Capítulo 8

La caja verde cruzó el sector comercial y dobló hacia un establecimiento donde estaba escrito en el escaparate OFICINA DE MEJORES NEGOCIOS. Sin detenerse, entró por la puerta abierta, y allí había esperándome media docena de hombres y mujeres viejos y hombres muy viejos. También un par de mujeres. La caja verde se detuvo.

Uno de ellos se acercó y me quitó de la mano la placa de metal. La miró, luego se volvió y se la entregó al más viejo de los hombres viejos, un tipo arrugado con unos pantalones muy anchos y una visera verde y unas gomas en las mangas de la camisa a rayas para sujetarlas.

—Quilla June, Lew —dijo el tipo al viejo.

Lew cogió la placa de metal y la metió en el cajón de arriba a la izquierda de un escritorio.

—Será mejor que le quites sus armas, Aaron —dijo el viejo.

Y el tipo que me había quitado la placa me limpió.

—Suéltale, Aaron —dijo Lew.

Aaron se acercó a la parte posterior de la caja verde y se oyó un «clic» y los guantes-cables se escondieron en la caja, y yo caí al suelo. Tenía los brazos entumecidos donde la caja me había sujetado. Froté uno y luego el otro, y les miré furioso.

—Ahora, muchacho… —empezó Lew.

—¡Cierra el pico, ojo de culo!

Las mujeres palidecieron. Los hombres se pusieron muy serios.

—Ya dije que no resultaría —dijo otro de los viejos a Lew.

—Mal negocio éste —dijo uno de los más jóvenes.

Lew se inclinó hacia delante en su silla de respaldo recto y me apuntó con un dedo retorcido.

—Muchacho, será mejor que te portes bien.

—¡Espero que todos tus jodidos hijos sean retrasados mentales!

—¡Esto no resultará, Lew! —dijo otro hombre.

—Golfo —dijo una mujer de boca picuda.

Lew me miró fijamente. Su boca era una rayita asquerosa y negra. Me di cuenta de que aquel hijo de puta no tenía un solo diente en su maldita boca que no estuviese podrido y apestase. Me miraba con malévolos ojillos… Dios mío, qué feo era, como un pájaro dispuesto a arrancarme a picotazos la carne de los huesos. Parecía a punto de decir algo que no iba a gustarme.

—Aaron, quizá sea mejor que se haga cargo de él otra vez el centinela.

Aaron se acercó a la caja verde.

—De acuerdo, vale —dije, alzando la mano.

Aaron se detuvo, y miró a Lew, que asintió. Luego Lew volvió a inclinarse hacia delante y volvió a apuntarme con su garra.

—¿Estás dispuesto a portarte bien, hijo?

—Sí, eso creo.

—Será mejor que lo hagas.

—De acuerdo. Lo haré.

—Y ten cuidado con lo que dices.

No contesté. Viejo idiota.

—Tú eres para nosotros una especie de experimento, muchacho. Intentamos conseguir uno de vosotros por otros medios. Enviamos a algunos arriba para capturarlo, pero nunca volvieron. Pensamos que sería mejor atraerte con algún cebo para que bajaras tú mismo.

Reí burlonamente. Aquella Quilla June. ¡Ya me encargaría de ella!

Una de las mujeres, algo más joven que boca picuda, se acercó y me miró a la cara.

—Lew, nunca sacarás nada en limpio de éste. Es un sucio asesino. Mira esos ojos.

—¿Te gustaría que te metiesen por el culo el cañón de un rifle, zorra?

Retrocedió de un salto. Lew se enfadó otra vez.

—Perdón —dije—. No me gusta que me insulten. Soy un macho, ¿comprende? Se calmó y riñó a la mujer:

—Mez, déjale en paz. Estoy intentando aclarar las cosas. Así no haces más que estropearlo todo.

Mez retrocedió y se sentó con los otros. ¡Aquellos seres repugnantes eran empleados de la Oficina de Mejores Negocios!

—Como te decía, muchacho, eres para nosotros un experimento. Llevamos aquí en Topeka cerca de veinte años. Se está bien aquí abajo. Es un lugar tranquilo, donde hay gente buena y honrada que se respeta mutuamente. No hay crímenes, se respeta a los viejos, y es un lugar magnífico para vivir. Estamos creciendo y prosperando.

Esperé.

—Pero, bueno, hemos descubierto que alguna de nuestra gente no puede tener más hijos…, y las mujeres que pueden tenerlos, tienen casi todas chicas. Necesitamos hombres. Cierto tipo especial de hombres.

Me eché a reír. Era demasiado bueno para ser verdad. Me querían para semental. No podía parar de reír.

—¡Grosero! —dijo ceñuda una de las mujeres.

—Esto ya es bastante terrible para nosotros, muchacho. No lo hagas peor todavía.

Lew estaba muy nervioso.

Así que yo había pasado arriba en la superficie casi todo el tiempo mío y el de Sangre tratando de encontrar un culo y allí abajo me querían para que sirviese al mujerío. Me senté en el suelo y me eché a reír hasta que se me escaparon las lágrimas.

Por fin me levanté y dije:

—Vale, vale. De acuerdo. Pero para que lo haga tendréis que prometerme un par de cosas.

Lew me miró fijamente.

—Lo primero que quiero es a esa Quilla June. La voy a joder hasta que no pueda más y luego le atizaré un buen golpe en la cabeza igual que ella me hizo a mí.

Parlamentaron un rato y luego Lew dijo:

—No podemos tolerar ninguna violencia aquí abajo, pero supongo que tanto da empezar por Quilla June como por cualquier otra. Ella es capaz, ¿no es cierto, Ira?

Un tipo flaco de piel amarillenta asintió. No parecía muy feliz con el asunto. Era sin duda el padre de Quilla June.

—Bueno, venga, empecemos —dije—. Que se pongan en fila.

Empecé a bajar la cremallera de mis pantalones.

Las mujeres chillaron, los hombres me agarraron y me trasladaron a una residencia donde me dieron una habitación y me dijeron que tenía que conocer un poco mejor Topeka antes de ponerme a trabajar, porque el asunto era, bueno, en fin, vaya, un poco delicado, y tenían que preparar a la ciudad para que pudiera aceptarlo…, pensando, supongo, que si yo funcionaba bien, importarían unos cuantos jóvenes sementales más de arriba y nos dejarían por allí sueltos.

Así que pasé algún tiempo conociendo a la gente de Topeka, viendo lo que hacían, cómo vivían. Era estupendo, maravilloso. Se sentaban en mecedoras en los porches delanteros, segaban el césped de sus jardines, charlaban en la gasolinera, metían monedas en las máquinas de chicles, pintaban franjas blancas en medio de la carretera, vendían periódicos en una esquina, escuchaban una banda en el parque, jugaban a la pata coja y al castro, limpiaban coches de bomberos, se sentaban en bancos a leer, lavaban ventanas, podaban matorrales, se quitaban el sombrero para saludar a las damas, repartían botellas de leche en carritos, cuidaban caballos, tiraban un palo para que lo recogiera el perro, nadaban en una piscina comunal, escribían con tiza precios de verduras en una tabla a la puerta de una tienda, paseaban de la mano con algunas de las chicas más feas que he visto en mi vida y, en fin, me resultaban absolutamente fastidiosos e insoportables.

Al cabo de una semana me entraron ganas de ponerme a gritar. Me sentía encerrado dentro de aquella lata.

Sentía sobre mí el peso de la tierra.

Todo lo que comían era mierda artificial: guisantes artificiales y carne falsa, pollos de imitación, todo me sabía a tiza y a polvo.

¿Educados? Dios mío, daban ganas de vomitar viendo la mierda, las hipocresías y las mentiras, que ellos llamaban educación. Hola señor esto y hola señor aquello. Y ¿cómo está usted?, y ¿cómo está la pequeña Janie?, y ¿cómo van las cosas?, y ¿va a ir usted a la reunión de la asociación el viernes?… Empecé a volverme loco en la habitación de la residencia.

La manera dulce, limpia, inmaculada y encantadora que tenían de vivir era suficiente para matar a cualquier tipo. No me extrañaba que a los hombres no se les levantara y que tuviesen cachorros con rajas en vez de bolas.

Los primeros días todos me miraban como si estuviese a punto de estallar y cubrir de mierda sus lindas vallas encaladas. Pero al cabo de un tiempo, se acostumbraron a verme. Lew me llevó a la zona comercial y me compró un par de monos y una camisa que cualquier solo podría haber localizado a un kilómetro de distancia. Aquella Mez, aquella zorra que me había llamado asesino, empezó a rondarme, y al fin dijo que quería cortarme el pelo, para que pareciese civilizado. Pero yo sabía muy bien lo que pretendía.

No había en ello nada de malo.

—¿Qué pasa, cono? —le clavé—. ¿Es que tu viejo no te hace caso?

Se metió el puño en la boca y yo me eché a reír como un tonto.

—Córtale los huevos, nena. Mi pelo está bien como está.

No supo qué decir y se marchó corriendo. Corriendo como si tuviese un tubo de escape diesel.

Las cosas siguieron así durante un tiempo. Yo paseando y ellos viniendo a verme y a alimentarme, manteniendo toda su carne joven fuera de mi camino hasta que preparasen a la ciudad para lo que vendría conmigo. Así encerrado, no pude pensar bien durante un tiempo. Me sentía encajonado, sentía claustrofobia y me sentaba en la oscuridad bajo el porche de la residencia. Luego esto pasó y empecé a sentirme fastidiado, a burlarme de ellos, luego me sentí triste, luego deprimido.

Por fin, empecé a pensar en las posibilidades de salir de allí. Todo empezó cuando me acordé de aquel perro de aguas que le había dado para comer a Sangre tiempo atrás.

Tenía que haber salido de un sitio de aquellos. Y no podía haber subido por el tubo de descenso. Por tanto tenía que haber otros medios de salir.

En fin, me dejaban andar con bastante libertad por la ciudad, siempre que cuidase las maneras y no intentase nada raro. Aquella caja centinela verde andaba siempre cerca de mí.

Por fin encontré la salida. Nada espectacular; tenía que haberla y la encontré.

Luego descubrí dónde guardaban mis armas, y consideré que estaba ya preparado.

Casi.