Coda

Septiembre de 1929

La abuela murió de gripe española pocos meses después del final de la guerra, que en el parque ha dejado las huellas, entreveradas por los años, de media docena de granadas. Cuando puedo, en verano, voy a visitar a la tía. Es una mujer solitaria e intensa, que aún conserva su hermosura. Procuro quedarme un par de semanas. Hablamos de los últimos libros que hemos leído, y un poco de «ese», de nuestro duce, que nunca termina de enjuagar en la pila bautismal los trapos de su socialismo. Hay un acuerdo tácito entre nosotros: no hablamos de la guerra, de lo que ocurrió en la villa, de los palos con las argollas. Pero hace unos días le pregunté si alguna vez piensa en aquel mayor de Viena, el barón Von Feilitzsch. Sin mirarme, pasó el índice por el borde de la taza, haciéndola cantar, mientras el gruñido de Teresa se alejaba. Luego, los ojos fijos en el café, con un hilo de voz, dijo: «No». Entonces me volví hacia Teresa. Estaba muy seria, tallada a la luz de la noche, a pocos pasos de su cocina, con el pelo recogido en un moño. Miraba las colinas. Tengo la impresión de que nunca se moverá de aquí, es como la hierba, nacida para permanecer en su sitio, en el centro del mísero esplendor del todo que pasa.

—Diambarne de l’ostia.