Capítulo 6

—Ya te dije que no era buena.

Me miraba mientras me untaba la herida con desinfectante de mi botiquín y pintaba la piel con yodo. Reía entre dientes cuando yo me encogía.

Recorrí la caldera reuniendo todas las municiones que podía llevar y dejando la Browning por el 30-06, más pesado. Luego encontré algo que debía habérsele caído a ella de entre la ropa. Era una pequeña placa de metal, de unos diez centímetros de longitud por cuatro de altura. Tenía una serie de números grabados, y unos agujeros que parecían hechos al azar.

—¿Qué es esto? —pregunté a Sangre.

Me miró; lo olfateó.

—Debe de ser una especie de carné de identidad para salir de las antípodas.

Eso me dio una idea.

Me la metí en el bolsillo y salí. Hacia el tubo de descenso.

—¿Dónde demonios vas? —gritó Sangre detrás de mí—. ¡Vuelve, allí te matarán!

—¡Tengo hambre, maldito!

—¡Albert, hijo de puta! ¡Vuelve aquí!

Seguí andando. Tenía que encontrar a aquella zorra y partirle la cabeza. Aunque tuviese que ir abajo para encontrarla.

Tardé una hora en llegar al tubo de descenso que llevaba a Topeka. Creí ver a Sangre seguirme, pero procuraba esconderse. No le hice caso. Yo estaba como loco.

Por fin apareció. Una columna alta y recta de negro metal resplandeciente. Debía de tener unos seis metros de diámetro, era perfectamente lisa en la cúspide y se hundía recta en el suelo. Era una tapa, nada más. Caminé directamente hacia ella y hurgué en mi bolsillo buscando la tarjeta metálica. Entonces algo me tiró de la pernera derecha.

—Escucha, imbécil, ¡no puedes bajar ahí!

Le aparté de una patada, pero volvió.

—¡Escúchame!

Me volví y le miré.

Sangre se sentó; el polvo se alzó a su alrededor.

—Albert…

—Me llamo Vic, pequeño lameculos.

—De acuerdo, de acuerdo, dejémonos de tonterías. Vic —su tono se suavizó—. Vic.

Vamos, hombre.

Estaba intentando llegar hasta mí. Yo estaba realmente hirviendo, y él intentaba razonar. Me encogí de hombros y me acuclillé a su lado.

—Pero, hombre —dijo Sangre—, es que no te das cuenta de que esa chica te ha desquiciado. Tú sabes que no puedes bajar ahí. Allí todo está reglamentado, todos son carcas, y conocen a todo el mundo; odian a los solos; han bajado demasiados bandidos a robar y a violar a sus mujeres, y a quitarles su comida… tendrán sistemas de defensa. ¡Te matarán, hombre!

—¿Y por qué demonios te preocupas tanto por mí? Siempre andas diciendo que estarías mucho mejor sin mí.

Eso le afectó.

—Vic, llevamos juntos casi tres años. Hemos pasado por cosas buenas y malas. Pero esta puede ser la peor. Tengo miedo, amigo. Miedo de que no puedas volver. Y tengo hambre, y tendré que encontrar a alguien que se ocupe de mí… y ya sabes que la mayoría de los solos están ahora en bandas. Sería el último mono. Y estoy herido.

Lo comprendía. Lo que decía era razonable. Si yo dejase de ser un solo y me incorporase a una banda, también me pasaría lo que a él, sería un culoseco para todos los malditos jinetes del grupo. Pero no podía pensar más que en aquella zorra, aquella Quilla June, en cómo me había violado. Y luego veía las imágenes de sus pechos suaves, los pequeños gemidos que soltaba cuando yo estaba dentro, y moví la cabeza pensando que a pesar de todo tendría que bajar.

—Tengo que hacerlo, Sangre. Tengo que hacerlo.

Respiró hondamente y se encogió aún más. Sabía que era inútil.

—No te das cuenta siquiera de lo que te ha hecho, Vic.

Me incorporé.

—Procuraré volver rápido. ¿Me esperarás?

Guardó silencio largo rato y yo esperé.

—Esperaré un poco —dijo por fin—. Quizás esté aquí. Quizá no.

Comprendí. Di la vuelta y empecé a caminar alrededor de la columna de metal negro.

Encontré por fin una ranura en la columna y metí en ella la tarjeta de metal. Hubo un suave ronroneo y luego una sección del pilar se dilató. Yo no había visto siquiera las líneas de las secciones. Se abrió un círculo y entré. Me volví y ahí estaba Sangre mirando. Nos miramos un rato, mientras la columna zumbaba.

—Hasta luego, Vic.

—Cuídate, Sangre.

—Vuelve pronto.

—Procuraré.

—Sí. Bueno.

Luego me volví y avancé hacia al interior. El tubo portal de descenso se cerró como un iris tras de mí.