Era de noche antes de que Thorkel abandonara la búsqueda. Abrió cansadamente la puerta de la casa de barro, dejó el rifle apoyado en una silla y arrojó la caja de los especimenes sobre la mesa.
—Deben de estar muertos. Pero tengo que asegurarme. ¡Tengo que asegurarme!
Limpió sus gafas y miró vagamente hacia ellos. Sus acuosos ojos parpadearon desconcertados. Luego se dirigió hacia la puerta de la habitación del radio y miró por el panel de mica. Algo que vio allí le hizo volverse hacia la puerta que daba a la mina. La abrió de golpe, encendió un proyector y salió, dejando la puerta abierta de par en par.
Tan pronto como hubo salido, la tapa de la caja de los especimenes se alzó. Tres pequeñas figuras emergieron. Salieron temerosamente, cruzaron la llanura del sobre de la mesa, y se deslizaron hasta el asiento de la silla de Thorkel. Alcanzaron el suelo y se dirigieron hacia la abierta puerta.
—Está ocupado con la cabria —susurró Mary—. ¡Aprisa!
Stockton se detuvo de pronto.
—De acuerdo —dijo—. Pero… yo ya me he cansado de correr. Ustedes dos márchense. Yo voy a quedarme y… mataré a Thorkel, de alguna forma.
Los otros dos se lo quedaron mirando.
—¡Pero Bill! —jadeó Mary—. ¡Es imposible! Si conseguimos alcanzar la civilización…
Stockton rio amargamente.
—Nos hemos estado engañando a nosotros mismos durante todo el tiempo. Jamás alcanzaremos la civilización. Aunque consigamos echar un bote al agua, nunca conseguiremos llevarlo a ninguna orilla. Nos moriremos de hambre, o nos estrellaremos en los rápidos. Estamos aprisionados aquí, tan seguros como si estuviéramos en una cárcel. No podemos irnos.
—Pero si… —empezó la muchacha.
—¡Es inútil! —la interrumpió Stockton—. No sobreviviremos mucho tiempo en el bosque. Sólo la suerte nos ha salvado hasta ahora. Si fuéramos salvajes…, indios, quizá…, pero no lo somos. Si tenemos que internarnos de nuevo en la jungla, eso significará la muerte.
—¿Y si nos quedamos aquí? —preguntó Baker.
La sonrisa de Stockton era lúgubre.
—Thorkel nos matará. A menos que nosotros lo matemos a él primero.
—De acuerdo, supongamos que conseguimos matar a Thorkel —dijo Mary suavemente—. ¿Y luego qué?
—¿Luego? Viviremos. —Stockton asintió, con una curiosa expresión en sus ojos—. Ya sé. El proyector funcionaba solamente en un sentido. No podremos recuperar nuestro tamaño original, nunca. Aunque fuéramos lo suficientemente grandes como para accionar la máquina, aunque pudiéramos instalar alguna polea o palanca para manejarla, eso no nos ayudaría en nada. Thorkel es, creo, el único hombre en el mundo que puede hallar la fórmula para devolvernos a nuestro tamaño normal. Y no hay muchas posibilidades de que se decida a hacerlo.
—Si matamos a Thorkel —dijo Baker lentamente—, ¿tendremos que permanecer… así… siempre?
—Ajá. Y si no lo hacemos… él nos atrapará, tarde o temprano. ¿Y bien?
—Es… una elección difícil —murmuró Mary—. Pero al menos estamos vivos…
Baker asintió, y señaló hacia donde estaba la abandonada arma de Thorkel, apoyada contra la silla.
Apuntaba hacia el camastro del científico.
—¡Buen Dios! —exclamó Stockton—. ¡Eso es!
Habiendo llegado a una decisión, los tres actuaron rápidamente. Se subieron a la silla y, utilizando libros como puntales y la hoja de las tijeras como palanca, ajustaron el rifle.
—Directo a su almohada —le dijo Stockton a Baker, que estaba alineando el cañón del arma—. Un poco hacia arriba… ¡así! ¡Directo a su oreja izquierda!
Mary estaba atando un trozo de hilo al gatillo del arma.
—¿Puede tirar del gatillo, Bill?
—Sí. —Estaba forcejeando con la palanca—. Así está bien.
Pero, pese a la aparente confianza de Stockton, se sentía ligeramente mal. La elección era… ¡horrible! Morir a manos de Thorkel, o de otro modo seguir para siempre en aquel mundo de pequeñez.
—¡Vuelve Thorkel! —Había pánico en la voz de Mary.
Los tres se apresuraron a ponerse a cubierto. Stockton consiguió alcanzar el extremo colgante del hilo y corrió con él hacia detrás de una caja, fuera de la vista. Mary y Baker hallaron refugio a su lado.
La sombra del científico se cernió en el umbral. Entró, bostezando cansadamente.
Descuidadamente, arrojó el sombrero a un rincón y se sentó en el camastro, soltando los cordones de sus botas.
La mano de Stockton se tensó en el hilo. ¿Notaría el titán el cambio de posición del arma?
Thorkel tiró sus botas al suelo y empezó a tenderse. Entonces, como golpeado por un repentino pensamiento, se alzó de nuevo y se dirigió hacia una alacena, tomando de ella un plato de carne ahumada y un poco de pan de mandioca.
Colocándolo sobre la mesa, se sentó en una silla y empezó a comer.
Aparentemente, le dolían los ojos. Limpió varias veces sus gafas, y finalmente prescindió por completo de ellas, sustituyéndolas por otro par que tomó de su cajón de la mesa. Comió lentamente, dando cabezadas debido al cansancio. Y finalmente se quitó las gafas y se inclinó hacia delante en la mesa, apoyando la cabeza entre sus brazos.
Se durmió.
—¡Oh, maldita sea! —dijo Baker con genuina furia—. Ahora no podremos utilizar el rifle. No podremos moverlo a su ángulo correcto. Estamos en la misma situación que en la jungla, después de todo…, a menos que utilicemos el cuchillo contra él.
Stockton miró especulativamente a su hoja de tijeras.
—No es bastante seguro. Tendremos que matarle, no incapacitarle.
—Incapacitarle… ¡eso es! —dijo de pronto Mary—. ¡Bill, está ciego sin sus gafas!
Los tres se quedaron mirándose, con nuevas esperanzas brotando a la vida en su interior.
—¡Eso es! —aprobó Stockton—. Podemos ocultárselas y negociar con él. Tal vez…
—Debemos actuar cautelosamente —advirtió Mary.
Thorkel dormía pesadamente. Ni siquiera se agitó cuando los pequeños intrusos treparon a la mesa y, unas tras otras, le retiraron todas sus gafas hasta que estuvieron fuera de la vista a través de un agujero en el suelo.
—Éstas son las últimas —dijo Mary con satisfacción—. No va a poder encontrarlas.
—El último menos uno —negó Baker—. Bill…
Se interrumpió. Stockton había desaparecido.
Vieron que regresaba hasta el sobre de la mesa, andando de puntillas hacia el dormido Thorkel. Rodeó la caja de los especimenes y se acercó a las gafas que el científico sujetaba con su enorme mano.
Cuidadosamente, intentó quitárselas. Thorkel se agitó. Murmuró algo y alzó la cabeza, aún medio dormido.
El miedo atenazó la garganta de Stockton. Movido por un impulso, tiró de las gafas, arrancándolas de la mano de Thorkel, y huyó tras la caja de especimenes.
Parpadeando, Thorkel palpó a su alrededor en busca de las gafas. Sus pálidos ojos miraron sin ver.
Hubo un sordo golpe. Stockton, inclinado en el borde de la mesa, vio las gafas golpear en el suelo, sin romperse. No vio a Thorkel levantarse y tantear hacia la caja de los especimenes.
La voz de Mary fue un helado chillido.
—¡Salte, Bill, salte!
Rápidamente, Stockton se deslizó por el borde, se quedó colgando de sus manos, y se dejó caer. El suelo ascendió a su encuentro. Aterrizó pesadamente, pero saltó en pie y huyó antes de que Thorkel pudiera ver el movimiento.
El científico dijo, con un curioso temblor en su voz:
—Así que han vuelto. Así que están aquí, ¿eh?
No hubo respuesta. Thorkel avanzó tambaleándose hacia la puerta de atrás, la cerró y se apoyó de espaldas en ella.
Y, por primera vez, Thorkel conoció el miedo.
Thorkel se atusó el bigote. Su voz tembló cuando habló.
—¿Así que se han atrevido a atacarme? Bien, ha sido un error. Están encerrados en esta habitación. Y les encontraré…
Se volvía hacia cualquier movimiento o sonido engañoso, mirando ciegamente, agitando su cabeza de un lado a otro con lentos y bruscos movimientos.
—¡Les encontraré!
Stockton empujó a Mary más hacia atrás en su escondite tras una caja.
—Está loco de miedo. ¡Permanezcamos quietos!
Thorkel empezó a caminar a tientas por la habitación, apartando con los pies aparatos, cajas, ropas.
Cayó, y cuando se levantó de nuevo había sangre deslizándose de la comisura de su boca.
Su mano se cerró sobre el rifle. Lo alzó y se inmovilizó en silencio, aguardando.
Sin ninguna advertencia, Thorkel amartilló el rifle y disparó. Los estruendosos ecos llenaron la habitación. Stockton miró, vio un enorme astillado agujero en la parte baja de la puerta de atrás.
Thorkel aguardó. Luego una sombría sonrisa retorció sus labios. Se dirigió hacia la mesa y tanteó en el cajón en busca de las gafas de repuesto. No las encontró. La habitación estaba silenciosa.
—Así pues…, ¿es esto una guerra? —preguntó Thorkel lentamente. Con un repentino y furioso movimiento, asió el fusil por el cañón y lo sujetó como una maza.
Se dejó caer sobre manos y rodillas y tanteó bajo la mesa. Avanzó lentamente. En un momento, se dio cuenta Stockton, iba a encontrar las gafas allá donde habían caído.
Los pies de Stockton cubiertos con las improvisadas sandalias no produjeron ningún ruido cuando echó a correr. Antes de que Thorkel pudiera reaccionar, el geólogo había saltado ante sus narices, había agarrado las gafas y las había estrellado contra la pata de la mesa.
Thorkel golpeó furiosamente con el arma.
Stockton, obligado, soltó las gafas y huyó. La enorme maza del fusil no le alcanzó por milímetros. Se desvaneció entre las sombras.
Acurrucados en sus escondites, los tres pequeños seres humanos observaron, inmóviles, mientras la titánica forma de Thorkel se alzaba por encima del borde de la mesa. Llevaba sus gafas. Uno de los cristales estaba roto e inutilizado.
Manchado de sangre, sucio y terrible, el gigante los dominó desde allí. Su voz se elevó en medio de una estentórea risa.
—¡Ahora pueden llamarme Cíclope! —rugió.
Avanzó rápidamente. Con metódica prisa empezó a registrar la habitación, volcando cajas, echando el camastro a un lado para examinar algunos bultos bajo él. Stockton hizo una perentoria señal. Mary y Baker se apresuraron a salir de su escondite entre las desechadas botas de Thorkel. Siguieron rápidamente a Stockton hacia la puerta de atrás.
—¡Afuera, rápido! —susurró—. No puede vernos. El camastro se lo impide.
Treparon por el enorme agujero que había hecho el disparo del rifle. No era fácil, y las ropas de Mary se engancharon en una astilla.
La tela se rasgó cuando Stockton tiró de ella.
Resonaron pasos al otro lado. La puerta se abrió de golpe. Thorkel conectó el proyector.
Su sombra ocultó momentáneamente a los tres mientras corrían. La boca del pozo de la mina se erguía ante ellos, con un tablón tendido sobre ella.
—¡Ahí abajo! —jadeó Stockton—. Es nuestra única posibilidad.
Era el único lugar posible donde ocultarse. Pero el ojo bueno de Thorkel no dejó de captar los movimientos de las pequeñas figuras mientras trepaban al borde del pozo y descendían por las abruptas paredes de roca. Rodeando la cabria, se dejó caer sobre manos y rodillas y empezó a reptar sobre la plancha, sujetándose con una mano en la cuerda que se hundía hacia las negras profundidades.
Stockton, aferrado a una roca, se dio cuenta de que aún tenía su espada, hecha con una hoja de las tijeras.
La alzó en una fútil amenaza.
Hubo un resonante retumbar cuando Thorkel golpeó hacia sus presas. La culata del fusil se estrelló contra la roca. Y, bruscamente, la plancha de madera cedió, se partió y cayó.
Thorkel aún seguía agarrado a la cuerda de la cabria con una mano, y eso lo salvó. Por un segundo colgó alocadamente, mientras el resonante eco del estrellarse de los maderos y el fusil contra el fondo llenaba todo el pozo. Luego aseguró su presa. Jadeando, colgó allí brevemente, su calva cabeza reluciente de sudor.
Empezó a trepar por la cuerda.
Stockton miró rápidamente a su alrededor. Mary estaba aferrada a una sobresaliente roca, su pálido rostro vuelto hacia el gigante.
Baker estaba mirando al mineralogista, y su demacrado rostro grisáceo estaba crispado por una impotente furia.
Stockton hizo un rápido gesto, señaló la espada y empezó a trepar de vuelta a la superficie.
Instantáneamente, Baker comprendió lo que pretendía. Si podía cortar la cuerda de la que colgaba Thorkel…
Pero era gruesa, terriblemente gruesa, para un hombre tan pequeño y una hoja de tijeras.
Thorkel seguía alzándose lentamente. En un momento, observó Baker, alcanzaría la seguridad. Los labios del tratante dejaron ver sus dientes en una melancólica sonrisa; bruscamente, se alzó y avanzó algunos pasos.
Luego saltó.
Saltó hacia fuera y hacia abajo, y sus aferrantes manos hallaron el cuello de la camisa de Thorkel. Antes de que el científico pudiera comprender lo que había ocurrido, Baker estaba arañando y gruñendo como un terrier en su garganta. Thorkel estuvo a punto de soltar la cuerda.
Jadeando de miedo y de rabia, agitó violentamente la cabeza, intentando desprenderse de su asaltante.
—¡Maldito sucio asesino! —gritó Baker.
Estaba siendo agitado locamente de un lado a otro, y en una ocasión estuvo a punto de quedar aplastado entre la barbilla y el pecho de Thorkel. Y luego, de pronto, Thorkel estaba cayendo…
Con un gemido y un zumbido, la cabria giró libre cuando la cuerda fue cortada. Un largo y estremecido grito brotó de la garganta de Thorkel mientras caía en la oscuridad.
Ascendió más y más alto…, y luego se interrumpió.
Stockton corrió hacia el borde del pozo y miró. Mary estaba trepando hacia él. Tras ella estaba Baker.
Bill estaba junto a un libro puesto de pie, con una curiosa expresión en su rostro. Miró vagamente a su alrededor.
—La máquina… —dijo a Mary—. ¿Puede hacerla funcionar?
Mary estaba revisando los libros de notas de Thorkel.
—No sirve, Bill —dijo con desaliento—. El aparato es sólo un condensador. No puede devolver a la gente a su tamaño normal. Deberemos permanecer así durante el resto de nuestra vida. Y ahora de algún modo deberíamos regresar a la civilización…
—¿Tal como estamos? —el rostro de Baker era lúgubre—. Imposible.
—Esperen un minuto —interrumpió Stockton—. Tengo una corazonada… ¿Recuerdan cuando vimos por primera vez a Thorkel, después de que nos redujera?
—Sí. ¿Qué ocurre con ello?
—No estaba intentando matarnos. Lo único que deseaba era pesarnos y medirnos.
Pero después de que examinó al doctor Bulfinch, se convirtió en un loco asesino. ¿Por qué suponen que ocurrió eso?
—Probablemente intentó matarnos desde un principio. Por intentar robarle sus secretos —sugirió Baker—. Probablemente temía que pudiéramos advertir a los Aliados de sus planes.
—Quizá. Pero no se mostraba tan ansioso al principio. Sabía que podía disponer de nosotros en cualquier momento que deseara. Sólo después de examinar al doctor Bulfinch descubrió algo que le hizo sentir la necesidad de terminar rápidamente con nosotros.
Mary contuvo la respiración.
—¿Qué?
—Vi una mula blanca en la jungla cuando estábamos allí. Un potrillo. Paco estaba jugando con ella. Al principio pensé que debía tratarse de un hijo de Pinto, pero las mulas son estériles, por supuesto. Eso significa que o hay dos mulas albinas aquí, lo cual es poco probable… o era Pinto. Recuerden, Pedro dijo que el perro acostumbraba a jugar con la mula.
—¿Cuán grande era la mula? —preguntó Baker bruscamente.
—El tamaño de un potrillo joven. Escuche, Steve, cuando salimos del sótano me medí yo mismo en relación con este libro… Human Physiology. Era exactamente tan alto como mi cabeza. ¡Pero ahora tan sólo me llega al pecho!
—¡Estamos creciendo! —susurró Mary—. Eso es.
—Exacto. Eso es lo que descubrió Thorkel cuando examinó al doctor Bulfinch, y por eso intentó matarnos antes de que volviéramos a nuestro tamaño normal. Creo que se trata de un proceso progresivamente acelerado. En dos semanas, o quizá diez días, habremos vuelto a la normalidad.
—Es lógico —comentó la muchacha—. Cuando la fuerza compresiva del poder del radio queda eliminada, nos expandimos… lenta pero elásticamente. Los electrones regresan poco a peco a sus órbitas normales. La energía que absorbimos bajo el rayo está siendo liberada en cuantos…
—Diez días —murmuró Baker—. ¡Y entonces podremos regresar al río!
Pero tuvo que pasar un mes antes de que los tres, de nuevo vueltos a su tamaño normal, alcanzaran el poblado andino que era su primer destino. La visión de seres humanos, ya no gigantescos, era cálidamente tranquilizadora. Los indios permanecían reclinados contra sus chozas, espantando lánguidamente las moscas.
Mirando a lo largo de la calle, un Bill Stockton de raídas ropas se volvió para sonreírle a Mary.
—Tiene buen aspecto, ¿eh?
Baker estaba sumido en sus pensamientos.
—Vamos a tener que decidir —dijo, rascándose su áspera mejilla—. Por un lado, podemos conseguir que nuestras fotos salgan gratis en todos los periódicos y barriles de pulque. Pero también es probable que terminemos en una celda acolchada si contamos la verdad. Pero si no contamos la verdad…
Hizo una pausa, envarándose. Un gato sarnoso había aparecido desde detrás de una esquina. Los músculos de Baker se tensaron; su respiración estalló en un explosivo.
«¡Largo!», mientras daba un salto hacia delante.
El gato desapareció, asustado hasta la médula.
El pecho de Baker se hinchó varios centímetros.
—Bien —dijo, con el tranquilo orgullo del deber cumplido—, ¿alguno de ustedes dos ha visto esto?
—No —murmuró Stockton, que estaba buscando la oportunidad de besar a Mary—. Márchese. Tranquilamente. Y rápidamente.
Baker se alzó de hombros y siguió al gato, con un brillo predador en sus ojos.