Pasé la tarde discutiendo con los abuelos y la tía los detalles de la fuga. El plan del cura se descartó enseguida, pues el barón había puesto un centinela también en la puerta de la iglesia. Guardé en la mochila una manta, un cuchillo, una bolsa de yute con polenta seca y un tarro de lata lleno de mermelada roja.
Con el abuelo y la tía examinamos un mapa militar de hacía dos años, el único que teníamos. Les dije que había aprendido de Renato a moverme por los bosques, una exageración en la que fingieron creer. La abuela me dijo que saliera de inmediato del pueblo y que no tratara de ponerme en contacto con Giulia: el barón acababa de arrestarla y mandarla a Conegliano con un vehículo de la Cruz Roja.
Cuando nos despedimos, ya entrada la noche, la luna estaba alta, inmensa, redonda. «No perderás el camino». La abuela me estrechó con todas sus fuerzas, pero se contuvo de llorar, y lo mismo hizo la tía. El abuelo disimuló su emoción hablando de su Gibbon y de su Belcebú.
—Te los dejo a ti, sin duda sabrás hacer algo de provecho. En Falzè únete a los desertores, allí es donde cruzan el río. Pero si todo se tuerce, ve hacia el norte, hacia Follina, y luego hacia los montes, ya verás cómo encuentras a alguien que te ayuda…
En la voz del abuelo había una extraña seguridad, lo abracé y lo estreché con fuerza, oí cómo contenía un sollozo. Estábamos a un paso de la puerta que daba al patio, las mujeres de la casa nos habían dejado solos. El abuelo giró la llave que apagó la llama del quinqué. Abrí la puerta y salí sigilosamente. No la oí cerrarse, y no me volví, sabía que el abuelo estaba allí, en la oscuridad, oteando mis primeros movimientos.
Corrí hasta la valla, me agaché y permanecí a la escucha. La primera patrulla pasó a mi lado apenas a los dos minutos. Debía averiguar cuánto tiempo tenía para alcanzar el bosque. Había un buen trecho que recorrer al raso y la noche era muy clara. Saqué el reloj. Vi a dos soldados que iban por fuera de la valla, caminaban en sentido horario. La primera patrulla había pasado por dentro y caminaba en el otro sentido. Los soldados pasaron a menos de tres metros de mí. Entre las dos patrullas había un intervalo de dos minutos y cuarenta segundos. Me incorporé en cuanto transcurrieron cincuenta segundos. Para estar seguro de que no me vieran, tenía que llegar a la espesura a lo sumo en un minuto y medio. Eché a correr, sin preocuparme de mantener la espalda doblada. Cuando alcancé la espesura, me tiré al suelo, bocabajo. Permanecí inmóvil, fijándome en el espacio vacío que tenía detrás. Procuré recobrar el aliento. Observé pasar a las patrullas. La puntualidad habsburguesa me había favorecido. Cuando el corazón se calmó, me puse en marcha. Anduve durante dos, quizá tres horas. De vez en cuando paraba a escuchar el bosque, pero siempre que lo hacía me afligía. Vi dos lechuzas y oí a muchos animales moverse entre el follaje, pero sabía que los peligros eran otros. Buscaba ciertos senderos que había hecho con Renato. Paré delante de una roca grande. Abrí la manta y me envolví en ella. Saqué el cuchillo. Dejé que la luz de la luna encontrase la hoja y lo clavé en el suelo, a no más de treinta centímetros de distancia. Comí unos pedacitos de polenta seca y otro poco de mermelada. Luego bebí un trago de agua mezclada con vino, seguía teniendo la cantimplora llena. No quería que me entrara sueño, pero tenía que descansar las piernas. El viento que sacudía las ramas altas y el crujir del sotobosque me mantenían alerta. Desde allí podía ver algunas estrellas, tres o quizá cuatro, que la luz de la luna no conseguía apagar. Me envolví bien en la manta. El aire estaba tibio, pero la tierra húmeda, y tenía fría la espalda. Oí el canto de un búho. Entonces un pensamiento extraño me asaltó: mi padre. Lo vi fumando su pipa en el sillón del salón, serio, concentrado en la lectura de un libro delgado que olía a moho. Nunca pensaba en él. En mi madre sí había pensado alguna vez, incluso me había parecido oír su voz en los largos duermevelas, pero desde el tiempo de la gran desgracia la imagen de mi padre se había borrado de mi mente. El abuelo había hecho de todo por reemplazarlo, y lo había conseguido, pese a que para mí el abuelo era un viejo amigo, mientras que mi padre siempre había sido, y lo seguía siendo en el recuerdo, un extraño; solo una serie de detalles que la memoria había relegado. En un rincón oía su voz, en otro olía su agua de colonia, o veía su cara seria, perdida en un más allá secreto que, con una actitud arisca y antipática, protegía también de las miradas de mi madre. «Ahora estoy solo, acorralado, y tengo miedo», murmuré en la oscuridad. Respiré profundamente. El olor de la tierra húmeda, del musgo, de la corteza mojada me invadió. El hedor de la guerra había desaparecido. Y me quedé dormido.
Había luz por todas partes cuando me desperté. Me había dormido con la mano apretando el mango del cuchillo. Era el cuchillo del abuelo, el mango era un colmillo de jabalí africano con una hoja de acero de veinte centímetros que tenía filo a ambos lados. Mientras me incorporaba, me pregunté si con ese cuchillo sería capaz de matar. Me despejé del frío golpeando un zapato contra otro. Bebí un poco de agua mezclada con vino y comí un buen pedazo de polenta seca que unté de mermelada con la hoja. Me sentía fuerte; había sobrevivido a las insidias de la noche. Lo volví a guardar todo en la mochila, menos el cuchillo, que me puse de través en el cinturón. De día era preferible evitar el sendero. Estudié el mapa, pero no era muy útil si no salía del bosque. Me asaltó el temor de haberme perdido. Busqué el sol, había despuntado hacía poco, y así pude situarme en el mapa: tenía que ir hacia el sur/sudoeste. Me puse en camino.
Cada media hora hacía una parada para corregir el rumbo y asegurarme, aguzando el oído, de que no me seguían. Hacia el mediodía, con el sol en el cénit, olí humo. El bosque era espeso en ese punto y no veía fogatas ni casas. Oí ruido de aviones y me agaché. No eran de reconocimiento, sino una docena de cazas. El ruido me recordó los Spad. Me incorporé y me dirigí hacia el olor a humo. A los pocos minutos el bosque se enraleció hasta abrirse en un claro. Había una casa.
Me agazapé sin salir al raso. Había aprendido muchas cosas del mayor Manca. Para tranquilizarme bebí un trago de agua mezclada con vino. Y permanecí a la escucha, los ojos pendientes de todo. Los postigos de la casa estaban abiertos, me hallaba demasiado lejos para ver el interior, pero allí había alguien. No lo sabía únicamente por el humo: en un perímetro de unos treinta pasos, la hierba estaba segada, y a un lado, debajo del alerón del tejado, había leña apilada. Apoyados a la leña había una azada y un rastrillo, los mangos juntos cual novios en la iglesia. La puerta se abrió, salió una mujer con un cesto, fue al rimero y lo llenó. Se disponía a entrar, pero justo cuando llegó al umbral se volvió. Aunque no podía verme, por prudencia retrocedí en la sombra de la espesura. Miraba hacia donde yo estaba, como un cervato que olfatea el peligro antes de verlo, de oírlo. Dejó el cesto y llamó en voz alta a alguien. Salió otra mujer, de mucha más edad, encorvada y vestida de luto. La vieja entró de nuevo en la casa y acto seguido salió con un fusil. Se puso a caminar hacia mí. No me moví. La vieja se acercaba; estaba a diez pasos.
—¡Salid! ¿Quiénes sois?
Tenía una voz educada.
Me puse de pie, despacio.
—Estoy solo, no llevo armas.
—¡Salga de ahí! Con las manos arriba.
Me puse la mochila al hombro, levanté las manos y salí al raso. El cañón del fusil apuntaba directamente a mi pecho.
—¿Qué hace aquí? ¿Por qué nos espía?
—Me llamo Paolo Spada, vengo de Refrontolo, creo que me he perdido.
—¡Deme eso! —Con la punta del fusil señaló el cuchillo que me cruzaba el cinturón.
—Busco ayuda, no quiero hacerles daño.
—¡El cuchillo!
Se aproximó y me apuntó el fusil a la cara.
—Cógelo con la izquierda y no bajes la derecha.
Obedecí. Cuando se lo tendí, lo agarró sin quitar la mano derecha del gatillo, pero por el peso tuvo que bajar un poco el arma. Durante un instante tuve la sensación de que, con un solo movimiento, podría habérselo arrancado.
—Eres un chico… —constató, pero sin asombrarse—. Entra y camina delante de mí, no quiero sorpresas.
Pasé bajo la mirada indagadora de la mujer más joven, que tenía la edad de Giulia, el pelo color ébano y ojos grandes, claros, color té. Me sonrió y yo le correspondí.
En la casa no olía a pobreza, un olor que yo conocía bien. Lo había olido en Venecia en las casas a las que había entrado alguna vez con una criada que iba a visitar a sus parientes. Era como una mezcla de olor a cenizas, a sopa de garbanzos y a ropa mal secada.
Enseguida me llamó la atención el orden de la habitación. Cuatro sillas en torno de la mesa puesta; y en la mesa había agua en una jarra de vidrio, una botella de vino y cubiertos con dos platos blancos. En el hogar había una cacerola humeante; debajo de la mesa, una esterilla de cáñamo.
—Deje la mochila —dijo la joven, mientras la vieja bajaba el fusil—, supongo que tendrá hambre.
Asentí con la cabeza.
—Luisa, acompaña a nuestro invitado a lavarse las manos.
Comprendí que debía de tener aspecto de salvaje. Luisa me indicó que la siguiera. Atravesé un dormitorio desnudo, pero limpio. Luego Luisa me condujo ante un balde lleno de agua sobre el que goteaba el grifo. En una repisa había una pastilla de jabón.
—Lo dejo solo… la letrina está detrás, tiene que salir por ahí.
—Gracias.
Tenía una sensación de alivio casi infantil: deseaba confiar en esas dos mujeres, y que ellas confiaran en mí. Me lavé la cara, las manos y el cuello, y salí por atrás para usar la letrina.
Comimos en silencio. Una sopa de no sé qué que me supo a gloria. También habían hecho pan de harina blanca. Hasta que comí no caí en la cuenta de que estaba hambriento. Luisa tenía la cara redonda, cálida, mejillas levemente sonrosadas, mientras que la madre tenía facciones frías, talladas en una madera dura.
—¿Quién es usted? —La voz de Luisa también era cálida.
—Estoy huyendo… de la Villa Spada, a lo mejor han oído hablar de ella.
—Un hospital, durante la batalla —dijo la madre.
—Ah… sí…, ahí vive…
La madre calló a la hija con la mirada.
—Luisa escucha las conversaciones de todo el mundo, cuando va al pueblo, y se cuentan muchas tonterías.
—¿Qué pueblo? ¿Dónde estamos?
—A un kilómetro del Soligo, ya no está en crecida, lo pasará fácilmente…, podría acompañarlo…, porque va al Piave, ¿verdad?
—No —dijo la madre—, ni hablar…, si estuviera tu padre…
Me volví hacia el fusil apoyado en una jamba de la puerta.
—A mi marido se lo ha llevado la guerra. El altiplano de los siete municipios, en 1916… y ese no es su fusil, me lo vendió un desertor… en los días de Caporetto.
—Déjame ir, madre, lo llevo hasta San Michele al Ponte y regreso, se tarda poco, conozco el camino.
—Ya hemos sufrido bastante… aquí nos hemos quedado solas. —La mujer se levantó al tiempo que se arreglaba el pelo canoso, y empezó a recoger la mesa, muda.
—Me las arreglaré solo, únicamente necesito alguna indicación, tengo un mapa.
La chica se puso a ayudar a su madre. Me acerqué a la pila para echarles una mano.
—Tiene los ojos hinchados, échese ahí, en el jergón, lo despertaremos en cuanto se haga de noche.
Al anochecer la mujer me dio una bolsa de higos secos y un pedazo de queso duro envuelto en un trapo celeste. Me devolvió el cuchillo con una bofetada que pretendía parecer una caricia.
—No puedo dejarte el fusil… mi hija te acompañará hasta el dique del Soligo, quiero tu palabra de que me la mandarás de vuelta en cuanto lleguéis.
—Pierda cuidado, señora… y gracias.
—Buena suerte.
Luisa abrió camino, su paso era muy ligero. Nos adentramos en la espesura casi al momento y durante diez minutos anduvimos hacia el norte, luego doblamos a la izquierda, bordeando un claro. La noche se oscurecía deprisa. De pronto, la vegetación nos obligó a caminar más despacio; saqué el cuchillo y corté unas ramas espinosas. Avanzamos a duras penas unas decenas de metros, hasta que oímos el río, y entonces paramos un momento, aliviados, a escuchar. Luisa se volvió, con el índice en los labios.
Yo no oía nada. Solo el agua que corría.
—¿Qué pasa? —pregunté en voz baja.
—Alemanes, delante de nosotros… a veinte pasos.
Nos agachamos juntos, detrás de un tronco más grueso que los otros.
—Qué raro, aquí nunca hay nadie, las cantimploras las llenan río abajo.
—Esperemos…, a lo mejor se van.
Acercó la boca a mi oído.
—Sí, aquí el agua está baja y hay poca corriente, el río se abre.
A los dos minutos los soldados se pusieron a hablar. Eran húngaros, las voces se oían con claridad. Trajinaban con una estufilla de campo —uno de esos trastos de hierro que funcionaban con aceite—, se notaba el olor del café y el de sus guerreras sudadas, pues el viento soplaba hacia nosotros.
—Vuelva con su madre, yo cruzaré en cuanto esos se marchen.
—No voy a dejarlo solo justo ahora. Puede que los hayan mandado aquí a vigilar el vado.
Para mi sorpresa, Luisa extrajo de debajo de las enaguas un cuchillo, tenía una hoja larga y fina, desgastada hasta el dorso.
—¿Qué hace?
—Más vale estar preparados —musitó, y con la mano derecha me acarició la mejilla.
No me dio tiempo de sorprenderme. Me indicó que la siguiera. Nos movimos lentamente, a gatas, alejándonos del río. Una vez fuera de peligro nos incorporamos para seguir andando, con la orilla a la derecha. Aunque la oscuridad nos protegía, a la vez prácticamente impedía avanzar, la luna aún no había salido.
Luisa se volvió y me indicó que me agachara.
—Esperemos aquí —dijo.
El aire era más frío que el de la noche anterior. En los montes había llovido. Luisa se me arrimó.
—Así nos damos calor.
—Pero ¿qué hace?
—Hace frío… ¿a usted qué le pasa, le da miedo el infierno?
—El infierno no, pero…
Entonces se apartó.
—Puede que tenga razón, es hora de que vuelva con mi madre… buena suerte.
Debí de quedarme dormido. Me levanté. No tenía el cuchillo. Lo busqué por la hierba, luego miré en la mochila. Con un suspiro de alivio lo encontré y lo metí entre el cinturón, a continuación me encaminé hacia el agua. La luna estaba baja, un poco por encima del borde de las colinas que se elevaban al otro lado del Soligo. En la orilla no había nadie. Me senté a esperar que se despejara la otra orilla. No conocía la profundidad en ese lado, pero la corriente era lenta y vi un tronco atravesado en medio del río.
No fue difícil cruzar, salvo en los últimos metros, donde el agua gélida, de repente, me llegó casi al pecho. Cuando salí sentí frío. Temblaba, y no podía arriesgarme a encender una hoguera. Me desnudé, estrujé cada prenda, volví a vestirme a toda prisa y emprendí el camino; tenía que entrar en calor.
La luna había iluminado el río, seguí su curso hasta que vi la silueta negra del campanario de San Michele al Ponte. Aflojé la marcha y me llevé la mano derecha al cuchillo. A partir de allí podía haber patrullas. Bordeé el pueblo sin alejarme del bosque. No había luz en las ventanas, las chimeneas no echaban humo, como si las casas hubiesen sido abandonadas. Apreté el paso, el silencio de aquel lugar daba más miedo que el rumor del bosque.