Capítulo 2

Lo que me había contado era lo siguiente:

Hace unos cincuenta años, en Los Ángeles, antes incluso de que empezase la Tercera Guerra, había un hombre llamado Buesing que vivía en Cerritos. Criaba perros a los que adiestraba como vigilantes, centinelas y atacantes. Dobermans, daneses, schnauzers y akitas japoneses. Tenía una perra pastora alemana de cuatro años llamada Ginger.

Trabajaba para el departamento de narcóticos de la policía de Los Ángeles. Localizaba marihuana por el olfato. Daba igual que estuviese bien escondida. Le hicieron una prueba: colocaron veinticinco mil cajas en un almacén de piezas de automóviles. En cinco de ellas habían colocado marihuana envuelta con celofán, y luego en papel de aluminio y luego en papel grueso marrón, y por último encerrada en tres cajas de cartón distintas y bien cerradas. Ginger tardó siete minutos en localizar los cinco paquetes. Al mismo tiempo que Ginger trabajaba, a unos ciento sesenta kilómetros al norte, en Santa Bárbara, los cetólogos habían extraído y reforzado médula espinal de delfín y se la habían inyectado a babuinas Chacina y perros. Habían hecho también alteraciones quirúrgicas e injertos. El primer productor válido de este experimento cetológico había sido un macho pulí de dos años llamado Ahbhu, que había comunicado telepáticamente impresiones sensoriales.

Mediante cruces y experimentos constantes habían logrado producir los primeros perros guerrilleros, justo a tiempo para la Tercera Guerra. Estos animales, telépatas a cortas distancias, fácilmente adiestrables, capaces de localizar gasolina, tropas, gas venenoso o radiación en conexión con sus controladores humanos, se habían convertido en los comandos de choque de un nuevo tipo de guerra. Los rasgos selectivos se habían afirmado. Dobermans, galgos, akitas, pulís y schnauzers se habían hecho cada vez más telépatas.

Ginger y Ahbhu habían sido los antepasados de Sangre.

Él me lo había contado miles de veces. Me había explicado la historia así, con palabras, un millar de veces, tal como se lo habían contado a él. Yo le había creído, pero nunca le había creído realmente hasta entonces, quizás.

Quizás aquel cabroncete fuese especial.

Examiné al solo que estaba encogido en el asiento del pasillo tres filas delante de nosotros. No pude advertir nada especial. El solo llevaba la gorra embutida y el peludo cuello de la chaqueta levantado.

—¿Estás seguro?

—Todo lo seguro que puede estarse. Es una chica.

—Si lo es, está haciéndose una paja igual que un tío.

Sangre dejó escapar una risita.

—Sorpresa —dijo sarcástico.

El misterioso solo siguió allí sentado durante la nueva proyección de Raw Deal. Tenía sentido, si se trataba de una chica. La mayoría de los solos y todos los miembros de las pandillas se fueron después de la película de tías que abrían las piernas. Había un boxer arrodillado frente a un jinete, filmándoselo, pero no pensé que ninguno de aquellos retorcidos se preocupasen de si había o no en el local carne de chica. La película no llenó mucho más; dio tiempo a que las calles se vaciaran; él-ella podía volver al lugar de donde había venido. Seguí allí sentado durante Raw Deal también. Sangre se echó a dormir.

Cuando se levantó el solo-misterio, le di tiempo a que cogiera sus armas si las había entregado y se fuese. Luego tiré a Sangre de su orejota peluda y le dije: «Vamos». Me siguió por el pasillo.

Recogí mis armas y examiné la calle. Vacía.

—Bien, olfateador —dije—. ¿Hacia dónde se fue?

—Hacia la derecha.

Salí de ahí, cargando la Browning de mi bandolera. No veía a nadie moviéndose entre las cascaras de los edificios bombardeados. Aquella sección de la ciudad estaba destrozada, realmente muy mal. Pero, con Nuestra Banda controlando el Metropol, no tenían que reparar ninguna otra cosa para ganarse la vida. Resultaba irónico; los Dragones tenían que mantener en funcionamiento toda una planta energética para recibir tributo de las otras bandas, la Pandilla de Ted tenía que preocuparse de la represa, los Bastinados trabajaban de peones en los huertos de marihuana, los Negros Barbados perdían un par de docenas de miembros al año limpiando los pozos de radiación de la ciudad; y Nuestra Banda sólo tenía que encargarse de aquel cine.

Quienquiera que hubiese sido su jefe, por muchos años que hiciese que las bandas empezaran a formarse a base de solos errantes, tenía que admitirlo: había sido un tipo muy listo. Sabía qué servicios eran los más interesantes.

—Dobló por aquí —dijo Sangre.

Le seguí mientras corría hacia el límite de la ciudad y la radiación verdeazulada que aún parpadeaba desde las colinas. Entonces me di cuenta de que tenía razón. La única cosa que había allí era el tubo de descenso a las antípodas. Era una chica, no había duda.

Las mejillas del culo se me tensaron al pensarlo. Iba a conseguirlo. Hacía casi un mes desde que Sangre me había olfateado una chica-solo en el sótano del Market Basket. Era una sucia y me pegó ladillas, pero era una mujer, no había duda, y en cuanto la cogí, la até y le aticé un par de veces, se portó muy bien. También le gustó, aunque me escupió y me dijo que me mataría en cuanto se soltase. La dejé bien atada, para asegurarme.

Cuando volví a mirar hace dos semanas ya no estaba allí.

—Atención —dijo Sangre, bordeando un cráter casi invisible frente a las sombras de alrededor. Algo se agitó en el cráter.

Cruzando la tierra de nadie comprendí por qué todos los solos o miembros de bandas, salvo un puñado, eran tipos. La Guerra había liquidado a la mayoría de las chicas, como sucedía siempre en las guerras… al menos eso me había contado Sangre. Las cosas que nacían pocas veces eran macho o hembra, y había que estrellarlas contra la pared en cuanto salían de la madre.

Las pocas chicas que no se habían ido abajo con los burgueses eran perras duras y solitarias como la del Market Basket; correosas y ásperas y dispuestas siempre a pincharte con una navaja barbera al menor descuido. El conseguir tocar un culo se hacía cada vez más difícil, a medida que me hacía más viejo.

Pero de cuando en cuando una chica se cansaba de ser propiedad de una banda, o cinco o seis bandas organizaban una incursión y se apoderaban de alguna antípoda desprevenida; o (como esta vez, sí) a una chica de la clase media, una antípoda, se le calentaban las bragas por descubrir cómo eran las películas del asunto y la vida arriba.

Iba a conseguirlo. ¡Demonios, no podía esperar!