Bill Stockton se detuvo en la puerta del recinto, observando a Pedro que conducía las mulas hacia los pastos allá abajo en el río. El aceitunado rostro mestizo estaba hendido por una amplia sonrisa; se retorció su negro bigote y se puso a cantar a voz en cuello como si estuviera en una cantina de Buenos Aires, a miles de kilómetros al este.
—¿Cómo demonios se las arregla? —gruñó Stockton, limpiándose el sudor de sus ojos—. Apenas puedo arrastrarme de un lado para otro con este calor. Y ese tipo se pone a cantar.
Pero Stockton sabía que no era sólo el calor. Allí había mucho más. Una sensación de oscura amenaza… colgando pesadamente sobre el campamento en la selva. Durante las semanas de viaje por la jungla desde los Andes, a través de los pantanos tropicales y la jungla infestada de plagas, la sensación se había ido haciendo más y más fuerte. Estaba en el húmedo y pegajoso aire. Estaba en el mareantemente dulce, asfixiante perfume de las grandes orquídeas que crecían fuera de la empalizada. Y por encima de todo, estaba en las acciones del doctor Thorkel.
—Se supone que es el gran científico mago de esta época —se dijo Stockton escépticamente—. Pero apostaría todo lo que tengo a que está loco. Envía un mensaje a la Real Academia solicitando los servicios de un biólogo y de un mineralogista, y luego nos pide que miremos por un microscopio. Eso es todo. ¡Ni siquiera nos deja entrar en esa casa de barro que se ha construido!
Había fundadas razones para la amargura de Stockton. Se había visto literalmente obligado a meterse en aquella aventura. Hardy, el mineralogista, se quedó en Lima por enfermedad, y el doctor Bulfinch, su colega, buscó en vano un sustituto. No había ninguno disponible. Es decir, ninguno excepto un cierto vagabundo que se estaba yendo rápidamente al infierno con la ayuda de una muchacha nativa, la mala ginebra y los cheques sin fondos.
La asistente de Bulfinch, la doctora Mary Phillips, había resuelto el problema. Había comprado los cheques sin fondos, y había amenazado a Stockton con meterlo en la cárcel si se negaba a acompañarles. En aquellas circunstancias, el que fuera mineralogista se alzó de hombros y aceptó. Ahora se estaba preguntando si había cometido un error.
Había una amenaza allí. Stockton la sentía, con la agudeza psíquica de un aventurero profesional. Había un aura de secreto a su alrededor. ¿Por qué la valla que cercaba la mina se mantenía generalmente cerrada, si la mina no tenía ningún valor, como Thorkel afirmaba? ¿Por qué Thorkel se había mostrado tan excitado cuando Stockton había mencionado los cristales de hierro, cristales que Thorkel habla sido incapaz de ver debido a su deficiente vista?
Luego estaba también el asunto de los dicotilinae…, algunos huesos que Mary Phillips había encontrado. Eran los huesos de un cerdo salvaje indígena, pero las superficies molares habían demostrado que se trataba de una especie enana de marrano completamente desconocida para la ciencia…, diez centímetros de largo en su madurez.
Aquello era extraño.
Finalmente, hacía sólo una hora que Thorkel les había dicho imperturbablemente que podían irse, apenas veinticuatro horas después de la llegada de sus huéspedes. Bulfinch, reflexionó Stockton con una risita, había sufrido un ataque. Su rostro caprino se habla vuelto gris; el desgreñado Vandyke había silbado.
—¿Está intentando decirme que me ha hecho venir hasta aquí, a mí, al doctor Rupert Bulfinch, tras recorrer quince mil kilómetros, sólo para mirar por un microscopio? —había rugido.
—Correcto —había respondido Thorkel, y se había retirado a su casa de barro.
Cuanto más lejos, mejor. Pero el problema estaba ahí delante. Ni Bulfinch ni Mary pensaban irse, aunque eso significara desafiar abiertamente a Thorkel. Y Thorkel, tenía la impresión Stockton, era un individuo peligroso, de sangre fría y sin escrúpulos. Su redondo rostro, con su erizado bigote y su calvo cráneo, podía fruncirse con desagradables y mortíferas arrugas.
Además, ya desde un principio se había producido un silencioso y contenido conflicto entre Thorkel y Baker, el guía que había acompañado al grupo desde los Andes. Stockton se alzó de hombros y dejó de pensar en ello.
El doctor Bulfinch apareció detrás de Stockton y le dio un golpecito en el brazo. Había una reprimida excitación en el caprino rostro del biólogo.
—Venga conmigo —dijo en voz baja—. He descubierto algo.
Stockton siguió a Bulfinch hasta una tienda cercana. Mary Phillips estaba allí, ensamblando los huesos del cerdo enano. Era, pensó Stockton, demasiado hermosa para ser una bióloga. Un mechón de cabello dorado rojizo caía en cascada sobre sus hombros, y su rostro pertenecía más a la pantalla de un cine que a un laboratorio. También tenía un temperamento infernal.
—Hola, belleza —dijo Stockton.
—Oh, cállese —murmuró la muchacha—. ¿Qué ocurre, doctor Bulfinch?
El biólogo tendió una muestra de roca a Stockton.
—Compruebe esto.
Los ojos del joven se abrieron mucho.
—Esto no puede… ¡Infiernos, es imposible!
—Usted ha visto pechblenda antes —dijo Bulfinch con duro sarcasmo.
—¿Dónde la ha conseguido? —preguntó Stockton, excitado.
—Baker la encontró cerca del pozo de la mina. Es mineral de uranio —dijo tranquilamente—, y es un centenar de veces más rico que cualquier otro depósito jamás descubierto. ¡No es sorprendente que Thorkel quiera deshacerse de nosotros!
Mentalmente, Stockton añadió: «¡Y apostaría a que no le detendrá ni siquiera el asesinato para conseguir que mantengamos la boca cerrada!».
—¡Buen Dios! —murmuró Bulfinch—. ¡Radio! Piense en los beneficios médicos de tal descubrimiento…; ¡la ayuda que puede proporcionar a la ciencia!
Hubo una interrupción. Un animal a rayas negras entró disparado en la tienda, seguido por un flaco y desgarbado perro, ladrando alocadamente. Los dos dieron una vuelta a la mesa y salieron de nuevo a toda velocidad. Hubo sonidos de refriega.
Rápidamente, Stockton alzó el ala de la tienda. Pedro, el hombre para todo de Thorkel, estaba sujetando al perro mientras un gato se retiraba apresuradamente hasta una distancia prudencial.
El mestizo alzó la vista, con un llamear de blancos dientes.
—Lo siento. Este estúpido de Paco… —Tiró de la cola al perro—. No sabe que nunca podrá atrapar a Satanás. Pero él lo único que quiere es jugar. Desde que se fue Pinto, se siente muy solo.
—¿Oh, sí? —dijo Stockton, mirando al hombre—. ¿Quién era Pinto?
—Mi pequeña mula. Oh, Pinto era muy lista. Pero no lo bastante lista, supongo —Pedro se alzó expresivamente de hombros—. Pobre mula.
Un hombre apareció en la creciente oscuridad…, una alta y delgada figura con un rostro duro y anguloso, un puritano dispuesto a sembrar su semilla.
—Hola, Baker —gruñó Stockton.
—¿Le ha hablado Bulfinch del radio? —dijo Baker sin preámbulos—. Es valioso, ¿eh?
—Sí. Tremendamente valioso —los ojos de Stockton se entrecerraron—. Me he estado preguntando al respecto. Preguntándome por qué se mostró usted tan ansioso por acompañarnos cuando hubiera pedido enviar a un nativo. Quizás había oído algo acerca de esta mina de radio, ¿eh?
El duro rostro de Baker no cambió en absoluto, pero lanzó una mirada de inconfundible odio hacia la casa.
—No le culpo por pensar eso —dijo casi en un susurro—. Parece algo descabellado.
Pero… escuche, Bill, tenía una buena razón para desear venir aquí. Si hubiera venido solo, Thorkel hubiera sospechado… quizá me hubiera disparado apenas verme. No hubiera tenido ninguna posibilidad de investigar…
—¿Investigar qué? —preguntó impacientemente Stockton.
—Conocía a una pequeña muchacha nativa. Una chica encantadora. Se llamaba Mira.
Yo… Bien, pienso mucho en ella. Un día fue a trabajar como ama de llaves para Thorkel.
Y eso fue lo último que he sabido de la chica.
—No está aquí ahora —dijo Stockton—. A menos que esté en la casa.
Baker agitó negativamente la cabeza.
—He estado hablando con Pedro. Él dice que Mina estuvo aquí y desapareció. Como Pinto, su mula albina.
La rápida noche tropical había llegado. Una brillante luna iluminó con su luz plateada el campamento.
Y repentinamente los dos hombres oyeron el débil y agudo relinchar de un caballo procedente de la casa de Thorkel.
Simultáneamente la figura de Pedro apareció, corriendo desde detrás de una tienda.
Gritó:
—¡Pinto! Mi mula Pinto está en la casa. ¡Ha vuelto!
Antes de que el mestizo pudiera alcanzar la puerta de la casa, ésta se abrió bruscamente. Thorkel apareció. A la luz de la luna, su calva cabeza y sus brillantes gafas de gruesos cristales parecían extrañamente inhumanos.
—¿Qué ocurre, Pedro? —preguntó tranquilamente con voz algo burlona.
El hombre se detuvo en seco. Se humedeció los labios.
—Es Pinto, señor… —murmuró.
—Estás imaginando cosas —dijo Tnorkel, con frío énfasis—. Vuelve a tu trabajo. No vas a creer que tengo una mula metida en casa.
—¿Qué es lo que tiene entonces exactamente en la casa, doctor? —interrumpió una nueva voz.
Era Bulfinch. El biólogo salió de la tienda y se acercó, una flaca y desgarbada silueta a la luz de la luna. Mary iba tras él. Baker y Stockton se unieron al grupo. Thorkel mantuvo la puerta cerrada tras él.
—Eso no les concierne —dijo, heladamente.
—Al contrario —estalló Bulfinch—. Como ya le he dicho, tengo intención de quedarme aquí hasta recibir una explicación.
—Como ya le dije yo a usted —dijo Thorkel, casi en un murmullo—, si hace eso será por su cuenta y riesgo. No toleraré interferencias ni fisgoneos. Mis secretos son privados.
Les advierto: ¡protegeré esos secretos!
—¿Está usted amenazándonos? —gruñó el biólogo.
Thorkel sonrió de pronto.
—Si les mostrara a ustedes lo que tengo en mi casa, creo que… lo lamentarían —observó, con una sutil amenaza en sus sedosos tonos—. Deseo que me dejen solo. Si los encuentro todavía aquí mañana por la mañana, tomaré… medidas protectoras.
Sus ojos, tras sus gafas de gruesos cristales, incluyeron a todo el grupo en su ominosa mirada. Luego, sin otra palabra, volvió a entrar en la casa, cerrando la puerta tras él.
—¿Piensa quedarse, doc? —preguntó Stockton.
Bullfinch soltó un gruñido.
—¡Por supuesto que sí!
Hubo una breve pausa. Luego Pedro, que habla estado escuchando atentamente, hizo un gesto imperativo.
—Vengan conmigo. Les mostraré algo…
Se apresuró bordeando un ángulo de la casa, arrastrado por el perro Paco. Bulfinch murmuró algo entre sus apretados labios y le siguió junto con los demás.
Una alta empalizada de bambú bloqueaba su paso. Pedro señaló, y aplicó su ojo a una grieta. Stockton probó la puerta, que antes habla estado abierta. Ahora estaba cerrada por la otra parte, así que se unió a Pedro y los demás.
—Esperen —susurró el mestizo—. He visto esto antes.
Podían ver el pozo de la mina, con una tosca cabria dominándolo. Y entonces una gruesa y extraña figura entró en su campo de visión. Al primer momento parecía un hombre con un traje de buceo. Cada centímetro de su rechoncho cuerpo estaba cubierto con tela de caucho. Un casco cilíndrico sellaba su cabeza. A través de dos redondos orificios para la visión podían verse las gruesas gafas del doctor Thorkel.
—Oh —susurró Stockton—. Un traje protector. El radio es un material peligroso.
Thorkel se dirigió a la mina y empezó a dar vueltas a la cabria. Bruscamente, Stockton sintió que una mano tocaba su brazo. Se volvió.
Era Baker.
—Venga conmigo —dijo el otro suavemente—. He abierto la puerta. La cerradura es sencilla… y Mary utiliza horquillas para el pelo. Ahora podremos ver lo que mantiene oculto en esa casa.
—¡Sí! El doctor estará un buen rato atareado en la mina… —dijo Pedro, asintiendo.
Silenciosamente, el grupo volvió sobre sus pasos. La puerta de la casa de barro estaba abierta de par en par.
Desde el interior les llegaba el sonido de un agudo relincho, increíblemente alto y tenue…