Debería de haberlo sabido. O de haberlo sospechado. Desde luego, de vez en cuando una chica subía a ver lo que pasaba en la superficie, a ver lo que había sido de las ciudades; sí, sucedía. Había creído lo que ella me había contado. Enroscada a mi lado en aquella caldera de vapor, había creído que ella quería ver lo que era hacerlo con un hombre, que todas las películas que había visto en Topeka eran aburridas y sosas y las chicas de su escuela hablaban sobre películas porno, y una de ellas tenía un librito de historietas de ocho páginas y ella lo había leído con la boca abierta… Sí, la había creído.
Era lógico. Debería de haber sospechado algo al ver que dejaba aquella placa de identidad metálica. Era demasiado fácil. Sangre había intentado convencerme. ¿Torpe?
¡Sí! En cuanto se cerró detrás de mí el acceso, el zumbido se hizo más fuerte y brotó de las paredes una luz fría. Pared. Era un compartimiento circular con sólo dos lados de pared: dentro y fuera. La pared palpitaba luz y el zumbido se hizo más sonoro, y luego él suelo donde yo estaba se dilató lo mismo que había hecho la puerta exterior. Pero yo estaba allí de pie como un ratón en una historieta y mientras no mirase hacia abajo estaba tranquilo, no caería.
Luego empecé a asentarme. Caí a través del suelo, el iris se cerró sobre mi cabeza.
Caía tubo abajo, aumentando la velocidad pero no demasiado, simplemente cayendo de forma constante. Por fin sabía lo que era un tubo de descenso.
Bajé y bajé y cada poco iba viendo algo como NIVEL 19 o ANTICONT 55 o TUBO DE
ALIMEN o BOMBA DE SEG 6 en la pared, y vagamente pude distinguir la sección de un iris… pero la caída no cesaba.
Por último llegué al fondo, y allí estaba escrito en la pared LÍMITES DE LA CIUDAD
TOPEKA POBLACIÓN 22.860, y allí quedé quieto sin tensión alguna, doblando un poco las rodillas para aminorar el impacto, que no fue gran cosa.
Utilicé de nuevo la placa de metal, y el iris (mucho mayor esta vez) se abrió y tuve mi primera visión de un bajo.
Se extendía unos treinta kilómetros hasta el indefinido y brillante horizonte de metal tipo lata, donde la pared que había detrás de mí se curvaba y se curvaba y se curvaba hasta completar un liso y cerrado circuito y volvía rodeando… rodeando… rodeando hasta donde yo estaba contemplando. Me encontraba al fondo de un gran tubo de metal que se extendía hasta el techo situado casi a un kilómetro sobre mi cabeza, y de treinta kilómetros de diámetro. Y en el fondo de aquella lata alguien había construido una ciudad que parecía exactamente una foto de uno de los libros de la biblioteca de la superficie. Yo había visto una población como aquella en los libros. Exactamente como aquella. Limpias casitas y curvadas callecitas y jardines bien cuidados y una zona comercial y todo lo demás que hubiese tenido Topeka.
Excepto un sol, excepto pájaros, excepto nubes, excepto lluvias, excepto nieve, excepto frío, excepto viento, excepto hormigas, excepto polvo, excepto montañas, excepto océano, excepto grandes campos de trigo, excepto estrellas, excepto la luna, excepto bosques, excepto animales corriendo libremente, excepto…
Excepto libertad.
Estaban enlatados allí abajo, como peces muertos. Enlatados.
Sentí una terrible angustia. Deseé salir. ¡Fuera! Empecé a temblar, notaba frío en las manos y sudor en la frente. Había sido una locura bajar allí. Tenía que salir. ¡Fuera!
Di la vuelta para volver al tubo, y entonces me agarró.
¡Aquella zorra de Quilla June! ¡Debería de haberlo sospechado! La cosa era baja y verde y en forma de caja, y tenía cables y guantes en las terminaciones en vez de brazos, y rodaba sobre cadenas y me agarró.
Me izó hasta su tapa cuadrada y lisa y allí me inmovilizó con los guantes, sin que yo pudiese hacer maniobra alguna, sólo intentar dar patadas a aquel gran ojo de cristal que había delante, pero sin conseguirlo. La cosa tenía sólo un metro veinte de altura, y mis zapatos casi llegaban al suelo, pero faltaba un poco, y la máquina empezó a caminar hacia Topeka, llevándome con ella.
Había gente por todas partes. Sentados en mecedoras en sus porches delanteros, segando sus prados, paseando por la gasolinera, metiendo monedas en las máquinas de chicles, pintando una faja blanca en medio de la carretera, vendiendo periódicos en una esquina, escuchando una banda en un parque, jugando a la pata coja y al castro, limpiando un coche de bomberos, sentados en bancos leyendo, lavando ventanas, podando matorrales, quitándose el sombrero para saludar a las damas, recogiendo botellas de leche en carritos, cuidando caballos, tirando un palo para que un perro lo recoja, nadando en una piscina comunal, escribiendo con tiza precios de verduras en una tabla fuera de una tienda, paseando de la mano con una chica, todos viéndome pasar en aquella maldita máquina.
Podía oír a Sangre hablando, diciendo exactamente lo que había dicho antes de que yo entrase en la rampa: Allí todo está reglamentado, todos son carcas, y conocen a todo el mundo; odian a los solos; han bajado demasiados bandidos a robar y a violar a sus mujeres, y a quitarles su comida… Tendrán sistemas de defensa. ¡Te matarán, hombre!
Gracias, chucho.
Adiós.