PRÓLOGO

Unos veinte años han andado rondando estos «dardos» por los periódicos y, más por instigaciones ajenas que por voluntad propia, me decido a reunirlos en libro. Dada mi desidia recopilatoria, tal vez no estén todos los que he publicado, pero sin duda figuran los más, empezando por los primeros, que vieron luz semanalmente en el añorado vespertino madrileño Informaciones por invitación de quien fue su director, Jesús de la Serna. Tras un pequeño eclipse, Luis María Ansón, que había sido nombrado director de la Agencia EFE, quiso que continuara la serie de artículos interrumpida al dejar de aparecer el diario. Serían un poco más extensos, con frecuencia mensual; y tendrían gran difusión al ser distribuidos entre numerosos periódicos de España y de América. Los directores siguientes de la Agencia continuaron acogiéndolos, con particular afecto Alfonso Sobrado Palomares: queda así explicado que los nombres de tan queridos amigos figuren al frente de estas páginas.

Una lengua natural es el archivo adonde han ido a parar las experiencias, saberes y creencias de una comunidad. Pero este archivo no permanece inerte, sino que está en permanente actividad, parte de la cual es revisionista: los hablantes mudan el valor o la vigencia de las palabras y de las expresiones. El cambio más frecuente se produce porque algunas se hacen obsolescentes, y tienden a la extinción; otras, sin embargo, se incorporan al uso, en no pocas ocasiones con connotaciones precisas.

De esa manera, el gran archivo idiomático constituye un escenario de tensiones deliberadas o inconscientes que lo someten a permanente arqueo y remoción. Tales tensiones actúan en las dos direcciones que señaló Saussure, necesarias para el vivir de las lenguas: unas, en efecto, son centrípetas, y se oponen a los cambios en el cuerpo idiomático; tratan de mantenerlo tal como está constituido en su momento, y tuvo sus manifestaciones más radicales en el purismo (freno a todo lo extranjero) y en el casticismo (vigencia permanente de lo propio y castizo) dieciochescos. Más o menos atenuadas, ambas vetustas tendencias subsisten, justamente desdeñadas, pero se aprovechan sus nombres para descalificar sin razón aquellas otras que desean evitar al idioma cambios arbitrarios o disgregadores, con el fin de que pueda seguir sirviendo para el entendimiento del mayor número posible de personas durante el mayor tiempo posible. En tal sentido proceden o deberían proceder la escuela, la lengua escrita literaria o no, la oratoria en todas sus manifestaciones y, por supuesto, las Academias.

Frente a estas fuerzas que conspiran a conservar una cierta identidad lingüística, operan los empeños centrífugos, actuantes en sentido contrario. Los militantes de esta causa sólo en muy escasa medida se consideran responsables de la estabilidad del sistema heredado, entendiendo que la lengua en que han nacido no les obliga, y ello por múltiples razones que van desde su instrucción deficiente hasta la utilización del lenguaje para la exhibición personal. No me refiero, claro es, a los escritores que tantas veces lo fuerzan por necesidades expresivas, especialmente líricas; aludo a quienes creen que violentándolo y apartándose del común van a crecer en la estima ajena. Muchas veces, los desvíos obedecen al deseo de mostrar con el habla la pertenencia a determinado grupo (juvenil, de clase, político, etc.); con mucha frecuencia acontece eso en los profesionales de la comunicación, hasta el punto de haberse creado una jerga que muchos juzgan imprescindible usar como seña de identidad, y que, actuando centrífugamente, acaba influyendo en el uso general: sobre este asunto se vuelve una y otra vez en varios de estos artículos.

La convergencia conflictiva de los vectores que aglutinan y de los que dispersan impulsa la evolución de las lenguas. Gracias a su acción, cambian, sin dejar de ser ellas mismas. Ha habido circunstancias históricas en que las fuerzas disolventes, incultura esencialmente, han sido irresistibles, y han hecho perder su identidad a la lengua afectada, el latín por ejemplo. En otras, sometidas a grave riesgo de fractura, se ha producido la supervivencia y la continuidad bastante coherente; tal es el caso del español en todo su ámbito americano, por la victoria de fuerzas consolidadoras: acuerdo de políticos y educadores, y extensión apreciable de la lengua escrita especialmente en la literatura y, sobre todo, en los periódicos.

Porque de entre los grupos de hablantes que ejercen un influjo más enérgico en el estado y en el curso de la lengua, destaca el formado por los periodistas, de modo principal si hablan en la radio y en la televisión, o si escriben para ellas: son muchos más los oyentes que los lectores, si bien suele concederse más autoridad en materia de lenguaje a lo que se ve escrito. No cabe olvidar, por otra parte, que muchos profesionales actúan indistintamente en ambos medios. Y distan de ser unánimes sus pareceres acerca de si deben actuar ralentizando o acelerando la evolución del sistema, si han de acogerse a banderas sosegadoras o si deben, al contrario, sumarse a los insurgentes.

Y es que el periodismo del papel o del micro es un fenómeno muy complejo, que no permite decidir entre una u otra opción sin matices. Un diario escrito o un programa hablado en todas sus secciones con el mismo tono formal resultaría insufrible. Al contrario, un lenguaje sostenidamente desenfadado y desinhibido —pienso en ciertos cronistas deportivos—, conquista sin duda adeptos, muchos tal vez, pero provoca el desdén y la irritación de quienes rebasan un cociente intelectual mínimo; aparte la responsabilidad en que incurren por contribuir al afianzamiento de sus leales en la ignorancia. (Duda: ¿y si no saben hacerlo mejor?) Parece evidente que el lenguaje empleado debe corresponderse con el género o subgénero: la libertad idiomática que concede una noticia es mucho menor que la disponible al comentar una corrida o un partido, por ejemplo. En cualquier caso, ese lenguaje resulta de la persona que escribe o habla para el público, a la cual condicionan su cultura idiomática y su idea acerca del modo más eficaz de establecer comunicación con los lectores u oyentes.

Este último factor es fundamental, pero también muy poco dirigible o gobernable desde fuera; merece, sin embargo, un comentario general. Existe lo que podemos llamar grado cero del lenguaje periodístico, que se limita a la mera representación de los hechos. Así, se lee en un matutino madrileño: «La Guardia Civil interceptó ayer cerca de Ceuta dos pateras en las que pretendían llegar hasta la Península cincuenta y dos marroquíes. Veintiún emigrantes más fueron localizados en la provincia de Cádiz. Son casi doscientos los inmigrantes ilegales localizados en Andalucía en agosto». La irrelevancia lingüística de tal noticia es evidente, aunque pueda potenciarse por otros recursos semióticos: lugar de inserción, tamaño y tipo de letra, fotografía aneja, etc. Y significa más o menos en función de la información previa poseída por el lector decir, de si es o no capaz de situarla en lo que se sabe acerca de la llegada a España de africanos empujados por el hambre, y de los problemas que esto plantea. Pero, repetimos, idiomáticamente, ese texto posee una frialdad próxima al cero. Muchas veces, el género la impone y el comunicador no tiene más remedio que aceptarla, aunque no suele ser una temperatura confortable para él, pues, poco o mucho, desea hacerse perceptible. Parece lógico; lo malo es que muy a menudo lo intenta del modo más fácil: mostrándose distinto y chocante con el lenguaje, si goza de libertad para ello o se la toma. Y así, altera frecuentemente lo llano y sencillo con meras infracciones del sentido común: se verá en muchos de estos «dardos».

Se trata de un camino errado: el lenguaje del periodismo no ha de ser monótono, su melodía no puede producirse tañendo una misma cuerda; pero la polifonía necesaria no debe resultar de disonancias y de notas erradas o fallidas. La variedad polifónica resulta de manejar inteligentemente el repertorio general de posibilidades que la lengua ofrece a todos, de tal modo que el mensaje en nada extrañe a los receptores cualquiera que sea su cultura. No suele tenerse en cuenta que el idioma bien empleado es bien entendido y apreciado por las personas poco instruidas, mientras que las rarezas y las extravagancias, aunque no sean percibidas por esas personas, estremecen a quien sí posee alguna instrucción. Proceder con ese tiento cuesta mucho más que hacerse notar por gestos anómalos, pues exige sentido hondo del idioma, respeto a su dificultad (nunca se puede estar seguro de su dominio) y conciencia de la dificultad que entraña la sencillez; obliga a mayor sindéresis para elegir y cambiar los tonos, y a poseer una discreta capacidad de invención para manejar los recursos comunes, junto con un acusado sentido de la autocrítica. Es mucho más difícil llamar la atención por esas cualidades que por prevaricar —según la palabra de Cervantes—, pero la calificación que merece quien lo logra puede ser excelente.

Cuestión aparte es la de si está facultado para innovar quien usa la voz pública, para coadyuvar al cambio de los usos y para introducir los nuevos. El Padre Feijoo reconocía esa potestad sólo a los que llamaba «poetas príncipes». Quizá no haga falta sangre azul literaria para actuar en ese frente, pero sí conviene ser consciente de que lanzar novedades al comercio idiomático es —y ahora apelo a Fray Luis— «negocio de particular juicio», y que una prudente desconfianza ante las ocurrencias propias constituye una gran virtud. Pero están las ajenas, y sucede muy a menudo que su adopción se ofrece con un halo de novedad prestigiosa. Son muchos los dóciles a tal sugestión, de modo que una invención gratuita —pongamos decir punto y final o señalar por último que— se propaga como un virus incontrolable. Procediendo con tanta ligereza, sin aduana alguna ante productos de prét-á-porter o géneros averiados, se ejerce un activismo centrífugo que desdeña el hecho de que el lenguaje es una copropiedad y de que, en serlo, en contribuir al mantenimiento de tal situación nos va mucho a quienes, en España o en América, hablamos la lengua española. No sólo, claro es, por motivos estéticos.

El empleo público de los medios de comunicación debería tener siempre ese objetivo de unidad, al servicio del cual hemos ido escribiendo año tras año estos artículos. Recomendar tal atención no exhorta a alinearse en un frente cerrado a la evolución, antes al contrario. Los cambios en el lenguaje resultan siempre, como es natural, de mutaciones en la sociedad hablante. Un idioma inmóvil certificaría la parálisis mental y hasta física de quienes lo emplean. En una comunidad viva, lo extranjero constituye siempre una tentación, sobre todo si por cualquier razón se considera superior y, por tanto, deseable; en nuestra época se ha desarrollado un sentimiento de hospitalidad quizá más intenso que nunca, anejo al apremiante deseo de poseer cuanto la civilización contemporánea ofrece de más atractivo y confortable. Ante este afán, la costumbre idiomática propia cede con gusto a lo nuevo, y no cabe queja alguna si ello contribuye al progreso de los hablantes. El periodismo no puede permanecer, no ha permanecido nunca, indiferente a los problemas que tal situación plantea, y vemos su función, absolutamente decisiva, en no oponer barreras a las novedades ni en franquearles la puerta sin discriminación. Quien se expresa en los medios —y, por supuesto, quien enseña en las aulas español u otra disciplina: el que enseña en español tiene la primaria obligación de ser profesor de español— ha de hacerlo enjuiciando su lenguaje y el ajeno, y procurando el tiento preciso para que la novedad, la variación, la moda o, incluso, la transgresión que emplea o promueve sirva al fin de mejorar o de ampliar las posibilidades comunicativas y expresivas de la lengua. Todo aquello que no apunta a ese objetivo debería ser mirado con cautela y con sospecha de ser mera moda, libre de correr su suerte pero sin apoyo.

Las innovaciones son de origen indígena o importadas. No pueden merecer objeción alguna las necesarias, las cuales se producen por cambios y novedades que la sociedad toma en préstamo de otras lenguas para designar cosas y acciones que ha incorporado a sus modos de pensar y de vivir. Tal vez satisficiera poder despegarlas de su original foráneo y ponerles etiqueta propia, como se hizo, por ejemplo, en el caso de azafata por el inglés steward; pero con ello se obtuvo una victoria bastante precaria, pírrica casi, dado que esa vieja voz remozada no se ha generalizado por todo el ámbito del idioma (con lo cual nos separa a los españoles de los muchos más que comparten nuestro idioma). Y esa práctica sólo disimularía dependencia real de los países que inventan. El neologismo necesario no sólo parece inevitable: es imprescindible. Algunas veces ofrece un aspecto insólito por sus rasgos gráficos, fónicos o morfológicos tan disonantes de la melodía idiomática que nos es familiar. Es cuestión que se planteó Juan de Valdés hace más de cuatro siglos —los arabismos de entonces no eran menos raros que los anglicismos actuales— y la resolvió concluyendo que el tiempo, como sucedió, los ablandaría y habilitaría para el uso común. Hoy la cuestión se complica porque las palabras extranjeras no sólo entran por el oído, como ocurrió con los préstamos árabes medievales, sino que se ven: la publicidad las pone ante los ojos en vallas y carteles, en todos los medios de comunicación, y son ya muchos los hispanohablantes para quienes el inglés no es un total desconocido. El modesto intento de españolización que hizo la Academia al registrar en su Diccionario güisqui por whisky, apenas si ha logrado acogida en la lengua escrita, antes bien, la acompañó una moderada rechifla al conocerse el acuerdo. Y es que, adaptado el anglicismo (o el galicismo: ¿butic por boutique?) más o menos de ese modo así, resulta más hiriente a la vista que respetando su grafía originaria, sobre todo si se hace notar con cursiva o comillas su extranjería. Pero la tentación hispanizadora es grande, y yo mismo he sucumbido a ella, pero sin consecuencias, en unos pocos casos con alguna propuesta, según se verá: es muy grande el número de anglicismos que caen sobre el castellano —no estamos solos: ocurre en cuantas lenguas nos rodean— y se siente, a veces, la inquietud de que pierda su identidad y deje de ser. La hispanización debería ser afrontada y fomentada en todos los dominios del idioma si se aceptara uniformemente; pero ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo en denominar del mismo modo un artefacto tan cotidiano como es el ordenador, ya que en América se prefiere computador o computadora conforme al inglés, frente al francés que en España adoptamos como modelo.

No cabe, pues, optar por decisiones tajantes, pues casi nada es tajante y neto en la vida del idioma. Sólo cabe prevenir contra el extranjerismo superfluo: ¿por qué los terroristas han de acogerse al santuario del país vecino, y no al sagrado donde se ponían a salvo de la justicia nuestros delincuentes? Y ¿qué añade a la loción para después del afeitado llamarla after-shave? Sólo es más breve; y es cierto que exhala distinción, lo cual hace imprescindible el vocablo para quienes se perecen por distinguirse. Aunque sin duda es importante este móvil como inductor de neologismos, lo cual obliga a plantearse la cuestión de cuándo son necesarios: hasta la precisión subjetiva que, de una expresión neológica, sienta un hablante con influencia pública puede determinar la instalación de un huésped superfluo en la lengua.

Pero no son los extranjerismos el problema de más envergadura que debe afrontar quien habla o escribe para el público: mucho más importante, y por ello más atención merece en las páginas que siguen, es la inseguridad en su propia lengua (general entre millones de ciudadanos, muchos docentes incluidos). Las infracciones que por su causa se cometen contra el uso común distan de reportar los beneficios que tantas veces es justo atribuir al influjo advenedizo, y se siguen para quien la padece dos consecuencias: yerra, y es dócil al error ajeno. Los titubeos en el manejo del idioma son de muy diversa etiología cultural y psicológica, y de difícil tratamiento cuando se ha salido de los estudios medios y universitarios sin haber establecido íntima amistad con el lenguaje, que tal vez va a servir de instrumento profesional. Y son especialmente preocupantes como radiografía de la instrucción del país y del estado de su razón, así como de su enseñanza, porque mientras la han recibido los escolares, no se les han corregido yerros que lo merecían, ni se les han sugerido modos mejores: es nefasta la fe pedagógica en el espontaneísmo, también profesada por muchas de sus víctimas, según la cual parece sagrado lo primero que viene a la lengua o a la pluma (a la tecla, ahora); merece respeto casi reverencial y prima sobre lo resultante de la reflexión o del estudio, que es «artificial», según ese dogma integrista, degradación última del rousseaunismo. Sus adeptos —¡tantos locutores!— practican con mayor o menor denuedo esa actitud laxista, y la defienden con el argumento de que así están más cerca del auditorio y de los lectores.

Sin embargo, lo «natural» en el lenguaje, como en todo, es cuanto el hablante ha integrado en su persona para construirse como individuo, entre otras cosas, lo que le han enseñado y ha aprendido desde el parvulario. Tan espontáneo es el andé del niño como el anduve de la madre que lo corrige; simplemente, ésta actúa en un nivel cultural superior. Quien enseña o, por un medio u otro, sirve de modelo a los demás hablantes, tiene el deber de fomentar en ellos una espontaneidad más rica y más compleja; ello es difícil, si además la expresión ha de ser fresca y simple, tan lejana de la afectación como de la rudeza. Hasta en literatura y en todas las artes, la manifestación que juzgamos más natural suele resultar del trabajo por serlo. Quien en trance de ser leído u oído en público da por válida la primera ocurrencia, es mucho más chapucero que espontáneo: no debería olvidar nunca que casi todo puede decirse, como mínimo, de otra manera que tal vez sea mejor: más clara, más rotunda, más irónica, menos enrevesada, mejor ajustada al asunto, a su intención, a las expectativas de quienes han de leerlo u oírlo, y al momento. (Ah, la consabida excusa de la prisa, que a tanta desidia o a tanta torpeza suele servir de parapeto).

Tales son los supuestos principales que han guiado la redacción de los «dardos». Nacieron como un desahogo ante rasgos que deterioran nuestro sistema de comunicación, precisamente en y por los medios que de él se sirven. Por desgracia, sólo los hemos observado en España: de extender la exploración a América, el panorama se ampliaría enormemente; pero es una tarea que debe hacerse con solvencia —y se hace— allí mismo sobre el terreno. Han tenido también el propósito, obviamente ingenuo, de salir al paso —sin melindres puristas— de desvíos atentatorios contra la continuidad y crecimiento coherentes de nuestra lengua. No deja de causar cierta prevención a algunos este empeño, parte por la tradición tosca, cutre más bien, de la crítica idiomática en España, y parte por haberla declarado ajena a su objeto la lingüística contemporánea. Parte también porque parece contrariar la libertad que en todo, también en la expresión, se anhela. Pero sorprende ver cómo pregoneros de ésta o aprensivos ante el menor intento de poner cauce al uso idiomático, se quejan de vez en cuando del mal estado general del lenguaje, de lo deficiente de su enseñanza y, por ello, de las transgresiones gratuitas que se observan en los medios de comunicación (y en muchas otras partes: el Parlamento, la Administración, el foro, las aulas, la literatura, los púlpitos…: todas son solidarias). Creyéndola conveniente, me he impuesto durante varios lustros esa tarea, perfectamente consciente de su casi inutilidad inmediata: multitud de veces, los lectores me han enviado recortes de periódicos donde se infringía aquello que un «dardo» intentaba corregir dos o tres páginas antes. Se trata de una empresa que no puede afrontarse aisladamente por una o por algunas personas: requiere un planteamiento pedagógico de gran amplitud, fundado en la convicción profunda de que una cierta pulcritud idiomática es esencial para el avance material, espiritual y político de la sociedad, y para su instalación en el mundo contemporáneo; pero me ha animado a proseguir la esperanza de que el goteo de estos artículos en la prensa halle alguna vez acogida entre quienes pueden hacer algo efectivo: gobernantes, educadores, responsables de los medios de comunicación.

Por lo demás, es cierto que una actividad de este tipo se funda en una base subjetiva incompatible en gran parte con el rigor científico: el idioma vive en cada hablante, en mí por tanto, de un modo que otro u otros pueden objetar razonadamente. Está, por otra parte, lo inseguro de los fenómenos observables en un momento dado, que pueden desaparecer o asentarse en muy poco tiempo; de hecho, algunos vocablos cuyo empleo criticaba antes de 1992, aparecieron registrados en el Diccionario académico de ese año; y tal vez con mi voto favorable. En ocasiones, lo señalo al publicar ahora esos trabajos, pero mantengo el texto original puesto que, si carecen ya de utilidad, podrán servir al menos para ilustrar la historia del léxico en este último cuarto de siglo.

Ese motivo, y la presunción de que ahora en libro pueden alcanzar una eficacia superior a la que pudieron tener en los periódicos, cuyas páginas son tan fugaces, me han movido a compilarlos. Y la amable tenacidad de Hans Meinke, perseverante durante años en su intento persuasor de que tal presunción no era ilusoria. Reciban él y su equipo de Círculo de Lectores el testimonio de mi gratitud.

Fernando Lázaro Carreter

De la Real Academia Española