La habitación estaba decepcionantemente vacía. Al otro lado de la puerta delantera había otra, que aparentemente conducía a la mina. Se veía otra puerta en la pared de la derecha, con una pequeña ventana de mica embutida en ella.
Había pesadas sillas de madera, un banco de trabajo, y una mesa con un microscopio y un bloc de notas. En el banco había varios pequeños cestos de mimbre. Esparcidos descuidadamente por el suelo había un portatubos de ensayo, libros, un vaso de laboratorio, dos o tres cajas pequeñas y una o dos camisas sucias.
Pedro señaló al suelo.
—Huellas de cascos… ¡Pinto estuvo aquí, sí!
Mary se dirigió hacia el microscopio, mientras Bulfinch examinaba el bloc de notas.
—¡Ladrones!
Thorkel estaba de pie en la puerta que conducía a la mina, sus ojos ardiendo tras sus gafas. Estaba lívido de rabia.
—Así que pretenden robar mis descubrimientos. ¡No tienen ningún derecho a estar aquí! Solamente son mis empleados, ¡a los que he despedido y he dado instrucciones de que se fueran! —Vio el bloc de notas en la mano de Bulfinch, y su voz ascendió hasta convertirse en un grito de rabia—. ¡Mis notas!
Stockton y Baker lo sujetaron cuando se dirigía a paso de carga hacia el biólogo.
Bulfinch sonrió fríamente.
—Tranquilícese, doctor Thorkel. Sus acciones no son racionales.
Thorkel se relajó, jadeante.
—Yo… Ustedes no tienen ningún derecho a estar aquí.
—Se está comportando usted irracionalmente. Por su propio bien, y en beneficio de la ciencia, debo exigirle una explicación. Abandonarle a usted aquí solo en la jungla podría ser considerado como un acto criminal. Ha trabajado usted demasiado. No está… —vaciló— en una condición mental normal. No hay ninguna razón para sentirse suspicaz ni para tener manías persecutorias.
Thorkel suspiró, se quitó las gafas y se frotó los cegatos ojos en un gesto cansado.
—Lo siento —murmuró—. Quizá tenga usted razón, doctor. Yo… estoy experimentando con radiactividad. —Se dirigió hacia la pueda con la mirilla de mica y la abrió, revelando un pequeño cuartito forrado de plomo. Del techo colgaba un proyector, parecido al tipo utilizado médicamente para el tratamiento del cáncer a través del radio.
—Es mi condensador —dijo Thorkel—. Puede examinarlo, doctor Bulfinch. Debo confiar en usted… No se lo he mostrado a nadie más en todo el mundo.
Bulfinch entró en el cuartito. Los otros le pisaron los talones, examinando atentamente el proyector, que parecía ser el centro del misterio.
Pedro no prestaba atención. Estaba abriendo, una tras otra, las cajas que había sobre el banco de trabajo. Y bruscamente se detuvo, paralizado por el asombro.
—¡Pinto!
Había una mula blanca dentro de la caja. Una mula albina, ¡de no más de veinte centímetros de tamaño!
—¡Pedro! —llamó secamente Thorkel.
El mestizo dio un respingo. Su codo volcó la caja, que resonó contra el suelo.
La mula enana fue arrojada de la caja. Sólo Thorkel y Pedro vieron al animal mientras éste se ponía vacilantemente en pie y emprendía el trote por el suelo.
La puerta seguía aún abierta de par en par. El animal en miniatura desapareció en la noche.
Por un segundo, la mirada de Thorkel se clavó en los ojos de Pedro.
El mestizo avanzó hacia Thorkel, su rostro pálido por la sorpresa.
—¿Qué…, qué le ha ocurrido a…?
Thorkel sonrió. Señaló al cuartito donde los demás estaban examinando todavía el proyector. Pedro se volvió para mirar.
Thorkel se movió con la rapidez de un muelle de acero al ser disparado. Golpeó a Pedro. Tomado por sorpresa, el mestizo fue arrojado hacia el cuartito. La puerta se cerró de golpe tras él.
Thorkel dio vuelta a la llave con un rápido movimiento. Su mano se cerró sobre uno de los interruptores que había a su lado; lo bajó. Instantáneamente se produjo un débil zumbido que ascendió hasta convertirse en un silbante y chasqueante ulular.
Una luz verde destelló a través de la ventanilla de mica.
De un estante, Thorkel tomó un pesado casco y se lo puso. Se inclinó hacia delante para observar a través del panel de mica.
—¡Ladrones! —murmuró—. ¡Os dije que os fuerais! No podía obligaros a ello… pero si insistís en quedaros, tengo que asegurarme de que no interferiréis con mis experimentos ni intentaréis robar mi secreto. ¿Así que deseaba usted ayudarme, doctor Bulfinch? Bien, lo hará… ¡pero no del modo que esperaba!
La risa de Thorkel cubrió el chasqueante chillido del condensador.
La lámpara de infrarrojos suspendida del techo derramaba un intenso y cálido resplandor. Bajo ella habla un plato de cristal, conteniendo un líquido incoloro que burbujeaba suavemente, calentado por un electrodo. Del plato brotaba un vapor blanquecino que se enroscaba por el suelo, ocultando casi las imprecisas siluetas que había a su lado.
Una de esas figuras se contorsionó y se sentó, apartando la sedosa envoltura que lo sujetaba. El aceitunado rostro de Pedro apareció. Saltó y se puso en pie, sumergido hasta las rodillas en el vapor blanco, tosiendo y jadeando para recuperar su respiración.
A su lado, otra forma se removió. Bill Stockton se alzó temblorosamente, respirando con grandes jadeos.
—El aire…, el aire es mejor aquí arriba…
Al descubrir que estaba desnudo excepto aquella especie de sedoso sudario, lo ajustó en tomo suyo, dando la impresión de ser un romano, con su rostro de águila y sus agudos ojos.
Mary y Baker fueron los siguientes en aparecer. Luego surgió el ceñudo rostro del doctor Bulfinch. Por un momento todos se dedicaron a la tarea de ajustarse sus improvisadas ropas.
—¿Dónde estamos? —jadeó Pedro—. No puedo ver…
—Cálmese —dijo Bulfinch secamente—. No vamos a asfixiarnos. —Olisqueó y miró a la luz de arriba—. Ozono, amoníaco, humedad, temperatura…, calculados para revivir la consciencia.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mary—. ¿En la mina?
No podían ver más allá del pequeño círculo de luz. Stockton sujetó el brazo de Pedro.
—Usted conoce este lugar mejor que nosotros. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha hecho Thorkel?
Un repentino horror asomó en los ojos de Pedro cuando recordó algo.
—Pinto —jadeó—. ¡Ha hecho a Pinto… pequeña!
—Tonterías —gruñó Stockton—. Tomémonos de las manos y demos un vistazo.
¡Adelante!
—¡Me ha hecho pequeño como mi mula! —susurró Pedro.
Sin ninguna advertencia, la luz roja de la lámpara disminuyó y murió. La oscuridad era casi total. Stockton sintió la mano de Mary que se aferraba a la suya, y le dio un apretón tranquilizador.
La luz cambió a blanco. Inmediatamente Stockton vio que se hallaban en un sótano, a los pies de un tramo de escaleras que conducía hasta una puerta abierta. En el umbral estaba el doctor Thorkel, mirándoles. Satanás, el gato, estaba acurrucado a los pies del científico.
—¡Nos ha hecho pequeños! —gritó Pedro.
¡Y era cierto! ¡Thorkel era… un gigante! La puerta del sótano parecía tan grande como una casa de dos pisos; ¡Satanás era del tamaño de un tigre de dientes de sable!
Bulfinch estaba tan pálido como la tiza. Dio un salto atrás cuando Satanás bufó de pronto hacia el pequeño grupo. Thorkel se inclinó rápidamente y cogió al gato. Su voz era un resonante trueno.
—No, no… No debes asustarles —le dijo al gato.
Thorkel empezó a bajar hacia el sótano, y los demás se encogieron ante aquel coloso.
La voz de Mary ascendió en un grito.
—Bien —dijo Thorkel—. Las cuerdas vocales no han resultado afectadas, ¿eh? ¿No tienen temperatura? Doctor Bulfinch, ¿tendrá la amabilidad de tomarles el pulso a sus compañeros?
Pedro no pudo resistirlo más y echó a correr hacia la escalera. Thorkel asintió con la cabeza, sonriendo.
—Pequeñas criaturas… Su primer instinto es escapar. Corran, si eso es lo que necesitan.
Y los diminutos seres echaron a correr…
Trepar aquellos peldaños era toda un proeza. Cada escalón llegaba a sus pechos. Pero tirando, empujando, trepando, los humanos en miniatura ascendieron hacia la luz. Muy pronto estuvieron fuera de la vista. Thorkel dejó el gato en el suelo y les siguió, cerrando la puerta del sótano. Se volvió para echar una ojeada a la habitación. La pequeña gente se había ocultado.
—Salgan. No tienen nada que temer —dijo suavemente.
Thorkel aguardó, y luego se dejó caer en una silla.
—¿Dónde está su espíritu científico, doctor Bulfinch? ¿No desea unírseme en mis experimentos?
Se secó el sudor de su calva cabeza y apartó la silla del cuadrado de luz solar que penetraba por la ventana que daba a la mina.
La cabeza de Bulfinch apareció cautelosamente desde detrás de una de las abandonadas botas de Thorkel. Caminó hacia el gigante.
—Venga más cerca —le animó Thorkel.
Bulfinch obedeció, mirándole fijamente.
—¿Qué le ocurre? —dijo Thorkel con un repentino temor—. ¿No puede usted hablar?
La voz del biólogo era débil y aguda.
—Sí, puedo hablar. ¿Qué es lo que ha hecho… y por qué?
Thorkel se inclinó hacia delante, su enorme mano tendida hacia la pequeña figura en el suelo. Bulfinch retrocedió alarmado.
—Sólo deseo pesarle y medirle —dijo Thorkel suavemente. Se irguió y se reclinó en su silla—. Vamos. No voy a comerle. Como puede ver, he reducido su tamaño.
Sus pálidos ojos, tras sus gruesas gafas, miraron intensamente mientras, envalentonados, los demás iban apareciendo uno tras otro. Pedro había permanecido escondido tras la pata de una silla; los demás tras una pila de libros en el suelo.
Avanzaron hasta formar un grupo con Bulfinch.
—Deberían sentirse orgullosos —dijo Thorkel—. Son ustedes casi el primer experimento que ha tenido éxito… Pinto fue el primero, Pedro. Es una lástima que lo dejara usted escapar. De nuevo le doy las gracias, señor Stockton, por identificar los cristales de hierro. Ellos me dieron la última clave.
Parpadeó, mirándoles.
—Hasta que ustedes llegaron, podía reducir sustancias orgánicas, pero no podía preservarse la vida en ellas. Es un asunto de compresión electrónica de la materia bajo bombardeo por rayos. El radio en la mina me proporcionó un inimaginable poder. Miren. —Alzó una esponja que había sobre la mesa y la apretó en su mano—. Esto es.
Compresión. Pero se necesita energía más que fuerza bruta…
—¿Eso es lo que le hizo a Mira? —dijo Baker repentinamente.
—¿La chica nativa…, mi ama de llaves? Bueno, sí. Pero fracasé… Su tamaño se redujo, pero estaba muerta. ¿Cómo sabe usted de ella? —Thorkel no aguardó una respuesta. Se frotó cansadamente los ojos—. Estoy agotado. Me ha tomado días reducirles, y no he tenido ni un instante… —su voz se arrastró. El sueño lo venció.
Stockton estaba mirando a su alrededor.
—Tenemos que salir de aquí. ¿Se dan cuenta de que este loco pretende matarnos a todos?
Bulfinch parecía inseguro.
—Bueno, él…
—Nos ha dicho que mató a la chica nativa, ¿no? Es un diablo de sangre fría.
Instintivamente, miraron hacia la puerta. La barra que la aseguraba desde dentro estaba a tres veces la altura de la cabeza de Stockton.
Seres humanos… ¡de apenas veinte centímetros de altura!
En el suelo, cerca de ellos, habla un libro puesto de pie…, Human Physiology, de Granger. Stockton se situó a su lado. Su cabeza apenas asomaba por encima del volumen.
—¿Bien? —dijo amargamente—. ¿Alguna sugerencia?
Bulfinch asintió.
—Sí. Los libros son manejables. Si podemos apilarlos hasta alcanzar el pasador que cierra la puerta…
Requirió tiempo, pero Thorkel no se despertó. Un lápiz, utilizado como palanca, abrió unos centímetros la puerta. Poco después el diminuto grupo se hallaba fuera en el campamento. ¡Extraña noche! Unos cactus no muy lejos de allí eran más altos que el más alto de los árboles. Las mesas del campamento eran fantásticamente enormes. Un pollo se movía a sacudidas en su búsqueda de comida… ¡y su agitada cresta estaba más arriba que la cabeza de Stockton!
Si les vio, no hizo ningún movimiento hostil. Lentamente, el pequeño grupo avanzó, en dirección a la tienda de Bulfinch. Cada caja y cada paquete eran una montaña que debían bordear. El irregular suelo dañaba sus desnudos pies.
Pedro miraba nerviosamente a su alrededor. Bruscamente, lanzó un grito y señaló.
Stockton se volvió con los demás, y su pánico fue tan evidente como el de los otros.
Surgiendo por un desmoronante agujero en la base de la casa de barro, Satanás, el gato, avanzaba arrastrándose sobre su barriga. Los ojos del animal estaban clavados en aquellas pequeñas figurillas. ¡Más formidable que un tigre, se deslizaba libremente hacia ellos, con sus aguzadas garras desnudas!