40

Me encerraron solo en el revividero. No me daban los manjares de Teresa, sino pan negro, polenta seca y café alargado con agua. El olor a azufre que seguía impregnando la pintura se mezclaba con el del tabaco que el cabo del bigote pelirrojo me había regalado. Olía un poco a establo, pero no me desagradaba. Le caía bien a aquel hombre. Ti xé un bon toso…, co’sto naso che par na vela, eres un buen chico…, con esa nariz que parece una vela. Una vez se quedó a hablar conmigo, me contó que había muerto una hermana suya, que no había podido ir al funeral, que hacía meses que en Viena se comían los perros y fumaban paja, y que era absurdo seguir con la guerra.

La ventana era pequeña, el cristal estaba mugriento y la luz que por la mañana disipaba las tinieblas era una raya de polvo que contenía todos los colores del prisma. Todo había pasado como en una película, en la que se ven las imágenes, pero el motivo de lo que ocurre permanece, por lo menos en parte, desconocido. Me sentía responsable por el teniente Muller, por la campesina que se había cortado el cuello con el cuchillo. Pensaba en Giulia, en el abuelo, en Renato; en la muerte, en la soga que me esperaba. De vez en cuando me levantaba, ponía la cara a pocos centímetros de la pared y respiraba despacio. Entonces me venía a la memoria la imagen del austríaco que había matado. Había intentado rendirse, había dicho no con la cara, con los ojos, con esa mano levantada, con la otra mano con la que se apretaba el vientre herido, pero yo había disparado, y al hacerlo había sentido placer. Me decía a mí mismo que eso no era verdad; pero lo que recordaba era una sensación de euforia, no de piedad: había actuado sin indecisión, obedeciendo a una voluntad que me costaba creer mía, y la sensación de triunfo estaba ahí, atroz. Entonces vomitaba, escupiendo saliva y restos de comida mal digerida en el cubo de los excrementos.

Estuve allí tres días, hasta que la mañana del cuarto el cabo del bigote pelirrojo vino a sacarme acompañado por un soldado que llevaba el fusil en bandolera. Cruzamos el patio, lloviznaba y la hierba mojada olía bien. Pensé en el abuelo, pensé que ciertas personas son robles seculares: cuando se les derrumba dejan un agujero en la tierra, un agujero que a las estaciones les cuesta borrar. El cabo abrió la puerta del almacén con una llave de un palmo de largo. El soldado me empujó al interior y la puerta se cerró.

—No puedo decir que me alegra volver a verte.

Era la voz de Renato, a la que siguió el abrazo del abuelo.

En aquel espacio cerrado, la grada y el arado se oxidaban. El suelo era de tierra apisonada y había una lumbrera por la que se veían las copas de los árboles y un pequeño retal de cielo. Había además un camastro de paja seca, en el que cupimos los tres, una mesa, cuatro banquetas, un grifo que escupía agua únicamente cuando le apetecía, y un cubo de estaño para evacuar. Allí, durante años, se habían amontonado las damajuanas de aceite y las botellitas de vinagre, y el encalado de las paredes emanaba un olor a rancio nauseabundo, pero me acostumbré rápidamente. El rancho, merced a nuestra cocinera y a las esterlinas de la abuela, era copioso y sabroso, y Renato se iba reponiendo. El barón le había sacado muy poca información, pero ese poco le bastaba para quedar bien con sus superiores.

Teresa era el ángel de las provisiones, nuestro vínculo con el mundo. La abuela y la tía fueron autorizadas a hacernos una sola visita, que dedicaron al tobillo del abuelo, pues se le había hinchado; cuando lo detuvieron había presentado resistencia, también tenía un pómulo hinchado. El oficial médico había estado con él un minuto y medio y había dicho que necesitaba hielo, hielo y tiempo, pero la hielera estaba en desuso y el tiempo que quedaba, en nuestro caso, era escaso.

—Todo es culpa de la serpiente de mi hija, que ya no es mi hija —decía siempre Teresa, mientras dejaba las gábatas en la mesa. Hasta que un día Renato, harto de oírla imprecar, le susurró algo al oído. Teresa lo miró lanzando rayos negros por los ojos, luego agachó la cabeza y por primera vez salió sin un diambarne de l’ostia y sin preguntar si debía informar de algo a las amas, le paróne.

Cuando conté mi fuga, omití la muerte del teniente Muller, dije que había conseguido huir. Renato se dio cuenta de que le ocultaba algo, pero se hizo el desentendido. Me dijo que también Giulia era una espía, que trabajaba para el SI y que mis sospechas eran absurdas, y yo también fingí creerle. El abuelo me miraba en todo momento con enormes ojos tristes; y yo no sabía qué decirle.

Hacíamos como los niños, los avestruces, los salvajes: no hablábamos de la inminente ejecución, sino de los errores de Cadorna, de la Iglesia, de los hijos de la viuda; de los socialistas y del fin de los Romanov.

En la prisión, el tiempo pasaba despacio.

Por la noche oía a Renato hablar para sí y al abuelo roncar como jamás lo había hecho. En mis sueños —y soñaba también con los ojos abiertos— salía Giulia, reaparecían esos pocos momentos de pasión, intensos y precisos, que veía y oía. No me consolaba pensar que no estuviera hecha para mí, nunca había querido envejecer a su lado, y sin embargo la amaba, la amaba pese a que me había traicionado.

Algunos recuerdos me abrumaban: había visto patalear a aquel checo en la horca, al otro, muerto de un tiro, y a todos esos muertos en la iglesia, a todos aquellos hombres hechos pedazos que pedían agua y a saber lo que veían. Y yo mismo había matado.

Echaría de menos, me decía, el olor eléctrico del aire después de los temporales de verano y el de la hierba recién segada, el del estofado de Teresa, el del pelo de Giulia. A veces pensaba también en la abuela enfadada porque era un burro con los números, y en la tía que tomaba como pretexto una frase insignificante para explayarse en una de sus melancólicas reflexiones.

Nos turnábamos los tres para barrer la celda con una escoba, y solo el mayor y yo —pues habíamos eximido al abuelo de eso— nos ocupábamos de limpiar el cubo de estaño bajo el grifo, que ululaba mucho, pero agua daba poca.

Al amanecer el guardia nos traía un espejo y una navaja. El abuelo se hacía afeitar por Renato, quien, en cambio, prefería afeitarse solo. Yo también me las arreglaba, y eso que el espejo era un fragmento no más grande que mi mano. Por su parte el guardia, que vigilaba el ritual con el fusil al pie, cuando nos retiraba el espejo y la navaja, siempre fingía escuchar nuestras quejas por el grifo averiado.

Bien pronto dejé de dar mi parte de aguardiente al abuelo. El alcohol empezaba a gustarme. Era agradable aquella sensación de ebriedad adormecedora, aquella placentera ilusión de libertad que brindan las frases ligeramente inconexas. Hasta que una mañana, a eso de las siete —acabábamos de tomar el café—, tres bayonetas nos sacaron de la celda: a cada espalda su propia aguijada. Creí que nos había llegado la hora.

Había pasado el frescor de la noche. Y el cielo blanco se estaba tornando celeste. Comprendimos que aún no era nuestro turno cuando nos llevaron ante tres ataúdes: el barón quería que presenciáramos el funeral de los soldados muertos. Nos pusieron a los tres juntos en fila, entre las letrinas y nuestro pequeño cementerio, que a la sazón solamente tenía tres lápidas, rodeadas de una treintena de túmulos desordenados.

—Están vacíos —dijo Renato en voz baja.

—¿Qué? —murmuré.

—Esos ataúdes.

Eran tablones de abeto clavados, y los soldados que los levantaron pesaban menos que los tablones. Los metieron en el hoyo, uno encima de otro. El barón dijo cuatro palabras y el pelotón se puso en posición de firmes. La ceremonia no duró sino diez minutos. Nos devolvieron a la celda.

—¿Cómo sabías que estaban vacíos?

—¿Cómo quieres que se conserven tres cadáveres con este calor y sin hielo? Menos, si llevaban tiempo sin enterrar.

—¿Habéis visto el camino? —dijo el abuelo—. Blanco, vacío, no se oye ni un ladrido y en los muretes no hay ni un gato. Y delante del establo había tres con la carabina al pie y la bayoneta.

—La tropa debe de estar hambrienta —dijo Renato.

El abuelo y Renato hablaban mucho de política. Lo hacían para espantar el miedo a la muerte. Y si al principio me ofendía porque solían excluirme, acabé animándome y así, de vez en cuando, apoyaba a uno u otro.

Para el abuelo el rey había dado un golpe de Estado y desplazado al Parlamento, y nos había metido en esa carnicería a sabiendas de que Italia no poseía los medios militares ni económicos para sostener un enfrentamiento largo; aseguraba también que ya en abril o mayo de 1915 hasta los ciegos y los sordos sabían que no iba a ser una guerra relámpago. Renato argüía que el rey no había tenido elección, que Italia dependía, en lo referente a materias primas, a trigo y carbón, de Francia e Inglaterra, por no mentar la deuda de honor contraída con el Imperio de la reina Victoria.

—Francia y Prusia nos han echado una mano, pero solo en dos momentos…, había una ventaja común…, en cambio, no puede olvidarse que ese mazziniano, sin los ingleses, no podría ni haber desembarcado en Marsala.

Yo tercié.

—Mira que si al abuelo le tocas a Garibaldi…

Sin embargo, en esta ocasión el abuelo no contraatacó con ímpetu, al revés, tras una breve vacilación en la que perdió todo el impulso ofensivo, pareció ponerse de parte del enemigo:

—Puede que Italia sea un proyecto fracasado…, nada más que una expresión geográfica… Metternich tenía razón…, y el plebiscito que legitimó la anexión de Venecia al recién nacido reino de Italia fue un timo: ¿cómo es posible creer que tan pocos votaran en contra?

—¿Qué?

La salida del abuelo había inflamado los ojos y las mejillas mal rasuradas del mayor Manca.

—Una expresión geográfica…, sí, pero que acabó en la barriga fofa del reino de Cerdeña. No olvide que Víctor Manuel II —la pipa de Renato se apagó— no cambió de nombre al convertirse en rey de Italia. Era Segundo como rey de Cerdeña y lo siguió siendo como rey de Italia. Pues sí —acercó un fósforo encendido a la pipa—, los italianos no nos hemos hecho con nuestras propias manos, no hemos sido artífices de nuestro destino…, los piamonteses… a lo mejor…

—Una pequeña dinastía montañesa con enormes deseos de revancha…, pero usted, mayor, dice que los ingleses querían una monarquía que saldase las cuentas con la Iglesia de Roma, y que el Gran Oriente habría echado una mano…, podría incluso darle la razón, es más, se la doy, pero verá…, la historia no funciona por esquemas, por situaciones tan bien encajadas…, sería demasiado sencillo.

Renato no se dejó sorprender en medio de la tierra de nadie de aquella propuesta de tregua:

—Para discutir… hay que simplificar las cosas…, y en Teano el Papa sufrió un asedio mortal. La pesadilla de los papas se había hecho realidad: había un solo rey para toda la península, y la cosa cobró un serio impulso… de Teano a Porta Pia transcurren apenas diez años. —Levantó una barrera de humo entre la cara del abuelo y la suya—. Si estuviera aquí nuestra Teresa, diría Diambarne de l’ostia!

El que hubiera sacado a relucir a la cocinera y que la hubiera llamado «nuestra» había sido una jugada maestra; así, con una sonrisa más convincente de lo habitual, el abuelo reconoció que no carecía de labia. Yo cogí entonces la ocasión al vuelo y rubriqué el armisticio:

—Italia unida es un coletazo de la guerra entre protestantes y católicos.

No era de mi cosecha, pero Renato fingió no saberlo.

—Felicitaciones por la síntesis, cèo —dijo el abuelo, y alzó su escudilla para un brindis. Lo imité mientras Renato hurgaba en el camastro. Escondida debajo de la paja, tenía media botella de coñac, robada quién sabe dónde por Teresa. Elevamos nuestras copas abolladas hacia el techo de piedra.

—Esos curas canallas —dije con aire sabihondo— han estado siglos tramando para que el norte y el sur de la bota no se unieran.

Renato se lo bebió todo de un trago y golpeó la escudilla contra la mesa.

—El poder de la política exterior del Imperio británico. —Se acercó a la ventana, frotó la cabeza de un fósforo en el alféizar y reencendió la pipa—. Pero Inglaterra tampoco puede más…, esta guerra acaba con todos los sueños de grandeza.

—¿Cómo? Si siempre has dicho, Renato, que la guerra la ganará la Entente… los ingleses.

Renato no se volvió, fumaba despacio y miraba las nubes, había aire de lluvia.

—En cuanto llevas a los negros a las trincheras, estás perdido. En la India, en África, en todas partes… Los ingleses siempre se han hecho tratar como dioses, dioses que hacen puentes y trenes y viajan en automóvil. Un imperio es un imperio solo mientras sabe dirigir los sueños y fingirse parte de un cosmos divino: enséñales que los rubios sajones se hunden hasta las rodillas, en la mierda de las trincheras, con los esclavos de ultramar que caen con ellos, blancos y negros, fila tras fila, como vallas, delante de las ametralladoras…, si los negros ven eso, y lo han visto, se acabó. Nada hace más iguales a los hombres que el destino común de fango y mierda; en el cieno los dioses se vuelven hombres. Así pues, la matanza derribará razas y jerarquías, y las grandes naciones se empequeñecerán, lo que no significa que el mundo mejore.

—Eres todavía más cínico que el abuelo.

El abuelo me apretó un hombro con dedos fuertes y me miró a los ojos.

—El mayor no está equivocado y yo no soy un cínico. Lo malo…, lo realmente malo es que a los generales necios puedan sucederles sargentos necios.

—Es probable —dijo Renato, volviéndose y dejando que se apagara la pipa—, dado que Europa, en los últimos cuarenta meses, se ha jugado un par de generaciones de jóvenes oficiales, que saben idiomas y que tal vez han leído algún libro. —Rebotaron las primeras gotas en la piedra de la ventana—. ¡Dejémoslo ya! Y bebamos otra…

—Gota de licor —dijo el abuelo, tendiendo la escudilla hacia la botella.