EL velatorio tuvo lugar en la sacristía. La abuela Nancy, Teresa y la tía estuvieron levantadas toda la noche, y a primera hora de la mañana todo el pueblo pasó, en fila de a uno, como las cuentas de un rosario, delante de la abuela, que con la cabeza alta, sin el velete y con los ojos secos, a cada uno le repetía: «Ellos tienen más miedo».
Por la tarde, el ataúd de Renato fue puesto en un camión que iba hacia el río, y el del abuelo fue llevado a la iglesia para celebrar una misa. Una misa breve, no faltaba nadie, estaban el posadero y la mujer del posadero, Attilio y Adriano. Con toque de maestro, don Lorenzo redujo el sermón a pocas sentencias bien ponderadas, que concluyó con «el mal público llega siempre a la casa de todo el mundo…, pero lo mismo hace la misericordia de Nuestro Señor».
El párroco acompañó los restos mortales hasta nuestro pequeño cementerio, que lindaba con las letrinas del campamento. Cuatro campesinos depositaron el ataúd en el hoyo. Luego se persignaron y adoptaron un semblante compungido, mientras don Lorenzo esparcía un poco de agua bendita y un puñado de latines sobre los tablones de abeto hundidos en la tierra.
De lo ocurrido no se habló tanto como esperaba el barón, y cuando llegó el día de la reconquista de las armas italianas, por toda la campiña grupos de hombres armados ayudaron en la avanzada de la infantería italiana que empujaba al ejército imperial hacia Vittorio, donde sería aniquilado.
Las tropas del general Clerici llegaron a la villa el 30 de octubre, tras un breve pero intenso bombardeo de Refrontolo. Ese mismo día Teresa cazó una rata enorme. Su arte la transformó en conejo, un asado que hizo las delicias de mi paladar y el de sus amas. Se ganó muchos elogios e incluso una pequeña, pero siempre bienvenida, propina.
El águila de los Habsburgo, sombra y reliquia de la de las legiones, se había perdido en el azul de los Saboya. No participé en las fiestas de liberación que durante casi un año se celebraron en el país de domingo a domingo: «Las victorias apenas tienen algo que decir, la que enseña es la derrota», decía el abuelo. ¿Qué podían saber todos esos barrigones con sombrero de copa negro y escarapela tricolor, que se encaramaban a un estrado para prometer el oro y el moro a diestro y siniestro?
«La sintaxis de las cosas podría matarnos —escribió el abuelo en uno de sus diarios que la abuela no se atrevió a quemar—. Pero no lo hará; nos encargaremos nosotros, grillos metidos en la nieve.»