Capítulo 1

Había salido con Sangre, mi perro. Era su semana de fastidiarme; no hada más que llamarme Albert. Le parecía muy divertido. Payson Termine: ja, ja. Le cacé un par de ratas de agua, esas grandes, verdes y ocres, y el manicurado perro de aguas de alguien, perdida la correa en uno de los antípodas; había comido muy bien, pero estaba quisquilloso.

—Vamos, hijo de puta —exigí yo—, búscame un buen culo.

Se limitó a reír sordamente en el fondo de su perruna garganta.

—Cuando te pones caliente eres terrible —dijo.

Puede que lo bastante como para machacarle el esfínter del ojo del culo de una patada a ese desertor de una manada de perros salvajes.

—¡Vamos, busca! No es broma.

—Pero no te da vergüenza, Albert. Después de todo lo que te enseñé.

Pero se daba cuenta de que había llegado al límite de mi paciencia. Se puso a cavilar ceñudo. Se sentó sobre los desmoronados restos del bordillo, y parpadeó y cerró los ojos, y el pelo de su cuerpo se erizó. Al poco se levantó lentamente sobre las patas delanteras y las echó hacia delante hasta quedar tendido, la cabeza apoyada sobre las patas estiradas. Le abandonó la tensión y empezó a temblar, casi como lo hacía cuando se preparaba para rascarse una pulga. Siguió así casi un cuarto de hora; por fin rodó a un lado y se tendió de espaldas, el vientre desnudo hacia el cielo nocturno, las patas delanteras dobladas como una mantis, las traseras extendidas y abiertas.

—Lo siento —dijo—. No hay nada.

Podría haberme dejado llevar de la cólera y patalearle, pero sabía que él había hecho lo posible. No me sentía feliz, quería realmente joder, pero ¿cómo?

—De acuerdo —dije, resignado—. Olvídalo.

Se rascó el costillar y rápidamente se levantó.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó.

—Poco podemos hacer, ¿verdad? —era un comentario sarcástico. Se sentó de nuevo a mis pies con humilde insolencia.

Me apoyé en el tocón de una farola y pensé en chicas. Era doloroso.

—Siempre podemos ir a un espectáculo —dije.

Sangre observó la calle. Lagunas de sombras cubrían los cráteres de los que brotaba maleza y no dijo nada. El cachorro esperaba que lo dijera para decir vale, vamos. Le gustaban las películas tanto como a mí.

—De acuerdo, vamos.

Se levantó y me siguió, la lengua fuera, jadeando feliz. Adelante y ríe, lamehuevos. ¡No hay palomitas de maíz para ti!

Nuestra Banda era un grupo de piratas que, hartos ya del simple saqueo, optaron por la comodidad y utilizaron un hábil sistema para conseguirlo. Eran muchachos aficionados al cine y se habían hecho con el terreno donde estaba el Cine Metropol. Nadie intentó arrebatarles su territorio, porque todos queríamos ver películas, y mientras Nuestra Banda tuviese acceso a las películas, y desempeñase bien la tarea de pasarlas, proporcionaba un servicio, hasta a solos como Sangre y yo. Especialmente a solos como nosotros.

En la puerta hube de dejar mi cuarenta y cinco y la Browning del veintidós largo. Había una pequeña alcoba junto a la taquilla. Compré primero las entradas; la mía costó una lata de carne de cerdo y la de Sangre una de sardinas. Luego los guardas de Nuestra Banda, con las pistolas Bren, me empujaron hacia la alcoba y entregué mi artillería. Vi que el agua goteaba de una tubería rota del techo y le dije al comprobador, un tipo con grandes verrugas coriáceas por toda la cara y los labios, que colocase mis armas en sitio seco. No me hizo caso.

—¡Eh, tú! Sapo hijo de puta, pon mis cosas al otro lado… Se oxidan en seguida… ¡Y si se me oxidan, amigo, te romperé los huesos!

Se dispuso a atizarme por aquello, miró a los guardias con las Bren, se dio cuenta de que si me echaban yo perdería el precio de la entrada entrase o no; pero los guardias no buscaban acción, probablemente estaban bajos, y le indicaron que pasara, que hiciera lo que yo decía. Así, el sapo pasó mi Browning al otro extremo de la estantería y colocó debajo mi cuarenta y cinco. Sangre y yo entramos al teatro.

—Quiero palomitas.

—Ni hablar.

—Vamos, Albert. Cómprame palomitas.

—No tengo un céntimo. Puedes vivir muy bien sin palomitas.

—Eres un mierda.

Me encogí de hombros.

Entramos. Estaba atestado. Me alegré de que los guardias no hubiesen intentado quedarse con algo más que las armas de fuego. Mi púa y mi cuchillo en sus aceitadas vainas atrás del cuello me daban seguridad. Sangre encontró dos asientos juntos y libres y entramos en la fila de butacas, pisando pies. Alguien soltó un taco que ignoré. Un doberman gruñó. A Sangre se le erizó el pelo, pero tampoco hizo caso. Siempre había algún duro en la fila, incluso en terreno neutral como el Metropol.

(En una ocasión oí hablar sobre un lío que habían tenido en el antiguo Granada de Loew, en el Lado Sur. Acabó con diez o doce vagabundos y sus chuchos muertos, el local quemado y un par de buenas películas de Cagney perdidas en el incendio. Después de eso fue cuando las bandas piratas tuvieron que llegar al acuerdo de que los cines fuesen santuarios. Ahora las cosas estaban mejor, pero siempre había alguien demasiado retorcido mentalmente para adaptarse.)

Ponían tres películas, Raw Deal con Dennis O’Keefe, Claire Trevor, Raymond Burr y Marsha Hunt, era la más antigua de las tres. Era de 1948, setenta y seis años atrás, sólo Dios sabe cómo se conservaba aún entera la cinta; a veces se salía y tenían que parar la película para repararla. Pero era una buena película. Sobre aquel solo que había sido traicionado por su banda y tomaba venganza. Gangsters, matones, luchas y puñetazos.

Muy buena.

La segunda película la habían hecho durante la Tercera Guerra, en el 2007, dos años antes de nacer yo, y se llamaba Un olor a chino. Salían sobre todo escenas de sangre y alguna buena lucha a puñetazos. Había una escena maravillosa de galgos guerrilleros equipados con lanzadores de napalms, achicharrando una ciudad china. A Sangre le gustó, aunque ya habíamos visto antes la película. Se había inventado la historia de que aquéllos eran antepasados suyos, y él sabía que yo sabía que era un cuento.

—¿Quieres niño asado? —le susurré.

Entendió la indirecta y simplemente se agitó en su asiento, sin decir nada, observando satisfecho cómo los perros se abrían paso a través de la ciudad. Yo me aburría mucho.

Esperaba la película principal.

Por fin llegó. Era una maravilla, una cinta rodada a finales de los años setenta. Se titulaba Big Black Leather Splits. Empezaba muy bien. Aquellas dos rubias, con corsés negros de cuero y botas atadas hasta la entrepierna, con látigos y máscaras, derribaban a aquel tipo flacucho y una de las chicas se le sentaba encima de la cara mientras la otra trabajaba más abajo. A partir de ahí las cosas se ponían interesantes.

A mi alrededor había solos meneándosela. Yo estaba a punto de hacer lo mismo cuando Sangre se inclinó hacia mí y me dijo muy suave, como hace cuando descubre algo insólitamente oloroso.

—Aquí dentro hay una chica.

—Estás chiflado —dije yo.

—Te digo que la huelo. Esta aquí, amigo.

Procurando no llamar la atención, miré a mi alrededor. Casi todos los asientos del cine estaban ocupados por solos y sus perros. Si se hubiese colado allí una chica se habría producido un motín. La habrían hecho pedazos entre todos antes de que uno solo pudiese metérsela.

—¿Dónde? —pregunté suavemente.

A mi alrededor los solos se agitaban y gemían mientras las rubias se quitaban las máscaras y una de ellas trabajaba al tipo flacucho con un gran ariete de madera atado a sus caderas.

—Espera un minuto —dijo Sangre.

Estaba concentrándose de verdad. Tenía el cuerpo tenso como un alambre. Los ojos cerrados, el hocico tembloroso. Le dejé trabajar.

Era posible. Cabía la posibilidad. Yo sabía que ellos habían hecho realmente películas mudas en las antípodas, el tipo de basura que hacían allá por la década de 1930 y por la de 1940, cosas realmente limpias con gente casada incluso durmiendo en camas gemelas. Películas estilo Myrna Loy y George Brent. Y yo sabía que de vez en cuando aparecía una chica de las antípodas de clase media para ver lo que era una película peluda. Había oído decir eso, pero nunca había aparecido en un cine en que estuviera yo.

Y las posibilidades de que sucediera en el Metropol, concretamente, eran escasas.

Había mucho comercio retorcido en el Metropol. Bueno, quede entendido que no tengo prejuicios especiales contra el hecho de que los muchachos se corneen entre sí… en fin, lo entiendo perfectamente. Lo que sucede es que en ningún sitio hay chicas suficientes.

Pero no puedo aguantar el asunto del jinete-y-boxer porque después siempre tienes un pequeño y débil boxer colgado de ti. Tienes que cazar para él, y se cree que lo único que ha de hacer es enseñar el culo para conseguir que tú trabajes por él. Es tan malo como tener una chica colgando de ti siempre. Produce mucha mala sangre y muchas peleas entre las bandas mayores, también. Así que yo no voy por ese camino. En fin, no es que no haya ido nunca, pero hace mucho que no voy.

Así que con todos los retorcidos del Metropol, no pensaba yo que una chica se arriesgase. No sé quién la destrozaría primero, si los jinetes o los normales.

Y si ella estaba allí, ¿por qué no la olfateaba ninguno de los otros perros?

—Tercera fila enfrente de nosotros —dijo Sangre—. Asiento del pasillo. Vestida como un solo..

—¿Cómo pudiste olfatearla tú y no los otros perros?

—Te olvidas de quién soy, Albert.

—No lo olvido, simplemente no lo creo.

En realidad, en el fondo, supongo que lo creía. Cuando uno ha sido tan sordo como yo había sido y un perro como Sangre me había enseñado tanto, podía creer cualquier cosa que dijese. Uno no discute con su maestro.

No, uno no discute con su maestro cuando éste le enseña a leer y a escribir y a sumar y a restar y todo lo demás que sabían antes, lo que significaba que tú eras listo (aunque ya no significa mucho de todos modos, salvo que es bueno saberlo, supongo).

(La lectura es una cosa muy buena. Es muy útil cuando encuentras comida enlatada en algún sitio, en un supermercado bombardeado, por ejemplo. Te resulta más fácil localizar lo que te gusta cuando los dibujos se han borrado de las etiquetas. Un par de veces la lectura me ayudó a no coger remolachas enlatadas. ¡Demonios, odio la remolacha!) Supongo pues que yo creía que él podía olfatear a una posible chica allí, y que ningún otro perro podía hacerlo. Me había explicado todo aquello un millón de veces. Era su cuento favorito. Historia le llamaba él. Dios mío. ¡No soy tan tonto! Sé lo que era la historia. Era todas las cosas que pasaron antes de ahora.

Pero me gustaba que Sangre me contara la historia, en vez de hacerme leer uno de aquellos libros gastados con que andaba siempre. Y aquella historia concreta se refería exclusivamente a él, así que me la contó una y otra vez hasta que me la aprendí de memoria. La sabía de corrido, lo cual significaba que la sabía palabra por palabra.

Y cuando un cachorro te enseña todo lo que sabes, y te cuenta algo que llegas a aprenderte palabra por palabra, imagino que llega un momento en que lo crees. Pero yo nunca permití que aquel alzapatas lo supiera.