pronto, lo están sacando a rastras de su retiro los traductores a mocosuena, para lanzarlo al torrente de las noticias impresas o radiodifundidas. Peligroso torrente, que deja charcos a su paso donde se estancan antihigiénicos limos. Y éste puede quedar.

Leemos y escuchamos que tal o cual actor o director ha sido «nominado para un Oscar»; pero es noticia que sólo interesa a algún experto en celuloide, y el vocablo ofrece desde allí escaso peligro. Se nos dice también, sin embargo, en noticias de mayor radio, que un personaje yanqui va a ser o fue «nominado para la Presidencia de los USA». Y entonces sí que se eriza el cabello: por el personaje, tal vez, pero también por el verbo. Porque el inglés nomínate significa «designar a alguien como candidato para una elección o nombramiento; proponerlo para un cargo». Si en Norteamérica hablan de la nomination para la Presidencia o para obtener un muñequito en Hollywood, están en su derecho y en sus derechos: se refieren a una designación de candidatos.

En español, no: nomínate y nominar son falsos compañeros de viaje, emparejados por su común étimo latino, nominare «nombrar» (el inglés, del participio nominatus). Y a tan aparentes amigos hay que separarlos. Digamos, para andar por nuestra casa, que a aquel artista de cine se le ha designado candidato para el Oscar; y que el prohombre del gran imperio va a ser o ha sido elegido, proclamado candidato para la Presidencia. Así de sencillo.

Pronto serán las elecciones americanas, y el vocablo, lo verán ustedes, saltará de linotipias y ondas. Serán gotas aisladas, capaces de horadar con el tiempo, si no se atajan. Evitemos, pues es aún posible, ese atentado contra el idioma, para no hallárnoslo cuando nuestra compleja luz opinante se descomponga al atravesar el prisma de las urnas. Nominar candidatos parecería feo: sería casi nombrarlos y eso es, justo, lo que no interesa. Elijámoslos. En nuestro polvoriento archivo léxico-político, tenemos recursos suficientes para afrontar esa y parecidas incidencias.

México, Texas

Ayer —e importa poco cuándo fue ayer, porque es diario— oí a un locutor de televisión hablar de la frontera entre México y Texas, pronunciados ambos vocablos así, con ks. Más sorprendente aún: cantantes hispanos disfrazados de charros aparecen —¿aparecían?— en la pantalla con sus mariachis entonando loores a «Méksico lindo». Es el fetichismo, la adoración de la letra, de que habló el gran lingüista venezolano Ángel Rosenblat.

Urge poner remedio a ese desaguisado fonético, propagado cada día por las ondas como grave testimonio de incultura nacional. México y Texas se pronuncian con j, queridos locutores, admirados cantantes. El error no es sólo nuestro: de esa tenaz x de México (que seducía a Valle-Inclán) y mexicano se han quejado en muchos países de Hispanoamérica. En 1936, ante el desorden, la Academia Argentina de Letras —lo cuenta Capdevila— pidió dictamen al ilustre Alfonso Reyes, el cual, en breve nota, reiteró lo que ya la Academia conocía y todos debían saber. Los españoles conquistadores oían a los indígenas llamarse meshica (la sh equivale aquí próximamente a ese diagrama inglés, a la ch francesa, a la x, ix catalanas y a la x gallega). Era así también como sonaba la x en las voces patrimoniales castellanas del XVI (dixe, exe), y, por tanto, la transcripción México (= Méshico) se impuso.

Pero esa sh evolucionó pronto en todo el dominio castellano, Ultramar incluido, a j, y la letra x permaneció representando el nuevo sonido. Por donde México sonó enseguida Méjico. A la vez, entraban en el idioma numerosos cultismos (examen, éxito, existir), también con x, pero, pronunciada a la latina, ks (o más relajadamente gs e incluso s, como ahora). De ese modo, x correspondía a fonemas distintos: j por un lado, y el grupo ks, con realizaciones variables, por otro. Tal posibilidad perturbó a los gramáticos, los cuales le dieron diversas soluciones, hasta llegar a la octava edición de la Ortografía académica (1815), que estableció la situación actual: j siempre que pronunciemos el sonido uvular; x, para las voces no patrimoniales, cultismos a los que no afectó el cambio de x a sh y a j (axila, nexo, laxo). Aunque se produjeron dobletes como anexo-anejo. Algunos cultismos, con todo habían sido arrebatados por la confusión, y lujo, a pesar de su origen y de la Academia, se pronunció y escribió así, y no luxo.

A complejo le sucedió otro tanto. Varias palabras que se habían pasado también a la j, como convejo, ortodojo, heterodojia, patrocinadas por Unamuno, regresaron al redil latino con alguna resistencia. «No hay forma —escribía en 1867 el ilustre colombiano Cuervo— de que los estudiantes pronuncien plexo en vez de plejo». Práxedes, nombre de una santa, se quedó allí como Prajedes o Prajedis, entre nosotros, se limitó extravagantemente a hacerse masculino y esdrújulo.

Todo esto sucedió también en Méjico, como dijimos: la j y la x se repartieron fonética y ortográficamente igual que aquí. Sólo se resistieron en la escritura el nombre de la nación, el del gentilicio y el de algunos topónimos, que se quedaron con su x en desacuerdo con la pronunciación. Y así siguen las cosas. ¿Por qué? «Por curioso accidente histórico, se ha creado en torno a la conservación de la grafía x (aunque siempre pronunciándola como j, en lo que todos están de acuerdo en mi país), un complejo de nacionalismo, que hace sentir a la opinión general que es más patriótico escribir México que Méjico, como si la conservación de la vieja ortografía robusteciera el sentimiento de la independencia nacional», escribía Reyes en el mencionado informe.

Sobre el sentido de ese «complejo de nacionalismo» es más preciso Rosenblat: «Parece que en Méjico se ha hecho de la x bandera de izquierdismo, y que, en cambio, la j es signo de espíritu conservador o arcaizante». Comenta lo rara que resulta esa encarnación de lo progresista en lo vetusto, y añade: «Que mis amigos izquierdistas de Méjico, cuya fe en el progreso social y en la habilitación de lo indígena comparto plenamente, me perdonen esta intromisión en un problema que les llega tan al alma. Pero la conservación de la x de México es un caso claro de fetichismo de la letra».

No hagamos de ello cuestión: ya Unamuno se encorajinó por todos con esa «equis intrusa» que tanto perturba en el territorio hispanohablante. Respetemos en los mejicanos su prurito ortográfico, tan selectivo que no alcanza a Jalapa, Juárez, Guanajuato y Guadalajara. Entre nosotros, parece manía aristocratizante de los Xiquena, Xavier, Ximénez o Mexía. «Podemos, por deferencia especial, escribir México —afirma Rosenblat— como quieren los mexicanos. Pero también podemos, sin faltarle al respeto a nadie, escribir tranquilamente Méjico, mejicano, para evitar la pronunciación falsa de ks, que está cundiendo aun entre mucha gente culta». La Academia, neutralísima, reconoció en 1959 ambas grafías.

Lo que importa es que nadie pronuncie Méksico ni meksicano, y, por las mismas razones, ni Teksas ni teksano. Por lo menos, que no se falle en esto. En otros vocablos, la cuestión resulta ardua y propicia al error. Hace pocos años, un diplomático y escritor nuestro asistió a una recepción oficial en que un ministro de aquella nación le preguntó amablemente por sus proyectos de viaje. «De aquí, quiero ir a Oaxaca», le contestó. Violenta indignación del ministro: siempre ajenos los españoles a las cosas de América. «¡Se pronuncia Guajaca!» (como, en efecto, escribían los viejos mapas, los antiguos historiadores y geógrafos). El diplomático dejó pasar el vendaval, y luego, como no queriendo la cosa, dejó caer al político mejicano: «Parece importante la próxima entrevista de los Presidentes Echevarría y Nijon».

Todo acabó como es preciso que, con x por medio o j, acaben las cosas entre españoles y mejicanos: con un noble apretón de manos.

A nivel (de)

Recibo el cuestionario de una revista que me pide opinión: «¿En qué medida cree usted que la cultura mundial de los últimos años se refleja en la cultura española, tanto a nivel de presencia como de influencia?». Y me aterra contestar: no sabría hacerlo al nivel exactísimo de la pregunta. Ahí es nada: medir niveles de presencia e influencia; agarrota tanta precisión.

¿De dónde ha salido ese pulcro sucedáneo preposicional? Por supuesto, de las elegancias expresivas de los tecnócratas, que hallaron bastardo el uso de nuestras simples y canijas preposiciones. ¿Por qué decir algo tan ordinario como que el asunto se debatirá entre los ministros, pudiendo afirmarse hermosamente que será debatido a nivel de ministros? Tan peregrino y exquisito lenguaje ha calado hondo; y hasta estudiantes rebeldes pueden informar de que hay acuerdo a nivel de delegados de curso. Hace poco, oí en una homilía: «Si se considera la cuestión a nivel de novios…»: exaltante nivel, sin duda. Es curiosa, por cierto, la avidez de muchos eclesiásticos por las más recientes novedades idiomáticas. Iniciado el proceso, no extrañará escuchar un día que la salvación del alma es negocio que se ventila a nivel de Dios.

Hubo antes otro nivel de penetración afortunada: el de vida. Llegó por vía francesa (niveau de vie), a fines de los cuarenta si mis datos son ciertos. No está nada mal, porque expresa metafóricamente una altura relativa, y parece insustituible. Más feo es otro galicismo empleado por médicos que hablan de que tal o cual pupa se localiza al nivel de la piel, de las mucosas, etc.; ¿tan profano es decir en la piel o en las mucosas? Restrepo lo censuraba ya en 1955.

La década de los sesenta, la del copo tecnocrático, nos trajo como importaciones precisas para el desarrollo anglicismos regeneradores. Entre ellos, a nivel (de). Fue por esos años cuando prensa y balances de empresas y bancos empezaron a poblarse de tal hierba: «a nivel estatal», «a nivel de dirección», «a nivel técnico», etc. Un periódico de 1972 insertaba este atractivo anuncio: «Cuatro relaciones públicas alto nivel necesita importante sociedad»; las graciosas elipsis del texto certificaban ya la ciudadanía y familiaridad castellana que era preciso reconocer a un oficio joven y a su locución complementaria. Lo dirán con orgullo los afortunados que obtuvieron el empleo: «Soy relaciones públicas alto nivel».

Level ha desarrollado en inglés una amplia arborización de significados que giran en torno a la idea de «rango». Y así, puede leerse en cualquier periódico: «Stipulated that the meeting should be on the level of foreign ministers» (nuestro ejemplo anterior del debate entre ministros). No parece, ni mucho menos, mala invención; pero no es nuestra. Las preposiciones castellanas han servido siempre, y pueden seguir sirviéndonos sin poner en peligro nuestra sintaxis, para decir a nuestro modo lo que en Norteamérica refieren con su level. Sólo haya justificación, por la dificultad de expresarlo de otra manera a alto nivel. Y es especialmente ridículo el encantador anglicismo cuando no se establece con él rango alguno: a nivel de presencia, a nivel de influencia, a nivel de novios (que no es rango, sino feliz accidente).

¿A qué debe el triunfo tal tumorcillo? Seguramente al mito del cientificismo a ultranza. Para los planificadores desarrollistas, con la cápita reticulada, dispuesta en coordenadas entre las que cuelgan como lianas las curvas de los procesos económicos, a nivel de es un modo de traducir al lenguaje su abstracto artilugio ordenador. Las horizontales del organigrama, del balance o del proyecto tramado son los niveles. Estar algo en una de ellas es estar a aquel nivel de la estructura. Cada a nivel de es una rayita de su complejo y exacto andamio mental proyectado sobre la gramática, un point de repére para sus austeras orgías planificadoras.

Vertiginoso efecto geométrico al que nadie ha dejado de ser sensible. A nivel de es garantía de rigor y de orden: quien lo usa no habla a locas (aunque lo haga a tontas). Y como el bien es difusivo, según enseñaban antes en las clases de moral, he aquí que tan matemática piececita acude a los labios y a la pluma de más gente cada vez. «La corrida falló a nivel de picadores»; «Huelga a nivel de ferroviarios»; «Incendios a nivel de librerías»… Da gusto presenciar ese maravilloso festival cartesiano que es el país nuestro.

Singladura

Acabo de estar en una toma de posesión, donde una vez más se ha aludido a eso de la singladura. Es bien conocido el ritual de tales actos: quien sale manifiesta que marcha con la satisfacción del deber cumplido, da gracias, proclama lealtades y elogia al sucesor. Quien lo ha echado expresa cuánto notará su ausencia, lo encomia y pone su esperanza en el nuevo, aclarando, para evitar malos entendidos que se trata de un relevo. Por fin, el entrante da gracias, proclama lealtades y elogia al antecesor. Para uno, termina una singladura; el otro emprende otra singladura. El trío se abraza, los abrazan todos con enérgicas y rápidas palmadas en la espalda, y las sonrisas subrayan este tableteo, que a mí me consuela mucho porque revela la superación cultísima de posibles tensiones, reticencias o amarguras. Me siento aún más confortado si, en tales ceremonias, los oficiantes no se aluden entre sí con apellidos y títulos, sino lisamente con nombres de pila e hipocorísticos: «Mi gratitud, Mauricio…». «Te prometo, Manolo…» Así debe ser: todos amigos; quienes no lo sean, fuera. Se han desterrado viejas formas austeras, protocolarias, selladas por simples apretones de manos: los golpes en las espaldas, repicando con nervio y cariño, manifiestan grandes progresos en nuestra civilidad.

En estas ocasiones, y, en general, siempre que se trata de marchas y regresos, de idas y llegadas, de balances de etapa y emprendimientos de otra, son muy socorridas las imágenes marineras. Navíos somos desde la más remota clasicidad. El barco que abandona puerto y se interna en el proceloso mar, el que emerge del horizonte y retorna de su travesía, son respectivamente símbolos del albur y del logro de toda empresa humana: alegorías al alcance de las más exiguas fortunas retóricas. De ahí la singladura que tanto suena en las tomas de posesión, y que escriben plumas arrebatadas por un furor poético municipal.

Leamos cómo empleaba la palabra el gran naturalista José Celestino Mutis en 1760: «Hacíamos un camino ventajoso, prometiéndonos una singladura igual o mayor a la del día anterior». «¡Qué extraño! —se dirán los amantes de tal vocablo—; a este Mutis se le acaba muy pronto la singladura». Porque la singladura que ahora se elogia en su final o se alienta en su comienzo ha de ser larga, muy larga. Si a un designado se le invitara a hacer en su cargo la singladura de una sola jornada, declinaría un honor que ni a imprimir saludas le daba tiempo.

Y, sin embargo, así es. Ya García de Palacio definía esa palabra en 1587 como «lo que un navío navega entre día y noche»; y Franciosini lo repetía en 1620; y Pando, como otros lexicógrafos del mar anteriores o posteriores, precisaba de singladura, en 1956: «Es el camino que una embarcación anda o hace en veinticuatro horas, contadas desde un mediodía al siguiente». El Diccionario académico consagra tal acepción y añade ésta: «En las navegaciones, intervalo de veinticuatro horas que empiezan ordinariamente a contarse al ser mediodía». Tan metida está en la entraña de singladura la referencia a un solo día, que etimólogos antiguos la hacían derivar de singula die (hoy sabemos que procede del francés singler, ‘navegar’, y éste del escandinavo singla o del normando antiguo segl, «vela»; singlar en español sigue significando «navegar»).

Con estos datos, podrán estimarse como merecen los oradores y escritores de agua dulce que dicen cosas así: «Hoy sale el barco-escuela para una singladura de tres meses»; «Emprendemos ahora una singladura que deseamos larga y fecunda»; «José María, puedes estar satisfecho; al final de tu singladura de doce años, te vas dejando una gran obra realizada. Difícil será a tu sucesor (etc.); difícil, pero no imposible (etc.); porque Ricardo, cuya bien probada eficacia (etc.)».

¿Recambios? Hay varios: navegación, periplo, travesía…: consulten el benemérito Diccionario de don Julio Casares quienes quieran mantener tiesa y firme la comparación de una aventura humana con la del navío. No les exijamos la misma precisión que a un almirante, pero sí más que a un barquero.

Énfasis

En el Diccionario se ha colado ya, por la autoridad de sus valedores, el crudo anglicismo enfatizar (inglés to emphasize); se define como «expresarse con énfasis» y «poner énfasis en la expresión de alguna cosa». («No enfatices» podrá decirle una chica a un chico, cuando éste se le ponga volcánico elogiándole algún encanto). Pero es que no había más remedio, pues Antonio Machado había escrito ya en 1936 que «el orador enfatiza y pedantea en mayor o menor grado». Y es mucho don Antonio, y han sido muchos los buenos escritores de las dos orillas del español que se han encaprichado con ese verbo. El cual, por lo demás, se limita a acompañar a otros de idéntico origen retórico o gramatical, como acentuar o apostrofar.

¿Qué énfasis se pone al enfatizar? Por supuesto, el consistente en un determinado relieve espiratorio o de tono en la pronunciación (los gramáticos hablamos, por ejemplo, de énfasis acentual), o en una cierta hinchazón en el modo de hablar o escribir contraria a la sencillez. Cuando Luis Rosales afirma, por ejemplo: «No quisiera dar énfasis a mis palabras» (1966), sólo proclama su deseo de ser natural.

La expresión que puede ser matizada por el énfasis no ha de ser exclusivamente la oral o escrita: también nos expresamos por medio de gestos. Y así, son textos muy propios los siguientes: «Todo el que se conduce en la vida con ademanes de énfasis patético es un simulador» (Pérez de Ayala, 1921); «Dos voluntarios se colocaron con énfasis dos boinas rojas» (Gironella, 1961); «Uno de los jóvenes aplaudió con énfasis» (Cortázar, 1965).

Como el énfasis es siempre una afectación, se mueve como ésta por la fina linde que media entre lo serio y lo ridículo. Azorín lo elogiaba en 1924, barriendo para casa: «Cuando se hable del énfasis del español, asentid: pero a ese énfasis llamadle dignidad. El español es noble y digno». Nótese, sin embargo, cómo el gran maestro de la prosa castellana percibe el matiz peyorativo que anida en el vocablo, y desea sustituirlo por otro: dignidad. Evidentemente, cuando Dámaso Alonso decía en 1950 que «hay una tendencia nacional hacia el énfasis retórico», no manifestaba ninguna complacencia (y es que hay que ver qué grados alcanzaba por aquellas fechas; puede admirarse aún, como conservado en formol, entre varios oradores de entonces que aún hablan).

Parece claro que, en español, el énfasis es actitud que se considera con recelo y hasta con hostilidad. Al énfasis se oponen, como virtudes, la gravedad, la mesura, la sencillez. De ahí que un uso de tal vocablo, calcado del inglés y hoy en franca difusión, venga bien a contrapelo de lo nuestro. En inglés, efectivamente, emphasis significa «relieve especial que se concede a algo para resaltar su importancia». Tal acepción se refiere, pues, a una actitud emotivamente neutral de quien enfatiza: puede poner énfasis en algo que dice (con intención didáctica, por ejemplo), sin ser él mismo enfático. Nuestro énfasis, en cambio, siempre califica o descalifica a quien lo pone, como persona grandilocuente o amanerada.

Las dos acepciones, la propiamente española y la inglesa, pueden convivir en una misma frase, haciéndola ambigua. Tal acontece con esta de Álvaro de Laiglesia: «Puso énfasis en la exposición de sus propósitos literarios» (1953). Porque esto puede significar:

— que aquella persona, al referirse a tales propósitos, lo hizo con tono enfático; o

— angloparlando, que, al exponer sus proyectos, destacó especialmente los literarios.

A esta última acepción, destempladamente bárbara, se dirige el presente dardo. Leo en un historiador: «Los diversos períodos históricos no los hemos tratado con el mismo énfasis» (1965); en un obispo: «Un pontífice puede dar un énfasis o fuerza obligatoria a un documento determinado» (1970); en un pedagogo: «La pedagogía de la televisión escolar hace énfasis [por hincapié, claro] en la importancia del esfuerzo de cada alumno» (1965).

¿Tan difícil es evitar la cesión de esta pequeñita pero significativa base en nuestro idioma al de los emperadores?

Agresivo

Soy radioyente en el trayecto que media entre mi casa y la Universidad. Comienzan los primeros compases de una música augusta, y desde mi absoluta ignorancia, me pregunto: ¿Haydn?; ¿Händel? Pero los compases se atenúan y una voz solemnísima invita a confiar en los servicios de determinada institución bancaria. Me irrito, y como no tengo a mano otra cosa para desahogarme, aprieto el claxon. ¿Qué respetará nuestra organización socioeconómica, si así capitaliza los menos venales productos del espíritu? Y enseguida suelto otro claxonazo —voy por autopista y no hay guardias a la redonda— porque la enfática locutora, en su argumentación estimulante, afirma que dicho Banco es sumamente agresivo. Sí, me digo: lo está demostrando. Agresivo, por lo menos, contra el idioma.

Porque ya está el dichoso adjetivo entremetiéndose hostil en él, por obra de los tecnócratas donjulianes que no vacilan en abrir las puertas del español a la angloparla. ¡Un banco agresivo! ¿Qué pensarán los millones de oyentes o lectores que no están al tanto de esa moda lingüístico-ejecutiva? Aquellos santuarios de la prudencia y del aval, del paso sobre seguro y de la discreta cortesía, convertidos en ofensores, mortificantes, atacantes, estridentes, hirientes…, que todas estas cosas significa agresivo en castellano.

Tan serenos ellos, y poseídos ahora de una condición, la agresividad, que según leo en una enciclopedia, «se considera a menudo como importante síntoma de desequilibrio e inadaptación del ser a su medio». Sabido es que, en las alturas tecnocráticas, no se andan por las ramas de la reflexión idiomática; de ese modo, la mejor recomendación con que, en tales medios, puede acreditarse a una persona es la de agresiva. Vendedor agresivo es quien vende más que nadie (o sea, eficaz o eficiente). Una campaña agresiva de publicidad será aquella que convierta en mansos consumidores del producto publicado a todas sus víctimas (o sea, una campaña penetrante o incisiva o persistente o intensa). Hasta he leído una entrevista calificada de agresiva, hecha a una estrella, y que tal vez se procuró ella misma y hasta pagó, no para que la insultase el periodista, sino para manifestar a fondo su desinhibición (o sea, una entrevista a fondo, sincera, descarada y hasta escandalosa: de todo había allí).

¿Por qué invade agresivo un campo donde no hace ninguna falta? Naturalmente, porque en inglés aggressive, significa «caracterizado por una gran energía, ambición o capacidad de iniciativa» y «lo que resulta de tales cualidades». Es normal, pues, que los norteamericanos puedan hablar elogiosamente de an aggressive salesman o de un aggressive leadership, pero ¿por qué nosotros?

Esa palabra posee, en español, un significado amenazador desde que ingresó en él a mediados del siglo pasado. Si agresión se documenta desde principios del XVI, y agresor antes aún, no ocurre lo mismo con agredir (que molestaba a Cuervo) y el resto de la familia. Pero entró, claro es, con su hostigador sentido latino. «La mora multitud… / circundó a la feroz guardia africana / con agresivo impulso», escribió tempranamente Zorrilla (1852). Y así ha seguido entre quienes hablan como se debe: «No me sentía alegre, sino agresivo, con ganas de hacer una barbaridad» (Baroja, 1911). Pero también las cosas pueden tener tal cualidad; Valle-Inclán hablaba de la «agresiva voz» de una corneta militar (1909); Picón, del «desentono agresivo de unos colores mal casados» (1909); Halcón, de una «tierra agresiva y calcinada».

Me parece mal síntoma que ese adjetivo haya recibido en inglés tal significado: parece indicio de que la agresividad toma carta de naturaleza en las relaciones humanas, no sólo sin aprensiones, sino incluso como mérito. Allá ellos. Lo inadmisible es que nosotros recibamos el paquete con gesto acogedor y agradecido: se trata de otro petardo que ponemos en los cimientos del idioma. Yo, la verdad, ante la vista de un vendedor agresivo, ante el anuncio de una campaña agresiva, ante la convocatoria de unas instituciones agresivas, estoy dispuesto a telefonear a la comisaría más próxima.

Rótulos extranjeros

Hace algunas semanas —la noticia es pública— un grupo nutrido de Académicos, que representábamos el sentir unánime de la Corporación, realizamos nuestra marcha verde a casa del Director. Verde, sin ironías alusivas, porque, si no me engaño, tal es el color de nuestro uniforme (lo vi una sola vez, sobre el robusto cuerpo de don Armando Cotarelo, cuyo ancho perfil hacía resaltar lo ridículamente exiguo del espadín). Íbamos a pedir a don Dámaso Alonso que dejara sin efecto su dimisión, cuyas razones profundas no entendíamos. Nos las dio, y no nos convencieron. Quería verse libre de sujeciones para llevar adelante su obra personal (le prometimos toda la ayuda y toda la libertad necesarias). Temía que sus setenta y siete años le hubieran restado facultades para su importante tarea (pero su lucidez y su talento no han sufrido merma alguna; antes al contrario: el hecho simple de plantearse el problema de dimitir revela que a su pasmosa inteligencia no le ha afectado el paso de la edad). Presentía momentos difíciles para la convivencia internacional de la Academia, y quería ver a la cabeza de ella una persona más joven y dinámica para afrontarlos (sin embargo, su nombre y su obra son respetados en Ultramar tanto como aquí, y constituyen prenda de unidad). La ayuda oficial que recibe es escasa; disposiciones fundamentales para el porvenir de la Academia dormitan en el Ministerio de Educación y Ciencia sin que nadie les eche una firma (será cosa de activar corporativamente la cuestión). Por fin, bajo su mandato académico, la lengua española ha sufrido los más graves atentados de su historia (le contradijimos: bajo el de cualquiera hubiese sucedido igual; la Academia nada puede hacer para evitarlos: es un estado de conciencia colectiva poco cuidadosa, que escapa por completo a su posibilidad de acción).

A nuestro favor había argumentos decisivos. La Institución está comprometida en trabajos que él mismo ha instaurado o impulsado, y nadie mejor para procurar su adelantamiento. En su persona coincidimos todos; su autoridad es respetada sin la menor reticencia. De su universal prestigio personal se beneficia la Academia, y ésta lo necesita en momentos importantes como son los actuales. Mil razones más que tan brillantes dialécticos como los reunidos en el chalecito de la vieja travesía del Zarzal, hoy convertida en rutilante carretera urbana, alumbraron con fuerza persuasiva. Salimos confortados con la esperanza de que Dámaso Alonso seguirá gobernándonos, para bien de la Academia y de su misión nacional e internacional. En definitiva, para bien de la lengua española como infraestructura de una comunidad de pueblos con un porvenir claro señalado en la historia.

Pero mi marcha hacia la casa del Director fue más bien preocupada. Se me ocurrió hacerlo por la calle de Félix Boix. Todavía en la esquina de la Castellana un rótulo lucía esplendente: Helen’s American Pies. Luego, ya en la calle, una sucesión de sobresaltos: Photokin, Dog and Cat, Tony’s Cleaner, Yanct-ze, Darling, Andros, Milady, Vittorio, Votre ligne, Knight ‘N’ Squire

Del albornoz obligatorio hemos pasado al top-less en nuestras playas (ya he visto esta grácil moda en las costas tarraconenses). Del nacionalismo lingüístico de la postguerra, que proscribió en los rótulos todo nombre extranjero (y así, en mi Zaragoza, el music-hall Royal Concert, pasó a llamarse desérticamente Oasis), hemos arribado al desenfreno actual. En toda esa calle madrileña, casi un solo nombre familiar, La escoba, rodeado de tanto exotismo que parece aguardar su trabajo.

Todo experto en propaganda, en captación de público, sabe la poderosa fuerza atractiva de los nombres extranjeros como marca o seña: Gillo Dorfles ha escrito sobre ello páginas magistrales desde una perspectiva marxista. ¿Cómo evitarlos? Desde luego, no prohibiéndolos: hasta en eso debe ser respetado el albedrío individual. Una democracia verdadera no veda el ejercicio de la libertad, mientras no dañe directa y gravemente a la nación. Se limita, cuando es poco sensato, a dificultarlo, a rodearlo de condiciones. En este caso, y puesto que el empleo de rótulos con nombres extranjeros supone una suerte de menosprecio al idioma, y que de ellos se benefician quienes los adoptan por su mayor fuerza apelativa, nada me parecería más justo que imponerles una contribución especial. No postulo que los comercios se llamen todos Casa Manolo o Rodríguez e Hijos, pero entre estos nombres y Tony’s Cleaner median muchas posibilidades de invención. Renunciar a ellas debe costar dinero. (Pero no se me tome en serio lo del tributo: ignoro si resultaría democrático. Tal vez bastara un poco de sentido común, de apego al país de que son o en que están los comerciantes xenófilos).

No dudo de que en la melancólica retirada intentada por Dámaso Alonso, han sido factor coadyuvante esos rótulos de su americanísimo barrio. Consuélese —o desespérese— pensando que florecen por doquier.

Asequible

En esta ocasión el lío es sólo nuestro, y ninguna lengua extranjera ni sus paladines del interior tienen la culpa. Asequible es voz dieciochesca, derivada del verbo latino assequi, «alcanzar»; como la definía el Diccionario académico de 1780, significa «que tiene posibilidad de conseguirse o alcanzarse».

Por tanto, sólo debe aplicarse a cosas, porque las anteriores definiciones implican la consecución de algo para apropiárselo. Y, en efecto, el Diccionario Manual de la Academia, en sus ediciones de 1927 y 1950, repite esta advertencia: «No se aplica a personas, y así, en vez de Fulano no es asequible, dígase accesible, tratable». En efecto, la confusión parece haberse originado a causa de la parcial homofonía entre accesible y asequible, y ha consistido en que el primero ha traspasado al segundo uno de sus significados que es el descrito así por el Diccionario Histórico: «Dícese de la persona de fácil acceso o trato». De Bretón de los Herreros son estos versos que figuran en dicho inventario léxico: «La condesita, / aunque bocado de prócer, / es humana y accesible» (1838). Bretón, por tanto, no confundía.

En cambio, es de Baroja esta prosa: «A Silvestre [Paradox], que le pareció el más asequible, le dio repetidos ataques» (1901). Entre Bretón y Baroja ha ido, pues, fraguándose el error; este último, es el único gran escritor en quien lo descubro, aunque seguramente habrá más. Hasta los textos legales, en los que todo tormento idiomático suele tener su asiento (olvidando la bella tradición del Código Civil), es posible comprobar que en esto no marran. Propondré como demostración y esperanza el siguiente fragmento del Fuero del Trabajo: «El Estado asume la tarea […] de hacer asequibles a todos los españoles las formas de propiedad ligadas vitalmente a la persona humana».

Asequibles son sólo las cosas que pueden adquirirse para poseerlas; cosas variadísimas, que van desde las ideas a los garbanzos; y si no, léanse estos dos fragmentos tan dispares:

«La gracia abrillanta las ideas, las adorna, las hace amar, las adhiere a la memoria, vierte sobre ellas una luz que las vuelve más asequibles y claras» (W. Fernández-Flórez, 1945).

«Entre los garbanzos, tan vulgares y tan asequibles entonces, la carne de morcillo era lo selecto» (A. Díaz Cañabate, 1963).

Con tales pasajes a la vista, bien claro está que calificar de asequible a una persona, es prácticamente desacreditarla como venal. ¡Qué distinta cosa hubiera dicho de aquella condesita Bretón de los Herreros, llamándola así! Aunque el paso se ha dado: el canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón hace pensar de este modo a una dama, en una de sus espirituales novelas: «Era menester mucho aplomo y mucho dominio de sí misma para, sin preferencias por ninguno, ser con todos amable y asequible». ¡Caramba con la dama! ¡Qué bien hubiese quedado el novelista escribiendo ahí accesible!

Como vemos, la confusión no es sólo vulgar; pero es confusión, y debe ser evitada. Se trata, simplemente, de que no se aplica con rigor el adjetivo debido, y se acude a otro que se le parece. Tampoco los precios son asequibles, sino baratos, razonables, ajustados, justos… Son las cosas a que corresponden tales precios las que pueden serlo. O no, en cuyo caso son inasequibles. Lo que no puedo comprar o entender es para mí inasequible. Ténganlo en cuenta quienes se precian de ser «inasequibles al desaliento». Merecen nuestra enhorabuena, pero digan, por favor, inaccesible y hablarán con propiedad.

Nombres de futbolistas

Estupendo y colosal esfuerzo informativo el que realizan los domingos muchas emisoras radiofónicas, enlazándose en cadenas que permiten saber instantáneamente del gol, la zancadilla y la tarjeta amarilla. TVE pone un copete vespertino de perfección, ofreciendo un partido íntegro. Plausible proeza, merced a la cual se puede seguir minuciosamente el curso de asunto que importa tanto como es la marcha de la liga de fútbol. Los televidentes debemos especial gratitud a la semanal retransmisión, que pone un fondo tenso y excitante a lo que, sin ella, sería final soso de una víspera de lunes.

Lo malo es que a veces se oyen cosas que estropean el placer. Por ejemplo, el modo de nombrar a los futbolistas. Hay uno, de mi admirado Zaragoza F. C., que realiza en sus apellidos una síntesis castellano-catalana al llamarse García Castany. Esto es, García «Castañ», puesto que ny es sólo la grafía catalana correspondiente al fonema que en castellano representamos como ñ (Castany equivale a Castaño, ambos derivados del latín castaneus). La cosa es tan simple, y tan digna de ser sabida por quienes profesan el oficio de hablar al público, que deja estupefacto oírles pronunciar Castani, así con n más i.

La cuestión puede parecer ligera, pero no lo es. Hay que ver qué cuidado (loable) ponen muchos locutores en pronunciar nombres extranjeros, sobre todo si son ingleses. ¿Por qué no lo mantienen cuando se trata de cualquiera de los apellidos (o topónimos) españoles? ¿A qué fin esos deslices, que se sienten como puyacitos de menosprecio por quienes oyen desfiguradas sus palabras? Entre las muchas cosas que debe proponerse una política idiomática —hasta ahora inexistente— está como fundamental que ninguna de nuestras lenguas sufra la menor injuria en los medios de difusión. ¿Cómo lograrlo? No soy arbitrista, pero no me parecería hazaña irrealizable que tales medios contasen con expertos en los idiomas hispanos, cuyo oficio fuera conjurar esos desaguisados. Los cuales, y sin salir del marco de las retransmisiones deportivas, afectan también a algunos apellidos castellanos.

¿No han oído ustedes aludir a unos jugadores llamados Valdez y Ozorio? Cada vez que sale eso por el altavoz, mi estupor iguala, por lo menos, al que deben experimentar ambos deportistas. ¡Venir a la Madre Patria, cuna de los Valdés y los Osorio, para que les cambien así la gracia! Otra vez el fetichismo de la letra. Ocurre simplemente, que el seseo americano, (o andaluz o canario), el cual iguala en una sola pronunciación, la s y la c (z) castellanas, produce allí la misma confusión gráfica que, por ejemplo, ocasiona la identidad fónica de b y v. Al no corresponder diferencia alguna de pronunciación a la diferencia de letras, éstas (¡las letras sólo!) se intercambian con mucha frecuencia. De igual modo que cualquier hispano de ortografía vacilante escribe b por v, o viceversa, un seseante utiliza z donde debería escribir s, y al revés. Los señores Valdez y Ozorio, a pesar de que firman así, se han llamado siempre en sus países de origen, Valdés y Osorio. Han tenido que cruzar el Atlántico y llegar bien estipendiados al solar del idioma para enterarse de que habían vivido hasta ese momento en el error.

Tales confusiones gráficas, que continuamente sorprenden en los rótulos de cualquier ciudad hispanoamericana, empezaron bien tempranamente en Andalucía. Rafael Lapesa, eminente investigador de la antigua pronunciación, registra en un manuscrito sevillano de 1487 escrituras como Roblez, inglez, Andrez y Blaz, reveladoras de confusiones en el momento en que la gran transformación de las sibilantes estaba en marcha. Era error comparable (comparable sólo, porque ahora es exclusivamente gráfico) al que comentamos; en el cual haga Dios que no recaigan varios de quienes de modo tan esforzado nos hacen fascinante la tarde del domingo.

Desde

La Gramática y el Diccionario académicos son tajantes en cuanto a la función de la preposición desde; y así, dice el Esbozo: «Desde. Sirve para denotar principio de tiempo o de lugar: desde la creación del mundo; desde Madrid hasta Sevilla; desde ahora; desde mañana». Marca, pues, un punto de partida temporal o espacial, un lugar o un tiempo en el cual se inicia algo (una acción o una contemplación). Aunque no es raro ver que buenos escritores o hablantes se evadan un tanto de aquel rigor con frases como: «Desde este supuesto, podemos avanzar en nuestro razonamiento»; «Desde tales logros, nos será posible alcanzar objetivos más ambiciosos». Ni el supuesto ni los logros son lugares o tiempos, pero sí arranques muy concretos para conducir un proceso ideal a, hasta o hacia su final.

La preposición desde es, pues, el primer término de una relación, función de otro término al que tiende o en que acaba: «Desde el lunes hasta hoy…»; «Desde Segovia hasta San Rafael…»; «Desde ese monte se ve el mar»; «Desde ayer hay clase». Unas veces, como en los dos primeros ejemplos, la tendencia se explicita con otra preposición (hasta, a); otras, como en los dos últimos, desde señala un lugar o un tiempo en que comienza el proceso a que enseguida se alude, y que está como anunciado por ella.

Pero, de pronto, desde ha empezado a usarse sin marcar lugar ni tiempo, y hasta sin apuntar a nada, como en inglés. «All creation is from conflict», escribió Yeats: «Toda creación se produce desde el conflicto», podríamos traducir angloparlando, cuando el castellano requeriría «Toda creación se produce mediante conflictos» o «partiendo de conflictos». La anomalía está adquiriendo gran «excremento» (como dice un amigo mío que pretende hablar con lógica), y tal vez se esté aún a tiempo de atajarla.

Ocurre, sin embargo, que ese desde extravagante se está lanzando en tribunas tan altas, que para abatirlo se precisarían el vuelo y el brío de un Mirage. La primera vez que me sobresaltó fue en la jura del Rey. Toda España pudo oír la recia y empastada voz del señor Rodríguez de Valcárcel introduciendo en la recepción del juramento este inciso, excepcional también por sus dos preposiciones: «Señores procuradores, señores consejeros: desde la emoción en el recuerdo de Franco, ¡Viva el Rey!, ¡Viva España!».

Y como si ese lugar, el estrado de las Cortes, fuera misteriosamente propicio al desde anglobárbaro, he aquí que el nuevo Presidente lo ha clamado y proclamado ¡cinco veces nada menos!, en su cauto, prudentísimo discurso del pasado día 29. Helas aquí en fila; nótese como desde precede siempre a un nombre abstracto:

«Todos sabemos que el señor Presidente del Gobierno ha anunciado su propósito de acudir a estas Cortes para exponer la política que pretende impulsar desde la acción del Gobierno». (Esto es, mediante o con, aparte, claro, de que la frase no suspende el ánimo por su elegancia).

«Ahora bien, lo que no puede dudar nadie es que esta Cámara, desde (quería decir con) una decidida voluntad de colaboración, ejercerá sus funciones desde la cierta significación institucional que le atribuyen las Leyes Fundamentales.» (No entiendo nada desde el desde).

«Estoy seguro, señores procuradores, de que ejercitaremos nuestra función […] con el único objetivo de servir a nuestro pueblo desde (= con) la lealtad al Rey». (También en lo que suprimo hay un párrafo audazmente esotérico).

«Creo que estas palabras (las netas del mensaje real) esclarecen de raíz la conducta que hemos de seguir; un comportamiento nutrido (?) por el pueblo, imperativo (?) de la dignidad y la libertad, la dignidad que asume la historia y la libertad que, sin ataduras, pero desde (= con) la dignidad, se encara decidida con el futuro».

Que me perdone mi viejo amigo el señor Fernández Miranda, pero su oración no merece plácemes ni por su forma ni por su ignoto sentido, tan velado que encantara a Gracián. No puede decirse de ella que sea una ráfaga de luz en las penumbras que nos rodean. Esta vez, ha olvidado a Feijoo para aproximarse a Soto Marne.

Me preocupa ese desde que no indica lugar, ni tiempo, ni anuncia punto de llegada. Podría ser la preposición dilecta de la mujer de Lot, la de quedarse en la ucronía y la utopía. El desde castellano es una cuerda de arco que se tensa para lanzar algo a, hasta o hacia adelante. Horrible cosa que sólo se mire al origen, cuando todos los cuellos del país se alzan queriendo otear, columbrar, avizorar adonde se dirige la flecha (si la hay). Así llevamos varias semanas, mientras desde los lugares de decisión se nos lanza una desazonadora consigna: la de que urge esperar.

Imperfecto en «-ra»

Así, con título de pieza musical compuesta en rara escala, llamamos los gramáticos a formas como cantara o bebiera, que en la escuela reciben el nombre complejo de pretéritos imperfectos de subjuntivo. Como tales subjuntivos funcionan ordinariamente, y equivalen a las formas acabadas en -se: «Dijo que lo aguardáramos (o aguardásemos)».

Pero el imperfecto en -ra (no el terminado en -se) es en ciertos usos literarios permutable por cantó, según se advierte en estos versos de García Lorca (1927), donde ambas formas se suceden con idéntica significación:

¡Cuántas veces te aguardó,

cuántas veces te aguardara

cara fresca, negro pelo,

en esta verde baranda!

De esa manera, el imperfecto en -ra puede funcionar como subjuntivo (alternando opcionalmente con -se), y también como indicativo, equivalente a un pretérito. Este valor modal indicativo es, justamente, el primitivo, ya que cantara procede del latín cantaveram, «yo había cantado». Y con él figura en los más antiguos textos del idioma:

«Fizo enbiar por la tienda que dexara [= había dejado] allá» (Cantar del Mío Cid, v. 624).

«Non dormiera [había dormido] la noche» (Berceo, Vida de Santa Oria, 647).

Muy pronto al valor cantara = «había cantado» se le sumó el de «cantó», sobre todo en el lenguaje del Romancero:

«Allí hablara [= habló] el buen rey, / bien oiréis lo que habló».

«Salto diera [= dio] en la cama, / que parece un gavilán.»

Pero ambos usos indicativos («había cantado» o «cantó») se quedaban ya como propios de la literatura, porque en la lengua hablada, el empleo de cantara se iba confundiendo con el de cantase como subjuntivos subordinados («Dijo que lo aguardáramos o aguardásemos»), afianzándose de tal modo que los valores indicativos apenas si se detectan en la segunda mitad del siglo XVII. El castellano tenía consolidado su sistema: había cantado, por un lado, cantó, por otro; y cantara, olvidado su origen indicativo, sólo funcionaba ya como subjuntivo. Se diferenciaba con ello del gallego, que mantendría hasta hoy cantara con valor de pluscuamperfecto: «Chamou cando ti xa marcharas» «Llamó cuando tú ya te habías marchado».

Sin embargo, los escritores románticos, grandes admiradores de la Edad Media, resucitaron cantara con el significado de «cantó» o «había cantado»:

Esa noche y esa luna

las mismas son que miraran

indiferentes tu dicha,

Apostrofa Espronceda a la pobre Elvira, víctima del bergante don Félix de Montemar. La restauración romántica tuvo fortuna, y desde entonces hasta hoy (véase el texto de García Lorca) se ha mantenido con fuerza, igual en España que en América. Compruébese con este pasaje de Rodó, en que dejara funciona como pretérito vago, entre «había dejado» y «dejó»: «No es ya Montevideo la ciudad humilde […] que él dejara al partir».

Pero ese empleo, según los gramáticos, es absolutamente literario: «ajeno a la lengua hablada», afirma Gili Gaya, y repite el Esbozo académico. Lo mismo aseguran Alcina y Blecua en su recentísima Gramática (Ariel, 1975): «(cantara) se usa hoy con una clara intención estilística en la lengua literaria, y es prácticamente desconocido en la lengua hablada».

¿Desconocido? Vive Dios que no, si algunos locutores de televisión hablan nuestro idioma. Ese literarísimo imperfecto en -ra vive, pulula y triunfa, ¡quién lo dijera!, en las retransmisiones deportivas. Ya he confesado mi vehemente afición al partido de los domingos, y no me perdí, claro es, el trascendental Barcelona-Madrid del pasado día de los Inocentes. Qué emoción la mía al escuchar la parla medieval o romántica —no se sabe bien— del locutor, cuando ya en los preliminares del encuentro, y describiendo el homenaje que se tributaba al fisioterapeuta del equipo catalán y de la selección nacional, don Ángel Mur, señaló cómo Amancio abrazaba con cariño a quien tantas veces lo masajeara («¡Cuántas veces te masajeé, / cuántas veces te masajeara…!», debía de pensar el señor Mur, en aquel emotivo instante). No fue una broma, un chusco alarde de buen decir, porque el locutor se lanzó a un apasionado empleo de formas en -ra, que bastaran a TVE, si otros galardones no conquistara antes, para merecer el de dechado de medioeval o… medio tonta.

Ente

Aún estamos a tiempo de evitar la solemne tontería de utilizar ente en la acepción de «organismo», a pesar de que el desaguisado figura ya en el Boletín Oficial del Estado, gran receptáculo de impericias idiomáticas. Aparece aquel vocablo en un decreto que, para más inri, se refiere a cuestiones lingüísticas: el que regula —es un decir— el empleo de las lenguas «vernáculas», las cuales —dice— al tener «la consideración de lenguas nacionales», deberán ser amparadas y protegidas «por la acción del Estado y demás entes y corporaciones de Derecho Público».

Tengo la impresión de que el vocablo cuenta con la amistad de muchos jóvenes demócratas, que se empapan de prensa italiana, en un loable esfuerzo de réciclage. Leo, por ejemplo, en un notable comentarista político, que, obstinado en combatir al catipunan (= «grupo de personas que, obrando con disimulo, defiende su interés particular»), alza su voz contra «el anuncio de que unos entes que hoy están compuestos con falta de representatividad […] elegirían a procuradores que serían tan poco representativos como ellos».

Ahora bien, si organismos, corporaciones, instituciones, etc., etc., son tan poco representativos, ¿no ocurrirá realmente que el término entes les conviene con total propiedad? ¿Serán eso, es decir, Diccionario en mano, «sujetos ridículos o que en su modo y parte se hacen reparables», o bien, entes de razón, «que no tienen ser real y verdadero, y sólo existen en el entendimiento»? Lo dudo, porque son bien reales y verdaderos, y el joven procurador y político que así escribe lo sabe bien. Sobre que le parezcan ridículos, me abstengo prudentemente de presumir su intención. En cualquier caso, al BOE no cabe atribuirle reticencias en ese punto: entes son para él, incuestionablemente, organismos hechos, derechos y respetables. Y eso, señores redactores del ilustre papel, señores políticos, es puro italiano, y usarlo indica manifiesta falta de respeto al propio idioma.

Tenemos el latinismo ente en castellano, desde el siglo XVII, como tecnicismo de la jerga filosófica, sinónimo de «ser», para designar, como el Diccionario de Autoridades (1732) definía: «Todo lo que realmente existe» («o puede existir», según añaden las ediciones posteriores). Y así se ha venido empleando el vocablo, siempre en restringidos campos filosóficos y científicos, hasta hoy. Pero la escasa vocación metafísica hispana, o su genial propensión a abatir lo sublime, hizo que ente adquiriera pronto los poco favorables significados que hemos visto. El zote fray Gerundio de Campazas confesaba, en 1752: «Jamás pude entender por ente otra cosa que un hombre irregular o risible por algún camino». Y eso le pasó a la generalidad de los hispanohablantes. Doña Beatriz, en la moratiniana comedia El viejo y la niña (1790), apostrofa así a su celoso y cruel hermano: «Cuidado, / hombre, que te vas haciendo / el ente más fastidioso, / más ridículo y más fiero / que se puede imaginar». Otro personaje de Bretón (1883) dice de un tiparraco: «¡Vaya un ente!».

Ya en nuestro siglo, la acepción continúa confirmada con textos como los siguientes:

«…a tantos entes presuntuosos e ineficaces que pueblan la sociedad» (Marañón, 1934).

«…como si yo fuera un muñeco, un ente, un don nadie» (Unamuno, 1935)

«…esos entes inefables que se llaman fuerzas vivas» (Díaz-Cañabate, 1952; ¿adivinaba el estupendo escritor la posterior expansión del vocablo?).

Según mis datos, sólo por Navarra ente ha adquirido un significado positivo: decir allí de alguien que «es muy ente» supone atribuirle gracia y ocurrencia.

Ente, pues, aparte su sentido técnico tradicional, designa personas —sólo personas— ridículas (o chispeantes). Ahora nos lo importan designando organismos o instituciones. Para evitar que ente, en tal acepción foránea, se contagie del significado hispano, ¿no convendría suspender la importación? Maldita la falta que hace.