La abuela era tan inteligente que a veces prescindía de comprender a su cocinera. Teresa, por su parte, era lo bastante inteligente para no tener muy en cuenta «los disparates de su ama». Ahora bien, cuando el silencio de la abuela duraba un día entero, hasta Teresa se sentía obligada a decir algo.
—Ama, ¿está en Babia?
La abuela dejó de tomar su manzanilla y respondió con una amarga sonrisa. Digería mal la confianza de quien le administraba sus lavativas. Pero la hora trágica había derribado todas las barreras.
—Ese mayor —dijo la abuela con los ojos enrojecidos— quiere colgarlos de las argollas.
Un estruendo. Fragmentos de esmalte me cayeron en los zapatos junto con un chorro de agua caliente, mientras la tetera se escurría hasta el rodapié. Inmóvil, a un paso de la mesa recién recogida, Teresa se estremecía, tenía la cara violeta, y unas lágrimas mudas le surcaban las mejillas. La abuela se levantó e hizo algo que si no hubiera visto con mis propios ojos jamás habría creído: estiró las manos y abrazó a la cocinera. Y las dos mujeres se estrecharon, el pecho de una unido al de la otra, para fundir, en el bochorno de aquella noche de julio, sus lágrimas y su rabia.
Entré en la iglesia para huir del calor y la grisura. Superado el impacto con la poca luz y acometido por el agradable y húmedo frescor del lugar, vi al abuelo sentado en uno de los últimos bancos. Con la evacuación de los heridos la iglesia había vuelto a ser una iglesia, con alguna vela encendida bajo la estatua de este o aquel santo. Gracias al denodado esfuerzo y a las imprecaciones de un grupo de beatas había recobrado un estado decente.
Ver al abuelo sentado allí era como encontrar un pelo en un pastel de Teresa. Me senté a su lado. Me miró sin sonreír.
—Tu fama de comecuras vacila, abuelo.
—Cada cosa tiene su momento, y lo que pasa hoy no va del brazo con el sarcasmo… Estoy pensando, pen-san-do, y prefiero hacerlo aquí, al fresco —dijo, y me miró de nuevo—, donde no viene a fastidiarme esa policía que es tu abuela, que encima hoy le toca lavativa y se ha despertado de malas pulgas.
En su voz, a la que procuraba dar el habitual tono irónico, había angustia y desconsuelo. Decidí dejarlo con sus pensamientos. No había llegado al último escalón del atrio, cuando oí los pasos pesados del cura a mi espalda.
—Don Paolo, espere.
Me volví. Una vaharada me entró por la nariz hasta las tripas. Al ver mi expresión, el cura se apartó.
—Ayer los suboficiales me invitaron a la posada, y en la sopa había… más aguardiente que sopa. Y cantaron canciones que dicen Krieg-Sieg, Not-Tod, y luego me dijeron unas cosas, unas cosas feas para nosotros… para usted.
Se volvió hacia el soldado con el arma en bandolera, que acababa de levantar el trasero del guardacantón, no me dejaba ni un segundo.
—Doy dos pasos con usted. Paolo… hasta la verja… Esta mañana, al amanecer, su criada, Loretta, ha venido a confesarse. —Me cogió del brazo y nos encaminamos hacia la villa, el soldado nos seguía a pasos cortos y lentos—. Esos malditos lo saben todo, se da cuenta, todo. No puedo contar más… el sacramento… ¡pero lo saben todo! —Andaba cabizbajo, y acortaba el paso para que estuviéramos más rato—. Austria quiere un tributo de sangre italiana… Anoche pusieron al inglés en un camión rumbo a Udine. Y a Renato no le dan ni agua…, con este calor…, él aguanta…, pero… y ya lo saben todo. Y doña Maria puede menos de lo que cree, desde luego menos de lo que espera. Después de la batalla perdida no pueden consentirse que su primera retaguardia se convierta en una amenaza. —Las palabras se le agolpaban en la boca, como si temiera perderlas—: ¡Fusilar a los Spada…, a unos señores! Perro no come perro, dicen los campesinos.
—Pero, a lo mejor…
Se detuvo y, dándome un empujón, me obligó a mirarlo.
—Lo que he sabido es que no se conformarán con colgar al guarda. —Se puso de nuevo a caminar, despacio, cada vez más despacio, cabizbajo—: No tocarán un pelo a las señoras…, pero usted… tiene que huir, esta noche, mañana podría ser tarde.
En la voz del sacerdote había algo imperioso y desesperado.
—Lo controlan todo, también mi correo, no puedo mandarlo a un convento… no queda más remedio que cruzar el río.
En la verja había un solo soldado de centinela; tenía aspecto cansado, era un muchacho de unos dieciocho o diecinueve años, flaco como un fideo, con el casco que le pesaba sobre las orejas.
—Venga esta noche a la iglesia, después del rezo confesaré en la sacristía, huirá por allí, y después…, después que haya suerte, y que Dios lo proteja.