Willie experimentó la familiar e intoxicante excitación. Tenía la boca seca, el corazón le latía velozmente y todos sus sentidos parecían más alerta que nunca. Faltaban unos pocos minutos para las 8…, la hora de salida.
Era el gran día. Desde los distintos circuitos de salida de Long Island, los corredores partían a intervalos de quince minutos. El estruendo de los motores y el resoplido de los tubos de escape de los coches recalentados atronaban el aire en todas partes. El olor de la gasolina y los humos de la combustión llenaban la atmósfera. El alboroto de la multitud era como un continuo zumbido. Se trataba de la mayor carrera del año —Nueva York-Los Ángeles—, con cien mil pavos para el ganador. Willie estaba decidido a batir su propio record del año pasado: 33 horas, 27 minutos, 12 segundos. Y aunque sería condenadamente difícil, deseaba mejorar también su puntuación.
Dio una última vuelta de inspección en torno al coche. Esbelto, alargado, de color castaño, el chasis de plastiglás, prácticamente indestructible, parecía excesivamente frágil, como una burbuja de jabón. Pero no era malo para un coche anticuado. Pegó unos buenos puntapiés a los sólidos neumáticos de plastigoma, tal como suelen hacer todos los buenos corredores, mientras Hank le estaba dando una última mirada a los cuernos de durastel que sobresalían en la parte delantera. No en balde se llamaba «El Toro» el coche de Willie. La parte anterior del mismo era como la cabeza de un toro, con unos ojos inyectados en sangre, un hocico de hierro… y los cuernos. Aunque la mayoría de los coches de carreras tenían forma de tigres, tiburones o águilas, había también unos cuantos toros…, pero ninguno con unos cuernos tan magníficos como los del coche de Willie.
—El coche 79 listo para salida dentro de cinco minutos —gritó el altavoz—. Coche 79.
Willie Connors, conductor. Hank Morowski, mecánico. Preparen su coche para la salida dentro de cinco minutos.
Willie y Hank ocuparon sus puestos en «El Toro». Al impulso de Willie en el arranque, el poderoso motor comenzó a susurrar. Lentamente, se dirigieron a la línea de salida.
—¡Última verificación! —exclamó Willie.
—De acuerdo —contestó Hank.
—¿Aceite y gasolina?
—Cuarenta horas.
—¿Refrigeración?
—En marcha.
—¿Pastillas antisomníferas?
—Comprobado.
—¿Pastillas de energía?
—Comprobado.
—¿Termo?
—Comprobado.
El director de salida mantenía enhiesto el banderín sobre su cabeza. La muchedumbre que llenaba las tribunas se había puesto de pie. Atenta. Expectante.
—¡Ahí vamos! —murmuró Willie.
El banderín se abatió. De la multitud surgió un rugido unánime. Pero Willie no lo oyó.
Acelerando furiosamente, puso el coche a la velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora en cuestión de segundos…, disparándolo como un cohete en línea recta hacia Manhattan. Willie se sentía animado, invencible. Era un corredor. ¡Y con muchos trucos!
Willie enfiló por el túnel de Jersey.
—¿Y bien? —gruñó Hank—. ¿Puedo saber adónde vamos?
—A Toledo —repuso Willie—. Toledo, Ohio. Por el Thruway. Llegaremos antes de tres horas.
Estaba ligeramente molesto con Hank. No existía ningún motivo por el que su compañero estuviera tan emocionado. Sabía que un conductor no tiene que notificarle a nadie la ruta elegida. Las noticias tienen la mala costumbre de propalarse. Y esto le podía costar su puntuación a un corredor.
—No existen muchas probabilidades de que vayamos a tener dificultades hasta que lleguemos a Toledo —añadió Willie—, pero mantén los ojos bien abiertos, por si acaso.
Hank se limitó a gruñir.
Eran exactamente las 10.48 cuando «El Toro» se internó por las desiertas calles de Toledo.
—Bien…, ¿y ahora qué? —inquirió Hank.
—Grand Rapids, Michigan —respondió lacónicamente Willie.
—¡Grand Rapids! ¡Pero eso significa un rodeo de quinientos kilómetros!
—Lo sé.
—¿Estás loco? Perderemos un par de horas.
—¡Gran Rapids es el camino ascendente entre los Lagos! ¿Crees que nos esperarán allí?
—Oh…, ya entiendo.
—El tiempo no lo es todo, amigo. ¿Quién dijo que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta? La puntuación también cuenta. ¡Y tenemos que mejorar nuestra puntuación!
La primera tragedia, el primer accidente ocurrió poco después. «El Toro» atropelló a un hombre, arrojándole al aire y lo dejó deslizarse por la capota de plexiglás, con un charco rojo detrás y más sangre aún a la izquierda de Willie…, todo en una fracción de segundo.
Cerca del Calvin College, una estudiante imprudente estaba demasiado lejos de todo refugio cuando el corredor, de repente, atravesó la explanada. Frenéticamente, la joven echó a correr, pero no tenía la menor posibilidad de salvarse, habida cuenta de que era Willie quien iba al volante. El afilado cuerno de la derecha le atravesó la espalda con tanta limpieza que el coche ni siquiera vibró.
Al salir de la ciudad, el corredor volvió a tener suerte. Una vieja acababa de abandonar el santuario de su jardín rodeado por una cerca de piedra para rescatar a un gato extraviado. Resultó tan fácil matarla que Willie casi se sintió defraudado.
A las 12.32 se hallaban corriendo a toda velocidad hacia Kansas City.
Hank contempló a Willie con admiración.
—¡Tres! —murmuró soñadoramente—. ¡Una puntuación excelente! Y todos muertos…, seguro. ¡Verdaderamente, sabes conducir!
Hank se retrepó satisfecho en su asiento, como si tuviera ya sus veinticinco mil dólares en el bolsillo. Empezó a silbar Los corredores vienen a todo tren, pero desafinando.
Incluso después de su buena puntuación, esto enojó a Willie. Y por un motivo desconocido recordó la súplica leída en los ojos de la vieja que había derribado. Era gracioso que se acordase de semejante tontería.
Calculó que llegarían a Kansas City a las 18.15, CST. Hank puso en marcha la radio.
Peoría, Illinois, avisaba a sus ciudadanos la proximidad de un corredor. Todos los espectadores debían contemplar su paso desde un lugar seguro. Willie sonrió. Eso era un fastidio, pero él no buscaba ningún punto en Peoría.
Dayton, Ohio, habló de un corredor que había logrado un trágico accidente, y Fort Indiana pregonaba que tres corredores lo habían atravesado sin tocar a nadie. Por lo que oía, Willie estuvo seguro de que iba en cabeza, tanto en tiempo como en puntuación.
Ahora sintonizaba Kansas. Una voz untuosa iba dando, entre las diversas puntuaciones de los distintos corredores, una breve historia de la carrera.
«… Y los más populares deportes de la última mitad del siglo XX eran tan poco excitantes como el boxeo y la lucha libre. Naturalmente, los espectadores veían cómo los contendientes procuraban mutilarse o lesionarse al menos uno a otro, y siempre había la oportunidad de asistir a un fatal accidente.
»Sin embargo, nuestra carrera proporciona mayores oportunidades para los accidentes trágicos, por lo que son mucho más excitantes para los espectadores. Una de las más famosas pistas, la de Indianápolis, donde muchos corredores y espectadores sufrieron accidentes trágicos, es hoy día un lugar de peregrinación. Las carreras de coches eran muy populares en aquella época, y se celebraban en todo el mundo, a veces con tanteos de cien puntos, recomendóse ya largas distancias.
»Pero estas modernas carreras hacen posible que toda la población de un país participe en las mismas…»
Willie cerró la radio. ¿Por qué siempre tenían que hablar tanto de la puntuación? El tiempo también era importante. La velocidad… y la resistencia. Esto formaba parte de un as del volante, tanto como su habilidad en puntuar. Se tomó una pastilla de energía.
Estaban entrando en Kansas City.
Los oficiales del punto de verificación le comunicaron a Willie que había tres corredores con mejor tiempo que él, y uno que empataba su puntuación. «El Toro» estuvo en el lugar de verificación el tiempo suficiente para que Hank pudiera echarle un rápido vistazo al motor… y volvieron a arrancar. Eran las 18.18, CST, cuando dejaron a sus espaldas los límites de la ciudad. Llevaban corriendo nueve horas.
A unos ochenta kilómetros por el Thruway hacia Denver, después de cruzar una población llamada Lawrence, Willie aflojó de repente la marcha. Hank, que estaba dormitando, se incorporó, sobresaltado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—No pasa nada —le contestó Willie, irritado—. Descansa. Eso lo haces muy bien.
—Pero, ¿por qué aflojas la marcha?
—Ya oíste a los de Kansas City. Alguien ha empatado nuestra puntuación. Tenemos que mejorarla —le contestó Willie torvamente.
Los neumáticos de plastigoma chimaron sobre la pista de cemento cuando Willie dobló hacia una salida que conducía a una carretera de segundo orden.
—¿Por qué vamos por aquí? —se extraño Hank—. Sólo podrás hacer ciento treinta por hora.
Al lado de la carretera, un poco al frente, apareció un cartel iluminado:
LONESTAR -17 kilómetros
—Por esto —anunció Willie escuetamente.
Pocos minutos después, Lone Star aparecía a la vista. Era un poblado pequeño. Willie llevaba el coche a la máxima velocidad por aquella carretera. Pasó por entre un enjambre de gallinas, arrolló a un perro que renqueó aullando hacia un lugar seguro de una casa donde le esperaba una chica con los brazos extendidos, consiguió rozar la pierna de un chiquillo que saltaba una valla de madera… y por fin penetró en Lone Star.
Hank activó la pantalla del tablero de mandos, que les dio una vista posterior.
—Esto no ha mejorado mucho nuestra puntuación —se lamentó Hank.
—¡Oh, cállate! —explotó Willie, con tanta sorpresa para él como para Hank.
¿Qué le pasaba? No era posible que estuviera ya cansado. Se tragó una píldora antisomnífera. Eso le ayudaría. Hank calló cuando atravesaron Topeka y cogieron el Thruway de Oklahoma City, pero por el rabillo del ojo miraba calculadoramente a Willie, inclinado sobre el volante.
Se acercaba el crepúsculo. Willie encendió los poderosos faros. Daban una luz rojiza debido al colorido de los ojos de «El Toro». Acababan de atravesar un pequeño burgo llamado Perry cuando sonaron varias detonaciones. Willie se sobresaltó.
—¡Ya están aquí de nuevo! —exclamó Hank—. Estos malditos campesinos jamás aprenderán que no pueden alcanzarnos con sus rifles de juguete —acarició la cubierta de plastiglás afectuosamente—. Se necesitarían bombas atómicas para perforar este material.
¡Naturalmente! Willie hubiera debido esperar una sorpresa por el estilo. Ya se había tropezado otras veces con los anticarreristas. Eran un puñado de descontentos. La Comisión de Carreras los había declarado ilegales. Sin embargo…, en cada competición se apostaban en algún sitio estratégico para disparar contra los corredores, como una especie de desafío patético. ¿Por qué había seres que deseaban terminar con aquellas carreras?
Estaban llegando a los arrabales de Oklahoma City. Willie apagó los faros. No tenía por qué advertir su presencia.
De pronto, Hank le cogió una mano. Señaló sin hablar. Allí…, alegremente, resplandecía el anuncio de neón de un cine…
Willie redujo la marcha casi por completo. Detuvo el coche junto a la acera, fundido entre las sombras. Consultó el reloj. Las 22.03… Quizá…
Un poco más abajo, un hombre se asomó por la puerta del local. Lentamente fue emergiendo por completo, mirando por la calle arriba y abajo. No divisó a «El Toro».
Se aventuró hasta el centro de la calle. Escuchó unos instantes. Luego dio media vuelta e hizo unas señas hacia el cine. Inmediatamente salió de allí a la carrera, un grupo de personas.
¡Ahora!
La aceleración del coche empujó hacia los respaldos de sus respectivos asientos a los corredores. «El Toro» saltó adelante y corrió hacia el grupo de personas con inusitada velocidad.
Esta vez no hubo ningún fallo. Willie efectuó una bella maniobra a fin de no perder el control de la máquina. Hank apretó el botón de la limpieza para lavar la sangre del motor: Permaneció con los ojos fijos en el retrovisor para seguir gozando de la desoladora escena.
—¡Chico…, oh, chico! —murmuró—. ¡Vaya récord! ¡Qué puntuación! —se volvió hacia Willie—. Por favor, para, por favor. Salgamos. Sé que va contra el reglamento, pero quiero ver mejor lo que hemos conseguido. No tardaremos mucho. Ahora ya podemos permitirnos un retraso de dos minutos en el tiempo.
De repente, Willie también sintió la necesidad de salir del coche. Era el trágico accidente más importante de toda su vida. Y experimentaba la vaga sensación de que deseaba hacer algo. Detuvo el coche. Saltaron al suelo.
Unos segundos más tarde la calle era un hormiguero de gente. Ahora que los corredores estaban fuera del mortífero coche, todos se sentían a salvo. Y se mostraban curiosos. Algunos se apretujaron para contemplar a Willie de cerca. Naturalmente, fue reconocido. Su foto había aparecido en todos los periódicos varias veces.
Willie se sintió gratificado por la adulación. Miró a su alrededor. La calle estaba repleta de gente. Pero…, pero no todos le contemplaban con afecto ni deseaban estrecharle la mano. Willie frunció el ceño. La mayoría le miraban con torvas pupilas… hasta con hostilidad. ¿Por qué? ¿Qué les pasaba? ¿No era uno de los mejores corredores? ¿No acababan de ganar un récord de puntuación? ¿No les había ofrecido un trágico accidente que nunca olvidarían? ¿Qué les pasaba pues a aquellos imbéciles?
De pronto, la muchedumbre se separó. Lentamente, una joven fue aproximándose a Willie. Era muy bella…, hasta con la terrible cólera que ardía en sus mejillas. Llevaba en brazos el cuerpo de un niño. Miró fijamente a Willie con ojos extraviados. Su voz fue baja, pero firme cuando le lanzó al rostro:
—¡Verdugo!
—Cuidado, Muriel —le advirtió alguien de la multitud, pero ella no le hizo caso. Dando media vuelta, volvió a internarse por entre la gente, que fue cediéndole el paso.
Willie estaba aturdido.
—Vamos, larguémonos de aquí —le suplicó Hank, con inquietud.
Willie no contestó. Estaba contemplando el escenario del trágico accidente. Antes, nunca se había detenido. Jamás había visto tan de cerca los estragos de su puntuación.
Ahora podía oír los gemidos y sollozos de las víctimas, por encima de los murmullos de la gente. Y esto le angustiaba. Varias personas se afanaban por quitar de en medio de la calle a las víctimas. Eran tantas… ¿Verdugo?
De pronto se dio cuenta de que Hank le estaba empujando.
—¡Vámonos, de prisa!
Rápidamente, dio media vuelta y saltó al coche. Casi al momento, la calle quedó desierta. Encendió los faros y embragó. De prisa…, más de prisa. La calle estaba muerta…, vacía…
¡No! ¡Allí! ¡Alguien! Llevando en brazos…
Era el verdugo… No, Muriel. Estaba como arraigada en medio de la calle, llevando al niño en brazos. A la luz de los potentes faros su rostro era blanco, sus ojos terribles, oscuros, llameantes…
Willie no aflojó la marcha. El coche pasó por encima de la solitaria figura.
Acababan de perder trece minutos. Se hallaban ya camino de El Paso, Texas. La maldita jaqueca que Willie había padecido durante toda la semana en que estuvo planeando la carrera volvió a presentarse. Cogió una píldora antisomnífera, vaciló un segundo, y se tragó dos.
Hank le miró preocupado.
—¡Calma, muchacho!
Wülie no le contestó.
—¿Tienes a los anticarreristas bajo tu piel? —inquirió Hank, con desdén—. No te apures.
«Verdugo», le había llamado ella. «Verdugo»…
Willie miraba a través del cristal de plastiglás al coño de luz formado por los faros. «El Toro» estaba recorriendo la Thruway casi a trescientos por hora.
¿Qué era aquello? Ahí…, en la luz. Una cara, una cara terrible, de ojos negros…, cada vez más grande…, más grande… ¡Muriel! Era un verdugo… ¡No, Muriel! No…, era un corredor… un coche de carreras con la cara de Muriel que le miraba fijamente…, más cerca…, más cerca…
Se llevó las manos a la cara.
—¡Willie, cuidado! —le gritó Hank.
El coche patinó. Automáticamente Willie aferró con más fuerza el volante. Se hallaban cerca de la cuneta cuando Willie enderezó el coche. Al frente, la carretera se extendía libre… y desierta.
Todavía era de noche cuando llegaron a El Paso. La radio les comunicó la puntuación de Oklahoma. Cinco y ocho. Cinco muertos y ocho heridos. Harik estaba encantado. Se hallaban a punto de batir el récord. Ya había empezado a gastar sus veinticinco mil dólares.
Willie se sentía angustiado. Su jaqueca empeoraba. Tenía las manos húmedas. Seguía oyendo la voz de Muriel, gritándole:
—¡Verdugo! ¡Verdugo!
Pero él no era un verdugo. ¡Era un corredor! Y lo demostraría. Vencería en esta carrera.
El Paso fue un fracaso. Ni una persona a la vista. Ahora venía Phoenix.
El reloj marcaba las 6.58 cuando llegaron allá. Las calles estaban desiertas. Willie aflojó al llegar a una esquina. Y al volver a acelerar en la calle siguiente, la vio. Estaba cruzando la calzada, Hank le gritó:
—¡Vamos, Willie, vamos!
La joven miró al coche con un terror instantáneo.
¡Esa cara!
¡Era la vieja con el gato! ¡No…! ¡Era Muriel! ¡Muriel con sus ojos negros…!
En la última fracción de segundo Willie giró el volante. «El Toro» respondió a su demanda y se desvió de la muchacha, la cual corrió en busca de refugio.
—¿Qué diablos te pasa? —le recriminó Hank, encolerizado—. Hubiéramos podido puntuar. ¿Te has vuelto loco?
—No la necesitábamos. Ganaremos sin ella. Yo…, yo…
¿Por qué no había puntuado? La joven no era Muriel. Muriel estaba en Oklahoma City… El verdugo… ¡Maldita jaqueca!
—Tal vez sí —refunfuñó Hank—, pero no podemos estar seguros. ¿Y qué hay de la propina por batir un récord? Diez mil por cabeza. Y estamos a punto de batirlo. —Miró aviesamente a Willie—. ¿O… tal vez has perdido el temple? ¿Qué dirán los de la Comisión si se enteran?
—¡Tengo todo el temple del mundo! —le espetó Willie.
—¡Demuéstralo! —le retó Hank rápidamente. Señaló el plano que tenía sobre el tablero—. Mira, ¿ves este pueblo? ¡Lee el nombre! ¡Wikieup! Fuera del Thruway. ¡Ahí podremos puntuar!
Willie no respondió. No había perdido los ánimos. Era aún el mejor corredor. Nadie podía conducir como él: máxima velocidad constante, vigor, fortaleza, buen empleo del tiempo, juicio razonable…
—¿Bien?
—De acuerdo —accedió Willie.
Todavía no habían llegado a Wikieup cuando avistaron al granjero. No tenía ninguna posibilidad. «El Toro» se dirigió directamente hacia él. Pero en el último instante se desvió ligeramente. Uno de los cuernos desgarró un muslo del viejo.
Por el retrovisor, Willie le vio incorporarse y salir de la carretera, cojeando.
—Hubieras podido conseguir una muerte —le acusó Hank—. ¿Por qué no?
—Mala carretera —replicó Willie—. La rueda resbaló.
Se tranquilizó a sí mismo diciéndose que eso era lo que había ocurrido. No desvió el coche a conciencia. Era un buen corredor. Pero no podía hacer nada en una mala carretera.
Needles quedó atrás a las 10.45. No había nadie en la calle. Hank sintonizó la radio de la población.
«… acaba de salir de la ciudad en dirección oeste. No llegará a la ciudad ningún otro corredor antes de veinte minutos. Repetimos: un corredor acaba de salir…»
Hank cerró la radio.
—¿Lo has oído? ¡Veinte minutos! —exclamó excitado—. ¡No esperan a ningún corredor antes de veinte minutos! —Asió a Willie por el brazo—. ¡Da media vuelta! Ahora podremos batir el récord. ¡Da media vuelta, Willie!
—No lo necesitamos.
—¡Yo sí! ¡Quiero ese premio extra!
Willie no contestó.
—¡Escúchame, condenado corredor! —El tono de Hank era amenazador—. Ni tú ni nadie puede estafarme ese premio. Estás actuando de una manera muy peculiar. ¡Más bien pareces un anticarrerista! Desde que logramos ese accidente… ¡Ya! La chica… aquella anticarrerista que te llamó verdugo. ¡Óyeme! ¡Vas a ganar ese récord de puntuación o le comunicaré a la Comisión lo que estás haciendo y no volverás a empuñar un volante en toda tu vida!
«No volverás a empuñar un volante», le repitió el cerebro a Willie. Pero él era un corredor. No un verdugo. Un corredor. ¿Un récord de puntuación? Sí, eso era lo que tenía que hacer. Establecer otro récord. Ser el mejor corredor de todos.
Sin una sola palabra hizo girar el coche. A los pocos minutos se hallaban de nuevo en los arrabales de Needles.
Aquel edificio. Un colegio. Y allí…, andando ordenadamente en dos filas, con el profesor, toda un aula de chiquillos…
«El Toro» emprendió veloz carrera. Ahora se hallaba sólo a unos sesenta metros de la gran puntuación.
Pero, ¿qué era aquello…? Allí…, ¡allí estaba Muriel! ¡Con sus terribles ojos negros!
¡No…! Eran unos niños. El niño en brazos de Muriel… ¿Estaba ya chillando y quejándose?
¡Todos los niños estaban en brazos de Muriel! ¡Verdugo! ¡Verdugo! No, él no era un verdugo sino un corredor. ¡Un verdugo no, un verdugo, no! Deliberadamente, giró el volante.
De pronto, la mano de Hank se abatió sobre la suya.
—¡Maldito y estúpido anticarrerista! —le gritó el mecánico al tiempo que forcejeaba por dominar el volante.
El coche patinó. Los dos hombres peleaban salvajemente por el control del auto. Se hallaban a unos metros solamente de los asustados niños, que habían empezado a correr en todas direcciones.
Con un violento tirón, Willie logró girar el volante.
El coche iba a doscientos cincuenta kilómetros por hora cuando chocó y se aplastó contra la pared del vacío edificio.
Las voces le llegaron a Willie a través de espesas capas de algodón… y siguieron acercándose y alejándose… Acercándose y alejándose…
«… murió instantáneamente. Pero el corredor aún…»
Parecía la voz de Muriel. Muriel.
Willie trató de abrir los ojos. Todo tenía un color blancuzco. ¿Por qué había tanta niebla? Una cara estaba inclinada sobre la suya. ¿Muriel…? No, no era Muriel. Volvió a perder el conocimiento.
Cuando abrió de nuevo los ojos comprendió que no estaba solo. Volvió la cabeza. Una joven estaba sentada al lado de la cama. Muriel…
Sí, era Muriel.
Trató de incorporarse.
—¡Eres tú! Pero…, pero, ¿cómo…?
La muchacha le puso una mano sobre el brazo.
—La radio. Dijeron que estabas llamando a Muriel. Me enteré. Ya nada importa ahora.
La muchacha le miraba fijamente. Sus ojos ya no ardían…, sólo eran negros y parecían intrigados.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó con avidez.
Willie trató otra vez de incorporarse.
—Quería decírtelo…, tenía que decírtelo… ¡Yo…! ¡Yo no soy un verdugo! La joven le miró un largo momento. Después se inclinó hacia él y susurro:
—¡Ni un corredor!