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La batalla comenzó el 15 de junio, a las tres de la madrugada, bajo un cielo sin luna ni estrellas. La neblina no dejaba ver las casas ni las colinas. Durante veinte días seguidos, el ir y venir de las tropas había sometido a la villa a una dura prueba. El fuerte sol y el aire quieto intensificaban el hedor de las letrinas. No faltó la sentencia del abuelo: «Soldados que vienen y soldados que van, mierda que queda».

Y mientras la suciedad se desbordaba, la iglesia se transformaba en hospital. Don Lorenzo oficiaba misa al aire libre, en el prado, entre el alero del cobertizo y la villa, lo que resultaba bastante irritante, pues se desgañitaba cada vez más en sus sermones y el calor desaconsejaba cerrar las ventanas. Ahora bien, en medio del gran desbarajuste había algo bueno: en la cocina de campaña de los zampaberzas había por fin algo que guisar, hasta un poco de carne, y un poco de aquel algo llegaba a la cazuela de Teresa, en parte gracias a la benevolencia del barón, pero sobre todo al oro de unas cuantas esterlinas que la abuela, por mediación de Renato, hacía llegar al bolsillo del sargento furriel, que en esos días poco tenía que envidiar a la faltriquera de dios.

Los cañones, en las dos orillas, disparaban sin tregua. Pero afortunadamente los italianos, en aquel primer día de enfrentamientos, dispararon únicamente los de pequeño y mediano calibre, de modo que Refrontolo quedó fuera de su alcance. El barón había estado demasiado atareado para pensar en el pequeño asunto de la escuadrilla que cada seis o siete días sobrevolaba los tejados. La tía decía que había cambiado de oficio: «Ahora es guardia municipal, se pasa el día en la plaza dirigiendo el tráfico».

Al atardecer la iglesia ya estaba repleta de heridos; a los menos graves los ponían en el establo, entre las mulas. Austríacos, húngaros, bosnios, checos, polacos, montenegrinos; entre ellos se contaban también los primeros prisioneros italianos. Desde la ventana veía una fila interminable de carros de los que bajaban soldados cubiertos de sangre, que luego se iban tambaleando en distintas direcciones. Aquel día, más de una vez, vi hombres sin piernas o sin manos, o con la cabeza hecha un grumo de vendas. Y más de una vez tuve que contenerme para no vomitar. Los duelos aéreos ya no hacían que levantáramos la cabeza. Los cazas con los emblemas saboyanos ametrallaban los caminos ininterrumpidamente, y dos fueron derribados. De una carlinga extrajeron un tronco que olía a bistec a quince metros. «Dios mío, haz que esto acabe», repetía para mis adentros.

Las noticias eran malas: el enemigo había avanzado en el Montello, había sorprendido a la primera y la segunda líneas y se preparaba para avanzar por la llanura. Aun así, Renato seguía siendo optimista.

—El Piave está creciendo, no será fácil combatir con el río en crecida detrás; además, el del Montello no puede ser el ataque principal… Por lo que cuentan los heridos, hoy, al sur de Nervesa, ha habido un infierno.

Esa noche, a pesar del verano, encendimos la chimenea en el salón pequeño, cerca del dormitorio de la tía, para secarnos los huesos; llovía a cántaros y había un aire húmedo y frío. Nadie hablaba. Sabíamos que si Austria llegaba al Adigio, Italia caería en la tentación de rendirse, una paz separada, tal vez. Pero también sabíamos que la ofensiva podía ser el canto del cisne de los Habsburgo. El abuelo y yo nos pusimos de acuerdo para colarnos entre los prisioneros y preguntarles por la batalla, pues la espera era insoportable.

—Mañana me presentaré al oficial que manda en la iglesia, quiero ayudar —anunció la tía, rompiendo el silencio.

No hubo comentarios; por una vez, ni el abuelo encontró nada que decir. Prácticamente no habíamos tocado la comida y Teresa nos regañó:

—¡Amos, tienen que comer! Los sacos vacíos no se mantienen de pie.

La tensión se cortaba con un cuchillo, y la tía, para romper el maleficio, nos habló, en medio de la sorpresa general, del barón. Nos dijo que el padre era asiduo de la corte, que era un historiador de arte de renombre, y que la madre era una santa mujer que había perdido el juicio al morir la hermana pequeña.

—El barón tenía once años cuando ingresaron a su madre en una clínica de Zurich de la que ya nunca salió…, y lleva su retrato en una medallita que tan solo una granada podría arrancar de su cuello. —La tía hablaba en voz baja, mirando la lumbre, y había emoción en su voz clara. El ejército, contó, había sido el refugio de un muchacho con ganas de hacer algo de provecho, pero sin excesivas dotes—. Es un hombre solitario y cordial incapaz de darse una alegría, y eso que a veces lo intenta. No le gusta el ejército que le ha dado una vida y un destino, y tampoco le gusta la guerra, pero no va a dejarlo, porque… es un niño lleno de dudas y de pequeños miedos…, y ahora el mayor miedo que tiene es el de no estar a la altura del uniforme que lleva. Rudolf teme el deshonor.

Era la primera vez que la oía llamarlo por su nombre.

La tía apartó los ojos del fuego, que parecía hipnotizarla, y nos miró de uno en uno.

—Ha aprendido tan bien nuestro idioma por dar gusto a su padre, al que acompañaba en sus viajes a Italia, donde venía a estudiar la pintura del siglo XVI, creo que incluso escribió un libro sobre Tiziano. —Suspiró, las llamas hacían crepitar la leña húmeda—. No es un gran soldado…, pobre Rudolf, le gustan demasiado los caballos… e, igual que yo, no puede verlos sufrir… Hace unos días me confesó, ruborizado, que lo nombraron ayudante de campo del general Bolzano por su alcurnia, no por sus dotes.

—Esas no son cosas que un hombre cuente con ligereza… quiero decir… como no le importe la mujer con la que está. —En la voz de la abuela había una ternura que no le conocía. Yo también estaba consternado, no era propio de la tía franquearse así.

—Oye, Maria…, presta atención al consejo de este viejo: no dejes escapar a ese barón, de una manera u otra la guerra acabará…

La tía miró al abuelo y movió la cabeza como si estuviera tocando un cencerro.

—La guerra terminará y ese soldado tiene una esposa que lo está esperando… y además, los momentos difíciles unen mientras duran, después separan. —La tía casi susurraba—. Los vencidos no pueden perdonar a los vencedores…, aunque nadie sepa quién vence y quién pierde, pues el riesgo, el de verdad, del que no se habla, no se sabe cuál es. La vida sigue —miró al abuelo con sus duros ojos verdes—, pero a diario se pierden pedazos por el camino.

Los cristales vibraron. Ahora los estallidos sonaban muy cerca.

—Esos son de gran calibre —dijo el abuelo—, ojalá todo salga bien.

—Anda, miedica —dijo la abuela, esbozando una sonrisa—, saldremos de esta.