Eran los mismos seres que había visto bajo el Dios de Israel junto al río Quebar, y supe que se llamaban querubines.
EZEQUIEL 10, 20
Viajaba en un gran barco.
Para salvarme de la horrible monotonía de los domingos londinenses, me embarqué en un vapor, en Southwark, y me dirigí hacia el mar. Era temprano. Muy temprano. Las calles londinenses me habían bostezado en la cara, mientras las atravesaba, como si fueran las hileras de una ciudad de tumbas. Por muchas leguas alrededor, en medio de la city, yo era el único hombre, allí donde normalmente se atropellan miles. Y este único hombre, un extranjero que no se plegaba a las costumbres del país. Dentro de las casas, los londinenses estaban ocupados con los Salmos de David, y las chicas de labios blancos cecean con cofias blancas, y los chicos vestidos con sus Spenser de domingo, cortos y negros, murmuran: Great is the Lord, and highly to be praised, y a través de todas las innumerables iglesias ronronea el recitativo fantástico e interminable de Salomón, al unísono, en quintas, en octavas, hasta que tu cabeza se vuelve loca y parece destrozada por martillos. Para huir del pietismo me voy al mar. Allí esperaba encontrar menos monotonía y algo distinto de la eterna melodía hebrea.
Los rayos del sol caían sobre el Támesis. Al principio despacio, después a mayor velocidad, pasamos junto a las lanchas de remolque, barcos de carga, astilleros, boyas y puentes, evitándolos con cuidado. Los camarotes e instrumentos estaban cubiertos por sábanas negras. El ambiente de los salmos y la festividad del domingo estaba también presente sobre el Támesis. Éramos una pequeña compañía poco común. Debía de ser un vapor de placer. Era un día luminoso y hacía buen tiempo. Era junio. El pasaje barato. Pero la respectability prohibía embarcar a esa hora en que toda Inglaterra cantaba salmos. Por eso éramos un pequeño grupo variopinto, donde nadie se conocía y todos se escrutaban con la mirada: ¿Qué motivos tienes hoy para bajar navegando por el Támesis?
Poco a poco las vistas se hacían más amplias. Las orillas llanas con verdes arbustos se acercaban. El Londres negro y ahumado desapareció. La naturaleza, con su inefable encanto, se anunciaba humilde al alma. El primer trozo de hierba salvaje nos encantó después de abandonar el excesivo intelectualismo de la ciudad de piedra. A la derecha apareció Greenwich, el célebre observatorio inglés. Y media hora después, Woolwich, el gran arsenal. El río se hizo más ancho y majestuoso. Nos cruzábamos con grandes vapores que volvían del país de las naranjas o del florido país de las alfombras, ya que el mar no conoce el domingo.
Algunos bajaron a los camarotes a tomar algo de comer y subieron con un resto de pan en la mano. Gaviotas, que nos habían seguido desde lejos, se pusieron encima del barco, adoptando la posición del Espíritu Santo, y anunciaron con quejidos y gruñidos que tenían hambre. Estos animales conocen a los viajeros del Támesis y sus costumbres. Observan sus mandíbulas y saben interpretar como nosotros los gestos inusuales de nuestros semejantes. Saben que los hombres que suben del camarote con el estómago lleno tienen tendencia a la compasión. Y todo el mundo, adultos y niños, les tiran trozos de pan. Raramente, lo que se tira alcanza la superficie del agua. Con la elegancia de un representante de comercio, cogen al vuelo lo que les ofrecen y después vuelven a adoptar su posición vivaz, precipitándose sobre nuestras cabezas.
Saqué el mapa y me pregunté hasta dónde quería ir. Tenía un miedo tremendo de marearme. Y olas que se dirigían ondulándose hacia nosotros, anunciaban que el mar estaba cerca.
Decidí ir hasta Gravesend, la verdadera desembocadura del Támesis. Desde allí quería coger el tren o uno de los barcos que regresaban. Permanecí mucho tiempo en la popa, mirando hacia Londres, que iba desapareciendo. Me invadió cierta inquietud. ¡Debería haber ido a la iglesia!, me dije. Sin embargo, ¡no crees en Dios! No, pero, a pesar de ello, ¡la gente va a la iglesia! ¿Para qué? ¿Para hacer una buena obra, un opus operatum según la doctrina mecánica de la iglesia católica, y luego ponerse a sus anchas el resto del domingo, con la satisfacción del deber cumplido? No, se va a la iglesia y se toma una ración del ambiente. Ah, á la bonne heure! O un hueso espiritual para roerlo el resto del día. ¡Excelente! ¡Y luego los salmos! Ya que hay salmos, también se toman. No es que los canten mal del todo; esa forma recitativa, cantada al unísono por cientos de voces blancas femeninas… ¡encantador, encantador! Entonces, ¿por qué no has ido a la iglesia? Es que quería salir a ver la naturaleza, el mar, no hacer lo que hacen los demás. Bueno, ¿por qué te afliges entonces? No me aflijo, sólo lo comento. No, amigo, el primer golpe de mar, el primer balanceo del barco te ha empujado la bilis hacia lo moral y ahora lloriqueas como Ulises y construyes andamios teísticos para apoyar tu alma mareada.
Así me torturaba en la popa del barco. Y las gaviotas volaban sobre mi cabeza tan rápido como el barco y bajaban dirigiendo sus fuertes picos hacia mí. De esta manera persigue el pensamiento al que se acusa a sí mismo.
Las orillas se ensanchaban cada vez más, perdiéndose de vista. Se veían lejanas fajas verdes y puntas de tierra. En el horizonte, muy lejos, una nube negruzca y marrón: el bullicioso Londres. Cada vez más agua; cada vez más agua. ¿Cuándo llegaremos a Gravesend? Gravesend está situado en la desembocadura del Támesis, en el Mar del Norte. El capitán describirá una curva para encontrar el lugar de atraque. Gritarán el nombre de la Estación.
Miré al agua. Allí se mezclaban dos colores. El color del Támesis y el del mar. Dos corrientes se encontraban: la del curso del Támesis y la del océano, que se acercaba rugiendo. Y nuestro vapor cortaba ambas. Y despacio, pero claramente perceptibles, empezaron entonces aquellos inquietantes balanceos del coloso de vapor, que nos indicaban que a pesar de toda la velocidad, todo el avance, todo el vapor y la espuma, silbidos y gemidos, a pesar del giro de las paletas y del ruido ensordecedor, el vapor, nuestra casa, es un juguete de las olas y una fuerza inquietante lo mece de un lado para otro. Seguí estas oscilaciones con horror. Nuestro barco se deslizaba majestuosamente, volaba como una gaviota, escupía el agua que sobraba, cabalgaba subiendo y bajando sobre olas que venían a su encuentro como un caballito de madera hacia delante y hacia atrás; era de fiar y bueno. Pero, junto a éstos, se producía un tercer movimiento circular, como el de una peonza, y éste era incomprensible, como si el grueso casco oscilara a pesar de la velocidad, con un movimiento suplementario, semejante al de una nuez que baila sobre el mar. Me imaginé ese movimiento en un barco teórico, que acelerara, y resultó una imagen horriblemente grotesca, como si un vapor borracho patinara sobre el mar. ¿Cuándo llegaríamos a Gravesend?
Permanecí en la popa mirando fijamente el mar. Cuando nos sentimos excitados por una multitud de ruidos idénticos e impresiones visuales que se repiten sin cesar, los sentidos externos tardan cierto tiempo en insensibilizarse; entonces surge de nuestro interior una especie de «visión cristalina», una fuerza autónoma, un tercer movimiento que ya no podemos dirigir aparece en escena como el «libre albedrío», se burla de nosotros, y al mismo tiempo toda la bendición y la maldición de la herencia, lo que pensaban nuestros antepasados, actúa sobre nosotros con inexorable violencia y la bestia que vive en nosotros formula sus grandes exigencias.
¿Cuándo llegaremos a Gravesend? Las misteriosas oscilaciones del casco del barco me inquietaban profunda e inexplicablemente. No pensaba que se tratara de un mareo. No tenía náuseas, ni ganas de vomitar. No se trataba de una situación meramente exterior. Ya había viajado por mar unas doce veces. Era un profundo dolor interior, al cual me había abandonado. Eran también las olas del mar que acosaban al barco, que no podía con ellas. Y sentí entonces que la pusilanimidad empezaba a adueñarse de mi espíritu.
Un hombre se acercó desde atrás y se puso a mi lado. Era un empleado del barco en uniforme. Quería preguntarle dónde nos encontrábamos, pero mi congoja interior era demasiado poderosa. Me resultaba infinitamente difícil hablar inglés en ese momento. No podía superarlo. Sin embargo, finalmente me sobrepuse y le pregunté:
—¿Cuando llegamos a Gravesend?
—¡Oh, distinguido señor! —respondió el hombre, que era el cobrador—. Gravesend está a cuatro millas detrás de nosotros. ¡Mire allí!
Me di la vuelta. ¡Qué horror! Un horror azul. Un inmenso campo azul. El horizonte azul se extendía enorme hasta tocar las olas de esta inefable distancia, y, debajo de mí, vi un campo sin estructura, escamoso, de un azul metálico intenso, poblado hasta muy lejos por miles de puntos blancos y rizados, hasta muy, muy lejos. Un colosal tablero de ajedrez blanco y azul. Estábamos en alta mar. El sol grandioso, como un ojo ardiente, abarcaba todo con su mirada luminosa. Aparte del cielo azul, del mar azul, de las blancas olas, no se veía nada. Y nuestro barco avanzaba como azotado a una velocidad vertiginosa.
Mientras los encantos exteriores tan luminosos, me asaltaban, mi alma se volvió con súbita amargura hacia Londres. Vi en mí, en mi memoria, a las numerosas niñas de la iglesia del Hospital de Foundling recitando los salmos a una velocidad admirable. Estaban sentadas rígidas con sus blancas cofias, con la piedad tintineante sobre sus delgados labios. Y afuera, ante mí, yacían miles de blancas crestas con su eterno hacerse y deshacerse. Aquí, la naturaleza con su entusiasmo fabuloso; allí, la piedad dominada, domada, rígida en los labios, con su influencia paralizadora en el corazón y en el ánimo.
De repente se dejó sentir un golpe violento en el casco de la embarcación, que empujó hacia un lado a todo el coloso con una facilidad inquietante e hizo que la chimenea describiera una gran curva en el horizonte. ¡El tercer movimiento! Me puse malo por dentro hasta reventar. No era mareo, sino trastorno mental.
¡Podías haberte quedado en Londres y haber escuchado los sosos salmos con los demás! Sentí que estas olas, estas crestas blancas eran la analogía de los salmos eclesiásticos. Y como éstos irrumpen siempre en mi ánimo indefenso, así me encontraba yo ahora, a merced de aquéllas. Pero, ¿realmente había peligro? ¡Ni pensarlo! Un buen barco, una máquina impecable, un tiempo estupendo, un mar en calma, bonanza, un día tan magnífico como sólo Dios lo puede crear. Pero el tercer movimiento… Algo incontrolable. Una psique repleta hasta devolver. ¡Una producción interior, espiritual, a punto de explotar! Y, a todo esto, enfermo. ¡Ay! ¡Tan enfermo interiormente!
En ese momento el barco cortaba rápido como una flecha, silbando, el desierto azul. Ya no hacía falta tener cuidado, como antes en el Támesis, para dejar paso a los otros barcos y tomar las curvas. Las aguas verdes quedaban detrás de nosotros. Nos recibía un azul radiante, azul sobre azul, como si alrededor de nosotros se hubieran disuelto masas de zafiro. Y duro como el acero soplaba contra nosotros el aire claro y transparente. Pero, después de cincuenta, o cien, o doscientos metros, el barco se echó hacia un lado, en plena navegación; una inclinación hacia un lado, como una enorme reverencia, a pesar del oleaje, un colosal memento.
Me dirigí al capitán.
—¿Cuándo es la próxima parada? ¿Adónde vamos?
—Vamos a Clacton on Sea. Allí da la vuelta el barco enseguida y va de regreso. Desde allí también puede coger usted el rápido de la tarde a Londres.
Me senté en un banco, mirando hacia Francia, ya que allí estaba Francia, y esperé a que pasara lo que hubiera de pasar. Algo tenía que pasar. No estaba mareado. Pero estaba lleno por dentro hasta parir. Un miedo horrible yacía en el fondo de mi alma.
¡Y de repente llegó! De repente, en medio del aire claro que se agitaba a nuestro alrededor, como paños azules en medio del mar azul transparente como el cristal, surgió un barco. Un vapor impetuoso. Totalmente iluminado por el sol de mediodía. Iba tan rápido como nosotros. Justo delante de nosotros. De color pajizo como un limón. Pintado como ya nadie puede pintar un barco. Y ya que íbamos casi a la misma velocidad, me equivoqué en cuanto a su verdadero movimiento. Y con las oscuras piezas superpuestas como verrugas —las ventanillas de los camarotes—, se acercó el monstruo de color chillón, como un sapo amarillo, un anfibio enorme y venenoso. En cuanto lo vi me sentí aliviado. Tenía entonces un objeto horrible para agarrarme a él. Y toda la apariencia era a pesar de su monstruosidad tan magnífica, de tan grandes dimensiones y fantástica que miré como un poseído a este ídolo fabuloso. Las paletas amarillas trabajaban agitando la espuma. Y la marea azul se mezclaba con los ejes y mástiles amarillos en un mondongo verde. Por todas partes nos rodeaba una maravilla de tiempo. Un azul, como si veinte cielos hubieran dado lo mejor de ellos; como si se tratara de endulzar el estado de ánimo de un criminal. Lejos, enormemente lejos, sólo las fajas y cintas azules de tierra, azules curvas, techos y secciones de esferas. Y todo transparente como una eternidad, ilimitada como un alma. Y abajo, envolviendo el barco, la masa violeta, como hierro azul fundido, como si durante días sólo hubiera llovido azul desde este firmamento, en este horizonte, bajo este cielo. Y seguían los millones de salpicaduras sobre esta masa azul, las cabezas blancas de las olas… Una colosal tormenta de liberación invadió mi alma…
Entonces, una sacudida, y el monstruo amarillo desnudo se nos echó encima, muy cerca, como si quisiera olernos. Oí entonces el siseo y pataleo de las ruedas laterales. De hecho, era totalmente amarillo. La chimenea, salvo una pequeña raya negra en la parte superior, estaba pintada de un intenso amarillo de salamandra hasta el vientre. De una manera inquietante, avanzaba con rapidez la tosca cubeta sucia, sin avanzar realmente, ya que siempre estábamos a la misma altura. De pronto, otra leve sacudida, y entonces… entonces la cosa estaba como mucho a diez metros de nosotros, en el mar, muy cerca, se podía tocar, de modo que otro cambio de rumbo tendría como consecuencia, sin duda, un choque. No pude evitar mirar a mi alrededor para buscar al capitán y cerciorarme de que en caso de emergencia se darían señales al osado vapor. Pero, para mi sorpresa, todo lo que me rodeaba, pasajeros y tripulación, se encontraban tumbados, abúlicos y somnolientos, en el suelo o en los bancos, tomando el sol envueltos en el aire blando.
Me vino la idea de que esta aparición tenía algún significado. Me vino la idea obsesiva de que todo estaba ahí a causa de mí. Como un holandés supersticioso que se encuentra ante un animal repugnante, me advertí a mí mismo que el ataque podía estar dirigido contra mí. Toda la cubierta del otro barco era lisa, como rasurada. Vi las estrechas planchas de madera unidas por alquitrán. En ninguna parte un capitán. En ninguna parte un timonel. Todo dirigido subterráneamente desde la cámara de calderas. ¿Y si el barco fuera una alucinación mía? Esto estaba descartado, ya que sentí en mi propio barco la oscilación del oleaje que provocaba el vapor sospechoso. Y vi cómo cambiaban los reflejos del sol en el casco cuando se producían pequeños movimientos en el barco amarillo. Como un animal furioso se arrastraba el cacharro en ebullición, sin avanzar mucho en realidad. No se veía a nadie en las ventanillas. Las trampillas de la bodega estaban obstruidas y cerradas. Como una locomotora enloquecida cuyo maquinista hubiera sido arrojado en una curva.
Y sobre este barco solitario que nos había alcanzado y navegaba incansable paralelo a nosotros, una viejecita estaba sentada atrás, escondida en un banco estrecho, vestida con un traje antiguo y una bufanda amarilla con flores, lo que se llamaba una bufanda persa, que se llevaba hace más de treinta años como una joya pero que ahora se considera de un mal gusto insoportable. Estaba sentada allí tranquila, ensimismada, como siempre estuvo, ya que yo conocía a esta viejecita. En el regazo tenía, cogido por el brazo derecho, un pequeño bolso de cuero raído, y la mano derecha parecía contar viejas monedas de plata, el precio del pasaje. ¿Cómo había llegado esta pobre vieja hasta aquí? En un barco que navega desde el Canal de la Mancha, o desde Francia, o desde donde sea, hacia el norte, tal vez a Noruega. No tenía confianza en mi percepción. Entonces supe que era dudoso que los demás pasajeros vieran ese vapor amarillo alucinante. ¿Pero qué son nuestras ideas y reflexiones ante semejante monstruo devorador, que vuela salpicando y rugiendo a pocos metros, como un animal sediento? ¿Qué es nuestra voluntad frente a tal apariencia poderosa? ¿Y existe una diferencia tan grande entre un vapor producto de la alucinación y uno real? ¿No están los dos en nuestra cabeza? ¡Y justo ese vapor, sólo ése, acaso producto de la alucinación, me concierne sólo a mí, especialmente a mí! ¡Es la expresión de mis sentidos, de una fuerza desconocida dentro de mí, que no puedo percibir de otra manera! ¡Sólo yo podía conocer a esa viejecita! De repente, fui arrastrado en mi interior y no pude seguir analizando. No pude resistirme. Las ideas huyen… Toda la miseria de mi juventud irrumpió en ese momento como una sucia marea amarilla en mi alma. Toda la letanía de las sempiternas amonestaciones morales, sentencias bíblicas, exámenes de conciencia pietistas y los pequeños temas del catecismo, con los que me torturaban y atormentaban día tras día, surgió en ese momento y empezó a silbar: ¡el sexto mandamiento! ¡No desearás la mujer de tu prójimo! ¿Qué es esto? Debemos temer y amar a Dios, que vivamos castos y decentes de obra y de palabra… ¡Oh, Dios! ¿Es entonces nuestra alma un organillo que reproduce inexorablemente lo que una vez le inculcaron gritando? Y esta viejecita era la que siempre me había gritado. ¡Qué viejecita tan cumplidora! Había muerto hacía tiempo, descansaba en algún lugar de Alemania, encerrada en un ataúd de segunda clase, un metro y medio debajo de la gravilla. Y ahora estaba sentada ahí, contando dinero y guiñándome el ojo. Y así estaba siempre sentada, y me contaba las perragordas cuando me iba de viaje. Me inundaban entonces avalanchas enteras de amonestaciones y lecciones. ¡Excelentes palabritas! ¡Con el dinero que cuestas! Así serás un hombre capaz, que inspire respeto…
Miré hacia allí con una mezcla de compasión y horror. Allí estaba sentado un trozo de mi pasado con el que ya no quería tener nada que ver en absoluto y al que, sin embargo, no podía negar. Y justo aquí se apodera de mí este horrible fantasma y se viste del color de la vulgar repugnancia y me obliga, a causa de un momento sentimental, a reconocerlo. ¡Dios! ¡En qué mezquinos límites estamos encerrados! Con espíritu libre salimos al mar para rehuir sosos y monótonos salmos de la iglesia, y allá fuera, en el mar, nos alcanza un fantasma vengativo, se construye a partir de nuestra propia alma invisible, se hincha con el clamor de nuestros días de infancia y boga hasta aquí, surge del Canal de la Mancha, se planta ante nosotros, se mofa de nosotros y nos obliga a pactar.
Cuando me había empapado de toda la amargura de este fatal fenómeno casi hasta la última gota —ya estaba a punto de tirarme por la borda para evitar la aparición—, de repente el sapo amarillo dio la vuelta, como sacudido, y se alejó suavemente en dirección a la costa francesa. Sentí que el proceso había pasado. Y súbitamente hundí la cara en las dos manos, como en un acceso de agotamiento, y escuché a mi fuero interior como si supiera que allí estaba el sapo amarillo y no sobre el mar, el fantasma que tanto me torturaba.
Y así estuve disfrutando largo tiempo. Entonces me vi rápidamente y abrí los ojos. Inmóviles yacían mis compañeros de viaje, en los bancos, en el suelo, y se entregaban a los rayos de sol. Nadie parecía haber visto el barco amarillo que tan cerca había estado de nosotros.
—Very nice day today, sir! —dijo de repente el capitán a mi lado.
Sí, efectivamente era un día maravilloso. Sólo entonces, cuando me dirigieron la palabra, me di cuenta de que el acceso había pasado realmente. Ante nosotros, a la izquierda, se extendía la costa inglesa, verde, preciosa, serena, feliz como una piedra preciosa.
—Clacton on Sea —anunció el capitán al cabo de un rato.
Nos avisaron de que el vapor sólo se detendría unos pocos minutos y regresaría inmediatamente a Londres.
—¿Quiere venir con nosotros? —me preguntaron.
—No —declaré—, me voy a bajar.
—Oh, it’s a beautiful day today, sir! —repitió el capitán.
Cada vez me sentía más aliviado. Segundo tras segundo ascendí desde los abismos de la locura y despojé a mi alma de las capas feas del engaño sufrido. Con júbilo y alegría observé las pequeñas maniobras para atracar, así como los signos de mi reconciliación con el mundo externo, sano y seguro.
—Clacton on Sea.
Era uno de los balnearios recién creados, cuya costa daba por completo al sur, donde les gustaba a los ingleses, especialmente en invierno, disfrutar al aire libre de la luz durante unos días.
Me bajé, y apenas di diez pasos desde el embarcadero, cuando vi al pastor alto y flaco del lugar con un armonio, en medio de una pradera verde, rodeado de una pequeña y alegre comunidad de fieles que se había reunido para la misa. Pronunció un discurso solemne y cordial, y yo me encontraba tan enfermo y débil que me quité el sombrero y me uní a ellos.
Más tarde estaba sentado en la costa y miré durante horas al mar, hacia Alemania, y contemplé los millones de crestas blancas sobre aquel fondo incomparablemente azul. El vapor había partido hacía mucho tiempo. Los dos vapores habían partido hacía mucho tiempo. La gigantesca superficie estaba libre para pensamientos ilimitados, ilimitados como el mar con su colosal monotonía.