La posada de la Trinidad

Érase una vez, hace unos dos mil años, un hombre rico con una mujer hermosa, que se querían mucho pero que no tenían hijos y deseaban mucho tenerlos, y la mujer rezaba día y noche por ello, pero no los tuvieron.

—¡Ay! —dijo la mujer con dolor—. Si tuviera un hijo rojo como la sangre y blanco como la nieve. Después de nueve meses tuvo un hijo blanco como la nieve y rojo como la sangre. El hijo fue varón. Y cuando vio esto, se alegró mucho.

Cuentos para niños, HERMANOS GRIMM

Estaría en Francia, cuando hace varios años, en una de mis caminatas invernales, llegué hacia el atardecer a una larga carretera helada, que parecía no tener fin. Ninguna columna de humo que indicara la proximidad de un poblado humano. Anochecía. No se veía luz alguna. Mi mochila estaba vacía. Había comido el último bocado sobre el mediodía. Sería noviembre, y hasta donde alcanzaba la mirada, los bosques y campos se veían cubiertos con una dura capa de hielo y nieve. La mala costumbre de no llevar nunca un mapa conmigo, ni de calcular las horas de camino, ni de reparar en las fincas y pueblos cercanos parecía querer vengarse de mí despiadadamente en esta ocasión.

Las personas cuya fuerza imaginativa es más poderosa que su entendimiento, no deberían viajar nunca a pie en solitario. Absortas siempre en sus pensamientos, ven jarras llenas de cerveza y tabernas repletas de seres humanos vociferantes, donde el mapa no señala ninguna posada en tres horas a la redonda. Y la auténtica realidad los castiga entonces de la manera más penosa por sus imaginaciones secretas e ilícitas. Tales hombres no deberían emprender ninguna empresa mundana, ni construir casas, ni comprar Valores del Estado; que especulen sobre lo sobrenatural, allí las pérdidas no son tan terribles.

Ocupado en tales pensamientos, nadie se alegró tanto como yo cuando, siguiendo por la interminable carretera, vi acercarse a un viajero con pesadas raquetas de nieve. Me miró sorprendido cuando nos encontramos y preguntó:

—¿Cómo viene por aquí a una hora tan tardía, donde no hay un poblado a varias horas a la redonda? Yo, por mi parte, sólo viajo en el crepúsculo y de noche, porque mis ojos no soportan la luz del día y estoy muy familiarizado con el camino. ¡Pero usted se perdería!

Como yo no respondí nada, el desconocido, cuyas incisivas palabras me habían inspirado respeto, continuó:

—El cielo se ha preocupado esta vez por usted. Justo detrás de esta colina, a la que llegará en diez minutos, se encuentra una posada, de la que vengo ahora mismo. Es totalmente desconocida, así que usted no podía esperar encontrarla. A pesar de ello se encuentra en este camino; no viene en ningún mapa y yo poseo los mejores; yo mismo la vi hoy por primera vez, y sin embargo es muy antigua. «La posada de la Trinidad»; la gente parece bien instalada, aunque de maneras anticuadas y lentas. Allí le atenderán perfectamente. ¡Que le vaya bien!

Mientras pronunciaba las últimas palabras, pisoteó repetidamente el helado y duro suelo, ya que parecía tener mucho frío. Se despidió rápidamente, nos separamos y nos fuimos cada uno por nuestro lado.

—¿Me permite una última pregunta? —le grité—. ¿Qué vende usted? ¡Su mochila parece llena y pesada!

—¡Devocionarios! ¡Devocionarios! —respondió precipitadamente—. Pero ya no por mucho tiempo, ya no por mucho tiempo… es que esta época…

No pude entender el final de la frase, el viento se la llevó de la boca. Me apresuré, y de hecho, después de haber alcanzado la cima de la siguiente colina que avanzaba hacia la carretera, divisé una pequeña hondonada, en la cual se encontraba una casita escondida y retirada. Un débil resplandor salía de las pequeñas ventanas de la planta baja. El primer piso, que terminaba en un tejado puntiagudo, parecido a los de las granjas de la comarca, estaba oscuro. Cuando me acerqué, descubrí encima de la baja puerta de madera, pintada de marrón, las delgadas letras de un rótulo sobre un fondo blanco: Posada de la Trinidad. No pude distinguir otro letrero que indicase que se trataba de una posada. No había ningún brazo que sobresaliese con la enseña o con la jarra llena de cerveza espumosa. Aparte de esto, no había nada en el entorno que me hubiera podido llamar la atención. Detrás de la casita un estercolero mostraba que esta gente se dedicaba a la agricultura. Un pequeño jardín vallado. Unos campos deslindados con siembra de otoño. Y delante de la casita, un alto y hermoso palomar, cuya aguja gótica parecía que había sido trabajada con mucho detalle. Por lo demás, ya se había hecho casi de noche. Un viento del este fuerte y seco traspasaba mi ligera levita. Me dirigí a la puerta y llamé. Al cabo de un rato, oí unos pies que se arrastraban ruidosamente por el pasillo, y un anciano con cabellos blancos que apoyaba una mano temblorosa en una muleta abrió la puerta.

—¡Por fin llega usted! —gritó, sin mirarme de cerca, como se trata a viejos conocidos—. Usted ha pasado mucho tiempo en España, ha atravesado toda Francia y ha viajado por Inglaterra; una vez quiso ir a Noruega, lleva todo el año vagando por Alemania, conoce todas las ciudades y aldeas y contempla cada campanario, mira cada ciénaga y por fin llega a Franconia, a la pequeña posada de la Trinidad, apartada del mundo al que tenía que llegar… ¡Llevo tanto tiempo esperándole!

El decrépito anciano que me habló de forma tan extraña había abierto entretanto la puerta de la sala y entré en una habitación al estilo de las posadas rurales, con una mesa grande y tosca, sillas marrones y nudosas, una gran estufa de cerámica, un reloj de pared, cuadros de santos y batallas, y un crucifijo.

—Voy a llamar enseguida a mi querido hijo —añadió—. Se alegrará de verle. Estará arriba, estudiando; desgraciadamente estudia demasiado para mi gusto.

Al decir esto, abrió la puerta y gritó hacia el piso de arriba:

—¡Christian! Christian, querido hijo, baja un momento, ya ha llegado el joven al que hemos esperado tantos, tantos años.

No me sorprendió poco esta extraña bienvenida. Estaba a punto de expresar este sentimiento haciendo una pregunta al anciano cuando se abrió la puerta de arriba con un leve ruido. Se oyeron unos pasos temerosos por las escaleras y poco después entró en la habitación un joven pálido de rasgos extraordinariamente hermosos. Era tímido y de un recato casi femenino. Llevaba un largo manto blanco, atado con una cuerda sencilla alrededor de la cintura, a la manera de los monjes. Con la mano extendida y una mirada inefablemente amistosa vino hacia mí.

—Dios le bendiga —dijo señalando hacia el anciano con la mano.

—¡Christian! —exclamó éste con voz sollozante, dejando caer su muleta y dando una palmada con ambas manos—. ¡Christian, hijo mío, qué aspecto tienes! ¡Has pasado otra vez toda la noche despierto, estudiando y consumiéndote! ¡Dios mío, si te me murieras! Christian, si te nos murieras y nos dejaras a tu madre y a mí, todo estaría perdido; todas nuestras esperanzas aniquiladas; ¡todo el negocio se iría al Diablo!

En ese momento oí afuera, detrás de la casa, una carcajada sorda, horrible, sarcástica, que procedía de un cuarto estrecho y cerrado, mitad gruñido, mitad balido, como de un macho cabrío, pero capaz de dar una expresión humana a su voz.

Todos empalidecieron en la habitación, y yo también retrocedí un poco, impresionado por la humanidad de la voz, y miré al viejo, interrogándole.

—Procede de la pocilga —dijo éste, como para tranquilizarme—. Tenemos encerrado allí a un tipo que se burla de nosotros y a quien damos de comer para que no provoque daños en otros lugares, en los campos y aldeas de la comarca. Por lo demás es inofensivo.

—¡Padre! —exclamó enseguida el joven implorando con voz suplicante—. ¡Padre, querido padre, deja de pronunciar su nombre, te lo ruego, ya sabe que quiere nuestra ruina!

—No me preocupa —replicó el anciano, que había recogido de nuevo su muleta mientras tanto—. Pero tú sí que me preocupas; ahora vete, sal a ver tu madre y dile que sirva la cena, y que tenemos huésped.

El joven salió de la habitación arrastrando su blanco manto, con la cabeza gacha y pasos lentos y solemnes. El anciano y yo nos volvimos a quedar solos.

—El joven me preocupa —insistió éste de nuevo cojeando de un lado para otro—; es tierno como una planta joven; no es de extrañar por la vida que lleva; en lugar de salir al campo y trabajar como los demás, se queda arriba encerrado, estudiando Concordancias y Vulgatas. Tiene las mejillas pálidas y chupadas, el pecho hundido y débil; tose a menudo, da pena. El chico me preocupa.

Estaba tan impresionado y perturbado por todo lo que había visto y oído hasta ese momento que no sabía por dónde empezar para resumirlo en una síntesis razonable. Estaba firmemente convencido de que el anciano me tomaba por otra persona, pues esta acogida habría sido inconcebible. Por otro lado, debía reconocer que muchas de las cosas que me había dicho en la puerta eran ciertas hasta en los mínimos detalles. También me pareció muy sospechosa la forma amistosa, casi solemne, con la que el joven tísico, envuelto en su hábito blanco, me saludó. Tenía algo tan infantil y distraído en su mirada, algo tan lánguido y romántico, como si estuviera fuera del mundo, y al mismo tiempo algo tan afectuoso, que estaba convencido de que cualquier otro en mi lugar habría sido recibido de la misma forma. De ahí deduje el estado mental del joven y no llegué a ninguna conclusión halagadora. Quiero decir que el tierno joven no me pareció lo suficientemente resistente para este mundo. Tampoco me resultó clara la relación familiar entre el «Padre» y el «Hijo». Era imposible que el anciano fuese el padre del joven. Estaba dando vueltas a todo esto mientras el viejo iba de un lado para otro de la habitación arrastrándose y haciendo ruido.

Habría hecho alguna pregunta para orientarme si el miedo a empeorar mi situación, preguntando demasiado y descubriendo la verdad sobre mi persona, no me hubiera retenido. Hasta ahora me había recibido bien y con cordialidad. Si ocurriera algo que mostrara que el viejo se había equivocado en cuanto a mí, estoy seguro de que esta familia tan rara me pondría en la puerta. Tenía claro desde hacía tiempo que el albergue donde había encallado era sospechoso, y no pude dejar de evocar aquellas sórdidas escenas de «La Posada del Spessart» y recordar los métodos más horribles todavía de aquel posadero clásico de la Antigüedad, Procrustes, con sus fatales camas, cuando se abrió la puerta y entró una joven con una gran fuente humeante. El anciano dejó de ir de un lado para otro, miró a la recién llegada de soslayo y dijo dirigiéndose a mí:

—Esta es María, mi hija María…

Entonces carraspeó, como si quisiera continuar, pero reprimió sus palabras y siguió paseando ruidosamente por la habitación. Miré a la joven. Su rostro presentaba rasgos judíos muy acusados; cejas juntas, pómulos algo prominentes, pero sin romper la armonía de la cara, de no reducidas facciones; nariz noble, ojos en forma de almendra, con pupilas semejantes a cerezas negras que se fundían, y también dos labios fuertes y carnosos que revelaban una sensualidad pronunciada; cabellos de azabache, ondulados y muy desordenados, completaban el tipo oriental; pero, sobre todo, esa somnolencia general que su rostro expresaba, como si una mano blanda le hubiera acariciado la cara de arriba abajo.

Respondió a mi mirada escrutadora y curiosa con gestos pícaros y burlones, como una persona que reconoce encontrarse en una situación indigna de sí misma pero que no quiere admitirla y se conforma con mostrar un desdén artificial hacia los demás. La joven estaba de hecho casi envuelta en trapos y parecía hacer el trabajo de una criada. No se podía afirmar hasta qué punto tenía que ver la negligencia y el desarreglo personales con su forma de vestir.

Lo que había traído la joven era una fuente con apetitosas patatas humeantes cocidas con la piel, que había dejado al lado, en una especie de aparador. Abrió el cajón de la mesa grande y pesada y sacó la vajilla, cuchillos, tenedores y el salero. Después de poner la mesa y dejar la gran fuente en el centro de la misma, María salió de la habitación y pude constatar en ese momento que la parte posterior de su aseo era todavía más desastrosa que la anterior.

—La muchacha —dijo el viejo, que permaneció conmigo— es una maldición para mi casa.

—¿Por qué? —pregunté ingenuamente—. ¿Guisa mal?

—¡Ah, no! El pan ácimo lo hace bastante bien, pero, por lo demás… ¡ah, Dios! Las muchachas, cuando son un poco guapas, son todas así, tienen el diablo en el cuerpo.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —gruñó y rió alguien en ese momento desde detrás de la casa, en la pocilga, dándose golpes, como si tuviera miembros de hierro, de tal forma que me estremecí de horror. También el viejo se quedó mirando fijamente con aspecto embrutecido, mientras que al poco tiempo llegaron unos fuertes sollozos desde la cocina, probablemente del sensible joven.

—¡Dios mío! —dije—. En esta casa anda el diablo, aquí no se puede estar a gusto.

Al oír estas palabras, el viejo volvió a mirar con ojos vidriosos y saltones, de un azul claro, de manera que ya no me atreví a responder nada. Por fortuna, al poco tiempo se abrió la puerta y entró María con una jarra de agua y un poco de pan, mientras que el joven tísico, que apareció detrás de ella con los ojos hinchados por el llanto, trajo otro cubierto para mí. Entonces todos se sentaron y empezó en silencio la cena frugal. Se comportaron como si no hubiera invitados. Ningún intento de hacerme participar en la conversación. A pesar de ello, invitaron al huésped repetidamente a servirse. De esta forma no se entabló ninguna conversación. El viejo, que hasta entonces había sido el más abierto conmigo, parecía enmudecer en presencia de los otros. Tampoco hablaron entre ellos. No tenía claro si este comportamiento era normal o si se debía a una reserva respecto a mí. La comida era muy pobre y mínimamente preparada. Antes de la cena, el viejo gimoteó mecánicamente algunas frases hebreas, acompañadas por muecas extrañas y sonidos agudos como es costumbre, según creo, entre los judíos, y luego atacó con precipitación las patatas que ya había observado con interés mientras decía su liturgia. En cambio, el joven tísico, ajeno a todo lo mundano y dirigiendo con exaltación los brazos hacia el cielo, pronunció con gran fervor unas pocas oraciones que se correspondían más con nuestra oración protestante «Ven Señor, sé nuestro huésped…» Mientras tanto, la desaseada judía observaba todo con gran indiferencia. Se sentó también de mal humor y con poco apetito en su sitio. Durante un buen rato sólo se oyó masticar monótonamente, sin cesar. Por fin, el viejo retomó la palabra y se disculpó por una cena tan frugal, pero era lo único que tenían en casa, se les había acabado la carne ahumada.

—El hambre —respondí— es el mejor cocinero. Por supuesto, en Francia se suelen comer las patatas cocidas con cerdo grasiento en gelatina.

Al oír esto, los tres se quedaron de piedra, y —ji, ji, ji, ji— baló y berreó de nuevo alguien desde la pocilga; parecía disfrutar mucho revolcándose en el estiércol.

Cada vez tenía más miedo de esa horrible criatura.

—Señor —me dijo el joven vestido de blanco con indecible suavidad—, no vuelva a pronunciar la palabra. Para el puro todo es puro. Pero el malvado enemigo vigila todos nuestros pensamientos para pervertirnos.

A partir de ese momento me di cuenta de que esta casa guardaba un horrible secreto. El tipo que estaba encerrado en la pocilga ejercía un grotesco control sobre todo lo que hacía esta gente, era una especie de maldición que perseguía constantemente a los tres. Pero ¿quiénes eran estos tres? ¿A qué se dedicaban? ¿A qué se debía la diferencia de su aspecto físico y su carácter? Me llamó la atención que, cuando se quedaron un momento solos, hablaban en hebreo y gesticulaban profusamente, doblando la espalda y los brazos, bamboleándose de un lado para otro; también sacaban la barriga y se encogían de hombros, emitiendo sonidos guturales y sonoros, como hacen los orientales cuando regatean o se excusan. La más exaltada era, con diferencia, María, y la mayoría de las veces no tardaban en comunicarse mediante estas formas de expresión tan variadas. Entonces me miraban rápidamente para ver si por casualidad les entendía o adivinaba sus pensamientos. Christian, el apacible tísico en su blanco hábito parecía ser el que en menor medida adoptaba estos gestos. Sin embargo, a menudo también él adelantaba el labio inferior, sacaba la mandíbula y movía el tronco hacia atrás, como si fuera a emitir uno de esos sonidos hebreos inarticulados que parecen expresar una frase completa, pero se limitaba a hacer estos movimientos, que habría adquirido en este ambiente por imitación. Cuando daba rienda suelta a una de sus exaltadas explosiones de sentimientos, hablaba un alemán realmente bello, y parecía extasiado; cruzaba los brazos, parpadeaba y dirigía su cuerpo con ansiedad hacia el cielo, de una forma más moderna y protestante de lo que se pudiera imaginar, que se oponía claramente a los movimientos serpenteantes, groseros y obscenos de los demás.

Christian era rubio y tenía la piel clara de los germanos, pero los rasgos eran semejantes a los de María y parecían, por así decirlo, calcados. Si suponía que el joven y simpático muchacho tenía veintiún años y María treinta y cinco, era muy probable que ésta fuera la madre del pobre tísico. Según esto, la madre quedó embarazada a edad muy temprana, pero no insólita entre los orientales. Así podían explicarse ciertas caricias secretas que María prodigaba al joven. Hasta este punto me satisfacían mis indagaciones en cuanto a las caras y los acontecimientos de este salón extraño. Pero ¿qué pasaba con el viejo? No dejaba de llamar a Christian su querido hijo. ¿Se podía entender esta relación sólo en sentido simbólico? Ya me había presentado a María como a su hija. El viejo no estaba lejos de los ochenta y todavía mostraba cierto vigor y un temperamento muy apasionado. ¿Seria posible que un hombre tan mayor fuera el padre de Christian y de una chica tan joven como María debería ser entonces? ¡A la que llamaba expresamente su hija! ¡También el joven llamaba padre al viejo! Desde luego, en su forma excesivamente sentimental de dirigirse a él, este «padre» sonaba como un saludo idealizado y lleno de veneración. Aquí nada encajaba. Y yo desesperaba de llegar a una solución de esta complicada relación de parentesco.

Ya habían retirado la comida. Christian estaba afuera con María, en la cocina, donde se oía el ruido de los platos que estaban fregando. En la habitación se había hecho el silencio. El reloj de la pared producía un monótono tic-tac. El viejo, mientras masticaba una corteza de pan con la muela que le quedaba, volvía a arrastrar las zapatillas de un lado para otro, gruñendo y meneando de vez en cuando la cana cabeza como si quisiera apartar algún pensamiento.

—No —exclamó por fin—, esto no puede seguir así. De esta forma el negocio se me viene abajo. El joven, el querido, dulce y tierno joven, en quien he puesto todas mis esperanzas, se me muere con este aire nórdico tan frío.

—¿Es su hijo? —le pregunté rápidamente para no dejar escapar la ocasión.

El viejo se detuvo y me miró.

—¿Hijo? —repitió—. Es mi querido hijo, en quien me complazco. No es mi hijo carnal —añadió en voz baja, exhortándome a bajar la voz y aconsejando precaución mientras señalaba hacia la cocina, de donde seguían llegando ruidos de platos y del agua del fregadero—; es el hijo de la muchacha de ahí afuera, a quien recogí en mi casa cuando tenía catorce años.

Al decir estas palabras, su cara adquirió una expresión de rabia, como si este hecho le produjese todo menos satisfacción, y el brazo que señalaba hacia allí se convirtió en un puño amenazador.

Iba a añadir otra pregunta con voz apagada por la prudencia, pero me hizo una señal enérgica con la mano y, sin dejar de hacerme la señal, apuntó con la otra mano, sosteniendo la muleta, hacia la cocina para darme a entender que permaneciese en silencio. Se tapó la boca cerrada tres o cuatro veces con la mano; yo hice lo mismo para indicarle que le había entendido bien; entonces se tranquilizó y me dirigí en silencio hacia mi sitio en la mesa.

Al cabo de un rato, el viejo vino hacia mí cojeando y me preguntó al oído:

—¿Habla usted armenio?

—No —respondí.

—Maldita sea —replicó el viejo—, en ese caso no podemos conversar sin ser molestados. De todas formas, estos dos se van a acostar pronto. Son ya alrededor de las tres.

De hecho, poco después entró el joven, y extendiendo arrebatado los brazos y posando su brillante mirada sobre los que estábamos en la habitación, exclamó:

—¡Os saludo y os bendigo para el resto de la noche! ¡Quedad protegidos y a salvo durante la oscuridad de la noche! ¡Que el ángel de la paz vele sobre todos nosotros!

Mientras tanto, la astuta judía permanecía detrás de él y observaba qué impresión causaban sus palabras. Le sacó de la habitación cogiéndole del vestido, y poco después se oyó que ambos abandonaban la planta baja de la casa y se dirigían hacia arriba subiendo las escaleras.

Entonces todo quedó sumido en el silencio. Una lámpara de aceite humeante lanzó un opaco resplandor amarillo sobre los cantos angulosos y prominencias de los muebles de la habitación, mezclado profusamente con amplias sombras negras. La estufa verde de cerámica del rincón todavía difundía un calor agradable. Apaciblemente continuaba el tic-tac del reloj, que había enronquecido; apaciblemente, sumido en sus pensamientos, arrastraba el viejo sus zapatillas de aquí para allá, envuelto en su bata abierta y forrada con piel de oveja.

—Me agrada —dijo de repente, sacando del aparador una jarra grande y pesada llena de vino, y dos vasos, que me trajo a la mesa— que se encuentre usted hoy aquí, ya que eso me permite volver a tomar un vasito y olvidar mi desgracia. La verdad es que el doctor me lo ha prohibido; si no, yacería borracho a la mañana siguiente debajo de la mesa, como Noé. El vino procede de la región y escasea, pero es puro y está en plena fermentación; por eso, sea precavido.

Mientras tanto, el viejo se había sentado a la mesa conmigo y llenado los dos vasos. Era un mosto blanco y lechoso con un tono ligeramente verdoso del cual se desprendieron abundantes emanaciones mefíticas. En esta ocasión, me di cuenta de que las manos del viejo temblaban tanto que temí por el contenido de la jarra cuando la cogió en la mano; pero con cada vaso sus manos y su discurso se iban haciendo más seguros.

—Los jóvenes —intenté trabar conversación— se acuestan temprano.

—¡Ah! —respondió el viejo dejando la muleta y asegurándose en la silla—. ¡Es una familia dentro de la familia! Los dos se quedan juntos, se separan de mí, cocinan y cuchichean entre ellos, intrigan contra mí y siento cómo cada día se me escapan más las riendas. Si me faltara la furia, habría perdido el mando hace mucho tiempo. ¿Se deduce de esto que María no posee sentimientos de gratitud? Yo recogí en mi casa a esta chica hace veinte años, cuando todavía llevaba faldas cortas, y ahora cargo también con el chaval.

—¿María es la madre de Christian? —me aventuré a preguntar con rapidez.

—¡Beba, joven! —interrumpió el viejo precipitadamente, llenando su vaso, ya que el mío seguía lleno, mientras el pico de la jarra de barro chocó estrepitosamente con el borde del vaso; pero procuré no perturbarme por ello.

—El hermoso joven —empecé de nuevo— se parece muchísimo a la judía.

¿A la judía? —preguntó el viejo con desconfianza, acentuando la palabra «judía»—. ¿Qué quiere decir con esto? Yo también soy judío. No ofenda a mi raza.

—Nada más lejos de mis intenciones —le aseguré—; la he llamado judía porque sus rasgos lo sugieren.

—Sí —retomó el viejo la palabra—, era una de las más hermosas de su estirpe; pero la mocosa, que según pensamos en este país casi no era núbil, me viene con el chaval… a quien por lo demás le he tomado mucho afecto ahora y trato como a mi propio hijo…

—¿Con quién ha tenido María el hijo? —pregunté con desenvoltura.

—Sí —repitió el viejo con una mezcla de escarnio y amargura, como si lamentara que no fuera suyo—, ¿con quién ha tenido María el hijo?

—¡El joven tiene que tener un padre! —me apresuré a decir con la esperanza de imprimir más fluidez a la conversación, dándole un tono humorístico.

—… tiene que tener un padre —repitió mi anfitrión pensativo, de una forma mecánica.

—El chico es rubio —empecé de nuevo—, tiene la piel blanca, es una auténtica criatura del Norte. Tal vez un rubio artesano ambulante, que pasara por aquí la noche por azar, igual que yo ahora, haya seducido a la judía.

—¡Por el amor de Dios! La pequeña tenía en esa época catorce años como mucho.

Al oír estas palabras, percibí con claridad ruidos que procedían de la pocilga. El viejo también los percibió y apretó con fuerza el vaso de vino.

—Entonces fue violada —añadí.

El viejo se levantó y negó vehementemente con la mano. Se dirigió hacia la puerta y se puso a escuchar. Como todo permanecía en silencio, volvió, se sentó de nuevo y me preguntó:

—¿No habla usted algo de hebreo?

—Ni una palabra —respondí.

—Si usted hablara algo de hebreo podríamos comunicarnos con más facilidad. ¡Las cosas de las que se tratan aquí son de una naturaleza tan complicada…!

—¡Santo cielo! —repliqué—. Las cosas de las que estamos hablando son las mismas en todos los idiomas y en todos los países del mundo. La cuestión es, ¿quién engendró al hermoso muchacho?

—María afirma que no ha sido un hombre.

—Ja, ja, ja, ja, ja —vociferó y chasqueó la lengua de nuevo alguien en la pocilga, y pareció dar volteretas.

Me levanté de mi asiento sobresaltado; no podía decir qué me produjo más asco y angustia, si la respuesta del viejo o la voz de aquel monstruo invisible. Mi anfitrión se quedó callado, abatido y sombrío, miró hacia abajo y se agarró a la jarra de barro con desesperación. En la casa reinaba un silencio de muerte; sólo el reloj continuaba haciendo tic-tac ininterrumpidamente. Volví a sentarme, despacio. Durante mucho tiempo nadie pronunció palabra; finalmente prevaleció mi curiosidad y la seguridad de que sólo una cierta dosis de coraje podría arrancar al viejo su secreto.

—¡No ha sido ningún hombre! —comencé a decir con voz apagada, dirigiéndome al viejo con tono escrutador—. Si no ha sido un hombre, ¿qué ha sido entonces?

El viejo se encogió de hombros confundido, como si no quisiera o no pudiera responder, y miró perplejo a su vaso, algo ebrio y a punto de llorar.

—Si no ha sido un hombre —repetí con voz inquisitiva—, ¿qué ha sido entonces?

—Algo —masculló mi anfitrión cohibido y en voz baja.

—¿Qué clase de algo? —interrumpí a tempo. Volvió a encogerse de hombros.

—Tal vez un soplo, un aliento, algo invisible, una fuerza —comenzó a decir el viejo, que parecía más excitado y apasionado—, ¡quién sabe! María me contó que una tarde se había quedado dormida en su habitación. Hacía calor, las ventanas estaban abiertas, las persianas bajadas; entonces llevaba pocas semanas en mi casa; yo no sabía si mentía; los niños mienten a menudo y entonces apenas era una niña, tan joven, tan joven…

El viejo se detuvo.

—Siga, siga, ¿qué ocurrió? —pregunté, apremiándole.

—María se había desnudado, y de repente, según me contó, oyó, probablemente en sueños, un viento huracanado que se abatía sobre la casa; una de las persianas se levantó y de repente…

(Pausa)

—Y de repente ¿qué? De repente… ¡siga!

—De repente —retomó el viejo la palabra— vio ante sí una figura blanca y poderosa, de cabellos luminosos, que se inclinó sobre ella, le susurró algo y le causó dolor hasta que la muchacha gritó súbitamente. Entonces se desvaneció; cuando se levantó, sus vestidos estaban en desorden y la habitación llena de vapores sulfurosos; afuera brillaba el sol. ¡Al cabo de nueve meses la muchacha me trajo al chico rubio! —En ese momento se detuvo el viejo y vació con gran satisfacción el vaso lleno de un trago.

—¿No tenía en esa época ningún criado a su servicio? —pregunté bruscamente, a propósito, para terminar de una vez con el tono ebrio y sentimental.

—No había nadie en la casa ni en los alrededores; no sucede a menudo que alguien se aventure a venir por aquí, ¡puesto que tenemos mala fama!

—¿Sigue sosteniendo la muchacha que se quedó embarazada sin culpa y sin haber tenido trato consciente con hombre alguno?

—No sólo eso —aseguró el viejo—, cada vez da más bombo al asunto; no quiere comunicar a nadie las palabras que la criatura incomprensible le susurró; considera que todo esto es un milagro y que el chico es una criatura milagrosa, y quien lo ve debe asentir a ello.

—¿Y usted cree en todo esto? —le pregunté lleno de asombro.

—No me quedaba más remedio —enfatizó el viejo—; habría perdido mi posición en la casa y la fama en la vecindad; y ahora —añadió mi anfitrión con énfasis—, después de veinte años, mi posición en la casa se iría al diablo si dejara de creerla; ahora que no puedo valerme por mí mismo, tengo que conformarme con que me soporten.

—¿Así que es un milagro por conveniencia? —pregunté casi indignado.

—El asunto se me ha escapado de las manos —exclamó el viejo golpeándose las rodillas con ambas manos, lleno de desesperación—. Ya no se puede volver atrás; un milagro es un milagro; la muchacha cree en él, el hijo cree en él, y yo también; la vecindad cree en él, a pesar de que se ríen a escondidas y se guiñan el ojo. Y lo mejor de todo es que la muchacha espera cada año, el mismo día, a la misma hora y con los mismos vestidos la vuelta de ese ser misterioso. ¡Y acabará viniendo!

Entretanto, se había hecho tarde. El viejo no parecía dispuesto a acostarse, al contrario, volvió a llenarse el vaso después de su largo discurso, y sólo ahora que había alcanzado una posición firme, parecía encontrarse con ánimo de afrontar otra discusión enérgica. Yo sí estaba cansado, en parte por la caminata, en parte por el curso del debate. Con este viejo no había ninguna esperanza de llegar a una interpretación del asunto más serena y razonable. Porque, si le acosara demasiado con los llamados argumentos razonables, se pondría furioso; y ésta era su fuerza. Así que me levanté y pedí al viejo que me indicara un lugar para dormir.

—Olvídese de ello —observó éste y agarró la muleta—; sí, joven, espere a ser mayor. ¡Usted cree que el aire no contiene nada porque puede mirar a través de él! Entre nosotros y el cielo existen miles de cosas, pero hay que saber verlas.

Renuncié a comentar estas palabras. El viejo encendió una vela y salió delante de mí por la puerta, cojeando y carraspeando.

En el pasillo, a la derecha, pasamos al lado de la cocina, que tenía un aspecto descuidado y estaba negra por el humo. Luego seguimos hasta la escalera que conducía al piso superior haciendo un ángulo agudo. Junto a la escalera había una puerta de dimensiones reducidas.

—Ésta es —observó el viejo señalando hacia la entrada con la muleta— la habitación donde aconteció lo incomprensible hace más de veinte años… joven, ¡estaría tal vez contento si algún día poseyera una habitación tan estrecha y minúscula!

Después subimos haciendo ruido y jadeando.

—Además —observó el viejo una vez arriba, cogiéndome por los hombros torpemente—, no le dé más vueltas al asunto; y mañana por la mañana no diga nada a mi hija y a mi querido hijo, esto les desagrada. Todo está demasiado reciente… Y ahora duerma usted bien… Allí está su habitación. ¡Coja la vela!

Me apresuré a coger la vela, que vacilaba con violencia en el aire, y entré en el aposento indicado, donde no observé nada fuera de lo común. Un cuarto pintado de azul, provisto de cortinas de tafetán verde con dibujos. Una mesa coja e inclinada, con viejas manchas de tinta; una pequeña estufa de hierro con un tubo doblado; una armadura de cama pintada de amarillo sobre cuatro patas altas y delgadas, con sábanas suaves y un edredón muy pesado a cuadros, de color rojizo; una mesita de noche con un orinal amarillo y una silla con una funda floreada ya rota.

Hacía frío y me acosté tiritando en la cama que crujía. Todavía escuché algún alboroto abajo y después un silencio de muerte invadió toda la casa.

Pero no conseguía dormirme. El secreto de estas tres personas, la extraña relación que tenían entre ellos, la circunstancia de que el viejo, que antes era el dueño absoluto en su pequeño dominio, fuera vencido por las intrigas de la astuta judía, ocupaba sin cesar mi alma. Era natural, me decía a mí mismo, que el joven hubiera crecido totalmente bajo la influencia de la madre; toda madre hace de su hijo lo que quiere; pero lo que no se puede enseñar es la excentricidad y el misticismo del joven, que parecía siempre ausente. ¿De dónde lo había recibido, puesto que nadie en la casa tenía ese carácter o se comportaba de esa forma? Supongamos que el joven tuviese que hacer el servicio militar, ¿acabaría reformado a causa de la perversión mental? Y por otro lado, ¿qué se podía decir sobre su misterioso nacimiento? Es posible que una jovencita haga creer una cosa así a los demás, pero no todos están dispuestos a creer tal cosa. Sin embargo, la muchacha debía, también en el caso de un hijo natural, declarar quién era el padre. ¿Qué declaró ella entonces? ¿Podría ser el mismo viejo quien…? ¿Y por miedo, a causa de la minoría de edad de la persona, podría haber inventado esta fantasía? Habría sido más fácil haber echado la culpa a un artesano ambulante. Total, aquí no encajaba nada. ¿Y qué era el monstruo encerrado en la pocilga? Otra vez me representé todo el episodio tal como me lo cuenta el viejo. Tuve que reconocer que había sido inventado de un modo ingenioso. Es característico de las mujeres mezclar hasta tal punto lo real y lo fantástico que uno no sabe dónde empieza una cosa y dónde termina la otra, de modo que hay que aceptar toda la historia o rechazarla por completo. A nadie le extrañará que una joven en una tarde calurosa se medio desnude y se acueste en su cuarto con las persianas echadas.

Me acordé del cuarto que el viejo me había señalado al subir las escaleras. Me dije: si te vas ahora de esta casa y cuentas por todas partes esta extraña historia, cualquiera te preguntará por este cuarto. Ya que a la mañana siguiente apenas tendría tiempo, ni oportunidad de verlo, decidí bajar en el acto. Me levanté y poco después me encontré en calcetines en el pasillo.

¿Si me descubrieran? Ya tenía pensado un pretexto para justificar el hecho de haber salido en plena noche.

Mis botas seguían en la puerta tal como las había dejado. Ningún ruido en toda la casa. Avancé en calcetines hasta la escalera. El primer escalón crujió perceptiblemente. Sin embargo; seguí. Llegué abajo a salvo; palpé la pared y encontré el picaporte. Lo bajé, la puerta estaba cerrada, no había ninguna llave. Me enfurecí y decidí penetrar en el cuarto a toda costa. Ya arriba, en mi habitación, me había llamado la atención el mal estado de la cerradura; es decir, la cerradura estaba en el mismo estado que los muebles, las paredes, los utensilios y toda la casa. Sin embargo, esta cerradura de abajo parecía más sólida. Levanté la puerta para ver si podía sacarla de este modo del quicio. Esto también fue inútil. Pero cuando me apoyé en la escalera para volver a forzar la cerradura que, como pude comprobar, estaba mal fabricada y poco sujeta, la puerta se abrió de golpe, a pesar de los hierros, y me precipité en el cuarto, envuelto en una corriente helada, mientras un palomo huía por la ventana medio abierta, arrullando furiosamente y dando violentos aletazos. La luna estaba a este lado de la casa y proyectaba un rayo frío y azulado que entraba por el hueco de la ventana. Cuando me había recuperado de la sorpresa, vi una habitación tan sencilla como casi todas las de la casa. En el rincón, frente a la ventana, se encontraba una cama con una colcha de un rojo encendido que estaba arrugada y desordenada, como si alguien hubiera estado echado en ella; y la manta, igual que el suelo, estaba totalmente cubierta de palomina. De unos clavos en la puerta colgaban unos vestidos azules de arpillera raídos, y la pollera roja de lana que suelen llevar las mozas campesinas de Franconia. En la pared se podía ver el trozo de un espejo roto y deslustrado. Fuera, a través del batiente abierto de la ventana, vi cómo los rayos helados y azulados de la luna iluminaban el suelo endurecido. Detrás de la casa, desde un lugar invisible para mí, oí un furioso arrullo reprimido que procedía del palomar. Pero distinguí otra presencia que no tardó en dejarse oír también: la pocilga quedaba a unos veinte metros delante de mí. Y no sé si por el exasperante claro de luna o por el estruendo que había provocado al hacer saltar la puerta, la bestia que estaba allí encerrada había sacado la cabeza por un ventanuco, por encima de la puerta. Y allí lloriqueaba enloquecida, dirigiéndose hacia la luna o hacia mí. No pude distinguir claramente la cabeza porque la luna llena proyectaba la negra sombra del techo del establo sobre el ventanuco. Pero distinguí los ojos amarillentos y oí que el cráneo duro y pesado chocaba repetidamente contra el techo; y el mugido exasperado, que llegaba hasta mí a través del nocturno silencio de muerte, se confundía con aquellos gruñidos y ladridos escarnecedores que ya durante la cena, en el salón, tanto me habían horrorizado. Tiritando de frío y lleno de repulsión abandoné la habitación y cerré la puerta como pude. Me volví a acostar y dormí mal e inquieto el resto de la noche.

Cuando me levanté, vi que el sol ya entraba en mi habitación, y desde la cocina subía un olor caliente y asqueroso. Me vestí rápidamente, cansado e irritado por las experiencias de la tarde anterior y de la pasada noche. Después de todo tuve que decirme: los moradores de esta posada son tan interesantes como sus habitaciones y su comida son deficientes, y, aunque como viajero a pie que era, no solía ser demasiado exigente, apreciaba sin embargo una buena cama y una sopa sustanciosa. Con estos pensamientos salí de la habitación para recoger las botas. Estaban sin limpiar. Entonces me enfadé.

—¡Christian! —grité autoritariamente por el pasillo—. ¡Christian!

Y cuando éste subió las escaleras le dije:

—¡Ni siquiera me han limpiado las botas! ¡Vaya posada!

El joven había subido en su blanco hábito, y mientras intentaba quitarme las botas de las manos, con voz dolorida y patética, exclamó sollozando:

—Sus preocupaciones, señor, giran en torno a un par de botas y a su brillo, pero yo, señor, tengo clavadas en la carne las espinas de una locura insaciable. La inmundicia de toda la humanidad roe mi corazón, y la compasión por el mundo entero ya no quiere abandonarme… Lléveme con usted, señor, me pudro en esta casa; la basura y el egoísmo me asfixian; lléveme con usted, señor, al mundo, para que muera por ellos…

Al decir esto, el joven, que en ese momento irradiaba una belleza angelical, se tiró al suelo y se agarró a mis rodillas. Vi entonces que el pobre joven estaba enfermo; le quité rápidamente las botas y volví a mi habitación.

Un cuarto de hora más tarde estaba sentado en el salón tomando café amargo de bellota y un trozo de pan duro como una piedra. La judía no se dejó ver, pero la oí trajinando en la cocina. El viejo estaba sentado en la butaca temblando y balbuceando, totalmente incapaz de coordinar sus movimientos; los ojos hinchados y húmedos. Intentó hacerme hablar. Pero yo evité todo tipo de conversación. Sentí el impetuoso impulso de abandonar esta maldita casa. Cuando mi mochila estuvo preparada, pagué el alojamiento y la comida. Debo confesar que la suma era ridícula. El viejo me devolvió unas monedas que, como vi más tarde con un poco de asombro por mi parte, eran monedas extranjeras acuñadas con retratos del rey Herodes y del emperador romano Augusto. El viejo me balbuceó algunas palabras más al estrecharle la mano para despedirme. La judía cerró de un golpe la puerta cuando me asomé al pasillo, y oí que el joven seguía sollozando arriba, desesperadamente, cuando abrí la puerta de la casa.

Fuera todo me parecía más prosaico y banal que la tarde anterior. Hacía un día claro y frío que apartaba de la mente toda fantasía. Entonces no pude impedir enfadarme por todo lo que había vivido y cavilado. Avancé deprisa sin volver la vista atrás. Y pronto llegué a la carretera. Soplaba un viento helado del Este. No más allá de veinte pasos, pero en dirección contraria a la mía, estaba sentado un picapedrero, dedicado a su trabajo, picando con fuerza. No pude evitar acercarme a él.

—¡Eh, viejo! —le grité—. ¿Conoce usted la posada que está ahí detrás, en el bosque?

—Sí, sí —respondió con el mejor acento de Franconia—, es un desolladero.

—¿Un desolladero? —le pregunté asombrado—. ¿Qué quiere decir con desolladero?

—Pues eso, donde se mata a los viejos caballos y los perros sarnosos —observó y se rió burlándose de mi ignorancia mientras seguía hablando—. No es nada honesto, la gente lo llama el emponzoñadero.

—¿El emponzoñadero? —pregunté—. ¿Por qué?

—Pues eso, que de allí no sale nada bueno y no entra nada bueno.

Cuando me detuve sorprendido y le miré, siguió hablando de esta forma:

—De esa gente no se sabe de dónde vienen y de qué viven.

—A pesar de todo —repliqué—, yo he conseguido salvar el pellejo.

—Mejor para usted —exclamó el picapedrero, y agitó el martillo cubierto de polvo blanco—, mejor para usted; siga su camino, no vuelva la vista atrás, ¡y olvídese del matadero…!

—Ja, ja, ja, ja, ja —se oyó un balido como el de la pocilga, que procedía del interior del bosque.

Instintivamente, me puse en camino. Saludé al picapedrero y seguí por la carretera a buena marcha, sin volver la vista atrás durante una hora.