43

El abuelo se había quedado dormido. Los grillos ya habían empezado a cantar. La lámpara tenía una mecha corta y estaba a punto de acabarse el petróleo. La vacilación de la llama me recordó la pipa. Metí la mano en el bolsillo. Me acerqué a Renato, que había permanecido en la ventana toda la tarde. Me tendió los fósforos, y fumé mirando la calle, a su lado.

—El teniente Muller se dejó la piel en ese enfrentamiento… ¿verdad? No se te da bien mentir…

—Creía que había aprendido…

—Los soldados mueren, no es tu culpa. Y al que mataste…, hiciste bien… ¡no podías hacerlo prisionero!

Le pregunté entonces por Giulia y le hablé de los momentos de celos, pero simuló sorpresa.

—Yo la alisté en el SI, por eso a veces nos veíamos.

—Renato, puede que no haya aprendido a contar mentiras, pero sé reconocer las que me cuentan.

—Nos queda poco petróleo, esta maldita lámpara.

Cruzamos el humo de las pipas. Sus ojos buscaron los míos.

—Te portaste bien en esa batalla, debes sentirte orgulloso.

—¿Tienes miedo?

—Me gustaría vivir.

—A mí también.

—¿Qué es lo que nos acongoja, preguntarnos por lo que no viviremos o por lo que no hemos vivido en el pasado?

Oímos los pasos pesados del guardia. La puerta se abrió. Don Lorenzo llevaba una caja.

El abuelo se sentó en el jergón mientras se frotaba los ojos.

—Si está buscando almas en pena, aquí hay tres, padre, pero dudo que haya alguna confesión a la vista. —El abuelo tenía la voz pastosa.

—¿Qué es eso? —preguntó Renato, señalando la caja.

—El altar de campaña, mayor, lo uso para las hostias consagradas.

—Me temo que las tres ovejas seguirán descarriadas.

—Don Guglielmo…, señor Spada…, no debe hablar así, su nieto es apenas un chiquillo, tendría…

—No me confesaré, don Lorenzo, y deje ya de llamarme chiquillo. Mañana, al amanecer, me matarán. He cumplido con la vida, he amado y matado, y con eso basta. ¡Pues sí, tengo dieciocho años, pero estoy a punto de morir, y tengo una vida entera a mis espaldas!

Don Lorenzo estaba sorprendido por mi tono rabioso, sin darme cuenta había hablado casi a gritos. Se enjugó la frente con su pañuelo fétido y se volvió hacia Renato.

—¿Y usted, mayor? Es el momento de mirarse por dentro y de pedir perdón. Dios nos ama aunque no nos lo merezcamos…, nos ama porque su imagen está dentro de cada uno de nosotros…, hemos nacido hombres y eso le basta. El orgullo da malos consejos, mayor Manca, y ahora ya no queda tiempo.

—Me alegra de que a mí no me lo pida. —El abuelo prorrumpió en una de sus carcajadas y me atrajo a su lado.

—Su dios —dijo Renato— no me sirve de mucho…, de todos modos, tengo algo que decirle…, vamos a ese rincón.

De la caja de don Lorenzo salió la estola y el mayor lo siguió al rincón oscuro llevando dos banquetas.

El abuelo y yo nos pusimos a mirar el cielo negro. De vez en cuando daba una calada a la pipa, que yo le pasaba. Las voces del cura y el mayor nos llegaban apagadas. Había una estrella encima de las copas de los árboles oscuros.

—¿Queda algo de vino?

Me volví hacia la mesa, la botella estaba allí, la agarré y la agité.

—Ni media gota, abuelo.

—¿Y coñac?

Señalé la botella tumbada en la mesa: no tenía el tapón.

—Dejar a unos condenados sin alcohol y en compañía de un cura es una auténtica crueldad.

—Sobrio como estás, abuelo, podría darte por confesar tus culpas.

—¿Qué culpas? Todavía no he matado a nadie.

Fruncí el ceño.

—Perdóname, cèo…, verás, a mí también me hubiera gustado hacerlo…, no tienes que reprocharte nada, erais tú o él, ¿o acaso sientes remordimiento por aquella campesina?

—¿Remordimiento? No. No es eso. Tengo miedo, abuelo.

—Lo sé. Yo también.

El sacerdote y Renato salieron del rincón oscuro. El párroco se había quitado el sombrero. Le había marcado la frente con un círculo rojo que a la escasa luz, durante un instante, pareció llamear.

—¿Hará lo que le he pedido, don Lorenzo?

El cura asintió con cara seria.

—Sí…, haré lo que pueda —dijo, mirando fijamente al mayor.

Luego cogió la carta del abuelo.

—Don Paolo, ¿de verdad que no quiere confesarse? Uno se siente mejor después.

—No lo dudo, pero, verá…, no estoy seguro de querer sentirme mejor. Lo único que lamento es ser descortés con usted…

—Se ha vuelto usted cínico, como su abuelo.

No sabía que estaba haciéndome un cumplido, o quizá sí lo sabía muy bien.