Cuando entré en el despacho del barón ya me había recuperado. La cabeza, el pecho y la espalda ya no me dolían. Me habían encerrado durante un par de horas en un cuartito de la segunda planta de la posada, enfrente de la villa, donde nadie había ido a verme. Había comido dos gábatas de patatas cocidas y un cabo con bigote pelirrojo y ojos redondos que recordaba a un búho me había ofrecido un gòto de vin nèro, un trago de vino tinto. En los meses de la ocupación había aprendido la lengua de los campesinos, y la hablaba con fluidez, casi sin acento; él también era campesino, me habló de su casa cerca de Salzburgo y me dijo que las campesinas del Soligo eran más bonitas que las Vírgenes y un poco menos santas, para su suerte.
El cabo me llevó a ese despacho forrado de mapas del Véneto, Trentino y Friuli, en los que las antiguas fronteras figuraban pintadas de rosa y los ríos de azul subido. Encima del escritorio, que parecía recién ordenado y olía un poco a cera, destacaba un retrato del emperador con su pequeño hijo en las rodillas. El suboficial hizo que me sentara delante del escritorio del barón, acto seguido retrocedió un paso y se quedó en la posición de descanso. Así nos quedamos contemplando juntos, en la polvorienta penumbra de la habitación, el daguerrotipo de Carlos I, sobre el que la luz de la tarde, filtrada por la suciedad de los cristales, extendía una pátina gris.
El barón entró como un torrente en crecida. Se sentó sin mirarme. Llevaba el cuello de la casaca desabotonado. Mojó la pluma en el tintero y firmó una hoja completamente escrita con una letra angulosa. Solo entonces levantó la cabeza y me miró. Se reclinó en la silla y acarició los brazos. Despidió al cabo con un gesto.
—¿Así que es usted un novicio? ¿De quién ha sido la idea de la carta, de su abuela o de madame Maria? Da igual… Lo encerraré con su abuelo y con el mayor Manca, no me queda otra elección. —Hizo girar la silla para darme la espalda unos segundos y, mirando al emperador, añadió—: Se ha encontrado el cadáver de una campesina… en un aprisco cercano al Piave, no muy lejos de donde lo han arrestado… ¿sabe algo? Llevaba un revólver escondido entre las piernas…, faltaban dos balas en la recámara. Una de ellas, con toda probabilidad, ha matado a un soldado… Verá, don Paolo…, no hay muchos revólveres de ese tipo, español, sé que el ejército ha importado muchos…, pero creo que usted no sabe nada… —El barón tenía una media sonrisa en los labios—. Desde que se ha hecho novicio, supongo que ya no toca las armas… Esa campesina yacía a menos de trescientos metros del punto por el que usted bajó al río… Tenía el cuello rajado por un cuchillazo, y usted llevaba encima un cuchillo cuando lo capturaron…, un mango peculiar.
Permanecí en silencio.
—Puede fumar…, tengo tabaco…
—Creo que he perdido mi pipa en el río.
El mayor abrió el cajón del escritorio y sacó una bolsita de yute atada con una cuerda de cáñamo. Desató el nudo con estudiada lentitud. Introdujo la mano y extrajo un pañuelo enrollado, luego una petaca de cuero y mi Peterson. Se reclinó en la silla y miró el techo.
—Esto es lo que han encontrado en su bolsillo, señor Spada.
Me temblaban los dedos, noté que me ruborizaba, y estaba un poco mareado. Carraspeé y, esforzándome para hablar con voz firme, dije:
—Sí, fumaría encantado…, pero el tabaco… estará empapado.
—Pruebe el mío…, yo casi no fumo nunca… solo cuando me siento muy solo. —Y el barón sacó del cajón un tarro de lata con una etiqueta amarilla—. Es tabaco holandés, suave y seco.
—Gracias —dije—. Ojalá que el agua no la haya estropeado.
—Es una buena pipa, ya se la había admirado… antes… de su huida… ¿Se la ha regalado una mujer? ¿Quizá su amiga Candiani?
—No. Me la ha dado… mi abuelo.
—Ah, su abuelo…, un hombre singular.
Cargué la Peterson con el tabaco del barón, las manos ya no me temblaban, pero era como si me oprimiese la cabeza un pedazo de guata. La prendí confiando en que me ayudase a mantener templados los nervios, pero las manos se pusieron de nuevo a temblar. Expulsé el humo para levantar una cortina entre el oficial y yo.
—¿Y bien, se la ha estropeado el Piave?
—No, tira de maravilla.
Von Feilitzsch me miraba con una sonrisa burlona.
—¿De maravilla? Sí, le creo…
De golpe comprendí: la pipa no la llevaba en el bolsillo, sino en la mochila, y la mochila la había dejado en el aprisco, con la mujer de la garganta desgarrada.
—No tengo nada que contarle, mayor —dije, y me guardé la pipa encendida en el bolsillo, tapando la cazoleta con la palma de la mano.
Dos golpes en la puerta. Se asomó el cabo.
—Fraülein Spada.
—¡Paolo! ¡Alabado sea Dios!
El barón se puso de pie.
—No pasa nada, estoy bien —dije yendo al encuentro de la tía. Mientras me abrazaba, me sentí presa de una sensación de euforia, como aliviado de un peso.
—Le ruego que se siente, madame.
Al salir, el cabo cerró la puerta.
La tía acercó su silla a la mía y me estuvo mirando largo rato. Se había pasado un poco con el agua de colonia. La angustia y la ternura pugnaban en su mirada. En el encaje bordado, que cerraba el cuello de su blusa blanca, lucía el lacado con una golondrina y un cielo azul; estaba convencida de que la inscripción que figuraba en el broche —Je reviendrai— daba suerte.
—Hasta lejos de aquí, su chico se ha hecho notar.
—Ha huido… ¿quién no lo habría hecho, barón? Y usted no me deja ni ver al tío Guglielmo…, ¿cómo se encuentra? La abuela Nancy está sufriendo mucho.
—Se encuentra bien, he dispuesto que su cocinera guise para los prisioneros…, también para don Paolo… desde ahora.
La tía Maria se acarició una sien y sus dedos se demoraron en una pequeña arruga que le marcaba la frente.
—Madame, sé por qué ha venido… sin invitación.
—He de hablar con usted.
—Después de todos los ratos que hemos pasado juntos…, los paseos, los caballos… —El barón alargó la mano derecha hasta casi rozar la izquierda de ella, blanca contra el escritorio negro—. Sí, nuestros caballos…, pero aquí todos hemos de hacer un esfuerzo —dijo y retiró la mano mientras ella dejaba caer la suya sobre sus rodillas—. Yo…, yo, madame… —la cara del barón se crispó ligeramente, de golpe parecía tener diez años más— he visto cómo mis soldados subían de ese río, subían del agua, como sus ñoquis de patatas en la olla, ¿me comprende, madame? Ñoquis en agua hirviendo. Decenas, centenares, los hombres que mandaba salían a flote como ñoquis, mis soldados…, y el general Bolzano, mi general, enloqueció. Lo vi enloquecer, acabó entre los italianos, muerto de una puñalada, así que tuve que hacer retroceder a los soldados. La retirada por el río…, los pontones hechos añicos por las bombas y las ametralladoras de los aviones que nos disparaban sin cesar. —Con la mano derecha se tapó los labios; luego, toda la cara—. He visto morir a mis chicos, a un puñado tras otro, mientras bajaban de las barcas, mientras corrían por las pasarelas de un islote a otro, y los gritos…, los cañones lo destrozaban todo, todo, barcas, pontones, soldados…, y las ametralladoras…, aquellos cuerpos en la corriente —se quitó las manos de la cara y me miró un instante—, jóvenes como usted…, toda esa sangre…, salían a flote como ñoquis.
Entonces la mirada de ella buscó la de él. Y los ojos de él vieron los de ella, aquellos sombríos ojos verdes, resaltados por medias lunas negras.
—Escuche, madame…, unos soldados han sido asesinados en territorio ocupado, la ley de la guerra me exige fusilar al mayor Manca y a sus cómplices, que son su tío y su sobrino. Sin contar, por otra parte, que durante la huida el muchacho… ha hecho más grave su… —Nos cruzamos unos segundos las miradas—. Soy el responsable de la vida de los soldados a los que mando. Rige la ley de guerra… y esa criada, como se llame —agitó la mano derecha como para espantar a una mosca—, se lo ha contado todo a mis oficiales. Esa mujer los odia, quiere verlos sufrir a todos ustedes, el mayor Manca dice que ha sido él, pero… al inglés lo he encontrado en el desván de ustedes, con don Guglielmo y don Paolo.
—Barón, escuche…, Rudolf…, escuche, se lo ruego. —Inclinándose ligeramente hacia delante, la tía puso los dedos en el borde del escritorio—. La vida de Renato por la de sus soldados… ¿con eso no basta? Los ha matado él —dijo, y tragó un poco de saliva—, no el tío Guglielmo, y Paolo… ni siquiera sabe qué es un revólver…
El oficial levantó una ceja.
La tía enderezó la espalda y apoyó las manos en las rodillas. Temblaba.
El barón se levantó, puso las manos detrás de la espalda. A continuación, con tres pasos nerviosos, dio la vuelta al escritorio, se acercó a mi silla y, doblando hacia delante la espalda rígida, puso los puños en el tablero negro y elevó la vista hacia el retrato de su emperador. El daguerrotipo estaba bastante desteñido, Carlos estrechaba a su pequeño archiduque, que escrutaba el mundo con los ojos como platos y apretando con la mano derecha la rodilla del padre, mientras que la izquierda desaparecía en la mano enorme, que llevaba en el anular el sello de la dinastía. El joven emperador vestía el uniforme de los generales húngaros y en el centro del pecho repleto de medallas figuraba la cruz de hierro prusiana. La mirada no tenía mucho de imperial, era la de un padre que observa, preocupado, a su niño. No había alegría en el rostro del emperador: la cara redonda, las orejas de soplillo, los labios carnosos sin sonrisa. El barón retiró los puños del escritorio y abrió las manos, con las palmas hacia arriba, indicando la fotografía.
—Madame —dijo—, ¿le parece que este hombre es un sádico, un sanguinario?
—No, tiene cara de buen hombre —respondió doña Maria al tiempo que se levantaba y clavaba la mirada en su rival—, de hombre triste… y razonable.
—Creo que es un hombre justo, pero los soldados todavía aman a Francisco José, y eso que fue él quien inició esta carnicería —dijo, e inclinó un instante la cabeza—, no se sienten protegidos bajo Carlos. Verá, madame —el barón se volvió a sentar detrás del escritorio, mientras la tía permanecía de pie—, creo que los súbditos son como los niños, y los soldados todavía más. Quieren un guía firme, que no vacile, eso no lo perdonan… y tienen razón, pues la indecisión, en la guerra, cuesta vidas, y la piedad puede parecer…, y muchas veces, créame, es… como la del médico blando…, como dicen ustedes…, que en la llaga cría gusanos… ¿no es así? Si el príncipe da la impresión de no saber qué es lo mejor para sus soldados, para la dinastía, entonces la magia del trono se esfuma y todo se va al traste. ¿Entiende lo que quiero decir, madame Maria?
Los ojos de él buscaron los de ella. Y los de ella respondieron, verdes, enormes.
—Rudolf, se lo ruego —tenía la voz tomada por la emoción, mientras yo procuraba no respirar—, salve al menos a este chico… si su emperador estuviese aquí, no negaría la clemencia.
El barón tosió en la mano. Se levantó, pero enseguida volvió a dejarse caer en la silla. Con dedos nerviosos apartó la hoja que le había visto firmar y, tras carraspear, dijo con voz enérgica, pero sin alzar la mirada:
—No puedo.
—Barón —la voz de la tía era ahora triste, áspera—, usted no me es indiferente, entre usted y yo… —bajó la mirada y, con el rabillo del ojo, me miró— ha surgido una simpatía en estos meses tan largos y terribles. Pero ahora estoy pidiendo clemencia, ¡le estoy implorando! No me la puede negar. No debe, tiene que haber algún modo para…
El mayor la miró a los ojos.
—No hay ninguno.
Yo hubiera querido decir algo.
—Podría huir —dijo la tía—, las pesquisas podrían empezar a la mañana siguiente de la huida…, así tendría alguna hora de ventaja. Austria tendría de todos modos su venganza, Renato es un soldado; mi… tío es un Spada, ¡tiene la vida de ellos para dar un ejemplo!
—Ya ha huido, y su huida ha costado más sangre. Sangre inocente.
—Rudolf, se lo ruego, le estoy… —la tía me miró, y puso su mano en la mía, sin sentarse, luego clavó sus ojos en los del barón—, le estoy suplicando.
—Tengo unos soldados asesinados que vengar, y un piloto enemigo al que han escondido, y…
—Mayor, en la guerra siempre se asesina…, usted quiere ahora solamente dar un ejemplo: ¡matar a unos señores no es lo mismo que matar a unos campesinos! Después de la batalla la moral de la tropa está por los suelos; sus mandos temen la rebelión de la población cuando empiece el enfrentamiento final, ¿verdad? Pero les resultará más fácil confiscar la cosecha si los campesinos ven a los amos colgados de los palos con las argollas. Eso cree usted, y también lo creen el Feldmariscal y el general Teodorski. Sin embargo, al negar clemencia usted contribuye…, digo usted, barón Von Feilitzsch, porque quien está aquí es usted…, contribuye a la destrucción de la civilización de la que usted y yo… y este chico… formamos parte, y la civilización es más importante que el destino de los propios Habsburgo y los Saboya. El mundo que se está preparando no va a gustarle más a usted que a mí: no habrá sitio para la piedad, ni para esos modales refinados que tanto… defendemos. Con su severidad usted cree que imparte justicia, pero lo cierto es lo contrario, barón, lo que usted hace es abrir el camino a una época en que el cabo se hará llamar general y en que el pueblo se burlará de nosotros y de usted…, porque nosotros somos hijos del caballo, no del avión… —La tía era un torbellino, y yo, hundido en la silla, la escuchaba admirado—. Pero cuando nuestras buenas maneras ya no existan, cuando lo superfluo se desprecie y la prisa sea la soberana del mundo, hombres necios y brutales poseerán el cetro y así, a la hora en que llegue el diluvio, el arca no estará lista.
—Madame…, madame…
Doña Maria fue a la puerta, la abrió. Pero antes de abrir se volvió con ojos tempestuosos.
—¡Que Dios te maldiga, Rudolf von Feilitzsch!