3. Muerte en la jungla

Stockton sujetó a Mary de la mano y tiró de ella hacia el refugio de los cactus. Los otros no se entretuvieron en seguirles. Baker hizo una pausa para arrojarle un guijarro al gato, pero el gesto fue fútil.

Gruñendo, Satanás avanzó. Los cactus estaban demasiado lejos para ofrecerles refugio. La impotencia se adueñó de Stockton cuando advirtió que ninguno de ellos podría llegar hasta allá. Casi podía sentir las afiladas uñas clavarse en su carne.

El gato bufó malévolamente. Hubo una serie de furiosos ladridos. Mientras la pequeña gente hallaba milagrosamente refugio entre las espinas de los cactus, se volvieron para ver a Satanás huyendo de Paco, el perro de Pedro.

—Uf —jadeó Baker—. Esta vez estuvo cerca.

Bulfinch le miró sombríamente, tirando de su barbita.

—Va a haber muchos más «cerca» —dijo con hosco significado—. Cada criatura más grande que una rata puede convertirse en una amenaza mortal.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Mary.

—En primer lugar, hallar comida y armas —dijo Stockton—. Luego enfrentarnos con Thorkel y encontrar alguna forma de salir de esta situación.

El día transcurrió, y Thorkel seguía durmiendo. Satanás no volvió a aparecer. Mary se dedicó a hacer sandalias, una tarea difícil ya de por sí, y más difícil todavía cuando el cuchillo es más grande que uno.

En cuanto a Stockton, consiguió sacar el tornillo de unas tijeras; una de sus hojas le proporcionó un arma que podía utilizar, aproximadamente del tamaño de una espada.

La voz de Thorkel les sobresaltó. Estaba asomado a la ventana, como un gigante en el cielo, mirándoles.

—Son personas de recursos, mis pequeños amigos —retumbó su voz—. Pero ahora vuelvan. Debo pesarles y medirles a todos ustedes.

El grupo se apiñó. Thorkel rio perversamente.

—No voy a hacerles daño. Venga, doctor Bulfinch —dijo suavemente.

—Le exijo que nos devuelva a nuestro tamaño normal —restalló el biólogo.

—Eso es imposible —dijo el otro—. Por ahora, al menos. Todas mis energías han sido dedicadas al problema de la reducción atómica…, de la compresión. Con el tiempo quizá pueda hallar el antídoto, el rayo que convierta a los hombres en gigantes. Pero eso requerirá meses de investigaciones y experimentos… Quizás años.

—¿Quiere decir que deberemos seguir así…?

—No voy a hacerles ningún daño —sonrió Thorkel—. Vengan…

Se inclinó hacia delante. Bulfinch retrocedió y, con un gruñido de impaciencia, Thorkel desapareció de la ventana. Sus pies resonaron en el suelo de la casa. Bulfinch regresó rápidamente junto a los otros.

—El cactus —jadeó, sin aliento—. ¡Ocultémonos!

Pero Thorkel ya estaba saliendo por la puerta. Su figura se cernió gigantesca sobre ellos. Unas rápidas zancadas y habla cortado la retirada de sus presas. Se inclinó, abriendo los dedos.

Era imposible escapar. Mary y Baker fueron agarrados por una titánica mano. Thorkel tendió la otra hacia Bulfinch, que huía.

Pedro había sacado de algún lado un tenedor, y lo sujetaba como una lanza. Golpeó contra la enorme mano.

Riendo, Thorkel barrió a un lado el arma, golpeando al mismo tiempo a Pedro. Se puso desdeñosamente en pie, sujetando aún a Mary y Baker.

—¡Doctor Bulfinch! —su voz era como un trueno—. ¡Escúcheme!

El biólogo estaba observándole desde las profundidades de los cactus.

—¿Sí?

—Deseo pesarle y medirle. Usted es un científico; sus reacciones serán mucho mas valiosas que las de los otros. Estoy realizando un experimento para Alemania…, mi país natal. Si mi método reductor demuestra ser realizable, seremos capaces de reducir nuestros ejércitos a un tamaño miniatura. Nuestros hombres serán capaces de actuar en territorio enemigo, sabotear los centros industriales. Y nadie sospechará que la destrucción ha sido causada por… hombres en miniatura. Usted no va a sufrir ningún daño. Se lo prometo. ¿Quiere salir?

Bulfinch agitó tercamente la cabeza. Todo su cuerpo se revolvía ante el despiadado plan trazado por aquel siniestro genio. Un plan que podía significar la muerte de miles de inocentes civiles.

—¿No? Entonces, quizá, si aplico un poco de presión…, sólo un poco…, a estas personitas que sujeto tan cuidadosamente en mi mano…

Los constrictores dedos se apretaron. De los labios de Baker brotó un gruñido de dolor.

La voz de Mary se elevó a un grito.

—¡Oh, maldita sea! —refunfuñó Bulfinch—. Está bien, Thorkel. Usted gana. Suéltelos.

—Emergió del cactus mientras el científico depositaba suavemente a Baker y Mary en el suelo. No habían sufrido ningún daño, pero estaban tan aturdidos por el rápido descenso que apenas podían mantenerse en pie.

Calmadamente, Thorkel recogió la pequeña figura de Bulfinch. El biólogo no ofreció la menor resistencia. Los otros se quedaron contemplando cómo Thorkel regresaba andando a la casa de barro; luego, rápidamente, se metieron en los cactus. Hubo un silencio.

—No le va a hacer daño —dijo Pedro, sin convicción.

Stockton salió de la protección de los cactus.

—Me aseguraré. Esperen aquí.

Echó a andar hacia la casa, sujetando la hoja de las tijeras con más fuerza de la necesaria.

Pasaron varios minutos antes de que alcanzara la puerta, aún ligeramente entreabierta.

Miró por la rendija; justo a tiempo para oír el grito de Bulfinch y ser testigo del asesinato del biólogo.

Thorkel estaba sentado ante su mesa. Con una mano sujetaba al pequeño Bulfinch; con la otra apretó un trozo de algodón contra el rostro de su víctima.

Luego, rápidamente, arrojó el inerte cuerpo a un frasco del laboratorio de cristal.

Stockton retrocedió, enfermo de horror, y su improvisada espada chocó contra la puerta.

Thorkel bajó la vista y vio al pequeño observador.

—¿Así que están espiándome? —dijo tranquilamente, y sin apresurarse tomó una red cazamariposas de la mesa. Mientras se levantaba, Stockton echó a correr.

Thorkel llegó a la puerta justo a tiempo para verlo desaparecer en los cactus.

Asintiendo, tornó una pala y fue tras su presa.

Le tomó diez minutos arrancar y limpiar el grupo de cactus. Y entonces Thorkel se dio cuenta de que estaba contemplando la salida de un tubo de drenaje que se extendía hasta y por debajo de la pared del recinto. Se enderezó, mirando con ojos miopes al otro lado de la barrera.

—¡Es mejor que vuelvan! —gritó— ¡no podrán vivir ni una hora en la jungla… y se acerca una tormenta!

Una tormenta en la jungla… el mayor bosque tropical del mundo. Osos, venados y monos huyendo de los truenos y los demonios desencadenados por los relámpagos. Los gritos de los papagayos aferrados a sus perchas azotadas por el viento.

El negro infierno de la noche se cerró sobre la jungla.

La pequeña gente huyó a través de aquella locura. Y, por un golpe de fortuna, hallaron una cueva donde pudieron resguardarse durante las eternas y agitadas horas de terrible furia, indefensos, impotentes seres en un mundo de gigantescas amenazas…

Entonces vino el amanecer. Helados, desanimados, temblando, los pequeños seres emergieron de su refugio. Se examinaron mutuamente a la luz del amanecer.

—Nuestro aspecto es espantoso —dijo Stockton.

—Me alegro de que se incluya usted también —dijo Mary, intentando arreglar su enmarañado pelo—. Me gustaría tener algunas horquillas.

—Serían tan grandes como usted.

Baker había estado hablando con el mestizo. Se volvió a los demás.

—Pedro tiene una idea. Si podemos llegar hasta el río y encontrar un bote, podemos flotar corriente abajo hasta la civilización. Allí encontraremos ayuda.

—Es una idea —admitió Stockton—. ¿Por qué lado está el agua, Pedro?

El mestizo señaló, y se pusieron en camino sin más dilaciones, chapoteando en la saturada jungla. En una ocasión un mono, tan grande como un gorila para ellos, se les acercó demasiado desde arriba, intranquilizándolos, y en otra ocasión la inconcebible ferocidad de un oso se cruzó en su camino, afortunadamente sin verles. Seguían un sendero bien hollado, pero por todos lados los monolíticos árboles se erguían hacia arriba, más altos que rascacielos. La abundante maleza gravitaba sobre sus cabezas. Era un mundo de desolada fantasía y de oculta amenaza.

En una ocasión Stockton, retrasándose un poco con respecto a los demás, vio a Paco, el perro. Estaba retozando en torno a un pequeño potrillo albino que estaba masticando diligentemente hierba. Durante un segundo, Stockton consideró la idea de capturar y cabalgar el potrillo, pero la abandonó inmediatamente. El animal era con mucho demasiado grande. Se alzó de hombros y siguió al resto del grupo.

La orilla del río demostró no ser un obstáculo insuperable, aunque les tomó bastante tiempo bajarla. Siguieron corriente arriba hasta un pequeño remanso, donde Pedro dijo que tenía amarrada su canoa. Abriéndose camino por entre una densa extensión de hierba, alcanzaron la barca. Era gigantesca. Varada en la arena, resultaba inamovible a todos sus esfuerzos de arrastrarla o tirar de ella.

—Gran idea —gruño Stockton—. Es como intentar mover un trasatlántico.

—Bueno, incluso eso puede hacerse —dijo la muchacha—. Si utiliza usted rodillos.

—¿No es lista? —dijo Pedro con ingenua admiración—. Podemos cortar bambú…

—¡Seguro! —se le unió Baker—. Podemos construir una palanca y una cabria…

Requerirá tiempo, pero funcionará.

Les tomó más tiempo del que habían pensado. Con sus burdas herramientas, y la inesperada resistencia de la vida vegetal a sus pequeñas manos, necesitaron horas, y la mañana pasó sin que hubieran conseguido gran cosa.

Pedro alzó la cabeza y se secó el sudor de su goteante bigote.

—He oído… a Paco, creo —dijo, dubitativo.

—No se preocupe por Paco —le dijo Baker—. Écheme una mano con esta cabria.

—Pero Paco… es un perro de caza. El doctor Thorkel lo sabe. Si él…

—Tiempo para un descanso —decretó Stockton, y se estiró, masajeándose su dolorida espalda.

Mary, que había estado trabajando como todos los demás, se dejó caer con un gruñido.

Apartó su cabello rubio rojizo de su cansado rostro.

Stockton hizo un recipiente con una pequeña hoja y le trajo un poco de agua del río.

Ella bebió, agradecida.

—No tiene ninguna utilidad hervirla —explicó el hombre—. Si hay algún germen en el agua, podremos verlo sin microscopio.

Pedro y Baker se dejaron caer cuan largos eran en la arena y se quedaron allí, jadeando.

—Es un maldito trabajo —observó el mestizo con convicción—. Si sobrevivo, encenderé veinte velas ante mi santo patrón.

—Si yo vivo, terminaré con veinte botellas una tras otra —dijo Baker—. Pero hay un tipo con el que me gustaría terminar antes. —Su rostro se ensombreció. Estaba recordando a Mira, la muchacha nativa, que Thorkel había asesinado de una forma tan casual. Y al pobre Bulfinch.

—¿Y usted, Bill? —preguntó Mary.

Él la miró.

—Sé lo que quiere decir. Bien…, ahora ya no serviría ni para vagabundo. Me uniría al reino de los ratones.

Bruscamente, Stockton se volvió para observarla de frente.

—No. No quería decir eso. Es algo terrible, pero me ha enseñado una cosa. Todo esto… —barrió con un gesto las imponentes hierbas que había tras ellos—. Una maravilla tan extraña de la que nunca nos damos cuenta… hasta que nos situamos a su tamaño.

Hubo un tiempo en que yo era un buen mineralogista. Puedo volver a serlo. ¿Recuerda esos cheques que rompí, Mary? Voy a devolverle hasta el último centavo de lo que le costaron. Eso es muy importante para mí ahora… —Frunció el ceño—. Si salimos de esto vivos…

En la distancia, Paco ladró de nuevo. Pedro se puso en pie, protegiendo sus ojos con una callosa palma.

—Es el doctor Thorkel —afirmó—. Lleva una caja de especimenes, y Paco le está guiando.

—¡Maldita sea! —restalló Pedro—. Tenemos que ocultarnos.

—Metámonos en el agua, para borrar el rastro.

—No —dijo Pedro—. Hay cocodrilos. —Señaló con la cabeza la extensión de alta hierba junto a ellos—. Podemos ocultamos en… —se interrumpió, y el horror asomó a sus ojos.

Mary, siguiendo su mirada, jadeó y retrocedió.

Porque algo estaba avanzando hacia ellos por entre la alta hierba. Parecido a un dragón y horrible mientras avanzaba deslizándose, su fría mirada clavada en los pequeños seres que tenía delante. La luz del sol resplandecía en las ásperas y verrugosas escamas.

Sólo era un lagarto… pero para las víctimas de Thorkel era como un triceratops, ¡un dinosaurio surgido del feroz pasado de la Tierra!

Stockton apenas tuvo tiempo de aprestar su espada hecha con la hoja de las tijeras antes de que el reptil atacara. Fue arrollado por su ciega carga. Jadeando, aferrado aún a su arma, gateó hasta ponerse de nuevo en pie.

Mary había retrocedido hasta apoyarse contra un alto tallo de hierba, sus ojos desorbitados por el miedo. Ante ella, Pedro había plantado su recia figura.

Sujetaba una astilla de madera, aferrándola como si fuera una porra… ¡el palo de una cerilla en manos de un muñeco!

El lagarto retrocedió, las mandíbulas abiertas, siseando. Baker había encontrado un aguzado trozo de bambú y lo utilizó como una lanza. Golpeó, y la punta resbaló sobre el acorazado flanco del reptil.

Los ladridos de Paco resonaban como truenos. Una sombra se cernió sobre el grupo.

Algo pareció caer desde el cielo… y el enorme rostro del doctor Thorkel los miró cuando el hombre se acuclilló a su lado.

—¡Así que aquí están! —retumbó—. ¿Qué es esto? ¿Un lagarto? Esperen…

Recogió con su mano izquierda las forcejeantes formas de Mary y Pedro. Golpearon en vano los enormes dedos que las aprisionaban. Se inclinó hacia Stockton.

Simultáneamente, el lagarto atacó de nuevo. Stockton lanzó su hoja contra las abiertas fauces; Baker apuntó a la barbada garganta. La criatura retrocedió, retorciéndose. Thorkel adelantó su mano…

¡Las mandíbulas del reptil se cerraron sobre ella! Thorkel lanzó un grito de dolor y se echó hacia atrás, maldiciendo con inusitada furia. Mary y Pedro cayeron de la otra mano del científico sin que éste se diera cuenta.

Stockton corrió hacia ellos.

—¡La espesura! ¡Aprisa!

La costumbre le hizo decir esto. Corrieron hacia los protectores tallos de hierba alta, más densa que un bosque de bambúes. Tras ellos oyeron a Thorkel maldecir; luego silencio.

Paco ladró.

—Ese maldito perro suyo —gruñó Baker—. Es un cazador, de acuerdo.

La voz de Thorkel resonó:

—¡Salgan! Sé que están entre las hierbas. Salgan o prenderé fuego.

Stockton miró al pálido rostro de Mary y murmuró una maldición. Los delgados labios de Baker estaban fuertemente apretados. Pedro se atusó el bigote.

Paco… me seguirá a mí —dijo el mestizo—. Quédense aquí.

Y desapareció, corriendo por entre el bosque de hierba.

Hubo un momento de silencio. Luego Stockton reptó hacia delante, apartando las frondas hasta que pudo ver a Thorkel. El científico estaba sujetando una caja de cerillas entre sus dedos.

La sangre goteaba de una de sus manos hasta el suelo.

Los ladridos de Paco resonaron de nuevo, hacia otro lado. Thorkel vaciló, miró a su alrededor, y luego extrajo una cerilla.

Río abajo llegó la voz de Pedro.

—¡Paco! ¡Fuera! ¡Fuera!

Thorkel, encendiendo la cerilla, alzó la vista.

Bruscamente, la soltó y cogió el rifle que había dejado a su lado. Apuntó rápidamente.

El estruendo del disparo fue ensordecedor.

Pedro gritó una sola vez. Hubo un leve chapoteo allá a lo lejos.

Stockton sintió que se le revolvía el estómago cuando vio a Thorkel dirigirse hacia allá a grandes zancadas. Al cabo de un momento regresó.

—Pedro ya está listo. Eso deja solamente a tres de ustedes.

—¡Maldito sea, Thorkel! —bramó Baker.

Mary no dijo nada, pero había a la vez tristeza y lástima en sus ojos. Oyeron a Paco pasar corriendo, echarse al río y nadar.

Luego las primeras volutas de humo empezaron a flotar entre las hierbas.

Instantáneamente, Stockton recordó la cerilla encendida que Thorkel habla dejado caer. Aferró la mano de Mary y la empujó.

—Vamos, Steve —dijo con urgencia a Baker—. Está intentando hacernos salir con el humo. No podemos permanecer aquí…

—¡Salgan! —rugió la estruendosa voz de Thorkel—. ¿Me oyen?

Sus pesadas botas empezaron a pisotear la hierba.

Y el fuego fue extendiéndose, implacablemente, rápidamente.

Mary jadeaba por el esfuerzo.

—No puedo…, no puedo proseguir, Bill.

—No hay solución —la secundó Baker—. Si salimos al descubierto, nos verá. Estamos atrapados.

Stockton miró a su alrededor. Las llamas iban acercándose a ellos. El negro humo ascendía en espirales. Bruscamente, Stockton vio algo que hizo que sus ojos se desorbitaran.

¡La caja de los especimenes!

¡La caja de Thorkel, tirada en el borde de la hierba!

Sin una palabra, Stockton corrió hacia ella. Aún tenía su improvisada espada y, saltando de una roca al lado de la caja, la utilizó como palanca para abrir la tapa.

Instantáneamente, los otros comprendieron su intención.

Torpemente, moviéndose frenéticamente con la necesidad de apresurarse, se encaramaron y penetraron en ella. La tapa apenas acababa de volver a cerrarse cuando una sacudida y una sensación de bamboleo les indicó que Thorkel había recordado su propiedad.

A través de los pequeños orificios de respiración, cubiertos con malla de cobre, la luz del día penetraba sesgada y vagamente.

¿Abriría Thorkel la caja?, se preguntaron.