29

Alguien llamaba a la puerta. Abrí los ojos con esfuerzo, por los tragaluces se veía el color de la alborada. Luego vi balanceándose sobre mi nariz el gorro de dormir del abuelo.

—Están llamando.

—Ya lo oigo —respondí, con la voz pastosa.

—¿No crees que deberías preguntar quién es?

Me senté en el catre.

—¿No tienes lengua, abuelo?

—No sabemos quién es, mejor que no oiga la voz de un viejo.

—¿Quién es? —pregunté en voz alta, sin moverme del catre chirriante.

—Renato.

El abuelo asintió con la cabeza.

—Pasa.

El guarda tenía aspecto de no haber pegado ojo. Me miró, luego miró al abuelo.

—Ponte los pantalones… Anoche derribaron a Brian, nos necesitan.

Me levanté y recogí la ropa que había amontonada en la silla.

—¿Cómo lo has sabido?

—Eso no es asunto tuyo —dijo y, clavando los ojos en el abuelo, añadió—: Esta vez podría ser realmente peligroso.

El abuelo me miró con sus ojos grises, que sabían maravillarse por cualquier pequeñez. Por los tragaluces, el cielo empezaba a clarear.

—¿Quieres ayudar a Renato? No tienes por qué…

—Dentro de dos meses cumpliré dieciocho años, abuelo, y soy italiano.

El abuelo asintió y se volvió hacia los cristales, al tiempo que se quitaba el gorro de la cabeza.

Mientras bajaba las escaleras con el mayor Manca pensaba en él, en el abuelo. Quería mucho a aquel viejo loco.

Salimos al jardín, Giulia venía a nuestro encuentro. El primer botón de la blusa estaba abierto y el pecho, con el movimiento, estaba a punto de hacer saltar el segundo. La falda dejaba intuir los tobillos, embutidos en botas de montaña. Aunque estaba a diez metros de nosotros, ya la olía. También Renato la miraba con ojos ávidos, pero yo ya no tenía celos, es más, sentía que nunca los había tenido.

—¿Pensaban marcharse sin mí?

—La verdad… —dijo Renato.

—Todo Refrontolo sabe que ayer, al atardecer, derribaron el avión con el martín pescador en el fuselaje.

Renato emprendió la marcha. Dejé que nos sacara unos metros para ir a solas con Giulia, que ostentaba su sonrisa burlona.

Atravesamos el parque. Se habían llevado a muchos heridos durante la noche, y el camino estaba lleno de camiones que iban hacia el este, a las antiguas fronteras. Pasamos en silencio al lado de pequeños grupos de soldados tumbados o sentados en la hierba, junto a las tiendas de campaña empapadas. Entre la letrina y los palos con las argollas, dos camilleros con bata y fez quemaban vendas ensangrentadas. Olía a fenol, y el viento arrastraba el hedor a carne quemada.

Nadie nos prestaba atención. No había signos de vigilancia armada por el campamento. Los únicos centinelas que vimos, ya en la colina, eran cuatro soldados que tenían toda la pinta de estar durmiendo, cada uno con la espalda apoyada contra una columna del templete.

El cielo se había despejado.

—Si Brian se ha salvado, seguramente estará esperándonos en su casa —dijo Giulia.

—Ha caído tres kilómetros más al norte —Renato hablaba con voz nerviosa—; no creo que lo haya conseguido, pero de todos modos tenemos que ir a ver.

Una vez cerca de la casucha del inglés, el mayor mandó que nos agacháramos. Nos quedamos allí unos minutos, alertas y mudos.

Renato estaba aturdido, vi en su cara el esfuerzo por ocultar la angustia.

—Voy yo —dijo Giulia—. Si le han tendido una trampa… nadie dispara a una mujer. —Se encaminó antes de que pudiéramos objetar nada.

Iba a levantarme, pero la mano de Renato me lo impidió.

—Tiene razón, desde aquí se ve bien la puerta, nos moveremos si hace falta.

—¿Vas armado?

—Claro —dijo, con el mentón en la hierba, extrayendo del bolsillo una semiautomática—. ¿Lo ves? Es como la de nuestro barón. Las Steyr las hacen para los oficiales de la retaguardia, o para los peces gordos, que ven las trincheras solo en la prensa…, pero no se encasquillan.

En ese instante me di cuenta de que ya no tenía miedo.

—Giulia nos viene bien, ¿verdad? Si tuvieran a alguien como ella podrían pasar por alto muchas cosas.

Una inconsciencia cercana a la euforia se estaba apoderando de mí. De eso sí tendría que haber tenido miedo, pero me faltaba lucidez y prudencia. No había nadie alrededor, los escasos grupos de soldados que habíamos visto, los camiones y los carros se iban hacia Conegliano, Sacile o Vittorio; era el 22 de junio y entonces no podíamos saber que el ejército de Boroevic ya había empezado a replegarse.

Miré el reloj y lo guardé en el bolsillo. En cosa de segundos, Giulia entró y salió de la casucha. Nos llamó con un gesto de la mano. Nos pusimos de pie, yo tenía los pantalones y la camisa empapados.

Me acometió el olor a moho y a leña mojada. Por un postigo entornado entraba una rendija de luz que cortaba en dos el suelo. En el banco pegado a la pared distinguí el perfil de un hombre. Me acerqué, mientras Renato cerraba la puerta y corría el cerrojo, que, oxidado como estaba, chirrió. Giulia sujetaba con una mano la frente del hombre tumbado.

—Es él. Ha intentado levantarse en cuanto me ha visto, pero se ha caído como un tronco.

Renato se inclinó al lado del amigo, apartando a Giulia. Brian estaba inmóvil, con los ojos cerrados. Renato le pasó la mano derecha debajo de la nuca y le levantó la cabeza despacio. El inglés lanzó una queja y entornó los ojos.

—Bueno verte… you wouldn’t have a tambler of whisky, would you? —preguntó, mostrando los dientes.

Renato le abrió la cazadora. Se volvió hacia Giulia, que se había arrimado a mí.

—Aquí hace falta un poco de aire.

Giulia fue a la ventana y abrió una hoja del postigo, que enseguida volvió a cerrar, procurando no hacer ruido.

—¿Qué pasa? —pregunté en voz baja.

—Soldados.

—¿Cuántos? —inquirió Renato.

Giulia levantó tres dedos.

Renato volvió a agacharse al lado de Brian.

—Golpeado cabeza, aquí, detrás oreja, no estar en pie; darme vueltas, everything’s spinning.

Voces alemanas, groseras. Estaban a pocos pasos de la puerta. Renato posó despacio la cabeza de Brian en el banco, se levantó y se colocó al lado del marco de la puerta, donde extrajo la Steyr. Con los ojos nos ordenó que nos escondiéramos y con el cañón señaló un armario grande y negro, en el extremo opuesto de la habitación. Fui hasta allí de puntillas y metí a Giulia, que se arrimó a un lado todo lo que pudo para hacerme sitio. La hoja no se cerraba bien, quedaba una rendija de dos centímetros. Me pegué a Giulia y contuve el aliento. Los de fuera hablaban en voz alta, reían. A lo mejor son unos sinvergüenzas, unos emboscados, solo quieren estar lejos de la batalla —pensé—, quizá no estén buscando a Brian.

Podía sentir el pecho de Giulia, ardiente, contra el mío. En el silencio, me pareció oír también la respiración de Renato y la de Brian.

Luego las voces alemanas callaron. Giulia aplastó la nariz contra mi cuello. Respiraba el olor de su pelo. Golpes en la puerta, uno, dos. De nuevo las voces, ahora gritaban. Más golpes, y más fuertes. La puerta chirrió, eran los goznes y el cerrojo. Un grito y el ruido de una patada: la puerta se hundió de golpe. Dos disparos, tres. Salí del armario. Renato estaba allí, firme, empuñando el arma, y volvió a disparar, a la espalda de los dos que estaban tumbados bocabajo, encima de la puerta arrancada. El tercero, que estaba un poco más atrás, al otro lado del umbral, se arrastraba por un codo, escupiendo sangre y saliva. Renato salió y lo dejó tieso de un tiro en la cabeza. Recargó mientras se le acercaba. Sus movimientos eran rápidos, seguros. Miraba alrededor, como un animal acosado.

Me volví hacia Giulia que, ya fuera del armario, se tapaba la cara.

—Échame una mano, tenemos que largarnos de aquí.

—¿Y Brian?

Renato agarró un pie del soldado que tenía el agujero en la cabeza y me dijo que cogiera el otro. Lo arrastramos dentro.

—Ahora van a buscar a los asesinos de sus hombres —dijo, y advertí que la actitud de Renato ya no era arrogante; eso fue lo que más me aterró.

—Usted, señorita, monte allí la guardia.

Renato se acercó al inglés, que parecía dormir, como si no hubiera ocurrido nada.

La luz que entraba por la puerta terminaba justo en los cuerpos de los muertos.

—Deprisa —dijo Giulia—, démonos prisa.

Renato se había sentado a los pies del banco en que yacía, inconsciente, el piloto inglés. Tenía la cabeza entre las manos y miraba los cadáveres. Se levantó.

—Hoy un plato de alubias tiene más repercusión que un par de disparos, pero por Brian…, es preciso que lo llevemos a la villa, no queda otra opción.

—¿A la villa? Pero si lo encuentran allí, todos estaremos…

Me cortó la frase con una mirada.

—No puedo abandonarlo. —Por primera vez desde que lo conocía, vi consternación en sus ojos—. Se recuperará, llevarlo es cosa mía… esta noche. Marchaos ahora, y no le mencionéis esto a nadie.

—¿Ni siquiera a la tía? Podría ayudarnos.

—¡A nadie! Pase lo que pase, nunca habéis estado aquí. Brian y yo saldremos de esta. —Miró a Giulia de reojo y ella le echó los brazos al cuello. Renato le asió las muñecas y la empujó—: Llévate de aquí al chico —dijo—. ¡Ahora mismo!

Giulia salió por la puerta sin volverse.

—Muévete, Paolo, ¿estás sordo?

Estaba seguro, ahora sí que estaba seguro, de que esos dos eran amantes, o de que lo habían sido. No dije nada, tampoco me despedí, salí con la mirada gacha.

Atravesé el espacio que nos separaba de la espesura a la carrera, arrastrando a Giulia de la mano. En el aire vibraban de nuevo los cañonazos.