Capítulo 3

Allí no había más que vacíos cadáveres de edificios calcinados. Había toda una matizaba derribada y apisonada, como si hubiese bajado del cielo una prensa de acero y le hubiese atizado un sólido ¡pam!, reduciéndolo todo a polvo. La chica estaba asustada, e inquieta, me di cuenta. Avanzaba erráticamente, mirando hacia atrás por encima del hombro y a los lados. Sabía que estaba en territorio peligroso. Ay, si supiese cuan peligroso.

Un edificio se alzaba solitario al final de una manzana aplastada, como si se les hubiera olvidado y el azar le hubiese permitido sobrevivir. Se metió dentro y al cabo de un minuto distinguí una luz oscilante. ¿Una linterna? Quizás.

Sangre y yo cruzamos la calle hasta la oscuridad que rodeaba el edificio. Era lo que quedaba de la AJC.

Eso significaba Asociación de Jóvenes Cristianos. Sangre me enseñó a leerlo.

Pero, ¿qué demonios era una asociación de jóvenes cristianos? A veces el saber leer te plantea más dudas que si fueses ignorante.

No quería que la chica saliera; allí dentro podía joderla tan bien como en cualquier otro sitio, así que puse a Sangre de guardia junto a la escalera que llevaba a la cáscara, y di la vuelta por detrás. Todas las puertas y ventanas eran marcos vacíos, por supuesto. No me fue difícil entrar. Me icé hasta el borde de una ventana y entré por ella. Oscuridad dentro.

Ningún ruido, salvo el rumor de ella moviéndose por el otro lado del viejo edificio de la AJC. No sabía si iba armada o no, y no quería correr ningún riesgo. Me colgué la Browning y saqué la automática del 45. No tenía que cargarla, había siempre un proyectil en la recámara.

Empecé a avanzar cautamente por el local. Era una especie de vestuario. Había cristales y escombros por el suelo, y toda una hilera de armarios de metal con la pintura desprendida; la explosión les había alcanzado a través de las ventanas muchos años atrás. Mis zapatos no hacían ruido alguno al cruzar la habitación.

La puerta colgaba de un solo gozne y pasé sobre ella, a través del triángulo invertido.

Salí al sector de la piscina. La gran piscina estaba vacía, con el mosaico bufado en el extremo, en la parte más alta. Olía muy mal allí; no era extraño, había tipos muertos, o lo que quedaba de ellos, a lo largo de una de las paredes. Algún maldito limpiador los había colocado allí, pero no se había molestado en enterrarlos. Me tapé nariz y boca con la bufanda y seguí avanzando.

Pasado el otro extremo del sector de la piscina, crucé un pequeño pasaje en cuyo techo había bombillas rotas. No tenía ningún problema para ver. La luz de la luna penetraba por las ventanas destrozadas y por un gran agujero que había en el techo.

Pude oírla entonces claramente, al otro lado de la puerta del final del pasillo. Me pegué a la pared y avancé hacia la puerta. Estaba entreabierta, pero bloqueada por listones y yeso caídos de la pared. Haría ruido al abrirla, era seguro. Tenía que esperar el momento adecuado.

Pegado a la pared, comprobé lo que ella hacía ahí dentro. Era un gimnasio, grande, con cuerdas colgando del techo. Ella tenía una gran linterna cuadrada sobre la grupa de un potro gimnástico. Había paralelas y una barra horizontal de unos dos metros de altura, el acero todo oxidado ya. Había anillas y un trampolín y una gran viga de madera para hacer equilibrio. A un lado había barras de pared y bancos de equilibrio, escalerillas horizontales y oblicuas y un par de cajas de salto. Decidí no olvidarme de aquel lugar. Era mucho mejor que el miserable gimnasio que yo había montado en un viejo cementerio de cocees. Para ser un solo hay que mantenerse en forma.

Se había quitado su disfraz. Allí estaba de pie, temblando, sin más vestido que el pelo.

Sí, hacía frío, y pude ver que tenía carne de gallina. Era alta, con lindas tetas y piernas delgadas. Estaba cepillándose el pelo. Le colgaba por la espalda. La linterna no daba suficiente claridad como para poder apreciar si tenía el pelo castaño o si era pelirroja, pero desde luego no era rubio, lo que resultaba mejor porque a mí me gustan las pelirrojas. Tenía sin embargo buenas tetas. No podía verle la cara, el pelo colgaba suave y ondulado ocultando su perfil.

La ropa que había llevado puesta estaba desparramada por el suelo, y lo que se disponía a ponerse estaba sobre el potro de madera. Llevaba unos zapatitos con un curioso tacón.

No podía moverme. Comprendí de pronto que no podía moverme. Era bonita, realmente bonita. Estaba extasiado sólo de estar allí viéndola, viendo cómo se ondulaba su cintura y cómo brotaban las caderas y cómo se movían los músculos de los lados de sus pechos cuando se llevaba las manos a la parte superior de la cabeza para cepillarse el pelo. Era realmente extraño, el placer que yo obtenía de estar simplemente allí solo mirando a una chica hacer aquello. Eran, sin duda, cosas de mujer. Me gustaba mucho.

Nunca me había quedado quieto mirando simplemente a una chica así. Todas las que había visto habían sido sacos de basura que Sangre había olfateado para mí y simplemente me había apoderado de ellas. O las grandes chicas de las películas. No como aquella, blanda y suave, pese a su carne de gallina. Podía seguir contemplándola toda la noche.

Dejó de cepillarse el pelo y cogió unas bragas de un montón de ropa y se las puso.

Luego cogió el sostén y también se lo puso. Nunca había sabido cómo lo hacían las chicas. Se lo puso por atrás, alrededor de la cintura, y tenía un par de costuras que encajó y que lo mantenían firme. Luego le dio la vuelta hasta que las copas quedaron delante y se lo subió hasta colocarlas en su sitio, primero un pecho y luego el otro; luego se echó las cintas por encima de los hombros. Cogió después el vestido, y yo aparté a un lado algunos escombros y listones y cogí la puerta para abrirla de golpe.

Ella tenía el vestido sobre la cabeza y los brazos alzados y metidos dentro de él y, en cuanto metió la cabeza y quedó apresada allí, por un segundo empujé la puerta y hubo un estruendo al caer trozos de madera y de yeso, y un áspero roce y salté al interior y me arrojé sobre ella antes de que pudiese librarse del vestido.

Empezó a chillar y le desgarré el vestido al arrancárselo y todo sucedió antes de que ella se diese cuenta de nada.

Estaba aturdida. Simplemente aturdida. Grandes ojos: no podía determinar de qué color eran porque estaban en la sombra. Unos rasgos realmente bellos, boca grande, nariz pequeña, pómulos exactamente como los míos, muy altos y prominentes y un hoyuelo en la mejilla derecha. Me miraba fijamente. Realmente asustada.

Y entonces (y esto es realmente extraño) sentí como si debiera decirle algo. No sé el qué. Simplemente algo. Me incomodaba ver que tenía miedo, pero qué demonios podía hacer yo. Quiero decir, después de todo iba a violarla y no podía decirle simplemente que no se acobardase por ello. Después de todo, ella había subido. Pero aun así, yo quería decir: vamos, no te asustes, sólo quiero joderte. (Nunca me había pasado antes aquello. Nunca había deseado decirle algo a una chica; simplemente usarla, y eso era todo.) Pero eso pasó y puse una pierna tras las suyas y la derribé de espaldas sobre un montón de escombros. La apunté con la 45, y abrió un poco la boca como una pequeña o.

—Ahora voy a ir allí y cogeré uno de esos colchones de lucha, para que resulte mejor, más cómodo, ¿eh? Si haces un solo movimiento te arranco una pierna de un disparo, y te joderé lo mismo, sólo que tendrás una pierna menos.

Esperé a que me indicase que entendía lo que le había dicho, y por fin asintió, así que seguí apuntándola con la automática, y me acerqué al gran montón polvoriento de colchonetas y tiré de una.

La llevé arrastrando hasta donde estaba ella y le di la vuelta para que la parte más limpia quedase arriba y utilicé el cañón de la cuarenta y cinco para obligarla a colocarse encima. Ella simplemente se sentó allí en la colchoneta, con las manos atrás y las rodillas dobladas mirándome fijamente.

Bajé la cremallera de mis pantalones y empecé a quitármelos, cuando vi que ella me miraba de un modo muy raro. Dejé los pantalones.

—¿Qué miras?

Yo estaba furioso. No sabía por qué estaba furioso, pero lo estaba.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.

Tenía una voz muy suave y como sedosa, como si brotase de una garganta que estuviese forrada de seda o de algo parecido.

No dejaba de mirarme, esperando mi respuesta.

—Vic —dije.

Parecía como si esperara más.

—¿Vic qué?

Durante un minuto no entendí lo que quería decir, luego sí.

—Vic. Sólo Vic. Eso es todo. —Bueno, ¿cómo se llaman tu padre y tu madre?

Entonces empecé a reírme y seguí bajándome los pantalones.

—Chica, eres una zorra estúpida —dije, riéndome más. Ella pareció ofendida. Eso me puso furioso otra vez—. ¡Deja de mirarme así o te rompo los dientes!

Ella cruzó las manos sobre el regazo.

Me bajé los pantalones hasta los tobillos. No pasarían por los zapatos. Tuve que apoyarme en un pie y sacar el zapato del otro. Era complicado, pues tenía que seguir apuntándola con la 45 y quitarme el zapato al mismo tiempo. Pero lo hice.

Yo estaba allí de pie en pelotas de la cintura para abajo, empalmado y todo, y ella estaba sentada un poco echada hacia delante, con las piernas cruzadas y las manos aún en el regazo.

—Quítate esas cosas —dije.

Ella permaneció inmóvil un segundo y creí que iba a causar problemas. Pero luego se llevó las manos a la espalda y se soltó el sostén. Se oyó un crac cuando separó las dos costuras. Luego se echó hacia atrás y se quitó las bragas.

De pronto ya no parecía asustada. Me miraba muy fijamente y pude ver entonces que sus ojos eran azules. Pero esto es lo realmente extraño…

No pude hacerlo. Quiero decir, no exactamente. Quiero decir, yo quería joderla, sí, pero ella era tan delicada y bonita y no dejaba de mirarme y aunque ningún solo me creería, me oí a mí mismo hablar con ella, aún allí de pie como un imbécil, un zapato fuera y los pantalones en los tobillos.

—¿Cómo te llamas tú?

—Quilla June Holmes.

—Es un nombre extraño.

—Según mi madre es bastante común allá en Oklahoma.

—¿Tu gente vino de ahí?

Asintió.

—Antes de la Tercera Guerra.

—Deben de ser muy viejos ya.

—Lo son, pero están muy bien. Supongo.

Estábamos allí simplemente inmovilizados, charlando. Me di cuenta de que ella tenía frío porque temblaba.

—Bueno —dije, disponiéndome a echarme a su lado—, creo que lo mejor será…

¡Maldita sea! ¡Aquel maldito Sangre! Justo en aquel momento entró. Cruzó entre el montón de yeso y listones, alzando polvo, deslizándose sobre el culo hasta que llegó a nosotros.

—¿Ahora qué? —pregunté.

—¿Con quién hablas? —preguntó la chica.

—Con él. Con Sangre.

—¿El perro? Sangre la miró fijamente y luego la ignoró. Empezó a decir algo, pero la chica le interrumpió:

—Entonces es verdad lo que dicen… Todos vosotros podéis hablar con animales…

—¿Vas a estar oyéndola toda la noche o vas a oírme a mí que te explique por qué vine?

—De acuerdo, ¿por qué viniste?

—Estás en un lío, Albert.

—Vamos, déjate de rodeos. ¿De qué se trata?

Sangre torció la cabeza hacia la puerta principal del edificio de la AJC.

—Una banda. Tienen el edificio rodeado. Calculo que serán quince o veinte, quizá más.

—¿Cómo demonios supieron que estábamos aquí?

Sangre parecía apesadumbrado. Bajó la cabeza.

—Bueno…

—¿Algún otro perro la olió en el cine?

—Eso mismo. ¿Y ahora qué?

—Tendremos que sacárnoslos de encima, supongo. ¿Se te ocurre alguna otra sugerencia?

—Sólo una.

Esperé. Él hizo una mueca irónica.

—Súbete los pantalones.